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 Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos

No han faltado quienes han entendido esta primera Bienaventuranza como una
especie de canonización anticipada de aquellos que sufren la pobreza material.
Pero..., ¿qué el pobre, por ser pobre, merece el Cielo, y el rico, por ser rico, no
lo merece? ¿Acaso seremos juzgados por nuestro estatus socioeconómico?

Tal vez parte del conflicto venga de las divergencias entre el evangelista san
Lucas y el evangelista san Mateo: mientras el primero sólo dice: «dichos los
pobres», el segundo es más específico: «dichosos los pobres de espíritu» (o
«dichosos los que tienen espíritu de pobre»). «se refiere a los pobres, pero no
a cualquier pobre, que hay pobres con espíritu de avaricia».

«Jesús no ha tratado de beatificar a una clase social» pues «sólo una situación
espiritual puede ser puesta en relación con una realidad espiritual como es el
Reino». Pero que sí es muy cierto que «la palabra usada en el Evangelio para
indicar a los pobres (ptochoi) designa a los indigentes, a los infelices, a los
hambrientos». Enseguida lanza la pregunta: «¿Por qué deberían éstos ser
favorecidos por Dios?». Y responde que no por sus méritos religiosos o por su
buena disposición, «sino porque Dios debe, por Sí mismo, en cuanto Rey
Justo, defender a quien no tiene defensa».

La solución para comprender hoy esta Bienaventuranza está en buscar una


síntesis de las dos perspectivas, considerando para ello la vida misma de
Cristo. Él vivió la pobreza material, si bien jamás perteneció a la clase más
pobre de su época; de hecho, entre sus posteriores seguidores hubo quienes lo
superaron en la vida de austeridad. Pero «Jesús nunca reivindicó para sí un
primado en la pobreza, tal como lo reivindicó, en cambio, respecto de la
caridad diciendo que nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por
los amigos», explica el padre Raniero. Sucede que «Jesús no cayó en la
trampa en la que cayeron algunos de sus imitadores, de absolutizar la pobreza
material, midiendo sobre ella el grado de perfección». A fin de cuentas, «lo
que da valor religioso a la pobreza es el motivo por el que se elige, y en el
caso de Cristo, el motivo es el amor: ‘Por vosotros se hizo pobre a fin de que
os enriquecierais con su pobreza’ (II Co 8, 9)».
Dichosos los que lloran, porque serán consolados 

Jesús abre una nueva perspectiva al dolor. En el Antiguo Testamento, Dios


cambiaba el llanto en risa. Los judíos creían que el dolor era efecto del pecado
y los paganos que era causado por la fatalidad. El libro de Job mostraba ya
que el dolor tenía un hondo sentido de purificación. Jesús lo eleva a actitud
privilegiada ante el Reino.
En el Nuevo Testamento existen nueve palabras diferentes para expresar
tristeza. La palabra que Jesús emplea en Mateo 5, 4 es la más fuerte de las
nueve. Expresa el lamento de un corazón quebrantado.

¿Quiénes lloran? Esta bienaventuranza se refiere a tres tipos de dolor:


1) Los que lloran ante eventos tristes, y también por las tribulaciones
temporales y otras pruebas en la vida cristiana. 
2) Quienes, debido a su pecado, sienten la profunda separación que ha
causado entre Dios y ellos, y reconocen su miseria espiritual.
3) Los que lloran debido a los pecados de otros y al estado pecaminoso de la
sociedad en general. Jesús, por ejemplo, lloró sobre Jerusalén.

«las lágrimas que no son bienaventuradas son aquellas que son expresión de
un fracaso o de una pérdida y manifiestan el amor propio herido o descubierto.
Tampoco son bienaventuradas las lágrimas cuando, al sentir que no se alcanzó
lo que tanto se anhelaba, se entra en una etapa de rebeldía».

En la actualidad, esta bienaventuranza nos dice que son Bienaventurados


aquellos que sufren al ver el hambre, la falta de oportunidades y la pobreza
material de sus semejantes. Bienaventurados los que sufren por ver como sus
prójimos viven esclavizados en un mundo hedonista y materialista.
Bienaventurados los que sufren por ser conscientes de sus pecados y luchar
por superarlos. Bienaventurados los que sufren por las profanaciones y
blasfemias que sufre la fe. Bienaventurados los que lloran por ver como hay
quienes se enriquecen a costa de la miseria de otros. Bienaventurados los que
lloran al ver como se intentan llenar los vacíos espirituales con adicciones de
todo tipo.

Llorar por los propios pecados y los de la sociedad es el primer paso para,
desde las coordenadas existenciales, trabajar para superarlos. Y Cristo nos
promete su consuelo.

Dichosos los mansos, porque heredarán la tierra


¿Y qué significa ser manso?

Dos asociaciones constantes, en la Biblia y en la exhortaciones cristianas


antiguas, ayudan a captar el «sentido pleno» de mansedumbre: una es la que
acerca entre sí mansedumbre y humildad, la otra la que aproxima
mansedumbre y paciencia; la una saca a la luz las disposiciones interiores de
las que brota la mansedumbre, la otra las actitudes que impulsa a tener
respecto al prójimo: afabilidad, dulzura, gentileza. Son los mismos rasgos que
san Pablo evidencia hablando de la caridad: «La caridad es paciente, es
servicial, no es envidiosa, no se engríe...» (I Co 13, 4-5).

Vivir la mansedumbre en el siglo XXI

Algunos no entienden bien qué significa ser mansos, y creen que una persona
mansa es alguien tonto, tímido, que se deja pisotear por los demás. Sin
embargo, ser manso es ser tranquilo, agradable, dócil para aprender, tardo
para reaccionar violentamente. La mansedumbre es una virtud y lo único que
puede matarla es el sentimiento de orgullo.

Para los católicos del siglo XXI ser manso significa:

1. Ver la propia vida desde la oración, sabiendo que Dios sabe mejor lo que
nos conviene que nosotros mismos.
2. No ser ciego ante las injusticias económicas y sociales, pero tampoco caer
en la desesperación, señalarlas con firmeza pero sin perder de vista la caridad
y sabiendo que la violencia engendra violencia.
3. Practicar la gentileza, la dulzura en la propia familia. Sólo así
construiremos relaciones sanas donde se formen hombres y mujeres
mentalmente sanos.

4. En nuestro contacto con otras personas llevar por delante la cortesía y que
esta sea fruto de la caridad, no de lo políticamente correcto.

5. Reconocer nuestras virtudes y defectos; de esta forma estamos abiertos a


entender los puntos negativos y positivos de los que nos rodean.

6. El manso no se aparta de los problemas del mundo; al contrario, los


enfrenta, pero con la espada de la paciencia y la prudencia.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados
Justicia en la Sagrada Escritura es sinónimo de santidad. Un justo, según los
judíos del tiempo de Jesús, era un hombre que ajustaba toda su vida al querer
de Dios. Por ejemplo, leemos que san José «era un hombre justo» (Mt 1, 19).
Lo que el justo buscaba era la gloria divina y no su propio interés personal;
por eso san José, al darse cuenta de que la Santísma Virgen María esperaba un
hijo, «no queriendo denunciarla públicamente, resolvió repudiarla en secreto».
Así, «bienaventurados los que tienen hambre y sed justicia» equivale a decir
«bienaventurados los que tienen hambre y sed de que se cumpla en ellos la
voluntad de Dios»

En el Evangelio Jesús dice: «Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es


perfecto» (Mt 5, 48). La gente de virtud se angustia con estas palabras, y se
pregunta: ¿Puede alguien ser tan perfecto como Dios? ¿No parece esto
soberbia? Un alma religiosa le decía en la oración al Señor: «Mi buen Jesús,
¿cómo puedes pedirnos semejante cosa? ¿Cómo podemos nosotros ser
perfectos, cuando estamos agobiados de fragilidades y pecados?». Y el Señor
le contestó: «Si un alma vive en Mí, entonces Yo soy la perfección en ella» .
Este grado de perfección puede desearse —esto es lo que significa
precisamente tener sed—, pero no está en nuestras manos. Es pura iniciativa
de Dios. Como decía San Pablo: «Y ya no vivo yo, ¡es Cristo quien vive en
mí!» (Gal 2, 20).
¿Entonces, esta bienaventuranza nada tiene que ver con la venida de una
justicia tal como la entendemos ahora? ¿Dios no va a compadecerse de los que
sufren toda suerte de atropellos y tiranías? si bien la justicia en sentido bíblico
se refiere a la buena relación entre el hombre y Dios, «es también la victoria
de Dios sobre la maldad del hombre»; por eso, «¡dichosos los que la anhelan!,
porque ellos quedarán saciados, verán cómo se cumple esta alegría, se llena
esta hambre».

Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia

¿Qué es la misericordia? «Misericordia» es una palabra que puede ser


entendida de muchas maneras. Entonces el mandato divino «Ser
misericordiosos» a veces nos puede llevar a confusiones o malas
interpretaciones. Es por ello que presentamos un acercamiento a esta palabra
que nos lleva a un mayor entendimiento de las Bienaventuranzas.
En la Biblia la palabra Hésèd, que se traduce como misericordia o amor,
forma parte del vocabulario del Antiguo Testamento. Del lado de Dios
designa un amor inquebrantable, capaz de mantener una comunión para
siempre, sin importar lo que acontezca. Pero como la alianza de Dios con su
pueblo es una historia de rupturas y de nuevos comienzos desde la partida
(Éxodo 32–34), resulta evidente que semejante amor incondicional suponga el
perdón; aquí encontramos asociados el perdón y la misericordia.
En el Nuevo Testamento también encontramos la palabra rahamîm, lfa cual se
le encuentra junto a hésèd, pero tiene una mayor carga emocional.
Literalmente significa entrañas, es una forma plural de réhèm, el seno
materno. La misericordia, o la compasión, es aquí el amor sentido, el afecto de
una madre hacia su hijo (cfr. Isaías 49, 15), la ternura de un padre por sus
hijos (cfr. Salmo 103,13), un amor fraterno intenso (cfr. Génesis 43,30).

De lo anterior se deduce que la misericordia es una actitud bondadosa de


compasión hacia otro, generalmente del ofendido hacia el ofensor o desde el
más afortunado hacia el más necesitado. Misericordia implica perdonar;
compadecerse es decir padecer con el otro, un movimiento amoroso que nace
de la entraña del ser humano, de lo más hondo. Una cara más de lo que
conocemos como amor. En el orden físico, intelectual y moral, el hombre
puede estar lleno de calamidades y miserias. Por eso las obras de misericordia
son innumerables -tantas como necesidades del hombre-, aunque
tradicionalmente, a modo de ejemplo, se han señalado catorce, en las que esta
virtud se manifiesta de manera concreta. Nuestra actitud compasiva y
misericordiosa ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos,
con quienes Dios ha puesto a nuestro lado y con aquellos que están más
necesitados. La misericordia nos llevará a preocuparnos de la salud, del
descanso, del alimento de quienes Dios nos encomienda. Por ejemplo, los
enfermos merecen una atención especial: compañía, interés verdadero por su
curación, facilitarles el que ofrezcan a Dios su enfermedad…, así se hacen
obras de misericordia materiales, al procurarles lo necesario para aliviar su
enfermedad física y espiritualmente, al prestarles atención, paciencia y
solicitud a sus necesidades psicológicas.

Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios

En realidad, la pureza de corazón no indica, en el pensamiento de Cristo, una


virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar todas las virtudes, a
fin de que ellas sean de verdad virtudes y no, en cambio, «espléndidos vicios».
Su contrario más directo no es la impureza, sino la hipocresía. Qué entiende
Jesús por «pureza de corazón» se deduce claramente del contexto del sermón
de la montaña. Según el Evangelio, lo que decide la pureza o impureza de una
acción —sea ésta la limosna, el ayuno o la oración— es la intención: esto es,
si se realiza para ser vistos por los hombres o por agradar a Dios.

La pureza, entendida en el sentido de continencia y castidad, no está ausente


de la bienaventuranza evangélica (entre las cosas que contaminan el corazón,
Jesús sitúa también «fornicaciones, adulterios, libertinaje»); pero ocupa un
puesto limitado y, por así decirlo, «secundario». En realidad, los términos
«puro» y «pureza» (katharos, katharotes) nunca se utilizan en el Nuevo
Testamento para indicar lo que con ellos entendemos nosotros hoy, esto es, la
ausencia de pecados de la carne. Para esto se usan otros términos: dominio de
sí (enkrateia), templanza (sophrosyne), castidad (hagneia).

El peor enemigo: la hipocresia

La hipocresía es el pecado denunciado con más fuerza por Dios a lo largo de


toda la Biblia y el motivo es claro. Con ella el hombre rebaja a Dios, le pone
en el segundo lugar, situando en el primero a las criaturas, al público. «El
hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón» (I S 16, 7): cultivar la
apariencia más que el corazón significa dar más importancia al hombre que a
Dios.

La hipocresía es, por lo tanto, esencialmente, falta de fe; pero es también falta
de caridad hacia el prójimo, en el sentido de que tiende a reducir a las
personas a admiradores. No les reconoce una dignidad propia, sino que las ve
sólo en función de la propia imagen.

Por cuanto se ha dicho, parece claro que el puro de corazón por excelencia es
Jesús mismo. De Él sus propios adversarios se ven obligados a decir:
«Sabemos que eres veraz y que no te importa nadie, porque no miras la
condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios»
(Mc 12, 14). Jesús podía decir de sí: «Yo no busco mi gloria» (Jn 8, 50).

Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios

¿Quiénes son los pacíficos?


No se habla de los pacíficos estáticos sino de los dinámicos: aquellos que son
los constructores de la paz; los que, por amor a Cristo, se dedican a edificar la
armonía. La realización de la paz tiene un aspecto interno que consiste en el
comportamiento personal de la voluntad de vivir en concordia con los demás.
«La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, os la doy yo» (Jn
14,27). Y así aconseja san Pablo: «Corresponded a sus desvelos con amor
siempre creciente. Vivid en paz entre vosotros» (1Tes 5,13).

El contenido de la bienaventuranza incluye a todo el que busca y difunde la


paz y trabaja por ella. Abarca a todos; la misma estructura en que está
redactada lleva a una formulación universal e impersonal

Los pacíficos en el siglo XXI son:

Aquellos que construyen un ambiente de armonía en sus familias.


Aquellos que tratan con decoro y cariño a su cónyuge
Aquellos que tratan con cortesía y valentía.
Aquellos que buscan y viven en una paz interior.
Aquellos que buscan la concordia en sus ambientes de trabajo.
Aquellos que exigen con firmeza pero sin olvidar la caridad.
Aquellos que oran por un mundo menos cruel.
Aquellos que alientan con el saludo y con la palabra oportuna.

Decálogo del pacífico

Por Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona

1- Mira a todos con respeto y benevolencia.

2- No hables mal contra nadie, no condenes a ninguna persona, a ningún


grupo, a ningún pueblo, a ninguna institución.

3- Perdona las injurias presentes y pasadas, líbrate de las garras del odio,
guarda la libertad de tu corazón para amar, para convivir, para comenzar una
vida nueva cada día.

4- Desea sinceramente la paz con todos, la colaboración, la convivencia, el


gozo de la fraternidad y del servicio.
5- Trata de simplificar los problemas en vez de agrandarlos; no acumules las
sombras, busca en todo los resquicios de la luz y los caminos de la esperanza.

6-Ten valor de negarte a colaborar con cualquier proyecto violento, apártate


de los que enseñan y practican el odio, la venganza, el amedrentamiento y la
violencia.

7- Crea en torno a ti sentimientos y actitudes de paz, de concordia, de


convivencia, de misericordia y de consuelo.

8- Apoya a los que trabajan sinceramente por la paz, en la verdad, en la


libertad y en la justicia.

9- Dedica a algún tiempo a trabajar tú también por la paz, con serenidad,


esperanza y generosidad.

10- Pide a Dios que te dé el espíritu de la sabiduría, de la bondad, de la


fortaleza y de la generosidad para ser instrumento de su bondad y de su amor
en un mundo renovado, donde todos podemos vivir en la verdad, el amor, la
libertad y la fraternidad.

Condiciones para instaurar la paz


Por el P. Alfonso Lopéz Quintás

En esquema, formarse para la paz supone lo siguiente:

1. Aceptarse uno a sí mismo, a la propia realidad personal con todo cuanto


implica.

2. Respetar al otro en lo que es, en su condición de persona, es disponerse para


la concordia. Reducirlo de rango es prepararse para el ataque. Cuando se
reduce a una persona o un pueblo a mero obstáculo en el camino, estamos en
franquía para intentar anularlo. Es el preludio de todos los conflictos.

3. De nuestros ideales depende todo. Si nuestro ideal es el ajustado a nuestro


ser personal, seremos fundadores de paz. Si es un ideal falso, generaremos
lucha y conflicto, porque nosotros mismos estaremos desgarrados
internamente entre lo que somos y lo que debiéramos ser. Para fundar paz, hay
que empezar por conseguir el equilibrio personal y la armonía interior.

4. Este equilibrio armónico es destruido por el pecado. Proclamar que uno está
contra la guerra y a favor de la paz y fomentar a la vez la actitud de
hedonismo egoísta -fuente de las experiencias de vértigo- es una grave
incoherencia. La sociedad está desgarrada hoy día por toda suerte de
incoherencias de este género.

5. Podríamos decir, pues, con todo rigor que formarse para la paz es formarse
para amar la verdad incondicionalmente, desinteresadamente. La verdad no es
objeto de posesión. No tiene sentido hablar de «mi» verdad. La verdad no la
poseo; soy nutrido por ella. Es necesario para el crecimiento de la persona que
haya verdades absolutas que constituyan para el hombre puntos últimos de
referencia que den sentido a su vida.
www.autorescatolicos.org

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el


Reino de los Cielos
No se trata de cualquier perseguido
En esta bienaventuranza Jesús no se refiere a los que huyen perseguidos por
cualquier causa; es preciso que sea por causa del bien que hacen. Perseguido
es aquel que es molestado, aquel al que se hace sufrir, al que se le busca
hacerle daño por el solo hecho de ser hombre de bien.
Entonces viene la pregunta: ¿Qué es hacer el bien? Es buscar lo bueno para sí
y los demás en el sentido moral y espiritual. Al perseguido por trabajar por la
paz, por el amor de los hombres, por los valores morales enseñados por
Jesucristo, por vivir en armonía, por estar al lado de los que sufren, por hacer
que el hombre sea bueno, a ese es al que va dirigida esta bienaventuranza.

Los cristianos «son actualmente la religión que sufre el mayor número de


persecuciones a causa de su fe. Muchos sufren cada día ofensas y viven
frecuentemente con miedo por su búsqueda de la verdad, su fe en Jesucristo.
Existe acoso a cristianos porque falta libertad religiosa algo que no se puede
aceptar, porque constituye una ofensa a Dios y a la dignidad humana; además
es una amenaza a la seguridad y a la paz, e impide la realización de un
auténtico desarrollo humano integral».
En un mundo donde reine la justicia, con la misma determinación con la que
se condenan las formas de fanatismo y fundamentalismo religioso se deben
eliminar formas de hostilidad contra la religión que limitan el papel público de
los creyentes en la vida civil y política.

Así son Bienaventurados los que luchan por los derechos humanos rectamente
entendidos. Bienaventurados los que se esfuerzan por mejorar las condiciones
materiales y espirituales de sus prójimos. Bienaventurados los que se
esfuerzan por crear conciencia de los problemas ecológicos y sociales.
Bienaventurados los que trabajan en organizaciones de la sociedad
promoviendo el desarrollo auténticamente humano. Bienaventurados los que
con su vida son ejemplo de «hacer el bien». Bienaventurados los que desde la
pastoral de la salud contribuyen a la dignificación del enfermo.
Bienaventurados los que promueven el bienestar de las clases más
desprotegidas.

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