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JEAN DANIÉLOU: TEOLOGICE HISTORIA.

Jean Daniélou (1905-1974), discípulo de Henri de Lubac en la «maravillosa escuela de Fourviére»9 '
y del historiador Jules Lebreton en el Instituto Católico de París, a quien sucedió en la cátedra de
Historia de los Orígenes Cristianos -que ocupará durante 25 años, de 1943 a 1969, en que sería
hecho cardenal-, es también cofundador, junto con su maestro de Lubac, de la colección de
estudios patrísticos Sources Chrétiennes, que inicia sus publicaciones en 1942 con la Vida de
Moisés de Gregorio de Nisa, traducida y comentada por el propio Daniélou.

Su tesis doctoral sobre Gregorio de Nisa, Platonismo y teología mística, fue publicada en 1944 en
la colección Théologie, dirigida por la facultad de teología de Lyon-Fourviére. Su célebre artículo
Las orientaciones presentes del pensamiento religioso -publicado en 1946, nada más acabar la
segunda guerra mundial, en la revista Études, de la cual fue redactor durante muchos años-,
donde trazaba un programa de renovación de la teología a lo largo de las directrices del retorno a
las fuentes y de la confrontación con el pensamiento contemporáneo, fue considerado, en el
fervor de la controversia, como el «manifiesto» de la «nouvelle théologie». Uno de .sus primeros
libros, Diálogo con los marxistas, los existencialistas, los protestantes, los judíos y el hinduismo, de
1948, «fue retirado de la circulación -anota en sus Memorias (1974), dictadas poco antes de su
repentina muerte- porque en aquel tiempo se veían herejías por todas partes»98 , pero la
publicación de la encíclica Humani generis en agosto de 1950 no le priva de la cátedra de historia
en el Instituto Católico (donde más tarde, en 1961, llegará a ser decano de la facultad de teología).

Como historiador de la antigüedad cristiana, Daniélou es autor de una imponente trilogía con el
título general de Historia de las doctrinas cristianas antes de Nicea, dedicada a los tres principales
componentes del cristianismo de los tres primeros siglos, cuyo primer volumen reconstruye La
teología del judeocristianismo (1958); el segundo estudia la confrontación entre cristianismo y
mundo griego en Mensaje cristiano y cultura helenística (1961); y el tercero, que no llegó a ver
publicado en vida, trata de Los orígenes del cristianismo latino (1978).

En las ya citadas Memorias, Daniélou escribe acerca de su propia obra de escritor: «[...] mi libro-
clave sigue siendo el primero: El signo del Templo, que afronta el bellísimo tema de la morada, de
la presencia. El templo no es un simple edificio, sino el lugar consagrado; y si se le considera en sus
perfeccionamientos sucesivos, lo primero es el templo cósmico, con la presencia de Dios en el
universo; a continuación, el templo mosaico, habitación de Dios en el templo de Jerusalén;
después, el templo crístico, presencia de Dios en la persona de Cristo; más tarde, el templo
místico, Dios en el corazón de los cristianos elegidos; y, finalmente, el templo escatológico»99 .
Esta breve obra enuncia el tema de la historia y de su desarrollo en etapas, que será el hilo
conductor de la reflexión del historiador y teólogo Daniélou.

Al tema de la historia dedicará el profesor del Instituto Católico y brillante articulista y


conferenciante tres «Misterios», concretamente: El misterio de la salvación de las naciones (1946)
y El misterio del adviento (1948), que son -junto a una serie de artículos que iba escribiendo, entre
los cuales se cuenta Cristianismo e historia (1947)- una especie de aproximación a la síntesis
formulada en el Ensayo sobre el misterio de la historia (1953), que se insertaba autorizadamente
en el debate sobre la teología de la historia de los años cuarenta y cincuenta y que representa la
obra más significativa de su reflexión teológica. En la inmediata postguerra, había sido sobre todo
el teólogo protestante Osear Cullmann, con su obra Cristo y el tiempo (1946), quien había hecho
una notable aportación para una interpretación teológica de la historia; el Ensayo sobre el misterio
de la historia, de Daniélou, se sitúa en esta línea, aunque el primero se mueve en el terreno de la
teología bíblica, y el segundo preferentemente en el terreno de la teología patrística.

En la introducción al Ensayo, Daniélou especifica las categorías que caracterizan a la visión


cristiana de la historia. La teología cristiana de la historia se diferencia del pensamiento griego
porque, mientras que éste concibe el tiempo como cíclico y repetitivo, en cuanto reflejo visible de
la inmutabilidad del mundo inteligible, aquélla introduce en el tiempo la novedad del
acontecimiento de la encarnación, que da un sentido al devenir temporal. La teología cristiana de
la historia se diferencia también de la concepción hebrea del tiempo, porque introduce el
concepto de progreso, en el seatido de economía progresiva, que permite el paso del Antiguo al
Nuevo Testamento. Y se diferencia también del concepto de tiempo de la filosofía moderna,
porque, aunque ésta ha adquirido el concepto de progreso, no conoce ya el concepto de fin o
término (éschaton), que en cambio es afirmado por aquélla con su concepción escatológica. En el
pensamiento griego, la historia es repetitiva, en la concepción hebrea aparece como bloqueada, y
en la concepción del pensamiento moderno es ui fluir indefinido, mientras que la concepción
cristiana mantiene unidas las categorías de acontecimiento, progreso y fin.

El Ensayo se articula en tres partes, la primera de las cuales afronta los problemas de una teología
de la historia, en particular el problema de la relación entre historia sagrada o historia de la
salvación (aunque Daniélou prefiere la primera expresión, histoire sainte) e historia profana. Si,
por una parte, el cristianismo está en la historia, y por tanto la historia sagrada se desenvuelve en
la historia profana, por otra -y éste es el elemento decisivo- es la historia profana la que entra en
la historia sagrada, en cuanto que recibe de ésta significado y justificación. La historia sagrada
transcurre entre dos acontecimientos cósmicos -la creación de los orígenes y la nueva creación
escatológica-, tiene en su centro la acción creadora y resolutiva del acontecimiento de Cristo, y se
presenta por tanto como «historia total»100 , en la que confluyen todas las demás: la historia
sagrada «representa la historia auténtica, la que justifica y supera a las demás»101 .

En este contexto, el autor de El misterio de la salvación de las naciones (1946) es particularmente


sensible a la relación entre cristianismo y civilización, así como a la relación entre cristianismo y
religiones no cristianas; y el autor de los Diálogos (1948) percibe agudamente también el problema
de la confrontación entre cristianismo y marxismo: «En el mundo de hoy, la gran lucha es la que
tiene lugar entre estas dos visiones de la historia que se enfrentan»102 . A la «historia marxista»
contrapone Daniélou la «historia sacramental», llevada a efecto por la iglesia a través de la
predicación y los sacramentos: «Los grandes acontecimientos del mundo presente son, pues, los
actos sacramentales, que son algo bastante más grande que las grandes obras del pensamiento y
de la ciencia, las grandes victorias y las grandes revoluciones»103 .
La segunda parte del Ensayo está dedicada a los misterios y evidencia los rasgos sobresalientes de
la historia sagrada: el sinergismo, la tipología y la escatología.

La teología cristiana de la historia tiene su documento en la Biblia, que refiere los magnalia Dei,
las grandes obras de Dios en la historia, pero narra al mismo tiempo las respuestas del hombre.
Esta doble línea, divina y humana, tiene su punto de convergencia sinergética en la realidad
teándrica de Cristo, según la definición de Calcedonia: «El dogma de Calcedonia da consistencia al
tiempo y lo transforma en historia»104 . A partir de Cristo, «fin de un mundo e inicio de otro,
bisagra de la historia»105 , da comienzo la historia de la iglesia como historia, a su vez, de los
mirabilia Dei y de las respuestas del hombre.

Además, el desarrollo de la historia sagrada se produce según la ley de la tipología, es decir, de la


correspondencia entre tipos o figuras del Antiguo Testamento y realidades del Nuevo Testamento,
donde las primeras encuentran su cumplimiento, y en la historia de la iglesia su prolongación: así,
por ejemplo, la figura del éxodo encuentra correspondencia y cumplimiento en la resurrección de
Cristo, y prolongación en el bautismo, en cuyas aguas el cristiano es liberado de las fuerzas del mal
en espera de la futura liberación. Es lo que expresa Ireneo con la categoría de economía, que
permitía hacer frente a las doctrinas gnósticas, que introducían una separación entre Antiguo y
Nuevo Testamento; y es lo que expresa Gregorio de Nisa con la categoría de akolythía, que
indicaba la «progresión» del «subseguirse de las alianzas». En esta perspectiva histórica, Daniélou
se siente más próximo a la teología patrística que a la teología escolástica. En el artículo Las
orientaciones presentes del pensamiento religioso (1946) había escrito la tan controvertida
afirmación: «[...] la noción de historia es ajena al tomismo; por el contrario, es ella precisamente el
eje sobre el que giran los grandes sistemas patrísticos [...]»106 .

La historia discurre hacia el cumplimiento escatológico. La relación entre siglo presente y siglo
futuro es interpretada por Daniélou en la línea de la «escatología iniciada», por la que el fin de la
historia se habría iniciado en el acontecimiento de Cristo y en la acción sacramental de la iglesia.
Daniélou diferencia su posición no sólo de la «escatología consecuente» de Schweitzer -según el
cual Jesús esperaba el fin próximo del mundo- y de la «escatología realizada» de Dodd (y de
Bultmann) -en la que se pierde el horizonte de la espera-, sino también de la que él define como
«escatología anticipada» de Cullmann, que, si bien mantiene la tensión entre el «ya» y el «todavía
no», habría cometido el error de prestar poca atención al tiempo de la iglesia y a su acción
sacramental.

La tercera parte del Ensayo desarrolla las líneas de una espiritualidad cristiana en clave de teología
de la historia, especificando así las decisiones que debe tomar el cristiano y las actitudes
espirituales que debe asumir: la audacia en la misión, la pobreza como estilo misionero, la
sinceridad de la caridad, el celo apostólico, la gnosis como búsqueda de la comprensión del
misterio de la historia, y la esperanza como «la virtud de aquel que está en el tiempo»107 , cuyo
objeto no hay que interpretar en sentido individualista, sino -en la línea de la perspectiva de
Catolicismo (1938), de de Lubac- en términos de «destino total del mundo y de la
humanidad»108 .
¿Escatologismo o encarnacionismo? En los años cuarenta y cincuenta, el debate católico sobre la
historia se planteaba en los términos de esta disyunción. El escatologismo subrayaba la
discontinuidad entre progreso humano y reino de Dios; el encarnacionismo, en cambio, subrayaba
la positividad de los valores terrenos, fruto del esfuerzo humano, y su asumibilidad por parte de la
gracia, en orden a la preparación del reino. En la primera perspectiva se insertaba ciertamente el
teólogo oratoriano Louis Bouyer; en la segunda, el teólogo lovaniense Gustave Thils. En este
complejo y móvil contexto hacía su aparición la solución de Daniélou. Aunque su lenguaje es a
menudo encarnacionista, su posición se inserta, si bien en términos equilibrados, en la perspectiva
escatologista: la verdadera historia es la historia sagrada, que está formada por los mirabilia Dei y
por las acciones sacramentales de la iglesia (además de por las respuestas espirituales a esas
acciones); el verdadero progreso no es tanto el progreso de las civilizaciones cuanto el desarrollo
de la iglesia, que va perfeccionándose en la caridad; el progreso humano, científico y social es
esencialmente ambiguo, susceptible de lo mejor y de lo peor. Se trataba de una posición
ampliamente difundida en la teología y la espiritualidad preconcibares: en 1954, en pleno debate a
propósito del Ensayo sobre el misterio de la historia, los dos jóvenes teólogos de la Gregoriana,
Flick y Alszeghy, escribían en la revista Gregorianum: «[...] pero entre encarnacionismo y
escatologismo nuestras simpatías se decantan decididamente del lado del escatologismo de
Daniélou»109 . Pero Daniélou precisará ulteriormente su pensamiento e irá pasando
progresivamente -bajo el influjo del pensamiento de Teilhard de Chardin y del debate conciliar en
torno a la constitución pastoral Gaudium et Spes- a una teología de encarnación y de presencia en
el mundo. Expresión de esta evolución son algunas páginas del libro más leído de nuestro autor, El
escándalo de la verdad (1961), así como un artículo muy polémico sobre el Significado de Teilhard
de Chardin (1962) y la perspectiva pastoral expresada en La oración, problema político (1965).

Daniélou llegó a la teología de la historia desde la teología de la misión, a la que dedicó el primero
de sus tres «Misterios», concretamente El misterio de la salvación de las naciones (1946), que
recoge sus reflexiones en el círculo misionero «San Juan Bautista», fundado y dirigido por él. La
cuestión misionera es un «misterio escondido», es «elsecreto escondido en Dios, antes de la
creación del mundo, de reunir a todas las gentes en la unidad del Cuerpo Místico»110 .

La solución al problema misionero no puede ser el sincretismo, que es la caricatura de la


catolicidad, sino la unidad perseguida por la misión del Verbo y de su iglesia. Frente a las religiones
no cristianas se pueden asumir dos actitudes: a) una actitud positiva, que evidencia los valores
humanos y religiosos que dichas religiones expresan, aunque sean insuficientes, y precisamente
por ello están destinadas a encontrar cumplimiento en el cristianismo; o bien b) una actitud
negativa, que Daniélou encontraba entonces expresada en la obra del misionero protestante,
discípulo de Barth, Hendrick Kraemer, El mensaje cristiano en un mundo no-cristiano (1938), según
el cual las religiones no cristianas no son una preparación para el evangelio, sino un obstáculo que
hay que superar. Daniélou se sitúa decididamente en la primera posición, que correspondía a la
misionología elaborada entonces por el P. Pierre Charles en Lovaina, así como a la labor pionera de
hombres como el P. Lebbe en China, el P. Aupiais en el África negra o el abate Monchanin en la
India.
La espiritualidad misionera es una espiritualidad de encarnación, pero a la vez de redención: «Una
espiritualidad de encarnación, en el sentido de que la primera cosa necesaria es, evidentemente,
encarnar el cristianismo en todo cuanto hay de bueno en dichos mundos -en el pensamiento de la
India, en el pensamiento de China, en el pensamiento del mundo negro- tal como se ha encarnado
en el mundo romano y en el mundo griego. [...] Una espiritualidad de redención. Nuestra
sensibilidad misionera no debe ser ingenua; es preciso comprender que aquellas almas no irán a
Cristo únicamente siguiendo su propio camino, sino renunciando a sí mismas [...]» En el encuentro
con el cristianismo hay algo de las religiones no cristianas que debe vivir, pero también hay algo
que debe morir; el movimiento de la encarnación, que va a la búsqueda de las «adarajas» de las
restantes religiones y culturas, se complementa con el movimiento de la transfiguración: el
evangelio se encarna en las culturas, pero transfigurándolas. Los dos movimientos de la misión se
corresponden con otros tantos movimientos de la encarnación del Verbo: la katábasis, o ¿escensio
del Verbo en la historia, y la anábasis, o ascensio de la humanidad asumida y transfigurada.

La teología de la misión es retomada en el segundo de sus tres «Misterios», El misterio del


adviento{l94S), donde la relación entre cristianismo y religiones no cristianas es vista como una
relación histórica, pero a la vez dramática. Relación histórica, ante todo, en virtud de la
continuidad entre el cristianismo y las otras religiones, cuyos valores reciben reconocimiento en su
totalidad y plenitud; pero, a la vez, relación dramática, por la discontinuidad que no puede menos
de darse entre el cristianismo y las otras religiones, «en la medida en que éstas se niegan a dejarse
superar»112 .

En el desarrollo de la historia sagrada, que se extiende hacia el acontecimiento final, Daniélou


especifica diversas etapas: la religión cósmica, correspondiente a la alianza cósmica, que -forzando
un tanto las cosas- Daniélou identifica con la alianza noética, en la que Dios se revela a través de su
acción en el cosmos y su llamada a la conciencia, y cuyas principales figuras, desde Abel hasta la
reina de Saba, son presentadas en uno de sus libros más originales, Los santos «paganos» del
Antiguo Testamento (1964); la religión bíblica, correspondiente a la alianza hebrea, desde
Abraham hasta Juan Bautista, cuya figura, que se sitúa «en los albores del evangelio»"3 , es
presentada también en el librito Juan Bautista, testigo del Cordero (1964); y, por último, la religión
cristiana, con la nueva alianza en Cristo y con el tiempo de la iglesia, que es el tiempo de la misión:
«Nosotros vivimos, pues, dentro de un gran misterio que tratamos de gustar en la contemplación y
vivir en el apostolado; el misterio de la evangelización que se extiende desde la Ascensión hasta la
Parusía, entre el ascendit ad coelos y el inde venturus est del Credo [...]»"4 .

Daniélou supo percibir muy pronto el significado del proceso de descolonización y sus
implicaciones y consecuencias para la cuestión misionera. El cristianismo occidental es sólo una de
las realizaciones históricas: «Hasta hoy, hemos identificado la civilización con la civilización
occidental. Es esta civilización la que hemos cristianizado. Pero hoy nos damos cuenta de la
vitalidad de otras civilizaciones que no son cristianas»115 . De ahí la perspectiva de nuevas futuras
encarnaciones históricas del cristianismo en otras culturas, que él ya había entrevisto con lucidez
en El misterio de la salvación de las naciones: «Quizá haya todavía muchos aspectos del
cristianismo que no hemos descubierto y que no descubriremos hasta que éste se haya refractado
a través de todas las caras del prisma. Hasta ahora, se ha refractado a través del mundo griego y
romano, del mundo germánico y eslavo, pero tendrá que refractarse también en la cara china y en
la india, para en contrar al final de los tiempos su plena consumación [...]»m . A la perspectiva de
Karl Thieme, que en Dios y la historia (1948) llegaba a identificar la civilización occidental con la
civilización humana, Daniélou contrapone la perspectiva del benedictino chino P. Lou, agudamente
expresada en el título de su obra, El encuentro de las humanidades. La unidad de la iglesia no es
uniformidad, sino unidad católica, unidad en la pluriformidad.

Daniélou tiene un vivo sentido de la pluralidad de las civilizaciones y las culturas y, a la vez, de las
masas de los pueblos. Para llegar a las masas, la evangelización misionera debe llegar primero a las
élites: «Hay un cristianismo occidental porque han existido san Agustín, Dante, Pascal, Camoéns...
Pero no ocurre lo mismo con las otras culturas»117 . Y para llegar a las culturas hay que llegar a las
élites, «que son esencialmente las guardianas de la tradición cultural de un pueblo»118 . Es una
perspectiva que se hará sentir en su polémico librito -leído incluso por de Gaulle- La oración,
problema político, publicado hacia el final del concilio, en 1965, y en el que el decano de la
facultad de teología del Instituto Católico propugna un cristianismo de masas y una nueva
cristiandad, mientras que otros teólogos, sensibles al pluralismo y a la secularidad de la cultura del
mundo occidental, hablaban, como Rahner, de situación de «diáspora» o, como Chenu, de «fin de
la era constantiniana».

El tema de la misión -al que se dedican sobre todo El misterio de la salvación de las naciones y El
misterio del adviento- se retoma también en el Ensayo sobre el misterio de la historia, donde la
teología de la misión -que tuvo en Daniélou a un atento y apasionado teólogo- se inserta en el más
amplio contexto de la teología de la historia. De la teología de la misión a la teología de la historia:
he ahí el camino recorrido por Daniélou en sus tres «Misterios» y en su más viva reflexión
teológica. El autor de los controvertidosD/á/ogav de 1948 confiesa en sus Memorias: «[...] jamás
he creído er la posibilidad de un auténtico diálogo con el ateísmo y con el marxismo. [...] El centro
de mis intereses sigue siendo el diálogo con los hombres religiosos pertenecientes a todas las
religiones».

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