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CRÍTICA A LA CONCEPCIÓN Y TRATAMIENTO PSIQUIÁTRICOS DE LAS

ENFERMEDADES MENTALES, CON UNA PROFUNDIZACION EN LA

PSICOSIS.

Sé que es muy apresurado intentar hacer una crítica a una rama de la

medicina, con una tradición de varios siglos, cuando sólo se cuenta con un

acercamiento poco profundo a ésta, acompañado sí de un gran interés de algo

mas de tiempo sobre el tema. Y admito que tengo cierta predisposición en la

orientación de mis ideas por motivos de crianza, y debido a una experiencia

cercana con la psicosis –tema central de mi discusión-, que me permitió

visualizar de cerca, la forma del diagnóstico y los tratamientos psiquiátricos a

éste trastorno; sin embargo intentaré ser lo mas objetiva, que me sea posible

en lo que expongo.

La psiquiatría es una rama de la medicina, que intenta, por un lado, entender

y explicar el contenido y el funcionamiento del cerebro –llamado por algunos

mente, por otros psiquis, etc.—, y por otro, comprender la dinámica de las

enfermedades mentales, en busca de un tratamiento, que en los mejoras

casos, las “cure”, o que por lo menos las controle.

Ahora, tras una revisión bibliográfica, realmente no muy extensa pero harto

reflexiva, sobre todo, tras la tendencia de representarme una imagen de la

concepción que tiene la psiquiatría de las enfermedades metales, y muy en

comparación con la idea que me he ido formando sobre la noción de las

mismas que tiene el psicoanálisis, principalmente con Jung; me doy cuenta de

que éstas, se consideran como disfuncionalidades sociales, como


enajenaciones ante la realidad, como falta de adaptación a la colectividad, y así

se concibe tanto desde la psiquiatría, como desde la psicología.

Sin embargo, una diferencia trascendental de la psiquiatría con la psicología,

es que la primera, como parte de la medicina, y todavía bajo el influjo

anatomoclínico del renacimiento, se convierte en reduccionista, al intentar

explicar los funcionamientos, a raíz de lo visible y medible, de lo anatómico y

aquello que puede dilucidarse de lo fisiológico y lo bioquímico. En palabras de

Jung: la psiquiatría “está encaminándose, o ya ha llegado a poner el órgano –el

instrumento-, por encima de la función. La función se ha convertido en el

apéndice del órgano, la psiquis es el apéndice del cerero”, por eso “ha

adquirido la fama de ser de un fuerte materialismo, y con justa razón”.

Según Jung, de finales de siglo XIX y principios del XX, muchas de las

enfermedades mentales existentes no tienen una correlación

anatomopatológica. Ahora, tras la visible sofisticación de los instrumentos y con

ella, entre otros avances, el de la bioquímica, se han dado explicaciones, desde

éste punto de vista, a muchas anormalidades que antes no tenían

esclarecimiento físico; pero siguen habiendo excepciones, como es el caso de

la histeria, que en la actualidad está casi erradicada (por razones que

desconozco).

Con esa tendencia reduccionista, la psiquiatría no sólo intenta explicar las

“afecciones psíquicas”, sino que también fundamenta en ella la forma del alivio:

básicamente, el tratamiento farmacológico, y a él nos vamos a referir ahora:

Se piensa que el organismo tiene un descontrol, ya sea por predestinación

hereditaria o por múltiples presiones de la vida luego de la concepción, y que

ésta es la causa de la enfermedad o del episodio determinado (pues puede


darse el caso de que sea de aparición súbita, dure un tiempo y luego

“desaparezca”). Luego, tomando lo anterior como punto de partida, se usan

como tratamiento, sustancias químicas para reestablecer los “valores

normales” de los neurotransmisores que se suponen deficientes o

sobreproducidos.

En términos generales, se usan medicamentos con dos tipos de efectos

resultantes: los antisicóticos, que disminuyen o suprimen las alucinaciones y

las ideas delirantes; y aquellos que producen sedación y somnolencia. Esto sin

hablar de los múltiples efectos secundarios, entre los que se incluye la

aparición de contracciones musculares innecesarias en todo el cuerpo (ejemplo

de esto es el parkinsonismo), y con ello cierta disfuncionalidad motora, el

aumento de peso, mareo, en ocasiones visión borrosa, boca seca, impotencia

sexual, galactorrea, y exceso de pasividad, que disminuye la interacción social,

cuando ya la enfermedad misma la dificulta.

Realmente me lleva a pensar, y no se me hace así difícil, entender por qué el

tratamiento psiquiátrico casi nunca es curativo, mucho menos preventivo, como

sí puede llagar a serlo la psicología en general, que puede incluso tratar

personas no consideradas enfermas, ayudándoles a superar dificultades

externas, o netamente internas, evitando mayor descontrol. Y digo que no

curativo, pues generalmente éstos tratamientos son administrados de por vida;

resultan como una empecinación por controlar, por normalizar, por apaciguar el

comportamiento del “atormentado” o el “atormentador”.

Por otro lado, me parece curioso resaltar que los medicamentos utilizados

ahora, en el tratamiento de los trastornos sicóticos, son prácticamente los

mismos desde su aparición. No obstante, apenas desde 1952, se usa la


cloropromazina, que fue fabricada luego de la reserpina, que sí entró en

desuso. Antes de los medicamentos, tenemos las historias, muy medievales e

inhumanas, del trato a los “locos”, en el que se incluyen las torturas, las

masacres, los encierros y aislamientos, siempre que no se ha podido

aconductuar a los patrones de normalidad de la época, a las osadas, distintas y

desafortunadas personas.

Como ya había dicho, la psiquiatría considera desórdenes orgánicos como la

causas de la enfermedad mental, y usa el tratamiento en éste sentido; pero no

se preocupa en por qué el organismo se descontroló, que tal vez sea la real

causa profunda, lo que finalmente coincide con la ausencia de una solución al

problema.

¿Y será que lo que llamamos anormal, si lo es? ¿Por que denominamos a

determinadas conductas como enfermedad?, ¿Cómo sabemos que es anormal,

y que no lo es?, ¿Son nuestros niveles de neurotransmisores normales, y

nuestra percepción, sensación e ideas, reales o acordes con la realidad

externa? ¿Sí estamos considerando, que la percepción del mundo es

totalmente sujetiva, y dependiente del mundo interior? Podemos tomar en

cuenta que uno no ve con los ojos, ni siente con la piel, sino con el cerebro,

ejemplificado por ejemplo, en el síndrome el miembro fantasma, que se da en

las amputaciones. De todas maneras, bastante difícil comprobarlo, por lo

menos en éste momento histórico.

Es que se necesitan ciertos comportamientos, percepciones y pensamientos

para vivir en sociedad y para ajustarse a ella. Y sí, podemos decir que esto es

cierto, pero el problema radica en no interesarse especialmente en las causas,


limitándose a establecer comportamientos deseables e indeseables

socialmente.

Otro ejemplo comparativo es la clasificación de las enfermedades. El

psicoanálisis basa la clasificación de los trastornos mentales, según sus

manifestaciones o síntomas, pero también según sus causas. Jacques Lacan,

dice en su libro La Familia, y especialmente en el capítulo: “Los complejos

familiares en patología” (definiendo familiar como aquello que no es de carácter

congénito, denominando éstas como hereditario), que los complejos familiares,

cumplen una función formal en la psicosis y una función causal en la neurosis,

siendo éstos, dos grandes grupos, en los que se incluyen la mayoría de los

trastornos específicos para esta corriente explicativa. En la psiquiatría, la

clasificación es mucho mas dispersa y se basa principalmente en la similitud de

las manifestaciones clínicas.

Finalmente, sería descabellado concluir que debido a que la percepción de la

realidad es enteramente sujetiva, debemos dejar a cada uno la tarea de decidir

de que manera ve el mundo, y sobre todo, la forma en la que responde ante él,

guiado solamente por su singularidad y particularidad; pues, vivimos en un

universo social y necesitamos ciertas normas de convivencia; pero también,

somos por naturaleza seres sociales, y por éste motivo –hecho que también

reconoce la psiquiatría— la mayoría de las persona “enfermas” siente angustia,

y deseos de cambiar ciertas percepciones y comportamientos en su mundo

individual y en su entorno.

Sí, eso es cierto, pero el cuestionamiento gira en toro a la poca importancia

que se da, a las causas de las aberraciones mentales, que también

fundamenta el tipo de tratamiento que reciben las personas afectadas. Se tiene


la fuerte tendencia a hacer desaparecer los síntomas indeseados, sin tomar en

cuenta que representan todo un mundo, incluso bastante similar al de las

personas consideradas sanas; y que es reduccionista pretender que se

comprende, y puede resolver, por métodos decididamente bioquímicos, hecho

que equivaldría mas o menos, a reducir el pensamiento, a la estructura de las

células cerebrales de determinadas localizaciones, y su funcionamiento.

Abarcando aún mas con la idea, dice Jung: “Nosotros, los sanos, con ambos

pies ubicados en la realidad, únicamente vemos la destrucción del paciente en

este mundo, pero no la riqueza de aquella parte de la psiquis que está apartada

de nosotros”, y hablando de la esquizofrenia, como la demencia precoz: ”…

todavía no estamos, ni remotamente, en condiciones de explicar todas las

relaciones de este mundo oscuro”, “ Aún las cosas mas absurdas son símbolos

del pensamientos, que no sólo son comprensibles en términos humanos, sino

que se encuentran presentes en todo ser humano. En el enfermo mental no

encontramos nada nuevo y desconocido; observamos los fundamentos de

nuestro propio ser, la matriz de aquellos problemas vitales con los que estamos

todos comprometidos.”

Zatría Vallejo Zuluaga


BIBLIOGRAFÍA

JUNG, Carl G. El contenido de la psicosis. Psicogénesis de las enfermedades

mentales/2, Barcelona: Editorial Paidos, 1992. pp. 11, 12, 13, 33, 34.

LACAN, Jacques. “Los complejos familiares en patología”, En: La familia,

Argentina: Editorial Homo Sapiens, 1977. p. 115.

GÖMEZ, Carlos. “Antipsicóticos típicos y atípicos”, En: Fundamentos de

Psiquiatría Clínica: niños, adolescentes y adultos, Bogotá: Editorial Ceja, 2002.

pp. 659, 660.

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