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ARTE Y

GENOCIDIO
Por Juan Gelman

El debate en torno a La vida es bella de Roberto Begnini y al happening que no fue


de Charly García abre un tema que parece imposible resolver teóricamente: el de la
expresión en el arte de la realidad del horror, ya se trate de la Shoah o del genocidio
argentino. Una de las dificultades consiste en que se suele recalar en el falso
antagonismo “libertad del artista”/“ética del dolor”, como si fueran términos
enemigos. Otra dificultad: algunos piensan que lo importante es que el arte hable
del horror, aunque mal o pobremente, como si la representación artística no pudiera
usurpar el objeto que representa. Esto último quedó muy claro en el film La lista de
Schindler. Sin mengua de la habilidad y el eventual valor con que el Schindler real
rescató la vida de más de mil judíos, el mensaje de la película es desvirtuador: la
Shoah no fue la lucha entre el Bien y el Mal, fue el triunfo del Mal. No fue la
salvación de los judíos, sino su aniquilamiento. La película esta teñida de una
fantasía filantrópica muy al gusto de Hollywood –el don puede ser “un bien
absoluto”, dice Stern, el contador de Schindler– y éste se reprocha no haber vendido
su auto para salvar a diez judíos más, ni su anillo de oro para salvar a otros dos. En
suma: si con algo así como un millón de dólares Schindler pudo salvar a más de mil
judíos, con mil millones de dólares hubiera salvado a más de un millón de judíos y
con seis mil millones de dólares la Shoah no hubiera sido. El enfoque de Spielberg
es de capitalista filantrópico y perfectamente obsceno: las “buenas obras” serían el
único remedio para curar males sociales, apaciguar rebeldías provocadas por las
desigualdades brutales del sistema vigente y calmar malas conciencias.
Un paréntesis. Así como en la Argentina lo cierto es hablar de “genocidio” y no de
“excesos” de la dictadura militar, corresponde nombrar “Shoah” y no “Holocausto”
al exterminio de judíos por los nazis. El aura de “holocausto” remite a “un acto de
abnegación que se lleva a cabo por amor”, según la Real Academia, o a una
“renuncia a algo o entrega a algo muy querido o de sí mismo para lograr un ideal o
el bien de otros”, según María Moliner. Nada más lejos de lo que sucedió en los
campos de concentración y los hornos crematorios nazis. “Holocausto” acentúa
además la aparente sumisión a su destino de los judíos prisioneros, borra sus actos
de resistencia silenciosa y solidaridades cotidianas, ignora a quienes atacaban a los
SS con botellas o a mano limpia cuando eran arrastrados a la cámara de gas, como
testimonia Hermann Langbein, austríaco sobreviviente de Auschwitz, en Contra
toda esperanza. La palabra hebrea “shoah” refiere la destrucción total y evoca el
desierto vacío. Es lo que ocurrió, lo que los propios nazis llamaban “vernichten”,
que significa literalmente en alemán “reducir a la nada”.
La Shoah asestó un golpe mortal a la creencia positivista en el progreso humano,
hoy apenas recubierta con el harapo neoliberal. Fue, como bien dijo Lyotard, un
sismo tan poderoso que descalabró todos los instrumentos de medición. ¿Cómo
podrá expresarlo el arte? Adorno pretendió que después de Auschwitz no era
posible ya escribir poesía. ¿No será que después de Auschwitz –o después de la
dictadura militar que padecimos– no se puede ya escribir poesía como antes? ¿Ni
pensar como antes? Con toda razón señaló Jack Fuchs en estas páginas que “la
Shoah desafía al arte”. El genocidio argentino, también. ¿Cómo dar cuenta
artísticamente de esas catástrofes? ¿Hasta qué punto su representación está
tironeada por la doble necesidad de recordar y de olvidar? ¿Es posible decir lo
indecible? ¿En qué lugar confluyen la libertad artística y la ética del dolor para que
el dolor sea libre y ética su representación? ¿No hay otro acercamiento artístico al
horror que el indirecto? Las respuestas sólo pueden encontrarse en la obra de cada
creador. No se conocen las que hubiera ofrecido el proyecto irrealizado de Charly
García.
El nazismo privó al gran poeta judío Paul Celan de padres –“soy hijo de una madre
muerta”–, de país –Rumania–, de amigos, y lo marcó indeleblemente. La Shoah no
sólo asoma en poemas suyos sobre los campos de concentración como el
estremecedor Todesfuge: también arde en los silencios que sostienen su palabra.
Así explicó alguna vez Celan la relación entre esas mutilaciones y su poesía:
“Alcanzable, cerca y no perdido, quedaba algo entre las pérdidas: el lenguaje. Eso,
el lenguaje, quedaba, no perdido, y sí a pesar de todo. Pero tuvo que pasar a través
de su propia falta de respuestas, pasar a través de su callarse pavoroso, pasar a
través de las mil oscuridades del habla portadora de muerte. Pasó y no trajo palabras
para lo que había acontecido; pero pasó a través de lo que había acontecido. Pasó y
pudo volver a la luz ‘enriquecido’ por todo eso”. En Celan, la palabra se alza libre
en la prisión de la tragedia.

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