Está en la página 1de 16

1

Padre Cósimo nació en Lucca, una ciudad de Toscana, el 12 de diciembre de 1619.

Su padre se llamaba Vicente Berlinsani y su madre Camilla Pinocci, y su familia se distinguía por
su cultura, honradez y piedad cristiana.

Cósimo tenía un aspecto dulce, un carácter alegre en un corazón inclinado a la virtud, por ello
a temprana edad ingreso al seminario. En aquellos años creció mucho en el fervor y con su
modestia, mansedumbre y sencillez, ganó la estima y el cariño de los que se le acercaban.

No teniendo todavía la edad mínima que se requiere para la ordenación sacerdotal, fue
ordenado a tal dignidad con particular dispensa del Sumo Pontífice. Durante su Primera Misa
su rostro ardía de tal fervor y su mente estaba sumergida en la contemplación del Divino
Sacrificio.

Aunque su fervor sobresaliera, no llenaba sus profundos deseos del corazón. Decidió, por lo
tanto, abandonar el mundo y dedicarse por entero a Dios en la vida religiosa. Dado que su
ternura hacia la Madre de Dios era el alma de todas sus acciones ingresó a la Orden de los
Clérigos Regulares de la Madre de Dios.

Lo que más edificaba en este Sacerdote novicio era su recogimiento interior, su paciencia, su
escrupulosa modestia y la puntual observancia, por ello tuvo la fortuna de conquistar la
simpatía de todos.
Le asignaron el servicio completo en la iglesia Santa María in Campitelli. La limpieza, el orden
y el cuidado con que trabajaba en la Iglesia revelaban la pureza de su alma y el profundo
respeto por Dios. Cuanto más se prodigaba por el prójimo, tanto más era admirado por la
gente y le abrían su corazón, confiándole los secretos de su conciencia. Por eso los Superiores,
seguros de que P. Cósimo estaba bien provisto de ciencia, bondad y sabiduría, lo destinaron a
oír las confesiones, no habiendo aún cumplido los treinta años. Desempeñó su tarea con
mucho provecho para las almas. Era severo e incapaz de las más viles condescendencias, se
ganaba a los pecadores sin hacer gracia a los pecados. De hecho, el ser ya penitente del P.
Cósimo era una especie de orgullo y se deducía por aquella nota de extraordinaria seriedad
espiritual. Su reputación de óptimo confesor se extendió muy pronto en toda Roma, y muchas
almas, inflamadas del amor a Dios, acudieron a él con el único propósito de alcanzar la
perfección cristiana.

En ellas el padre trató de aumentar las benditas llamas y los santos deseos, no escatimando ni
tiempo ni cansancio con el solo propósito de presentar a Dios un sacrificio más agradable.

La persona que más hizo honor a la dirección espiritual de P. Cósimo fue Anna Moroni, que
fue el brazo derecho de P. Cósimo en la fundación de las Convictoras del Niño Jesús.

Anna nació en Roma el 6 de marzo de 1613 Anna nació con tal natural belleza, que no tenía
nada que envidiar a ninguna otra mujer en este aspecto. Su personalidad correspondía a su
extraordinaria belleza exterior: vivaz, perspicaz, brillante, pero un poco resentida y
vehemente. Uno de sus hermanos, que tenía el especial cuidado de su educación, una vez le
dijo que, si no se moderaba en su conducta, después de la muerte le esperaba el infierno.
2

No teniendo ella más de cinco años, sin saber lo que estaba diciendo, respondió: “¿Qué me
importa si tengo que ir o no al infierno una vez que esté muerta?”

Entonces el hermano la reprendió con seriedad y empezó a explicarle acerca de la


inmortalidad del alma, por lo cual después de la muerte, según los méritos de cada uno, se
sobrevivirá eternamente o en el cielo entre los bienaventurados o entre los tormentos del
Infierno. Estas verdades causaron tal impresión en la mente de la niña, que le sirvieron para
orientar todo el curso de su vida, y para superar, con frecuentes y gloriosas victorias, la
extraordinaria vivacidad de su naturaleza.

En el sufrimiento Anna siempre confiaba en María y la Virgen recompensó su confianza,


mostrándole en las vicisitudes de la vida, su protección.

Mucho antes de cumplir los 20 años se encontró sola después de perder a sus padres su
hermano y sucesivamente a su tío monseñor. Su hermano religioso estaba lejos y todos los
otros parientes la abandonaron.

Por una particular gracia de Dios, que en medio de los percances de la vida quiere poner de
relieve las virtudes de sus hijos, a sus 29 años de edad, fue a servir como ama de llaves de la
marquesa Anna María Costaguti, casada con el marqués Gregorio Serlupi y luego con el conde
David Vidman. En realidad, esta señora, tanto noble como devota, se dio cuenta de las
particulares cualidades de Anna y la trataba como si fuese su propia hermana.

Pero, ¿quién pudiera describir las duras pruebas que se encontró Anna antes de entrar en la
casa de esta señora? Lo cierto es que, a pesar de sus tribulaciones, sintiendo sobre sí la mano
de la Madre de Dios, siempre se mantuvo firme y constante; su virtud triunfó sobre todas las
tentaciones que, muchas veces, el diablo tendía a aquella inocente paloma.

Dios quiso que aun allí le acompañase una cruz muy pesada.

Su modestia, su aislamiento, su huida de las diversiones, su devoción, su porte modesto y


reservado, etc., eran objeto de murmullos, de desaprobaciones y hasta de sarcasmos de
parte de algunas de sus compañeras muy ligeras y poco devotas. Éstas, tan pronto como la
conocieron, se lanzaron en su contra y le etiquetaron apodos, entre los menos ofensivos,
aquello de “extravagante”, “hipócrita”, “soplona de la dama”. Anna sufría todo esto con
paciencia y caridad, devolviendo bien por mal.

Anna, entonces, tomó la decisión de llevar una vida de consagrada mediante la realización
personal del voto de virginidad perpetua, aun permaneciendo en el mundo. Sin embargo, el
demonio no pudo soportar que Anna llevase a los palacios donde vivía y frecuentaba la
santidad de los monasterios…

Anna aprendió a defenderse con firmeza de estos ataques, con la gracia de Dios, invocando los
nombres dulcísimos de Jesús y María y reprendiendo a los espíritus infernales, llamándolos
soberbios, celosos y cobardes. Armada de las oraciones, los ayunos, los cilicios y las demás
disciplinas, se tornó poderosa para sus enemigos espirituales y logró salir airosa cada vez
que le tocaba enfrentar el combate.
3

Cuando falleció su padre espiritual, siendo aún párroco de Campitelli, la dirección espiritual de
Anna pasó a las manos del P. Cósimo, aproximadamente hacia el año 1649.

El P. Cósimo, experimentado e iluminado maestro espiritual, no solía creer fácilmente en la


santidad de las mujeres, conociendo de antemano tantas equivocaciones en este ámbito. Por
lo que empezó a tratar a Anna con gran severidad, no sólo por medio de palabras sino
también mediante hechos. Una vez, por ejemplo, ella se había resentido sin motivo grave con
una compañera suya; cuando le confesó al padre su culpa, éste le dio como penitencia que,
hasta nueva orden suya, todos los días, mañana y tarde, curase a aquella misma compañera
sus llagas purulentas y con su lengua purgase aquella nauseabunda materia que se había
formado. El estómago de Anna no estaba dispuesto a imposiciones tan extremas, sin embargo,
su gran voluntad y obediencia le permitieron superar los rechazos naturales, logrando así una
gloriosa victoria. En otra ocasión, después de haber pedido permiso para llevar en la cabeza
durante tres horas en su habitación una corona de espinas, P. Cósimo aprobó, pero con una
variación que agravaba considerablemente ese ejercicio de penitencia: le ordenó que la llevase
no en su habitación, sino mientras estaba en la mesa con sus compañeras.

Habiendo superado todas las pruebas que le había encomendado su confesor, por fin alcanzó
plenamente ser premiada por éste, recibiendo el permiso de realizar el voto simple de
castidad, que ya lo había hecho, y de añadir también los votos de pobreza y obediencia hacia
su director espiritual. Además, obtuvo la autorización de poder recibir todos los días la santa
Eucaristía, como lo había deseado desde hace ya mucho tiempo.

Dado que el servicio que prestaba a su señora le impedía poder comulgar cotidianamente y,
sobre todo, porque le parecía que habitar entre los nobles de la alta sociedad en el mundo, el
polvo mundano habría podido ofuscar su corazón, consiguió, no sin gran dificultad de parte de
su señora, ceder a una compañera suya no solamente su sueldo, sino también su ropa, su
habitación y el honor de ser la primera dama de tan noble señora, pero no aceptó el
alejamiento de alguien a quien tanto amaba, le pidió que se quedara con ella, ofreciéndole que
habitase la casa adyacente al palacio Serlupi, y que el cuarto de Anna tuviese una entrada
directa a sus habitaciones.

Anna, dejando de lado cualquier preocupación superflua, en compañía de la hermana Dianora


Bertini, Terciaria franciscana, finalmente pudo dedicarse sin reservas a las dulzuras de la
contemplación, a los rigores de las más crudas penitencias y a los ejercicios de la más sólida
piedad dando una prueba incluso en el hábito que llevaba, pues se trataba de un vestido muy
modesto de color marrón rojizo oscuro, en honor de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de
santa Teresa, el mismo que habría servido de modelo a las primeras Convictoras del Niño
Jesús.

Anna había recibido como regalo una hermosa artesanía de Lucca representando al Salvador
en su infancia. Con la santa simplicidad que sólo Dios puede inspirar a un alma inocente,
declaró al Confesor que quería ser su Nodriza, y que le diera todas aquellas instrucciones que
estimara más aptas para esto.

Si bien la devoción del P. Cósimo hacia el Santo Niño era tierna, la novedad del pedido lo
mantuvo perplejo. Pero en seguida, acordándose de lo que había dicho Beda, el Venerable,
4

que es bienaventurado quien por haber escuchado la palabra de Dios concibe por la fe, la
cuida con las buenas obras y la engendra en sí y en el corazón del prójimo, vencido por quien
se había hecho santamente inoportuna, escribió, y después hizo imprimir, un librito titulado:
La Nodriza espiritual del Niño Jesús, o sea el modo de cuidar y hacer crecer espiritualmente al
Niño Jesús en el propio corazón.

Muerto a causa de la peste el Párroco de Santa María en Campitelli, todos conocían el fervor y
la óptima preparación de P. Cósimo. Conocían también su coraje con que varias veces se había
expuesto aun al peligro del contagio. Tampoco esta vez se habría echado atrás, aunque la
toma de posesión se retrasó un mes. Se tenía miedo que Padre Cósimo hubiese contraído la
peste en el Lazareto de San Eusebio cuando fue a suministrar el Sacramento de los Enfermos a
una pobre señora. El peligro era evidente. No tuvo la suerte de morir, como aconteció a
algunos cohermanos suyos ejerciendo aquel acto de heroica caridad, porque la Providencia lo
conservaba para bien de muchas personas más. Buscó restablecer su salud y, una vez sanado,
se puso a disposición de los feligreses.

En el nuevo Párroco todos encontraron un Pastor y un Padre, modelo de virtudes y guía


segura hacia el Paraíso.

Quien lo buscaba estaba seguro de encontrarlo en el confesionario, al lado de un enfermo o a


los pies del Crucificado para interceder por su grey las bendiciones del Cielo.

Fue confirmado en este cargo varias veces, el mismo que ocupó por un periodo de casi 30
años, buscando siempre, y en todas las formas, santificar el pueblo que se le había confiado.

Padre Cósimo se preocupaba de todas sus ovejas, pero tenía un cuidado particular con Anna
Moroni. La guiaba en la vida espiritual para que en aquella práctica pudiera progresar en la
contemplación y en la acción. Pronto se dio cuenta que estaba dotada de todas las
capacidades necesarias para ser una excelente maestra. Así, hacia el año 1662, le pidió abrir
una escuela para jovencitas y enseñarles la oración, la modestia, la mortificación y otras
virtudes cristianas. Además, darles las primeras nociones del alfabeto y de trabajos
manuales.

Anna hizo todo lo que se le pidió y en poco tiempo el número de las alumnas llegó a cuarenta y
aumentaba siempre más bajo la guía hábil y experta de la Señorita Moroni. Para evitar que las
jóvenes perdieran tiempo en cosas inútiles, Anna las tenía en la escuela de la mañana a la
tarde. Gracias a sus habilidades, y también para satisfacer el deseo de algunas más fervorosas,
formó el grupo de las educandas que permanecían en su casa. Gastaba todo para su educación
y no dejó para sí más que su confianza en Dios y en la operosa caridad de su confesor.

Para dar algunas buenas orientaciones al grupo, Padre Cósimo fijó algunas reglas, para las
cosas prácticas y materiales y para las espirituales.

Como primera regla indicó el ejemplo y la vigilancia de la maestra.

Si bien toda Roma reconocía las cualidades educativas de Anna, no era prudente continuar
enseñando sin la aprobación necesaria, que llegó pronto.
5

Sin que nadie lo pensara, se estaban poniendo las bases para una nueva Congregación.

El Señor, queriendo dar cumplimiento a su obra, dispuso que una mañana, estando el P.
Cósimo en el confesionario en nuestra iglesia, se le presentaran nueve chicas. Éstas
declararon que querían recibir la Comunión porque una cierta señora les había prometido,
por aquella circunstancia, a cada una, una moneda del valor de un julio. El confesor las
examinó cuidadosamente y las encontró sin ninguna preparación para recibir el Sacramento,
además, algunas no habían guardado el ayuno necesario. Al escuchar esto el padre se quedó
sin palabra; y, al pensar en la gran irreverencia que implicaba pretender recibir la santísima
Eucaristía en ese estado, se llenó de horror. Por lo que, habiéndolas instruido cuanto le
permitía la brevedad del tiempo, les pidió que regresaran en unos días, después de haber
pasado por la señora Moroni a fin de aprender mejor las disposiciones que se deben tener
para recibir dignamente el Pan del Cielo y, para que no se fueran desconsoladas, regaló a
cada una la moneda que se les había prometido.

Este sencillo episodio, con el cual las Convictoras de Roma dan inicio a un Libro que contiene
los principios fundamentales de su Congregación, hizo reflexionar al padre Cósimo acerca de
la necesidad que tienen las mujeres, especialmente cuando son pequeñas y de condición
humilde, de instruirse en lo concerniente a la profesión de la fe y, de manera particular,
adquirir las disposiciones más adecuadas para recibir los sacramentos de la Confesión y de la
Comunión. El padre, por experiencia, sabía que, si uno se acerca indignamente por primera vez
a estos sacramentos, luego este sacrilegio se hace un mal hábito que le acompañará, quien
sabe si por muchos años o durante toda la vida. Para prevenir este gran inconveniente, pensó
en la necesidad de adoptar una esmerada preparación, semejante a aquella que, con tanto
provecho, usan los padres de la Misión, con las personas que se preparan para recibir las
Ordenes Sagradas.

Manifestado su pensamiento a Anna, ella lo aceptó con agrado y gran entusiasmo. Aunque la
idea era estupenda y ambos estaban conscientes de que la realización era muy difícil, llenos de
confianza en la ayuda de Dios y con la rectitud de sus intenciones, acordaron fundar una
nueva Congregación de Vírgenes, dedicada al bien espiritual de sus miembros y a la salvación
del prójimo, mediante los siguientes fines:

Primero: Recibir en casa, de manera gratuita y por amor a Dios, durante ocho o diez días, a
las jóvenes que, con la aprobación de su párroco o confesor, desean recibir por primera vez
la Santa Comunión, a fin de enseñarles los conocimientos fundamentales de la fe cristiana y
las debidas disposiciones para acercarse dignamente a recibir el Pan de los Ángeles.

Segundo: Recibir por ocho o diez meses, y aún más si fuera preciso, a aquellas jóvenes que,
teniendo la edad suficiente, la dote y la carta de aceptación, desean ingresar en los
monasterios que están fuera de la ciudad de Roma, especialmente en las pequeñas aldeas,
donde muy a menudo faltan los buenos directores espirituales. Durante este tiempo serán
educadas no sólo en los consejos evangélicos que piensan profesar, sino también en las
obligaciones que contraen para caminar en la perfección evangélica. Además, se ejercitarán en
la humildad y la obediencia, virtudes indispensables, juntamente a la oración y a la
mortificación, para plasmar en sí el espíritu de una verdadera religiosa.
6

Tercero: Acoger, de la misma manera, a todas aquellas jóvenes, viudas o casadas que, con el
permiso del Cardenal Vicario de Roma y de sus Padres o parientes, desean hacer un retiro
espiritual por ocho o diez días.

Otra actividad importante de la Congregación es aún la de doblar los pliegues de las albas, las
sobrepellices y otros ornamentos similares. Las Convictoras eran tan expertas y precisas en
esto que varios Sumos Pontífices, les confiaron y aun se les confía, el servicio de la Capilla y del
Palacio Apostólico.

P. Cósimo siempre se empeñó en describir las obras y redactar las reglas necesarias para su
realización.

Sus escritos recibieron siempre aplausos y una grandiosa aprobación de numerosos e


importantes teólogos, hasta el punto de ponerlo en gran dificultad a causa de su modestia.

El primer fin concernía en particular a los párrocos. Por lo tanto, Padre Berlinsani les envió una
carta y 85 párrocos la aprobaron.

Cerca de la fiesta de la Natividad de la Beata Virgen María, en el año 1671, Anna y P. Cósimo,
de entre las veinticuatro jóvenes hospedadas por la Moroni como estudiantes, escogieron a
doce, en honor a los Doce Apóstoles, estimadas como más capaces y meritorias, para que
constituyeran los fundamentos de la nueva Congregación.

Las doce escogidas, que ya habían sido advertidas en privado de su elección y de la


congregación que se había determinado fundar, fueron convocadas todas juntas, donde estaba
el P. Cósimo y Anna, para tener el primer capítulo de la casa.

Expuestos nuevamente los fines de la Congregación, todas dieron su consentimiento,


mostrándose dispuestas a obedecer a Anna hasta la muerte. Escuchado esto, la humilde sierva
de Dios se arrodilló a sus pies rehusando la tarea de superiora, suplicándoles con ardientes
instancias que eligieran a otra, a la cual hubiera obedecido aun ella. Aquellas vírgenes se
quedaron atónitas y se llenaron de lágrimas al verla así arrodillada, declarando que ella y sólo
ella tenía que ser la Superiora. Nació una piadosa discusión, con Anna que insistía en no querer
aceptar el gobierno y las jóvenes en declararse sus hijas.

P. Cósimo entonces calmó la situación, disponiendo que la elección se hiciera con voto secreto,
que la confirmó como superiora de por vida. Anna, no dudando más que fuese la voluntad de
Dios, dio su consentimiento. En seguida fueron elegidas algunas de aquellas jóvenes para
desarrollar las tareas necesarias en la comunidad, a la cual se dio el nombre de Convictoras
del Santísimo Niño Jesús, por la gran devoción que P. Cósimo, Anna y todas tenían por la Santa
Infancia del Divino Redentor. Su deseo era vivir de acuerdo con el estilo de vida religiosa, sin
embargo, optaron por usar el hábito seglar para poder acercarse fácilmente a las señoritas y
las personas a las que atendían. Decidieron adoptar un sayal simple, de color pardo oscuro, un
modelo modesto y de religiosa apariencia.

El Fundador quería que sus hijas ascendieran al más alto grado de perfección. Por lo tanto,
pensando en dar a la Congregación una cierta estabilidad, propuso a las Convictoras emitir el
voto de perseverancia en la Congregación y la promesa de observar los consejos evangélicos
7

de pobreza, castidad y obediencia. La propuesta fue recibida con gran alegría como inspirada y
deseada por Dios y el 2 de julio de 1672, el día de la Visitación de la Virgen María, ante todas
las demás, Anna Moroni pronunció públicamente la fórmula de la promesa.

Si, por un lado, el padre Cósimo y Moroni dieron una excelente estabilidad espiritual a la
nueva Congregación, no pudieron hacer lo mismo con respecto a los bienes materiales.

Llegó el momento en que Dios decidió recompensar los grandes méritos de Anna Moroni.

Su regreso a la Casa del Padre comenzó con una grave enfermedad hacia fines de 1674. Desde
entonces, no se preocupó más que por su alma para prepararse mejor para este último viaje. A
fin de no distraerse de este propósito, le pidió al padre Cósimo que la relevara del cargo de
Superiora. Esperando la recuperación de Anna, Berlinsani demostró estar en contra de su
renuncia. Lo mismo hicieron las Convictoras, contentas con el gobierno de la Madre Moroni.
Pero Anna, con su humildad, obtuvo lo que estaba pidiendo. El Padre Cósimo, después de
convocar el Capítulo, organizó la elección de la Sra. Lucrezia, hija de la Señora Ángela Casanova
y del Señor Odoardo Altem, un noble caballero inglés.

Cuando Anna se enteró de que Lucrezia había sido elegida para ser su sucesora, exclamó:
“¡Ahora muero feliz porque veo a mi querida Congregación confiada a quien podrá gobernarla
mejor que yo!”

Anna vivió hasta el ocho de febrero de 1675, siempre repitiendo actos de fe, esperanza,
caridad y arrepentimiento. Ella no temía a la muerte, al contrario, la deseaba, repitiendo con el
apóstol Pablo: deseo ser librada del cuerpo para estar con Cristo.

Recibió los últimos sacramentos y su fervor hizo que todos los presentes se
conmovieran. Pidió perdón e hizo muchas recomendaciones a sus 52
discípulas. Aumentando el número de las Hermanas y de las alumnas tuvieron que cambiar
de casa varias veces: siempre P. Cósimo las visitaba y las fortalecía en la fe. Cuanto más la
comunidad se alejaba de Campitelli, tanto más aumentaba la fatiga de P. Cósimo, también a
causa de su edad avanzada. No por esto, abandonó a sus Convictoras. Se ponía en viaje todos
los días y, a veces, varias veces al día, para proveer a sus necesidades espirituales y materiales.
Y lo hacía con admirable atención, caridad y paciencia.
Yendo de misión en otras diócesis, P. Cósimo tuvo la alegría de abrir una casa de las
Convictoras en Spoleto donde envió a la señora Eleonora Breccika, mujer de grandes virtudes.
La de Spoleto se tiene que considerar la primogénita de la casa de Roma y primera filial de la
nueva Congregación. Cuando volvió a Roma, P. Cósimo dispuso que, además de las actividades,
las Convictoras aprendieran a llevar las cuentas, diseño, pintura, bordado; la lengua latina, el
canto gregoriano y figurado, el órgano y el violín, para después enseñar a las alumnas y formar
también a las candidatas que desearan entrar en la vida claustral.
Trabajó en las Reglas durante 10 años y las dividió en 4 libros, haciendo un compendio de
perfección evangélica.

Su Eminencia el Cardenal Carpegna se oponía a dar la aprobación debido a los bajos ingresos
de la Congregación. Las Convictoras, de hecho, habiendo optado por vivir la vida en común, se
mantenían con las donaciones de algunas más ricas entre ellas, con el trabajo de sus manos,
8

con el poco dinero de las alumnas y con las ofrendas de algunos benefactores conocidos por P.
Cósimo. Pero…una Congregación sin subsidios seguros podría fácilmente fracasar.

El padre Cósimo continuó confiando en la Divina Providencia que intervino varias veces en
favor de sus hijas espirituales.

Nadie dudaba que, de sus inmensas pero fructuosas fatigas, P. Cósimo hubiera recogido
elogios y aplausos. Pero Dios quiso tratarlo como trata a sus verdaderos siervos, permitiendo
que por largo tiempo sufriera y, en lugar de flores, recogiera espinas, para darle después, en el
Cielo, una corona más luminosa.

Muchas personas, que también gozaban de buena fama, tenían como superflua la nueva
Congregación, llena de peligros e incapaz de mantenerse. También los Padres de su Orden, aun
si tenían gran estima hacia P. Cósimo, encontraban motivos para oponerse, si no a la
fundación, por lo menos a la asistencia que él prestaba a las Convictoras.

P. Cósimo, además de ser fundador, legislador y Visitador de las Convictoras, era también su
confesor y su ecónomo, a fin de que, con más tranquilidad y fervor, pudieran dedicarse sólo a
su progreso espiritual.

De hecho, el Padre General ordenó al padre Cósimo que no fuera donde las Convictoras sino
una vez al mes. La prohibición fue para el Siervo de Dios como un rayo del cielo. No sólo se
arriesgaba a despedazar lo que él había construido hasta ahora, sino también su reputación, el
bien de las Convictoras y, lo que más le preocupaba, el servicio a Dios y a la Iglesia. Sin
embargo, con gran paciencia y sumisión a su Superior, respondió solo una palabra:
Bendígame; y, retirándose a la habitación, confió el cuidado de las Convictoras a Dios, a la
Santísima Virgen y a los Ángeles de la Guardia y se fue a dormir. Entregó todo a la Divina
Providencia, sin pensar más en lo que había acontecido.

Algunos, que desconocían la profundidad espiritual de este excelente religioso, pensaban que
comenzaría a gritar y que, respaldado por grandes personajes, con el pretexto de defender la
causa divina, iría a protestar contra la decisión del Padre General. Pero no pasó nada de todo
esto. Su sumisión a los deseos del Superior edificó a toda Roma y le dio más honor que
cualquier otra acción suya.

La ausencia del Visitador tuvo sus consecuencias. El Internado iba de mal en peor, tanto en
asuntos espirituales como materiales.

En este periodo, se hizo la fundación de San Severino, ciudad de la Marca de Ancona, y se abrió
el camino para hacer otra en Rieti.
“He resuelto, así escribe Padre Cósimo, liberarme como se puede ver en el Diario, de cualquier
otra tarea relacionada con los asuntos, tanto materiales como espirituales de las Convictoras, y
dedicarme especialmente a los fines principales y esenciales de la Congregación, que son la
instrucción de las Señoritas para la Primera Comunión, y recibir a aquellas mujeres que
quisieran hacer ejercicios espirituales”.
9

Mientras el P. Cósimo se encargaba de establecer y extender la Congregación de las


Convictoras, Dios planeaba sacarlo del mundo para darle en el Cielo el premio de sus fatigas.

La santidad no tiene un solo camino para ir al Cielo. Yo camino por las sendas de la santidad.
Sin duda el P. Cósimo gozó él también de gracias singulares que Dios quiere regalar a sus
amigos; él usó para sí mismo las más duras austeridades; de una parte se sabe que él
enseñaba a usar la disciplina, cintas de hierro y semejantes instrumentos de penitencia; de la
otra es cierto que no tenía un espíritu doble, uno de conveniencia para gobernarse a sí mismo
y, el otro, de severidad para dirigir a los demás.

La fe, que es el fundamento de cada virtud cristiana, no era en el P. Cósimo una simple luz, que
resplandecía solamente al reflejar los Misterios Divinos; estaba encendida de un vivo ardor,
por lo cual con gusto habría defendido con su muerte cualquier verdad revelada por Dios a su
Iglesia; exclamaba: “Querido Jesús, ¡cuánto me sería dulce y alegre si por Ti pudiera dar la
sangre y la vida! Pero dado que no me has llamado en países infieles para conseguir la palma
del Martirio, lo supliré con las buenas obras, te ofreceré actos de humildad, pureza, paciencia y
obras de caridad, daré ejemplo de todas las virtudes.”

Su amor y su gran fe en la Eucaristía, que por su propia excelencia se titula Misterio de la fe,
siempre lo distinguirá en el ilustre coro de los Fundadores, Congregación en la Iglesia no fue
otro sino que se reciba tal Sacramento con aquellas disposiciones y con aquel respeto que se
debe al preciosísimo Cuerpo y Sangre del Redentor. Hacia esto iban dirigidas todas las fatigas
del Siervo de Dios, sufridas a lo largo de treinta y dos años, cuanto se gastó para fundar su
Congregación, con tanta destreza, con tantos viajes, con tantos sudores, y con el ofrecimiento
de una larga persecución: todo miraba a honrar la divinísima Eucaristía, Misterio de la fe. De
aquí nace también el gran bien que hacen las Convictoras en tantas ciudades preparando a las
jóvenes a la Primera Comunión, que será siempre considerado como un fruto de la fe del P.
Cósimo.

La fe es una luz del intelecto que, reflejando sus esplendores en la Voluntad, enciende la
esperanza, la caridad y las otras virtudes.

La Esperanza fue la gran arma con que el P. Cósimo ganó a cuantos se oponían a la fundación
de las Convictoras. ¿Qué no le fue sugerido para alejarlo de esta obra? Si tantas personas de
conocida sabiduría reprochaban aquella Congregación suya, ¿por qué no considerar esto como
una tentación del demonio? Si tenía celo por la salvación de las almas, ¿no era su Parroquia un
gran campo para ejercerlo? Para algunos pasaba por ambicioso, que deseaba señalarse con la
gloria de Fundador. Ciertas tareas tenemos que dejarlas a hombres que tienen muchas
riquezas o muchos bienes para sustentarlas, y no a un miserable fraile. Si se tratara de una
reunión de hombres, bien; pero tratándose de mujeres, que entre los defectos, la volubilidad
no es cierto el menor, ¿qué otra cosa podría esperar si no que, un día o el otro, abandonado
por ellas, se quedaría en ridículo? Esto y mucho más escuchó de sí el P. Cósimo, pero su virtud
no se movió, por estar seguro de que si él pensaba en Dios, Dios habría pensado en él, no
olvidándose jamás de aquel dicho del Señor a Santa Catalina de Siena: piensa en mí y yo
pensaré en ti.
10

A la Esperanza del P. Cósimo dio mucho realce la misma poca confianza de sus Convictoras,
cuando estaban tentadas de abandonar la Congregación por miedo de que, no teniendo bienes
temporales, por sí misma se hubiera acabado.
Estos son los sentimientos que a ellas envió en una carta:
“Quien teme de la caída de la Congregación hace un agravio muy grande al Niño Jesús. Estará
en pie, vivirá y triunfará a pesar de todo el infierno y aún más empezará a triunfar cuando las
Convictoras en santa unión y caridad, se empeñen con la entera observancia, al provecho
espiritual de sí mismas y de los demás. De las primeras doce Convictoras, que fueron elegidas
como primeras piedras fundamentales y como columnas de este edificio, ya faltan seis. Aun si
faltaran otras, no por esto temeré, porque sé muy bien cuanto es poderoso el brazo de Dios
que con sólo dos dedos sabe sostener todo el Mundo, mucho más a una pequeña
Congregación. Personas de poca fe, ¿por qué han dudado? ¿No se dan cuenta que con su poca
fe han retenido
el torrente de las Divinas Gracias y de las Bendiciones del Cielo? ¿Creen, quizá, que el Niño
Jesús sea un Niño sin pies para acompañarles, sin ojos para ver sus necesidades, sin manos
para proveerles? Personas de poca fe, ¿por qué han dudado? Siento que yo fácilmente, más
que cada una de ustedes, habré faltado de aquella fe, que es la dueña absoluta de todas las
Gracias y Bendiciones, y por esto me declaro culpable de todas sus penurias y necesidades. Lo
siento, y arrodillado a los pies del Niño Jesús, mejor: postrado a tierra con el Niño Jesús en los
brazos y apretado al pecho, digo con el corazón contrito y humillado: Ayuda, Señor, mi
incredulidad: acompáñenme, y júntense conmigo, que quedaremos todos, cuanto antes,
completamente consolados”.
En medio de sus dificultades sostenía su esperanza con esta reflexión. Dios sabe, puede, quiere
ayudarme; y lo hará sin duda, si no será mejor algo distinto para mí.
Mirando después al Señor decía: Vanas son aquellas esperanzas que no están fundadas sólo en
ti. Pero yo que confío en ti, no seré confundido. Dios mío, en ti confío, no seré confundido.
Reflexionando aun sobre sus continuas fatigas, confiado, desahogaba su corazón con estas
palabras: Amoroso Jesús, te sirvo con todas las atenciones posibles. ¿Qué premio me darás?
Otra recompensa no ambiciono que a ti mismo. Dona a otros: honras, riquezas, consuelos, da
el mundo entero; para mí no deseo otra recompensa que Tú mismo.
Su Esperanza iba siempre acompañada Cuán grande era su amor hacia Dios, se conoce del
devoto ejercicio que se había propuesto: referir cada cosa a aquel único Objeto de sus
ternuras. Cuando obtenía algo de su satisfacción decía: Te agradezco Dios mío, pero no es esto
lo que me llena, sólo tu Gloria puede hacerlo. Seré feliz cuando aparezca en tu Gloria. Cuando
no conseguía lo que esperaba, se consolaba diciendo: Esto no es muy importante, porque lo
11

que verdaderamente deseo y espero, no es sino a Dios. ¿No es el Señor a quien espero? Si sufría
algún padecimiento: Verdaderamente esto es amargo a mis sentidos, pero necesito tener
paciencia, porque la Gloria será mucho más grande que estos sufrimientos. Los sufrimientos
presentes no se comparan a la Gloria futura. Se le escuchaba aun cantar: ¿Cuándo será, Dios
mío, que yo, en compañía de los Serafines cante en tu presencia: Santo, Santo, Santo?
Del mismo modo las criaturas, que ordinariamente son de tropiezo, le servían para subir al
Creador. Otras veces se abandonaba en Dios por medio de fervorosas jaculatorias: Señor,
enséñame a amarte. Mi Dios, mi todo. Tú eres mi Dios, y yo en ti encuentro todo. Dios de mi
corazón. “También eres bello, querido Esposo de mi alma, ¡eres bello! Bello en cuanto a la
Humanidad asumida, porque naciste de purísima Virgen; pero mucho más bello, en cuanto a la
Naturaleza Divina, porque naciste del Eterno Padre.
Para acercarse a Dios enseñaba a servirse de las peticiones contenidas en la Oración del Señor.
A veces diciendo: Padre santificado sea tu Nombre; otras: Padre, venga tu Reino; o Padre,
hágase tu Voluntad; y así de las otras, según la oportunidad.
De la caridad hacia Dios, nacía en el P. Cósimo la caridad hacia el Prójimo, que no consistía en
una estéril compasión o en una ineficaz veleidad; más bien empleaba todo tipo de medios y
fatigas para ayudar a las almas, y guiarlas al Paraíso.
Habiendo encontrado en la Parroquia algunas mujeres de mundo, que esparcían escándalos
por todo lado, les habló de forma tan amable y decidida que las ganó para Jesucristo; y siendo
éstas soberbias, petulantes e impertinentes, el Padre hizo ver que todo cede a la caridad
cuando está unida a la paciencia y a la perseverancia. Otras prostitutas, y muchas vírgenes que
estaban en peligro también se hicieron parte de las gloriosas conquistas que hizo para Dios,
poniéndolas al seguro en los Internados y en los sagrados Claustros. Ganó a la fe un joven judío
y a su hermana que fueron bautizados en la Iglesia de Campitelli.
También consiguió ganar con su caridad a una niña turca y a una de raza negra.
De verdad, no consiguió estos logros solo, sino que se valió de Anna Moroni, porque a ella,
antes confiaba estas personas.
Sabiendo el P. Cósimo que el amor propio sobre todo se opone a un generoso perdón, solía
decir: “Tiene más valor una onza de caridad que una libra de reputación”.

Su amor hacia Dios y hacia el prójimo le producía un celo santo que todos admiraban. Pero
mientras más ardiente era su celo no fue jamás demasiado violento, ni demasiado amargo,
porque lo suavizaba con la mansedumbre de Jesucristo, y lo endulzaba con la santa caridad.

En cuanto a su caridad hacia las necesidades corporales del prójimo, baste para todo este
ejemplo: una vez, no teniendo otra cosa con que cubrir la desnudez de un Pobre, apartándose,
lo recubrió con su propia ropa.
12

Los que han conocido más íntimamente al P. Cósimo y de él han dejado algunas memorias, lo
nombran como un Milagro de Paciencia.

Todos sus desahogos según el testimonio de P. Alessandro di Poggio, consistían en: ¡Viva
Jesús! ¡Se den gracias a Dios! En las cruces, que frecuentemente le llegaban, no consideraba la
mano de la criatura, sino la mano del Creador, y de buena gana se sometía diciendo: la mano
del Omnipotente hizo todo. Como le pareció bien a Dios así pasó. Jesús haga conmigo lo que
quiera. Me corrija, me castigue, me pruebe en los amigos, parientes, ropa, honor, y en la vida
misma; de todas maneras, yo quiero siempre amarlo y siempre bendecirlo.

En una ocasión, cuando fue antepuesto a él un tal Padre Abad, de parte de quien tenía toda la
obligación de preferirle, explicó su queja en esta forma: Jesús fue pospuesto a Barrabás, puedo
bien contentarme de ser pospuesto al P. Abad.

Una persona de dinero, transportada por la pasión que lo había cegado, llegó a injuriarle con
modales indiscutiblemente indignos, hasta decirle: “Las Ceremonias, los Ritos que usted
prescribió a las Convictoras, son cosas torpes; las Reglas son desproporcionadas y hechas sin
juicio y prudencia, cosa que a usted le falta. Quien no le conoce no se da cuenta; yo no lo
estimo más que a mis sandalias viejas”.

En medio de esta tempestad de injurias, el P. Cósimose mantuvo tranquilo, no perdiendo


jamás de vista el Cielo y el Crucificado; todo servía sólo para que brille en él con más
intensidad las virtudes que Dios le había dado y sin decir otra cosa le contestó: Le agradezco
por el concepto que tiene de mi persona.

Cuánto apreciaba la Paciencia se percibe en el gran entusiasmo con que un día escribió en una
carta a las Convictoras: “Hablo a todas y digo: Paciencia, paciencia, paciencia. ¡Oh, cuánto
gusta a Dios la paciencia! La paciencia es aquella que pone al seguro las almas. ¡Qué hermosa
cosa es la paciencia! Por lo tanto: ¡Paciencia, paciencia, paciencia!”

Su delicadeza en esta virtud no consistía solamente en soportar los defectos ajenos con
ecuanimidad, sino también en mostrarse como si no se hubiera dado cuenta.

La pureza del Padre Cósimo no era menor que su gran paciencia; si bien por un larguísimo
espacio de años trató continuamente con tantas mujeres, y casi todas jóvenes, ya cercano a la
muerte, pudo agradecer al Señor porque había sido preservado no sólo de las caídas, sino
también de la tentación de caer. Esto puede considerarse como un don del Cielo o como un
fruto de su modestia.

En medio de las Convictoras se consideraba como un padre entre sus hijas. Se mostraba
siempre afable, correcto, transparente y con un semblante siempre sereno. Con estas
cualidades resaltaba su modestia y la hacía digna de admiración y atrayente porque era natural
y sin doblez. El Padre no dio jamás lugar a la crítica y tampoco a la mala interpretación.

Aunque fuera criticado por la malignidad de las personas y por un celo indiscreto en otras
cosas, en esta virtud nadie jamás osó hablar en contra de él. Afirma el P. Poggi, nadie, jamás
lo inculpó en este asunto de la inmodestia.
13

Era suya la jaculatoria de S. Cecilia: haz mi corazón y mi cuerpo inmaculado para que no sea
reprobado.

Cuando iba a descansar, para tener lejos al enemigo, se persignaba con la señal de la santa
Cruz diciendo: la pasión de nuestro Señor Jesucristo esté siempre en mi corazón.

Esta delicada virtud la cultivaba con mucho cuidado también con las Convictoras.

Habría sido imposible que este Siervo de Dios fuese tan extraordinario en la pureza si no lo
hubiera sido en la humildad, ya que estas virtudes son hermanas queridas y se dan
recíprocamente la mano.

Su humildad resplandecía en todos sus discursos y siendo así de humilde era evidente que
fuera un gran devoto de la Beata Virgen María, que tanto agradó a Dios por su humildad.
Todos los favores que había recibido de Dios, los reconocía como gracias obtenidas de esta
Señora, que él llamaba Fuente de todas las gracias.

En sus homilías y conferencias no dejaba de inspirar a todos el amor y el culto hacia la gran
Madre de Dios. Además de las también en sus escritos.

Además de las comunes devociones del Rosario y del Pequeño Oficio, como la devoción a la

Virgen del Carmen, quería que a cada señal de las horas cada uno la agasajase con el saludo
del Ángel u otra devota jaculatoria.

Una vez propuso a sus hijas espirituales la representación de un drama que resaltara las
acciones de la Beata Virgen María. El pedido era para que se divirtieran, pero había sido
concertado junto con Anna Moroni, su maestra y directora de aquella representación, con la
intención de que aprendiesen a vivir las virtudes de María. Así, las fiestas de la Virgen estaban
llenas de iniciativas y prácticas devotas.

En su honor preparó un pequeño libro, lleno de piedad y de unción, para vivir una
Peregrinación Espiritual a la Santa Casa de Loreto, que sirviese para todas las personas que
desean venerar a la Madre de Dios en este Santuario, pero que no pueden ir personalmente.

La devoción a la Virgen la unía a la de San Joaquín, San José, Santa Anna; y, para acrecentar el
culto a aquella afortunada madre de la Virgen, compuso una pequeña obra titulada: Tesoro
escondido

La vida del P. Cósimo fue un continuo ejercicio de oración, observancia regular y de obras
santas en servicio de Dios y para la utilidad del prójimo. Estas fatigas y, de manera particular,
los afanes sostenidos para fundar y expandir la Congregación de las Convictoras del Niño Jesús
gastaron a tal punto sus fuerzas que, después de haber disimulado por mucho tiempo su
debilidad, fue obligado a ir a la cama el 17 de octubre de 1694. En la proximidad de un peligro
tan grande no sólo los Clérigos Regulares y las Convictoras, sino gran parte de los habitantes
de Roma permaneció dolida y todos oraban al Señor por su salud. Pero ya había llegado el
tiempo en que el Señor quería coronar los méritos del P. Cósimo y premiar la fidelidad con la
que le había servido.
14

La extraordinaria alegría que apareció en el rostro del P. Cósimo en el tiempo de su


enfermedad era una pequeña parte de aquella que inundaba su corazón. No tenía necesidad
de ser consolado, es más, era él quien confortaba a quienes iban a visitarlo; con dulces
pensamientos que él sugería, y mucho más con la sonrisa que tenía en sus labios, confortaba a
cuantos venían a visitarlo. Pidió y recibió los santísimos Sacramentos de la Iglesia con una
devoción que se difundía en todos sus hermanos religiosos, y lo que mayormente edificaba era
ver que, para purificar más su alma, a menudo, hacía llamar al P. Diego Minutoli, su confesor,
estando todos persuadidos que P. Cósimo fuese un ángel en carne y jamás hubiese perdido la
inocencia bautismal.

Dos días antes de morir, tuvo un cambio repentino: desaparecida la alegría, fue agitado por
tales delirios, que todos permanecieron llenos de compasión y terror. Algunos pensaron que
aquello fuese debido a la violencia del mal, por medio del cual Dios terminaba de llevarlo hacia
la perfección de su alma para hacerla digna de una más preciosa corona.

Otros juzgaron que el demonio había asaltado ferozmente al Siervo de Dios, para ganarlo en
esos extremos momentos y compensar así tantas pérdidas que había sufrido a lo largo de su
vida; el padre Cósimo resistió a este asalto con su habitual coraje; y el alma, pidiendo en su
ayuda también los refuerzos que podrían llegar por parte del cuerpo, se puso en un estado de
conquistar una más segura y más completa victoria. Todo esto puede ser verdad, pero yo creo
más que sucediera lo que pasó con San Arsenio abad, San Eleazaro Conte y a tantos otros
héroes del cristianismo que, al acercarse el tremendo Juicio de Dios y la incertidumbre de su
eterna salvación tuvieron semejantes agitaciones y pavores, que después se disiparon, cuando
Dios con nuevas luces aumentó en ellos la esperanza en su infinita misericordia. De semejantes
gracias fue favorecido también P. Cósimo.

La noche del lunes 25 de octubre de 1694, Dios se dignó mostrarle como en el Cielo le estaba
preparada una gloria tan grande y eminente que superaba toda expectativa y comprensión
suya, es más: superaba la comprensión de toda inteligencia humana. Al mismo tiempo le
mostró que llegaría a gozar de tanta felicidad después de once días en el Purgatorio, para
descontar algunos sufrimientos que sus dirigidos habían tenido a causa de su celo (puede ser
demasiado sutil).

De esta revelación, hecha en Roma al P. Cósimo, fue sobrenaturalmente informada en Rieti


una Sierva de Dios; y para que de esto ella no pudiera dudar, y con una verdad manifestada se
acertase una verdad oculta, se le comunicó también la hora precisa en que el Padre había
partido de este mundo. Obligada por su confesor, ella informó en Roma al P. Federico Orsucci,
por medio de una carta escrita por una tercera mano anónima, no queriendo ella, por ningún
modo, ser reconocida. No se duda que esta Sierva de Dios amante de quedar escondida, no
sea sino la señora Isabella Breccika Milesi, recibida entre las Convictoras por P. Cósimo, dos
años antes que él muriera.

De este descubrimiento estamos seguros gracias a la gran rectitud del P. Innocenzo de San
Giuseppe de la Orden de las Escuelas Pias; de hecho, este escritor en la vida de aquella gran
Sierva de Dios claramente anota en la página 189 que Isabella una mañana muy temprano fue
despertada por una voz muy agradable y decidida mientras todavía estaba en cama; y la invitó
a ver las glorias de Cósimo, que en aquella misma hora había dejado la vida mortal; y vio el
15

lugar eminente que en el Paraíso le esperaba. El mismo (P. Cósimo) entonces le dijo cuán
grande y sutil era el cuchillo de la justicia divina; y por el contrario, cuán mayor e inefable la
clemencia y la misericordia de Dios. Hasta aquí el P. Innocenzo que, sin duda alude a cuanto se
ha dicho y a cuanto se dirá referente a la eterna salvación del P. Cósimo.

Seguro de tan bella fortuna, se quitó de encima el miedo que tanto lo había agitado y haciendo
renacer la alegría en el rostro no cesaba de admirar y agradecer a Dios que lo había contado
entre sus elegidos; y que a solo once días había limitado su purgatorio.

Ocupado en tales pensamientos y afectos se puede afirmar que el tiempo que él permaneció
en vida no fue más que un dulce éxtasis. En fin, llegada la mañana del martes 26 de octubre, a
la edad de 74 años, 10 meses y 6 días, después de nueve días de agonía en los que había dado
muchas pruebas de una virtud probada, entregó su alma a su Creador con una tranquilidad y
alegría que no eran otra cosa que una muestra de aquella que de allí en adelante habría
gozado en el Paraíso.

Apenas expiró, se apareció a la misma Isabella Breccika Milesi, revestido con los hábitos
sacerdotales y lleno de un esplendor y de una belleza indescriptible con palabras. Segura que
el P. Cósimo, aunque así bello se veía, todavía no podría entrar en el Paraíso, rogó al instante a
su hermana convictora Eleonora Breccika, para que rezase el Oficio de los Difuntos en sufragio
de aquella bendita alma. Eleonora contestó estar insegura de que hubiera muerto no teniendo
cartas aun con esta comunicación; le pareció más seguro rezar el Oficio en común para los
difuntos, y así se hizo. Se dio cuenta después de su incredulidad, cuando tres días después, con
la carta del P. Federico Orsucci, supo que de verdad el P. Cósimo había fallecido en aquella
hora en que se le había avisado. De todo esto la misma Eleonora, escondiendo el nombre de
Isabella, informó prontamente al P. Orsucci, terminando la carta con estas palabras: le suplico
de saludar a todas nuestras hermanas de Congregación que estén también alegres, porque
tenemos un padre en el Paraíso que reza por nosotras.

A esta carta, con fecha del 30 de octubre, corresponde esencialmente la otra, mencionada
anteriormente, que fue escrita dos días después, por parte de Isabella; en la cual se agrega,
que el Padre Cósimo sería sublimado a esa gran Gloria, por haber sido siempre infatigable en el
trabajo y en el sufrimiento por las Almas, sin ningún tipo de reserva de vida, de cosas y de
honor; y sin ningún tipo de apego a la estima de sí mismo. Se reclama que lo que está escrito
en esa hoja acerca de la revelación hecha al Padre Cósimo de su Salvación eterna y de los once
días del Purgatorio, ante la Divina Majestad, todo es verdad. Se pide alguna cosa de ese feliz
Difunto, por parte de Isabella y de Eleonora, que querían tenerla como Reliquia. Finalmente, se
concluye de esta manera: Yo he escrito todo fielmente a Su Reverencia, para que alabe a Su
Divina Majestad y lo comparta con sus Hijas, digo, a las Señoras Convictoras, para que aún
ellas puedan alabar a Dios y consolarse por haber tenido un tal Fundador.

Este es un extracto fiel de las dos cartas uniformes, escritas desde Rieti al Padre Orsucci que lo
recordaban para condolerse, expresaban su dolor quienes recordaban la pureza de sus
costumbres, las industrias de su celo, su mansedumbre, la dulzura, la caridad, las limosnas, aun
la buena gracia y la forma amable que usaba con cada uno, aunque fuese inferior, y en las
circunstancias de tener que reprenderlo y mortificarlo.
16

Las Convictoras de Roma aparecieron todas en la Iglesia de Campitelli, para asistir al funeral de
su Fundador, Confesor, Visitador y Padre amoroso; y con sus oraciones, comuniones y
sacrificios acompañaron su alma al cielo. Muchos otros también ofrecieron este piadoso
servicio como un signo de estima y de gratitud hacia un hombre que tanto se había distinguido
en Roma con virtud y entrega. El Padre Lorenzo Parenzi, General de nuestra Congregación, por
la estima que le tenía, con religioso ejemplo de caridad paterna y con dignidad extraordinaria,
quiso celebrar el funeral, que entre nosotros es una función propia del Rector.

Por otro lado, no hubo ningún tipo de pompa singular, observando con él también nuestra
habitual sencillez y colocando su cadáver en la tumba común de nuestros religiosos. Pero en
lugar de cualquier aparato majestuoso, se pudieron considerar las alabanzas y bendiciones que
todos dieron a ese difunto, en cuya cara se veía un aire de Paraíso que hacía hermosa la misma
muerte.

No encuentro que Dios haya ilustrado su sepulcro con la gloria de los milagros, como hizo, si
no con todos, con gran parte de sus servidores más fieles. Pero se tiene que confesar que el
mismo Padre Cósimo ha sido un gran milagro, por haber fundado en la Iglesia una nueva
Congregación, si bien fuera un sencillo religioso, sin el apoyo y la adhesión de los grandes, en
contra de la opinión y de los esfuerzos de las personas, quienes, por su autoridad y crédito,
parecían haberlo oprimido.

Religioso de insigne celo y piedad y hombre apostólico. Observantísimo, humildísimo,


pacientísimo y de rara bondad,

Hombre bueno y benigno, de rostro limpio, modesto en las costumbres, decoroso en el hablar,
y como un niño ejercitado en las virtudes.

También podría gustarte