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Los hechos son subversivos v7.

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TIMOTHY GARTON ASH


LOS HECHOS SON SUBVERSIVOS
Ideas y personajes para una década sin nombre

Traducción de Alberto E. Álvarez


y Araceli Maira Benítez

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Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Primera parte. Revoluciones de terciopelo,


continuación...
El extraño derrocamiento de Slobodan Milosevic . . . . . 27
«El país me ha llamado» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
La Revolución Naranja de Ucrania . . . . . . . . . . . . . . . . 56
La revolución que no fue . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
1968 y 1989 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

Segunda parte. Europa y otros embrollos


Fantasmas en la máquina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
¿Es europea Gran Bretaña? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
¿Tiene cimientos morales el poder europeo? . . . . . . . . . 100
La nueva Polonia de los gemelos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
Intercambio de imperios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Por qué Gran Bretaña está en Europa . . . . . . . . . . . . . . 139
El nuevo relato de Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
Himnos nacionales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
«Oh, grieta, ¿dónde está tu muro?» . . . . . . . . . . . . . . . . 174
El miembro perfecto de la Unión Europea . . . . . . . . . . 179

Tercera parte. Islam, terror y libertad


¿Existe el terrorista bueno? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
La Alhambra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 202
El islam en Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 206
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El frente invisible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 224


Contra los tabúes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 228
¿Respeto? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 232
¿Secularismo o ateísmo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 236
Ni sis ni peros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 240

Cuarta parte. ¡USA! ¡USA!


Señor presidente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
11-S . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253
El antieuropeísmo en Estados Unidos . . . . . . . . . . . . . . 259
En defensa de la valla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 274
Zorba el Bush . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
Las elecciones mundiales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283
Varsovia, Missouri . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 286
Bailando con la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 290
Liberalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295

Quinta parte. Más allá de Occidente


La bella y la bestia en Birmania . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301
Soldados del Imán Oculto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321
Oriente se encuentra con Occidente . . . . . . . . . . . . . . . 339
La hermandad contra el Faraón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 343
Ciudades de ningún dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 347
Más allá de la raza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351

Sexta parte. Escritores y hechos


La hierba ocre de la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 357
La Stasi en nuestra mente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371
Orwell en nuestros tiempos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385
La lista de Orwell . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 400
«Intelectual británico», ¿un oxímoron? . . . . . . . . . . . . . 418
«Ich bin ein Berliner» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 422
La literatura de hechos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 435

Séptima parte. Coda


Lo que nos negamos a ver . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 449
Descivilización . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 453
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Ratones en el órgano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 458

Apéndices
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 465
Índice onomástico y geográfico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 477
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Prefacio

Los hechos son subversivos. Subvierten las afirmaciones tan-


to de líderes elegidos democráticamente como de dictadores, de
biógrafos y autobiógrafos, de espías y héroes, de torturadores y
posmodernos. Subvierten las mentiras, las medias verdades, los
mitos; todos esos «discursos fáciles que confortan a los hombres
crueles».
Si hubiésemos conocido los hechos en la cuestión de las su-
puestas armas de destrucción masiva de Sadam Husein, o tan
sólo la escasez de la información al respecto, quizás el Parlamen-
to británico no habría votado ir a la guerra de Irak. Incluso Es-
tados Unidos podría haber dudado. La historia de esta década
podría haber sido diferente. Según los documentos oficiales de
una reunión al más alto nivel con el primer ministro celebrada
en Downing Street 10 el 23 de julio de 2002, el jefe de los ser-
vicios secretos de Gran Bretaña, identificado sólo por su nombre
clave tradicional C, resumía así «sus recientes conversaciones en
Washington»: «Bush quiere derrocar a Sadam mediante una ac-
ción militar justificada por la conjunción del terrorismo y las ar-
mas de destrucción masiva. Pero la inteligencia y los hechos se
están manipulando a favor de la operación». Los hechos se esta-
ban manipulando.
La primera tarea del historiador y del periodista consiste en
encontrar hechos. No es la única, quizá no sea la más impor-
tante, pero es la primera. Los hechos son los adoquines con los
que construimos nuestras vías de análisis, las teselas del mosai-
co que encajamos para componer retratos del pasado y del pre-
sente. Habrá desacuerdo acerca de adónde lleva el camino y de

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cuál es la realidad o la verdad revelada por el mosaico. Los he-


chos mismos deben ser contrastados con todas las pruebas dis-
ponibles. Pero algunos son rotundos y tercos, y los líderes más
poderosos del mundo pueden tropezar con ellos. Como pueden
hacerlo los escritores, los disidentes y los santos.
Ha habido tiempos peores para los hechos. En la década de
1930, frente a un enorme aparato totalitario de mentira organi-
zada, un individuo alemán o ruso tenía menos fuentes de infor-
mación alternativas que un chino o un iraní de hoy en día que
disponga de acceso a un ordenador y a un teléfono móvil. Y en
tiempos anteriores, se decían incluso mentiras mayores, que al
parecer eran creídas. Cuando en 1651 murió el caudillo político-
espiritual fundador de Bután, sus ministros fingieron durante
nada menos que cincuenta y cuatro años que el gran Shabdrung
seguía vivo, si bien en un retiro discreto, y continuaron impar-
tiendo órdenes en su nombre.
En la actualidad las fuentes de manipulación de los hechos
han de buscarse en especial en la frontera entre la política y
los medios de comunicación. Los políticos han desarrollado
recursos cada vez más complejos para imponer un relato do-
minante a través de los medios. En el trabajo de los especialis-
tas en márketing político de Londres y Washington, y más aún
en el de los «tecnólogos políticos» de Rusia, la línea entre la
realidad y la realidad virtual es sistemáticamente desdibujada.
Si un número suficiente de personas se lo cree durante el tiem-
po suficiente, permanecerá uno en el poder. ¿Qué otra cosa im-
porta?
Al mismo tiempo, los medios de comunicación están siendo
transformados por las nuevas tecnologías de la información y las
comunicaciones, y por sus consecuencias comerciales. Yo traba-
jo en universidades y periódicos. Dentro de diez años las univer-
sidades seguirán siendo universidades. Pero ¿quién sabe lo que
serán los periódicos? Para los buscadores de hechos esto com-
porta tanto riesgos como oportunidades.
«El comentario es libre, pero los hechos son sagrados» es la
frase más famosa de C.P. Scott, legendario director de The Guar-
dian. En el negocio de las noticias de hoy en día, esto se con-

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vierte en «El comentario es gratis,* pero los hechos son caros».


A medida que van cambiando las condiciones económicas de la
obtención de noticias, se encuentran nuevos modelos de ingre-
sos para diversas áreas del periodismo —deportes, negocios, en-
tretenimiento, intereses especiales de todo tipo—, pero los edito-
res todavía intentan resolver cómo mantener el costoso negocio
de las noticias internacionales y del periodismo de investigación
serio. Mientras tanto, las delegaciones en el extranjero de nume-
rosos periódicos conocidos se van cerrando como las luces de
oficina que un conserje apaga en su ronda nocturna.
En el lado positivo, las videocámaras, los teléfonos móviles
y por satélite, las grabadoras de voz y escáneres de documentos,
combinados con la facilidad técnica para transmitir la informa-
ción que producen a través de internet, crean nuevas posibilida-
des de registrar, compartir y debatir la historia actual, por no
mencionar el hecho de archivarla para la posteridad. Imagine-
mos que tuviésemos secuencias de vídeo digital de la batalla de
Austerlitz; una grabación en YouTube de la decapitación de Car-
los I frente a la Casa de los Banquetes del Palacio de Whitehall
(«nada común o vulgar hizo o dijo / en aquella memorable es-
cena»…,** ¿o sí?); fotos de teléfono móvil de Abraham Lincoln
pronunciando el Discurso de Gettysburg; y, lo mejor de todo,
una selección de testimonios audiovisuales de las vidas de las
personas denominadas «ordinarias» que la historia tan a menudo
olvida. (Sigue casi perdido para la historia el olor de los diversos
lugares y épocas, aunque es una parte importante de la experiencia
de encontrarse en un sitio.)
En Birmania, uno de los estados más cerrados y represivos
del planeta, las protestas pacíficas de 2007, encabezadas por mon-
jes budistas, se mostraron al mundo mediante fotos tomadas con
teléfonos móviles, enviadas entre amigos y colgadas en la red.
Durante las campañas electorales los políticos norteamericanos
ya no pueden evitar las consecuencias de decir algo reprobable

* Juego de palabras basado en las dos acepciones del adjetivo free: «libre» y
«gratis». (N. de los T.)
** Versos 57-58 de la «Oda horaciana tras el regreso de Cromwell de Irlanda»,
de Andrew Marvell (1621-1678). (N. de los T.)

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en parajes recónditos. Como experimentó en sus propias carnes


el senador republicano George Allen, un solo vídeo colgado en
YouTube puede terminar con las aspiraciones presidenciales de
cualquiera. (El vídeo mostraba cómo despreciaba a un militante
de color del partido rival llamándolo «macaco», lo que ha pro-
piciado la expresión «momento macaco».) En el pasado, antes de
que los documentos secretos se hiciesen públicos transcurrían
décadas, si no siglos. Actualmente, muchos de ellos pueden en-
contrarse en cuestión de días en internet en versión facsímil,
junto con sesiones parlamentarias y vistas judiciales, transcrip-
ciones de declaraciones de testigos, el informe policial original
del arresto de un bebido Mel Gibson, el arrebato antisemita del
actor documentado por la fatigada mano de un policía califor-
niano, y millones de cosas más.
Pero la cantidad no siempre se corresponde con la calidad.
Detrás de los aparatos de grabación sigue habiendo un ser hu-
mano individual que los maneja de una u otra manera. El enfo-
que de la cámara también expresa un punto de vista. Los enga-
ños visuales se han convertido en un juego de niños, ahora que
un par de teclas pueden falsificar cualquier foto digital con un
refinamiento que los aerógrafos del estalinismo sólo podían so-
ñar. Cuando buscamos en internet, debemos tener cuidado de
que lo que parece un hecho no resulte ser sólo un factoide. Dis-
tinguir un hecho de un factoide se hace más difícil cuando —dado
que se cierran las delegaciones en el extranjero— no se cuenta
con un reportero avezado en el lugar para verificar la informa-
ción mediante métodos bien acreditados. Sin embargo, en gene-
ral, éstos son tiempos prometedores para capturar la historia del
presente.
«Historia del presente» es una expresión acuñada por George
Kennan para caracterizar este oficio híbrido que he desempeñado
durante treinta años, que combina erudición y periodismo. Así,
por ejemplo, la redacción de los ensayos a manera de reportaje
de análisis que constituyen una parte significativa de este libro es
típicamente un proceso de tres etapas. En la etapa de documen-
tación inicial me sirvo de los recursos de dos universidades ma-
ravillosas, la de Oxford y la de Stanford: bibliotecas extraordi-

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narias, especialistas en todos los campos y estudiantes de todos


los rincones del mundo. De modo que, antes de ir a ningún si-
tio, me he hecho con un montón de apuntes, materiales anota-
dos e introducciones.
En una segunda etapa, viajo al lugar acerca del cual deseo
escribir, sea el Irán de los ayatolás, Birmania para conocer a
Aung San Suu Kyi, Macedonia al borde de la guerra civil, Serbia
en la caída de Slobodan Milosevic, Ucrania durante la Revolu-
ción Naranja, o el para-Estado secesionista de Transdniéster. Más
allá de todas las nuevas tecnologías de grabación, aún no hay
nada comparable con estar presente en el lugar de que se trate.
Habitualmente doy una o dos conferencias y me informo en las
reuniones con colegas universitarios y estudiantes, pero buena
parte del tiempo trabajo en gran medida como un reportero, ob-
servando y conversando con todo tipo de personas desde la ma-
ñana temprano hasta bien entrada la noche. El «reportero», con-
siderado a veces como la forma más baja de la vida periodística,
me parece en realidad la más elevada. Es una insignia que luciría
con orgullo.
Estar ahí —en el propio sitio, en el momento mismo, con el
ordenador portátil encendido— es un sueño inalcanzable para la
mayoría de los historiadores. Ojalá el historiador pudiera ser un
reportero del pasado lejano. Imaginemos que fuéramos capaces
de ver, oír, tocar y oler las cosas tal como eran en París en ju-
lio de 1789. Si tengo una ventaja sobre los corresponsales de los
periódicos, cuyo trabajo tanto admiro, es la de disponer de más
tiempo para recoger pruebas sobre un solo relato o una sola
cuestión. (Quienes escriben artículos extensos para revistas dis-
frutan del mismo privilegio.) En Serbia, por ejemplo, tuve la po-
sibilidad de entrevistar a numerosos testigos de la caída de Mi-
losevic, y comencé unas pocas horas después del desenlace.
Durante la Revolución Naranja de Ucrania fui testigo del des-
arrollo de los acontecimientos.
La etapa final es la reflexión y la escritura, de regreso en mi
estudio de Oxford o de Stanford: la emoción rememorada en la
tranquilidad. También discuto y refino mis conclusiones en se-
minarios y en encuentros con colegas. En el plano ideal, este

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proceso completo es iterativo, de modo que el ciclo de docu-


mentación, reportaje y reflexión se repite varias veces. He escrito
con más detalle sobre este oficio híbrido en la introducción a
mi última colección de ensayos, titulada Historia del presente, y,
en este volumen, en un ensayo sobre «La literatura de hechos».
La mayor parte de los reportajes de análisis más extensos que
publico ahora aparecieron primero en The New York Review of
Books, entre ellos las reseñas sobre escritores como Günter Grass,
George Orwell e Isaiah Berlin. Varios capítulos fueron primero
conferencias, incluidas mis investigaciones sobre la intrincada
relación de Gran Bretaña con Europa, y sobre los (reales o su-
puestos) fundamentos morales del poder europeo. La mayoría
de los artículos más breves fueron originalmente columnas para
The Guardian. Concibo estos mini-ensayos como una versión in-
glesa del género periodístico que en Europa central se conoce
como feuilleton: una exploración discursiva, personal, de un tema,
a menudo en tono ligero y centrada en algún detalle particular,
como el grano de arena que convierte la ostra en perla. O al me-
nos eso desea el feuilletonista.
En contraste, muchos de mis habituales comentarios sema-
nales en The Guardian miran hacia el futuro, urgen a los lecto-
res, gobiernos u organizaciones internacionales a hacer algo o,
especialmente en el caso de los gobiernos, a no hacer algo malo
o estúpido que están haciendo o se proponen hacer. El «de-
bemos...» y el «no deben...» se elevan en estas columnas por lo
general sin efecto alguno. Tales artículos de opinión tienen su
momento, pero sufren de una obsolescencia congénita. No apa-
recen en estas páginas. La predicción y la prescripción son fór-
mulas destinadas al cubo de basura. La descripción y el análisis
pueden durar un poco más.
De principio a fin, yo argumento desde y a favor de una po-
sición que cabe caracterizar con exactitud como liberal. Particu-
larmente en Estados Unidos, el significado de esta palabra tan
maltratada requiere una explicación detallada (véase «Liberalis-
mo»). Escribo como europeo que piensa que la Unión Europea
es la peor Europa posible…, exceptuando todas las demás Euro-
pas que se han intentado de vez en cuando. Y escribo como in-

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glés con un profundo, aunque a menudo frustrado, afecto por


nuestro curioso y confuso país, a un tiempo Inglaterra y Gran
Bretaña.
El núcleo de mi trabajo está dedicado a Europa. Sin embar-
go, en esta década he salido de Europa para analizar e informar
sobre otras partes de lo que solíamos denominar Occidente, en
particular Estados Unidos, donde paso ahora tres meses todos
los años. Y he ido también más allá de Occidente, en especial a
algunas zonas de lo que sin mayores matizaciones denomina-
mos «Asia» y «el mundo musulmán».
La mayor limitación para cualquier historiador del presente,
en comparación con los de periodos más lejanos, es no conocer
las consecuencias a largo plazo de los sucesos que describe. Los
textos que aquí se leen han sido ligeramente corregidos, sobre
todo para eliminar algunas repeticiones molestas, anacronismos
como «ayer» o «la semana pasada», y para armonizar la grafía y
el estilo. He rectificado también algunos errores de hecho. (Si
queda alguno, por favor, señálenmelo.) Por lo demás, los ensa-
yos se publican tal como aparecieron originalmente, con la fecha
de su primera publicación al final. De esta manera el lector puede
ver lo que no sabíamos en ese momento, y tener así presentes
mis errores de juicio. Entre éstos, el más doloroso tiene que ver
con la guerra de Irak. Como se percibe al leer «En defensa de la
valla», yo no apoyaba la guerra de Irak, pero tampoco me opuse
a ella enérgicamente desde el principio, como debería haber he-
cho. Di demasiado crédito a quienes manipulaban los hechos en
el número 10 de Downing Street y a los norteamericanos que
respetaba, en particular a Colin Powell. Me equivoqué.
Dado que se trata de la tercera vez que reúno mis ensayos
de una década, permítaseme añadir una palabra sobre el periodo
que va desde el 1 de enero de 2000 hasta el 31 de diciembre de
2009. Las décadas son divisiones del tiempo arbitrarias. En oca-
siones la historia sintoniza con ellas. Habitualmente eso no su-
cede. Mi primer libro de ensayos, Los frutos de la adversidad, era
una crónica de Europa central durante la década de 1980. Los
años ochenta finalizaron con el espléndido estallido de 1989, un
momento en el que la historia mundial giró en torno a los acon-

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tecimientos en el centro de Europa. Historia del presente era una


crónica de una Europa más amplia en los años noventa, que in-
cluía parte de las tragedias de los Balcanes. En comparación con
1989, 1999 no fue un momento crucial, pero contempló la in-
troducción del euro, la expansión de la OTAN para incluir tres
países de Europa central que antes habían estado tras el Telón
de Acero, y la que parecía ser la última de las guerras de los Bal-
canes, la de Kosovo. El hecho mismo de que estuviésemos «en-
trando en un nuevo milenio» daba la sensación —quizá la ilu-
sión— de una cesura histórica.
A diferencia de «los ochenta» y «los noventa», ésta ha sido
una década sin nombre. No la humillaré con la etiqueta «the
noughties» («los ceros»), que se ha propuesto en inglés. Tal rótulo
no vale la pena; es como colocarle un vestido de volantes a un
toro sudoroso. De alguna manera parece más adecuado que esta
década quede sin nombre, pues no sólo su carácter sino incluso
su duración son inciertos. No comenzó cuando comenzó y ter-
minó antes de terminar. Después de los largos años noventa, te-
nemos los breves como-sea-que-los-llamemos.
Con la ventaja de la mirada retrospectiva, sostendría que la
década de 1990 comenzó el 9 de noviembre de 1989 (la caída del
Muro de Berlín, o el 9/11 escrito a la europea) y finalizó el 11 de
septiembre de 2001 (la caída de las Torres Gemelas, o el 9/11 es-
crito a la norteamericana). En retrospectiva, los años noventa pa-
recen un interregno entre un 9/11 y el otro, entre el fin del si-
glo XX en 1989 y el comienzo del siglo XXI en 2001. En mi relato
de una extensa conversación con el presidente George W. Bush
en mayo de 2001 («Señor presidente»), se advertirá que las preo-
cupaciones del hombre más poderoso del mundo eran, en ese
momento, muy diferentes de las que pronto lo asaltarían. Los
terroristas islámicos ni siquiera asomaban.
Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de
2001, la administración Bush llegó rápidamente a la conclusión
—con la que Tony Blair estuvo de acuerdo— de que había comen-
zado una nueva era, que definían como «guerra global contra el
terrorismo». El autor neoconservador Norman Podhoretz la de-
nominó «cuarta guerra mundial». Pero en la inolvidable noche

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del 4 de noviembre de 2008, en la que tuve la fortuna de ser tes-


tigo en Washington (véase «Bailando con la historia») de cómo
Barack Obama derrotaba a John McCain para convertirse en el
cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos, resultó que
esa época había concluido casi antes de haber comenzado. No
porque ya no nos encontrásemos frente a una amenaza grave
para nuestras vidas y libertades por parte del terrorismo islamista
—en realidad nos encontrábamos y nos encontramos—, sino por-
que otros peligros y desafíos habían surgido, o habían adquirido
relevancia. Como alguna vez observó un experimentado políti-
co: en general los problemas no se resuelven, sólo son desplaza-
dos por otros problemas.
En esta nueva «nueva era», el ascenso de potencias no occi-
dentales, sobre todo de China, el desafío del calentamiento global,
tratado por la administración Bush con un desprecio alimentado
por el petróleo, y lo que algunos consideraron como una crisis
general del capitalismo —¿o se trataba sólo de una versión del
capitalismo?— ocuparon una posición preponderante. Mientras
tanto —pero ¿durante cuánto tiempo?—, el reconfortante fenóme-
no del obamismo alimentaba esperanzas en todo el mundo. De
modo que parece que quizás esta década haya durado en reali-
dad poco más de siete años: desde el 11 de septiembre de 2001
hasta el 4 de noviembre de 2008.
¿Supone esto sobrestimar la importancia particular de Esta-
dos Unidos? Tal vez. Pero éste ha sido un periodo en el que las
políticas de Estados Unidos han cambiado el mundo tanto como
en cualquier década pasada desde los determinantes años cuaren-
ta, sólo que esta vez, por desgracia, en su mayor parte ha sido
para peor. Es más, me aventuraré a conjeturar que, debido al sur-
gimiento de las potencias no occidentales y a las dificultades fi-
nancieras en que el propio Estados Unidos se ha metido (ambas
cosas están relacionadas, puesto que los ahorros de Asia financia-
ron el despilfarro norteamericano), Estados Unidos no será capaz
de modelar la próxima década como ha sucedido en ésta.
En cuanto a Europa, nuestro viejo continente ha pasado la
mayor parte de estos años sin nombre intentando unirse, sin éxi-
to, para gestionar sus relaciones con un mundo cada vez más no

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europeo. Por lo tanto, ha tenido menos peso, para bien o para


mal, del que tuvo en la década de 1980, cuando aún era el es-
cenario principal de la guerra fría global, o durante los años no-
venta. A menos que nosotros, los europeos, tomemos concien-
cia del mundo en que estamos, de lo cual mostramos pocos
visos, nuestra influencia continuará disminuyendo en los años
que se avecinan.
Pero éstas sólo son conjeturas formuladas a partir de funda-
mentos históricos, nada más, y hay esperanzas de que se demues-
tre que estoy equivocado. El caleidoscopio nunca deja de girar.
Así que estoy deseando escribir la crónica de otra década, que
presumiblemente denominaremos «los dos mil diez». La com-
prensión de lo sucedido puede esperar hasta el 2020.

TGA, Oxford, marzo de 2009

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Primera parte
Revoluciones de terciopelo, continuación...
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El extraño derrocamiento
de Slobodan Milosevic

El jueves 5 de octubre de 2000, cuando los serbios tomaron


el Parlamento, en Belgrado, haciendo ondear sus banderas desde
las ventanas humeantes, y ocuparon las instalaciones de la tele-
visión estatal (bautizada en el pasado por un líder de la oposi-
ción como «TV Bastilla»), parecía una verdadera revolución
europea de las de antes. ¡La toma del Palacio de Invierno! ¡La
caída de La Bastilla!
Ahora, sin duda, el último gobernante europeo que ostenta-
ba el poder ininterrumpidamente desde el final del comunismo,
el «carnicero de los Balcanes», seguirá el camino de todos los ti-
ranos. Febriles noticias periodísticas informaban que tres aviones
llevaban a Slobodan Milosevic y a su familia rumbo al exilio.
O que, igual que Hitler, se había refugiado en su búnker. ¿Sería
linchado? ¿Ejecutado como Ceaucescu? ¿Se suicidaría, como sus
padres? «¡Salva a Serbia, mátate tú, Slobodan!», gritaba la mul-
titud. Inflamados por las imágenes de la revolución y por todas
las asociaciones sangrientas de «los Balcanes», centenares de pe-
riodistas se aglomeraron para contemplar un desenlace truculen-
to pero televisivo.
Sin embargo, a última hora de la tarde del viernes 6 de octu-
bre, Milosevic apareció en otro canal de la televisión nacional
para pronunciar el típico discurso magnánimo, en el que se admi-
te la derrota electoral, que uno esperaría de un presidente de Esta-
dos Unidos o de un primer ministro británico. Acababa de ser in-
formado, declaró, de que Vojislav Kostunica se había impuesto
en las elecciones presidenciales. (Lo decía el hombre que había
pasado los últimos once días tratando de impedir precisamente

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eso mediante fraude electoral, intimidación y manipulación de


los tribunales.) Se mostró agradecido a quienes le habían votado,
pero también a quienes no lo hicieron. Planeaba ahora «pasar
más tiempo con mi familia, en especial con mi nieto Marko».
Luego, esperaba reconstruir su Partido Socialista como partido de
oposición. «Felicito al señor Kostunica por su victoria», conclu-
yó, «y deseo a todos los ciudadanos de Yugoslavia lo mejor para
los próximos años.»
Pulcramente vestido, como siempre, con traje, camisa blanca
y corbata, permanecía de pie, rígido, al lado de la bandera de
Yugoslavia; las manos cruzadas por delante, muy abajo, como un
colegial que ha sido sorprendido mientras copiaba. O como
un arrepentido ante el sacerdote que en algún momento del pa-
sado su padre aspiraba a ser. Lo lamento, padre, he amañado las
elecciones, he arruinado a mi país, he causado un descomunal
derramamiento de sangre y sufrimiento a nuestros vecinos; pero
ahora seré un niño bueno. Era grotesco, surrealista, ridículo en
su simulacro de que aquello fuera simplemente un cambio de lí-
der corriente, democrático.
Pero exactamente eso era lo que el nuevo presidente también
quería fingir. El presidente Kostunica me dijo después que Mi-
losevic lo había llamado por teléfono para preguntarle si había
algún problema en que realizase esa aparición televisiva, y él se
mostró encantado, porque deseaba mostrar a cada uno de los
habitantes de Serbia que un traspaso del poder pacífico y demo-
crático era posible. Aquella misma tarde, más temprano, Kostu-
nica había aparecido en la televisión estatal «liberada», con traje
y sobrio como de costumbre, respondiendo a preguntas telefó-
nicas de la audiencia y hablando pausadamente sobre los siste-
mas electorales, como si aquello fuese la cosa más normal del
mundo.
Sí, encontré a jóvenes que lo celebraban frente al edificio del
Parlamento aquella noche, haciendo sonar silbatos y bailando.
Pero la mayoría de los amigos con los que conversé —personas
que llevaban años trabajando contra Milosevic— no expresaron
ni júbilo ni enfado, sino una mezcla de goce irónico e incredu-
lidad residual. ¿Sería verdad que se había terminado?

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Su perplejidad no era nada comparada con la de los periodis-


tas de todo el mundo. ¡Vaya!, ¿no se suponía que esto era una
revolución? Pero la revolución parecía haber comenzado el jue-
ves por la noche y haberse detenido el viernes por la mañana. Se
acabaron las escenas escenas heroicas. Nada de derramamiento
de sangre. Los serbios no habían cumplido. Habían decepciona-
do a la CNN, a la ABC y a la NBC. Los palestinos y los israelíes
eran más atentos. Se mataban los unos a los otros. Así que al día
siguiente la mitad de las cámaras se fue a Israel. Los que se que-
daron seguían enfrentándose a la pregunta: ¿qué es esto?
Era una mezcla muy extraña. La misma mañana en que el
presidente Kostunica se instaló en el Palacio de la Federación,
en cuyas salas retumbaba el eco, apenas unos minutos antes de
que el nuevo presidente recibiese al ministro de Asuntos Exte-
riores ruso, un tal «capitán Dragan», legendario veterano de la in-
surrección serbia en la Krajina, irrumpía en el edificio de la Adua-
na Federal con una cuadrilla de hombres armados y una Scorpion
automática bajo el brazo. Estaba allí para expulsar a Mihalj
Kertes, el acólito de Milosevic que controlaba multitud de ne-
gocios turbios a través de la Aduana. El capitán Dragan me dijo
que Kertes temblaba de miedo y que suplicó vilmente por su
vida.
El sábado, Kostunica tuvo que pasar alrededor de cuatro ho-
ras en los ajados salones de estilo años setenta del Centro Sava,
esperando que los parlamentarios que acababan de ser elegidos,
de la oposición y del Partido Socialista de Milosevic, resolvieran
sus disputas y permitieran su juramento constitucional formal.
Entretanto, una compañía de choque de los «boinas rojas», fuer-
zas de asalto especiales de la Seguridad del Estado, que incluían
a veteranos de las operaciones serbias desde Vukovar hasta Ko-
sovo, se apoderaba del Ministerio del Interior. Pero lo hacía en
nombre de la oposición a Milosevic. O, al menos, de una parte
de los opositores.
Al tiempo que los partidos políticos mantenían reuniones
con vistas a formar un nuevo gobierno federal de coalición, en
fábricas y oficinas se constituían «Comités de Crisis» que echa-
ban a sus antiguos jefes… en nombre del pueblo. Vi al líder pa-

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ramilitar y nacionalista radical Vojislav Seselj criticar la revolu-


ción en una sesión del Parlamento serbio. Y al poco rato exami-
né la pistola que el capitán Dragan le había quitado al aborrecido
Kertes. Liviana, con una magnífica culata de palisandro tallada.
Cinco balas de punta blanda y una normal.
Pero durante todo aquel tiempo Milosevic se encontraba tran-
quilamente instalado en una de sus mansiones, en el barrio re-
sidencial de Dedinje, sobre una boscosa colina, consultando con
sus viejos colegas. Durante mi último día en Belgrado, conduje
por la calle Uzicka, flanqueada por casas ocultas por muros altos
y vallas de seguridad. No conseguí encontrar un timbre al que
llamar.

¿Qué fue esta revolución serbia? Obviamente, todavía hay


demasiadas cosas que no están claras sobre los sucesos de Serbia,
que de manera inevitable han sido comparados con la «revolu-
ción auto-limitada» polaca de 1980-1981 y con las revoluciones
de terciopelo centroeuropeas de 1989. Mi interpretación, muy
preliminar, es que lo sucedido en Serbia fue una combinación
singularmente compleja de cuatro ingredientes: unas elecciones
más o menos democráticas; una revolución del nuevo tipo, de
terciopelo, auto-limitada; un fugaz golpe revolucionario de un
tipo más antiguo; y una pizca de conspiración balcánica a la an-
tigua.
Primero las elecciones. Lo que muchos no acertaron a com-
prender desde el exterior es que la Serbia de Milosevic nunca fue
un régimen totalitario como la Rumanía de Ceaucescu. Ésta es
una razón importante de que su caída también fuese diferente.
Es cierto que fue un criminal de guerra que causó un horrible
sufrimiento a los vecinos de los serbios en la antigua Yugoslavia.
Pero desde el interior no fue un dictador totalitario. Su régimen
fue, más bien, una rara mezcla de democracia y dictadura: una
democradura.

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