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Le faltaba un año para cumplir cincuenta, pero su aspecto era el de un anciano. Tenía el cabello
blanco y la tez de su fino rostro judío se estiraba descarnada sobre los huesos. Sus manos eran
largas y ágiles, pero encallecidas como las de un labrador. Vestía un traje ciudadano de corte pasado
de moda, con los puños gastados y las solapas brillantes, pero tenía los zapatos lustrados y la camisa
limpia, salvo las salpicaduras frescas de la grappa. Su aire de distinción desvaída contrastaba
extrañamente con el ambiente primitivo en que se hallaba.
Lo habían llamado esa tarde a la casa de Pietro Rossi, cuya mujer llevaba diez horas con dolores de
parto. La partera estaba desesperada y el cuarto lleno de mujeres que parloteaban como gallinas,
mientras María Rossi gemía y se retorcía con los espasmos, exhalando débiles quejidos cuando
éstos cesaban. Fuera de la choza los hombres formaban un grupo, hablaban en voz baja y se
pasaban de mano en mano una botella con vino.
Al llegar él guardaron silencio, observándolo especulativamente de soslayo, mientras Pietro Rossi
lo hacía entrar. Meyer llevaba veinte años viviendo entre ellos, pero seguía siendo un extranjero; en
tales momentos podía serles necesario, pero nunca era bien venido.
Entre las mujeres que ocupaban el cuarto, se repitió la historia: silencio, suspicacia, hostilidad.
Cuando se inclinó sobre la gran cama de bronce palpando y auscultando el cuerpo hinchado, la
partera y la madre de la muchacha se quedaron a su lado, y al sobrevenir un nuevo espasmo, se oyó
un murmullo de protesta, como si él hubiera sido el causante.
En tres minutos se dió cuenta de que no había esperanza de un parto normal. Tendría que hacer una
cesárea. No le inquietaba demasiado la perspectiva; las había realizado a la luz de las velas o
lámparas, sobre mesas de cocina y bancos de tablas. Contando con agua hervida y anestésicos, y
con los fornidos cuerpos de las mujeres montañesas, las probabilidades se inclinaban en favor de las
pacientes.
Esperaba protestas. Esa gente tenía la cabeza dura como las mulas y era doblemente asustadiza,
pero no estaba preparado para una explosión. Fue la madre de la muchacha la que comenzó. Era una
mujer obesa y musculosa, de cabellos lacios, dientes irregulares y negros ojos de culebra. Le atacó
gritándole en burdo dialecto:
- No permitiré cuchillos en el vientre de mi hija. ¡Quiero nietos vivos, no muertos! Ustedes los
doctores son todos iguales. Si no pueden curar a las gentes, las cortan y las entierran. ¡A mi hija no!
Dele tiempo y disparará a éste como una arveja. Yo he tenido doce. Puedo saberlo. No todos fueron
fáciles, pero los tuve; y no necesité de un matarife de caballos para que me los sacara.
Un estallido de risas agudas apagó los gemidos de la hija.
Aldo Meyer siguió observándola, sin cuidarse de las mujeres. Dijo sencillamente:
-Si no opero, a medianoche habrá muerto.
La escueta declaración profesional, el desprecio por la ignorancia, le habían dado resultado
anteriormente, pero esta vez le fallaron por completo. La mujer se rió en su casa.
- Esta vez no, ¡judío! ¿Sabe por qué? -metió la mano dentro de su vestido y sacó un objeto pequeño
envuelto en seda roja desvaída. Apretándolo entre sus dedos lo acercó a las narices del médico-.
¿No conoce esto? No puede conocerlo porque es un infiel y asesino de Cristo. Ahora tenemos un
santo propio. ¡Un santo verdadero! Lo van a canonizar en Roma en cualquier momento. Este es un
pedazo de su camisa manchada con su sangre. Él también ha hecho milagros. Milagros reales.
Todos han sido transcritos y se han enviado al Papa. ¿Piensa que puede hacer más que él? ¿Así lo
cree? ¿En quién confiar: en nuestro santo Giocomo Nerone o en este individuo?
APLICACIÓN MARCADORES SOCIALES AL TEXTO