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LAS NUEVAS PERIFERIAS URBANAS EN AMÉRICA LATINA

Jorge Luis González Calle


Doctor en Geografía Humana: Territorio y Sociedad
Profesor Universidad del Tolima

Se ha vuelto un lugar común en los estudios sobre el cambio urbano en América Latina, el analizar
este, desde el crecimiento de la malla urbana partiendo de un centro que generalmente fue fijado desde
la época colonial y a partir del cual cobraba vida la ciudad, con sus calles y demás componentes de lo
que tradicionalmente se ha conocido como el espacio urbano. Esta perspectiva de análisis del espacio
urbano desconoce muchas veces que la ciudad es una fuerza viva, que se re-construye
permanentemente, escapando a toda lógica de explicación, establecida de una manera predeterminada.

Frente a este tipo de análisis, la pregunta que rodea el presente texto, está relacionada con la
necesidad de pensar el cambio urbano latinoamericano no como una continuidad de la malla urbana a
partir de un centro, sino como un proceso dentro del cual las periferias adquieren vida propia, dejando
de ser esos lugares aislados y muchas veces inseguros, tal y como se evidencio hasta gran parte del
siglo XX, para convertirse en puntos de poblamiento que no siempre dependen del centro histórico y
que, incluso en las últimas décadas, se han convertido en referentes de nuevos procesos de
transformación urbana,

Así las cosas, re-pensar el cambio urbano latinoamericano implica necesariamente volver a construir
nuevos conceptos y nuevas categorías de análisis que expliquen ese proceso de re-configuración
permanente de las ciudades latinoamericanas. Conceptos, tales como: lo urbano, periferias, nuevas
ruralidades, ciudad, suburbio, arrabal, territorio, etc, de la manera como han sido entendidos
tradicionalmente por muchos de nuestros Geógrafos o Historiadores, aunque tienen gran pertinencia
dentro de sus investigaciones, se vuelven imprecisos a la hora de explicar el cambio urbano como un
proceso de transformación que articula la relación entre el espacio construido (domesticado) y la
cultura que se configura a su alrededor. Es en este juego de re-interpretación conceptual, que sea hace
necesario buscar nuevas interpretaciones para pensar las transformaciones de las ciudades en
Latinoamérica.

El concepto de “lo urbano”, generalmente asumido como sinónimo de ciudad, y por ende de
materialidad o de espacialidad física, será entendido desde la complejidad social que se produce en un
lugar determinado, entendiendo dicha complejidad como la posibilidad de generación de múltiples
relaciones sociales entre sujetos o grupos desconocidos o anónimos. Su opuesto ya no sería lo rural,
como productor de bienes agrarios, sino como generador de identidades, de relaciones de vecindario y
por ende de comunidades. La ciudad en cambio será entendida en relación a la materialidad o, en otras
palabras, el espacio construido por el hombre; retomando a Manuel Delgado y a través de el a la
Escuela de Chicago y la Escuela Francesa de Sociología Urbana podríamos decir que:

“La ciudad no es lo urbano. La ciudad es una composición espacial definida por la alta densidad
poblacional y el asentamiento de un amplio conjunto de construcciones estables, una colonia humana
densa y heterogénea conformada esencialmente por extraños entre sí. La ciudad, en este sentido, se
opone al campo o a lo rural, ámbitos en que tales rasgos no se dan. Lo urbano, en cambio, es otra
cosa: un estilo de vida marcado por la proliferación de urdimbres relacionales deslocalizadas y
precarias” (Delgado, 1.999:23).

En este contexto, la ciudad se convierte en el escenario por excelencia de lo urbano, al posibilitar


mayor complejidad social, o en otras palabras, al brindar mas posibilidad de anonimato, pero el
mundo rural, en menor grado, también posibilita este tipo de intercambios y generación de sujetos
anonimos como consecuencia de la extensión de formas de vida urbana que han que antes eran
privilegio de la ciudad y que hoy han trascendido a zonas rurales cercanas o, por ejemplo, cuando los
urbanitas escapan del tedio que produce la ciudad para imponer su estilo de vida anónimo en el
campo.

Pensar así lo urbano, sugiere un giro en la forma de ver la historia urbana latinoamericana, en donde el
cambio urbano ha sido analizado como una secuencia del proceso urbanizador a partir de una plaza
mayor, hasta llegar a las manchas urbanas que cartografiamos en la actualidad. Plantear lo urbano, como
una dimensión cultural, supone aceptar que la ciudad se configura partiendo desde cualquiera de sus
partes y que la periferia, tradicionalmente vista como un límite fijo, y punto de llegada de nuestros
análisis, entra a convertirse en uno de los lugares más híbridos y por ende más determinantes del cambio
urbano.

1. La noción de Centro y Periferia en La fundación de la ciudad en América Latina.

En el libro La Cultura de las ciudades, Lewis Munford escribió sobre la ciudad europea de la época de la
conquista de América lo siguiente: “Uno estaba o dentro o fuera de la ciudad; pertenecía o no a ella.
Cuando se cerraban las puertas de la villa al anochecer y se retiraba el puente levadizo, la ciudad se
aislaba del mundo exterior. Igual que en un barco, la muralla ayudaba a crear un sentimiento de unidad
entre sus habitantes” (Munford, 1945). En este sentido, era pensable que el ser de la ciudad, estuviera
marcada por sus murallas; en efecto, la palabra ciudad fue durante mucho tiempo sinónimo de espacio
amurallado (Figura 1).

Para la época, era clara la noción de ciudad a partir de unos límites claros como los que definían las
murallas. El adentro, del que nos habla Munford, esta relacionado con la civilización y
fundamentalmente con el poder; el afuera estaba relacionado con lo rural y guardaba una estrecha
dependencia del mundo que lo ordenaba. Esta relación entre la ciudad y el campo, que para la época
constituía su exterioridad, era el principal fundamento y vigor de toda ciudad. El poder económico de
todo el territorio se expresaba en una catedral muy grande como referencia también a una gran ciudad.

La idea de ciudad que impusieron los españoles en América Latina estuvo, desde sus inicios,
acompañada por una idea de orden y racionalidad que se expresaba en una asignación geométrica del
lugar que debía ocupar cada persona, cada casa, cada calle y cada plaza en el contexto urbano.
Obedeciendo a esta lógica, las Ordenanzas de Poblaciones expedidas por Felipe II el 13 de julio de 1573,
bajo el titulo de El Orden que se ha de tener en Descubrir y Poblar, recogen toda la experiencia española
en la fundación de ciudades en América. Las Ordenanzas de Poblaciones, destinadas a las colonias
españolas en América, recogían el proceso de ocupación territorial en el nuevo mundo en donde se
buscaba fijar puntos de control que permitieran adentrarse en un territorio desconocido. Este control
territorial, que acompañó el proceso de conquista y colonización española, generalmente se traducía en
fuertes o fortalezas en los cuales pusieron las raíces de las primeras ciudades en la Historia de América
Latina, y a las que algunos historiadores, como José Luis Romero (Romero, 1997), definían bajo el
concepto de ciudades fortaleza, porque, en general, respondían a estructuras diseñadas para defender el
territorio conquistado.

Figura 1 Barcelona a finales de la edad media. La muralla, aparece como el soporte fundamental en la organización
de la ciudad, ( http://www.arqpress.net/index.php/paginas/ver/932).

La ciudad fuerte o ciudad fortaleza, servía también para señalar el territorio de los españoles,
representantes de la civilización occidental, frente a los aborígenes americanos a quienes se buscaba
someter. Así las cosas, la ciudad se asume como el centro por excelencia de la civilización española, y
tanto su estructura interna como la relación con los territorios que controla, son ordenados mediante
trazos físicos sobre las diferentes estratificaciones sociales que España establece para sus colonias en
América y en las que la plaza mayor representaba el centro de poder por excelencia; era allí donde se
ubicaban los principales representantes del imperio español: la Iglesia, los edificios de gobierno y las
casas de las personalidades más importantes.

Este modelo de ciudad que partía desde la plaza mayor respondía a un diseño geométrico que se
intentaba respetar a pesar de las variaciones topográficas propias de cada ciudad. El cabildo asignaba
los lotes para los vecinos y demás servicios que requería la ciudad, y desde la plaza mayor, medidas a
cordel y regla, se trazaban calles rectas en todas las direcciones, como señal de un orden geométrico,
que expresaba también un control social de la población, ya que las calles rectas facilitaban la
vigilancia; en palabras del cronista don Juan de Castellanos: “Amplias calles, graciosas, bien medidas;
Es finalmente toda su postura un peso y un nivel si torcedura. Ninguna cosa, por menor que sea, hay en
cualquier parte de la vía, que desde un cabo a otro no se vea según la rectitud con que se guía”
(Castellanos, 1955).

Esta idea de calles bien medidas que cita don de Juan de Castellanos, se articulan a la estructura general
de la ciudad, configurando lo que históricamente se ha conocido como la ciudad en cuadrícula o ciudad
reticular. La cuadrícula expresaba el orden por excelencia en la ciudad colonial latinoamericana, y las
desviaciones en el trazado de la misma generalmente respondían a declinaciones topográficas o
accidentes naturales que difícilmente podían ser evitados. Generalmente, la pérdida de la cuadrícula se
daba a medida que nos alejábamos del centro, y a las calles que producían estos quiebres de la
cuadrículas generalmente se les definía como calles mochas, calles torcidas, o codos, y eran los lugares
en donde se ubicaban las zonas menos controladas de la ciudad, lo que llevaba a que generalmente
fueran lugares estigmatizados dentro de ella. Podría decirse que, cuando fallaba la forma física como
mecanismo de ordenamiento urbano, los patrones morales también se quebrantaban y el pueblo se des-
ordenaba.
Frente a la idea de la Plaza Mayor ordenada, o de centro ordenado, aparecían las arrabales de la ciudad
como zonas que, generalmente, la cuadrícula no integraba, y que eran definidas como zonas sin control.
La mayoría de delitos y conductas a-normales, generalmente sucedían en estas zonas y aparecían como
los lugares más permisivos dentro de la ciudad. Esta idea de ciudad ordenada, representaba en gran
parte la misma percepción que del territorio latinoamericano se tenía en la metrópoli, y en donde la
ciudad aparecía como centro regulador de un territorio más amplio, y en la que las zonas más alejadas
de estas constituían espacios vacíos sobre los que se debían fundar nuevos poblados para, de esta
forma, expandir el proceso civilizatorio español. En este sentido el poblamiento latinoamericano se dio
de una manera más intensa alrededor de las grandes ciudades: México, Lima, Quito, Buenos Aires, etc.,
llevando, en el caso de muchos países, a una dependencia extrema de la ciudad capital (macrocefalia
urbana), mientras gran parte del territorio seguía sin integrarse a las lógicas de desarrollo implantadas
dentro de las políticas de la metrópoli. Todo los territorios que escapaban al control de los grandes
centros urbanos, las periferias sin orden, fueron eran estigmatizados como incivilizados.

Las periferias como expresión de la jerarquización urbana

La idea de orden que se instaló en América latina y a la cual nos referíamos en el apartado anterior,
estaba estructurada a una idea de ordenación del territorio supremamente jerarquizada. La ciudad
ordenaba al campo, el centro ordenaba las periferias, los ricos ordenaban a los pobres y así
sucesivamente, se estructuraba una dualización en donde físicamente nada quedaba al margen de la
idea de ciudad que se quería imponer. Con el crecimiento urbano, que se dá de manera
acelerada desde la segunda mitad del siglo XIX , este modelo empezó a fracturarse
en muchas ciudades latinoamericanas. La necesidad de regular el crecimiento
urbano, obligó a los urbanistas de la época, a la burguesía decimonónica a diseñar
nuevas formas de ordenamiento, articuladas a las nuevas lógicas de crecimiento de
la estructura edificada. Es así como desde esta época, se inicia la construcción de
avenidas; se ensanchan nuevas calles (rompiendo muchas veces la estructura física
del centro histórico); se construyen plazas, jardines públicos, etc.

Este modelo de regulación urbana, aparecía como una copia de la respuesta que
venían dando los urbanistas europeos, desde las primeras décadas del siglo XIX, a
los efectos que había producido la revolución industrial sobre sus ciudades y la
consecuente migración del campo a la ciudad, y, aunque nuestras ciudades apenas
entraban en la etapa de masificación, para usar los términos de José Luis Romero,
se buscaba prevenir los efectos que el crecimiento poblacional y la alta densidad de
edificaciones produciría en la red de ciudades de América Latina; se buscaba una
ordenación de las ciudades, que se articulara al saber científico que precedía al
urbanismo, como un saber moderno y asociado a la noción de progreso con la que
era asociada la ciudad. Es desde esta perspectiva, como surge la necesidad de una
nomenclatura para ubicar coordenadas espaciales en la ciudad, en contravía de los
nombres de héroes y batallas con que se nombraban las calles en las ciudades
decimonónicas.

En gran parte de las ciudades europeas, la muralla fue construida como la


separación del adentro y el afuera, de lo rural y lo urbano y era el límite que definia
gran parte de la simbología en la que se configuraba la cultura urbana. En el siglo
XIX, con la fuerza de la ciudad industrial y con un mayor control territorial, las
murallas no sólo se vuelven innecesarias para proteger la ciudad, sino que se
convierte en el principal impedimento para el crecimiento urbano y es por ello que
gran parte de los tratados urbanísticos se centran en la planificación de una nueva
ciudad, en donde las periferias se vuelven fundamentales, tal y como se deduce en
los ensanches de Barcelona, Madrid y gran parte de las ciudades amuralladas. De
igual forma la redefinición del centro histórico, de su trazado, de la construcción de
nuevas vías acordes con la ciudad moderna sugiere nuevas formas de planificación
urbana y de re-interpretación de las periferias internas de la ciudad (Figura 2).

Figura 2. Plano de Barcelona. La ruptura de las murallas y la proyección del ensanche,


planificado en el siglo XIX por Ildelfons Cerd. ( http://1898.mforos.com/1026847/6469621-mapas-
de-barcelona/ ).

En América Latina, en donde el ordenamiento de la ciudad estaba soportado en el


trazado de la ciudad, la explosión urbana que señala Jose Luis Romero para finales
del siglo XIX, tiene efectos en la configuración de una nueva ciudad y en la
redefinición de nuevas periferias. La naturaleza como límite y borde urbano,
comienza a desaparecer frente a las nuevas técnicas de construcción. Los ríos y
cerros con que la ciudad limitaba, que ponían coto a la cuadricula urbana, pronto
se convirtieron en nuevos objetos urbanos que se integraban a la malla urbana a
través de puentes y terraplenes, o desaparecieron del paisaje urbano al ser
entamborados para trazar sobre ellos nuevas vías. Esta relación entre la ciudad y la
naturaleza, es descrita por el historiador German Mejía Pavoni, de la siguiente
forma:

Bogotá se vio arrastrada y a su vez impulsó una dinámica de


cambio que transformo el orden urbano colonial. En este proceso,
durante los años transcurridos entre 1820 y 1910, la relación que
existió entre la ciudad y el lugar – la naturaleza- en que esta
construida, comenzó a variar en forma significativa. La Bogotá
colonial, Santafé, formaba una unidad con la planicie que la
rodeaba por tres de sus costados y con los cerros que la
amurallaban por el último de ellos. Las tierras planas de la sabana
penetraban en la ciudad confundiéndose con el perímetro urbano
sin solución de continuidad. Manzanas enteras de la urbe y los
extensos solares que de manera invariable se encontraban en los
fondos de las casas, prolongaban los trabajos agrícolas y la cría de
pequeños animales al interior de la ciudad. Los cerros le daban
combustible y material de construcción. Los diversos ríos y
riachuelos que cruzaban la capital marcaban límites entre sus
parroquias, le brindaban agua para los acueductos, y fuerza motriz
en algunos de los molinos ubicados en sus extremos. Pero, sobre
todo, la ciudad de construcciones bajas con paredones blancos y
techos rojizos ennegrecidos por el tiempo formaba un solo paisaje
con la planicie y los cerros de los cuales era parte. (Mejía Pavoni,
2000:29)

De la Santafé, que nos refiere Mejía Pavoni, podemos deducir gran parte de los
problemas que tuvieron las ciudades latinoamericanas para re-ordenar el
crecimiento de la ciudad, de una manera acorde con la irrupción de la ciudad en
masa. Aquí el problema no era sólo de ordenar el trazado de la ciudad, distribuir las
plazas, calles y parques para regular el espacio público; sino que ante la expansión
de la traza urbana, la naturaleza se convertía en obstáculo para dicho crecimiento
( Figura 3). ¿Cómo continuar el trazado en aquellas ciudades donde las quebradas y
las condiciones topográficas lo impedían?, casos como el de La Guaira o Cumaná en
Venezuela o las ciudades portuarias, por su emplazamiento inicial, exigieron desde
el período colonial, la necesidad de un replanteamiento de lo que muchos urbanistas
han defendido como la ciudad en cuadrícula , de igual manera, la mayoría de los ríos
y quebradas, que constituían la condición central para el emplazamiento de las
ciudades en América, cuando las ciudades se masificaron, se convirtieron en un
obstáculo para su crecimiento.
Figura 1. Plano de Quito, 1734. Aunque la ciudad planifica la cuadricula sobre la parte plana, la
falta de control sobre las periferias, va permitiendo un permanente poblamiento sobre los cerros
que rodean la ciudad.

Una perspectiva como la que hemos venido señalando, nos muestra la invisibilidad a
que se ha sometido a la naturaleza en gran parte de las ciudades latinoamericanas.
Son pocas las ciudades en donde las quebradas aún son visibles y, generalmente, en
su lugar se han instalado vías y parques que son una determinante central de lo que
tradicionalmente denominamos como la ciudad moderna. De igual manera, los
árboles fueron arrasados para colocar en su lugar otros replantados o, en otras
palabras, para instaurar una naturaleza completamente domesticada, en donde los
parques y las zonas verdes son moldeadas por los urbanistas, con la idea de
representar la forma urbana que las élites mejor consideren para la ciudad.

De igual forma, gran parte de las ciudades latinoamericanas que inicialmente


utilizaban sus afluente como basureros locales, han expandido sus fronteras hacia
sus periferias, generando una territorialidad que trasciende el área urbanizada, no
sólo por los residuos que arroja, sino porque ante la crisis ambiental que se viene
generando desde las primeras décadas del siglo XX, se ve obligada cada vez más a
buscar recursos para su funcionamiento, recursos más alejados de su
emplazamiento.

La frontera urbano – rural como re-definición de las nuevas periferias urbanas


En gran parte de los países latinoamericanos, desde la segunda mitad del siglo XX, han venido
sucediendo dos procesos que han sido determinantes en la configuración territorial que tenemos en la
actualidad. Por un lado se han impulsado propuestas de desarrollo, basadas en las misiones
norteamericanas, según las cuales muchos países debían crecer a partir de un gran epicentrismo urbano
en el que la mayoría de la población se debería ubicar en las principales ciudades, y el campo, con
menos densidad poblacional, debería ser sometido a procesos de modernización para hacerlo
ampliamente productivo. Por otro lado, siguiendo el proceso de explosión demográfica urbana de
comienzos de la primera mitad del siglo XX, la atracción que la ciudad ejerce para muchos campesinos,
genera una permanente movilidad poblacional y un cambio territorial que se hace sumamente intenso
en las décadas venideras. Dichos procesos, llevaron a que desde las últimas décadas del pasado siglo, la
concentración de habitantes en los cascos urbanos se hiciera cada vez más evidente y a que se diera un
abandono paulatino del campo, re-invirtiendo el predominio rural, que aun se evidenciaba en los censos
nacionales de los años treinta y cuarenta del mismo siglo.

Todo este conjunto de factores llevaron, en efecto, a que nuestras ciudades se hubieran vuelto más
urbanas, pero al mismo tiempo a esa relación centro-periferia, se viviera de manera más dramática,
como un proceso de exclusión social. Los suburbios, caracterizados durante mucho tiempo como los
lugares más peligrosos o más permisivos de la ciudad, se convirtieron en los puntos de llegada de los
nuevos habitantes urbanos, a quienes se consideraba como ciudadanos de segunda clase, negándoles
por ende el derecho a la ciudad. Es esta condición de invisibilidad, la que permitió la invasión de zonas
sin control: ejidos, bordes de montañas frágiles, riberas de ríos y quebradas por parte de personas
desplazadas o por campesinos sin tierra, y la que llevó a que durante mucho tiempo las periferias de la
ciudad se convirtieran en zonas de las que poco se ocupaban los planificadores urbanos.

Esta relación de de las ciudades con su entorno o su área de influencia, nos sugiere una nueva re-
interpretación sobre la forma como han sido estudiadas las relaciones urbano – rurales, y nos sugiere la
necesidad de plantear nuevas hipótesis de trabajo para entender el crecimiento urbano, superando
aquellas afirmaciones según las cuales lo urbano se asimilaba a alta densidad de población o de
edificaciones, a industrialización, etc., y lo rural a labores agrícolas y poco poblamiento. Se parte de
definir lo urbano como un problema social que se estructura a partir de la complejidad de relaciones
sociales que se establecen en un lugar.

Así las cosas, las periferias urbanas, dejan de ser parte de la ciudad como, continuidad material, para
convertirse, en formas discontinuas que expresan nuevas relaciones culturales que trascienden el
espacio físico. De esta manera lo opuesto a lo urbano ya no es lo rural, como se deducía de los
discursos marxistas, sino que la frontera entre lo urbano y lo rural se expresa, de una parte, por la
complejidad social cuya máxima expresión es el anonimato, y de otra parte, por la persistencia de
rasgos comunales que se evidencian en las relaciones entre vecinos que pueden existir tanto en el
campo como en aquellos barrios a los que Milton Santos denominaba como de tiempos lentos. En este
contexto, la dicotomía urbano – rural, deja de ser un problema de límites y fronteras en términos fijos,
para convertirse en un problema de límites en términos de hibridación, de contactos, de ires y venires, y
en últimas palabras, de movimiento.

La ciudad en cambio, retomando a Manuel Delgado (2003), se nos presenta como sinónimo de
materialidad, de continuidad de la malla urbana, del lugar en donde los límites siempre serán de fácil
identificación, a pesar del crecimiento desmedido de algunas urbes latinoamericanas. En el contexto de
lo urbano, la noción de frontera fija se vuelve insuficiente para explicar el crecimiento de gran parte de
la ciudades latinoamericanas en las últimas décadas, pues las explicaciones en torno a los cambios
internos de ésta - morfología, infraestructura, arquitectura, etc. - deben ser complementados con el
análisis de la relación que dicha ciudad establece con el territorio influenciado por ella. De otra parte, el
ritmo de vida de la ciudad pierde para muchos de sus habitantes ciertas condiciones que la hacían
atractiva, y el campo se convierte en un lugar de evasión provisional para mantenerse al margen de la
ciudad contaminada, del ritmo de vida rápido, y de los graves problemas de violencia. Desde la ciudad,
el campo comienza a ser idealizado como lugar de descanso y esparcimiento, como segunda vivienda y
sobretodo como un lugar seguro, hecho que lleva a que nuevas formas de ocupación de las periferias
urbanas más lejanas, sean posibles por el desarrollo de las vías de comunicación.

En las últimas décadas del siglo XX, las periferias de muchas ciudades latinoamericanas, fueron
percibidas por las elites de la ciudad como la posibilidad de construir una nueva utopía urbana que
permitiera resolver el caos interior que ésta vivían. En muchas ciudades se inició un proceso de
planificación de los bordes de la ciudad con miras a construir condiciones de habitabilidad para las
élites, que, expulsadas del centro, buscaban en las afueras de la ciudad la tranquilidad que el bullicio y
la degradación ambiental del centro histórico, les negaban. Es así como frente a los bordes urbanos,
propensos a ser lugares de invasión y de surgimiento de “barrios piratas”, se inicia el proyecto de una
nueva ciudad para los ricos en el que los problemas de inseguridad y miedo se resuelven con la
construcción de conjuntos cerrados, y los problemas de deterioro ambiental se enfrentan con la
construcción de “cinturones verdes” alrededor de la ciudad (Figura 4).

Finalmente y a modo de conclusión, es importante señalar que las nuevas forma de expresión de las
dinámicas lo urbano – rurales sugiere una nueva interpretación de las periferias de la ciudad y de sus
zonas aledañas. Desde esta perspectiva, la expansión urbana se expresa en nuevas lógicas de ocupación
espacial del otrora “mundo rural”, imponiendo nuevas tipologías constructivas, y en general una nueva
cultura, producto de la hibridación entre las tradiciones campesinas y el anonimato urbano. En este
contexto el espacio urbano sigue encontrando su mayor expresión en la ciudad, en su espacio público,
pero esta condición deja de ser exclusiva de estos lugares para expandirse hacia aquellas periferias en
donde la complejidad social (habitantes cada vez más anónimos) se impone frente a las relaciones
comunales que dominaban la vida rural. Así las cosas, configuran nuevas territorialidades urbanas en
los bordes de la ciudad, lugares en donde “lo otro”, como opuesto (el citadino y el campesino),
constituye nuevos espacios de identidad urbana y exige nuevas formas de entender lo que
tradicionalmente hemos conocido como vida rural.

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