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I.

Ariana miró con los ojos oscuros hacia la ventana y él otro le preguntó si no quería nada, y ella
pestañeó y miró con aquellos ojos cansados hacia la ventana. Entonces el otro, que hasta el momento
había permanecido muy, muy calmado, sacó violentamente la pistola del cinturón y la colocó con un
golpe sobre la mesa: ella escuchó la reverberación de los vasos y las botellas, alargó la mano pero el
otro ya sonreía, antes de que ella pudiera darle un nombre a la sensación física que el gesto abrupto, el
golpe y su efecto sobre esas copas de cristal, esas botellas oscuras, despertó en la boca de su
estómago. Pero el otro sonrió y un automóvil pasó velozmente por el callejón, entre rechiflas e
insultos, los faros iluminaron la cabeza redonda del otro. El otro hizo girar la cámara del revólver y le
indicó que sólo había dos balas; giró de nuevo, ajustó el gatillo y se colocó la boca del arma junto a la
sien. Ariana trató de desviar la mirada, sólo que ese cuartito no ofrecía un punto fijo para la atención:
las paredes desnudas, pintadas con manchas de sangre que rodaban hasta charcos secos en el piso y
las mesas, las dos sillas, el hombre y ella.

El otro esperó hasta que los ojos oscuros dejaron de circular por el cuarto y regresaran al puño, al
revólver y a la sien. Sonreía, pero sudaba, y ella sonreía, pero no sudaba, sus manos solo temblaban.
Trató de distinguir en silencio el tic tac del reloj guardado en la bolsa derecha de su chaqueta negra
desgastada de los días encerrada ahí. Quizás latía menos que su corazón; daba lo mismo, porque la
denotación de la pistola ya estaba en sus oídos, desde antes, y al mismo tiempo el silencio dominaba
todos los demás ruidos, incluso el posible —todavía no— de un revólver. El otro esperó. Ella lo vió.
El otro tiró del gatillo y un clic seco y metálico se perdió en el silencio y afuera la noche seguía
idéntica, sin luna. El otro permaneció con el arma apuntada contra la sien y empezó a sonreír, a reír a
carcajadas: el cuerpo del hombre temblaba desde adentro, como un flan, desde adentro porque no se
movía por fuera. Así permanecieron varios segundos y ella tampoco se movía; ahora respiraba el olor
de incienso que desde esa mañana la acompañaba a todas partes y sólo a través del humo imaginario
pudo distinguir el rostro del otro, que seguía riendo desde adentro antes de volver a colocar la pistola
sobre la mesa, alargar los dedos largos, rojizos y empujar lentamente el arma hacia ella. La felicidad
turbia en los ojos del otro podría ser un anuncio de lágrimas retenidas; él no quiso averiguar. Le dolía
en el estómago el recuerdo, que todavía no lo era, de esa figura alta con el arma pegada a la sien; el
miedo en el otro, sobre todo el miedo a alguien más que emanaba aquel ser imponente físicamente, le
encogía los intestinos y le impedía hablar: sería el fin: que la encontrara en este cuarto con el gordo
muerto, que hubiera un argumento contra ella. Ya había reconocido su propia pistola, guardada
siempre en el cajón del velador, sin darse cuenta que el gordo se acercaba con los dedos largos, con el
puño envuelto en ese oalueki que quizás se habría desprendido de la mano si el otro… Pero en caso de
no desprenderse, el suicidio era evidente.

¿Para quién? Ella, no tenía las agallas de nombrar su posición imponente porque su situación era
despreciable para su calibre, muere en un dormitorio vacío con su enemigo al frente.

¿Quién dispuso de quién? El otro se aflojó el cinturón y bebió de un golpe hasta el fondo del vaso. El
sudor le manchaba las axilas y le corría por el cuello. Los dedos, largos, insistieron en acercarle la
pistola.

¿Qué dirían? Que había muerto sin luchar. Que solo era una fachada para una niña caprichosa sin
ambiciones de vivir.
Encendió un cigarrillo, pensó en Lorren, y le ofreció otro y ella mismo encendió el suyo y acercó el
fósforo al rostro blanquecino del gordo pero el gordo lo apagó de un soplido y ella se sintió rodeado.
Tomó la pistola y dejó el cigarrillo en un equilibrio precario sobre el borde del vaso, sin darse cuenta
de que la ceniza cayó dentro del tequila y se depositó en el fondo. Apretó la boca de la pistola contra
la sien y no sintió temperatura alguna, aunque imaginó que debía sentir frío y recordó que aún era
joven, pero eso no le importaba a nadie y menos al gordo y menos aún a ella misma.

Y ese día; antes de desaparecer, antes de ser secuestrada, se había vestido frente al gran espejo
ovalado de su recámara y el incienso había llegado hasta su nariz y ella se hizo de olfato gordo.
También ascendió del jardín el olor de las flores recién regadas y limpias. Vio a la mujer joven, de
brazos suaves, estómago liso con la capa de fibra que negaba a eliminar, de músculos suaves en torno
a las caderas donde reposaban lunares y estrías. Se pasó una mano por los pómulos, por la nariz
operada de hace años y volvió a oler el incienso. Escogió una camisa limpia en el armario y no se dió
cuenta de que el revólver ya no estaba allí y terminó de vestirse y abrió la puerta de la recámara. —
¿Qué sorpresas me deparará el día de hoy?

El gordo saltó de la silla, ligero, lleno de aire y desvió la mano que empuñaba la pistola: el tiro no lo
escuchó nadie, porque era tarde y estaban solos, sí, quizás fue por eso que nadie lo escuchó, y fue a
incrustarse en el muro blanco hueso de la pieza mientras ella reía y decía que ya estaba bien de juegos
por esta vez, y de juegos peligrosos: ¿para qué, si todo se podía arreglarse tan fácilmente? Tan
fácilmente como su cadáver siendo depositado frente a las “oficinas”, pensó ella; ya era tiempo de que
las cosas se terminarán, saliera de allí viva y sin mayor daño físico y psicológico que el que tenía;
¿nunca saldría de ahí? ¿sus hombres no la estaban buscando? ¿Camila? ¿Lorren? ¿Lykaios?
¿Alguién?

—¿Cuánto tiempo más tienen pensado retenerme tu jefa?

—De ti depende. —el gordo tragó en seco, ignorando el uso de la palabra “jefa” pero mostrándose
visiblemente más nervioso.

—¿En dónde estamos?

No llegó; la trajeron; y aunque estaban en el centro de la ciudad, el chofer la mareó, se desvió a la


izquierda, se desvió a la derecha, convirtió esa traza de rectángulos en un laberinto de succiones
ciegas. Todo esto era imperceptible, a diferencia de la mano larga y rechoncha del otro, que le
arrebató el arma, riendo siempre, y regresó a sentarse, otra vez pesado, gordo, sudoroso, con los ojos
chispeantes.

—¿A poco tu fachada de imponencia es pura farsa? ¿Sabes? Escoge siempre una fachada que siempre
puedas mantener porque el hecho que te congenies con los grandes señores hace que todos te quieran
obtener. Aunque, ¿quién quisiera obtener una niña caprichosa? Vamos a beber, para que se te olvide
lo poco que le importas a los demás. ¿Tienes alguna noción de cuánto tiempo llevas aquí?

Brindaron y el gordo dijo que se divide en señores y mundanos y que hay que escoger ya. También
dijo que sería una lástima que la señorita —ella— no supiera escoger a tiempo, porque ellos eran muy
amigables, muy buenas gentes y le daban a todo la oportunidad de escoger, nada más que no todos
eran tan vivos como la señorita, les daba por sentirse muy machos y luego se levantaban en armas,
cuando era tan facilito cambiar de lugar como quien no quiere la cosa y amanecer del buen lado. La
adormecía la voz, gorda como la carne, susurrante y aterrada como una culebra: una garganta de
anillos contráctiles, lubricada por el alcohol y los habanos: —¿No gustas?
El otro la miró fijamente y ella siguió acariciando la hebilla del cinturón sin darse cuenta, hasta que
retiró los dedos porque la chapa de plata le recordaba el frío o el calor de la pistola y quería tener las
manos libres.

El gordo apartó la silla. Ella se dirigió a la ventana, siendo detenido por la cadena que sujetaba su
muñeca, y pegó fuerte sobre el vidrio con los nudillos. Hizo un signo y después tendió la mano al
hombre. El gordo sonrió con sorna hacia la castaña que volvía a dirigir su mirada a la venta y se
acercó con paso lento.

—¿Sabes? Yo podría liberarte si accedes a lo que tanto hombres desean probar de ti. —la mano gorda
bajó de manera lenta, asquerosa y morbosa por su cintura hasta sus caderas para dar un apretón en las
mismas. La castaña sostuvo las ganas de soltar un sollozo desesperanzado, y afrontar las opciones que
su cerebro desgasto ingeniaba, y una última oportunidad de libertad se presentó. Con cuidado se giró
sobre su eje, concentrándose en poder manejar la cadena que la mantenía prisionera, pegando su busto
al pecho hinchado del marrano y sacando sus dotes a relucir. El gordo cayó redondo en la trampa. En
un movimiento rápido le rodeó el cuello con las cadenas, y lo ahorcó. Él peleó, luchó y se azotó
contras las paredes del cuartillo para liberarse del agarre de la menor que se esforzaba en no soltar a la
bolsa de grasa, viendo como su rostro se teñía de rojo a azul hasta que dejó de forcejear. Sangre corría
por la boca y ceja de la menor, los golpes recibidos los días anteriores y en conjunto de estos hacían
que se viera como un cuadro de Bacon.

Un sollozo en mezcla de risa escapó sus labios. Con ansiedad y desesperación abrió la puerta trasera
apestosa y oscura, volteó un basurero y todo apestaba a cáscara de naranja podrida, a periódico
húmedo. Un hombre que estaba junto a la puerta se llevó el un dedo al sombrero blanco y le indicó
que la Avenida 9 de Octubre quedaba de aquel lado. Agradeció en susurro para apresurarse e intentar
llegar al edificio antiguo donde residía en vagos intentos de alejarse del ambiente pesado de su vida.

Llegó con el corazón en la boca a su edificio, ingresando por la parte trasera: la bodega y
escurriéndose entre los pasillos. Subió el ascensor de jaula. Recorrió los salones blancos y arañas
luminosas, acelerando el paso para llegar a su departamento. La velas destacaban la opacidad de su
piel, materia que sostiene la transparencia y el brillo; las velas doblaban de un gemelo negro todas los
morados, negros y verdes del rostro, el cuello, los brazos. Se detuvo para observar su apariencia en el
espejo; asqueada por aquello.

Con cuidado, al frente de la puerta de su piso, junto a una luz dorada, vio esos ojos atornillados al
fondo del cráneo, esos ojos de tigre en acecho, esos ojos de color grisáceo que irradiaban el pasmo y
bajó la cabeza.

¿A dónde te diriges?

Oh misterio, oh engaño, oh nostalgia: crees que con ella regresará a los orígenes: ¿cuáles orígenes?
No tú: nadie quiere regresar a la edad de oro mentirosa, los orígenes siniestros, al gruñidos bestial, a
la lucha por la carne del lobo, por el dinero y el pedernal, al sacrificio y a la locura, al terror sin
nombre del origen, al fetiche, al miedo del sol, miedo de la tormenta, miedo del eclipse, miedo del
fuego, miedo de las máscaras, terror de los ídolos, miedo de la pubertad, miedo del agua, miedo del
hambre, miedo del desamparo, terror psicológico.

Oh misterio, oh engaño, oh espejismo: crees que ella caminara hacia adelante, te afirmarás: ¿A cuál
futuro? No tú; nadie quiere caminar cargado de la maldición, de la sospecha, de la frustración, del
resentimiento, del odio, de la envidia, del rencor, del desprecio, de la inseguridad, de la miseria, del
abuso, del insulto, de la intimidación, del falso orgullo, del machismo, de la corrupción de tú
putrefacta vida.

Pero ahí está. Parado frente a la puerta de aquel departamento antiguo, inhalando humedad y canela, y
recordando la primera vez que subió a ver a la castaña.

Quería que estuviera ahí. Quería que no se haya esfumado. Quería que no sea ninguno de los
escenarios que cruzaban su mente.

¿A quién dominaras hoy, para existir?

¿A quién mañana?

¿A quién usarás?

Ellos, ella, todos son estos objetos, estos seres que tú convertirás en objetos de tu uso, tu placer, tu
dominación, tu desprecio, tu victoria, tu vida: primero tu esposa, luego tu hijo y ahora ella, son
objetos que tú usas: peor es nada.

Negó con la cabeza mientras el dolor de cabeza por la avalancha de emociones se apodera de él.

El viejo se fatiga. No puede vencer los pensamientos cargados de verdad. No los vence. Un zumbido
inunda sus oídos y no escucha sus propios pensamientos: que no sea la respuesta a su fatalidad.

Se fatiga. Siente que el dolor del pecho le vence.

Ha acarreado durante toda su vida a los cercanos de él o los abandonado como juguete roto. Era un ser
despreciable ultrajado a otros del olvido que necesita recordar las miserias que vive.

Se fatiga, se deja vencer, se ve obligado a descender a ese infierno; quiere recordar otras cosas, no
eso: se ve obligado a olvidar que hay la opción de que la castaña por fin haya visto su horror interno y
que lo haya abandonado.

Se fatiga. Reposa. Sueña con la inocencia de su hija.

Piensa en que lo intentó, que trató: que un día sus pecados le pagarán con la misma moneda, le
devolverá su otra cara: cuando quiera ultrajar como joven lo que debía cuidar y agradecer de viejo: el
día que se dio cuenta de algo, del fin de algo: un día se arrepentiría de haber perdido a los dos.
II.

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