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Esas son las cuestiones que nos proponemos abordar en las líneas que siguen, en las que
nos —mejor, les— proponemos apreciar este asunto desde una perspectiva que deja de
manifiesto la conveniencia de prever la posibilidad de una revisión amplia en el nuevo
procedimiento civil, situación que perfectamente puede conciliarse con un modelo oral e
inmediato, especialmente cuando se tiene a la vista un enjuiciamiento a cargo de un tribunal
unipersonal.
Ahora bien, uno de los principales argumentos que se ha esgrimido para impedir que el tribunal
de alzada pueda revisar en toda su amplitud la decisión del juez de primera instancia, es que
los ministros de la Corte no han estado presentes en la práctica de la prueba, particularmente
de las declaraciones personales, motivo por el cual carecen de todos los insumos necesarios
para analizar a cabalidad, y eventualmente modificar, la sentencia que ha sido dictada por el
juez del fondo.
Vamos por parte. De entrada, creemos pertinente reivindicar las bondades de un modelo
recursivo no restringido ni marcado por la excepcionalidad, porque aunque no se diga
demasiado, la revisión amplia y completa de la sentencia emanada del juez del fondo posee
beneficios de los que se privan aquellos modelos de enjuiciamiento que han optado por
privilegiar la restricción y la excepcionalidad. En este sentido, una cuestión evidente, pero que
nunca debe ser desatendida, es que resulta perfectamente posible que los jueces erren en sus
decisiones, más aún en un escenario donde se ha ido instalando el paradigma de una justicia
acelerada, que por acelerada, se encuentra más expuesta a errores, lo que torna imprescindible
que alguien —en este caso, la Corte de Apelaciones— esté habilitado para acudir al llamado
que le formulen los litigantes que se sienten agraviados por una decisión que estiman
equivocada. De hecho, si analizamos esta cuestión desde la perspectiva de los justiciables, es
tremendamente difícil encontrar motivos razonables o de envergadura para impedir el control
amplio de la decisión por un órgano superior, pues lo discutido en los procesos contenciosos
civiles amerita a todas luces una doble revisión de lo decidido, ya que si así no se hiciera, se
estaría cercenando una parte importante del debido proceso.
Ante esto se dirá que así como los jueces de primer grado no son infalibles, tampoco gozan de
esta cualidad los ministros de nuestras Cortes de Apelaciones, realidad que haría necesaria la
existencia de una cadena interminable de revisiones en busca del fallo correcto, situación que
ningún sistema procesal puede tolerar, debido a las aludidas razones de prontitud y celeridad
en la obtención del fallo, como asimismo por la imposibilidad de contar con los recursos
humanos, materiales y financieros que permitan llevar a la práctica una cantidad suficiente de
escrutinios.
Dejando incluso de lado la consideración, especialmente potente, que la prueba estrella en los
procedimientos civiles es la instrumental-documental (lo que le quita bastante presión al debate
real), debemos aterrizar acá los beneficios de la inmediación judicial, o dicho de otra forma,
determinar si aquella información conductual de los declarantes que solo puede ser percibida
por los presentes en la diligencia probatoria puede ser legítimamente usada para fijar su valor.
De ahí que el material que se utilice para alcanzar la decisión, al menos en lo que a pruebas
personales respecta, está dado únicamente por el contenido verbal de la declaración, que debe
estar recogido en el proceso y a disposición de cualquier persona, incluyendo, obviamente, al
sentenciador de segundo grado, que de esta forma contará con lo necesario para revisar la
decisión pronunciada por el tribunal del fondo. Será el análisis de los dichos de los deponentes
lo único que podrá conducir a conclusiones objetivas y contrastables sobre el mérito de estas
evidencias, pues el resguardo de la racionalidad impide otorgarle algún papel en este ejercicio a
las señales externas que emita el deponente.
En suma, resulta imprescindible que el recurso habilite al tribunal ad quem para controlar que la
sentencia de primer grado contenga una justificación completa, clara y precisa del valor de
convicción específico que se haya asignado a cada una de las pruebas practicadas, para lo cual
resulta necesario que el juez haya dado cuenta de la actividad racional que le permitió arribar a
sus conclusiones y que dicho ejercicio se desarrolle exclusivamente sobre el material objetivo
que conste en el proceso, pues en caso contrario, la decisión podrá (deberá) ser revocada. Es a
nuestro juicio una de las bases que debe respetarse por el legislador a la hora de definir
completamente el nuevo modelo, para no caer en lo que podríamos denominar una
paradójica reformatio in peius, y apartarnos de los criterios o estándares que la CIDH ha venido
fijando en diversos fallos que si bien se enmarcan principalmente en el orden penal, no
apreciamos razones para discriminar entre las distintas materias que se ventilen en un proceso
determinado, menos cuando con motivo de la función consultiva que también se reconoce a la
Corte (Opinión Consultiva 11/90), y atendiendo requerimiento de la Comisión, ha dejado
establecido que las garantías a que alude el Art. 8.2 de la CADH, son exigibles no sólo en el
“contencioso punitivo” sino también en las cuestiones civiles, laborales, fiscales o de cualquier
otro carácter, en las que el individuo tiene derecho también al debido proceso que se aplica en
materia penal.
* Cristian Contreras R., Jordi Delgado C. y Diego Palomo V. son profesores jornada completa de
Derecho Procesal en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Talca.
Cristian Contreras es, además, director de la Clínica Jurídica; Jordi Delgado es director de la
Revista Ius et Praxis y Diego Palomo es decano de la Facultad. En tanto, Nelson Lorca P. es
relator titular de la Corte de Apelaciones de Talca y profesor de Derecho Procesal en la Facultad
de Ciencias Jurídicas y Sociales de la U. de Talca.