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La plaga y otras historias


Poldark Mego Ramírez, 2020
Diseño de portada y logo: Gerardo Espinoza
Fb: Poldark Mego – Escritor
Todos los cuentos son propiedad del autor

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Dedicado a todas aquellas
personas que, con arrojo, están en la
primera línea de defensa ante la
crisis. Ustedes son los verdaderos
héroes.

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CONTENIDO

LEGADO DE GUERRA 5

LA NOVIA PERFECTA 8

UN ACTO DE AMOR 11

COLECCIÓN COMPLETA 13

VERGÜENZA 19

LA PLAGA 23

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LEGADO DE GUERRA

Texto inspirado en: “Residuos de guerra” de Carlos Enrique Saldivar

Con gran destreza escalaba el inmenso montículo de chatarra. Evitaba con pericia
acumulada el óxido, la herrumbre y las filosas esquinas de metal retorcido. La montaña de
desechos le hacía alzar la mirada en busca del sol que moría detrás de la basura, más allá
del horizonte, donde su mundo terminaba.

Se cubría el rostro con un paño para evitar percibir el potente hedor tóxico que
provenía del territorio “más allá del chatarrero”, más allá de la tierra conocida. Una zona
peligrosa, que por décadas ha significado la muerte para todo aquel que ose atravesar las
señales puestas ahí por “quien sabe quién”; y es que muchas partes de la historia ya han
sido olvidadas. La tradición oral de aquel saber se fue tergiversando hasta convertirse en
leyendas, mitos, creencias irracionales. Mas las señales seguían ahí. Advertían sin decir, en
glifos que nadie entendía pero todos acataban.

El padre se detuvo frente al chasis de una bestia guerrera, del otrora tanque de arrase
con forma antropoide no quedaba mucho. Su cañón se proyectaba patético, roído, la cabina
dañada revelaba una hoya abyecta y oscura. El padre se alegró por debajo de su máscara
improvisada. Encontró algo realmente valioso. En ese momento sintió un jalón en su capa,
era uno de sus hijos, el único que lo había alcanzado. El padre se descubrió de la manta que
lo protegía del inclemente sol, revelando un traje remachado con varios bolsillos que
guardaban suministros y dagas artesanales. Le ofreció agua a su pequeño y deslizó la
mirada hacia atrás, hacía el resto de su camada. No pudo distinguir a ninguno, seguramente
se detuvieron exhaustos a descansar entre la selva de tonalidades marrones y bermejo,
cables, garras mecánicas, corazas, piezas sueltas de colosos de titanio y pólvora. La
chatarra arremolinada en cerros que fueron reunidos ahí por “quien sabe quién”. El
panorama era el mismo en cientos de kilómetros a la redonda. Era el chatarrero, el hogar de
la última resistencia.

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—Mira con atención. —le dijo a su pequeño. Éste, recompuesto por el agua filtrada
del pozo, abrió los ojos atento. —Esto le da energía a la colonia, hijo. Es importante que
sepas como extraerlo. —y usando las herramientas que llevaba consigo desatornilló una
placa en la parte interna de la cabina, aquel cascarón vacío, abierto como una herida infecta,
olía a viejo, a olvido, a muerte. La demacrada placa no opuso resistencia. Dentro, había una
caja que guardaba recelosamente un componente de la guerra pasada: la batería principal.

El padre la guardó, con sumo cuidado, en una bolsa hecha de pellejo. —Volvemos,
por hoy basta. —le dijo mirando al sol, calculando el poco tiempo que quedaba de luz. —
pero papá, no hemos llevado nada mas de valor. —le contestó el hijo con el rostro
patidifuso.

—Más importante que llevar algo a la colonia es la luz del sol, hijo, cuando éste se
oculta… —y miró con el rostro afligido al terreno “más allá del chatarrero”, su experiencia
le advertía sobre el peligro que se avecinaba.

Padre e hijo volvieron sus pasos, en el camino dieron con dos crías más, estaban
fatigadas y lloraban de amargura. Rápidamente el padre se detuvo a darles algo de agua y
encaminarlas hacia el nido; no había tiempo para buscar al resto.

Dando brincos calculados descendieron de las montañas de metal. Las crías


rezagadas resbalaron y varias piezas puntiagudas les abrieron la ropa y la piel. Chillaron
como sólo los condenados pueden hacerlo. El padre sostuvo con vehemencia al hijo más
fuerte dejando atrás a los heridos. Llegaron a tierra firme y usaron sus cuatro extremidades
para correr hacia la madriguera. La cual cerraron con una pesada tapa de buzón de desagüe.

Precedentes a los tiempos actuales, la red de alcantarillas ahora servía de refugio


para la última especie de mamífero que sobrevivió a la terrible “Guerra de la extinción”, así
narraban los cuenta cuentos en las cámaras más profundas.

—Ve al refugio —le dijo el padre a su cría. —. No salgas hasta que se te indique. —
y rápidamente fue a entregar la fuente de poder a los pocos que aún sabían cómo usar los
mecanismos recuperados del chatarrero. Con aquella pila podrán hacer funcionar los filtros

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de agua y el riego para las cosechas de líquenes y hongos, que eran la base de la dieta de la
comunidad.

El crio bajó con gran habilidad por los laberinticos túneles, le gustaba introducirse
en los más angostos, si su cabeza entraba el cuerpo se amoldaba y pasaba sin complicación.
En su camino desvió de las cámaras de parto donde las madres daban a luz numerosas
nuevas crías para la colonia, no todas llegaban a la madurez pero ahí radicaba la fuerza de
la especie: era cosa de números. Llegando al refugio principal, lo que fue una estación
depuradora, pudo oír la voz del más anciano de los narradores.

—… Así terminaba la gran guerra. Los humanos, en su avaricia, habían consumido


todo lo verde y todo lo que sangra. Hechizaron a sus bestias de acero para que lucharan por
ellos. Y no contentos con eso, decidieron incendiar la tierra con la lluvia de fuego y así
desaparecieron, dejando a sus máquinas matarse entre ellas hasta que no quedó ninguna en
pie… para ese entonces nosotros y ellas ya habíamos crecido y aprendido, nosotros y
ellas… los humanos ya no existen, pero su guerra, sus consecuencias, fue heredada a
nosotros. Nuestra lucha es por la supervivencia, es por…

En ese momento las paredes temblaron con el retumbar de millones de robustas


patas de seres rastreros alterados por la radiación que peinaban la superficie en busca de
comida. Si algún roedor no estaba en su refugio al ponerse el sol o alguna colonia no
cerraba bien sus accesos estas brutales cucarachas, provenientes de “más allá del
chatarrero”, lo devoraban por completo.

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LA NOVIA PERFECTA

Ella sonreía, sudaba, gemía. Aferraba sus uñas a las mantas sedosas. Disfrutaba. Vaharadas
de aliento lujurioso se proyectaban al aire llenando la habitación con humores y sonidos
húmedos. Afuera, las aeronaves transitaban por las carreteras aéreas, a la altura de los pisos
cincuenta y cinco y ciento diez del hotel. Él la contemplaba como la cosa más maravillosa
jamás creada, ella respondía con expresiones delicadas, pasándole los dedos por su negra
cabellera, se amasaba sus senos suaves y generosos. Tomaba el miembro de su amante y lo
acariciaba con gentileza presionando lo justo. Rozando, a penas, con la punta de los dedos
el camino ascendente y erecto del sexo hasta conducirlo de regreso a su placentero túnel
que, receptivo, la daba la bienvenida.

Las largas piernas de la mujer se cerraron, a manera de tijera, en la cintura de su


amante haciendo que la penetración fuese más contundente, y desencadenando un cabalgue
frenético. Aquello hizo que el hombre no pudiera contener por más tiempo el orgasmo y
llenó el interior de la fémina con su afluente tibio y meloso. Entre gemidos desaforados y
espasmos placenteros ambos terminaron el acto carnal quedando tirados sobre la cama
como dos muertos contentos.

Ella permanecía adormilada, dejando que su esbelto cuerpo sea cubierto, a penas,
por la seda de la lujosa cama circular. Sus orgullosos pechos se proyectaban redondos y
firmes a través de la ínfima manta. Su vientre plano, trabajado, sucumbía al movimiento
aletargado del sueño. El monitor holográfico pasaba una programación ajena al momento
rezagado de los amantes. Publicidad vacía, noticias de relleno. Mensajes alentadores sobre
el abastecimiento de alimento clonado para la Tierra y las colonias de Júpiter y Marte. “La
hambruna está por terminar” decían las buenas nuevas, aunque varias células opositoras
acusaban de monopolios, mala praxis y corrupción.

Él apagó el monitor. Ella sutilmente giró quedando boca abajo con la espalda
expuesta, su delicada piel bronceada, perfecta. La seda retrocedió revelando la curvatura de
sus nalgas. Una invitación a la segunda ronda. El cabello ensortijado le cubría el rostro,
dejando sólo su sonrisa a la vista. Él se levantó de la cama, con una seña activó el control

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del sonido. Una música relajante abombó la habitación. La mujer giró sobre si para
encontrar a su amado. Nuevamente deseaba su cuerpo. Muy dentro de ella fuerzas que no
podía controlar comenzaron a doblegarla, a conducirla. Experimentaba un ansia química
que la convertía en una ninfa del porno. Él la estaba esperando.

…Él y su hacha.

La pesada hoja cayó como las malas noticias, como la injusticia. Aplastante,
penetrante. Un corte bruto que separó músculo y hueso, desatando gritos inenarrables de
dolor. Las cuerdas vocales de ella explotaron al igual que sus órganos internos al ser
seccionados por la pieza metálica. La sangre salió expulsada a chorros en el piso, techo,
ventanas. Las aeronaves seguían pasando, inconscientes del crimen que se desataba en el
piso ciento diez.

Pronto la sorpresa, el terror y los alaridos callaron. Ya no hay más dolor. La hoja ya
no puede cortar más. La otrora sensual mujer quedó reducida a una masa informe de carne
supurante de fluidos internos. Sus tripas regadas por la alfombra, las sábanas sucias con la
sangre aún tibia. El rostro de la belleza quedó petrificado en una expresión de miedo
absoluto como preguntándose “¿por qué?”. Él dejó caer el hacha. Su musculada figura
salpicada por el carmesí. Su sexo se esgrimía en una terrible erección que sólo podía ser
derrotada masturbándose sobre los restos de su amante.

Después de aquel terrible suceso el hombre se limpió con toallas nuevas y se vistió.
Zapatos y traje de los más caros dentro de la federación de planetas, una insignia del
gobierno mundial que trataba de esconder –al menos hasta que salga del sórdido edificio-.
Presionó un interruptor para terminar la sesión. Nuevas luces iluminaron la amplia sala. La
puerta se abrió dejando ingresar al personal ataviado con trajes completos que ocultan sus
rostros (era mejor así). Un sujeto de bata blanca con implantes mecánicos en el rostro y
brazos se asomó, tratando de disimular una risilla tonta.

—¿Qué le pareció ésta nueva versión? —preguntó el hombre de la bata, no habían


gafetes. Aquí nadie tenía nombre.

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El hombre del traje se despejó la garganta, miró con un gesto adusto los despojos de
carne que eran recogidos por los “limpiadores”. —Aún le falta algo… —musitó. —A esta
la sentí muy conocedora, como una puta barata que sabe todos los trucos. Eso no me gusta.

—Está bien, está bien — El ciborg se sobaba la barbilla de acero con los dedos (del
mismo material) —. Haremos una nueva combinación, implantaremos más recuerdos
románticos y menos… “destrezas amatorias” ¿Le parece bien?

—No me interesa como lo haga, doctor… — el hombre del traje se detuvo antes de
mencionar el apellido de su interlocutor. —Yo me encargaré de que su programa de
clonación de alimentos siga recibiendo los fondos necesarios. Usted sólo concéntrese en
crearme a la novia perfecta.

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UN ACTO DE AMOR

Ella lo amaba, lo amaba más allá de la razón, más allá de lo sano, al punto de necesitarlo a
pesar de todo el rechazo, a pesar del dolor, a pesar de que él la veía como un bicho raro.
Ella lo amaba.

Lo siguió, lo amó, lo acosó. Ella no comprendía la negativa. Fue la maestra y él su


alumno, hasta que se graduó y parecía que sus caminos se iban a separar pero ella no lo
permitió. Ella no podía renunciar a la trémula e inmaculada piel del joven que añoraba
corromper con caricias y actos adultos.

Por temor a la vergüenza el joven no denunciaba “una mujer bella se muere por ti y
tú vas y la acusas, que imbécil” imaginaba las burlas, incluso cuando aceptó estar carne con
carne con ella pensando que así se la quitaría de encima nada cambió; ella afianzó su cerco
mostrándole las fotos del suceso. La indecencia. La sexualidad de ambos en faena llevaba a
la maestra a la fascinación absoluta, sus dedos recorrían sus entrañas húmedas al ver las
pruebas del acto, gemía el nombre de su amor como una plegaria imposible y sufría, sufría
porque él no comprendía lo puro de aquel sentimiento.

La maestra presionó a quien fue su alumno cada vez más seguido, cada vez más
exigente; una vez que la carne es cómplice de un secreto de dos ya no se puede volver atrás.
Así que él, en una única salida para recuperar su dignidad, se estranguló con una cuerda en
la viga del ático y murió.

Y es ahí que la maestra fue tragada por el abismo de la locura, y en su búsqueda de


alivio y solución dio con libros, libros prohibidos, libros negados al ser humano por obvias
razones, y ella los leyó y en sus páginas encontró una solución que su escasa mente humana
no pudo comprender, sólo entendía las frases que le convenían. Obnubilada por su acto de
amor, utilizó el poder de los grimorios e invocó a un ser negado por la luz, una esfinge, una
quimera, un hibrido entre seres reconocibles y otros que sólo las pesadillas albergan; este
ente le prometió, con una voz sin boca que susurraba directo en la cabeza de la maestra,
devolver al joven de la tumba con la condición de que ella jamás pueda volver a verlo cara

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a cara porque, en el instante en que eso pasara, el joven moriría de una manera espantosa,
este ser se encargaría de arrancarle la piel y extraerle los órganos por la boca. Ella quiso
protestar pero aquella forma indescriptible la atemorizó mucho más allá de su desorden
mental.

La maestra se creyó más sabia que el abominable ente y en su razonamiento vio un


vacío legal, jamás podrá estar cara a cara con su amado pero nadie decía que no podría
verlo a distancia, tendría que regresar a espiarlo a altas horas de la noche, a seguir sus pasos
desde su auto, a llamarlo y conformarse –complacerse- con su afligida voz aún no adulta.
La maestra se creyó más lista que el demonio, sólo que este ser no era uno de ellos… era
algo más antiguo.

Disimulando su astucia la maestra aceptó.

Con un sonido seco, semejante al quebrar de huesos, el ser concedió el deseo y


desapareció con un gesto indescifrable que asomaba como una sonrisa macabra. De
inmediato la maestra corrió al cementerio atravesando la niebla de una nocturna sin luna,
las farolas amarillas difuminaban su luz en la espesura de la humedad. Saltó la reja y dio
con la tumba donde hace semanas el joven fue enterrado. Y ahí -en el silencio de la muerte-
pudo escuchar, al pegar su oído al césped recién cortado, los gritos desesperados de su
amor eterno. El joven había resucitado, tal y como la bestia prometió, su carne regresó a ser
tersa y firme, sangre nueva circulaba por sus venas, las cuencas de sus ojos albergaban
globos frescos, la ruptura de sus cervicales y garganta habían desaparecido.

La maestra afanosa escarbó la tierra con sus uñas hasta partírselas; comprendiendo
que no podría llegar a él con tan simple estrategia se detuvo y mientras pensaba en otra
solución sus cavilaciones la llevaron a una revelación terrible ¡No podía desenterrarlo sin
verlo cara a cara! ¿Si avisaba a la policía? La tildarían de loca ¿Si avisaba a sus padres? No,
a sus padres no, descubrirían toda la historia, además ¿Quién le creería? Su amado llevaba
muerto cerca de dos meses.

Impotente y sin salida, la maestra se echó sobre la hierba llorando mientras oía
como el joven gritaba, arañaba y pedía por ayuda en su claustro de oscuridad, madera y
tierra.

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COLECCIÓN COMPLETA

Llevaba tantas noches sin dormir que había perdido la noción del tiempo, se había saltado
tantas comidas que el hambre anidó en sus tripas como un monstruo vengativo que se
alimentaba de sus propias entrañas; el dolor de los cortes en sus brazos había desaparecido
en un mar de enajenación y sonambulismo, pero necesitaba de ese estímulo aversivo,
necesitaba abrirse la piel, cortar su carne, morir a cuentagotas pues sino sufría los susurros
regresaban.

Tan solo cinco días atrás había llegado a sus manos el último tomo, de lo que él
consideraba, la quintaesencia del conocimiento escondido. No se trataba de un grimorio
común o enaltecido absurdamente por rumores y conjeturas, no, él había hallado algo único
en su especie, unos manuscritos hechos eones antes de que la palabra escrita exista, en
épocas en las que el homo sapiens aun no pisaba la faz de la tierra, libros creados en una era
antigua, ajena a la luz, al tiempo conocido.

Su teoría era que estos libros fueron hechos por civilizaciones perdidas,
humanidades antes de la humanidad actual, tal vez la pluma de la Atlántida o Lemuria
había forjado el código que surcaba cada página de los tomos. Los compendios estaban
cosidos cuidadosamente, atando cada hoja a un lomo de madera; la tapa describía un
símbolo, gastado por el tiempo, tallado en la propia portada del libro. El enigma más grande
era ese símbolo, pues parecía una boca sin dientes en expresión de sorpresa.

Dio con el primero en una subasta clandestina, cuando se reunió con su grupo de
amigos, todos pertenecientes a importantes círculos de poder mundial. Los bienes que se
expusieron en ese momento fueron tesoros recuperados de las guerras actuales, arrancados
de coleccionistas menos influyentes o saqueados de importantes ruinas históricas. Nadie
sabía cómo describir y ofertar el libro salvo por sus “poco ortodoxos” acabados pero él
sabía que ese manuscrito debía ser suyo. Su adquisición le costó 3 millones de euros, que
pagó sin remordimiento alguno.

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Enaltecía la relevancia del karma heredado, creía en los poderes traspasados de
generación en generación, una cadena que se remontaba incluso más allá de nuestra
existencia prehistórica, para él era imposible que proviniésemos del mono, la especie
humana era el reciclaje, las sobras de civilizaciones poderosas de un antaño oculto tras
falsedades impuestas como paradigmas. Él no venía de un simio, sus genes, sus rasgos, su
garbo eran evidentemente de atlante.

Sin embargo sí estaba convencido que el grueso de la humanidad posiblemente


descendiera de las formas de vida más primitivas que habitaban los antiguos continentes.

Le fue imposible descifrar el contenido del primer tomo que obtuvo pero eso no lo
detuvo, creía que había más como ese, y no se equivocaba. Décadas acompañaron a su
continua búsqueda; el tiempo se fue y su dinero también, tuvo que emplear artimañas cada
vez más corruptas para mantener el status otorgado por su noble cuna y seguir con la
investigación que revelaría al mundo la existencia de los seres predecesores, de los
verdaderos antepasados.

Le robaba horas a la noche imaginando caminos sinuosos de linaje real, sangre


digna, ascendencia de reyes y señores de un pasado glorioso, con tecnología avanzada,
perdida, olvidada. Se veía a si mismo reconstruyendo el imperio Atlante, reclamando la
actual tierra como suya.

Encontró el segundo tomo gracias al cierre de una clásica librería en España, sus
informantes le comunicaron que entre los textos que el negocio buscaba rematar, para
recuperar algo de dinero, se hallaba uno inclasificable; el propio dueño, bisnieto del dueño
original, no tenía idea de que aquel manuscrito que hallaba entre sus pertenencias y al no
saber de qué trataba, por estar lleno de garabatos inentendibles, si dispuso a tirarlo. Él
coleccionista obtuvo la segunda pieza del rompecabezas de manera gratuita.

El tercer y cuarto tomo los robó de la biblioteca pública de New York, sus
investigaciones lo llevaron a descubrir cientos de libros ocultos, relegados a cajas,
escondidos de la luz y los ojos interesados. Ahí dio con los dos, y cuando tuvo los cuatro en
su poder vio, sobrecogido y excitado, que las cuatro portadas parecían seguir un patrón y

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que este de alguna manera formaba una más grande cuando juntabas todas, pero faltaba una
para completar el diseño total. Un quinto libro aguardaba por él.

Su cabello se hizo cano y retrocedió dejando espacio a una frente amplia llena de
pliegues y manchas, sus dedos se hicieron huesudos como alambres y su espalda se encorvó
respondiendo al llamado de la tierra. Los soles y las lunas, las estaciones y los años pasaron
y el quinto libro se negaba a aparecer, se mantenía escondido por fuerzas mayores al
entendimiento del coleccionista que no tenía mayor motivación para vivir que dar con
último libro. Concluyó que el poder y la dominación mundial serian un efímero episodio en
su casi agotada existencia por lo que eligió seguir con su empresa deseando que su legado
al futuro fuera la revelación del pasado.

Los recursos se agotaban más rápido que las pistas halladas, los aliados que en un
principio lo siguieron obsesos de encontrar algún tesoro perdido lo habían abandonado o
concluyeron sus vidas antes, los agentes que tenía repartidos por el mundo encontraban
indicios falsos sin la prisa de descubrir nada y cobrando cada mes sus elevadísimos
honorarios. Mientras, cada noche, él seguía releyendo con sus cansados ojos los cuatros
tomos que tenía en su poder; conocía de memoria cada trazo, cada página, cada mancha de
humedad, cada ranura, cada imperfección de la hoja; conocía tan bien su más preciado
tesoro que si un día despertara sin el don de la vista igual podría reconocer cada libro a la
perfección.

Y su espera fue recompensada.

Fue un hecho imprevisto, uno de sus investigadores encontró casi por casualidad
una pista que, en su momento, prefirió guardar para sí mismo un tiempo y seguir cobrando
unos años más, pero al saber que al viejo no le quedaba mucho tiempo eligió seguirla con la
esperanza de que la recompensa le permitiera retirarse de por vida.

El quinto libro estaba escondido en las profundidades de un templo de extraña


arquitectura en Osaka. Cuando el viejo vio las fotos supo de inmediato que se trataba de un
diseño Atlante, los tentáculos, los ojos, los ángulos imposibles que formaban la estructura
le daban la razón.

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El quinto libro llegó cinco días antes del momento actual. Cinco días atrás, cuando
el añejado coleccionista juntó los cinco tomos completando el camino a Arcadia, al sendero
oculto, a Carcosa. Cuando tuvo la gran figura completa vio que los hoyos edentulos
conformaban un espejismo más grande aún. Una oquedad como un ojo sin iris, un agujero
insondable, una entrada sin sello ni puerta que detenga que su interior se proyecte.
Entonces, poseído por un deleite insano y ajeno, reunió los textos y comenzó a leer pasajes
sueltos sin comprender realmente lo que pronunciaba, una dinámica lúdica como cuando un
pequeño balbucea incoherencias tratando de leer un texto que su pequeño cerebro aun no
logra procesar. Sin embargo, tal cual como un logro científico casual, el coleccionista logró
contactar con aquello que rezongaba desde el interior del abismo.

Y los susurros comenzaron.

Aquello que había sido dotado del poder del susurro no se mostraba, ni abandonaba
la niebla que emanaba del portal de los cinco tomos, para atormentar al coleccionista usaba
artimañas de guerra sucia tan antiguas como el miedo mismo: las pesadillas. Doblegar la
voluntad del viejo mostrándole parajes lisérgicos de tormento y dolor fue cosa sencilla, la
consciencia humana es sumamente susceptible a los mensajes oníricos. Cada vez que el
viejo cerraba los ojos anhelando el descanso su inconsciente se llenaba con escenas del otro
mundo, de lo que fue antes del ahora, pero en ninguno de esos pasajes vio a la gloriosa
Atlántida o su preciado linaje, en su lugar contempló una tierra antes de la tierra, un planeta
devastado, ardiente y salvaje, dominado por las fuerzas más violentas de la naturaleza y que
servía de hogar a seres incomprensibles hechos de extremidades amorfas y risas
desquiciadas que chocaban entre sí en festivales horrendos de sangre y sexo, y sus siluetas
se mezclaban con el tiempo y el espacio y sus fluidos corrompían los continentes que
verían la vida crecer y sus garras araban la tierra de donde nacían ríos de agua impura, sus
cuerpos abandonados formaban montañas de la que bajarían miles de animales que se
matarían entre si formando cadenas alimenticias y proliferando hasta llenarlo todo. Y en
medio estaba el coleccionista que, lloraba desgarradoramente, al comprender que su linaje y
el de toda la especie humana, el de toda la vida en el planeta provenía de aquella tribu de
sombras corruptas que se alimentaban de la sangre de las presas y vivían exacerbados,
dominados por un frenesí diabólico y obseso.

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Entonces para evitar ver más de aquella terrible maldad, de aquella horrible verdad,
se negó a dormir y cuando el sueño lo buscaba se autoflagelaba para que el dolor lo
mantuviese en alerta y cuando el hambre lo visitaba y consumía bocado, sentía sus vísceras
quemarle al saber que aquella carne y vegetales fueron producto de la fornicación de la
vileza, de la oscuridad, y entendió que él mismo era heredero de ese averno y que su sola
existencia era una prolongación de ese espantoso génesis blasfemo y prefirió morir pero los
susurros, que lo punzaban en cada cerrar de ojos, le decían que al morir iría al fondo del
abismo para servir de esclavo a la negrura que ahí habitaba y que aquel ser sin nombre ni
edad le enseñaría como era posible lograr el máximo placer a través del descubrimiento de
la carne y el dolor, y ese dolor se convertiría en su eje, su adicción y su voluntad
sucumbiría y deseará morir mil veces mil solo para seguir experimentando todo aquel
gozoso sufrimiento.

Y por fin dio el quinto día y la sangre manchaba sus muñecas, muslos y dedos; y su
cuerpo y rostro presentaban hematomas verdes azulados y violáceos preocupantes, y su
mirada se perdía en el horizonte y sus uñas yacían dispersas encima de la costosa alfombra.
Su muerte se acercaba y a cada momento el sueño lo vencía con mayor rapidez y aquella
figura bituminosa parecía acercarse sin recelo alguno a la sombra del coleccionista y cada
segundo transcurrido se sentía como una eternidad, como el Vacío.

Frente a él, los tomos misteriosamente reunidos y acomodados correctamente lo


invitaban a ser partícipe de la vorágine de carne y dolor que estaba por abrirse paso en la
ciudad, en el país y posiblemente en el mundo. Aquello que descansaba en la negrura
comenzaba a asomarse triunfante a través del portal, sus extrañas extremidades afloraban
con movimientos violentos destruyendo todo a su paso. Una proyección tentacular se
arrastró hasta la silueta del viejo vencido, quien en lugar de retroceder aceptó su impuesto
destino, cuando la entidad entró en contacto con el coleccionista este experimentó un
universo de sufrimiento, sintiendo como sus huesos se pulverizaban, sus órganos se
licuaban y su alma se fragmentaba para volverse a rehacer y aniquilarse cientos de veces en
escasos segundos, sintió la muerte, la verdadera muerte, y su perdición fue absoluta,
desprendiendo todo ápice de cordura restante. Y en aquella locura nació una epifanía: sin él
los libros jamás se hubieran reunido, sin él aquello que descansaba olvidado en los eones

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del tiempo pasado jamás hubiera resurgido, sin él la colección no estaría completa. Él era
parte de la colección.

Entonces, la bestia a medio salir se proyectó sobre el coleccionista quien tuvo una
oportunidad única para desbaratar el portal y cortar a la abominación a la mitad, renegando
de su linaje blasfemo, pero optó por cumplir su rol de sometido y se dejó devorar, para
morir, de placentero dolor, por toda la eternidad.

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VERGÜENZA

La muerte es una dama oscura


que conoce y guarda los más
pérfidos secretos.

La primera señal, que el alcalde John Hemsley tuvo, fue la de su ver colgado a su gato en el
pórtico de su casa la noche posterior a su atroz crimen. En retrospectiva fueron las criadas
quienes vieron el cadáver del minino ahorcado por un alambre de púas. La expresión del
gato era de total desesperación y agonía.

El alcalde Hemsley prohibió a las esclavas hablar del tema, y si llegaba a enterarse
que alguna habló sería ferozmente azotada. Aquella mañana Hemsley fue a la iglesia como
cada día, se reunió con el grupo puritano hegemónico y comulgó con los suyos debatiendo
nuevas reformas para controlar las pecaminosas costumbres que comenzaban a establecerse
en el diario de los colonos del pueblo.

Las noches siguientes más gatos desaparecieron entre maullidos de dolor y rabia,
para amanecer colgados de los pórticos de sus dueños o en la iglesia, si eran callejeros. Las
autoridades tildaron de vandalismo y hechicería las pérfidas acciones contra estos animales,
e incluso alguien se atrevió a inferir que los gatos eran familiares de brujas que convivían
con el día a día del pueblo, lo cual desató una indignación e histeria colectiva, seguida de
continuas semanas de acusaciones entre los habitantes de la comarca. Padres acusaban a
hijas, hijas a madres, vecinos a vecinas. Las mujeres fueron cruelmente interrogadas hasta
que confesaron ser seguidoras de Satanás y con ello terminaba la tortura y llegaba la bien
merecida muerte en la hoguera. Más de diez almas fueron consumidas por las llamas y con
eso la ira del pueblo calmó y no hubo más incidentes ni más gatos que profanar.

Hasta que comenzaron a desaparecer personas.

El primero fue el granjero Loweell luego toda la familia Gibbs, la hija de los
Blumer, los hermanos Nell y Madeline Hemsley, la esposa del alcalde, que fue la última
víctima. John Hemsley, iracundo por naturaleza, increpó a Peter Collingwood, reverendo y

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discípulo del maestro puritano Cotton Mather, a desentrañar el misterio de las brujas
ocultas, pues era evidente que aún quedaban. La primera purga no las encontró a todas y
ahora el Aquelarre buscaba venganza.

Lo más terrible, y disparador, fue encontrar los cuerpos de los occisos en medio de
la espesura del bosque en posiciones indecentes, rodeados por círculos de piedras. Usaron
la sangre de las víctimas para pintar símbolos arcanos en los arboles cercanos, oraciones
paganas en un idioma oculto que invocaban males ancestrales. Todo apuntaba a que era el
trabajo más maléfico del Aquelarre.

La sed de sangre del pueblo herido llevó a quemar casas y granjas, a levantar
acusaciones entre conocidos y extraños, cualquiera que fuese afectado por la más ligera
sospecha terminaba en el salón de interrogatorios, purgando sus pecados hasta que el dolor
lo purificaba y confesaba ser bruja o ayudante. Varón o mujer, todos terminaban hechos
cenizas.

Y las personas seguían desapareciendo.

El caos comenzó a reinar a sus anchas burlándose altaneramente del inútil poder de
aquel que yace en la cruz. La sangre corría entre amigos, familias y políticos. Lo que se
creía una utopía puritana absoluta moría rápidamente por la culpa de un hombre, de un
pecado, de un secreto.

El alcalde decidió llamar a la milicia para frenar la ola de locura que destruía todo lo
que poseía, pero las tropas estaban ocupadas con un desastre de proporciones similares en
Salem. El alcalde aseguraba que era un ataque coordinado de brujas por toda la región y
que la civilización, tal y como la conocían, terminaría sino eran apegados a su fe. Debían
creer que Dios tenía un plan para el pueblo y serán salvos aquellos que no se alejasen del
camino estrecho.

Incluso la servidumbre del alcalde, y de cada familia acaudalada, desapareció en


una misma fría semana de invierno.

Una mañana, John Hemsley permanecía arropado y tiritando en su habitación, no


quedaba nadie quien pusiera un leño en la chimenea y calentara el ambiente, todo el

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personal había huido, fue acusado o murió durante las revueltas. Cada sobreviviente de la
comunidad se escondía en sus hogares, esperando a que el invierno pasara y las
calamidades también.

Hemsley, tembloroso de frio y estrés, se apeó de su cama y, cubierto por sus


frazadas, fue hasta la cocina por algo de comer, quedaba algo de pato asado que podría roer
aunque esté frio. Cuando llegó al comedor no pudo evitar mirar de reojo que alguien estaba
afuera de su propiedad, de pie en la nieve. Cuando John Hemsley se acercó a su puerta supo
que todo el desastre que había caído sobre su idílica comunidad fue causado por él mismo.

Por su pecado, por su secreto, por su vergüenza. Como puritano debía respetar un
estricto código de conducta, el cual era drástico con el tema de la monogamia; una mujer,
un matrimonio, un compromiso de por vida. Era inconcebible que un puritano tomara a una
mujer fuera del matrimonio, mucho menos si era una esclava, mucho menos embarazarla…

John Hemsley no podía dejar que aquello saliera a la luz y en su desesperación


apuñaló a Betsheba, la esclava negra traída del África. La tomó por una curiosidad malsana
y retorcida, por saber si los negros también disfrutaban de los placeres sádicos a los cuales
sometía a su mujer cada noche y comprobó que no solo suelen tener orgasmos, también se
embarazan. Y ese niño no podía nacer jamás.

La abandonó para morir en el abrevadero, más allá del bosque de Richmond, y se


creyó libre de todo reproche. Satisfecho con su acción regresó a su hogar, repasando su
coartada y durmió como un cerdo con la panza llena.

Ahora su pecado estaba frente a él.

Betsheba sonrió como solo la maldad sabe hacerlo y cuando mostró los rieles de sus
dientes, John pudo ver colmillos superiores grandes y afilados como los de un tigre.
Entonces comprendió que nunca se trató de brujas, aquellas amantes del maligno necesitan
de los gatos como el hombre al aire, jamás podrían matarlos. Lo que estaba a escasos
metros de su puerta era un ser mucho más aterrador, oscuro y depravado que detestaba a los
felinos: el vampiro.

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El invierno era lo suficientemente opaco y crudo como para crear una capa de nubes
grises sobre el pueblo, evitando que el sol alumbre a la hija de Lucifer, quemándola de
inmediato. Esa fue la única respuesta que John pudo deducir. La incógnita de cómo
Betsheba hizo para regresar de la muerte convertida en un esbirro chupasangre quedó
irresoluta, quizá con su último aliento ofreció su hijo no nato al oscuro para poder vengarse,
quizá fue algo más espeluznante.

El alcalde balbuceaba salmos improvisados desesperado al darse cuenta que su fin


se acercaba y que Betsheba había estado jugando con él todo el tiempo, desde las sombras
donde la creyó muerta. Lo pudo asesinar en cualquier momento pero prefirió llevarse a su
mujer primero y empujarlo al colapso nervioso para verlo angustiado, desaforado,
desorientado.

Mas figuras lúgubres comenzaron a cercar al pueblo, colmando las calles,


deteniéndose en las entradas de las casas que aún tenían colonos asustados y enfebrecidos.
Eran los que desaparecieron, todos y cada uno. Incluso los que fueron encontrados en el
bosque. La propia Madeline Hemsley estaba ahí, secundaba por detrás a la esclava, a la
primera, de la misma manera en la que un discípulo guarda distancia de su maestro.

John elevaba sus ruegos al cielo, esperando invocar al valor y al perdón ante su
inminente muerte, pero existen corazones tan lúgubres que la luz de la piedad nunca más
alumbra. La esclava usó el embrujo de sus místicos poderes para obnubilar la razón de
Hemsley y convencerlo de que la deje pasar. La sonrisa provocativa, aquellos pechos
prominentes, la fuerza sexual de la vampiresa absorbió por completo a su presa, quien abrió
la puerta y la invitó a sus aposentos. Betsheba ingresó libremente a la cabaña portando esa
misma sonrisa colmada de agresivas intensiones y cerró la puerta tras de sí.

Cuando por fin la milicia acudió al pueblo, después de controlar los sucesos en
Salem, encontraron una aldea fantasma decorada con la escena más escalofriante y sádica
que jamás hayan visto. No quedaba nadie con vida, solo decenas de cabezas cercenadas y
congeladas, envueltas en marañas de alambres de púas colgadas de los pórticos de las casas.
Y una frase pintada en sangre, en la puerta de la iglesia:

“Mata a tu pecado o tu pecado te matará a ti. Colosenses 3.5”

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LA PLAGA

Fragmento inédito de Pandemia Z: Supervivientes

La Villa Deportiva Regional Del Callao ardía como una inmensa antorcha, una suerte de
llama que daba la bienvenida a la horda. La luna, escondida detrás de las nubes, no quería
ser testigo de la carnicería que ahí se desataba. Durante meses el campo deportivo había
soportado los embates de la pandemia que se tragaba al mundo. Ahora, gracias a la
laboriosa determinación y planificación de ella, la no muerto consciente, la resistencia
humana desaparecía bajo las garras y el hambre de las mandíbulas rabiosas.

Mientras, el estadio y la villa deportiva desaparecían entre el fuego y los gritos de


los militares y civiles que se defendían de los reanimados. Los soldados, que eran una
suerte de quimera entre rangos y fuerzas de tierra y aire, disparaban a todo lo que entraba.
Algo había reventado las rejas del acceso de la avenida Guardia Chalaca y el mar de
abominaciones no se detenía. Los civiles, por otra parte, impedidos de portar armas de
fuego, se defendían como podían. Rápidamente los vivos eran tragados por la noche y la
furia hambrienta.

La mujer era un espantapájaros decadente y nocivo a la vista. Vestía ropas sucias


con la melaza bituminosa que llevan los reanimados en las venas; su cabello, apelmazado y
tieso, cubría parte de su rostro demacrado. Llevaba bota altas y guantes de cuero.
Observaba al doctor con una expresión perdida entre una tristeza desgarradora y una
resignación aplastante.

—Ella estará aquí pronto. —le dijo, Elsa, sin dejar de mirar al médico que se cubría
el rostro con una mascarilla N95 percudida y lentes oscuros. Llevaba una bata mugrienta y
guantes de hule. Era un hombre en sus sesenta años, que extendía los brazos para cubrir a
media docena de niños, de diversas edades, detrás de él.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el doctor, tratando de sonar lo más humano


posible.

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—Alguien como tú ha llegado.

—¿Cómo yo? —El médico miró por encima de la harapienta, a donde las llamas se
extendían como brazos endemoniados que adoraban a un dios antiguo.

—Estás muerto, se nota a simple vista. —sentenció, Elsa, sin ninguna delicadeza,
como si nunca hubiese sido capaz de desarrollar empatía por otro organismo.

Los niños se acurrucaron llorando al oír nuevas ráfagas de balas y gritos


provenientes del estadio, edificio que eclipsaba el pequeño coliseo, acondicionado para
guarecer a los más pequeños.

—No nos hagan daño… por favor. —rogó el doctor. —Solo son niños.

—Eso no depende de mí. —respondió, la mendiga, bajando la mirada ante la cruel


realidad que estaba por ocurrir. Pronto, ella, la dueña de la muerte, llegaría con su propio
ejército para diezmar hasta el último ser vivo. —¿Dónde están sus padres? —dijo para
evadir el hecho indetenible.

—Ellos… ellos fueron masacrados y ellas… —el doctor cayó. A la memoria de


Elsa regresaron los funestos días atrapada en la notaria, donde empezó su historia, su
demencia. Apretó los dientes, mostrándolos como un perro rabioso y cerró los ojos
conteniendo las lágrimas que luchaban por salir, por mantenerla humana.

—¿Por qué en todos lados pasa lo mismo? —preguntó a nadie en específico. —¿Por
qué la gente tiene que ser tan mierda?

—Al principio. —trató de explicarse el galeno. —los soldados nos protegían.


Decían que nos llevarían a la base naval de La Perla… pero unas semanas después del
bombardeo nuclear la cadena de… mando se perdió y los que quedaron aquí tomaron el
control de los civiles… Yo era médico asimilado a la Marina. Al principio seguía las
órdenes… entendía por qué se debía racionar la comida, el agua, aislar a los enfermos, a los
niños… Cuando comenzaron a tomar a las mujeres yo…

Una explosión puso en alerta a todos los presentes. El miedo era algo que no
escatimaba entre vivos o muertos, si tenías consciencia eras capaz de sentirlo. Esla, por su

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parte, sabía que aquel trueno anunciaba la llegada de quien, por tanto tiempo, ha sido dueña
de su destino. ¿Qué quería mostrarle dejándola entrar primero a la villa deportiva? En
ocasiones pasadas, cuando la reina de la horda matada, dejaba a la abogada atada como a un
becerro que debe presenciar la muerte de sus congéneres.

—¿Cómo es que terminaste así?

El doctor, viendo que no era necesario ocultar más su naturaleza, se retiró las gafas
oscuras revelando aquella vista propia de los reanimados. Los ojos lechosos, sin iris,
destacaban iluminados por la luz provocada por el fuego. —Hace un mes yo no pude con
esto… me abrí la venas y morí… luego desperté y cuando se dieron cuenta… de que aún
mantenía consciencia me siguieron utilizando… amenazándome con que iban a hacerle a
los niños… lo mismo que a sus madres.

—¿Por qué quisiste morir?

—Se estableció la norma de que cuando alguien muriera se le debía… perforar el


cráneo con un cincel antes de que se reanimara… para evitar brotes al interior de la villa…
primero lo entendí, luego ya no pude.

—Era una medida humanitaria.

—No, no lo era... En un principio me dedicaba a salvar vidas… pero cuando los


militares se amotinaron y empezaron los abusos, deje de ver enfermos… para encargarme
de las trepanaciones. Deje de salvar vidas para simplemente ocuparme… de limpiar sus
pecados.

—Fueron preventivos.

—Fueron unos animales. —bramó el médico y su atronadora y gastada voz se oyó


como un reclamo iracundo por debajo de su asquienta mascarilla. —. Muchas de las
mujeres a las que les perforé el cráneo… eran las madres de estos niños. Mujeres violadas
por decenas de soldados, todos los días… hasta morir por desgarros o golpes. Bestias.
Animales… Malnacidos.

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—Humanos. —susurró, Elsa. ¿Eso era lo que ella debía ver? ¿Cerciorarse de que no
importaba donde estén soportando los vivos, todos los grupos eran iguales? —No, tú no
eres igual. —dijo la mugrienta mujer al médico.

Las puertas del coliseo se abrieron de par a par como dando la bienvenida a una
celebridad. La dama de la muerte hizo su aparición, caminando con la pomposidad de la
victoria asegurada. Elsa la esperaba, de pie a las puertas del refugio de los niños y del
médico no muerto.

El doctor ahogó un grito al ver al diabólica sonrisa, que adornaba aquel rostro
cuarteado y veteado por una miríada de venas negras; los ojos lechosos típicos de los
reanimados, la vesania desatada, un mal indomable se hacía presente en forma de una mujer
delgada y demacrada, pero recubierta por una ansia asesina.

El viejo médico retrocedió y trató de cubrir con su cuerpo al grupo de pequeños, que
no dejaban de llorar y pedir por sus madres, que nunca regresarán por ellos, que jamás
volverán a abrazarlos, que permanecerán muertas para siempre, como siempre debió ser.

La dueña de la parca observó al doctor, a los pequeños, a su mascota, al milagro que


nunca llegaría, al temor que se hacía presente como una masa casi tangible, a la
desesperación guardada en la garganta de Elsa, el ruego trémulo de la misericordia. Notó
que los niños tenían la ropa manchada con la sangre maldita, vio las llagas en el cuerpo del
doctor; comprendió que así evitó devorar a los cachorros atormentados. La sonrisa se le
borró de inmediato, un amargo sentimiento de derrota la remontó hasta la familia que
asesinó en San Miguel, a la bebé, a su madre zombi que la acurrucaba torpemente; su
memoria, semejante a un tren bala, la transportó hasta el momento exacto en que ella
misma arrullaba a su hija, protegiéndola entre sus flacos brazos. La no muerta gruñó,
convirtió sus manos en dos pesados puños y salió de la habitación.

Los alaridos desgarrados de los mutilados no muertos comenzaron a alejarse del


destartalado coliseo. Ya no se oían las voces humanas, solo los gruñidos nefastos
acompañaban el crepitar del malicioso fuego. Era una extraña marea que llevaba a otro sitio
el agorero destino.

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Una nueva noche se cernía en la apocalíptica capital. Elsa y Miriam encontraron el
supermercado Plaza Vea, de la avenida Colonial, en deplorables condiciones y les llevó
mucho tiempo acondicionarlo y reunir los pocos víveres que aún quedaban en los estantes o
regados por el suelo.

La abogada comía de a pocos unas galletas, cuidando de que sus ropas, manchadas de
sangre pérfida, no entraran en contacto con la comida. Miriam, por su parte, manipulaba un
cubo rubrik sin prestarle verdadera atención.

—¿Por qué los dejaste escapar? —Elsa rompió el silencio. Desde hace tres días lo
ocurrido, en la villa deportiva Del Callao, no dejaba de horadar su mente.

Miriam tenía una expresión perdida, dio un giro a una de las partes del cubo y vio
que no logró completar el color que quería. Apretó los dientes y lanzó el juguete por la
ventana.

—¿Realmente los dejé escapar? —respondió casi sin ganas la enfermera.

—¿Crees que el doctor terminará matando a los niños, no? Estas convencida de que
todos los supervivientes son iguales, monstruos peores que los muertos vivientes.

Miriam permaneció callada, viendo el suelo, con el ceño fruncido.

—Pues te equivocaste esta vez. Es cierto que en esa base había gente miserable que
les hizo a los refugiados lo mismo que a nosotras en la notaria, pero también estaba el
médico, también estaba él… — Elsa comenzó a llorar y las migajas de la galleta se hicieron
uno con los miasmas pútridos del camuflaje. —¿Qué me tienes que decir a eso, eh? ¿Qué?

Miriam cerró sus manos conteniendo los extraños temblores que habían comenzado
a aparecer hace unas semanas atrás. Aquel instinto asesino que la motivaba a alimentarse
parecía cobrar mayor fuerza con cada día, con cada minuto que pasaba oliendo la sangre de
su mascota; la alejaba de la razón, creía que pronto se convertiría en un simple reanimado
anencefálico hambriento y sin voluntad. Quiso pasar saliva mas no tenía líquido en su
gaznate. Alzó la vista para contemplar la noche que se cernía cómplice de los secretos que
la enfermera guardaba. No sabía cuánto tiempo le quedaba, no sabía si el médico

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sucumbiría como le estaba pasando a ella, no sabía si aquellos niños seguían con vida o
saliendo de la villa fueron devorados, incluso por el mismo doctor. No sabía nada. No tenía
certeza de cuál de las dos plagas: los humanos o los muertos vivientes, ganarían la guerra.
Lo único que sabía, a ciencia cierta, era que los muertos consumirían toda la vida del
mundo de manera inmediata, mientras que los humanos la depredaban rumeándola día tras
día.

Miriam miró a Elsa y se encogió de hombros.

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