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LEONARDO DA JANDRA
“Adivino lo que te pasa: tú fuiste el encantador
H. G. Gadamer
Da Jandra se enfrenta a los pesimistas y a los cínicos porque los conoce bien.
Y también se distancia un tanto del relativismo pragmático pues cree que es
posible construir todavía una filosofía capaz de unir pensamientos opuestos en
aras de un fin determinado. ¿Qué tipo de doctrina sería esa?: Una filosofía que vía
la conversación, la crítica y el fortalecimiento de valores morales fuera capaz de
aumentar el conocimiento de uno mismo y el bienestar humano. El vitalismo o el
concepto de vivencia como un medio adecuado para el conocimiento de la realidad
ha sido tratado por varios filósofos, entre ellos Nietzsche, Dilthey, Bergson, Max
Scheler y Hans-Georg Gadamer. Las teorías o explicaciones parecen definitivas
cuando la vida se ha marchado o acaba de pasar, y ningún concepto tiene peso o
gravedad si no va acompañado de una oportunidad que nos permita vivir y sentir
el mundo. En este aspecto, da Jandra no da marcha atrás y, no obstante su
devoción por el método y la severidad con que se impone a sí mismo una
educación filosófica, no abandona la idea de que el conocimiento es experiencia
vital y de que una teoría es bella sólo mientras puede vivirse en todos los sentidos,
y no nada más en el espacio de la pura intelectualidad.
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CUESTIONES DE MÉTODO
Dos de los filósofos que más he gozado como lector en los años recientes
han sido Richard Rorty y George Steiner. Es probable que los académicos tornen
adusto el gesto y se pongan a la defensiva al incluir un crítico literario como
Steiner entre los filósofos; la misma defensiva celosa y resentida con que los
admiradores incondicionales de Hobbes y Locke rechazaron que se les llamara
filósofos a Addison y al Dr. Johnson, ensayistas excepcionales. La imaginación y la
belleza metafórica suelen ser para los profesores de filosofía la más clara prueba de
una argumentación falsable. Y la acusación de irracionalidad ha generado tal
susceptibilidad en el medio filosófico, que incluso filósofos narrativos de la talla de
Rorty y Steiner denuncian con dedo flamígero la falsabilidad inherente a la
metafísica y a la religión, para reivindicar sin reticencias la autosuficiencia del
lenguaje.
“Aquellos que creen poseer la verdad son los mentirosos más peligrosos”,
dice Rob Riemen en Nobleza de espíritu. Y yo añadiría: Aquellos que renuncian a
buscarla son socialmente prescindibles. Es el intento lo que vale la pena, el empujar
con ánimo de rasgar de manera volitiva y permanente la membrana de ignorancia
que nos humilla y culpabiliza. La inabarcabilidad del ente consciente -hacia dentro
y hacia fuera- si bien ha sido pretexto para la peor filosofía, también ha dado
origen a ciertas obras límite que han intentado iluminar el lado más oscuro de la
vida: el vivir como caída, el ser para la muerte. Repárese en que no estoy hablando
desde una posición teológica ni de una filosofía ultraterrenal o metafísica. No, me
refiero a obras claves para entender la preeminencia de la duda sobre la verdad a
lo largo del pasado siglo, a emblemas como El ser y el tiempo y El ser y la nada, que
aún hoy continúan seduciendo a muchas mediocridades infértiles que, por
desgracia, han hecho de la enseñanza de la filosofía una forma de vida.
No hay filosofía más estéril y aburrida que la que sólo habla de sí misma.
Quedan, por lo tanto, sentenciados a muerte todos los intentos cognitivos que se
aíslan para autodeterminarse. Cuanto más absolutizadora se pretende una verdad
científica, tanto más falsa es; pero sin el conocimiento fáctico y experiencial que
proporciona la ciencia, toda aserción filosófica corre el riesgo de convertirse en
mera ficción. El propio Bernard Williams, consciente de esta disyuntiva y tratando
de superar el perspectivismo particularista, acuñó el concepto desafortunado de
“saber absoluto del mundo”. Mas si ya convenimos en que lo imperfecto no puede
abarcar a lo perfecto y que nada histórico puede ser absoluto, tendríamos que
trasladar la aseveración de Williams a los estrictos dominios de la fe, y quedarnos
solamente con el verbo intentar como única opción válida en los dominios de la
filosofía y de la ciencia. Sin embargo, Bernard Williams, y sospecho que la mayoría
de los filósofos analíticos, circunscribe la posibilidad del conocimiento absoluto a
los dominios de la ciencia, no de la filosofía. De ahí la separación tajante que hace
entre conocimiento ético (verdad ética) y conocimiento científico (verdad
cognitiva): el primero depende de “las perspectivas o idiosincrasias locales de los
investigadores”; el segundo no.
Las preguntas que se hace la filosofía son lenguaje, pero las respuestas
sólo las puede dar la experiencia. La medida de la verdad la da la experiencia, no la
lógica. Los que creen, con Heidegger, Gadamer y Rorty, que “lo que puede
comprenderse es lenguaje”, se niegan a comprender que la naturaleza de toda
comprensión lingüística es defectiva: no hay teoría que esté libre de falsedades.
Una objeción fácil a los que pugnan por la disolución de los problemas
sería: si la existencia es conflictividad permanente, ¿por qué entonces no
disolvemos la vida? La respuesta a esta pregunta alcanzó su mayor grado de
verosimilitud en la segunda mitad del tanatofílico siglo XX: se filosofó de cara a la
muerte, no frente a la vida. En Lecciones de los Maestros George Steiner, con su
peculiar agudeza talmúdica, ubica el fundamento platónico del “conocimiento
como recuerdo” en la inmortalidad del alma. Como es inmortal, el alma ha
aprendido todo, por lo que el verdadero método de conocimiento no consistiría
más que en la “recuperación por uno mismo del conocimiento latente dentro de
uno mismo”. Y a continuación el genio patriarcal ensaya la ironía: ¿Hay en este
modelo vestigios- en clave irónica- de las doctrinas órficas y pitagóricas?
Por supuesto que los hay. Todo el canon filosófico de Grecia vino de
Mesopotamia y se transmitió de boca a oído de maestro a discípulo. En el
momento en que los grandes relatos épicos y los mitos fundacionarios son
registrados por escrito, la memoria y la oralidad ceden su determinación a lo
narrativo. Y es a partir de esta discontinuidad cuando el conocimiento se
racionaliza y aparece el culto a la interpretación. La obsesión de toda hermenéutica
por la verdad –la única y verdadera verdad- es indisociable del culto dogmático al
gran libro sagrado. La metodología no puede ser más conclusiva: si el libro
sagrado es un dictado divino, entonces la verdadera tarea metódica consistirá en
cómo interpretarlo. Dos de las más grandes aportaciones en el ámbito del
conocimiento contemporáneo crecieron a la sombra de esta alquimia iniciática que
permite traer a la superficie lo oculto: la fenomenología (hacer manifiesto lo
nouménico en lo fenoménico) y el sicoanálisis (volver consciente lo inconsciente).
Tampoco es azaroso que el libro paradigmático de la hermenéutica sea La
interpretación de los sueños, ese gran tratado de esoterismo sicológico; ni que haya
sido Marx, un hereje de la tradición talmúdica, el encargado de darle el golpe de
gracia a la manía interpretacionista con una tesis antiplatónica: “Los filósofos no
han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata
es de transformarlo”. La salida, una vez más, no puede residir en la confrontación
sino en la complementación: ¿por qué no hacer de la interpretación y de la
transformación una totalidad?
Durante toda su vida profesional Jung concibió ese “tercero que concilia”
como un dinamismo integrador de lo consciente y lo inconsciente. Era, a semejanza
de la búsqueda de la verdad, un intento más que un logro, y el modelo unificador
no lo encontró en la lógica racional, sino en la alquimia. Siglos atrás, el
neoplatónico Jámblico había planteado, como opción conciliadora de los
contrarios, la existencia de un término medio que superaba-conllevando las
determinaciones confrontativas: “dos términos disímiles deben estar unidos por
otro intermedio que tenga algo en común con cada uno de ellos”.
Pero han sido justamente los gurús filosófico-teológicos los que nos han
dejado los mapas más convincentes para evitar el extravío en el mundo
confrontativo y dual. En medio de la ingenuidad característica de la Norteamérica
de mediados del siglo pasado, el gurú contracultural Alan Watts acuñó el término
goeswithness (agregacionismo) basándose en el ji-ji-mu-ge zen, que explica la
interdependencia existente entre todas las cosas y todos los acontecimientos. Tres
décadas después aparece, en el corazón mismo del Estado planetario, un personaje
talentoso que se lanza temerariamente a hacer complementaciones teóricas. Une,
por ejemplo, a Freud con Einstein, a lo cósmico con lo terrenal, a Occidente con
Oriente, a Buda con Cristo y a Nagarjuna con Plotino. No conozco en la sicología
actual una visión más lúcida -a pesar de su envoltura hollywoodesca- que la de
Ken Wilber para unir la razón con el espíritu. Wilber es un convencido
complementador de argumentos (aunque en su delirio protagónico no reconozca
deudas históricas como la que tiene con el libro referencial de Jean Gebser Origen y
presente), y una sólida referencia para entender la evolución de la conciencia hacia
el espíritu que aquí se plantea: conciencia egocéntrica, conciencia sociocéntrica y
conciencia cosmocéntrica.
El ego es, ante todo, animalidad pura. Los biotecnólogos nos dicen
convencidos que el 98 por ciento de nuestro ADN coincide con el de un chimpancé.
Y tenemos que admitir sin pudor que muchos de los impulsos y de los motivos del
ser humano actual siguen siendo los de un primate: el individuo que sólo piensa
en su autogratificación no puede concebir algo superior al placer, su propio placer.
El placer y el poder son características esenciales de toda forma de vida consciente;
y donde la búsqueda del placer y del poder se convierte en un imperativo egoico,
el modo natural de proceder es el conflicto. Es inevitable que un individuo que
privilegia por encima de todo el ser en, por y para sí mismo, entre en conflicto con
los demás.
Los mismos científicos que enfatizan nuestra gran similitud genética con
los chimpancés, aseguran que el tamaño del cerebro no es un dato decisivo para
explicar la inteligencia del hombre, y creen que la diferencia tal vez se halle en el
desarrollo de las áreas asociativas del cerebro, que ocupan más de dos tercios de la
región frontal conocida como córtex. La pregunta que surge de inmediato para el
evolucionista es la misma que se hace el filósofo: ¿es el desarrollo del córtex el
punto radical de discontinuidad entre el chimpancé y el hombre? El filósofo Luc
Ferry y el biólogo Jean-Didier Vincent, en su ya citado ensayo ¿Qué es el hombre?,
después de un paseo reflexivo concluyen con otra interrogación como respuesta:
“Criado en China, un niño pequeño europeo se convierte en chino por su lengua,
sus costumbres, incluso sus gustos y, recíprocamente, el niño chino adoptado se
convierte fácilmente en alemán, italiano o francés. ¿Y un bonobo no sigue siendo
en cualquier parteesencialmente un bonobo, como si la naturaleza y no la cultura
dictara la práctica totalidad de sus comportamientos?”
Platón les llamaba los moldes originarios, las Ideas sublimes preexistentes
de las que se extraen todas las formas de existencia. Para los griegos era clara y
fundamental la distinción entre el mundo humano (nomen) y los universales
divinos (eidos). Dos mil quinientos años después, en pleno entronamiento de la
lingüística y de la filosofía analítica, C. G. Jung se atrevió a postular que había
formas innatas de la psique humana que eran decisivas en la evolución de todas las
culturas y todos los lenguajes, y las llamó arquetipos. Los universales platónicos
abarcaban la total magnitud de lo existente; los arquetipos junguianos -como los
universales lingüísticos chomskianos- estaban enraizados única y exclusivamente
en la psique humana. Escuchemos a Jung: “Ningún arquetipo puede reducirse a
una fórmula simple. Es un recipiente que nunca podemos vaciar, ni llenar…
Persiste a través de los tiempos y requiere siempre renovadas interpretaciones”.
Llámeseles como quiera: luz y oscuridad, muerte y renacimiento, Madre protectora
e Hijo proveedor…, de un lado el Logos, del otro la pugna complementadora entre
Eros y Tánatos.
Con la misma seguridad con que ciertos biólogos del siglo pasado
anunciaron el fin de la diversidad de las razas, Noam Chomsky llegó para augurar
el fin de la diversidad de los lenguajes. Si es cierto que todas las lenguas tienen en
común una gramática arquetípica, entonces es inevitable que esa gramática esencial
termine asimilando en uno solo a todos los lenguajes: el lenguaje planetario.
Los que enarbolan ufanos la teoría del caos y del azar tienen que convenir
en que ya se clausuró el periodo de “evolucionismo ciego e inconsciente” con que
la naturaleza supuestamente se regulaba a sí misma. Los experimentos de la
biotecnología actual nos permiten aventurar, con un buen margen de certeza, que
el cuerpo humano es el resultado de más de cien mil reacciones químicas que
denotan una inteligencia progresiva genéticamente diseñada…Tenemos que
recapitularlo: hoy ya nada está en poder del azar.
Aun sin estar seguros de qué cosa sea el lenguaje, de lo que no tenemos
duda es que se trata de una bendición cósmica y evolutiva para la humanidad. Una
bendición que, sería injusto y torpe soslayarlo, se derrama por toda la personalidad
y la va haciendo más y más egocéntrica, hasta que la soberbia le abre los brazos al
borde del abismo.
Los gnósticos, una de las sectas más inteligentes y elitistas que han
existido, distinguían claramente entre lo que equivalía al alma -psyché- y lo propio
del espíritu -pneuma-. Para Pico de la Mirandola, que en su Discurso sobre la
dignidad del hombre esbozó el que tal vez sea el primer manifiesto del egocentrismo
renacentista, lo determinante no era la diferenciación gnóstica sino qué hacer con
la conciencia de la diferencia, es decir, con el libre albedrío. Este humanista fue
pionero en comprender que sin libre albedrío se muere el pensamiento, se muere el
lenguaje y se muere todo lo humano. Casi al mismo tiempo Luis Vives, el más
universal de los humanistas españoles, prevenía contra los excesos
ensoberbecientes de la divinización del yo que ha terminado por hacer estragos en
el esoterismo de nuestro tiempo: “el que se ama en demasía a sí mismo, ya no tiene
amor para nadie más”.
Ω
Sería absurdo creer que Steiner plantee en lo antedicho una defensa de los
plagiarios; rechaza más bien el exacerbado protagonismo del ego y la tendencia a
aferrarse a falsas completitudes. A esto se refería el atribulado Adorno cuando
decía que “la totalidad es mentira”. Y yo me atrevería a ampliar el horizonte crítico
y añadir que no hay mayor mentira que la totalización del yo. No olvidemos que
Adorno hablaba desde una experiencia histórica signada por el temor y la vanidad,
habiendo vivido ya descarnadamente las miserias de los fundamentalismos más
extremos.
Los ideales sublimes de la razón -la búsqueda del bien común, la justicia y
la paz- no pueden alcanzarse en la fase egocéntrica de la evolución. La conciencia
egocéntrica sólo acepta en el otro lo que la gratifica. Y a la búsqueda de la
gratificación, que es otra forma de nombrar la felicidad, está enfocada la tesis
central de la moral egocéntrica: si no hay un fin que unifique la voluntad de los
individuos, entonces lo más racional es la búsqueda de la propia felicidad. Ciertas
lecturas prejuiciadas tienden a creer que esta es también la tesis central del
utilitarismo; pero ni Jeremy Benthan, ni John Stuart Mill, ni un celoso de los
derechos de la persona como Henry Sidgwick consentirían en que se separara
drásticamente el bien común de la felicidad individual.
Tengo que admitir que abomino la expresión base biológica. Siento como si
me estuvieran hablando de una maldición irrevocable, de un destino ciego y
azaroso. Por eso prefiero regresar a la sorprendente capacidad embaucadora del
lenguaje y de la razón, a las más inverosímiles posibilidades de exaltación del yo:
pienso, por ejemplo, en los místicos y los cortesanos como manifestaciones límite
de la manía egoica.
Hasta donde conozco, uno de los libros más delirantes del egocentrismo
es El único y su propiedad de Max Stirner, obra sobre la que Marx ya dijo todo lo que
cabría decir al respecto; y en Norteamérica fue Trigant Burrow, en The socialBasis of
consciousness, uno de los pioneros irónicos en sostener que la personalidad egoica
no era una entidad sicofísica, sino una ficción implantada por la sociedad… ¿Y qué
es el lenguaje sino la ficción de todas las ficciones?
El hogar y la escuela, más que la vida religiosa y social, son las pautas más
precisas de valoración evolutiva. El impulso moral de una época es directamente
proporcional a la pauta educativa generacional, esto es, al nivel educativo que los
jóvenes puedan adquirir en la familia y en la escuela. Una vida familiar conflictiva
y una mala educación precipitan la caída de los valores morales e imposibilitan la
perpetuación de una civilidad superadora. Cuando la búsqueda del placer y de la
autogratificación degrada las bases de la civilidad -como sucedió con los griegos-
la moral se pervierte, y del amor a todos (ágape) se pasa al amor a unos pocos (filia),
y de aquí a la forma más perniciosa de autogratificación (eros) que es el amor a sí
mismo.
Podría tomarse la sentencia anterior como una palinodia que refuta todo
lo hasta aquí dicho en torno a la moralidad cívica de los filósofos griegos. Sin
embargo, Habermas tiene razón sólo en parte, esto es, en ubicar el universalismo
igualitario bajo la sombra cosmocéntrica de la religión. Es innegable que las
enseñanzas de Melquisedec de Salem y de Jesús de Nazaret constituyen el núcleo
moral de los filósofos cínicos y de los estoicos; pero ni el cinismo ni el estoicismo
fueron religiones, y en cuanto filosofías llevaron al límite la racionalidad
pragmática que plantean hoy día los filósofos neoliberales y ateos como Michael
Oakeshott, Wilfried Sellars y Richard Rorty: una moral sin religión.
Ω
La moralidad de toda experiencia humana está determinada por la
intencionalidad del individuo. Una motivación basada en la autogratificación o en
el miedo y en la ira, jamás conducirá a una moral sublime. Sin respeto al otro, sin
unas normas inteligentes y justas que regulen la inclinación natural del hombre
hacia la gratificación animalística, cualquier moral se transformará tarde o
temprano en una condena. La moral del asceta que se aísla en una cueva o en una
ermita, es igual de intranscendente que la moral del ateo que sólo usa la
inteligencia en su propio beneficio.
Mas dejemos de una vez esas morales autómatas que pretenden saber
cómo comportarse apropiadamente en cualquier circunstancia. Aun
inconformándonos con cualquier moral religiosa o disintiendo radicalmente de los
que creen en la posibilidad de una moral sin religión, tenemos siempre que valorar
la conciencia del otro como si se tratase de nuestra propia voz interior.
“El premio de la virtud es honra, la pena del vicio es infamia”, decía fray
Antonio de Guevara, uno de los más preclaros moralistas religiosos; y no nos debe
caber la menor duda de que es el nuestro uno de los tiempos más infames que han
existido a lo largo de la Historia. La indiferencia ante el dolor ajeno y el deseo
desmedido de autogratificación no son deformaciones congénitas, sino que son
consecuencia de un proceso de degradación cívica donde la competencia y el deseo
de triunfar pisotean los principios rectores de todo humanismo. Entre el abanico de
perversiones deshumanizadoras la conciencia egocéntrica siente predilección por
la soberbia. Y una vez impelida al vórtice de la autogratificación y el autoaplauso,
la razón sólo tiene una salida: la humildad. Es difícil, muy difícil, que una
conciencia egocéntrica alcance la humildad antes de la caída; generalmente se pasa
de la moral egocéntrica a la moral sociocéntrica después de llevar a una situación
límite las maquinaciones autogratificantes. La humildad, al igual que la justicia y la
moral, no es un don sino una consecución. Y el individuo que logra la plena
humildad y la plena generosidad deja ya atrás para siempre la búsqueda
desesperada de los logros efímeros, que los neofenicios llaman “bienes”.
La visión dualista del mundo, que hoy está ya en franca fase agónica, será
vista en el futuro cosmocéntrico con la misma condescendencia con que hoy vemos
la fase más arcaica de la temporalidad mágico-mítica. En un futuro no muy lejano
conceptos como horda, clan, tribu, familia, sociedad, nación…, estarán archivados
virtualmente con las imágenes y símbolos más explícitos de los tiempos anteriores
a la edad suprarracional. Los evolucionistas hablaron de “cierta superación de las
aptitudes”; los tradicionalistas defendieron tercamente el culto a los orígenes. Los
primeros se dejaron seducir por la verificabilidad de la ciencia (biotecnología); los
segundos privilegiaron la comprensión y el significado de las raíces fundacionarias
(filología-lingüística). No fue estéril la confrontación, ni desdeñable el esfuerzo por
racionalizar las polaridades. Pero de repente, como una brisa diamantina, en el
seno mismo de esa dualidad negativista, surgió una referencia excepcional, una
mente privilegiada que supo ver la dinámica confrontativa como parte de una
complementariedad armoniosa y superadora que integraba el origen con el
tránsito, el mito con la historia, lo mental con lo espiritual, lo cambiante con lo
permanente. Este autor fue Jean Gebser, y la obra a que me refiero es Origen y
presente. Los veneros fecundantes que cartografía Gebser son de una multiplicidad
sorprendente, y pueden integrarse en un planteamiento extraordinariamente
actual: las etapas biológicas transitorias y los cambios en la conciencia no son
producto de un proceso evolutivo gradual, sino que acontecen mediante
mutaciones repentinas.
Ω
La visión cosmocéntrica se refiere, por lo tanto, a una apertura de conciencia
total. Mas no debe entenderse como una mera dinámica superadora-negadora de
lo dual, sino, más propiamente, como una nueva expresión de la totalidad donde
las partes coexisten de manera armoniosa e integradora. Se colige, entonces, que el
cosmocentrismo conlleve e integre al egocentrismo y al sociocentrismo.
Si aceptamos que todo lo que existe muta, carece de sentido a estas alturas
plantear la posibilidad de cualquier determinismo. Mas no por ello hemos de
conceder que toda mutación es accidental y gratuita. Las mutaciones biológicas,
históricas y espirituales pueden ser resultado de un proceso gradual o pueden
acontecer repentinamente. Pero siempre la condición básica es la búsqueda de la
optimización de la energía. Los científicos que creen en una entidad supramental
llamada espíritu, tienen que aceptar la existencia de una forma primigenia de
energía creadora; los demás, que son la gran mayoría, pueden muy bien sumarse a
la respuesta que da al dilema Leonard Susskind en su ya citado libro El paisaje
cósmico: “Pero los científicos -los científicos reales- se resisten a la tentación de
explicar los fenómenos naturales, incluyendo la propia creación, por intervención
divina. ¿Por qué? Porque como científicos entendemos que hay una imperiosa
necesidad humana para creer -la necesidad de ser reconfortados- que fácilmente
nubla el juicio de las personas. Es demasiado fácil caer en la trampa seductora de
un cuento de hadas reconfortante. De modo que nos resistimos, hasta la muerte, a
todas las explicaciones del mundo basadas en algo que no sea las leyes de la física,
las matemáticas y la probabilidad”. Sin embargo, surge de inmediato una pregunta
que se eleva dignamente por encima de esta visión desencantada: ¿Noes acaso más
sublime y acogedora la idea de un mundo creado desde la perfección que la de
otro que se rige por el caos?
La conciencia desencantada (desdivinizada) sólo cree en leyes que se
cumplen con precisión matemática, pero no cree que las leyes y las relaciones
matemáticas hayan sido proyectadas por una supermente anterior al hombre y a la
existencia de la vida en el planeta. Susskind habla de un principio antrópico (la
justificación de la pequeñez infinitesimal de la constante cosmológica para
garantizar la vida en el universo fue planteada por primera vez por John Barrow y
Frank Tipler en 1986 en su libro The anthropic Cosmological Principle. Pero el padre
de la teoría antrópica es en realidad Steven Weinberg) que rige el paisaje cósmico,
donde “No hay magia, no hay diseñador sobrenatural: sólo las leyes de los muy
grandes números”. Mas para que ese principio antrópico funcione, deben darse una
serie de condiciones, de excepcional finura y complejidad, que muy bien pudieran
denotar la existencia de un diseño primordial posibilitador del indispensable
equilibrio armónico cósmico. Como quiera que sea, la respuesta estará siempre
abierta y adelante; pero los partidarios de un cosmos caótico y azaroso tendrán que
admitir que la confianzaque proporciona al ser humano el creer en un orden
espiritual preexistente es incomparablemente superior y más valiosa para la
convivenciasocial, que el desencanto de los que sólo creen en las gélidas y
desoladas cifras.
God and the New Physics, Paul Davies, Cambridge University Press,
1992
God and the New Physics, Paul Davis, Simon & Schuster, 1984