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RESUMEN
ABSTRACT
The competition between countries, nations, cities and regions to attract resources, talent,
infrastructures or events, among others aspects, has caused the coming of a renew struggle
for singularity, recognition and differentiation, for a symbolic hegemony that is rising in the
context of an emerging economy of identity. Indeed, places transfer their usual projections
of place identity to a newly arrived symbolic identity negotiated partly by the transformation
of places in brands. In this sense, the main aim of this paper is the concretion of some
I. INTRODUCCIÓN
Para los intereses del presente artículo resulta muy útil establecer claras diferencias entre
los conceptos ‘marca’ e ‘imagen’, a menudo erróneamente unificados. Del mismo modo,
se incidirá, también, en el análisis de la tensión existente entre marca e imagen proyectada
y percibida, que representa una de las fracturas (gaps) más importantes en el despliegue de
una estrategia de construcción de marca de lugares. El concepto de identidad, ciertamente
La imagen debe entenderse como la suma de creencias, ideas e impresiones que una
persona tiene de un territorio, según manifiestan Crompton (1979) y Kotler, Haider y Rein
(1994). Del mismo modo, la imagen de un lugar se concibe a modo de construcción mental
y social, en base a los conocimientos, las impresiones y los valores que se acumulan de
ese mismo espacio geográfico. Esencialmente, se acepta la existencia de dos tipologías de
imagen territorial (Bramwell y Rawding, 1996; Galí y Donaire, 2003; Govers, Go y Kumar
2007; Stock, 2009; Camprubí, 2011): la emitida y la percibida. La imagen percibida se
refiere a una percepción individual o grupal, acompañada de un proceso cognitivo a partir
del cual se establece una visión y posterior valoración de un lugar. Por tanto, la imagen per-
cibida se vincula al conjunto de creencias, impresiones y opiniones que sobre un territorio
se instalan en la mente humana. En este punto, Galí y Donaire (2003, 2005 y 2006) señalan
la existencia de tres tipologías de imágenes percibidas: a priori, que se corresponde con el
universo mental de un individuo antes de su desplazamiento y contacto físico con el territo-
rio objeto de viaje; in situ, que tiene lugar cuando se produce un análisis comparativo y de
contraste entre la imagen imaginada previamente y la efectivamente vivida; y finalmente, a
posteriori, que se concreta en una nueva vivencia de la experiencia turística con posteriori-
dad al viaje realizado.
Por su parte, la imagen emitida o bien inducida se produce mediante el uso del altavoz de
variados canales de comunicación (mass media, relaciones públicas, internet) o bien de estra-
tegias de marketing y/o branding con el fin de generar difusión, de crear un relato, una narra-
ción o bien un imaginario estratégicamente evocado a un público objetivo al cual se pretende
mostrar una premeditada imagen de marca territorial. Galí y Donaire (2005) identifican la
imagen emitida a modo de reproducción de signos con significado que ha sido socialmente
construido y diseminado. Miossec (1977), en lo referido específicamente a imagen turística,
identifica tres variantes de imagen emitida: en primer lugar la imagen universal, relacionada
con arquetipos, estereotipos o imaginarios tradicionales de lugares fuertemente instalados
en la mente humana; en segundo lugar las imágenes efímeras, que devienen particulares
reinterpretaciones de la realidad a través del arte, la pintura, la literatura o los medios de
comunicación, entre otras opciones; y en tercer y último lugar, las imágenes inducidas, que
se corresponderían strictu sensu con una estrategia de branding territorial, objeto de interés
principal de este artículo.
Otro aspecto interesante de tratar es la probable confusión entre la imagen y la marca de
un destino, aspecto revisado por Tasci y Kozac (2006). El estudio de estos autores sostiene
que la disposición de una imagen positiva surge como resultado de la obtención de una marca
fuertemente anclada en el mercado. Por lo tanto, la marca es algo más que una imagen. Los
autores, finalmente, ponen especial énfasis en la fractura existente entre la imagen proyec-
tada (la carga de valores y atributos presentes en un territorio y transmitidos mediante una
marca) y la imagen percibida (la percepción directa del consumidor al mantener contacto
directo con la marca). He aquí una de las principales contribuciones del branding de terri-
torios, concretada en la modulación del posible sesgo existente entre las expectativas gene-
radas por la imagen proyectada a priori y las sensaciones experimentadas in situ. De este
modo, y a través de un trabajo sostenido de construcción y proyección de marca de territorio
(tanto en el nivel a priori como en el nivel in situ) se consigue atenuar la fractura perceptiva
existente, así como elevar el grado de congruencia entre la imagen proyectada y la imagen
percibida (San Eugenio, 2012).
De Chernatony y Dall’Olmo Riley (1998), y Ollé y Riu (2009) expresan las ambigüe-
dades y dificultades de definición para la acepción marca. La convergencia de múltiples
definiciones y la inexistencia de una teoría de la marca –ausencia ya expresada por Semprini
(1995)– dificultan su ubicación epistemológica, que debería producirse a partir de la concre-
ción de los límites y los dominios que le son propios. Kapferer (1994) enfatiza el concepto
de valor de marca, que vendrá determinado por la capacidad de la marca para conseguir un
significado que resulte exclusivo, positivo y prominente en la mente de los consumidores.
Para Riezebos (2003), la marca es una red de elementos de conocimiento instalados en
la memoria a largo plazo. El núcleo que da sentido a esa red procede del nombre que se
asigna a la marca, que está vinculado a otros conocimientos y significados. Efectivamente,
la marca llega a convertirse en un constructo multidimensional caracterizado por un posicio-
namiento a medio camino entre los valores funcionales y emocionales de una organización
y/o territorio –el añadido «territorio» es de cosecha propia– y las necesidades psicosociales
de los consumidores (De Chernatony y Dall’Olmo Riley, 1998). Desde el punto de vista
de los consumidores, uno de los conceptos más relevantes vinculados a la marca es el de
imagen de marca. Para Dobni y Zinkhan (1990) –citados por De Chernatony y Dall’Olmo
Riley (1998)–, la imagen de marca es un fenómeno de tipo subjetivo y perceptivo, formado
mediante una interpretación razonada o emocional de la marca por parte del consumidor.
En este nuevo milenio, el poder de las marcas ya no se justifica por lo que son, sino por lo
que representa que son. Así es como, en el siglo XXI, numerosas y poderosas empresas han
situado la seducción, las marcas y el branding en el centro de su mundo (Olins, 2004).
Camprubí (2009: 79) sostiene que «la identidad de un lugar es un conjunto de elementos
y atributos que singularizan a la sociedad que lo habita, entre los cuales destaca la historia,
las tradiciones y la cultura, teniendo en cuenta que esa misma identidad se ha formado a
partir de unos determinados procesos sociales». La relación entre identidad e imagen, que
a menudo se manejan como términos sinónimos, se entiende por el componente de identi-
ficación del lugar que une a ambas acepciones. De este modo, y para el ámbito turístico, la
percepción de la imagen turística viene acompañada en muchos casos de la interiorización
de la identidad del destino (Camprubí, 2009). Por su parte, Cardús (2010) sostiene que la
identidad, al fin y al cabo, no deja de ser un subterfugio que en realidad esconde una lucha
simbólica por el reconocimiento y el poder. Se muestra, además, especialmente reticente
relacionado con unas determinadas fronteras administrativas a partir de las cuales se concibe
el territorio como una división geopolítica del espacio. El siguiente cuadro muestra los sig-
nificados asociados a los términos espacio (space), lugar (place) y territorio (territory) en la
esfera anglosajona:
Cuadro 1
LAS RELACIONES ENTRE ESPACIO, LUGAR Y TERRITORIO EN LAS DIFERENTES ESFERAS DEL CONOCIMIENTO Y
LA PERCEPCIÓN DEL PARADIGMA ANGLOSAJÓN
Espacio Lugar Territorio
Los orígenes de la marca de territorio son difíciles de ubicar en el tiempo. Esto es así por-
que en la delimitación temporal de las marcas de lugares hay dos referentes principales. Por
un lado, hay que considerar el ejercicio de branding encubierto que las naciones y los países
han llevado a cabo históricamente de una forma implícita. En opinión de Anholt (2008a), la
vinculación entre marcas y territorios hay que situarla muchos años atrás, tal vez en la época
de Alejandro Magno (356 aC a 323 aC), quien fue de los primeros en entender que el éxito
o el fracaso de los lugares dependía, en gran medida, de la imagen que proyectaban hacia
el exterior. Los inicios documentados en la literatura referidos explícitamente al binomio
marca-territorio –en el que la marca tiene un papel realmente importante y no puramente
testimonial como ocurre en el ámbito de la promoción–, hay que situarlos a finales de los
años ochenta y principios de los años noventa del siglo pasado, cuando autores como Bartels
y Timmer publicaban en 1987 la obra City Marketing: instruments and effects. Asimismo,
otros autores como Ashworth y Voogd daban a conocer su trabajo titulado Selling the City en
1990 y, posteriormente, en 1993 aparecía uno de los títulos de referencia en la vinculación
entre marcas, marketing y territorios que existe en la literatura académica, se trata de Marke-
ting places: attracting investment, industry, and tourism to cities, states, and nations, a cargo
de Philip Kotler, Donald H. Haider y Irving Rein.
Las aportaciones iniciales de Kotler y otros autores han sido complementadas en etapas
posteriores en el ámbito del branding por Morgan, Pritchard y Pride con su obra Destination
Branding (2002). Destaca, de igual manera, la aparición de una edición especial dedicada al
Figura 1
EVOLUCIÓN RELACIONAL DE LAS ESTRUCTURAS DE COMUNICACIÓN DEL TERRITORIO
MEDIANTE EL USO DE MARCAS
uno de los públicos más importantes de una marca de territorio es el público interno (Olins,
1999 y 2004), es decir, los residentes y las empresas locales (Fernández-Cavia, 2011). Por
tanto, la imposibilidad o la notable dificultad para controlar al público interesado e intervi-
niente en una marca espacial es también relevante (Blichfeldt, 2005; Anholt, 2007b y 2010).
Del mismo modo, las marcas de territorio no tienen propietarios y, por tanto, delimitan y
coartan sus posibilidades de gestión con estándares tradicionales de marketing y branding.
Es por ello que Blichfeldt (2005) sugiere que, en gran parte, una marca asociada a un espacio
geográfico se convierte en inmanejable. La posibilidad de gestión de la marca se reduce aún
más por la existencia del factor «poblaciones locales», esto es, la interacción de las comuni-
dades autóctonas con la población foránea, lo que acaba creando también una determinada
imagen de marca no controlable por parte de los gestores de marca. En este sentido, la
sugerencia del autor se encamina a proponer la integración de los residentes en los estadios
iniciales de creación de la marca, con el objetivo de definir conjuntamente sus valores y de
integrarlos en la propia estrategia de marketing.
Además de todo lo expuesto, una marca de territorio debe trabajar también y de manera
prioritaria con su público interno, un aspecto que a menudo no se suele producir en las mar-
cas de corporaciones, que trabajan fundamentalmente para un público externo, para clientes
potenciales y/o habituales. La naturaleza intangible y las particularidades asociadas al lugar,
es decir, la venta de algo no material, fungible, es también una diferencia y una dificultad
añadida al proceso de branding corporativo no vinculado a servicios, sino a espacios. Otra
diferencia destacable en el ámbito de los lugares, precisamente por su naturaleza de bien
público, se produce mediante el despliegue de una tipología de branding entendida a modo
de gestión de intereses ciudadanos y, por tanto, con una vocación muy cercana al desarrollo
local, mientras que en el ámbito corporativo, la gestión de branding se concibe en clave
estrictamente mercantilista, esto es, con ánimo de lucro. Sin embargo, queda claro que los
territorios y sus dirigentes también buscan la obtención de un rédito de imagen resultante
de la ejecución de una estrategia de branding de lugares. En el mismo sentido, Hankinson
(2004 y 2010) manifiesta alguna de las diferencias que las marcas de lugares mantienen con
las marcas corporativas. Se concretan, a grandes rasgos, por la naturaleza experiencial de
los lugares; por la discontinuidad existente entre el producto promocionado (a priori) y el
producto consumido (in situ); finalmente, el autor se refiere a la amplia gama de públicos
involucrada en la gestión y recepción de los parabienes asociados a una marca de lugar, lo
que sin duda dificulta el diseño y ejecución de una estrategia de marca consistente.
Anholt (2007a y 2010), considera la variable temporal para explicar las diferencias exis-
tentes entre una estrategia de branding comercial y su equivalente en el ámbito de los luga-
res. En el contexto territorial, la posibilidad de obtener una identidad competitiva implica
trabajar, necesariamente, en el largo plazo, mientras que la lógica corporativa suele tender, en
la mayoría de los casos, al corto plazo, a la obtención de resultados inmediatos. En términos
de gestión, el branding corporativo se refiere a una tarea simple y notablemente delimitada
(ámbito de mercado), mientras que el branding de territorios compete a una gestión compleja
(ámbito social). La complejidad inherente a la gestión del espacio geográfico se traslada, de
este modo, a la gestión de su marca.
En cuanto al tipo de branding concreto a aplicar, la libertad de movimientos existente
en el ámbito corporativo (normalmente se trabaja con productos comerciales que permiten
Huertas (2011), en lo que atañe al ámbito turístico, señala que los componentes de una
marca se concretan en: el elemento gráfico (símbolo y logotipo); el componente conceptual
funcional (que se vincula al logotipo y le añade la simbolización de las singularidades tan-
gibles e intangibles de un territorio); y el componente conceptual emocional (que supone la
anexión de valores abstractos, simbólicos y personificables a un destino).
Anholt (2007c) mantiene que la aplicación de la lógica de marcas en los territorios tiene
el objetivo fundamental de incorporar a los países, a las ciudades o a las naciones hacia un
nuevo marco competitivo, un mercado global de lugares, donde los valores de una imagen
diferenciada y positiva son fundamentales para destacar en un contexto de alta saturación
entre territorios que luchan por obtener recursos económicos. Por lo tanto, sobre la base de
una determinada imagen, la sociedad organiza sus decisiones de compra, inversión o cambio
de residencia, además de elegir el destino turístico donde viajar (Kotler y Gertner, 2002).
Para Papadopoulos (2004), el place branding pretende conseguir cuatro objetivos principa-
les: mejorar la capacidad de exportación del país; proteger a las empresas y los negocios ya
existentes en el territorio ante la llegada de posibles competidores externos; atraer o rete-
ner factores de desarrollo, y, finalmente, lograr un posicionamiento en los ámbitos interno
(nacional) y externo (internacional) para conseguir una ventaja comparativa en términos
económicos, políticos y sociales.
Govers y Go (2009) afirman que, ante todo, hay que deconstruir el antiguo modelo de
place branding, muy vinculado a la teoría tradicional de la imagen de los lugares, la cual
resulta inadecuada debido a la necesidad actual de vincular la imagen a los aspectos de
identidad y comunicación de los territorios en un contexto global de espacio y tiempo. A
diferencia de la promoción de los lugares, el branding espacial no es una actividad ejercida
de manera intuitiva o al azar, sino que presenta un foco de actuación mucho más integrado y
estratégico. Se vincula directamente con un nuevo estilo de vida de carácter urbano en el que
las imágenes visuales y los mitos asociados al territorio adoptan una especial relevancia. En
este contexto, la promoción de la imagen ocupa un rol central para planificadores y políticos.
Por ello, la llegada del marketing y del branding a los lugares se convierte en una conse-
cuencia natural de una nueva gobernanza del territorio muy orientada a satisfacer los deseos
y anhelos de su público potencial (Kavaratzis, 2005 y 2011). Por tanto, el desdoblamiento
definitivo entre los términos place promotion (promoción del lugar), place selling (venta del
lugar) y place branding (construcción de marca de lugar) se produce a partir de la multiplici-
dad de públicos a los que dirigirse así como de atributos y valores que ofrecer.
En este sentido, Fernández-Cavia sostiene lo siguiente (2011: 103): «Desde mi punto
de vista, la contribución más grande del marketing a la gestión de los territorios es haber
introducido la convicción de que una ciudad, una región, una comunidad o un país tienen
en la imagen que proyectan sobre el mundo su mayor activo, su mayor fuente de riqueza
y bienestar. Y no se trata sólo de turismo, ni de economía, se trata de algo más general que
afecta a todos los habitantes de este territorio, se trata de oportunidades y calidad de vida, en
definitiva, de futuro».
De las definiciones que ofrece la Organización Mundial del Turismo (OMT), se des-
prende que la práctica del nation branding y el country branding se relaciona con una mani-
festación concreta de lo que es y lo que representa un país. En este sentido, la vinculación de
estas dos tipologías de branding con la diplomacia pública y las relaciones internacionales
parece mucho más clara que en otras manifestaciones de marca de territorio (Xifra, 2010).
Por tanto, la proyección de una imagen positiva hacia el exterior –con lo que ello conlleva–
se equipara a un ejercicio propio de una embajada, de la diplomacia o de una política de
relaciones internacionales, con la consiguiente implicación de niveles de representatividad
y de voluntad integradora de los activos de una entidad territorial plena, es decir, un país o
una nación.
Asimismo, Anholt (2008b) señala la necesidad de establecer diferencias claras entre la
promoción sectorial (turismo, exportaciones, promoción de la inversión, etc.) y el nation
branding, que representa una estrategia totalizadora, unificada y representativa de los valores
de una nación. Sin embargo, la práctica equiparación de países a la categoría de marcas es
considerada por Anholt (2005b) un «mal menor necesario», máxime si se tiene en cuenta que
en la sociedad actual, dotada de altos niveles de complejidad, la ciudadanía tiene la nece-
sidad de simplificar el significado, la identidad y los valores asociados a una nación o a un
país determinado, y esta reducción la ofrece únicamente la marca, transformada en el mundo
actual en un dispositivo simplificador de niveles de complejidad social. En este contexto, el
nation branding se convierte en una necesidad para los territorios que quieren competir en un
mundo globalizado, además de contribuir a desprenderse de unos determinados estereotipos.
Esta visión es compartida por Dinnie (2008 y 2011), quien asegura que el branding de
naciones, además de procurar la atracción de turistas, la estimulación de la inversión interna
y el impulso de las exportaciones, entre otros aspectos, sitúa su foco de acción en el aumento
de la estabilización de la moneda, el restablecimiento de la credibilidad internacional y la
confianza de los inversores, el incremento de la influencia política, el fortalecimiento de
las alianzas internacionales y, en general, en la mejora de la imagen de la nación en la arena
mundial. Tal vez esta es la diferencia esencial entre el branding de naciones y/o países y el
branding de unidades territoriales inferiores como los destinos, las ciudades o las regiones.
Mientras que en el primer caso se imponen los intereses globales, de imagen atomizada, de
representatividad transversal, en el segundo caso prevalecen intereses más de tipo sectorial,
y, por tanto, su gestión se afronta desde un punto de vista más delimitado, menos totalizador
de los intereses generales que sí se encuentran presentes en el nation branding o en el coun-
try branding.
En lo referido a la transposición del branding corporativo al branding de naciones, Holt
(2004) –citado por Dinnie– mantiene que la transformación de marcas en iconos mediante un
proceso de interacción creativa con su entorno es algo equiparable a un proceso de branding
cultural, un concepto, por otra parte, especialmente adecuado en su aplicación a las naciones.
En función de esta teoría, las naciones poseerían unos recursos concretados a modo de clús-
ter estratégico de ideas culturales. En la misma línea, Rodríguez-Amat y Campalans (2010)
señalan que en el proceso de creación de marca de país intervienen tres esferas diferenciadas:
la lógica de mercado, la política y la identidad. En este sentido, el establecimiento de auténti-
cas diferencias entre países se obtiene a partir del desarrollo de nuevas ideas, políticas, leyes,
productos, servicios, etc. En definitiva, la construcción de una reputación sólida para países y
naciones depende, casi de forma exclusiva, de la administración gubernamental del territorio
y de su gente, y no del artificio propio de la promoción de sus productos y servicios.
Anholt (2005b) mantiene que el turismo es a menudo el aspecto promocional más visible
en el proceso de nation branding. Ello es debido a que la actividad turística acumula un amplio
bagaje en aspectos vinculados a la comercialización de territorios, y esta circunstancia incide,
por ejemplo, en la presencia de numerosa literatura relacionada con la promoción, el marke-
ting y el branding de espacios turísticos. En el mismo sentido se pronuncian Rodríguez-Amat
y Campalans (2010), cuando señalan que el turismo se convierte en un mecanismo cataliza-
dor y concentrador de lo cultural y lo simbólico, como interfaz de presentación de lo interior
hacia el exterior. Además de eso, la experiencia profesional que une marketing y turismo tam-
bién acumula un amplio recorrido, que se concreta, por ejemplo, en la existencia ya histórica
de Organizaciones de Marketing de Destinos (OMD). Por tanto, el turismo se posiciona como
eje central de los procesos que relacionan imagen, marca y territorio. Además, la actividad
turística y su imagen asociada han resultado, históricamente, un gran mirador de los valores
de un espacio geográfico (ya sea país, nación, región, ciudad, etc.), en positivo y en negativo.
En efecto, el espacio turístico se consolida a modo de importante carta de presentación de
un lugar, y la imagen que se le asocia proviene, probablemente, de una experiencia turística
vivida en primera persona o de la fijación de una determinada imagen a partir de un ejerci-
cio de promoción turística llevado a cabo en el pasado. En este sentido, Anholt (2005a) va
más lejos al señalar que la práctica de branding de destinos provoca, en algunos casos, un
efecto distorsionador de las percepciones de un país (entendido como proyección de una
imagen atomizada, global, no exclusiva de los intereses turísticos), dado que está claramente
enfocado a la venta de un destino turístico. Por su parte, MacCannell (2003), Urry (2004) y
Donaire (2012) se refieren a la importancia del turismo desde un punto de vista sociológico,
a partir de la llegada de una nueva industria de la imagen –de la mirada, según Urry– y de la
experiencia que genera nuevos paradigmas de reflexividad estética ya anticipada por Lash
y Urry (1998). El consumo contemporáneo, transportado al ámbito de los espacios, busca
impetuosamente el placer estético, simbólico, semiótico. En este punto, el turismo resulta ser,
de nuevo, la actividad paradigmática (Urry, 2004).
En opinión de Cai (2002), la expresión destination branding se refiere al proceso de
selección de elementos consistentes de la marca a fin de identificar y distinguir un destino
turístico mediante la creación de una imagen positiva. Morgan, Pritchard y Pride (2002) y
Park y Petrick (2006) sostienen que la aplicación de lógicas de branding en espacios turís-
ticos significa la habilitación de uno de los argumentos del marketing contemporáneo más
eficientes al servicio de los gestores de destinos. Blain, Levy y Ritchie (2005) señalan que
la ejecución de un proceso de destination branding debe priorizar los conceptos vinculados
a identificación, diferenciación, experiencia, expectación, imagen, consolidación y refuerzo,
a los que hay que añadir los inputs propios que se derivan de la misma gestión de los des-
tinos, en concreto: reconocimiento, consistencia, mensaje vinculado a la marca y respuesta
emocional.
Baker (2007) concluye su discurso referido a marcas y branding de destinos asegurando
que el valor de la marca se construye a partir de cada punto de contacto con los clientes,
mediante experiencias excepcionales y no sólo con el apoyo de las características físicas de
los lugares. Cada experiencia, antes, durante y después de la visita, tiene un papel fundamen-
tal en la definición y entrega de la promesa inherente a la marca. En este sentido, el éxito de
la marca vendrá determinado por el cumplimiento de las expectativas evocadas en un nivel
inicial de comunicación. Finalmente, hay muchos autores que afirman que el branding de
destinos es el más cercano a las lógicas de actuación del branding corporativo (Morgan,
Pritchard y Pride, 2002; Cai, 2002; Olins, 2004; Blain et al. 2005; Anholt, 2009), ya que se
ocupa de un sector productivo concreto (el turismo) y de un producto en particular (las vaca-
ciones). Por lo tanto, este tipo de branding se concibe más en clave empresarial –vinculado
a la industria del turismo, sus productos y servicios– que en clave territorial. Sin embargo,
Anholt (2002) y Morgan, Pritchard y Pride (2002) coinciden en afirmar que una marca de
destino no se corresponde con la marca de un producto –no se trata de vender sopa en polvo,
en palabras de los mismos autores– y, por tanto, requiere de una aplicación responsable de
los principios del branding corporativo y del marketing tradicional de lugares.
VIII. CONCLUSIONES
Las marcas de territorio se definen, ante todo, por la influencia que ejercen en la
percepción de los individuos. En este sentido, la fijación de una identidad singular con-
cretada mediante una marca ofrece reconocimiento y diferenciación para determina-
dos espacios geográficos, favoreciendo así un posicionamiento ventajoso que, a su
vez, se convierte en decisivo ante las preferencias de elección de los usuarios. Ade-
más, una marca de territorio implica, simultáneamente, gestión y comunicación. Ges-
tión no sólo con implicaciones de marca (brand management), sino también a partir de
una renovada intervención en el territorio basada en criterios de marca y, en último tér-
mino, de marketing. Por tanto, la gestión se encuentra fuertemente arraigada al mar-
keting, mientras que la comunicación de la marca de territorio se vincula al branding.
Las diferencias más representativas entre una marca de territorio y una marca comercial
surgen, preferentemente, de las connotaciones de dinamización económica vinculadas a la
implantación de marcas de lugares. Las implicaciones sociales (marca espacial) en con-
traposición a los intereses de mercado (marca comercial) son una constatación más de las
divergencias conceptuales y de ejecución existentes entre estas dos tipologías de marca. Asi-
mismo, todas las expresiones vinculadas a territorios y marcas parten de una cuestión esen-
cialista: la asociación que se establece entre los lugares y la implementación de estrategias de
comunicación que los sitúen en situación de ventaja comparativa y competitiva. No obstante,
existe una importante falta de consenso en la definición del término «marca de territorio»
desde un punto de vista holístico y transversal. Ello provoca que, en muchas ocasiones, por
desconocimiento de las posibilidades que la marca puede ofrecer a un lugar en lo referido a
gestión y proyección de su imagen, se acabe limitando su aportación al diseño de un logotipo
o a la concreción de un eslogan, que no son per se, una marca territorial.
Una marca de territorio debe dar salida fehaciente a tres objetivos principales (por este
orden): posicionamiento, sentimiento de pertenencia y adscripción por parte de las comuni-
dades locales y, finalmente, debe ejercer a modo de dispositivo generador de percepciones
positivas del territorio objeto de representación. Además de eso, la identidad resulta ser
el elemento de singularidad por excelencia de un territorio. La cultura, el capital humano
e intelectual, el patrimonio o la historia, son algunos de los atributos más importantes de
identidad territorial a partir de los cuales posicionar con valor añadido a una marca de
territorio. En clave de futuro, la marca representativa de lugares se convertirá en un activo
irrenunciable para la atracción de inversiones, talento, infraestructuras, empresas o eventos,
entre otras cosas. Aún así, es necesario destacar que una marca de territorio no implica,
necesariamente, ningún tipo de manufactura. En muchos casos, la marca ya existe en el
territorio de forma implícita, tácita, latente y, por tanto, en estos casos, las tareas exclusivas
asociadas a la marca se corresponden con las funciones de visibilidad y proyección de una
realidad ya existente.
La identidad de los territorios no es hoy una cuestión menor. Actualmente, se trata de
algo cercano a la supervivencia, no tanto por una cuestión mercantilista, como por una mani-
fiesta y necesaria exaltación de la identidad en tiempos de globalización. Esta reivindicación
identitaria se puede canalizar, en parte, mediante un uso evolucionado del concepto tradicio-
nal de marca. Por tanto, hacer marca, o bien construir una marca (branding) no implica, en
ningún caso, la tematización del territorio, sino que supone una indagación y una posterior
puesta en valor de sus raíces identitarias.
Las marcas de lugares alcanzan, actualmente, uno de los máximos niveles de representa-
tividad de los territorios. De este modo, se entiende su progresiva vinculación con estrategias
de diplomacia pública (Xifra, 2009 y 2010). Además, la etapa contemporánea posmoderna
y global que hoy vivimos, hace preponderante la economía de la identidad, la imagen y
el simbolismo. En este contexto, los territorios, a menudo, son sometidos a un proceso de
coacción simbólica con el fin de construir imaginarios ficticios y cosméticos en favor de
la competitividad, lo que acaba generando, en algunos casos, la producción de marcas de
territorio franquicia, de espaldas a la identidad que los singulariza. Por ello, y en general, la
dinámica de implantación de marcas de territorio es esencialmente operativa (hacer) y poco
reflexiva (saber hacer).
A lo largo de este trabajo, también se ha podido constatar que la implantación y gestión
de marcas de lugares merece una reflexión más profunda referida a su valor de uso y cambio,
el cual va mucho más allá de una simple campaña de promoción, para pasar a ser, de facto,
una propuesta de desarrollo territorial y, por extensión, de mejora de la calidad de vida de los
ciudadanos. Sin embargo, se confirma que este proyecto que se pretende de gestión trans-
versal del territorio, se afronta habitualmente desde un monopolio disciplinario preocupante
(comercialización e investigación de mercados), que no se corresponde con la naturaleza
heterogénea del espacio geográfico y, en este sentido, parece imprescindible la entrada en
escena de otras aportaciones disciplinarias (especialmente las relacionadas más directamente
con el estudio del entorno geográfico). De igual forma, se considera indispensable afrontar
los procesos de construcción y gestión de marcas de lugares desde una óptica y una lectura
territorial, con el fin de evitar lo que algunos ya denominan como «la esclavitud de la marca»
o la brandificación6 del territorio (Muñoz, 2008), es decir, la sumisión de la intervención y
de la efectiva acción sobre el espacio geográfico en función de los ‘designios de la marca’,
ocupada fundamentalmente en proyectar una determinada imagen en positivo a nivel interno
y externo.
BIBLIOGRAFÍA
6 Muñoz (2008) se refiere a un proceso progresivo de brandificación del territorio, es decir, a la sumisión
de los espacios geográficos a las necesidades de proyección de una determinada imagen. Se trata de la incidencia
directa que sobre la ordenación del territorio y el planeamiento urbanístico tiene la obtención de unos determinados
valores y/o atributos vinculados a la iconografía de los lugares. Para este autor la ciudad per se ya es una marca.
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