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FILOSOFÍA PARA DESENCANTADOS

LEONARDO DA JANDRA
“Adivino lo que te pasa: tú fuiste el encantador

de todos, pero contra ti ya no te queda ninguna

mentirani ardid. Tú mismo te has desencantado".

F. Nietzsche Así hablaba Zaratustra


“El mundo es el suelo común, no hollado por nadie y reconocido por todos,
que une a todos los que hablan entre sí.”

H. G. Gadamer

Es común acusar a la filosofía de no avanzar en una dirección determinada y


de ser poco clara en sus logros o conclusiones. En pocas palabras: se le reprocha no
ser una ciencia que haga evidente su progreso. Los intentos de convertir la filosofía
en un sistema dotado de fundamentos y propósitos bien definidos han sido
constantes, y célebres, pero no definitivos. Kant, Schopenhauer, Marx o Husserl se
dieron a la tarea de crear los principios sobre los cuales se podría pensar
ordenadamente y edificar un sistema capaz de dar certidumbre al conocimiento
filosófico. Las consecuencias de tan desmesurados empeños fueron dispares, pero
nadie dudaría de que la obra de estos filósofos fue provechosa e iluminadora en el
extenso campo que abarca la reflexión humana. Tal parece que, de alguna manera,
todos tenían razón. Durante el verano de 1820, en Berlín, un hombre de ceño opaco
y mirada desconfiada hacía publicidad y anunciaba sus lecciones universitarias de
la siguiente manera:“Arthur Schopenhauer disertará sobre la totalidad de la
filosofía, es decir, sobre la doctrina de la esencia del mundo y del espíritu
humano.” En nuestra época, el anuncio de un propósito tan ambicioso e ingenuo
nos despertaría una sonrisa; sin embargo, quien ha leído El mundo como voluntad y
representación no podrá negar la seriedad con la que Schopenhauer enfrentó sus
objetivos filosóficos. La calidad literaria de su obra es suficiente para no
menospreciar la exposición o las conclusiones de su doctrina.

En la introducción a sus Meditaciones cartesianas, Edmund Husserl mostró su


desconcierto ante la diversidad de filosofías existentes, y acentuó la necesidad de
encontrar un fundamento e hilo conductor que evitaría la contradicción y las
conclusiones superficiales. Agobiado por la pluralidad de interpretaciones
filosóficas, Husserl llegó a escribir: “Los filósofos se reúnen, pero por desgracia no
las filosofías.” Su propuesta a la diversidad e inconsistencia de la actividad
filosófica se conoce con el nombre de Fenomenología, y la influencia de su método
y de sus ideas permearon e influyeron en filósofos tan distintos entre sí como
Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre. Me valgo de estos mínimos apuntes para
sugerir que ninguna filosofía carece de fisuras y que no existe pensador u hombre
de ideas que no se encuentre a mitad del camino, en un continuo hacer el mundo,
en un sinuoso tránsito que incluye la experiencia singular del caminante y las
arenas movedizas de un lenguaje que continúa siendo mundo, metáfora y
horizonte abierto, pese a las llamadas al orden y a los embates que ha recibido por
parte del análisis lingüístico y del positivismo en general. Leonardo da Jandra sabe
bien que los filósofos avanzan a contra corriente y que nadie puede abarcar, desde
la ventana de su pensamiento, la complejidad de un mundo que no permite
reducciones a la hora de ser recreado o representado. El hombre es un ser
inclinado a crear teorías, mas esas teorías oscurecen o iluminan sólo algún aspecto
de lo que llamamos realidad. La suma de todas nuestras teorías nos entrega un
fantasma de contornos ambiguos que aparece y desaparece según la intensidad de
la mirada humana. Y, no obstante, como en el caso de Leonardo da Jandra, quienes
escriben o publican sus reflexiones lo hacen porque creen en sus palabras y las
exponen con el propósito de continuar la conversación, e intentar que las palabras
sean consideradas bienes morales y no sólo voces inanes o intrascendentes.

Leonardo da Jandra es un escritor y también un filósofo. En ambos casos, la


experiencia de su vida se halla presente, y su imaginación y extensa cultura nutren
de forma y contenido sus conceptos y sentencias. Su exilio durante más de un
cuarto de siglo en la selva oaxaqueña en compañía de su mujer fue la afirmación de
una utopía: pescar, cazar, pensar y sobrevivir. No abandonó sus lecturas ni la
conversación, pero aprendió a ser precavido ante la retórica académica cimentada
en una tradición que abandona las vicisitudes del presente con el fin de situarse en
un plano sin tiempo. La emoción intelectual nunca ha bastado para satisfacer su
temperamento: sus palabras tienen cuerpo y su comportamiento bélico nos dibuja
a un guerrero que no da un paso atrás cuando ve amenazada e interrumpida su
libertad. Él continuará dando la pelea y no cederá a las tentaciones de la decepción
contemporánea: “Lo último que nos queda cuando ya no creemos en nada es el
falso consuelo de la razón desilusionada, de la fría y desolada intemperie del
escepticismo.” La filosofía no es, para da Jandra, un mero ejercicio dubitativo, ni
un pasatiempo del lenguaje: es una manera de vivir y también un estar en contra
de cualquier postura que considere la lógica como la única forma de obtener
certezas y conocimiento verificable.

Da Jandra se enfrenta a los pesimistas y a los cínicos porque los conoce bien.
Y también se distancia un tanto del relativismo pragmático pues cree que es
posible construir todavía una filosofía capaz de unir pensamientos opuestos en
aras de un fin determinado. ¿Qué tipo de doctrina sería esa?: Una filosofía que vía
la conversación, la crítica y el fortalecimiento de valores morales fuera capaz de
aumentar el conocimiento de uno mismo y el bienestar humano. El vitalismo o el
concepto de vivencia como un medio adecuado para el conocimiento de la realidad
ha sido tratado por varios filósofos, entre ellos Nietzsche, Dilthey, Bergson, Max
Scheler y Hans-Georg Gadamer. Las teorías o explicaciones parecen definitivas
cuando la vida se ha marchado o acaba de pasar, y ningún concepto tiene peso o
gravedad si no va acompañado de una oportunidad que nos permita vivir y sentir
el mundo. En este aspecto, da Jandra no da marcha atrás y, no obstante su
devoción por el método y la severidad con que se impone a sí mismo una
educación filosófica, no abandona la idea de que el conocimiento es experiencia
vital y de que una teoría es bella sólo mientras puede vivirse en todos los sentidos,
y no nada más en el espacio de la pura intelectualidad.

Quiero llamar la atención no sólo sobre la vitalidad en el quehacer creativo


de Leonardo da Jandra, sino principalmente en el estilo y en la forma en que
transmite su saber y las conclusiones de este saber. Detesta los eufemismos y su
paciencia se agota a las primeras de cambio. Estamos frente a un escritor enérgico
en sus juicios y que dista mucho de hacer concesiones a tendencias de opinión que
considera irrelevantes y nocivas para el buen discurrir de la reflexión filosófica. Si
el lector es culpable de cualquier cosa, entonces seguramente se sentirá regañado.
La aparente hostilidad que se revela o asoma en algunas de sus expresiones no es
consecuencia de un espíritu amargo o conflictivo per se, sino que es provocación
en pos de la sabiduría, confrontación que busca complicidad no enemistades,
estímulo para la disensión y para el conocimiento del extraño o del otro: ya hemos
dicho que la vitalidad corre a la par de sus escritos y disertaciones. En México,
Leonardo da Jandra no ha tenido los interlocutores que merece y su ánimo
guerrero ha causado reticencia hacia su persona, y también reserva debido a los
constantes cuestionamientos y duras críticas que hace al estado actual de su
sociedad (los políticos se llevan por lo general los anatemas y golpes más certeros).
Pareciera que en México estamos acostumbrados a callar y a juzgar desde el
anonimato, o cobijados por la sombra de poderes e instituciones: nos atemoriza la
palabra si no va acompañada de buenas maneras, y ponderamos más la
amabilidad que la sabiduría. Nada tan opuesto y extraño al temperamento de da
Jandra para quien las ideas y la crítica se hallan por encima de cualquier prejuicio
cortesano. Yo he sido su amigo durante muchos años y con él he aprendido que la
conversación no se da entre argumentos o entidades ficticias, y sí entre personas
que han tenido vida, equivocaciones y carácter.

Filosofía para desencantados es una conclusión y una parada en el pensamiento


y la literatura de este escritor excepcional. Es posible que el nutrido número de
referencias que hace de otros pensadores, así como sus aserciones o sentencias
puedan parecer desmedidas o que impongan a la lectura un ritmo agotador e
inclemente, sin embargo es precisamente esta generosa densidad de citas y
sentencias la que, aunada a su vocación didáctica y bélica, nos entrega a un escritor
y filósofo original en más de un sentido. Las citas son una especie de nudo, de
cruce de caminos, de punto de encuentro, señales que se dan durante el trasiego de
la conversación. Están allí no como un símbolo de autoridad o de soberbia
intelectual. Ellas son más bien la prueba de que el escritor no desea ocultarse y
descubre todo lo que es y sabe ante la mirada y la curiosidad del otro. En estas
páginas nadie encontrará explicaciones o estudios acerca de la filosofía de Noam
Chomsky o de Richard Rorty, pero estaremos ante la asimilación, refutación o
reivindicación de sus obras o ideas por parte de un lector para quien nada pasa
inadvertido. El ritmo intrépido y polivalente que da Jandra impone a su escritura
es, vuelvo a decirlo, elocuencia vital y ansiedad de conocimiento, hecho que no
debería amedrentar a ninguna curiosidad genuina. Acostumbrados como estamos
a los manuales “éticos” y a la comunicación banal y sin sentido de una “época
antifilosófica y cobarde” como la ha llamado Victoria Camps, reaccionamos mal a
cualquier literatura que nos confronte y que ponga en duda nuestra comodidad.

Desde el principio del libro, Leonardo da Jandra hace evidente la necesidad


que se tiene de un método a la hora de discernir acerca de cualquier aspecto del
mundo. Pese a ello, se niega a considerar que el método se agote en la inferencia o
en la lógica lingüística y nos propone, más bien, un horizonte en común hacia
donde hacer tender la conversación. Si el filósofo narrativo privilegia la metáfora y
el devenir literario, mientras que el filósofo analítico se inclina por un orden
sostenido en una teoría de los signos o del lenguaje, Leonardo insiste en
complementar ambas visiones o tendencias con el propósito de debilitar o hacer
endeble cualquier filosofía o ética dogmática: “La teoría de los complementarios
que aquí se esboza no busca la imposición de un nuevo dogma o de una nueva
panacea metodológica, sino la posibilidad de una concordancia respetuosa y
justa.” No sería aventurado añadir que este libro es un paso más hacia el
crecimiento de una filosofía que, asentada en la literatura, se torna mundana con
tal de proponer caminos o salidas en la búsqueda de horizontes de buena
convivencia: notas para la comprensión de problemas tales como el deterioro de
los ecosistemas, la ausencia de ciudadanos reflexivos, o el dominio del sector
financiero en la vida pública que impide la equidad económica y quebranta el
medio civil. Viene a cuento, y en torno a este libro, la definición que ensaya
Richard Rorty cuando escribe que la sabiduría es “la virtud de escuchar a los
demás con la esperanza de que puedan tener ideas mejores que las propias.” El
escuchar es una virtud que se ejerce con el fin de preservar la libertad. Es en el
reconocimiento de la opinión opuesta y encontrada donde se encuentran los
límites necesarios para contener los dogmatismos ególatras y las tiranías
racionales. Por ello, Leonardo da Jandra reclama una visión más amplia del mundo
y de la ética, cree en la construcción de valores en contra de un relativismo que
propone la ambigüedad moral como punto de partida para el acuerdo, y hace una
crítica de todas aquellas tendencias de pensamiento que constriñen al individuo a
ser un mero obrero de su sociedad. Las divergencias que tiene con Rorty son, en
realidad, superficiales, puesto que en último de los casos ambos pensamientos
tienen un punto de encuentro: la conversación y el empeño por la resolución (que
no la disolución) de problemas.

En el capítulo dedicado al lenguaje de su libro Verdad y método, Hans-Georg


Gadamer dice que el lenguaje no está en el mundo, sino que es el mundo el que se
representa en el lenguaje. “El lenguaje sólo tiene su verdadero ser en la
conversación, en el ejercicio del mutuo entendimiento.” La literatura es un medio
adecuado para reflexionar y discernir sobre los asuntos que por tradición han sido
propios de la filosofía. El lenguaje no es un orden, sino un universo, y para entrar
en él se requiere fuerza, malicia, vitalidad y en resumidas cuentas capacidad
artística. Filosofía para desencantados, es libro y lenguaje, reflexión y toma de
postura, conversación y recreación de un mundo que es todo aquello que podemos
vivir, pensar, sentir, desear imaginar. Da Jandra, a partir de su filosofía vitalista,
escrutadora y moral, reclama una comprensión del mundo que reconcilie al
hombre consigo mismo, es decir con el otro, rechaza las visiones simplistas y
utilitarias que dictan enunciados morales desde el hecho científico, abomina de los
mercaderes de la globalización, pelea contra los filósofos relativistas que rechazan
la existencia de un orden moral y espiritual capaz de contenerlos, y discute con el
desencantado que se aísla socialmente y hace de su exilio una victoria. Pugna,
Leonardo, por una relación edificante entre la teología y la ciencia para que así la
filosofía logre mostrarnos que existe un orden mayor que a él le gusta llamar
espiritualidad. Podemos estar de acuerdo o no en sus conclusiones, e incluso
cuestionar las interpretaciones que hace de algunos filósofos, sin embargo es su
culta interpretación y su apuesta moral las que dan verdadera sustancia al libro:
hay que creer en lo que se dice y resolver los problemas humanos en vez de
disolverlos. Yo, como lector, acompaño a Leonardo en todos los pasajes de su libro,
asiento sus ideas y su postura aunque a veces me cueste admitir algunas de sus
tentadoras conclusiones. Sin embargo, el lector podrá, si cuenta con la paciencia,
maña y humildad suficientes, encontrar los hilos necesarios para continuar la
conversación que este hombre de letras, filósofo y persona extraordinaria ha
puesto sobre la mesa.

.
CUESTIONES DE MÉTODO

“El buen sentido es la cosa mejor repartida en el mundo”, así comienza la


que quizá sea la obra más decisiva para la evolución del pensamiento moderno.
Pero en un tiempo tan irracional como el nuestro, aun el buen sentido carece de
sentido y, por lo tanto, no puede ser comienzo de nada. Sin embargo, hay entre el
tiempo en que fueron escritas las líneas arriba mencionadas y el actual una
similitudque lo menos que puede producir es desconfianza. Hacia fines del siglo
XVI, cuando nace este singular diseccionador de la res cogitans, la razón pedía a
gritos liberarse de las supersticiones de la religión; hoy, prisioneros de la
autogratificación y la soberbia, buscamos siquiera un vislumbre de una verdad
duradera. Pero la verdad racional, lo sabemos muy bien a costa de miles de años y
millones de vidas, no puede ser absoluta ni duradera. La verdad de Descartes no
es la verdad de Nietzsche ni la de Heidegger, ni puede ser la nuestra. Lo que
celebramos de estos profetas de la razón es el gesto, la valentía de haberse atrevido
a poner el pensamiento de cabeza, que es lo que hoy reclama de manera radical la
filosofía, agobiada por una fraseología académica vacía e inverosímil.

Es imperativo ponerle un límite a todo el aparato racional que encumbró


al lenguaje por encima de la vida; empezando, desde luego, por el propio
Descartes. Donde hay verdades que se pretenden inamovibles el filósofo debe
encontrar dudas, y donde hay dudas el eje rector debe ser el constante
cuestionamiento. Con respecto al método sufrimos una esterilidad globalizada, y la
tarea por hacer va mucho más allá de reconocer que la domesticación académica
de la verdad es sinónimo de muerte.

La lección de la que debemos partir tal vez no esté en el Discurso del


método, sino al inicio de la Primera de las Meditaciones metafísicas: “Hace tiempo que
vengo observando que desde mis primeros años he recibido por verdaderas
muchas opiniones falsas que no pueden servir de fundamento sino a lo dudoso e
incierto, porque sobre el error no puede levantarse el edificio de la verdad”. En un
tiempo tan antifilosófico como el actual, banalizado por personajes antiheroicos de
la política, la economía y de la academiocracia interpretativa, pocos filósofos han
hecho tan atractiva la duda irónica como Richard Rorty; y cuando digo “duda
irónica” me refiero a una actitud que conjunta la permanente desconfianza con
una intencionalidad hipercrítica. En uno de sus arrebatos irónicos Rorty sostiene
que la función de las universidades debe ser “instigar la duda y estimular la
imaginación, cuestionando el consenso social predominante”. Y, en principio, es
imposible no estar de acuerdo con él. Dudar, es claro, es el principio de todo
filosofar; pero la filosofía no puede limitarse a dudar.

Antes, mucho antes de que John Dewey y su discípulo Richard Rorty se


asumieran como carceleros del dudar, ya Kant le había puesto límites a la
pretensión absolutizadora de la razón; y pocos, muy pocos, le hicieron caso. La
imposibilidad de la razón para alcanzar la verdad es también, y necesariamente,
una imposibilidad lógica e ideológica. La duda es indisociable de la condición
pervertidora de la palabra; la duda y la palabra son resultado de la misma
deficiencia: la imposibilidad racional de alcanzar la verdad. Mas no nos dejemos
seducir por estas declaraciones para paladares dogmáticos. Lo último que nos
queda cuando ya no creemos en nada es el falso consuelo de la razón
desilusionada, la fría y desolada intemperie del escepticismo. El no poder poseer la
verdad de forma absoluta no implica que no podamos conocer nada. El
conocimiento es el resultado de un cúmulo incesante de experiencias vividas por
individuos que no sólo dialogaron consigo mismos y con la multitud, sino, sobre
todo, con la Historia.

Dos de los filósofos que más he gozado como lector en los años recientes
han sido Richard Rorty y George Steiner. Es probable que los académicos tornen
adusto el gesto y se pongan a la defensiva al incluir un crítico literario como
Steiner entre los filósofos; la misma defensiva celosa y resentida con que los
admiradores incondicionales de Hobbes y Locke rechazaron que se les llamara
filósofos a Addison y al Dr. Johnson, ensayistas excepcionales. La imaginación y la
belleza metafórica suelen ser para los profesores de filosofía la más clara prueba de
una argumentación falsable. Y la acusación de irracionalidad ha generado tal
susceptibilidad en el medio filosófico, que incluso filósofos narrativos de la talla de
Rorty y Steiner denuncian con dedo flamígero la falsabilidad inherente a la
metafísica y a la religión, para reivindicar sin reticencias la autosuficiencia del
lenguaje.

La primacía del sentimiento sobre la razón siempre ha sido una


característica de los fundamentalismos de todo tipo. La primacía de la razón sobre
el espíritu conduce sentenciosamente a la soberbia egocéntrica. Y ya sabemos que
después de la soberbia viene la caída…La aserción más antimetafísica de Steiner
está en el centro del que tal vez sea su mejor libro, Gramáticas de la creación, y refleja
el sentimiento de culpabilidad metafísica de un gran pensador judío: “Así, las
proposiciones de orden teológico o metafísico pertenecerán a la misma clase que
los relatos de ficción o la poesía. Por muy elevado, metafórico o sugerente que sea
su carácter son ‘sin sentidos’. Pertenecen al ámbito -sin duda alguna vasto y más o
menos consolador- de lo imaginario, de lo subjetivo, de lo irracional”. Es decir: hay
que expulsar de la búsqueda de la verdad y del método todo lo que no pueda ser
verificado, pues “contrariamente al teorema de Pitágoras, no hay ninguna aserción
filosófica ni ninguna imagen poética susceptible de ser verificada”. ¿Y no sostenía
la ultraverificada teoría de la relatividad que era imposible que existieran
partículas que pudieran superar la velocidad de la luz?

Los anteriores señalamientos son indignos de un pensador que ha


consagrado su vida a rendir culto a los valores inverificables de sus ancestros y a la
más pura y creativa imaginación literaria. Y si recurro a la crítica culpígena de un
filósofo narrativo como Steiner, es justamente para dar por entendido que si los
filósofos imaginativos aceptan como un dogma la ecuación metodológica verdad =
lógica lingüística, es para ganarse el estatuto de pensadores serios ante el aparato
de poder que señorea la filosofía analítica. Mas lo que en Steiner es acotación, en
Rorty es pulsión obsesiva: “…lo único que podemos hacer es comparar lenguajes o
metáforas entre sí, y no con algo situado más allá del lenguaje y llamado ‘hecho’ ”.
La visión de Rorty se coloca de manera orgullosa y atea frente a una temporalidad
azarosa, una realidad escurridiza que sólo existe y cambia gracias a la existencia y
cambiabilidad del lenguaje. De manera que “modificar la forma de hablar es
modificar lo que, para nuestros propios propósitos, somos. Decir, con Nietzsche,
que Dios ha muerto, es decir que no servimos a propósitos más elevados”. Se
entiende que el lugar de Dios no lo ocupe en Rorty el superhombre nietzscheano,
ni el científico, ni el sacerdote, ni el filósofo…; no, el lugar privilegiado en este
determinismo lingüístico le corresponde al ‘poeta vigoroso’ ensalzado por Harold
Bloom en sus especulaciones imaginativas.

Ninguna filosofía ha podido, ni podrá jamás, mostrar la verdad; de la


misma manera que ningún filósofo ha podido ni podrá mostrar la verdadera
filosofía, a lo más nos mostrará su filosofía. Es en este sentido que Heidegger tenía
razón al decir que el ser remite al Ser, porque lo absoluto sólo se manifiesta en lo
relativo: una visión fugaz de lo eterno en lo efímero. Pero remitir no significa
conocer. La manifestación de lo absoluto no se da ni puede darse en el lenguaje,
pues toda racionalización lingüística es defectiva. La morada heideggeriana del ser
es una morada engañosa y cambiante, es el mismo laberinto de interpretaciones
donde Lacan, Derrida y epígonos fueron devorados por el logotauro.

Aceptemos entonces que lo relativo no puede abarcar a lo absoluto (o en


términos hegelianos: lo finito no puede conocer lo infinito); aun así no podemos
negarle al sujeto la posibilidad mental de crecer, de ampliar incesantemente la
comprensión del cosmos y su propia comprensión. La duda, pues, no sólo es el
origen de todo filosofar, es también el mayor escollo para la mente humana. Al
dudar somos conciencia escindida del mundo, y esta escisión es, por naturaleza,
fuente de culpabilidad y sufrimiento, o lo que es lo mismo: de humillación.
Algunas de las más grandes y dolorosas aberraciones sociohistóricas fueron hijas
naturales de la duda. Cuando en mi adolescencia un maestro trató de explicarme la
humillación que habían sufrido los judíos por los nazis, lo primero que se me
ocurrió preguntarle fue: “¿Y por qué no escaparon o los enfrentaron si ya sabían lo
que les esperaba? La respuesta que me dio el maestro pretendió ser ejemplar:
“Porque dudaron, jamás creyeron que el pueblo alemán pudiera llegar a esos
niveles de barbarie”.

“Aquellos que creen poseer la verdad son los mentirosos más peligrosos”,
dice Rob Riemen en Nobleza de espíritu. Y yo añadiría: Aquellos que renuncian a
buscarla son socialmente prescindibles. Es el intento lo que vale la pena, el empujar
con ánimo de rasgar de manera volitiva y permanente la membrana de ignorancia
que nos humilla y culpabiliza. La inabarcabilidad del ente consciente -hacia dentro
y hacia fuera- si bien ha sido pretexto para la peor filosofía, también ha dado
origen a ciertas obras límite que han intentado iluminar el lado más oscuro de la
vida: el vivir como caída, el ser para la muerte. Repárese en que no estoy hablando
desde una posición teológica ni de una filosofía ultraterrenal o metafísica. No, me
refiero a obras claves para entender la preeminencia de la duda sobre la verdad a
lo largo del pasado siglo, a emblemas como El ser y el tiempo y El ser y la nada, que
aún hoy continúan seduciendo a muchas mediocridades infértiles que, por
desgracia, han hecho de la enseñanza de la filosofía una forma de vida.

La condición esencialmente inabarcable de la verdad de ninguna manera


debe asumirse como un proceso humillante y traumático -a la manera de Lacan-; ni
como el más conclusivo pretexto para descalificar toda forma de historicismo
(nada histórico puede ser absoluto). En tanto que búsqueda e intento, la filosofía
sólo puede asumirse como una sublimación permanente de preguntas y respuestas
de cara a mejorar el ser para la vida (no para la muerte), un catalizador inagotable
de nuevas experiencias que rebasan las pretensiones interpretativas del lenguaje.

En las calles hay vida, no filosofía; en las universidades hay filosofía, no


vida. La imposibilidad del ser como consumación de la verdad ha entenebrecido
el horizonte filosófico y ha polarizado la búsqueda del conocimiento hacia dos
extremos que deberían complementarse en vez de confrontarse de manera necia y
arrogante: me refiero a la pugna entre la filosofía analítica (que privilegia el
acercamiento a la ciencia) y la filosofía narrativa (que apuesta por la imaginación y
lo simbólico). Si hemos de creerle a Bernard Williams, tal vez el filósofo analítico
más preclaro de finales del siglo XX, las virtudes de la filosofía analítica son
irrefutables: claridad, precisión, control, discusión cuidadosa y cooperación. Pero
Hilary Putnam, uno de sus críticos más aventajados, en Renewing Philosophy pone
el dedo sobre la llaga: “La filosofía analítica ha estado crecientemente dominada
por la idea de que la ciencia, y solamente la ciencia, describe al mundo como es en
sí mismo, independiente de las perspectivas particulares”.

No hay filosofía más estéril y aburrida que la que sólo habla de sí misma.
Quedan, por lo tanto, sentenciados a muerte todos los intentos cognitivos que se
aíslan para autodeterminarse. Cuanto más absolutizadora se pretende una verdad
científica, tanto más falsa es; pero sin el conocimiento fáctico y experiencial que
proporciona la ciencia, toda aserción filosófica corre el riesgo de convertirse en
mera ficción. El propio Bernard Williams, consciente de esta disyuntiva y tratando
de superar el perspectivismo particularista, acuñó el concepto desafortunado de
“saber absoluto del mundo”. Mas si ya convenimos en que lo imperfecto no puede
abarcar a lo perfecto y que nada histórico puede ser absoluto, tendríamos que
trasladar la aseveración de Williams a los estrictos dominios de la fe, y quedarnos
solamente con el verbo intentar como única opción válida en los dominios de la
filosofía y de la ciencia. Sin embargo, Bernard Williams, y sospecho que la mayoría
de los filósofos analíticos, circunscribe la posibilidad del conocimiento absoluto a
los dominios de la ciencia, no de la filosofía. De ahí la separación tajante que hace
entre conocimiento ético (verdad ética) y conocimiento científico (verdad
cognitiva): el primero depende de “las perspectivas o idiosincrasias locales de los
investigadores”; el segundo no.

Lo que esta posición extremadamente cientificista pretende ignorar es que


el conocimiento científico está determinado por las limitaciones del propio sujeto:
lo parcial e imperfecto no puede acceder a ninguna verdad absoluta, a lo más
accederá a una verdad parcial e imperfecta. La única verdad absoluta
incondicional sería la existencia de Dios, pero Dios es inabarcable en los dominios
finitos experienciales, que constituyen el horizonte cognitivo de la ciencia y de la
filosofía.

La más grande verdad representa para el auténtico filósofo la mayor


duda. ¿Y qué es la ficción sino duda creativa? La duda lógica es inseparable del
concepto de falsedad, como el cuerpo humano lo es del de imperfección. El filósofo
que no tenga presente que la perversión del lenguaje es proporcional a la
dimensión de la verdad que creemos que encierra, será presa ineludible de la razón
egocéntrica, con la cauda de intolerancia y soberbia que conlleva. Ninguno de los
grandes filósofos narrativos -de Platón a Nietzsche- ha dejado de enfatizar que el
lenguaje es, desde su origen, el carcelero del espíritu; y ninguno ha podido
renunciar a la seducción de la prosa imaginativa. Lo que nos interesa en los
Diálogos y en Así habló Zaratustra no es la lógica interna del lenguaje, sino el
derroche de imaginación y belleza de esas filosofías narrativas. Los filósofos
analíticos quieren hablar con claridad y precisión lingüística; a los filósofos
narrativos les interesa más la originalidad y la belleza estilística. Y yo me pregunto,
¿por qué no complementar ambas visiones en vez de confrontarlas?

No se trata, pues, de librarse de la “servidumbre falsable del lenguaje”


que enfurecía a Nietzsche; ni de atenernos al argumento de los “sondeos
desilusionantes” de Wittgenstein. La tarea de la filosofía en nuestros días no puede
ser más clara y precisa: reconocer las limitaciones de todo intento filosófico, y hacer
de la búsqueda incesante de la verdad la razón no sólo del pensar sino de la vida.
Para los neopragmatistas como Rorty, la verdad es algo que se construye en vez
de algo que se halla; para los cultores de la originalidad como Picasso, no hay
búsqueda ni construcción sino hallazgo. Yo me atrevería a aventurar, insistiendo
en el afán complementador, que sólo se construye en base a hallazgos. Pero aun
concediendo que la verdad tenga más de construcción voluntariosa que de
hallazgo azaroso, la única certeza que aquí debe interesarnos es que el horizonte de
verdad crece, y este crecimiento -su sola posibilidad- engrandece la vida.

En The Adventurer, una de las prosas cumbre en belleza y claridad de la


literatura en lengua inglesa, dice el Dr. Johnson: “Sin embargo, es conveniente que
siempre tengamos a la vista el concepto de perfección, ya que así podremos
caminar hacia ella aunque sepamos que nunca la lograremos”. Más claro y preciso
imposible decirlo. La filosofía, entonces, no es más que una supervía que se
prolonga sin fin hacia la eternidad. Las formas posibles de recorrer esa supervía
son infinitas, mas no todas conducen hacia la felicidad.

¿Y qué demonios es la felicidad? ¿Tiene acaso algo que ver la lógica


numérica o lingüística con la felicidad? Es indispensable recuperar la condición
unificadora de la filosofía y no reparar en las disyunciones especificadoras:
filosofía analítica, de la mente, de la moral, de la política, etc. El excesivo celo en los
particularismos filosóficos es de la misma naturaleza regresiva que los tribalismos
identitarios. ¿Y en qué consiste la felicidad que busca el individuo tribal? En su
autoconservación, su autoperpetuación y su autogratificación: la tríada pragmática
que lleva implícita la miseria de todo razonar egocéntrico.

Las preguntas que se hace la filosofía son lenguaje, pero las respuestas
sólo las puede dar la experiencia. La medida de la verdad la da la experiencia, no la
lógica. Los que creen, con Heidegger, Gadamer y Rorty, que “lo que puede
comprenderse es lenguaje”, se niegan a comprender que la naturaleza de toda
comprensión lingüística es defectiva: no hay teoría que esté libre de falsedades.

Mas la felicidad animalística -oral y sexual- no puede ser la felicidad que


busca la filosofía. Cuando el individuo racional supera la doble determinación
digestiva y genital, la autogratificación se convierte en búsqueda de la verdad, la
autoperpetuación en búsqueda de la belleza y la autoconservación en búsqueda de
la bondad: la razón egocéntrica cede su lugar a la razón sociocéntrica. La tríada
platónica -verdad, belleza y bondad- no puede ser considerada como una
abstracción inexperienciable, sino como la base incondicional de todo filosofar.

La visión exclusivista y escindidora es indisociable de la actitud soberbia


que desprecia lo que no domina. El científico que inferioriza a la filosofía y a la
religión por estar ambas al margen de lo factual, ignora que los hechos científicos
no serían más que objetivaciones azarosas sin las visiones complementadoras de la
filosofía (significados) y de la religión (valores). De igual manera un científico
obsesionado por la verdad fáctica no pasará de ser un mero manipulador de
energías si no complementa su experiencia con una referencialidad ética (bondad)
y estética (belleza). Y es en este marco de complementariedad donde muestran su
debilidad noseológica las pretensiones soberbias del cientificismo egocéntrico, a la
manera de Stephen Hawking: “…las cosas existen como existen, porque existimos
nosotros.” Si Hawking fuera más filósofo que astrofísico, debió haber dicho: las
cosas existen como existen, para que existamos nosotros.

Verdad y método es el título de una de las obras más vigentes de Gadamer, y


es también el fundamento crítico de toda filosofía. La verdad es una búsqueda sin
fin, y el método es la mejor manera de evitar que esa búsqueda se agote en un
dudar estéril. La orfandad teórica que caracteriza a la filosofía actual es
consecuencia insoslayable del desprecio hacia el método. Y cuando no hay método
la duda asume un papel protagónico, imposibilitando la ampliación del horizonte
de la verdad.

Los filósofos analíticos buscaron desde el inicio el amparo riguroso de la


ciencia; los filósofos narrativos hicieron de la duda irónica la morada del filosofar.
De un lado la fría y rígida potestad de la lógica; del otro la fluida y entrópica duda
irónica. Y en el centro mismo de la disyunción, como ejemplo de un modelo
falsable, quedó el delirio historicista de la dialéctica hegeliano-marxiana. A estas
alturas de la inconformidad esencial con el pensar de nuestro tiempo, sería un
gesto deshonroso no reconocer lo mucho que estos dos necios geniales hicieron a
favor de la ampliación del horizonte de verdad. Pero la dialéctica confrontativa ya
es teoría muerta, y cuando la teoría que nos sirve de guía está muerta, el horizonte
de verdad se clausura irremisiblemente.

Y llegamos así a la cuestión metódica por excelencia: ¿cuál es la manera


más eficiente de aproximarse a la verdad? En Contingencia, ironía y solidaridad
Rorty habla de “filósofos vigorosos, como Hegel y Davidson, que están más
interesados en disolver los problemas heredados que en resolverlos”. Sin embargo,
esta metáfora agroquímica nos es ahora de la misma utilidad que el “recordar”
platónico. ¿Cómo puedo recordar lo que nunca he vivido? En un exceso de
platonismo, San Agustín llegaba al extremo de identificar la memoria con el alma;
y la memoria, en efecto, concentra los problemas, no los disuelve. ¿Cómo se
podrían explicar si no por las veleidades de la memoria las necias pugnas entre la
visión romántica y la visión ilustrada, o entre la teoría de la contradicción y la
filosofía de la ciencia? Al amparo de la memoria, en su condición de guardiana de
nuestro pasado, han crecido las más grandes aberraciones sistemáticas, y ya dimos
por sentado que las sistematizaciones, por su afán conclusivista, tienden a ser
restrictivas y, por ende, defectivas.

Una objeción fácil a los que pugnan por la disolución de los problemas
sería: si la existencia es conflictividad permanente, ¿por qué entonces no
disolvemos la vida? La respuesta a esta pregunta alcanzó su mayor grado de
verosimilitud en la segunda mitad del tanatofílico siglo XX: se filosofó de cara a la
muerte, no frente a la vida. En Lecciones de los Maestros George Steiner, con su
peculiar agudeza talmúdica, ubica el fundamento platónico del “conocimiento
como recuerdo” en la inmortalidad del alma. Como es inmortal, el alma ha
aprendido todo, por lo que el verdadero método de conocimiento no consistiría
más que en la “recuperación por uno mismo del conocimiento latente dentro de
uno mismo”. Y a continuación el genio patriarcal ensaya la ironía: ¿Hay en este
modelo vestigios- en clave irónica- de las doctrinas órficas y pitagóricas?
Por supuesto que los hay. Todo el canon filosófico de Grecia vino de
Mesopotamia y se transmitió de boca a oído de maestro a discípulo. En el
momento en que los grandes relatos épicos y los mitos fundacionarios son
registrados por escrito, la memoria y la oralidad ceden su determinación a lo
narrativo. Y es a partir de esta discontinuidad cuando el conocimiento se
racionaliza y aparece el culto a la interpretación. La obsesión de toda hermenéutica
por la verdad –la única y verdadera verdad- es indisociable del culto dogmático al
gran libro sagrado. La metodología no puede ser más conclusiva: si el libro
sagrado es un dictado divino, entonces la verdadera tarea metódica consistirá en
cómo interpretarlo. Dos de las más grandes aportaciones en el ámbito del
conocimiento contemporáneo crecieron a la sombra de esta alquimia iniciática que
permite traer a la superficie lo oculto: la fenomenología (hacer manifiesto lo
nouménico en lo fenoménico) y el sicoanálisis (volver consciente lo inconsciente).
Tampoco es azaroso que el libro paradigmático de la hermenéutica sea La
interpretación de los sueños, ese gran tratado de esoterismo sicológico; ni que haya
sido Marx, un hereje de la tradición talmúdica, el encargado de darle el golpe de
gracia a la manía interpretacionista con una tesis antiplatónica: “Los filósofos no
han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata
es de transformarlo”. La salida, una vez más, no puede residir en la confrontación
sino en la complementación: ¿por qué no hacer de la interpretación y de la
transformación una totalidad?

“No, no me opongo a las teorías, a lo que me opongo es a la interpretación


platónica de las teorías, a considerarlas como descripciones de características
permanentes del universo”. En esta frase de su Diálogo sobre el método, el
antimetódico Paul K. Feyerabend pone el énfasis en la pretensión
antiabsolutizadora que debe tener toda filosofía. Espoleados por esta visión crítica,
ciertos conservadores silogísticos, han llegado a la conclusión de que estar contra
Platón es estar contra el método. Y contra Platón han estado siempre los que ponen
a la imaginación por encima de toda forma de sistematización, desde los
románticos a Foucault, Feyerabend y Rorty.

Sin ánimo opositor, yo me atrevería a preguntar: ¿es la imaginación una


facultad de la memoria? Al menos esa fue la pregunta que se hicieron los filósofos
hasta tiempos tan recientes como los de Descartes y Locke, en que se creía que
inventar no era más que actualizar un recuerdo. La gran literatura, más que la gran
filosofía, parece darle sustento a esta tesis; por eso fueron narradores como Valle-
Inclán y Proust, y no filósofos como Wittgenstein y Heidegger, los que lograron
hacernos entender a través de sus obras geniales que “las cosas no son como las
vemos, sino como las recordamos”. No obstante, la filosofía no pretende ir más allá
de la imaginación; lo que busca es precisar los límites de lo excesivo: la
imaginación exagera, la filosofía clarifica. Los límites de la imaginación son los
mismos que los del lenguaje y de la mente, y el sobrepasar estos límites nos
condena a un balbuceo no sólo defectivo sino, las más de las veces, demencial y
arrogante.

La dialéctica negativa constituye, tal vez, la respuesta más radical a la


imposibilidad de poseer la verdad. Marx tenía razón al reprocharle a Hegel que su
sistema estuviera contaminado de teologismo; pero se equivocó románticamente
cuando se apropió de la teoría hegeliana de la contradicción para aplicarla al
mundo cotidiano. Historia y mito, individuo y sociedad, masculino y femenino,
empleado y patrono, funcionario y ciudadano, ocio y trabajo, etc., no son –ni deben
ser- contrarios sino complementarios. Lo positivo y lo negativo no son propiedades
ónticas, es decir, de lo existente como objetividad, sino atribuciones –entiéndase:
lenguaje- que el sujeto hace a las cosas.

El mundo dual y confrontativo es consecuencia de una visión maniquea


que se niega a aceptar que para gozar a plenitud la luz es necesaria la cercanía de
la oscuridad. Y ni el literato, ni el científico, ni el filósofo, ni el teólogo pueden dejar
de lado la complementariedad so pena de ser presas de algún tipo de dogma o
fundamentalismo. Aceptemos, pues, la proximidad e incluso el posible contagio,
pero no la confrontación violenta que se afirma negando. La teoría de la
contradicción lleva inherente su acabamiento en su propia condición abstracta: al
combatir a su contrario, la razón se autonulifica, es decir, lo que la razón combate
es su propia imposibilidad; y este proceso negativo y aislador de la mente,
negativiza y aísla al propio individuo.

La desconfianza que los románticos tenían ante la autosuficiencia de la


razón los acercó al arte. La confianza en la posibilidad ilimitada de la razón
convirtió a la filosofía en dogma. Los que lograron conjuntar la imaginación con la
razón intuyeron desde el principio que conllevar era un concepto más preciso y
fluido que superar. Durante siglos la filosofía, la ciencia y la religión se pervirtieron
en la búsqueda arrogante de la supremacía. Cada especialista se autoasumía como el
poseedor del método más preciso, y al final del delirio egocéntrico la
descalificación era mutua. Las “verdades fácticas” les han dado a los científicos un
estamento de confiabilidad del que están lejos los literatos, los filósofos y los
teólogos. La ciencia es desacralizadora por naturaleza, y allí donde el científico más
arrogante ve diversidad y confrontación, el místico más humilde ve unidad y
complementación. La visión dual que canonizó Descartes no fue producto del azar
ni de una temporalidad inconsciente; por el contrario, fue el resultado de un
recuestionamiento históricamente necesario y filosóficamente confrontativo. Pero
Descartes -que creía que las piedras eran producidas por los rayos que caían sobre
la tierra- nunca pudo imaginar que la ciencia terminaría desplazando el discurso
filosófico a la parte oscura del saber, la misma cárcel racional preventiva a la que
condenó a la metafísica, la alquimia y la mística.

Ahora que los filósofos y los teósofos prefieren pensar en un horizonte


más evolucionario que revolucionario, los científicos se avocan efusivamente a la
defensa del concepto de revolución. La evolución es lenta y gradual, la revolución
es fulminante y desbordada. Y claro: los científicos quieren cambios fehacientes y
radicales, la misma radicalidad confrontativa e intolerante que ha caracterizado a
los más grandes revolucionarios: desde Lucifer a Lenin, Mao y Che Guevara.

En los ya conllevados dominios de la física teórica de principios del siglo


pasado, el escenario de las disputas -sin que los grandes científicos lo supieran-
retomó su origen filosófico-místico. Einstein, con la supercapacidad matemática
que poseía para organizar los pensamientos, llevó la teoría de los complementarios
a un nivel crítico de falsabilidad que parecía irrefutable: dos o más partículas que
han interaccionado en el pasado no tienen, a gran distancia, ninguna relación
actual entre sí. Mas no tardó Niels Bohr, su lúcido complementario, en aclarar lo
que miles de años atrás habían vislumbrado ya los místicos y los iluminados. Así
lo planteó Plotino: “…por más que las distintas partes estén separadas en el
espacio y parezcan enfrentarse unas a otras, cada una depende de todas las
demás”. ¿Es la luz una partícula o una onda? La respuesta de Bohr fue categórica:
puede ser las dos cosas a la vez. Retomo de Leonard Susskind, un cabal
complementador de astrofísica y filosofía, esta resolución del dilema planteada en
su obra referencial El paisaje cósmico: “Un haz de luz muy débil que incide en una
placa fotográfica deja minúsculos puntos negros: evidencia discreta de la
naturaleza de partícula indivisible del fotón. Por otra parte, dichos puntos se
sumarán finalmente para dar una figura de interferencia ondulatoria, un fenómeno
que sólo tiene sentido para ondas. Todo depende de cómo se observe la luz y qué
experimentos se hagan. Las dos descripciones son complementarias, no
contradictorias”.

A nivel celular se puede decir que, en su afán de dividirse y multiplicarse,


las células son contradictorias; pero una vez que el ADN se duplica, los filamentos
de la hélice se separan para permitir que una enzima (la polimerasa) sintetice a su
filamento complementario. Por lo tanto, podríamos decir, con la típica arrogancia
del gremio, que está científicamente confirmado que las dos hélices de cada
molécula son complementarias entre sí. Mas no quisiera que se confundiera aquí la
fácil ironía con la falta de respeto al hecho científico; sin embargo, es justamente el
científico egocéntrico, con su intolerante autosuficiencia, el que desprecia la actitud
complementadora de la filosofía (significados) y de la religión (valores) para
limitarse a la frialdad de los hechos; y al hacerlo, se convierte en deudor de su
“docta ignorancia” (que es como calificaba Ortega y Gasset a la ciencia).

De un estimulante diálogo filosófico-biológico que sostienen Luc Ferry y


Jean-Didier Vincent en ¿Qué es el hombre?, extraigo esta referencia conclusiva sobre
la “desigualdad natural innata” y la supuesta contradicción entre lo innato
(genética) y lo adquirido (cultura): “Está claro, es un tópico de los bienpensantes
de hoy día, que el problema de lo innato y lo adquirido ya no tiene sentido, que
nuestras conductas dependen indisolublemente de lo uno y de lo otro, que no
existe lo innato sin lo adquirido, ni lo adquirido sin lo innato”.

En filosofía hay una marcada disyunción entre los partidarios de la


complementariedad y los de la contradicción. Los primeros tienen una clara
raigambre mística y están a favor de la no dualidad (conjunctio oppositorum para
Plotino, coincidentia oppositorum para Nicolás de Cusa). Los segundos escinden el
mundo y lo convierten en una arena de confrontaciones duales: arriba y abajo,
norte y sur, caliente y frío, seco y húmedo, materia y espíritu, consciente e
inconsciente, ciencia y religión…, todo lo que existe forma parte de una
contradictoriedad permanente e irresoluble. El origen del extravío, por supuesto,
está en los griegos; pero aquí nos conformaremos con desempolvar un chispazo
iluminador de uno de los románticos más racionales: “Fue un gran error de la
filosofía de Wolff extender el principio de contradicción a lo cognoscible, pues en
realidad sólo se aplica a lo concebible”. En este aforismo de Lichtenberg está la
clave para salir del laberinto confrontacionario.
En las culturas belicosas la teoría de la contradicción es un recurso
filosófico providencial. No se puede entender la fascinación de la ideología
alemana por la confrontación si no se tienen presentes los orígenes guerreros de
esa cultura. Por eso, le tuvo que corresponder a un personaje tan racional y
belicoso como Marx llevar al límite la dialéctica de la negatividad e historizarla en
la desastrosa (a nivel económico-político) lucha de clases. Pero quedó asentado
desde el principio que no íbamos a escatimarle honor a quien lo merece, y Marx,
sin el menor asomo de duda, lo merece. Como lo merecen los contradictorios
geniales como Adorno, coautor junto con Horkheimer de la más radical letanía
negativista. Dice Adorno con intención escarnecedora en Minima moralia: “La
búsqueda de unificación de los contrarios no es un esfuerzo siempre insatisfecho
que al final halle su compensación, sino una pretensión ingenua e inexperta”.
Todos los filósofos de la Escuela de Frankfurt, debemos tenerlo presente, fueron
creyentes dogmáticos de la lucha de clases. Tanto Adorno como sus colegas más
renombrados creían -sin ser ciertamente una “pretensión ingenua e inexperta”- que
el proletariado representaba (o más propiamente: simbolizaba) la búsqueda de la
libertad. Y, como ya lo sentenció el más liberal de los pragmáticos (Rorty): donde
hay libertad, está la verdad.

Hoy día, abrumados por una partidocracia y una síndicocracia que


imposibilitan todo asomo de libertad y de verdad entre las filas del proletariado,
argumentar a favor de la lucha de clases y de la confrontación como motores de la
Historia parecería una anacrónica necedad. Pero no debemos olvidar que apenas
unas décadas atrás la teoría de la contradicción y la lucha de clases acaparaban la
enseñanza humanística en las principales universidades públicas.

La teoría de los complementarios que aquí se esboza no busca la


imposición de un nuevo dogma o de una nueva panacea metodológica, sino la
posibilidad de una concordancia respetuosa y justa. No se trata de que uno de los
extremos de la confrontación triunfe sobre el otro, lo que aquí se busca y se ensaya
es el intento de alcanzar un acuerdo armonizador de las diferencias, que evite la
confrontación violenta que propicia siempre desenlaces autoritarios.

Pocos autores han contrastado de manera tan sagaz como Freud la


pulsión de vida y la pulsión de muerte. Este racionalista antitalmúdico, al igual
que Marx, puso en el centro del debate clarificador la pugna entre la ética pública y
la moral privada. Para Freud no había una solución conciliadora, y la única acción
con posibilidades liberadoras era, al contrario que en Marx, darle toda la
determinación al individuo frente a la sociedad. Como veremos más adelante, es
justamente en la moral egocéntrica donde reside el origen de todas las
perversiones e intolerancias: el individuo que busca por encima de todo la
autogratificación (egocentrismo) representa una constante histórica entre la
bestezuela que exigía a dentelladas el mejor lugar en la cueva y el tirano que goza
destruyendo lo que se propone salvar. Pero dejemos a Freud, obsesionado con la
violenta génesis del patriarcalismo autoritario y con sicopatologizar toda expresión
irracional o arracional, y permitámosle al más influyente e incluyente de sus
continuadores que nos esboce, en la serena plenitud de los setenta años y en una
carta a una de sus pacientes más conflictuadas, la posibilidad de conciliar la
dualidad consciente-inconsciente en que se sustentaba la sicología freudiana: “…
No hay solución, sólo cabe tener paciencia con los opuestos, que provienen al fin y
al cabo de su propia naturaleza…Estamos crucificados entre los opuestos y
librados al tormento hasta que tome forma el ‘tercero que concilia’ ”.

Durante toda su vida profesional Jung concibió ese “tercero que concilia”
como un dinamismo integrador de lo consciente y lo inconsciente. Era, a semejanza
de la búsqueda de la verdad, un intento más que un logro, y el modelo unificador
no lo encontró en la lógica racional, sino en la alquimia. Siglos atrás, el
neoplatónico Jámblico había planteado, como opción conciliadora de los
contrarios, la existencia de un término medio que superaba-conllevando las
determinaciones confrontativas: “dos términos disímiles deben estar unidos por
otro intermedio que tenga algo en común con cada uno de ellos”.

El triunfo del racionalismo dual convirtió a la filosofía occidental en una


entelequia soberbia e intolerante. Al recurso de la violencia como partera de la
Historia, se le encimó el desprecio arrogante hacia la visiones no duales y
cosmocéntricas. En este sentido, nada más lejos de lo casual y azaroso que el hecho
de que las principales aportaciones filosóficamente conciliadoras provengan de la
cultura norteamericana, crisol ejemplar de diversidades conflictivas. Fue ante este
pragmatismo complementador de diversidades, característico de la cosmovisión
norteamericana, que D.T.Susuki, uno de los más notables filósofos no occidentales,
se atrevió a aventurar que el empirismo radical de William James suponía la mayor
aproximación del pensamiento de Occidente a una concepción no-dual. Otro
japonés conocedor del legado filosófico occidental, Kitaro Nishida, plantea en su
obra más reconocida, Indagación del bien, una salida metarracional a la dinámica
confrontativa a través de la acción unificadora del espíritu: “¿De dónde surgen los
conflictos y contradicciones de un sistema? Proceden del carácter de la realidad
misma. Como ya dije, mientras la realidad es infinito conflicto, es asimismo unidad
infinita. El conflicto es un aspecto indispensable de la unidad pues sólo mediante el
conflicto progresamos hacia una unidad aun mayor. Nuestro espíritu, la actividad
unificadora de la realidad, tiene conciencia de sí mismo, no cuando esa unidad está
obrando, sino cuando está en conflicto…Si concebimos nuestro espíritu como la
actividad unificadora de la realidad, debemos decir que existe una unidad de todas
las cosas de la realidad, a saber, que en ella hay espíritu”.

Un racionalista cabal (o un ironista liberal como Rorthy) no dudará en


calificar de teosofía el intento unificador de Nishida. Y debemos conceder que para
aquellas visiones contingentes y azarosas que sólo se interesan en la confrontación
de lo privado (egocentrismo) con lo público (sociocentrismo), el poder unificador
del espíritu (cosmocentrismo) no pasa de ser una ficción teológico-literaria.

Pero han sido justamente los gurús filosófico-teológicos los que nos han
dejado los mapas más convincentes para evitar el extravío en el mundo
confrontativo y dual. En medio de la ingenuidad característica de la Norteamérica
de mediados del siglo pasado, el gurú contracultural Alan Watts acuñó el término
goeswithness (agregacionismo) basándose en el ji-ji-mu-ge zen, que explica la
interdependencia existente entre todas las cosas y todos los acontecimientos. Tres
décadas después aparece, en el corazón mismo del Estado planetario, un personaje
talentoso que se lanza temerariamente a hacer complementaciones teóricas. Une,
por ejemplo, a Freud con Einstein, a lo cósmico con lo terrenal, a Occidente con
Oriente, a Buda con Cristo y a Nagarjuna con Plotino. No conozco en la sicología
actual una visión más lúcida -a pesar de su envoltura hollywoodesca- que la de
Ken Wilber para unir la razón con el espíritu. Wilber es un convencido
complementador de argumentos (aunque en su delirio protagónico no reconozca
deudas históricas como la que tiene con el libro referencial de Jean Gebser Origen y
presente), y una sólida referencia para entender la evolución de la conciencia hacia
el espíritu que aquí se plantea: conciencia egocéntrica, conciencia sociocéntrica y
conciencia cosmocéntrica.

Por último, quisiera enfatizar que los planteamientos metodológicos que


aquí se hacen no tienen la ilusoria y arrogante pretensión de poner el pensamiento
de cabeza partiendo del azar y de la nada. Otros lo han intentado antes, y otros lo
seguirán intentando. En medio de esta encrucijada de búsqueda incesante, el gesto
primordial habrá de ser siempre el de agradecimiento a quienes nos permitieron
ampliar el horizonte de comprensión al que estábamos condenados por el dogma y
la ignorancia.
I EGOCENTRISMO

El ego es, ante todo, animalidad pura. Los biotecnólogos nos dicen
convencidos que el 98 por ciento de nuestro ADN coincide con el de un chimpancé.
Y tenemos que admitir sin pudor que muchos de los impulsos y de los motivos del
ser humano actual siguen siendo los de un primate: el individuo que sólo piensa
en su autogratificación no puede concebir algo superior al placer, su propio placer.
El placer y el poder son características esenciales de toda forma de vida consciente;
y donde la búsqueda del placer y del poder se convierte en un imperativo egoico,
el modo natural de proceder es el conflicto. Es inevitable que un individuo que
privilegia por encima de todo el ser en, por y para sí mismo, entre en conflicto con
los demás.

Los mismos científicos que enfatizan nuestra gran similitud genética con
los chimpancés, aseguran que el tamaño del cerebro no es un dato decisivo para
explicar la inteligencia del hombre, y creen que la diferencia tal vez se halle en el
desarrollo de las áreas asociativas del cerebro, que ocupan más de dos tercios de la
región frontal conocida como córtex. La pregunta que surge de inmediato para el
evolucionista es la misma que se hace el filósofo: ¿es el desarrollo del córtex el
punto radical de discontinuidad entre el chimpancé y el hombre? El filósofo Luc
Ferry y el biólogo Jean-Didier Vincent, en su ya citado ensayo ¿Qué es el hombre?,
después de un paseo reflexivo concluyen con otra interrogación como respuesta:
“Criado en China, un niño pequeño europeo se convierte en chino por su lengua,
sus costumbres, incluso sus gustos y, recíprocamente, el niño chino adoptado se
convierte fácilmente en alemán, italiano o francés. ¿Y un bonobo no sigue siendo
en cualquier parteesencialmente un bonobo, como si la naturaleza y no la cultura
dictara la práctica totalidad de sus comportamientos?”

Los intentos por desarrollar en un chimpancé una conciencia egoica no


han ido más allá de ciertos gestos preculturales. El aprendizaje cultural es
impensable sin un lenguaje articulado, y hasta la fecha no existe un lenguaje
natural en ningún mono conocido. En aproximadamente un millón de años en que
se data la aparición de la inteligencia volitiva, sólo el hombre ha podido desarrollar
la estructura biológica posibilitadora de la creación de lenguaje y cultura. ¿Por
qué? Sin duda la respuesta más fácil la tienen los que creen en el azar.
En mis años de embeleso con la contradictoriedad hegeliano-marxiana
estaba imposibilitado para recurrir a cualquier argumento que no fuera
evolucionista. Creía entonces que, a través de una lucha incesante, el lémur
primordial se había primatizado y el primate humanizado. El azar lo regía todo, y
en esta conflictividad sin fin sólo la inteligencia más evolucionada lograba
sobrevivir… Pero el ego es mucho más que simple satisfacción digestiva y genital;
el ego es un don que separa radicalmente al chimpancé del humano: la mente.

Hasta nuestros días la ciencia aún no ha podido existencializar la mente. La


mayoría de los filósofos confunden a la mente con el lenguaje, y la mayoría de los
teólogos creen que en el fondo la mente no es más que un don del espíritu. Pero
regresemos a la duda original: ¿cómo surgió la mente? En medio del dudar
multitudinario, algunos de los evolucionistas menos dogmáticos, como Stephen
Jay Gould, empezaron a hablar de saltos, momentos superespeciales en que los
procesos naturales se aceleran y, en consecuencia, se producen saltos evolutivos.

La tesis de los saltos -discontinuidad repentina- constituía el corazón de la


dialéctica materialista que Friedrich Engels sistematizó en su Dialéctica de la
naturaleza. Al lado de la polémica lucha de los contrarios, se sostiene allí que llega
un momento en el devenir natural en que la cantidad se transforma en cualidad.
Durante décadas desconfié jocosamente de esta tesis; pero ahora estos saltos de
batracio, como antes los satirizaba, se me hacen cruciales para poder imaginar el
origen del lenguaje.

He aquí, pues, que un día impreciso una criatura volitiva recibe el


impulso potenciador y comienza repentinamente a nombrar el mundo. Ese primer
yo que distingue y se distingue, terminará haciendo un uso lúdico y excesivo del
descubrimiento hasta convertirse, eras después, en un verdadero logólatra. Pero
estamos aún en la fase preegoica, los primeros ensayos de una conciencia que se
apropia del mundo al nombrarlo. Este ente protohumano ignora sin embargo la
magnitud del salto evolutivo que acaba de dar, y necesitará un tránsito de miles de
años para pasar de la horda a la tribu y de ésta a la familia, antes de poder
autorreconocerse finalmente como individualidad diferenciada-diferenciadora.

La complejidad de la mente humana sigue siendo un misterio, y a la


polémica entre biotecnólogos y filósofos se suman ahora los lingüistas, pues sin
lenguaje nada humano tendría sentido. La gran Babel de lenguas deja en claro una
diversidad de opciones que rigurosamente deben ser sancionadas como
complejidad inútil y derroche antievolutivo. Y, sin embargo, en medio de la
turbulenta disparidad hay un núcleo ordenador, una serie de principios que
parecen cumplirse en todos los lenguajes. Noam Chomsky considera que estos
universales lingüísticos son una propiedad biológica de la mente humana. Llegados
a este punto las dudas se disparan de manera atropellada: ¿si los universales
lingüísticos son innatos a la mente humana, en qué momento y por qué
aparecieron?, ¿si son una propiedad biológica, dónde se ubican?, ¿ha comprobado
alguien si estos universales lingüísticos se cumplen en todas las lenguas?

Los universales de Chomsky, como los arquetipos junguianos, tienen


algo de fabulación alquímica; no obstante, no podemos despreciarlos por
completo, pues la inexistencia de una sola nueva lengua en los tiempos recientes, y
la tendencia creciente a la desaparición de múltiples lenguas, con la inequívoca
concentración en un solo lenguaje planetario, nos habla a favor de una lógica
metababélica incuestionable (antes de que Zamenhof anunciara la creación del
esperanto como lengua internacional en 1887, el obispo John Wilkins en su Essay
toward a real character and philosophical language, planteaba ya la viabilidad de un
lenguaje planetario).Tampoco debemos despreciar a los filósofos metafísicos que
insisten en hacernos creer que la diferencia entre un humano y un chimpancé no
reside fundamentalmente en las propiedades biológicas del cerebro, sino en una
dote de origen divino llamada mente, que está íntimamente ligada al cerebro.

El determinismo biológico es el padre de todos los determinismos, una


manera ruda e imperativa de ver el mundo que prescinde de su parte
complementaria: la evolución de la cultura. El error capital de la gramática
transformacional de Chomsky es su monovalencia, el no contemplar la evolución
cultural como un factor tan decisivo como las propiedades biológicas. Al postular
que el cerebro humano está específicamente diseñado para construir lenguajes,
Chomsky debió haber sistematizado al mismo tiempo que la diversidad babélica
que pone en duda a los universales lingüísticos es producto de una evolución
cultural que terminará unificando a la postre a todos los lenguajes en uno solo: el
lenguaje planetario.

Algunas de las mentes más críticas y evolucionadas -pienso, por ejemplo,


en el Spinoza obsesionado con encontrar una ética y una lógica de la verdad- se
han acercado a las matemáticas en busca de un andamiaje de teoremas y axiomas
que permitan la sistematización de un lenguaje total. En Extraterritorial,
complementación exitosa de inteligencia y bella prosa, George Steiner pone sobre
la mesa de debate la posibilidad de “recuperar la semántica edénica, la
coincidencia total entre palabra y objeto que caracterizaba el lenguaje antes de la
Caída y la maldición de Babel”.
El primer gran intento por imponer una gramática universal se remonta a
la tradición grecolatina; el más reciente lo representa la cultura norteamericana.
Exceptuando a los nacionalistas recalcitrantes, nadie pone hoy en duda que el
lenguaje planetario es el inglés y que su centro irradiador está en USA. Lo estampó
premonitoriamente Antonio de Nebrija en 1492, en la primera gramática escrita en
lengua vulgar: “La lengua es compañera del imperio”. ¿Debemos colegir de lo
antedicho que el lenguaje planetario es el ansiado lenguaje total? Mas aunque así
fuera, seguiríamos en la misma incertidumbre sobre la autoría del diseño
específico del cerebro humano.

En medio de esta cárcel de dudas, donde también está encerrado el propio


carcelero, la respuesta menos arriesgada la siguen teniendo los que atribuyen todo
al azar: la caprichosa divinidad de los que se niegan a creer en un posible
ordenamiento armonioso e inteligente en el megaverso. Creer en el azar es no creer
en nada, y el que no cree en nada ni siquiera cree en sí mismo. Precisamente de ahí,
de la necesidad de creer en sí mismo, es de donde extrae el individuo
autoconsciente el último aliento ético que le permite pasar por encima de todas las
dudas: esto es lo que hicieron Platón, Jung y Chomsky al postular la preeminencia
de sus revelaciones metarracionales.

Platón les llamaba los moldes originarios, las Ideas sublimes preexistentes
de las que se extraen todas las formas de existencia. Para los griegos era clara y
fundamental la distinción entre el mundo humano (nomen) y los universales
divinos (eidos). Dos mil quinientos años después, en pleno entronamiento de la
lingüística y de la filosofía analítica, C. G. Jung se atrevió a postular que había
formas innatas de la psique humana que eran decisivas en la evolución de todas las
culturas y todos los lenguajes, y las llamó arquetipos. Los universales platónicos
abarcaban la total magnitud de lo existente; los arquetipos junguianos -como los
universales lingüísticos chomskianos- estaban enraizados única y exclusivamente
en la psique humana. Escuchemos a Jung: “Ningún arquetipo puede reducirse a
una fórmula simple. Es un recipiente que nunca podemos vaciar, ni llenar…
Persiste a través de los tiempos y requiere siempre renovadas interpretaciones”.
Llámeseles como quiera: luz y oscuridad, muerte y renacimiento, Madre protectora
e Hijo proveedor…, de un lado el Logos, del otro la pugna complementadora entre
Eros y Tánatos.

Con la misma seguridad con que ciertos biólogos del siglo pasado
anunciaron el fin de la diversidad de las razas, Noam Chomsky llegó para augurar
el fin de la diversidad de los lenguajes. Si es cierto que todas las lenguas tienen en
común una gramática arquetípica, entonces es inevitable que esa gramática esencial
termine asimilando en uno solo a todos los lenguajes: el lenguaje planetario.

Los que enarbolan ufanos la teoría del caos y del azar tienen que convenir
en que ya se clausuró el periodo de “evolucionismo ciego e inconsciente” con que
la naturaleza supuestamente se regulaba a sí misma. Los experimentos de la
biotecnología actual nos permiten aventurar, con un buen margen de certeza, que
el cuerpo humano es el resultado de más de cien mil reacciones químicas que
denotan una inteligencia progresiva genéticamente diseñada…Tenemos que
recapitularlo: hoy ya nada está en poder del azar.

Concedamos, pues, la posibilidad de entender a la mente humana como


una complementación de creación y evolución; o si se prefieren los términos más
específicos que Luc Ferry y Jean-Didier Vincent emplean: “El hombre no aprende
a hablar verdaderamente, como tampoco aprenden a volar los pájaros. Sus genes
vierten este saber en su cerebro y es el congénere quien le muestra ese tesoro…Así
pues, es igualmente acertado decir que el lenguaje es el resultado de un
aprendizaje que afirmar su naturaleza instintiva y hereditaria”.

Aun sin estar seguros de qué cosa sea el lenguaje, de lo que no tenemos
duda es que se trata de una bendición cósmica y evolutiva para la humanidad. Una
bendición que, sería injusto y torpe soslayarlo, se derrama por toda la personalidad
y la va haciendo más y más egocéntrica, hasta que la soberbia le abre los brazos al
borde del abismo.

Los gnósticos, una de las sectas más inteligentes y elitistas que han
existido, distinguían claramente entre lo que equivalía al alma -psyché- y lo propio
del espíritu -pneuma-. Para Pico de la Mirandola, que en su Discurso sobre la
dignidad del hombre esbozó el que tal vez sea el primer manifiesto del egocentrismo
renacentista, lo determinante no era la diferenciación gnóstica sino qué hacer con
la conciencia de la diferencia, es decir, con el libre albedrío. Este humanista fue
pionero en comprender que sin libre albedrío se muere el pensamiento, se muere el
lenguaje y se muere todo lo humano. Casi al mismo tiempo Luis Vives, el más
universal de los humanistas españoles, prevenía contra los excesos
ensoberbecientes de la divinización del yo que ha terminado por hacer estragos en
el esoterismo de nuestro tiempo: “el que se ama en demasía a sí mismo, ya no tiene
amor para nadie más”.

La vida como lenguaje y el lenguaje como vida. De aquí, de esta confusión


soberbia que se niega a reconocer a una primera fuente metalingüística, han
surgido ciertas frases conclusivas que han hecho un daño radical a la filosofía.
Rememoro, sin regodearme en el rechazo, dogmatizaciones categóricas como esta
de Wittgenstein: “Toda filosofía es una crítica del lenguaje”; o como la más
decisiva de Heidegger: “el lenguaje es la totalidad del ser”. ¿Y la vida, qué pasa
con la vida? La vida no puede circunscribirse a puros significados, ni la filosofía ni
lenguaje alguno pueden agotar la experiencia vivida, como lo expresó
magistralmente R. L. Stevenson en Memoria para el olvido: “El lenguaje no es más
que un pobre farol con el que mostrar la vasta catedral del mundo…No hay
palabras suficientes en todo Shakespeare para expresar la más pequeña fracción de
experiencia de un hombre en una hora”. La filosofía sólo se convierte en
metalenguaje o adquiere pretensiones de ciencia en los momentos -como el actual-
en que la utilidad personal prima sobre el bien público, la astucia sobre la ética y el
esoterismo sobre la verdadera espiritualidad.

Es probable que el lenguaje sea el acontecimiento, o uno de los


acontecimientos más importantes de la Historia; y no dudamos que, como sostiene
Steiner en una receta que nos recuerda a los cursos de superación por
correspondencia: “mientras más amplio sea el vocabulario de un individuo y más
completa su sintaxis, mayor será el dominio de su propio ser y la suma de realidad
con la que cuenta”. Sin embargo, ningún lenguaje puede expresar con fidelidad lo
fáctico y lo espiritual. Los hermeneutas y los deconstruccionistas, al igual que los
filósofos analíticos, están imposibilitados de origen para descubrir al fondo de la
mirada fascinada las limitaciones del paisaje lingüístico. Le correspondió a las
imaginaciones más atemperadas en el silencio -en el absurdo esencial que conlleva
una vida muda y caótica- poner al descubierto la verdadera condición del fraude
lingüístico. Repárese tan sólo en este vómito apesadumbrado de Ionesco: “La
palabra no muestra. La palabra parlotea. La palabra es literaria. La palabra es una
fuga. La palabra impide que hable el silencio. La palabra ensordece. En lugar de
ser acción, consuela como puede de no actuar. La palabra gasta el pensamiento. Lo
deteriora. El silencio es oro. La garantía de la palabra debe ser el silencio”.

El culto al silencio está en la raíz de todos los esoterismos, pero está


también presente, como una escenografía de muerte, en los creadores más
radicales y originales: Kafka y Beckett, Schoenberg y Webern… Los silencios, como
lo saben muy bien los traductores de Juan Rulfo, no se pueden traducir; son un no-
lenguaje que vuelve tan inútiles los excesos sicománticos a la manera de Lacan (“es
el mundo de las palabras el que crea las cosas”) como las pretensiones
hermenéuticas de Ricoeur y Derrida.

La matematización de la filosofía y la consagración de la sintaxis


lingüística como límites del horizonte de comprensión humano, dejaron a la
sociedad indefensa ante los usufructuarios del consumismo naturicida. No siempre
fue así, ni será para siempre así. Hubo un tiempo en que se creía que el Logos era la
verdad (“las palabras contienen en sí aquello que nombran”, Fray Luis de León en
De los nombres de Cristo), y que el comercio era la forma más legítima de difundir la
cultura…Y vendrá un tiempo en que se verán como expresiones primitivas los
balbuceos lingüísticos que hoy proferimos, poniendo ingenuamente al rigor y la
precisión por encima de la verdad, la belleza y la bondad.

Aprovecho la referencia a la regla de oro platónica para rescatar de la


inmerecida ignorancia a Filón de Alejandría, pieza clave en la complementación de
judaísmo, platonismo y cristianismo: “Porque serán desdichados aquellos que todo
lo que hacen lo hacen para sí mismos, no por la honra de los padres, ni por la
conducta de sus hijos, ni por la salvación de la patria, ni por la defensa de las leyes,
ni por la conservación de las costumbres, ni por el encauzamiento de las cosas
privadas y públicas, ni por el servicio de los templos, ni por la piedad hacia Dios”.
En esta letanía de regaños está esbozada una de las críticas más cabales de la
conciencia egocéntrica.

Pero antes, mucho antes de que el orgullo y la soberbia llevasen al yo a la


delirante búsqueda de placer, el individuo ya estaba encadenado a una
conspiración de belicosas influencias: hambre, temor, deseo sexual y poder. En esta
fase evolutiva prerracional se estacionó la humanidad miles de años, y cuando al
fin se optó por ejercitar la razón aparecieron escritos con letras de fuego los tres
principios civilizadores universales: autoconservación, autoperpetuación y
autogratificación. Casi todo lo que tiene que ver con la parte más profunda y
duradera de la dinámica civilizadora está contenido en los dos primeros conceptos;
el tercero es el asiento predilecto del egocentrismo. La autoconservación y la
autoperpetuación aseguran la continuidad social; la autogratificación destruye las
civilizaciones. Del mismo modo que los ordenadores universales necesitan un eje
lógico para ser comprendidos, hay también constantes lógico-matemáticas en la
caída y el caos. Los más grandes imperios cayeron justo en el momento en que la
autogratificación y la búsqueda desmedida de placer se convirtieron en pautas
vivenciales cotidianas. El individuo que sólo piensa en su propia satisfacción
queda socialmente nulificado, su vanidad se transforma en la lápida que sellará
finalmente las ambiciones del ego.

La forma más elemental de egocentrismo reside en el culto regresivo a la


naturaleza. El individuo que sustituye a Dios por un astro, un río, una cueva o un
árbol le da definitivamente la espalda a la flecha evolucionaria. Recurro con
intención desmitificadora a la Breve historia de todas las cosas, de Ken Wilber, el más
publicitado de los sicólogos antinaturicéntricos: “Reducir el Kosmos a la chata
naturaleza sensorial y tratar de fundirse biocéntricamente con ella aboca a una
glorificación narcisista profundamente regresiva, preconvencional y atada al
cuerpo. ¡Esa es la lección que debemos aprender del error romántico! De hecho,
cuanto más próximo se halle uno a la naturaleza mayor es su egocentrismo”.

Siempre me violenté cuando alguien, para identificar mi aislamiento en la


selva de la costa oaxaqueña, me decía rousseauniano. Después de haber vivido
durante casi tres décadas en estado de naturaleza, le concedo toda la credibilidad a
Wilber: la conciencia tribal es la forma más primitiva de conciencia. A veces, como
en mi caso, se trata de la mínima expresión tribal: la pareja. Mas, ¿qué es la pareja
en, por y para sí misma sino un ego autogratificante de dos cabezas?

Todos los rechazos evidencian una pretensión de incompletitud. Y en


nuestros días esa pretensión no sólo se manifiesta en el rechazo a las intenciones
sistemáticas y metodológicas, sino en la irreflexiva celebración de lo inconcluso y
lo fragmentario. Lo que Wilber le critica al romanticismo es su obsesión regresiva,
la necia preocupación por recuperar una fase evolutiva que quedó ya para siempre
atrás. Con la debida mesura, tenemos que reconocer que el romanticismo es
producto natural del Renacimiento y al mismo tiempo una tardía reacción contra la
exaltación racional del yo, como lo vio lúcidamente George Steiner en Gramáticas
de la creación: “Nuestra obsesión por el autor individual, por la firma del artista, por
la persona y la huella digital del compositor, nuestra persecución a los plagiarios,
es un reflejo muy reciente y, me gustaría insistir en ello, temporal. Ilustra cierta
dramatización del ego, de la que el Renacimiento y el romanticismo, emparentados
íntimamente en este aspecto, han sido su primera expresión”.

Sería absurdo creer que Steiner plantee en lo antedicho una defensa de los
plagiarios; rechaza más bien el exacerbado protagonismo del ego y la tendencia a
aferrarse a falsas completitudes. A esto se refería el atribulado Adorno cuando
decía que “la totalidad es mentira”. Y yo me atrevería a ampliar el horizonte crítico
y añadir que no hay mayor mentira que la totalización del yo. No olvidemos que
Adorno hablaba desde una experiencia histórica signada por el temor y la vanidad,
habiendo vivido ya descarnadamente las miserias de los fundamentalismos más
extremos.

Dada la tendencia de la dinámica autogratificante a buscar la oposición


en lugar de la complementación, era de esperar que el humanismo se fuera hacia
los extremos. En la justa reivindicación del libre albedrío y de la razón crítica iba ya
contenida la pulsión ensoberbeciente que anuncia la caída. La derrota del
humanismo es indisociable del egocentrismo en su expresión más naturalista: la
soberbia. La antiheroicidad de nuestro tiempo va ligada a un sistema económico-
social que acrecienta las cargas del individuo y lo condena perversamente a la
imposibilidad de soportarlas; de ahí que el menor gesto de humildad sea visto
como una derrota. En la raíz de la soberbia y la autoimportancia está un ciego
desprecio a las formas de convivencialidad gregaria. Por eso la inteligencia
autogratificante tiende sentenciosamente hacia el egocentrismo; es decir, la
desconfianza permanente como forma de vida.

Imposible ser más transparente para definir el egocentrismo tautológico a


que ha arribado la ciencia -con las notables excepciones esperanzadoras- que esta
frase de Jacques Monod característica del pensamiento científico del siglo XX: “El
antiguo pacto se ha hecho trizas: el hombre sabe por fin que está solo en la
inmensidad insensible del universo, de la que surgió únicamente por casualidad”.
Esta visión de un universo sin más significado y finalidad que la caprichosidad
humana, no sólo evidencia una alta dosis de soberbia sino que también pone al
descubierto el desencantamiento de una era que mató a Dios para divinizar al yo.
Nos lo resume de manera antibelicosa Richard Tarnas en Cosmos y psique: “Este
proceso evolutivo ha estimulado el surgimiento de un yo autónomo que ocupa el
centro. Es un yo decididamente separado del mundo, vaciado de todas aquellas
cualidades con las que el ser humano se identifica de modo exclusivo, y a la vez
dinámicamente comprometido con él. La forja del yo y el desencantamiento del
mundo, la diferenciación de lo humano y apropiación de sentido son aspectos del
mismo desarrollo”.

La razón escéptica no entra en conflicto con el orgullo y la soberbia. Por el


contrario, una buena dosis de soberbia suele ser el mejor antídotocontra los
fundamentalismos gregarios de todo signo. El peligro surge cuando la
autoconciencia comienza a rendirse culto a sí misma, cuando no reconoce más
supremacía que la de su personalidad. Sospecho que este exceso de amor propio y
arrogancia era la hybris por excelencia, lo que los primeros gnósticos llamaban el
pecado (léase al respecto y con provecho Presagios del milenio, de Harold Bloom,
sentencioso compendio de cuestionamientos en torno a la gnosis).

El orgullo -motor primario de la individuación racional- sin


espiritualidad se transforma inevitablemente en un monstruo que devora toda
conciencia y se devora a sí mismo. Es falso que el orgullo se alimente
exclusivamente de los demás; el sustento primordial del ego es el ego mismo, su
crecimiento ilimitado, la ciega carrera hacia el abismo. La exaltación desmedida del
yo es indisociable de la pobreza de espíritu. En un corazón rebosante de amor
hacia sí mismo no hay lugar para la empatía con el otro; y en una mente que
celebra con orgullo su brillantez no puede haber lugar para la solidaridad con el
otro. En tiempos tan aciagos como el actual casi todo lo que las mentes
egocéntricas construyen tiene el estigma de la culpa y el desencanto. En
consecuencia, la degradación generalizada obliga a la razón desilusionada a mirar
hacia atrás con vergüenza.

Las más grandes tradiciones occidentales -desde el pneuma pitagórico al


cuerpo de luz gnóstico- hablan de un yo oculto, sutil e inmortal que prevalece por
encima de todos los cambios. Para algunos, esta entelequia forma parte de la
misma totalidad que contiene a los universales platónicos y a los arquetipos
junguianos; como sea, no nos queda más opción que recurrir al concepto de mente
para tratar de encontrarle un significado a través de la guía racional del lenguaje.

Los ideales sublimes de la razón -la búsqueda del bien común, la justicia y
la paz- no pueden alcanzarse en la fase egocéntrica de la evolución. La conciencia
egocéntrica sólo acepta en el otro lo que la gratifica. Y a la búsqueda de la
gratificación, que es otra forma de nombrar la felicidad, está enfocada la tesis
central de la moral egocéntrica: si no hay un fin que unifique la voluntad de los
individuos, entonces lo más racional es la búsqueda de la propia felicidad. Ciertas
lecturas prejuiciadas tienden a creer que esta es también la tesis central del
utilitarismo; pero ni Jeremy Benthan, ni John Stuart Mill, ni un celoso de los
derechos de la persona como Henry Sidgwick consentirían en que se separara
drásticamente el bien común de la felicidad individual.

En la Europa continental la denuncia del egocentrismo ha tenido un


fundamento más ético que filosófico. Y aun cuando filósofos como Kant hayan
señalado al desmedido amor a sí mismo como la fuente primaria de todo mal,
fueron los moralistas como Pascal y Rousseau los que elevaron a norma
humanizadora básica el “amor al prójimo”, que está en la raíz de las religiones del
libro sagrado. En el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres, hay una frase tan rotunda como iluminadora que nos retrotrae a la más
decantada sabiduría bíblica: “Haz tu bien con el menor mal para el otro que te sea
posible”. Pero el ego de Rousseau estaba demasiado obnubilado por el poder, a
diferencia del de Pascal que conocía desde la rectitud del espíritu las debilidades
humanas y los límites virtuosos de la razón: “La suprema adquisición de la razón
consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan. Cuando
no reconoce esto, la razón es débil”. Este relámpago de lucidez, extraído de los
Pensamientos, debería ser la denominación de origen del racionalismo cabal, esto es,
de toda reflexión libre y crítica. Sin embargo, como lo vio el propio Pascal, la razón
es tan celosa que convence al ego -a costa de hacerlo injusto consigo mismo e
indeseable para los demás- de que no hay mayor felicidad que la que ella puede
proporcionar.

El hecho de que las reflexiones más arriesgadas sobre la búsqueda


racional de la felicidad hayan surgido en el seno de la tradición angloamericana,
tampoco puede ser considerado producto del azar. La supremacía de la justicia y
la libertad, que en Inglaterra prohijó a mentes tan privilegiadas como Hobbes y
Locke, Hume y Stuart Mill, en Norteamérica adquirió visos de cruzada
fundacionaria. Encontrar la felicidad en el marco de una convivencia justa y libre,
es el credo que recitan una y otra vez los más grandes pensadores norteamericanos
-desde el trascendentalismo de Emerson al neopragmatismo de Rorty.

La descalificación visceral del utilitarismo al considerarlo la consagración


incondicional del yo -imponer el beneficio del yo sobre el beneficio del prójimo-, es
producto de una visión miope. Estas almas desinformadas y débiles de criterio
deberían tener presente que los momentos más decisivos de nuestra vida cotidiana
se rigen precisamente por el principio utilitarista: “Todas las acciones humanas son
egoístas, motivadas por el propio interés”. El problema del utilitarismo no reside
en la aplicación de la justicia ni en el pleno ejercicio de la libertad; el problema es
ético, no político: para no atentar contra la felicidad ajena, el individuo, a menudo,
tiene que sacrificar la propia. Al poner la moral del individuo por encima de la
moral colectiva (como sostenía Emerson en sus Ensayos: “Lo único recto es lo que
depende de mi manera de ser, y lo único equivocado es lo que a ella se opone”), es
imposible que el ego no despliegue astuta y racionalmente todos los recursos en su
propio beneficio.

La búsqueda de la felicidad es una condición básica de la evolución


humana. Lo que no podemos aceptar es una felicidad egocéntrica que dañe a otro.
La insensibilidad actual hacia el daño y el sufrimiento ajenos es consecuencia de un
deseo compulsivo de ser feliz, una necesidad intempestiva de llegar a los límites
del placer a través de las funciones oral y genital. Y tenemos que enfatizarlo:
ninguna civilización ha sido tan digestiva y genital como la nuestra.

Mentes tan preclaras como la de John Rawls encuentran una justificación


racional de la búsqueda del bien en el rechazo al riesgo (“Para decirlo brevemente:
el bien es la satisfacción del deseo racional”). Sin embargo, los que no somos tan
preclaros como Rawls ni ironistas como Rorty sospechamos que el mal está
también íntimamente ligado a la satisfacción del deseo racional (la imposición del
bienestar propio sobre el ajeno), y que una sociedad mayoritariamente reacia al
riesgo es una sociedad reaccionaria, como la norteamericana. Para autojustificarse,
los reaccionarios enarbolan como bandera la protección del bien común. Sin dejar de
tomar la necesaria distancia, lo que me mueve a respetar el utilitarismo es su
franqueza, el sostener con la debida claridad que el deseo del placer y la huída del
dolor determinan nuestro comportamiento animal. Desde esta óptica es
incuestionable que el utilitarismo es un valioso instrumento teórico para entender
la animalidad humana.

En el libro ya citado Contingencia, ironía y solidaridad, (obnubilado tal vez


por estar en el centro mundial de la digestividad y la genitalidad, ejes existenciales
de la conciencia estabulada), Rorty plantea que el filósofo debe alejarse del
sacerdote y del sabio para estar más cerca del ingeniero y del abogado. Se trata, es
evidente, de una pretensión distópica: un mundo saturado de leyes y de
adminículos tecnológicos que sólo favorecen a los que usufructúan el poder. Para
Rorty, como para la gran mayoría de los norteamericanos, la verdad está siempre
emersonianamente supeditada a la autogratificación: “Desde un punto de vista
pragmático llamaremos ‘verdaderas’ a aquellas creencias cuya adopción nos hace
más capaces de alcanzar la felicidad”.

La felicidad que buscan los filósofos neopragmatistas está condicionada


por el progreso tecnológico y la autoestima social. En Norteamérica el deseo de
reconocimiento ha alcanzado niveles verdaderamente patológicos. Los miles de
libros y de programas de autoestima y de superación personal son la prueba más
concluyente de un proceso civilizador que ha divinizado absurdamente al yo. En
El fin del hombre, el teleológico Francis Fukuyama resume así lo que cabe decir al
respecto: “Lo importante, sin embargo, es que el deseo de reconocimiento tiene
una base biológica, y que dicha base guarda relación con las concentraciones de
serotonina en el cerebro”.

Tengo que admitir que abomino la expresión base biológica. Siento como si
me estuvieran hablando de una maldición irrevocable, de un destino ciego y
azaroso. Por eso prefiero regresar a la sorprendente capacidad embaucadora del
lenguaje y de la razón, a las más inverosímiles posibilidades de exaltación del yo:
pienso, por ejemplo, en los místicos y los cortesanos como manifestaciones límite
de la manía egoica.

Los ironistas jamás aceptarán a los místicos, y ni los místicos ni los


ironistas aceptarán nunca a los cortesanos (entiéndase: desde el cubículo
universitario hasta la curul en el Congreso). En la cultura hegemónica del
incipiente Estado planetario, son los místicos como Emerson, Thoreau y Whitman,
y no los cortesanos de Washington y de Harvard, los que pueden exhalar el soplo
iluminador que se necesita para pasar del egocentrismo al sociocentrismo. Pero no
olvidemos que fueron también esos profetas del individualismo los que
contribuyeron a imponer la búsqueda de la perfección privada sobre la solidaridad
humana.

Hasta donde conozco, uno de los libros más delirantes del egocentrismo
es El único y su propiedad de Max Stirner, obra sobre la que Marx ya dijo todo lo que
cabría decir al respecto; y en Norteamérica fue Trigant Burrow, en The socialBasis of
consciousness, uno de los pioneros irónicos en sostener que la personalidad egoica
no era una entidad sicofísica, sino una ficción implantada por la sociedad… ¿Y qué
es el lenguaje sino la ficción de todas las ficciones?

Lenguaje, felicidad, utilidad, genitalidad…: hay un yo soberbio,


confrontativo y exigente que no reconoce más hegemonía que la suya; y hay otro
limitado, consciente de sus posibilidades existenciales y tendiente a la
complementación no a la confrontación. El primero representa la conciencia
egocéntrica; el segundo anuncia ya la aparición de la conciencia sociocéntrica.
Podríamos aventurar a estas alturas una definición heterodoxa del término
egocentrismo como el amor del ego hacia sí mismo por encima de todas las cosas; y
de sociocentrismo como una forma de relacionarse con el mundo en que es
prioritario el bienestar colectivo.

Todos los actos egoístas reflejan una burda imposición de la animalidad


sobre el espíritu; es la bestia astuta y deseante la que pide y exige sin querer dar
nada a cambio. Para los que creemos que los ideales de la razón suponen una
mayor evolución que los reclamos orales y genitales, el paso del egocentrismo al
sociocentrismo es una muestra sublimadora de inteligencia y generosidad. La
primera -concedámoslo- es inequívocamente evolutiva; la segunda es impensable
sin el soplo hermanante del espíritu.

El discernimiento de la razón la lleva a reconocer sus propios límites: ¿por


qué tengo que preocuparme por los demás si lo único que cuenta es mi ego? En las
infinitas motivaciones no sólo debe estar comprendido lo que queremos, sino
también lo que rechazamos. El egoísmo y el altruismo provienen del mismo yo:
uno se inclina hacia la autogratificación y el reconocimiento; el otro se eleva por
encima de la razón para comprender que sólo con los demás la evolución es
posible. Y llegado a este punto en que confluyen para separarse la conciencia
egocéntrica y la conciencia sociocéntrica, quisiera recurrir a manera de corolario a
una reflexión crítica esbozada por Patrick Harpur en El fuego secreto de los filósofos,
para moverle al menos el pedestal a aquellos partidarios del azar y del caos que
recurren a bases biológicas para tratar de convencernos de que el culto exacerbado al
ego es consecuencia de un proceso bioquímico: “Aunque no fuera tautológica, la
supervivencia de los más aptos seguiría siendo dudosa. Es una noción
completamente individualista que excluye la cooperación, el amor y el altruismo
que caracterizan a muchas especies sumamente prósperas, incluida la nuestra. La
competición sanguinaria que Darwin imaginó como la característica distintiva de
la naturaleza pocas veces se encuentra en la práctica. La abrumadora mayoría de
las más de 22.000 especies de peces, reptiles, anfibios, aves y mamíferos no luchan
ni matan por comida ni compiten agresivamente por el espacio”.
II SOCIOCENTRISMO

En el origen mismo del sociocentrismo está la imposibilidad del individuo


para sobrevivir aislado. El náufrago que trata de reinstaurar la civilización en una
isla solitaria no es más que una degradación agónica; el místico que renuncia al
mundo para iluminarse es un caso de egocentrismo extremo: al primero se le niega
drásticamente la posibilidad de autoperpetuación; el segundo busca la sublimación
del yo negándose a autoperpetuarse.

La condición de sociabilidad es propia de las formas de vida más


evolucionadas. Atentar contra la sociabilidad o salirse de ella es enfrentar la
vacuidad, la “gran vacuidad” de que hablan las seudorreligiones sin Dios. El
hombre que huye del fuego o que corre tras una posible presa en estado de
manada, apenas está aprendiendo a ser sociable. El que busca la soledad del
desierto o de la montaña para iluminarse dejó ya irremediablemente de ser
sociable.

Las culturas masivas, por ser resultado de una cuantificación


despersonalizadora, suelen dar lugar a formas extremas de egocentrismo. En la
cultura norteamericana -desde el principio mismo de las grandes oleadas
migratorias- se asumió como racionalidad hegemónica el desprecio a lo masivo y
la consecuente celebración del yo tenaz y solitario. De Thoreau y Whitman a Rorty
y Bloom, la consagración del genio es un canto a la voluntad autónoma, al
individuo que prefiere a como dé lugar la libertad sobre la protección. Así lo dejó
escrito Emerson, el patriarca de la libertad norteamericana: “Sólo cuando un
hombre rechaza todo apoyo externo y permanece solo, puedo ver que es un
hombre fuerte y que se impondrá”.

La libertad -tal vez el más ambiguo de los principios civilizadores-


constituye para los filósofos neopragmáticos y neoliberales el eje rector de toda
sociabilidad. En palabras del emersoniano Rorty: “Si cuidamos la libertad, la
verdad se cuidará a sí misma”. Sin embargo, para el judicialista John Rawls debe
haber una correspondencia de responsabilidades entre el individuo y el sistema:
“La libertad está representada mediante el sistema completo de las libertades de la
igualdad ciudadana, mientras que el valor de la libertad para las personas y los
grupos depende de su capacidad para promover sus fines dentro del marco
definido por el sistema”. Estas dos visiones sólo son distintas en apariencia. Una es
filosófica, la otra jurídica; no obstante, las dos coinciden en privilegiar la libertad
por encima de las restricciones, ignorando que la libertad no se impone sino que se
conquista: el individuo que no se conquista moralmente a sí mismo no puede ser
socialmente libre.

La confrontación entre lo privado (egocentrismo) y lo público


(sociocentrismo), es consecuencia de una disyunción de intereses que obedecen a
una racionalización inmoral del mundo: de un lado la dinámica excluyente que
exige el respeto incondicional a la libertad del yo; del otro la dinámica incluyente
que reclama el sacrificio del ego como principio rector de la convivencialidad
civilizadora. A estas alturas es poco menos que arbitrario decir que todos los
fundamentalismos son excluyentes. Lo que ahora interesa no es la exclusión y la
confrontación, sino la inclusión y la complementación, hacer de la libertad, la
justicia y la verdad un conjunto fluido de experiencias viables. Sospecho que a esto,
justamente, se refería Kant, el mejor Kant, cuando sostenía que actuar
injustamente era ir en contra de nuestra condición de seres libres y racionales.

En la base de toda rebeldía hay una coincidencia con los principios


luciferinos que Milton denunció implacablemente en su Paraíso perdido: el
desconocimiento de una autoridad suprema y el derecho inalienable a la plena
autonomía. La libertad azarosa y caótica que proclaman los indeterministas sólo
propicia la caída; la libertad del ego sin principios ni valores no es libertad
civilizadora sino consumación de la barbarie.

Pero no pospongamos más la pregunta decisiva: ¿acaso existe o ha


existido una sociedad justa y libre? Los partidarios de las dinámicas confrontativas
dicen que el concepto de libertad es una falacia, que el hombre, como todo
organismo natural, nunca podrá tomar decisiones libres. Del otro lado están los
que creen que el libre albedrío es el más preciado don que Dios le dio al hombre, si
hemos de creer a Filón, “porque lo creó sin ataduras y libre, con la capacidad de
realizar acciones voluntarias y deliberadas en pos del siguiente logro: que
conociendo el bien y el mal, y alcanzando una concepción de las cosas bellas y de
las vergonzosas, y dándole con sinceridad su lugar a lo justo y lo injusto; y en
general a la virtud y al vicio, se aplique a elegir las cosas mejores y a evitar las
opuestas”. Para los que no creen en una evolución ciega y azarosa, lo dicho por el
más grande de los platónicos judíos podría representar una opción
complementadora: la posible armonización de una racionalidad que toma
decisiones autónomas con una objetividad determinada por leyes y principios.
Contra los que siguen apostando por el determinismo naturalista y el ciego azar,
no hay nada que argumentar: es la completitud del vacío.
Preguntarse por el libre albedrío es la forma más elemental de ejercer la
libertad. Una libertad ignorante y ciega es igual de prescindible que una libertad
soberbia e inmoral. Lo que le sucedió a William James a los veintinueve años
sintetiza en muchos sentidos el más sólido pragmatismo. Llevado al límite por la
disyuntiva entre el determinismo naturalista (ciencia) y el libre albedrío (teología),
James derivó hacia una crisis suicida. Hasta que un día, ya en libre caída y
mientras leía la obra de Charles Renouvier sobre el libre albedrío, tuvo un destello
de extrema lucidez y comprendió que su primer acto de libre albedrío sería creer
en el libre albedrío.

Yo no puedo, ni quiero, concebir la libertad a la manera kantiano-


rousseauniana en franca confrontación con las fuerzas brutales de la naturaleza. La
verdadera libertad –ejercicio pleno de la voluntad sin dañar a otro- se adquiere en
los momentos más sublimes de la autoconciencia, no en la ignorancia de la cueva o
en la irracionalidad de la estampida. Sólo la autoconciencia moral puede ser libre;
y se entiende que hablamos de una libertad que no busca tanto regodearse en el
combate al mal sino más propiamente en abocarse a hacer el bien. Porque es aquí,
justamente, en la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, donde reside el libre
albedrío.

El mayor peligro para la libertad no radica en la racionalidad naturalista


que considera al libre albedrío como una fantasmagoría inexperienciable; el
enemigo histórico de la libertad ha sido siempre ese engendro bifronte conformado
por la inmoralidad y la ignorancia. Sin la guía rectora de la razón y de la justicia el
animal humano transmuta fatalmente la libertad en violencia.

Al asumir la libertad como el acto más genuino de supremacía moral,


dejamos sentados una serie de principios indisociables de todo proceso civilizador.
Sin lealtad y sometimiento a los principios básicos morales (hacer el mayor bien y
el menor mal a uno mismo y a los demás), la libertad es perniciosa y efímera. Y sin
la fuerza moral de la ley (la garantía suprema de una justicia equitativa) la libertad
pierde su función civilizadora y se transforma en un mecanismo opresivo. La
libertad sociocéntrica jamás persigue la autoadmiración y la autogratificación, pues
se centra en dar más que en recibir. El ejercicio más íntegro de libertad es
indisociable del autocontrol y, sobre todo, de la posibilidad de ensanchar cognitiva
y moralmente el horizonte de vida.

En Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant, en una típica pose


antiutilitarista, nos dice que sólo la acción desinteresada es libre y moral. Ningún
determinismo naturalista o historicista puede negarle al individuo la posibilidad
de actuar de manera moral; es decir, de poder escoger entre el bien y el mal. Y
hasta aquí tenemos que estar de acuerdo: lo que distingue al ser humano de
cualquier otro animal es la factibilidad de la elección moral. Pero la conciencia
desinteresada sólo es moral en cuanto usa su libertad para sublimarse, o como lo
expresa metafísicamente Nishida en Indagación del bien: “La conciencia es libre no
porque opere fortuitamente más allá de las leyes de la naturaleza, sino más bien
porque sigue su propia naturaleza. La conciencia es libre no porque opere sin
ninguna razón, sino porque conoce bien las razones que hay detrás de su
funcionamiento. A medida que progresa nuestro conocimiento nos hacemos
personas más libres”. El problema no está en que se identifique el conocimiento
con la libertad de manera abstracta, sino en que la fundamentación antinaturalista
y antihistoricista se deje deslizar con dolo hacia la más etérea metafísica,
arrojándonos de bruces en otro dogma: una preceptiva moral indevenible.

La voluntad humana deja de ser libre cuando el individuo no interviene


conscientemente en la concatenación de causas y razones, cuando por degradación
o ignorancia no puede ejercer el autocontrol moral. El individuo que se deja
seducir por su ego deriva más pronto que tarde hacia la autoadmiración, que es la
manera inmoral de engrandecerse a costa de los demás. En franca divergencia con
el neopragmatismo de Rorty, yo me atrevería a aventurar que la libertad no es
principio sino punto de llegada, una meta que sólo puede ser alcanzada en base a
una integridad indeclinable, una sinceridad incondicional y una lealtad
irrenunciable a los principios y valores que hacen posible toda forma armoniosa de
civilidad. Se trata, claro está, de una exigencia de perfección prácticamente
inalcanzable en la civilización actual; un estadio aún futuro de sociabilidad donde
el autocontrol y la conciencia sociocéntrica hagan aborrecible el odio entre los
individuos y la guerra entre las naciones.

Para llegar a esa sublimación de la moral (privada y pública) faltan aún


muchos conflictos que superar, empezando por los que plantean la biotecnología y
la clonación. Hacia finales de los años noventa del siglo pasado, el filósofo Peter
Sloterdijk sugirió con franqueza la necesidad de debatir racionalmente la
posibilidad metahumanizadora de la biotecnología. Como era de esperar, la jauría
académica arremetió a dentelladas contra él, y al frente iba, en clara muestra de
renuncia, un viejo paladín de la apertura: Jürgen Habermas. Para Habermas, y
para la mayoría de los filósofos apegados a la tradición humanista, la biogenética
amenaza las determinaciones autonómicas del individuo, además de atentar
burdamente contra la naturaleza. Se trata, sin duda, de una visión defensiva y
misoneísta incapaz de comprender que lo natural y lo humano no dejan jamás de
evolucionar en un rango casi infinito de posibilidades. Aun en el caso más extremo
de biotecnologización, la naturaleza y lo humano no perderán su condición
primordial de creación y criatura; el ser humano puede manipular toda forma de
vida, pero no podrá jamás crear nueva vida. Por lo demás, es curioso comprobar
cómo los que no creen en una finalidad divina en el cosmos se abruman con los
fines insignificantes de la criatura, de aquí la obsesión de los científicos arrogantes
con teorías completamente infértiles sobre el caos, el azar y la entropía.

En una entrevista muy dispersa le preguntaron al histriónico Zizek si la


biogenética y el ciberespacio constituían la era de la filosofía. La respuesta del
neosofista merece reproducirse: “Sí, y la era de la filosofía en el sentido de que, de
nuevo, cada vez más debemos enfrentarnos en la vida diaria a problemas
filosóficos. No nos retiramos de la vida diaria para ir a un mundo de
contemplación filosófica. Por el contrario, ya no podemos orientarnos en la vida
diaria sin responder a ciertas preguntas filosóficas. Es un tiempo único porque
todo el mundo está, en cierto modo, forzado a ser un poco filósofo”. Despreciemos
pues a los inmorales e ignoremos a los ignorantes.

Una de las preguntas filosóficas que pronto se harán los profesores de


enseñanza secundaria será: ¿hasta dónde pueden la biogenética (trasplantes,
clonaciones, etc.) y la cibertecnología (implantes, terminales virtuales, etc.)
determinar el libre albedrío del individuo? La personalidad moral del ser
autoconsciente estará siempre por encima de los cambios corporales. Pero, ¿cómo
hacerle entender al ego soberbio y autocomplaciente que su cuerpo constituye la
mayor dinámica opresiva? Detrás de cada acto egoísta hay una voluntad que se
niega a espiritualizarse, una conciencia autogratificante que pone el goce de las
sensaciones y de las emociones por encima de la rectoría de la razón y del espíritu.
El ego busca desesperadamente y a como dé lugar tener siempre la razón, y la
razón termina confundiéndose con el ego. Para los teólogos la razón sólo puede ser
moral cuando reconoce la primacía del espíritu; para los deterministas ateos la
moral está basada en leyes, no en creencias religiosas. Los primeros, siguiendo a
San Agustín, creen que la verdadera moral -con la cauda de salvación que
conlleva- sólo se alcanza con la fe; los segundos son, sin saberlo, discípulos
heterodoxos de Pelagio, y están convencidos que la vida moral es producto único y
exclusivo de las buenas acciones. Y yo me vuelvo a preguntar: ¿por qué no
complementar ambas visiones para sublimarlas?

Lo que el yo tiene de superior no es ya egoísmo; el impulso altruista no


parte de la aniquilación de la conciencia egocéntrica, sino que la eleva a niveles de
agradecimiento y generosidad que suponen la supremacía de valores intangibles.
El “otro”-entendido más como el que recibe que como el que da- está en la base de
toda racionalidad moral (aun en la atea); o como lo expresó inequívocamente
Levinas en Entre nosotros: “El único valor absoluto es la posibilidad humana de dar
prioridad al otro sobre uno mismo”.

El culto a sí mismo es producto de una conciencia viciosa, una racionalidad


que da la espalda al espíritu para regodearse en la autogratificación inmoral. Todos
los imperios pasan sentenciosamente por un origen evolucionario, una grandeza
volitiva y una caída ominosa. El origen -incluso en las culturas guerreras- suele
enraizarse en la ritualidad agraria; la caída ocurre indefectiblemente cuando el
ciudadano le da la espalda a la naturaleza y al cosmos para dedicarse a la
optimización del goce.

La confrontación entre lo rural y lo urbano es una lucha por la libertad tan


antigua como la oposición entre el individuo y el poder. Al igual que el empresario
y el obrero, el ciudadano y el gobernante no tienen por qué ser enemigos; un buen
Estado presupone un buen ciudadano, y viceversa. Cada vez que el hombre le da
la espalda al ritmo esencial de la naturaleza arriba a una racionalidad soberbia que
únicamente ve el mundo como una oportunidad utilitaria del goce. El ser urbano
es decididamente un punto de llegada, no de partida. No fue él sino el bárbaro
ruralizado quien hizo posible el proceso civilizador. Así, en los momentos de
mayor dinamismo evolutivo el bárbaro se civiliza y lo rural se torna urbano. Por el
contrario, en los momentos de decadencia y caída el ser urbano se desvoluntariza y
la urbanidad pierde por completo su función civilizadora. En todas las
revoluciones y en todos los momentos históricos críticos la confrontación entre la
ciudad y el campo asume un papel protagónico; y siempre, en el abismo de la
desesperación, es el medio rural el que salva al urbano.

En la tradición occidental, la Biblia remonta la primera confrontación


postparadisiaca a la lucha entre Caín (agricultor) y Abel (pastor). Siglos después el
escenario de la conflictividad lo ocupan baalitas y yahveítas. La raíz baal significa
literalmente propietario; y los cananeos adoraban a Baal no sólo porque
representaba al numen de la fertilidad de la tierra sino, y sobre todo, porque los
cananeos eran propietarios de las tierras cuyo libre tránsito exigían los hebreos
para la trashumancia pastoril. Al igual que sucedería miles de años después en
Estados Unidos -la nueva tierra de promisión- el enfrentamiento entre agricultores
y ganaderos dio origen a toda una mitología fundacionaria.

En algunas de las mejores páginas de El espectador, Ortega y Gasset


resalta cómo en los orígenes de la civilidad occidental la plaza pública, el ágora y el
foro eran espacios hegemónicos fundacionarios. En el ámbito doméstico, el otro
extremo de la patología, sucede algo semejante a los momentos de urbanidad en
caída: el individuo renuncia a la libertad en busca de protección y se recluye en su
hogar dándole la espalda a la vida cívica. De manera que, como lo expresó
impecablemente Ortega: “La ciudad clásica nace de un instinto opuesto al
doméstico”.

La hospitalidad es el modo natural con el que alcanza su máxima expresión


la moral hogareña apegada a la naturaleza; la urbanidad representa ya el dominio
de la moral pública sobre la moral doméstica: la agradecida humildad del
productor es desplazada por el ethos arrogante del consumidor. Lo humano y lo
natural entran así en una absurda conflictividad negativizadora. A esto,
precisamente, se refería Marx, el primer Marx, cuando decía que había que
naturalizar a lo humano y humanizar a lo natural.

A nivel evolutivo la rapidez carece de importancia. Ha habido y seguirá


habiendo retrocesos y decadencias en la evolución de la especie humana, y a
menudo allí donde ya creemos establecido de manera permanente un código de
civilidad, resurge con voluntad imperativa la barbarie. El yo tribal (ruralidad
extrema) y el egocentrismo autogratificante (urbanidad extrema) se nulifican a
fuerza de rechazarse. El rechazo, la posibilidad de rechazar al otro, es una
exigencia crucial en las culturas utilitaristas. Para el norteamericano promedio (sin
detenernos a pensar en lo que tal entelequia pueda significar) la libertad comienza
justo donde termina el ejercicio represivo del Estado, que es la representación del
otro por antonomasia. Se trata, no cabe duda, de una perversión de origen, de un
deseo desmedido de libertad que deriva previsiblemente hacia una moral
egocéntrica.

Los individualistas autogratificantes tienden a considerar irrelevante la


evidente inclinación ideológica del liberalismo a favor de los intereses inmorales
del poder económico. En un ensayo que tituló enfáticamente “Responsabilidad
moral y libertad política”, Bernard Williams, uno de los últimos paladines de la
canónica moralidad anglosajona, aventuró una posible salida a la confrontación:
“La condición de ser políticamente libre, en cierto sentido, no es la de no ser
afectado por lo que hace el Estado, sino más bien la de que las intenciones del
Estado no se conviertan forzosamente en las de uno”.

Mientras el hombre sea un devenir más que un logro, un intento defectivo


y finito y no una perfección consumada, el papel regulador del Estado no podrá
evitarse. En la madurez de su periplo evolutivo el ser humano querrá poseer un
espacio propio para perpetuarse en una familia; y en tanto estos dos principios
civilizadores básicos –la propiedad privada y la familia- sigan existiendo, el Estado
podrá perfeccionarse pero no aniquilarse. El Estado, el buen Estado, puede y debe
reducir al mínimo la opresión y potenciar al máximo la eficacia reguladora a favor
de los que menos tienen. Los que atacan la función reguladora del Estado desde la
ideología neoliberal suelen ser los más beneficiados a través de las agencias,
instituciones y mecanismos del poder burocrático. Un Estado que no es
moralmente autónomo sólo beneficia a ciertos grupos privilegiados. Y cuando se
privilegia el enriquecimiento inmoral, es inevitable que las mayorías menos
protegidas sufran. Se comprende, entonces, que la moral egocéntrica sea
utilitarista, que busque hacer de la libre producción, el libre comercio y el libre
consumo una tríada de culto. Y si algo hemos aprendido de la Historia es que la
libertad sin restricciones de las minorías privilegiadas conduce indefectiblemente a
la injusticia y a la inmoralidad.

He entrado en el alma norteamericana con un lenguaje acerado y agresivo


como la punta justiciera de un cuchillo. Y quisiera que a estas alturas quedara
dilucidada de una vez y para siempre mi doble actitud de admiración y rechazo
hacia esa cultura que representa la expresión determinante en el naciente Estado
planetario. Admiración hacia ciertos personajes que han sabido complementar de
manera excepcional la inteligencia y la moral; rechazo total hacia el modo de vida
deshumanizador y cancerígeno que esa sociedad encarna. La libertad de los
políticos perversos, los comerciantes inmorales y los especuladores financieros
nunca será mi libertad. Rechazo irrespetuosamente el oscuro entramado
hollywodense de Wall Street, la Casa Blanca y el Pentágono; pero admiro y respeto
el vigor mitopoético de talentos como Cormac McCarty, la ensayística luminosa de
Steiner y Bloom, y el canto a la tolerancia y a la libertad que ejemplifican teóricos
como Rawls, Nagel y Rorty. De todos ellos aprendí que el valor de la autonomía
está por encima de cualquier pretensión represora del Estado…Pero ninguno de
ellos ha enfatizado con la debida contundencia que en una sociedad dominada por
el comercio inmoral y la especulación financiera es imposible ser autónomo.

Donde no hay tolerancia el “otro” aparece aureolado de peligro. Y los


comerciantes han recurrido por exceso de autogratificación a la intolerancia y al
peligro. No puede haber, por lo tanto, una sociedad intolerante que se pretenda
libre y justa; y sin justicia ni libertad, no tiene sentido hablar de autonomía. En su
obra referencial Teoría de la Justicia, Rawls da un paso más allá de los teóricos
neopragmáticos y pone a la justicia por encima de la libertad: “La justicia es la
primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de
pensamiento. Una teoría, por muy atractiva, elocuente y concisa que sea, tiene que
ser revisada o rechazada si no es verdadera; de igual modo, no importa que las
leyes e instituciones estén ordenadas y sean eficientes: si son injustas han de ser
reformadas o abolidas”. ¿Y cómo sabe la conciencia liberal, habituada a luchar
contra el Estado, si una ley es justa o injusta? Según Rawls: “las instituciones son
justas cuando no se hacen distinciones arbitrarias entre las personas al asignarles
derechos y deberes básicos, y cuando las reglas determinan un equilibrio debido
entre pretensiones competitivas a las ventajas de la vida social” Por ello, “la
desigualdad de riqueza y autoridad sólo son justas si producen beneficios
compensadores para todos y, en particular, para los miembros menos aventajados
de la sociedad”.

Era natural que en el marco de esta visión individualista y utilitarista de


la justicia, la demanda jurídica se convirtiese en el deporte nacional en USA, y que
se elevara a su máxima potenciación el papel redentorista del filántropo.

Como toda forma de existencia, la moral evoluciona. Mas el paso de la


moral egocéntrica a la moral sociocéntrica no se da por decreto ni de forma
armoniosa y gradual. En toda dinámica civilizadora subyace una lógica que niega
el determinismo unidireccional. Antes de alcanzar la autodeterminación el animal
humano debe transitar por una serie de estadios evolutivos que se implican y
conllevan en un proceso de caídas, saltos y regresiones que ninguna ciencia puede
predecir. Así que, aunque convengamos en que hay una indudable concatenación
evolutiva entre la horda, la tribu, la familia y el Estado, las discontinuidades
espacio-temporales pueden hacer que una sociedad bien estratificada regrese de
pronto a la barbarie, o que una tosca moral de clan se convierta en una moral de
Estado.

El surgimiento evolutivo y repentino del Estado es consecuencia natural


de la lucha por el poder. Cuanto más rápido crezca y se expanda un Estado, más
propenso estará a dar un salto regresivo a sus orígenes bárbaros. Para evitar estas
caídas antievolutivas el ser humano debe institucionalizar vigorosamente su
comportamiento, es decir, debe mover la finalidad de su comportamiento del
interés personal al interés social. La primera forma de institucionalidad
civilizadora es la familia, la segunda y definitiva es el Estado, con su conformación
tripartita del poder: ejecutivo, legislativo y judicial. Una y otra vez a lo largo de la
Historia estas dos instituciones han sido cuestionadas, bien por su intolerancia
dogmática o bien por ciertas ideologías intolerantes que buscan el acceso al poder a
través de la violencia. Cuando triunfan estas expresiones de violencia y odio, la
institucionalidad democrática se desmorona, con el consiguiente regreso a las
formas primitivas de moral represiva y autoritaria.

La familia no sólo es el núcleo civilizador por antonomasia sino que


también, y por su propio desempeño estabilizador, es la pauta de la evolución de
la moral. La decadencia del Estado es indisociable de la decadencia de la familia, y
cuando el Estado se rige por principios injustos y regresivos, la familia se convierte
en un reducto de incivilidad. De aquí que algunos de los más grandes ideólogos
del cambio hayan confundido el orden determinativo, culpando a la familia de la
degeneración del Estado. En el Libro V de La república, Platón hace decir a Sócrates
que la comunidad de hijos es indispensable para que una sociedad sea justa. Y
hemos de reconocer que el afecto natural de los padres hacia sus propios hijos
puede convertirse en un vehículo de injusticia; sin embargo, la comunidad de
niños ha demostrado ser educativa y moralmente regresiva -desde la convivencia
tribal hasta los regímenes totalitarios que han exhibido a la familia como el mayor
enemigo del Estado. Burt Hellinger, el creador de la terapia de constelaciones, tiene
una visión de la familia completamente discrepante de cualquier autoritarismo:
“Las realizaciones más simples y más profundas son aquellas que tienen lugar en
la familia”.

En consonancia con Hellinger yo me atrevería a sostener que la familia es


el orden básico sobre el que descansan todas las formas de institucionalidad, desde
el estricto ámbito del intelecto hasta las cuestiones de la moral y del espíritu. La
vida emotiva y racional de los primeros años de un niño, lo que esta criatura
necesitada e indefensa aprenda en el seno familiar, va a ser decisivo para su futuro
comportamiento individual y social.

La violencia familiar obnubila la incipiente racionalidad del niño y


convierte la falta de amor en odio. Y a fuerza de odiar, la única moral que impera
es la del guerrero bárbaro que saquea y destruye sin más afán que la
autogratificación animal. En sus precoces estudios sobre los griegos Giorgio Colli
remarcaba el matiz sociocéntrico de la polis ateniense, y destacaba el quehacer
político y la educación como razones superiores de la civilidad frente a la barbarie:
“Político no es sólo el hombre que participa en la administración pública, sino
cualquier ciudadano libre que de un modo u otro tiene una función propia en la
vida de la polis, y más que cualquier otro aquel que actúa como educador de los
jóvenes en la ciudad, como el poeta o el filósofo, quienes, más que nadie, influyen
profundamente en la formación de la espiritualidad de la polis.”

El hogar y la escuela, más que la vida religiosa y social, son las pautas más
precisas de valoración evolutiva. El impulso moral de una época es directamente
proporcional a la pauta educativa generacional, esto es, al nivel educativo que los
jóvenes puedan adquirir en la familia y en la escuela. Una vida familiar conflictiva
y una mala educación precipitan la caída de los valores morales e imposibilitan la
perpetuación de una civilidad superadora. Cuando la búsqueda del placer y de la
autogratificación degrada las bases de la civilidad -como sucedió con los griegos-
la moral se pervierte, y del amor a todos (ágape) se pasa al amor a unos pocos (filia),
y de aquí a la forma más perniciosa de autogratificación (eros) que es el amor a sí
mismo.

Entre el hogar y la escuela media, en unidad sublimadora, la ética. Sin


principios ni valores que incentiven la verdad sobre la mentira, la bondad sobre el
odio y la belleza sobre la fealdad, la civilidad se colapsa. Y si algo nos muestra con
reiteración la Historia es que los momentos de decadencia de las sociedades van
precedidos por un oscurecimiento racional y moral del sistema educativo.

Al dejar las escuelas en manos de teólogos dogmáticos, sindicalistas


antiéticos y mercaderes voraces, hemos condenado evolutivamente a la nulidad a
decenas de generaciones. Aún hoy, los voceros desvergonzados de los neofenicios
que ponen por encima de toda preceptiva moral la acumulación desmedida de
riquezas, proclaman en foros mercenarios que la filosofía es inútil y que por tanto
debe ser eliminada de los programas de educación básica. Mas a pesar de los
excesos egocéntricos, yo sigo creyendo, con Platón, que el educador ideal debe ser
el filósofo. Pero no el filósofo metamundano que se niega a comprender que ni la
metafísica, ni la lógica, ni la perfectibilidad lingüística pueden por sí mismas
mejorar la vida. Los filósofos que más cerca han estado de entender que el logro
ético supremo es el autocontrol, fueron los cínicos y los estoicos. A diferencia de
los actuales profesores de filosofía, entorpecidos por la rumia y el
interpretacionismo, aquellos filósofos primordiales vivían de acuerdo a lo que
predicaban y predicaban de acuerdo a como vivían. Su máxima era sencilla y
comprensible aun para el bárbaro que llegaba por primera vez a la civilizada polis:
Sólo el que es recto puede obrar con rectitud. Y si recurro al verbo predicar es
porque eso es lo que hacían de manera ejemplar los cínicos, alertando en pasillos y
plazas públicas a las multitudes bárbaras sobre la necesidad de tener una vida
moral, sana y pacífica. Los orígenes de la filosofía cínica se confunden con el
ascetismo religioso de los adoradores salemitas del Dios Único; pero sus herederos,
los estoicos, dieron un paso crucial al ubicar a la civilidad por encima de la
religión. Desde Zenón de Citio hasta Séneca y Marco Aurelio, la pedagogía moral
de los estoicos resaltó enfáticamente que no había mayor esclavitud que la del
cuerpo, y que las marcas distintivas de un espíritu superior eran la bondad, la
quietud y la plena libertad. Los estoicos fueron también enérgicos en rechazar el
saber por el saber, renunciando de manera aleccionadora a la tentación sofística. Y
si, a diferencia de los cínicos, escogieron a los hijos de las clases pudientes y no a la
plebe inculta como depositarios de sus enseñanzas, no fue por el afán de lucro sino
por creer firmemente que sólo educando a los que dirigen la sociedad pueden
acelerarse los cambios sociales. Hoy la certeza pedagógica de los estoicos está
sumida, como todo, en un mar de dudas. Sin embargo, la verdad histórica no debe
incomodarnos: jamás volvió a existir una expresión tan íntegra y sincera del
quehacer filosófico.

Ante el logocentrismo inmoral del pensamiento actual, se impone de


manera imperativa la necesidad de volver a sacar a la filosofía a los espacios
públicos. Y frente a la competencia egocéntrica que se promueve en las escuelas, es
indispensable establecer la obligatoriedad de la enseñanza de la filosofía a nivel
básico, para que los adolescentes aprendan a priorizar el autocontrol sobre la
autogratificación, la cooperación sobre la competencia, el espíritu de servicio sobre
el afán desmedido de triunfo. La descarada competencia que predica el
utilitarismo neoliberal ha minado los cimientos sociocéntricos de la familia y de la
escuela, contaminando de odio y violencia a toda la civilidad. La competición
deportiva, cuando se pervierte con el deseo egocéntrico de poder, deriva
fatalmente hacia la violencia ciega y rencorosa. Y de la misma manera que planteé
metodológicamente la sustitución de la dialéctica de la contrariedad por la
dialéctica de la complementación, propongo ahora la sustitución de la dialéctica de
la competitividad por una dialéctica de la cooperación. Una cooperación
inteligente y moral es indudablemente más incentivadora que cualquier
competición egoísta que sólo busca la autogratificación a través de la motivación
inmoral del lucro y del poder. Los mercaderes egocéntricos que se niegan a
reconocer que no puede haber verdad, ni belleza, ni bondad en el orgullo de las
cifras y en la frialdad de las utilidades, son una lacra social igual de dañina que los
políticos inmorales.

Los filósofos griegos tal vez representen la expresión más civilizada de la


pugna entre la moral privada y la moral pública. Ninguna sociedad, desde
entonces, ha valorado tanto el papel del filósofo como educador y del político
como hombre de Estado. Si estos dos dinamismos civilizadores -la educación y la
política- se corrompen, la sociedad entera se viene abajo. Y es en esta “moralidad
superior” donde los exégetas ubican a la sophrosýne socrática. Para Sócrates, no
hacer el mal a otro era un imperativo más cívico que religioso. El respeto a la
institucionalidad moral de la polis estaba por encima del amor a los hombres (que
es la base incuestionable del cristianismo). La filosofía de Sócrates se puede, pues,
resumir en un solo principio: la vida como verdadera enseñanza moral. Y es en el
Gorgias donde la grandeza moral socrática se despliega magistralmente al plantear
el “existir como materia de juicio”, es decir, el actuar en todo momento como si
fuéramos a ser juzgados.

Después de veinticinco siglos de intento civilizador y de millones de


vidas ofrendadas, aún seguimos siendo filosóficamente inmorales y políticamente
anticívicos. El eje discursivo de la tragedia es el mismo: el abuso inmoral del poder
por parte de individuos y grupos que sólo buscan su propio beneficio. Bajo esta
óptica egocéntrica es ineludible la confrontación entre la moral autónoma y la
heterónoma, lo privado y lo público, el individuo y el Estado. En Contingencia,
ironía y solidaridad Rorty esboza dos opciones: en una predomina el egocentrismo
(“deseo de creación de sí mismo”); en la otra el sociocentrismo (“deseo de una
comunidad humana más justa y más libre”). Y añade que estas dos opciones no
deben competir entre sí, “sino, más bien, darles la misma importancia y utilizarlas
para diferentes propósitos”. Aunque Rorty se negó, desafortunadamente, a esbozar
una teoría unificadora de lo público y lo privado, dejó abierta la posibilidad para
una perspectiva más amplia de civilidad que pudiera permitirnos reunir en una
única concepción moral la creación de sí mismo y la justicia, la perfección privada
y la solidaridad humana.
Ningún lector atento habrá dejado de percibir que lo que aquí se viene
aventurando es justamente una incursión en los dominios unificadores que Rorty,
por su antiplatonismo radical, dejó de ensayar. La mirada contingente e ironista
-epítome del más inteligente neoliberalismo- privilegiará siempre la “perfección
privada” sobre la “solidaridad pública”. La mirada complementadora, por el
contrario, buscará la manera de alcanzar una cooperación moral y justa entre lo
público y lo privado, el egocentrismo y el sociocentrismo. Y aunque el logro se
quede en el intento, al menos lo habremos intentado.

La autonomía del individuo como logro sociohistórico no implica una


moral aislada. Lo público y lo privado constituyen un escenario de convergencias y
divergencias, no olvidando jamás que el lema rector de toda civilidad debe ser
buscar el mayor beneficio para la mayor cantidad de gente el mayor tiempo
posible. Cuando lo privado invade inmoralmente lo público, y viceversa, los
conflictos son inevitables. Subrayémoslo una vez más: sin principios morales que
regulen las tendencias egocéntricas de los ciudadanos no puede haber una sana
convivencia cívica; y sin ésta son impensables aquéllos. El impulso volitivo hacia lo
sublime (el thymós de Parménides y de Platón) está en la raíz misma de toda
experiencia moral, por eso no podemos menos que coincidir con Jürgen Habermas
(otro universalista a contracorriente) cuando escribe en Tiempo de transiciones: “El
universalismo igualitario -del que salieron las ideas de libertad y solidaridad, de
autonomía y emancipación, la idea de una moral de la convicción personal de los
derechos del hombre y de la democracia- es una herencia directa de la ética judía
de la justicia y de la ética cristiana de la caridad. Esta herencia jamás ha cesado de
ser objeto de nuevas apropiaciones críticas y de nuevas interpretaciones, pero sin
que su sustancia haya cambiado…Todo lo demás no es otra cosa que cháchara
postmoderna”.

Podría tomarse la sentencia anterior como una palinodia que refuta todo
lo hasta aquí dicho en torno a la moralidad cívica de los filósofos griegos. Sin
embargo, Habermas tiene razón sólo en parte, esto es, en ubicar el universalismo
igualitario bajo la sombra cosmocéntrica de la religión. Es innegable que las
enseñanzas de Melquisedec de Salem y de Jesús de Nazaret constituyen el núcleo
moral de los filósofos cínicos y de los estoicos; pero ni el cinismo ni el estoicismo
fueron religiones, y en cuanto filosofías llevaron al límite la racionalidad
pragmática que plantean hoy día los filósofos neoliberales y ateos como Michael
Oakeshott, Wilfried Sellars y Richard Rorty: una moral sin religión.

No es gratuito que la palabra “moral” haya caído en franco desprestigio, y


que los cultores del azar y de la entropía se pongan al frente de la cruzada
académica contra la divinización de la moral. Mas no debemos dejar de tener
presente que fue la mala moral -dogmática, punitiva e inmutable- la que acabó con
la filosofía, y no la mala filosofía con la moral. La autoculpabilidad y el pecado son
consecuencia fatal de un odio exacerbado a la autogratificación y al placer. Pero el
que odia deja ya de ser verdaderamente moral, y su razón, aun siendo
privilegiada, se oscurece al obsesionarse con lo negativo. Retomo del esclarecido
Pascal un ejemplo perturbador de sus Pensamientos: “Ninguna religión sino la
nuestra ha enseñado que el hombre nace del pecado; jamás secta de filósofo ha
dicho esto. Ninguna, pues, ha dicho la verdad”. Ante esta visión dogmática y
culpígena es muy difícil no concederles la razón a los filósofos que, con
argumentos cívicos, exigen la separación radical entre la moral y la religión.
Ningún ideal justifica el daño al otro, y nadie hereda moralmente la culpabilidad
ajena. La oposición radical entre religión y moral (sirva aquí de apresurada
referencia la búsqueda absoluta del goce en Sade) produce indefectiblemente
conciencias egocéntricas, y la peor de las conciencias egocéntricas es la que se cree
“elegida” para el logro sublime. Desde la negatividad de las primitivas expresiones
de temor, la religión ha sido la más rígida e intolerante de todas las instituciones
humanas; por eso le corresponde a la moral determinar a la religión, y no al revés.

La verdadera moral no debe ser coercitiva sino propositiva; no debe


centrarse en condenar el mal sino en incentivar el bien. Proponer e incentivar
acciones que tengan que ver genuinamente con el bien sociocéntrico: cívico,
económico y social. Las religiones preparan a los creyentes para ser merecedores
de la vida eterna; la moral se ocupa fundamentalmente de la vida terrenal, de
armonizar cada vez más la relación complementadora entre el individuo y la
sociedad. En pocas palabras: la moral propone la manera más correcta de vivir. Y
es en ese anhelo de superación -tratar de alcanzar la máxima complementación
entre la razón y la vida- donde la moral, al evitar las excesividades egocéntricas,
aprovecha al máximo la dinámica cosmocéntrica de la religión.


La moralidad de toda experiencia humana está determinada por la
intencionalidad del individuo. Una motivación basada en la autogratificación o en
el miedo y en la ira, jamás conducirá a una moral sublime. Sin respeto al otro, sin
unas normas inteligentes y justas que regulen la inclinación natural del hombre
hacia la gratificación animalística, cualquier moral se transformará tarde o
temprano en una condena. La moral del asceta que se aísla en una cueva o en una
ermita, es igual de intranscendente que la moral del ateo que sólo usa la
inteligencia en su propio beneficio.

El deseo de poseer la verdad ha dividido la evolución del pensamiento


moral de Occidente en dos bandos bien definidos. En uno está la estirpe de
Maquiavelo, Montaigne, La Bruyere, La Rochefoucault…: la moral determinada
por la razón; en el otro el legado de Vives, Gracián, Saavedra Fajardo, Pascal…: la
moral determinada por el espíritu. La razón, por sí misma, no puede precisar
dónde termina el mal y dónde comienza el bien; la religión, por sí misma, tiende
sentenciosamente al absolutismo.

Ya quedó establecido desde los tiempos de Filón que la moral más


evolucionada es aquella que no se enfoca en evitar el mal, sino en hacer
positivamente el bien. De igual manera, la expresión más elevada de la razón no se
alcanza al condenar el egocentrismo, sino en la apertura de criterio que permite
vislumbrar la infinitud del megaverso. La moral evolutiva no puede, pues, ser
soberbia ni ascética. El monje y el creador que viven aislados al margen de la
civilidad, al renunciar voluntariamente a la cooperación con los demás, terminan
sucumbiendo en una competencia soberbia consigo mismos. La fascinación de la
soledad suele fundarse en motivaciones defensivas, expresiones límite del
egocentrismo que se niega a sacrificar su autorrealización en beneficio de los
demás. En su Oráculo manual y arte de prudencia, sostiene Gracián que sólo la vida
bien vivida es una garantía para trascender la transitoria oscuridad de la muerte.
Mas una vida “bien vivida” no puede consistir en los excesos autogratificantes ni
en la oscuridad de las más inmorales formas de poder.

La religión jamás deberá inmiscuirse en los dominios fácticos de la


ciencia; pero ambas, ciencia y religión, pueden complementarse armoniosamente
mediante la filosofía. Si despreciamos el papel clarificador de la filosofía (sacar a
plena luz el pensamiento que se enmohece en la penumbra de la ermita o en la
artificiosa luminosidad del laboratorio y el cubículo), la ciencia se hará más
soberbia y egocéntrica, y la religión será más dogmática e intolerante. Es entonces
cuando la ignorancia y el temor se imponen a la sabiduría y al amor como
principios evolucionarios, y la supremacía civilizadora de los grandes impulsores
de la razón y del espíritu es desplazada por los héroes arrogantes e indestructibles
de los cómics.

Dominar la manera de vivir es también, en gran medida, dominar la


manera de morir. A la hora de morir, el último baluarte del ateísmo es el amor de
los demás, pero ya sabemos que el acto de amar y ser amado sólo alcanza su
plenitud en el espíritu. Morir y matar suelen ser acciones extremas en las que la
desilusión y el odio triunfan sobre el amor y la esperanza. Desde un punto de vista
estrictamente religioso matar es siempre censurable. Desde un punto de vista ético
se permiten excepciones: el ciudadano que mata al malvado que atenta
violentamente contra el bienestar público es celebrado como un héroe; y el
individuo que llega al extremo de matar a un delincuente agresor en defensa
propia es aclamado como un valiente. Para la ortodoxia religiosa el
comportamiento de estos dos personajes es condenable; ante la moral mediática el
primero es un verdadero héroe (que lucha y se arriesga por los demás), y el
segundo un valiente (que se defiende vigorosamente a sí mismo). Los cobardes
morales y los egoístas mezquinos jamás alcanzan un lugar preponderante en el
ámbito filosófico. Por el contrario, la complementación cabal entre la fuerza de la
razón y la apacibilidad del espíritu ha propiciado los más decantados valores
civilizatorios y las más genuinas lealtades.

No hay moral más tradicionalista que la de un teólogo ni más soberbia


que la de un ateo. La rigidez de los juicios morales y de las normas éticas lleva la
racionalidad de los teólogos a su límite inferior, justo en el otro extremo de la
racionalidad suprematista de los soberbios. Y es aquí, en la intolerancia hacia una
moral distinta, donde se motiva la peor filosofía.

La investidura de “autoridad moral” ha sido preponderante en todas las


culturas, y aún hoy, en los clubes y partidos de distintas ideologías, otorgarle a
alguien autoridad moral es investirlo con un poder que trasciende la
presentaneidad egocéntrica. En síntesis, la proclama intolerante podría escribirse
así: Se necesita un gobernante fuerte para controlar las tendencias animalísticas del
ser humano hacia la autogratificación y el egoísmo. Esta opción siempre ha sido
muy bien acogida entre los teólogos, pero los filósofos la han rechazado de manera
mayoritaria; y únicamente algunas voluntades fuertes y críticas se atrevieron a
proclamar abiertamente la defensa de una sociedad gobernada por los mejores.
Thomas Hobbes en Occidente y Hsün-tzu en Oriente representan de
manera notable la tradición filosófica que, ante la tendencia del animal humano a
dañar a otro en búsqueda de su autogratificación, sostiene que la mejor forma de
gobierno es un poder centralizado y único. José Ortega y Gasset, cumbre del
egocentrismo hispánico, fue el último gran pensador que nos previno contra
cualquier forma de gobierno ejercido por las masas. Creía Ortega que, dada la
tendencia del animal humano a regresar a la barbarie de colmillo y garra, no había
mejor opción evolutiva que un Estado donde las minorías egregias mandasen a las
mayorías ignorantes, y no a la inversa (como sigue sucediendo hoy día en las
democracias representativas, donde cuenta igual el voto de un juez que el de un
delincuente). Al identificar a las minorías dirigentes como la única opción
civilizadora, Ortega dio oportunidad para que los que no le entendían o lo
envidiaban calificasen su “aristocracia del bien” como una forma de moral
deportiva y elitista que condenaba a las masas a ser manejadas y explotadas.

Para la visión complementadora que venimos esbozando, no se trata, no


puede tratarse de plantear una moral sin razón ni una razón amoral. La intención
debe buscar un equilibrio mediador, apostar a la convicción de que sin la filosofía
-uso crítico de la razón- es inevitable la confrontación entre la ciencia y la religión,
la moral autónoma y la heterónoma, lo público y lo privado. De esta conflictividad
polimorfa proviene, quizás, la equívoca disyunción entre principios morales y
principios éticos, es decir, la moral egocéntrica del dogma religioso, y la moral
sociocéntrica de la filosofía crítica. Reflexionemos: no se niega con lo antedicho la
posibilidad de una moral individual irreligiosa, lo que se cuestiona son los
argumentos autonomistas a favor de una sociedad donde sólo haya acuerdos
civiles y cada quien tenga su propia moral.

Yo no creo en la posibilidad de supervivencia de forma alguna de


civilidad al margen de una cosmovisión religiosa. Puede haber, concedámoslo sin
reservas, grandes talentos que sean universalistas o escépticos, y otros que
contaminen la grandeza de su visión con la envidia, la ira, la venganza e incluso
con la más irracional violencia (hijas naturales todas ellas de la soberbia
egocéntrica); lo que no concibo es una forma duradera de civilidad donde todos, o
la mayoría de los ciudadanos carezcan de religión y sólo piensen en su
autogratificación. Lo dejó escrito de manera inmejorable Chateaubriand en sus
Memorias de ultratumba: “Hay cierto orden moral en todas partes donde hay
sentimiento e inteligencia. La diferencia estriba en que el bueno se ordena por
relación al todo y el malvado ordena el todo por relación a él”.
Los que creen que puede existir una moral cívica sin religión relegan el
imperativo ético a una mera condición de “solidaridad”. Y cuando oímos esta
palabreja, enseguida pensamos en sindicatos, partidos, catástrofes, etc. Pero la ética
no puede emanar de un compromiso gremial, sino de una convicción íntima e
iluminadora que nos dice que el servicio al otro es el máximo logro moral. El
objetivo supremo, la prueba decisiva para toda acción ética es la vocación de
servicio. La parte religiosa de la moral habla de “amar al otro como a ti mismo”; la
ética filosófica promueve la vocación de “servir al otro como si te sirvieras a ti
mismo”.

La ética es el eje rector de la justicia y de la paz social, es la mezcla


esencial que une y da permanencia a las expresiones cívicas. No es la religión la
que hace evolucionar a la ética, sino que es ésta, la filosofía y el sentido de justicia
que conlleva, la que hace evolucionar a la religión. Pero el sinsentido de la
moralidad atea tiene también, y sobre todo, una explicación racional. Los
relativistas y los escépticos tienen razón cuando insisten en que no hay necesidad
de una religión para ser honrado y caritativo; su defecto es que persisten en
ignorar las implicaciones sociocéntricas de complementar la honradez y la caridad
con el perdón y el amor.

La moral egocéntrica propicia la “dispersión civil”, el aislamiento del


individuo en la cárcel de la autogratificación corporal. Las sociedades que
propician el ascenso de la amoralidad o la postmoralidad (el culto exclusivo a la
eficacia y el éxito) como formas de vida, se condenan irremediablemente a la caída.
Este es el dilema de las nuevas propuestas filosóficas y jurídicas que surgen en el
seno de una civilidad en radical transformación, como la norteamericana, seducida
fetichistamente por las armas y el afán de riqueza, y donde el ochenta por ciento de
la población cree, sin embargo, en ángeles y ovnis.

Mas dejemos de una vez esas morales autómatas que pretenden saber
cómo comportarse apropiadamente en cualquier circunstancia. Aun
inconformándonos con cualquier moral religiosa o disintiendo radicalmente de los
que creen en la posibilidad de una moral sin religión, tenemos siempre que valorar
la conciencia del otro como si se tratase de nuestra propia voz interior.

Los partidarios de una moralidad atea protestan airadamente contra las


prácticas antihumanistas que generan daño y llegan a extremos de crueldad.
Contra estos excesos del poder de nada valen los dogmas y las morales religiosas,
pues, según su criterio racionalista, sólo hay un antídoto: la solidaridad social. Para
estas mentalidades neopragmáticas la solidaridad no es tanto un deber como algo
factual, un sentimiento más individual que cívico. De ahí al relativismo teórico sólo
hay un paso. En su ya citado libro filosófico referencial del neoliberalismo, Richard
Rorty ensaya una filosofía de la solidaridad que ya lleva decenios minando a todas
las democracias representativas: “En cuanto al concepto de solidaridad, para mí
consiste en que los individuos se vean, ante todo, como miembros de un sindicato,
o como ciudadanos de un país, o como miembros de un ejército; que se vean como
gente dedicada a un esfuerzo común”. ¿Y qué hacen las partidocracias, las
sindicocracias, las plutocracias y las academiocracias sino dedicarse a “un esfuerzo
común”? El establecimiento de códigos de comportamiento ético para favorecer a
grupos es la expresión más explícita de inmoralidad; y no son pocos los que creen
que con la donación de ropa vieja, un kilo de azúcar o de unos centavos se
satisface la vocación solidaria.

Es la ética la que determina a la solidaridad, y no al revés; es la ética, el


sentimiento más íntimo y profundo de justicia, la que nos permite saber cuándo
infringimos la civilidad y dañamos el patrimonio ajeno en nuestro propio
beneficio. Se trata de formas límite de egocentrismo, donde el interés de la secta, el
sindicato o el club propicia el regreso a la conciencia tribal. La falsa ética no puede
deslindarse de la mala religión; por ello, es igual de hipócrita la actitud del
cristiano que se siente culpable si no da la limosna que le pide el mendigo
profesional, que la actitud del solidario que consiente que le redondeen la cuenta
en una tienda departamental para beneficio de niños con deficiencias genéticas
procreados en condiciones bestiales.

Pero aún hay otra forma límite de moralidad egocéntrica, y es la del


hacedor de arte. Casi todos los creadores anhelan la soledad para crear, pero
buscan los medios masivos para proyectarse. En las más grandes obras épicas
-pienso en la Ilíada, la Eneida, y la Divina comedia- la ética se impone finalmente a la
estética, y la soledad creadora es desplazada por el imperativo de servicio. En
Gramáticas de la creación, George Steiner explica cómo lo estético tiende a la soledad
y lo ético a la convivencia. La soledad creadora suele buscar el amparo de la noche;
la conciencia ética tiende, por el contrario, hacia la diurnidad. Dice Steiner: “Desde
la antigüedad clásica, la faceta nocturna de la soledad creadora ha sido
representada emblemáticamente por Saturno, por la caracterización del poeta y del
artista como saturninos”. Sin embargo, y con el debido respeto, yo no calificaría a
la estirpe de Montaigne y de Nietzsche como de solitarios nocturnales. Más bien
los pondría al frente de una lista de personajes egregios que, en busca de la
sublimación racional, llevaron el egocentrismo a niveles de excepción.
Uno de los preceptos básicos que le siguen dando permanencia a los
Principia Ethica de George Moore es la refundamentación de lo justo como el
“mayor bien”. La bondad aparece, así, indisolublemente ligada a la ética, y
mediante ésta a la verdad. Y henos de nuevo ante la tríada sublime que Platón
heredó del rey sabio de Salem: verdad, belleza y bondad. La manera indisociable
en que las tres están ligadas es la pauta más específica de la evolución moral. Pero
recapitulemos: la verdad, la belleza y la bondad son para la razón sólo intentos,
nunca logros consumados.

En la raíz de toda convivencia ética está, por consiguiente, la relación


esencial entre la justicia y el bien social. No hay justicia sin bondad, ni bondad sin
justicia; o en otras palabras: lo que es justo es bueno, y lo que es bueno es justo. La
justicia es una opción más cívica que individual, y no ha habido, ni podrá haber,
forma alguna de gobierno que no se haya cimentado en un código de justicia. Pero,
¿qué es en sí la justicia, en qué consiste?

En su Pequeño tratado de las grandes virtudes, André Comte-Sponville


aventura una respuesta bastante enigmática: “La justicia es aquello sin lo cual los
valores dejarían de ser tales”. Debe repararse en que el término “aquello” no nos
dice nada, pero en la palabra “valores” entra toda nuestra intención esclarecedora.
Los valores a los que aquí se refiere el autor están más allá de las concepciones de
la legalidad que se han venido convirtiendo en el refugio de los más inmorales
sinvergüenzas. Ni una sola de las democracias -desde la antigüedad hasta nuestros
días- ha dejado de confirmar la sentencia antiética por antonomasia: Autoritas, non
veritas, facit legem. Y yo me atrevería a preguntar, ¿quién, en un tiempo como el
actual en que la palabra se ha envilecido al máximo, está dispuesto a morir por la
verdad? Tenemos que reconocer que personajes con los principios éticos de
Sócrates, Buda, Cristo, Séneca y Gandhi son impensables en nuestro tiempo. Lo
que estos seres humanos excepcionales nos han enseñado con sus vidas es que son
los hombres justos los que posibilitan el perfeccionamiento de la justicia, y no la
justicia la que propicia el perfeccionamiento de los hombres.

El anhelo de perfección que emana de la razón no es el mismo que el que


emana del espíritu. El primero tiende a satisfacerse en el aislamiento egocéntrico, el
segundo pasa necesariamente por el servicio sociocéntrico. Los logros del ejercicio
pleno de la razón -nadie puede dudarlo- son irrenunciables a nivel evolutivo. Pero
sostener como Spinoza en su Ética que “la verdadera virtud no es otra cosa que
vivir de acuerdo con la razón”, o como Rawls en Teoría de la justicia que “el bien es
la satisfacción del deseo racional”, no nos libera de los excesos patológicos de la
razón misma. ¿No se puede hablar también de una racionalidad del mal?, ¿y deja
de ser racional el individuo que actúa en su propio beneficio político y económico?
Las decisiones morales no están determinadas por el pensamiento, sino por la
experiencia. Un verdadero juez sabe que frente a la seductora perversión de la
‘legalidad’, no hay mejor defensa que una ética viva: quien vive con rectitud moral,
obrará con rectitud moral.

La despersonalización del individuo en las sociedades tecnolátricas trae


como consecuencia inmediata el debilitamiento del espíritu cívico. El cirujano que
opera dos pacientes terminales el mismo día sabiendo que van a morir
irremediablemente en el quirófano, y el juez que condena a prisión con odio y
rencor a dos reos acusados de consumir sustancias expansoras de la conciencia,
son ya parte inseparable de una maquinaria inmoral que sólo valora al ciudadano
en un estricto sentido económico. De aquí, precisamente, surgió el reclamo
neoliberal de colocar la dignidad y la integridad del individuo por encima de los
sacrosantos principios civilizadores: familia, nación, religión, etc. Cuando el
hombre se “autodiviniza” es razonable que nombre senador o juez a su caballo,
como hizo Calígula. El desmedido amor a sí mismo no es una herejía religiosa, sino
la fuente de toda inmoralidad; por el contrario, el amor al prójimo, el deseo de
compartir lo que tenemos y compartirnos a nosotros mismos, es la fuente de toda
eticidad. Al dar algo que queremos nos identificamos de inmediato con quien lo
recibe, y se establece un vínculo de fraternidad superadora de diferencias.

La justicia jamás puede ser egocéntrica ni el egocentrismo puede ser justo.


El egocentrismo es injusto por su propia motivación interna: poner el interés
propio por encima del interés público. La justicia, la verdadera justicia, no se deja
derivar hacia el autoengaño; el juez justo puede equivocarse, pero tiene siempre en
mente el imperativo moral de aplicar la ley en beneficio de la sociedad y no en el
propio. La misma fascinación ególatra que degrada a la filosofía corroe también a
la justicia. Como remedio contra la divinización del ego y del onanismo filosófico,
Habermas propuso una “filosofía de la intersubjetividad”. Cabría ahora, ante el
exceso de soberbia e impiedad, la posibilidad de contemplar una “filosofía de la
humildad y de la generosidad”. Un ciudadano humilde y generoso es
inequívocamente sociocéntrico, pues pone el bienestar colectivo por encima del
propio. Se podrá objetar que el “bienestar colectivo” no deja de ser una entelequia,
pero es necesario idealizar el concepto de colectividad para no sucumbir a las
tentaciones de glorificación solidaria de las múltiples parasitocracias.

“El premio de la virtud es honra, la pena del vicio es infamia”, decía fray
Antonio de Guevara, uno de los más preclaros moralistas religiosos; y no nos debe
caber la menor duda de que es el nuestro uno de los tiempos más infames que han
existido a lo largo de la Historia. La indiferencia ante el dolor ajeno y el deseo
desmedido de autogratificación no son deformaciones congénitas, sino que son
consecuencia de un proceso de degradación cívica donde la competencia y el deseo
de triunfar pisotean los principios rectores de todo humanismo. Entre el abanico de
perversiones deshumanizadoras la conciencia egocéntrica siente predilección por
la soberbia. Y una vez impelida al vórtice de la autogratificación y el autoaplauso,
la razón sólo tiene una salida: la humildad. Es difícil, muy difícil, que una
conciencia egocéntrica alcance la humildad antes de la caída; generalmente se pasa
de la moral egocéntrica a la moral sociocéntrica después de llevar a una situación
límite las maquinaciones autogratificantes. La humildad, al igual que la justicia y la
moral, no es un don sino una consecución. Y el individuo que logra la plena
humildad y la plena generosidad deja ya atrás para siempre la búsqueda
desesperada de los logros efímeros, que los neofenicios llaman “bienes”.

El bien moral, que es la única forma de bondad que aquí interesa, no es


nunca una mercancía ni un objeto doméstico. El bien supremo para el individuo
moral debe ser potenciar al máximo su perfección sin dañar a alguien más. Kitaro
Nishida tenía al respecto una visión que privilegiaba más la fusión que la
complementación: “El bien es la realización de la personalidad. Considerada
interiormente, esta realización es la satisfacción de un solemne requerimiento -a
saber, la unificación de la conciencia- y su forma última se alcanza en el olvido
recíproco del yo y del otro y en la fusión de sujeto y objeto”. En la filosofía
occidental -Nishida debía saberlo bien- las palabras “olvido” y “fusión” suelen
degradarse en “confusión”. Lo que quiero decir es que no creo que, para alcanzar
la fase sociocéntrica, la razón tenga que olvidarse de sí misma y fusionarse con sus
objetos. Al pasar del egocentrismo al sociocentrismo la razón no se autoaniquila,
sino que acepta la existencia de algo que está más allá de ella y la trasciende: la
civilidad. La razón civil más que oponerse a la razón egoica la sublima. La
conciencia sociocéntrica se muestra así como tránsito superador, el arribo a una
nueva fase del proceso civilizador donde la tolerancia, el perdón y la compasión
imposibilitan el surgimiento de las traiciones y deslealtades que caracterizan al
modelo egocéntrico.

En cuanto arriba a la fase sociocéntrica, el individuo deja de existir en, por


y para sí y se convierte en parte palpitante del organismo social. Reconoce,
entonces, que los seres humanos no nacen iguales, y que esta desigualdad natural,
sin la contención de leyes justas y equitativas, hará que la búsqueda de la
autoconservación, la autoperpetuación y la autosatisfacción conduzca
inevitablemente a un estadio regresivo de barbarie.
En la fase egocéntrica, la ley y la moral tienden a ser prohibitivas y
punitivas; en la fase sociocéntrica son mucho más tolerantes y propositivas. A
medida que las sociedades van evolucionando, el bien público ya no se contrapone
al bien privado, y la moral pública es indisociable de la moral privada. Buscar el
bien propio sin dañar el ajeno, se convierte en hacer el bien ajeno sin dañar el
propio. La moral sociocéntrica rechaza causar daño, su anhelo es el bienestar
general; una forma de civilidad donde la totalidad y las partes se complementen de
manera armoniosa y superadora. En una sociedad regida por una moral
sociocéntrica la violencia pierde su función histórica; los individuos dejan de
buscar su autosatisfacción dañando a los demás, y la cooperación desplaza
definitivamente a la competencia. La lección, al final, no puede ser más
aleccionadora: Cuanto mayor sea la evolución moral de una sociedad, menor será
la necesidad de leyes represivas.
III COSMOCENTRISMO

Todo lo humano es dual: en esta frase esta compendiada la filosofía que


convirtió al siglo XX en el escenario más autoritario y sangriento de la Historia.
Espíritu y materia, naturaleza y cultura, creacionismo y evolucionismo, capitalista
y proletario…, al aceptar la inevitabilidad de la confrontación se autorizaba la
violencia como la única y verdadera vía evolutiva. La consecuencia de esta visión
dual y confrontativa ha sido la instauración de una dialéctica del odio como modo
imperativo de proceder, pervirtiendo los valores y multiplicando las
incertidumbres que nos condenan al temor. La cínica proliferación de la maldad, la
mentira y la fealdad nos obliga a un drástico cambio de rumbo, de manera que
deben quedar para siempre atrás las teorías crecidas en el fermento de la
negatividad y la confrontación.

Las reflexiones que siguen son la parte conclusiva de un ejercicio


ensayístico cuya única pretensión es contribuir a ampliar el horizonte de
comprensión, dando por entendido que la filosofía es hoy más despreciada que
nunca por los cultores del facticismo científico. Karl Popper, al que debemos
algunas de las más lúcidas reflexiones sobre la relación cuerpo-mente e individuo-
sociedad, planteó unas conclusiones metodológicas que seducen por su
elementalidad: 1) no sabemos nada; 2) por eso debemos ser muy modestos; y 3) no
pretendamos saber si no sabemos. Se trata, claro está, de una serie de imperativos
que son inseparables de una responsabilidad de vivir decididamente sociocéntrica.
Pero Popper, harto de todo tipo de determinismo historicista, derivó con
demasiado ímpetu hacia una visión neoliberal que privilegió el abuso de las
expresiones más egocéntricas de la libertad, representadas por el empresario voraz
y el tecnócrata desespiritualizado. La consecuencia de esta crítica radical del yugo
historicista fue la entronización del ingeniero social sobre el sabio, de la tecnología
sobre la filosofía.

El último pensador original que profetizó el fin de la filosofía fue Peter


Sloterdijk, en la excepcional introducción a su Crítica de la razón cínica. Desde
entonces, el papel del filósofo se ha venido degradando aceleradamente hasta
quedar convertido en una sombra secundaria y vergonzosa en el escenario
tecnolátrico. Ni el científico –en su experiencialismo soberbio-, ni el teólogo -en su
dogmatismo antievolutivo- creen que la filosofía pueda servir para algo más que
para ampliar el campo de discusión en torno al pasado. Pero lo que aquí se plantea
es un escenario esencialmente distinto, un mundo que sin dejar de ser racional y
pragmático sea al mismo tiempo moral y espiritual; y este mundo es inconcebible
sin la mediación de la filosofía. Solamente incluyendo la filosofía desde la
enseñanza secundaria y otorgándole al filósofo el papel social que le corresponde
en el contexto cívico, podremos evitar la caída antievolutiva en las intolerancias de
todo signo. Nuestro tiempo exige sin más dilaciones la reivindicación social de la
filosofía, el uso libre y crítico de la razón que nos permita comprender lo que la
ciencia desdeña por especulativo y la religión desprecia por herético. En Treinta
sellos, obra que tanto filósofos como científicos despreciaron por su condición
iniciática, Giordano Bruno resumía así el dilema: “Instituimos un método, no sobre
las cosas, sino sobre los significados de las cosas”. O dicho en una terminología
más conclusiva: sin significados (filosofía), los hechos (ciencia) y los valores
(religión) jamás podrán complementarse.

En este contexto problemático y defectivo de búsqueda sin fin debe


alcanzar la filosofía su máxima autoridad, pues sólo mediante el uso crítico de la
razón puede la ciencia dejar de ser mera manipulación utilitaria. Los ufanos
partidarios del caos y del azar creen que los logros científicos nos liberaron al fin
de las supersticiones primitivas. Despreciando todo lo que no se puede medir ni
pesar, le cortaron las alas a la imaginación y nos condenaron a vivir, como
entidades de laboratorio, en un mundo de certezas fácticas carente por completo
de espíritu. Desde esta perspectiva desamparada, Dios, creación, dirección
histórica, diseño cósmico…, no son más que entelequias de la misma inconsistencia
metafísica que los ángeles y los milagros. Y no habría mayor problema con esta
suficiencia que se niega a creer en algo que no se pueda experienciar físicamente, si
no fuera porque estos personajes serios, precisos y egocéntricos tienen en sus
manos una magnitud muy peligrosa de poder. Si permitimos que los
biotecnólogos, ingenieros de programación, genetistas y demás fauna sublime al
servicio de la ganancia inmoral determinen nuestro destino, arribaremos
sentenciosamente a la más pesadillesca distopía.

En una sociedad donde la determinación prioritaria es la libertad para


acumular riquezas a costa de los ciudadanos, es de esperar que la divergencia
entre hechos y valores alcance proporciones inmorales. Cualquier pretensión
renovadora de la filosofía debe partir, por consiguiente, de la superación racional
de dicha dicotomía; o como planteó inequívocamente Hilary Putnam: “…la idea de
una distinción radical entre ‘hechos’ y ‘valores’ está totalmente equivocada”.
Mientras el individuo no regule y controle su propensión natural a la
autogratificación, es indispensable una institución soberana y sociocéntrica, en
poder y razón, que impida que alguien dañe a un inocente y que los más astutos
parasiten de los menos preparados. La astucia -debemos subrayarlo- no es una
cualidad filosófica, sino animalística. La soberbia de los científicos que rinden culto
al azar y a la entropía, se enraíza precisamente en esta animalidad carente de
espíritu. Lo que en el animal es astucia, en el filósofo es inteligencia; una
racionalización del mundo que no acepta la destrucción como modo de
conocimiento y dominio. Allí donde el científico arrogante ve autogratificación, el
filósofo debe ver pura cooperación sociocéntrica, la mediación esencial entre la
moral y el espíritu. La amoralidad o franca inmoralidad cientificista no es una
enfermedad, como insinúa Bernard Williams en su Ética y los límites de la filosofía;
yo la catalogaría más bien como una deformación de criterio que obedece a fobias
y rechazos irracionales.

La visión dualista del mundo, que hoy está ya en franca fase agónica, será
vista en el futuro cosmocéntrico con la misma condescendencia con que hoy vemos
la fase más arcaica de la temporalidad mágico-mítica. En un futuro no muy lejano
conceptos como horda, clan, tribu, familia, sociedad, nación…, estarán archivados
virtualmente con las imágenes y símbolos más explícitos de los tiempos anteriores
a la edad suprarracional. Los evolucionistas hablaron de “cierta superación de las
aptitudes”; los tradicionalistas defendieron tercamente el culto a los orígenes. Los
primeros se dejaron seducir por la verificabilidad de la ciencia (biotecnología); los
segundos privilegiaron la comprensión y el significado de las raíces fundacionarias
(filología-lingüística). No fue estéril la confrontación, ni desdeñable el esfuerzo por
racionalizar las polaridades. Pero de repente, como una brisa diamantina, en el
seno mismo de esa dualidad negativista, surgió una referencia excepcional, una
mente privilegiada que supo ver la dinámica confrontativa como parte de una
complementariedad armoniosa y superadora que integraba el origen con el
tránsito, el mito con la historia, lo mental con lo espiritual, lo cambiante con lo
permanente. Este autor fue Jean Gebser, y la obra a que me refiero es Origen y
presente. Los veneros fecundantes que cartografía Gebser son de una multiplicidad
sorprendente, y pueden integrarse en un planteamiento extraordinariamente
actual: las etapas biológicas transitorias y los cambios en la conciencia no son
producto de un proceso evolutivo gradual, sino que acontecen mediante
mutaciones repentinas.

La teoría de las tres etapas alcanzó un especial ímpetu filosófico hacia


mediados del siglo XIX con el sociologismo cientificista de Auguste Comte. Para
Comte había tres etapas decisivas en el devenir sociohistórico: la etapa teológica
(religión); la etapa metafísica (filosofía); y la etapa positivista (ciencia). Un siglo
después Teilhard de Chardin esbozó una nueva versión de la tríada evolucionaria:
ontogénesis, filogénesis y cosmogénesis, y planteó por primera vez una
referencialidad cosmocéntrica. Los intentos de superación de lo dual han tenido en
los tiempos recientes una dirección muy definida; lo que se busca es la
completitud, el acceso a una espaciotemporalidad trascendida y al mismo tiempo
integrada por el espíritu. Sri Aurobindo, haciendo eco a la milenaria tradición
hinduísta, llamó a esta dinámica superadora lo supramental. Teilhard de Chardin la
definió como la realidad cristocéntrica, y Gebser recurrió a un término más estético
que espiritual: la realidad aperspectívica. En lo que todos coinciden es en que se
trata de una dimensionalidad suprarracional que lleva en sí tanto su presente como
su origen.

En su obra magistral, al sustituir el polémico concepto de evolución


gradual por el de mutación, Gebser arriba a una declaración de gran penetración y
alcance metodológico: “El ser humano es el todo de sus mutaciones”. Y no
podemos menos que simpatizar con la diafanidad de miras y de intenciones con
que Gebser desmorona la noción voluntarista de progreso que desde Vico había
desvirtuado la historiografía occidental. En su tránsito cósmico el ser humano no
evoluciona gradualmente sino a través de saltos mutativos, discontinuidades que
determinan, en un proceso que relaciona el origen con el presente, la triple
evolución de la conciencia: imperspectívica (irracional), perspectívica (racional), y
aperspectívica (arracional)… Hasta aquí este homenaje mínimo a la reflexiva
clarividencia de Jean Gebser.


La visión cosmocéntrica se refiere, por lo tanto, a una apertura de conciencia
total. Mas no debe entenderse como una mera dinámica superadora-negadora de
lo dual, sino, más propiamente, como una nueva expresión de la totalidad donde
las partes coexisten de manera armoniosa e integradora. Se colige, entonces, que el
cosmocentrismo conlleve e integre al egocentrismo y al sociocentrismo.

La constante superación del horizonte científico nos confirma que el


conocimiento experimental es tan relativo como la más destacada construcción
filosófica. El hombre -ya lo dijimos- es una extraña criatura imperfecta que
desconoce su origen y que también desconoce su fin. Aún hoy, la cosmovisión
científica que impera en las universidades de excelencia y en los laboratorios de
biotecnología más avanzados cree que la inteligencia humana, con su fascinante
base biológica, es el resultado de innumerables procesos de adaptación mediante
una dinámica evolutiva azarosa que carece por completo de intencionalidad.

El encumbramiento del determinismo naturalista y sociohistoricista es


consecuencia de un reduccionismo conceptual que niega neciamente la posibilidad
de cualquier diseño cósmico suprahumano. En El azar y la necesidad Jacques
Monod, uno de los últimos profetas del sinsentido evolucionario, abrevia así la
secular polémica entre creacionistas y evolucionistas: “La estructura acabada como
tal no estaba preformada en ninguna parte. Pero el plano de la estructura estaba
presente en sus propios constituyentes…La información estaba presente en los
constituyentes, pero no estaba expresada. La construcción epigenética de una
estructura no es una creación, es una revelación”. Debemos reconocer que en el
planteamiento de Monod hay una razonabilidad muy depurada: ¿para qué desviar
el pensamiento hacia rutas inverificables, y por lo mismo prescindibles, si la ciencia
nos explica satisfactoriamente la evolución ciega y azarosa de todo lo existente?

La ciencia, no cabe duda, puede decirnos que toda la información ya estaba


presente en la primera célula -el primer antepasado común universal- pero no nos
precisa quién metió en esa célula fundacionaria toda la información o cómo la
adquirió. Se admite que todos los organismos vivos han heredado de esa célula
madre los mecanismos de reproducción y de corrección de errores de las copias;
pero no tenemos la menor idea sobre cómo la célula madre adquirió la capacidad
para autorregenerarse y reproducirse mediante un prodigioso diseño que implica a
decenas de miles de reacciones químicas. Cuando una célula es dañada,
autoelabora al instante unas sustancias químicas que estimulan y activan las
células contiguas, las cuales comienzan también a producir las sustancias
necesarias para curar la lesión producida. Los biotecnólogos saben ya que en esa
sorprendente diversidad de reacciones químicas está la clave para vencer a las más
temibles enfermedades y alargar casi milagrosamente la vida. Así lo expresó
William Haseltine, director de Human Genome Science: “A medida que
comprendamos el proceso de reparación del organismo en el plano genético,
podremos avanzar en el objetivo de mantener las funciones normales de nuestro
cuerpo quizás a perpetuidad”.

El “principio de incertidumbre” de Heisenberg, sostiene que no se puede


determinar simultáneamente la posición y la velocidad de cualquier partícula; al
intentar medir una, alteramos irremediablemente la otra. De igual manera sucede
con la esencia de la célula: sabemos mucho sobre el protoplasma muerto, pero muy
poco sobre el protoplasma vivo. Y lo menos que podemos conceder es que en esta
capacidad excepcional de aprendizaje de la célula viva, hay una incógnita infinita
que se empobrece al llamarle azar.

El científico busca reducir y simplificar; el filósofo no deja de ampliar y


cuestionar las certezas de la ciencia. Y allí donde el cientificismo biologicista asume
envanecido el triunfo sobre la creencia y la fe, el filósofo ve la posibilidad de una
nueva pregunta: ¿por qué creer que es la Naturaleza y no una Superinteligencia la
que diseñó la asombrosa diversidad de lo existente? Los argumentos de los
partidarios del azar evolutivo son tan etéreos como los de los creacionistas; y
cuando ambos se confrontan, las visiones se desvirtúan con un humus de
intransigencia y arrogancia que confunde aún más a la mente urgida de respuestas
cabales.

De la misma manera que los partidarios del determinismo biologicista


tuvieron que admitir que la naturaleza sí da saltos, y que, por lo tanto, la
sacrosanta concepción darwiniana de los cambios graduales fue superada, así
también tendrán que admitir los partidarios del dogma creacionista que el hombre
no fue creado tal y como hoy día es, sino que es el resultado de múltiples
transformaciones evolucionarias. Los físicos teóricos, que suelen tener mayor
amplitud de miras que los genetistas y los biólogos, han llevado, y siguen
llevando, el horizonte de comprensión a niveles cada vez más próximos a una
cosmovisión complementadora. En su obra más polémica El paisaje cósmico,
Leonard Susskind dirige la pregunta crucial hacia la posibilidad de un mecanismo
inconsciente que se autorregula: “¿Hay un mecanismo natural que habría poblado
un megaverso con todos los ambientes posibles, tranformándolos de posibilidades
matemáticas en realidades físicas?” Y se responde: “Esto es lo que cree un número
cada vez mayor de físicos teóricos -yo mismo incluido-. Llamo a esta idea el paisaje
poblado”. No obstante, y sin la menor pretensión de menospreciar los más sólidos
fundamentos de la especulación matemática, se podría objetar que ese mecanismo
natural omnideterminante tiene las mismas posibilidades de verificabilidad que la
existencia de Dios. Estamos, no podemos dejar de tenerlo presente, ante hipótesis
inconfirmables que pertenecen al estricto dominio de la ficción. Una hebra de ADN
humano tiene alrededor de mil millones de pares de bases, con cuatro
posibilidades para cada una; si la constante cosmológica fuese 0 en vez de 10
elevado a menos 120 (siempre según la ciencia) sería imposible la vida… ¿Es toda
esta sorprendente exhibición de concordancias y condicionamientos producto del
azar?

El astrofísico Edwin P. Hubble, al observar que las galaxias se expandían


constantemente, fue el primero en refutar el universo estático y finito de Einstein.
Hoy, ningún físico teórico de prestigio se niega a reconocer la totalidad cósmica
como un Multiverso, Megaverso o Superuniverso en expansión; y esta multiplicidad
de universos parece diseñada con matemática precisión para que los procesos
físicos y las reacciones químicas posibiliten la evolución de la vida inteligente. En
su libro El plano cósmico, el astrónomo Paul Davis apuesta a favor del diseño
cósmico superinteligente; pero la mayoría de los científicos seducidos por las leyes
y las correspondencias que hacen posible el paisaje cósmico, prefieren la poco
inspirada metáfora del “relojero ciego”, esbozada por el azarófilo Richard Dawkins.
Tan insuficientes son, pues, los argumentos de los partidarios del azar, como los de
aquellos que creen en una superinteligencia capaz de crear y armonizar los
circuitos de gravedad y las líneas de fuerza necesarias para lograr la densidad de la
materia y el cuantum energético indispensables para el desarrollo de la vida y de la
inteligencia en un universo estable.

Antes de los descubrimientos de Copérnico, una visión cosmocéntrica


confusa determinaba a la sociocéntrica. Abrumado aún por las supersticiones y los
temores mítico-mágicos, el hombre precopernicano miraba al cielo como único
escenario posible donde encontrar respuesta a la serie de dudas que lo condenaba
a la incertidumbre y el desamparo. Después de Copérnico la mente humana dio un
salto inconmensurable en el vacío, y aprendió a volar en un espacio sideral infinito,
frío y sin la menor prueba científica de una existencia divina. Fue uno de los más
grandes impulsos que ha vivido nuestra civilización; pero en el tránsito el
individuo se quedó solo y se supo extraño en medio de una inquietante nada,
azarosa y carente por completo de sentido.

El desencantamiento cósmico es el estigma más desafortunado de la


autosuficiencia de la razón, la caída en una desvoluntarización de la inteligencia
que volvió al ser humano arisco, incrédulo y ominosamente egocéntrico. A fuerza
de autocelebrarse, la razón terminó expulsando del ámbito existencial todo lo que
pertenecía al mundo de la fantasía y del espíritu. Y nos quedamos de pronto como
idiotas verificables, exigiendo para todo pruebas irrefutables y convirtiendo
nuestra incredulidad en el más idóneo fundamento del establo en que estamos
encerrados como animales. Se trata, es evidente, de una brutal regresión a la fase
egocéntrica donde impera como supremo ideal la búsqueda de la autogratificación
y de la utilidad; sin más certeza que la burda facticidad y sin más moral que la del
dominio de los más aptos y perversos.

Si aceptamos que todo lo que existe muta, carece de sentido a estas alturas
plantear la posibilidad de cualquier determinismo. Mas no por ello hemos de
conceder que toda mutación es accidental y gratuita. Las mutaciones biológicas,
históricas y espirituales pueden ser resultado de un proceso gradual o pueden
acontecer repentinamente. Pero siempre la condición básica es la búsqueda de la
optimización de la energía. Los científicos que creen en una entidad supramental
llamada espíritu, tienen que aceptar la existencia de una forma primigenia de
energía creadora; los demás, que son la gran mayoría, pueden muy bien sumarse a
la respuesta que da al dilema Leonard Susskind en su ya citado libro El paisaje
cósmico: “Pero los científicos -los científicos reales- se resisten a la tentación de
explicar los fenómenos naturales, incluyendo la propia creación, por intervención
divina. ¿Por qué? Porque como científicos entendemos que hay una imperiosa
necesidad humana para creer -la necesidad de ser reconfortados- que fácilmente
nubla el juicio de las personas. Es demasiado fácil caer en la trampa seductora de
un cuento de hadas reconfortante. De modo que nos resistimos, hasta la muerte, a
todas las explicaciones del mundo basadas en algo que no sea las leyes de la física,
las matemáticas y la probabilidad”. Sin embargo, surge de inmediato una pregunta
que se eleva dignamente por encima de esta visión desencantada: ¿Noes acaso más
sublime y acogedora la idea de un mundo creado desde la perfección que la de
otro que se rige por el caos?
La conciencia desencantada (desdivinizada) sólo cree en leyes que se
cumplen con precisión matemática, pero no cree que las leyes y las relaciones
matemáticas hayan sido proyectadas por una supermente anterior al hombre y a la
existencia de la vida en el planeta. Susskind habla de un principio antrópico (la
justificación de la pequeñez infinitesimal de la constante cosmológica para
garantizar la vida en el universo fue planteada por primera vez por John Barrow y
Frank Tipler en 1986 en su libro The anthropic Cosmological Principle. Pero el padre
de la teoría antrópica es en realidad Steven Weinberg) que rige el paisaje cósmico,
donde “No hay magia, no hay diseñador sobrenatural: sólo las leyes de los muy
grandes números”. Mas para que ese principio antrópico funcione, deben darse una
serie de condiciones, de excepcional finura y complejidad, que muy bien pudieran
denotar la existencia de un diseño primordial posibilitador del indispensable
equilibrio armónico cósmico. Como quiera que sea, la respuesta estará siempre
abierta y adelante; pero los partidarios de un cosmos caótico y azaroso tendrán que
admitir que la confianzaque proporciona al ser humano el creer en un orden
espiritual preexistente es incomparablemente superior y más valiosa para la
convivenciasocial, que el desencanto de los que sólo creen en las gélidas y
desoladas cifras.

La supuesta libertad infinita que proclama la razón como su morada,


puede llenar el corazón de soberbia y el alma de vacuidad. La mente, entonces, no
es más que el reflejo de un relámpago efímero, enceguecida por la fugaz claridad
que la ilumina. Wittgenstein, punto de partida en muchos sentidos de la lógica de
la precisión y el rigor, hizo de la luminosidad el fundamento de toda búsqueda
superior: “Para mí…la claridad, la transparencia es un fin en sí” (algo similar a lo
que escribió Gebser en Origen y presente: “la transparencia -lo diáfano- es la forma
de manifestación -epifanía- de lo espiritual). No obstante, la transparencia de los
números no es la transparencia del espíritu; la primera es un fin en sí, la segunda
es la puerta de entrada a la perfección posible. Y he recurrido a un pensamiento
referencial como el de Wittgenstein, porque se trata de una visión
complementadora muy singular entre la filosofía, la ética y la espiritualidad; una
suma, no una resta, de la inteligencia más decantada en la admiración de la
armonía matemática de lo existente y el impulso suprarracional posibilitador de la
bondad. En uno de sus magistrales aforismos está compendiado todo este saber
esencial que, hoy más que nunca, debe considerarse como un modelo de grandeza
y de humildad: “Cuando algo es bueno, también es divino. Extrañamente así se
resume mi ética”.

En esta visión genuinamente cosmocéntrica de Wittgenstein - la ética


como complementación entre la razón y la espiritualidad- se encuentra uno de los
más sólidos argumentos contra el arrogante determinismo cientificista: ¿Por qué
tendría que desearle el bien a cualquier individuo en una realidad azarosa y
caótica? Aun cuando tengamos que conceder la sentenciosa inverificabilidad de
cualquier creencia, es innegable que la posibilidad complementadora amplía el
horizonte humano de comprensión. Las tesis exclusivistas y excluyentes
-creacionismo y evolucionismo- ya han dado todo lo que podían dar de sí. Y de la
misma manera que Wittgenstein postuló el papel crucial de la bondad como
mediación entre lo humano y lo divino, podemos esbozar ahora una visión
integradora que incluya por igual a los que se reconfortan ortodoxamente con la
creencia en un cosmos creado y regido por leyes divinas, y a los que, al amparo
poco reconfortante de las siempre relativas verdades científicas, se inclinan a creer
que todo lo que existe es producto de un proceso evolutivo natural, azaroso e
imprevisible.

Imaginémonos pues, en un ejercicio de estimulante transparencia, un


Superuniverso donde toda forma de energía tiene un centro, y todos los centros
convergen en un solo centro; una multiplicidad de fuerzas, poderes y energías que
interactúan de acuerdo a leyes y principios tan rigurosos que sólo neciamente
pueden ser considerados producto del ciego azar. Si buscamos respuesta a
preguntas tan simples como por qué sólo existen cien formas posibles de
asociación energía-materia, o por qué no existe ni ha existido jamás una sociedad
que se haya consolidado sin creer en forma alguna de divinidad, la ciencia nos
mantendrá por milenios en la más oscura y escéptica inverificabilidad. Pero si al
uso inteligente de las leyes de la física, la matemática y la probabilidad, que
defienden hasta la muerte los científicos ateos como Susskind, le aunamos una
imaginación viva que en su vuelo cósmico no prescinda del ropaje potenciador de
la verdad, la belleza y la bondad, podremos aceptar, sin intolerancias belicosas,
una concepción complementadora que sostenga la posibilidad de la creación
original divina y después la libre mutación evolutiva. Así, una vez consumada la
fase inicial creativa, entra en plena vigencia la dinámica evolutiva, con sus
mutaciones imprevisibles y repentinas. Únicamente en este marco
complementador de creacionismo y evolucionismo, tiene una razón fundamentada
la postulación de la libertad de los procesos naturales y del libre albedrío. Pues, ¿qué
caso tendría hablar de libertad en un mundo totalmente azaroso y sin objetivos?

Los que creen en el azar y en el caos como principio y fin de la dinámica


superuniversal, no sólo clausuran toda posibilidad de verdadero crecimiento ético
(sociocentrismo) sino que también renuncian a la fascinante epifanía del espíritu
(cosmocentrismo). De todos los logros de la mente el más sublime es aquel donde
la razón reconoce sus propios límites y hace posible que la inteligencia y la fe, la
devoción y la imaginación se complementen en una visión armoniosa superadora
de todos los dualismos. Desde los tiempos fundacionarios, y en las más grandes
culturas (de Babilonia y Egipto a Grecia y Roma), la relación entre la razón y la
religión ha sido crucial para fijar las tres fases por las que tiene que pasar el
iniciado para alcanzar la sabiduría: 1) conocerse a sí mismo; 2) conocer a los demás;
y 3) conocer a Dios. Se trata de la gran trilogía complementadora, la expresión
numérica de la máxima perfección a que puede aspirar una criatura finita e
imperfecta.

Fue el faraón egipcio Amenemope, al proclamar que nada había más


loable que una vida entregada a la búsqueda de la verdad, la justicia y la rectitud,
el que sentó las bases para el posterior desarrollo religioso y moral del pueblo
hebreo, así como para el florecimiento de la filosofía pura en Grecia. El libro de la
sabiduría de Amenemope, traducido al hebreo, fue determinante para la
elaboración del Antiguo Testamento; y constituyó también el fundamento de la
tríada sublime que siglos después proclamaría Platón: verdad (filosofía), belleza
(arte) y bondad (ética). En el decurso crítico de la gran trilogía tal vez esté la clave
de todos los desatinos duales, a la vez que la posibilidad integradora indispensable
para entender nuestra esencial interdependencia con todo lo que nos rodea.

En De principiis, obra controversial para los más ortodoxos partidarios del


creacionismo, Orígenes ensaya una visión trilógica del ser humano -cuerpo, alma y
espíritu- que es heredera de la tradición platónico-cristiana de Filón de Alejandría
y de las enseñanzas primigenias de los teósofos de Salem, que ya distinguían entre
nefesch (alma) y ruach (espíritu). De aquí, desde esta visión esencial y
multiplicadora, saldrá finalmente el planteamiento unificador de la expresión
moderna de la gran trilogía -ciencia, filosofía y religión- y su identificación con las
expresiones básicas del Superuniverso: energía, poder y fuerza.

El sustantivo clave es, sin duda, el Espíritu. En la entera historia de la


humanidad, los que creen en alguna forma de divinidad relacionada con la
energía, el poder y la fuerza fueron siempre mayoría; pero ha sido también esta
mayoría la que ha propiciado las más grandes aberraciones y las intolerancias más
inmorales. Las religiones fundadas en un libro sagrado suelen ser las más
competitivas, pero son también las más dogmáticas y fundamentalistas. La actitud
desconfiada y arisca que asumen los científicos ateos ante una posible
complementariedad entre razón y espíritu se debe en gran parte a la memoria viva
de las dinámicas inquisitoriales que asumieron los cultores de las absolutizaciones
religiosas. En las sociedades donde el dogma religioso determina a la civilidad,
crece y florece el autoritarismo más regresivo y montaraz, aquel que convierte en
razón de Estado la persecución de cualquier creencia distinta a la hegemónica. La
fusión y confusión del poder político con el poder religioso ha sido nefasta para el
libre desarrollo de la racionalidad crítica, y ha retardado ominosamente la
ampliación del horizonte científico y filosófico.

Los verdaderos experienciadores del espíritu nos han enseñado con su


ejemplo vital que no es en los núcleos del poder teocrático donde se complace la
divinidad; por el contrario, es en esos salones exquisitos y profanos donde la
conjunción maligna de todos los fundamentalismos conspira para opacar la
libertad y la transparencia del espíritu. La separación radical de la Iglesia y el
Estado es condición sine qua non para que ambas instituciones recuperen la
imperativa necesidad de implementar una moral que trascienda la actual vacuidad
a que nos condena el egoísmo (individual y corporativo). En cuanto los
fundamentalismos teocráticos dejan de ser un obstáculo, aparece con meridiana
claridad la función civilizadora que puede desempeñar la espiritualidad como
complementación entre la moral y el civismo. Ninguna sociedad ha logrado
permanecer sin esa complementación armoniosa entre los valores morales y la
rectoría pacificadora del espíritu.

En los modelos distópicos más elocuentes -la Rusia de Stalin y la Alemania


de Hitler- la religión se identifica como el mayor mal social, y como tal se condena
y persigue. En las más imaginativas distopías literarias las opciones se diversifican:
en 1984 de Orwell, la religión es absorbida por el totalitarismo político; en Un
mundo feliz de Huxley, la religión prácticamente desaparece. Mas aquí no nos
interesa ninguna forma de espiritualidad intolerante y dogmática; lo que se plantea
es tan sólo la posibilidad de ampliar el horizonte de comprensión a través de una
percepción filosófica integradora de hechos y valores; una visión
complementadora que reconoce la evolución de toda creencia religiosa en un
horizonte de libertad y tolerancia, el paso trascendental de la fase de
autogratificación hacia la vocación de servicio a los demás.

La evolución científica se ha potenciado geométricamente en relación a la


evolución espiritual. Durante miles de años la religión del temor, encadenada a los
sentidos, condenó a las incipientes civilizaciones a una gregaridad supersticiosa
que rechazaba toda reflexión crítica. Después vino la religión de la mente, con los
dogmas represivos que le otorgaban una determinación excesiva a la autoridad
eclesiástica. Y fue justamente al amparo de estas teologías autoritarias, que
imponían a sangre y fuego la tradición sobre la innovación, que creció la dinámica
degradadora de la verdadera espiritualidad.

Las teocracias autoritarias, al bloquear el libre ejercicio de la racionalidad


crítica, sentenciaron al proceso civilizador a una era de oscuridad e incertidumbre.
La excesiva simbología ritual y el cúmulo irracional de ceremonias hacen que el
individuo gregario regrese al temor primitivo, y que las mentes egregias
evidencien con escándalo su rechazo a toda propuesta del espíritu. Cabe, pues, la
posibilidad de racionalizar una autonomía espiritual, o religión del espíritu, que,
lejos de oponerse al libre ejercicio de la razón, acepte la estructuración triádica del
horizonte de conocimiento -ciencia, filosofía y religión- como premisa de una
apertura cosmocéntrica. Los hechos, las ideas y los valores que dan cohesión y
sentido a la dinámica civilizadora, deben potenciarse en un nuevo contexto
integrador del individuo con el cosmos, del cuerpo con la mente y el espíritu. Este
reclamo no es reciente. Ya Heisenberg había planteado, en medio de un ambiente
antiespiritual que veía con temor la concordancia apocalíptica entre los nuevos
descubrimientos científicos y el creciente menosprecio de los valores, la viabilidad
de una unificación esperanzadora entre el espíritu y la ciencia: “Tal vez no sea tan
audaz albergar la esperanza de que las nuevas fuerzas espirituales nos vuelvan a
aproximar a la unidad de la imagen científica del mundo tan comprometida en los
últimos siglos”.

La filosofía tiene ahora ante sí la tarea de unir al individuo con el cosmos;


la posibilidad de recuperar de manera exitosa su función primordial unificadora:
hacer que la ciencia y la religión se integren en una visión abierta, tolerante y
omniabarcadora. La búsqueda de este camino ha sido una obsesión para las más
privilegiadas mentes cosmocéntricas, pero ha concentrado también los más
egocéntricos enconos. En De la causa, el filósofo cosmocéntrico Giordano Bruno
arengaba así a los que ponían en duda su vía ascendente-descendente: “Pues deben
saber que es por una sola e idéntica escala por la que la naturaleza desciende a la
producción de las cosas y el intelecto asciende al conocimiento de ellas, y que la
una y el otro avanzan desde la unidad y retornan a la unidad, pasando, por el
camino, a través de la muchedumbre de las cosas”.

Los que consideran que esta declaración sabia y espiritual de Giordano


Bruno representa una de las expresiones pioneras de la conciencia cósmica,
aceptan, sin menosprecio de la razón, el tránsito del cuerpo a la mente, y de ésta
al espíritu como la vía para alcanzar la iluminación plena. En el cuerpo, en su
realidad experiencial y su condición de energía básica, está concentrada toda la
facticidad de la ciencia. La mente es reflexión infinita, el canal iluminado que
comunica a lo ascendente con lo descendente, al cuerpo con el espíritu. Y el
espíritu es el don supremo, la forma más sublime de energía. Entre la mente y el
espíritu, la tradición ha puesto al alma, la parte inmortal y nucleadora de la mente
que se caracteriza por una autoconciencia total, el receptáculo de la
autorrealización humana. El papel del alma es indisociable de la conciencia moral,
y es gracias a la moralidad que constituye su sustento como el alma crece hacia el
espíritu. El reconocido cardiólogo holandés Pim Van Lommel ha recogido en su
obra capital Consciencia más allá de la vida, una serie de experiencias de pacientes
que, después de habérsele diagnosticado clínicamente muerte cerebral, han
revivido y relatado unas visiones de maravillosa luminosidad mientras los creían
muertos: prueba contundente de que el cerebro y la mente son dos entidades
distintas aunque interrelacionadas.

Es bien sabido que tanto la mente, como el alma y el espíritu son


entelequias que el ojo de la ciencia no puede percibir ni verificar. La mente sólo es
verificable como función cerebral, en cuanto reúne y ordena los hechos; pero una
vez que la mente coordina las ideas y los significados que surgen de esos hechos,
entramos de lleno en el dominio insondable e inquietante de la espiritualidad. Tal
vez el día en que descubran que la luz del espíritu es más rápida y pura que la luz
artificial, aceptarán los científicos más ortodoxos que sin los efectos del espíritu
sería impensable forma alguna de civilidad moral. Sin valores espirituales es
inviable una verdadera filosofía moral, y sin ésta no puede concebirse ciencia
alguna evolutiva. La experiencia religiosa lleva inherente la intencionalidad moral
que necesita la ciencia para evitar la caída en el egocentrismo utilitarista creador de
nuevas tecnologías sin espíritu.

La filosofía cosmocéntrica se regocija ante la posibilidad descubridora de


la ciencia; y se autorrealiza al tender un puente clarificador entre la lógica del
mundo material y los valores emanados del espíritu. El ser humano, saludable y
racional, anhela la armonía y rechaza la conflictividad. Cuando este anhelo no se
cumple, surge la discordia que está en la raíz de toda maldad, y entonces es
inviable la convivencia moral. Sólo aceptando la complementación sublimadora de
la ciencia y la religión por medio de la filosofía, podrá el ser humano dejar atrás
para siempre la conflictividad inherente a la autogratificación egocéntrica. Una vez
asumida la conciencia moral ya no hay marcha atrás, y la luz sublimadora de la
mente termina integrándonos a un cosmos fascinante e infinito. Lo dijo
inmejorablemente Musil en sus Diarios, y aquí lo parafraseamos de manera
conclusiva: “Uno se percibe a sí mismo como persona en la medida en que está
integrado en el orden cósmico”.
BLIBLIOGRAFÍA MÍNIMA

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