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habitacional construida hace más de 40 años, Daniel García sube y baja las escaleras
hasta el cuarto piso al menos 4 veces al día. Aunque ha vivido ahí por más de dos años,
sus formas educadas pero lacónicas al responder las preguntas de los vecinos le han
creado una fama de prepotencia que él ignora. Entre otras.
En sus subidas por las escaleras -algunas veces lentas, algunas otras subiendo de dos en
dos los escalones- piensa que de ser cierto el dicho popular sobre los 5 segundos
añadidos a la vida por cada escalón que se sube, está cerca de alcanzar la inmortalidad,
pensamiento que le causa mucha gracia. Al entrar en su apartamento se quita siempre los
zapatos. Le gusta observar todo ordenado. Una palma natural pequeña sobre la mesa del
centro de la sala, su título de licenciatura colgando en la pared de la sala, la mesa del
comedor sin una sola migaja sobre ella, las cortinas ondeando por el viento que entra por
la ventana de la sala y lo refresca todo.
En la habitación que utiliza como estudio se alzan dos grandes libreros atiborrados de
libros de economía. Sobre su escritorio guarda una colección de monedas de distintos
países en un alhajero que compró en Puerto Vallarta. Es el único recuerdo fuera del cajón
del tocador en su recámara en el que objetos como una rana de bronce, una caja de
aluminio para galletas llenas de cartas, dos álbumes de fotografías, un rollo de cámara
fotográfica que nunca fue revelado, un par de calcetines y un dije de oro con la imagen de
Judas Tadeo conviven -si es que se puede decir de ese modo- en la oscuridad casi
perpetua donde el tiempo juega a las escondidas, que solo es perturbada una o dos veces
al año, cuando a David se le acumulan las añoranzas por lo que ha dejado de ser.
Su andar por la calle es despreocupado y a veces incluso negligente. Camina con los
audífonos en las orejas, atraviesa calles aunque los semáforos indiquen que no lo haga,
acaricia perros callejeros, se hizo amigo de un anciano loco al que ve regularmente en
una plaza del centro y hablan sobre la monotonía de la vida, del matiz innecesario de la
preocupación que parece tergiversar todo. Le cuenta anécdotas imposibles, como aquella
en la que conoció al tataranieto del Quijote. Al despedirse el viejo siempre dice “hasta
luego, hijo” y observa a David alejarse hasta que lo pierde de vista.
En el edificio, sin embargo, la convivencia con los ancianos es algo diferente. La señora
Abigail traba la puerta del edificio en cuanto el reloj marca las 11 de la noche, acto que
David desde el principio vio con cierta ternura aunque supiera que lo hacía por molestarlo.
Lo había descubierto un par de veces en la madrugada, tirado sobre una de las jardineras
a las afueras del edificio. Le molestó porque, según ella, daba mala imagen al vecindario.
¿Que no es más cómoda tu cama? Nomás un loco se tira afuera del edificio donde
vive. Vas a atraer vagabundos.
David se esforzó por no soltar una carcajada. Aquella mujer pálida y sola, estaba
acostumbrada ya a solo un ritmo, un tipo de vida; cualquier irrupción debía ser
desarticulada lo más rápido posible. La segunda vez que lo descubrió fue más enérgica.
Sostenía con su mano un balde lleno de agua que apenas podía, en el que flotaba una
jícara de plástico. David estaba acostado sobre la jardinera de cemento a unos cuantos
metros de donde ella fingía regar un par de obeliscos. Sin aviso alguno, sintió cómo su
cara, su pecho y su hombro izquierdo, habían quedado empapados.
Ya le dije que usted va a atraer vagabundos si sigue haciendo esto. ¿Que no tiene
su casa?
La escena no lo desconcertó del todo. Pero amplió la distancia entre esa anciana sola y la
posibilidad de buenas conversaciones de vez en cuando. Porque eso es lo que a ellos les
hace falta -David pensaba- con quien conversar.
Un par de semanas después de lo sucedido, el dueño del edificio tocó en la puerta del
departamento de David. No estaba. Se había quedado en la biblioteca tratando de
descifrar unos textos sobre econometría financiera. El dueño escribió una nota y la pasó
por debajo de la puerta. Al llegar, David la recogió del suelo, jaló una silla de la cocina en
la que colocó su mochila y comenzó a leerla:
El crujido de una de las puertas del par de oficinas se escucha, luego una risa muy grave
que a David le recuerda a un personaje transexual de una película de la que no recuerda
ni título ni director. La señora Abigail está saliendo de la oficina y se despide
agradeciendo las atenciones etcétera. El señor Maldonado mira hacia el mostrador y
descubre a David, quien tiene fruncido el ceño. La señora Abigail camina por el pasillo
dice “adiós muchachita” manteniendo una sonrisa de anciana que nunca se sabe si es
sincera o maliciosa. A David ni siquiera lo voltea a ver. La mujer del mostrador dice “hasta
luego señora Abigail, que tenga buenas noches”. Hace tronar el chicle que tiene en la
boca y regresa su atención al celular.
El señor Maldonado hace un ademán con ambas manos indicándole pasar a su oficina. Al
entrar le pide que tome asiento en una silla frente a su escritorio. A David le parece
ridículamente anticuado, de plástico rojo, con las orillas redondeadas. Le causa sorpresa
la falta de sutilezas en aquel sitio. Nada parecía estar fuera de lugar. Pensó en su alhajero
con monedas extranjeras. ¿No era algo que se esperaba que estuviera en otra parte?
¿No mantenía él ese equilibrio en el mundo con su alhajero, de que algo siempre
estuviera descolocado o, en menor instancia, en un lugar impreciso, como guardar el
dinero en una caja de cerillos y no debajo de la cama? Solo basta una variable, aunque
todo lo demás esté constante, para que el rumbo sea distinto, para que la contradicción
aparezca, para que la vida sea menos simple. ¿No era por eso que tomaba diferentes
rutas de autobuses al volver de la escuela? ¡Ah! La rutina. Preferir de vez en cuando
cambiar la calle por la que se camina para llegar más rápido al destino.
¿Cuánto tiempo toma pensar todo esto? Basta que quien está frente a ti trate de
acomodarse la corbata y decida comenzar a hablar.
Verás…
Maldonado comenzó a abrir un cajón de su escritorio. Una foto, seguramente es una foto,
pensó David. ¡Lo sabía! ¿No era demasiado obvio?
David no sabía qué había pasado exactamente. Al salir de la oficina del señor Maldonado,
la treintona de la recepción seguía en su celular. No se despidió. Caminó hasta el edificio
y subió las escaleras de dos en dos los escalones con parsimonia. Al llegar a su
departamento fue a su habitación, se tiró en la cama pensando en el cansancio de buscar
otro lugar. El cansancio de otro lugar.
Durante esas semanas, David había conseguido una habitación en una casa administrada
por un sujeto que parecía demasiado serio para tener 25 años, con lentes de fondo de
botella y piel amarillenta. La había apartado ya, pues sabía que tenía el tiempo encima y
que por esas fechas hay muy pocas habitaciones en renta.
Lunes. 7.40 de la mañana. David bajaba las escaleras. La señora Abigail y Eduviges, la
del 4, discutían en el primer piso.
Subió corriendo. Bajó un par de bolsas negras atiborradas de ropa sucia, jabón y
suavizante. Mientras la señora Abigail doblaba su ropa de cama, con la astucia de
anciana que nota diferencias, fijó su mirada en un par de calcetines que eran
notablemente diferentes al resto de los calcetines que David vaciaba a la lavadora.
Eran de color amarillo y tenían manchas azules en forma de círculo. Ella tenía razón, eran
horribles. David le dio una sonrisa forzada. La señora Abigail terminó de sacar sus
sábanas y se fue a su departamento. David puso su ropa a lavar y subió. Trató de
entender un texto sobre la balanza comercial entre México y Estados Unidos durante esa
media hora. Al cumplirse el tiempo bajó rápidamente las escaleras, llegó hasta el cuarto
de lavado y comenzó a sacar su ropa. Negra, negra, negra. Amarillo. Apartó el calcetín.
Negra, negra, negra, negra, negra, negra. ¿Dónde estaba? Revisó de nuevo el montón de
calcetines limpios, dentro de la lavadora, por el piso. No estaba por ningún lado.
Sin saber muy bien qué pensar, aunque imaginando lo que ustedes también imaginan,
David, consternado, metió todo en la secadora, puso otra carga de ropa y subió a seguir
leyendo, pero no pudo concentrarse. ¿Para qué quería ese calcetín? ¿Lo hacía solo por
molestar?
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Avanzar en reversa.
El tiempo juega a las escondidas.
De los vecinos, de quienes sabe poco, no ha hecho más que conjeturas durante los 4
años que ha estado viviendo ahí.
Esa mañana de sábado, mientras separaba la ropa por colores, Daniel pensó que el dolor
no enseña nada en realidad, que solo se siente en sus respectivas gradaciones de las
que no se pueden obtener conclusiones concretas. Dejó salir una sonrisa de la que fue
testigo un calzoncillo naranja que sostenía en las manos y que dejó caer luego sobre el
montón de ropa de color.