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Fatiga
Fatiga
Los supermercados siempre reciben al cliente con los brazos abiertos. Sus largos
pasillos, únicamente interrumpidos por anaqueles atestados de productos, siempre
mantienen su imagen de pulcritud y sanidad de excelencia ante el ojo poco
entrenado. Como ejemplo más evidente están las canaletas bajo los anaqueles
donde se esconde el cochambre de días, incluso meses, o la mala costumbre que
tienen algunos acomodadores de esconder las latas con más abolladuras, en las
filas traseras, por si cualquier cliente medianamente precavido decide levantar
algún reclamo sobre la calidad de los productos.
Sin embargo, los aromas más fétidos del mercado, siempre llegan por parte de los
empleados. Esos individuos que desfilan por cada rincón de la parte comercial
como espectros y de los que rara vez conocemos algo, pese a una placa en la
pared que nos dice, que Perenganito fue el mejor limpiando el piso.
Como en cada muestra de cultivo, hay un organismo que destaca por encima del
resto y en una de las sucursales de la zona norte de la ciudad, el más hediondo,
(sin ofender a su cuidado higiénico), era Ignacio Esteves.
Para el encargado de charcutería de cuarenta, la vida se le había pasado en un
parpadeo. Pasó de haber sido el alma de las fiestas a dejar la prepa trunca y con
un hijo concebido bajo los efectos del alcohol de ambos padres. En menos de lo
que pudo destaparse una caguama para bajarse el susto, se percató de que ahora
tenía que afrontarse a un mundo laboral que años atrás le parecía tan lejano. Tras
rebotar en distintos trabajos, termino por unirse al cuerpo de una de las
transnacionales más grandes y con más franquicias en México.
Al señor, el empleo le venía de maravilla, aunque en un inicio era torpe, con el
tiempo el mismo empleo le entregaría la maestría y especialización que la
educación le había negado. De igual manera, un empleo como este, se traducía a
lo que el comprendía como estabilidad económica, algo que anteriores trabajos no
tenían. Aun así, fuera de su trabajo, su opinión era lo que menos importaba. Para
su esposa, él siempre había sido el culpable de sus desgracias.
Paloma, su esposa, había visto al joven y apuesto muchacho, convertirse en un
señor desagradable a la vista, con una enorme barriga a cuenta de todas las
cervezas ingeridas y un rostro de desánimo constante, que ella se encargaba de
retocar cada día. Para ella, el trabajo de Ignacio era denigrante y la paga era
mísera. Como una mujer con delirios de grandeza, verse apresada en una vida de
insatisfacciones y limitantes económicas, hacía que ella se sintiera incompetente,
pequeña y temerosa, sentimientos que ella ocultaba bajo un semblante sobrio y
toneladas de maquillaje que ocultaran el paso del tiempo.
Conforme los días pasaban, la actitud compresiva de Paloma se transformaba en
un enorme rencor. Le dolía en el orgullo tener que contar los centavos cada que
se paseaba por el mercado, sintiendo las miradas afiladas examinar su
vestimenta, su postura altiva y, sobre todo, su pobre capital para la canasta
básica.
La situación se puso más frágil conforme se dio el alza en los precios. Para
Ignacio la situación se resolvería trabajando con más empeño, recortando gastos y
sobreviviendo al día a día, pero Paloma era otro tema. El alza en un precio de un
producto, eran sinónimos de que era hora de encajar más profundos sus colmillos
y uñas en la cartera. Así que cuando el huevo alcanzo un precio estratosférico, la
señora de la casa prefirió insistir hasta el cansancio a su marido con la búsqueda
de otro empleo mejor redituado que sacrificar alguno de sus modestos placeres.
Para nuestro empleado de chacotería, buscar un nuevo empleo no se encontraba
en sus planes. Ya estaba viejo como para aprender un nuevo oficio y dejar lo poco
seguro que aún le quedaba, le aterraba profundamente. Así fue como en un
viernes de borrachera camino a casa, Juan Carlos, uno de los pocos amigos que
aún le quedaban de su ya lejana juventud, le propuso meterse a trabajar en el bar
de su cuñado, uno de los tantos bares carreteros olvidados de la mano de Dios, o
por lo menos de la del delegado.
El fin de semana lo paso dándole vuela a la proposición. “El Flamero”, como
conocían al bar, tenía una fama que le precedía. Al igual que el charcutero no era
respetado en lo absoluto, pero a diferencia de él, la estructura de tres pisos era
temida. En la fachada pendían tres banderas multicolor, en la cornisa carteles
enormes iluminados donde se exhiben los retratos de sus artistas, gloriosos,
maquillados y vestidos con sus mejores vestimentas, usando sus miradas para
atraer al amigo e intimidar al enemigo.
Sin pensárselo más, en parte por las constantes presiones de su familia, el viernes
saliendo de la primera jornada laboral, corrió hacia la entrada del bar con miedo a
ser descubierto por su familia o cualquier compañero de trabajo. Entro buscando
hablar con Pepe, un señor de cincuenta años, que actuaba como si fuera a la
audición para el musical de Scarface low-cost en su colonia. Hablaron largo rato,
Ignacio se sentía incómodo dentro del lugar y aún con eso, Ignacio intentó
tranquilizarse y apegarse a respuestas simples sobre su experiencia laboral y sus
capacidades. Las cosas, aunque forzadas, salieron bien al final, sobre todo porque
Pepe necesitaba un trabajador para la noche siguiente.
De camino a la salida, Ignacio se encontró con una de las artistas, fumando recargada en
uno de los pilares. Ella lo miró, recorrió su trasero y el rostro con la mirada, mientras
Ignacio hacia lo mismo.
¿Vienes a pedir trabajo? – Dijo ella resoplando el humo mentolado – tienes buen rostro y
buen cuerpo. Hmmm, con maquillaje quedarías bien para Rocío Durcal.
¿Tú crees? -dijo Ignacio un tanto asustado- yo en realidad solo quiero un trabajo de
limpieza.
Ay, pues que desperdicio cariño, pero bueno- Dijo ella, alzando las cejas y dejando una
mueca de decepción.