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UNA REFLEXIÓN SOBRE EL PROCESO DE PROGRAMACIÓN CULTURAL

Lluís Bonet. Universitat de Barcelona*

¿Qué hay detrás de un buen programador? ¿Qué inputs utiliza para acabar destilando una
propuesta coherente y atractiva para su teatro, museo, galería de arte, festival, canal
audiovisual, casa de cultura, espacio musical o grupo editorial? ¿Cuáles son las razones que le
llevan a programar un conjunto de actividades -más o menos nucleares o paralelas- en unos
formatos, horarios y espacios determinados? A diferencia del creador que decide sobre la
línea artística y los formatos de su obra, un programador trabaja, fundamentalmente, a partir
de propuestas externas. Hace de intermediario entre la amplísima oferta potencial de obras,
intérpretes o actividades disponibles en el mercado y un programa final que pone a disposición
del público. La decisión sobre qué y como se presenta, interpretado por quién, en un espacio y
tiempo determinados, y con qué envoltorio se presenta, está en manos de este profesional al
que llamamos en función del sector director artístico, programador, comisario o editor.
Desgranar los criterios utilizados en el interior de la particular coctelera o «caja negra» de un
programador no es una tarea fácil ya que no hay manuales o escuelas donde se aprenda este
oficio artesanal y etéreo. Esto explica porqué, más allá de improperios o elogios, se haya
escrito poco de forma analítica sobre el tema. Cabe debe tener en cuenta, asimismo, la gran
heterogeneidad de personalidades, procesos y vivencias existentes. Seguramente pocos
programadores se sientan plenamente identificados con mis reflexiones, pero a pesar de todo,
ahí va un intento de describir el proceso.

El responsable de programar un equipamiento o proyecto cultural pone en juego su reputación


ya que en su elección se refleja la experiencia adquirida, intuición, percepción sobre las
diversas necesidades sociales, ideología, opciones estéticas y hasta su propia ambición. Los
criterios de los que se sirve al decidir la programación se forman en el crisol de esta “caja
negra” personal (a veces colectiva) difícil de interpretar. En la mayor parte de los casos, estos
criterios son el resultado de elaboraciones conceptuales y estéticas, a menudo implícitas, que
tienen en cuenta un conjunto complejo e interdependiente de factores. Los ingredientes de la
misma son una combinación del bagaje personal con tres tipos de condicionantes externos
fundamentales:

• las orientaciones y recursos que emanan de la institución donde trabaja (en azul en el
gráfico)
• los aspectos históricos, territoriales y culturales (en naranja)
• la interacción con agentes externos con capacidad de incidencia en el proyecto (en
rojo)

El mandato institucional -la misión y las finalidades últimas del equipamiento o proyecto-, son
el primer aspecto que debe tener en cuenta un programador, tanto si ha de elaborar una
propuesta para optar a una plaza específica como si desde hace ya un tiempo se responsabiliza
de la dirección artística o el comisariado de una institución. Sin embargo, este mandato viene
condicionado por los recursos disponibles: en primer lugar los económicos (propios y ajenos),
después los materiales (dimensión, accesibilidad y cualidades del espacio, equipamiento
técnico) y, finalmente, las particularidades, experiencia y formación de los recursos humanos
al servicio del proyecto.

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Otro aspecto clave, a tener en cuenta, es la disponibilidad de obras, artistas o profesionales
adecuados a la orientación buscada. Aunque pueda parecer que la oferta existente es
inagotable, en la práctica hay muchos aspectos prosaicos o simbólicos a tener en cuenta que
limitan el abanico. A menudo, lograr un buen éxito de audiencia con escasos recursos
financieros, malas condiciones de espacio y restricciones de programación (una alta
proporción de artistas locales o estricto equilibrio de género, por ejemplo) es bastante
laborioso y delicado.

Los condicionantes incluidos en el segundo grupo están relacionados con la trayectoria de la


institución, los valores y demandas locales, las tendencias artísticas y profesionales
dominantes, y un conjunto de aspectos coyunturales relacionados con la disciplina o el
territorio de intervención. Tanto si un programador opta por seguir con una línea continuista o
por llevar a cabo un cambio radical es fundamental conocer la tradición y trayectoria del
proyecto; a menudo el desconocimiento del mismo -y de los profesionales y las audiencias que
en él se han formado- genera conflictos y dificulta la evolución de colaboradores y públicos
hacia nuevos paradigmas estéticos o conceptuales. No hay política de programación
inteligente que no tenga en cuenta, aunque sea para ponerlos en cuestión, los valores de la
población local (o visitante) y las demandas de las audiencias habituales de la institución. La
relación entre los valores estéticos e ideológicos -y la demanda doméstica que emana-, y las
tendencias de referencia del comisario o director artístico (más o menos emergentes o
dominantes) conforman la clave de prácticamente todas las estrategias de programación.
Finalmente, las efemérides son un último aspecto que puede ayudar, aunque respondan a
lógicas coyunturales, a conformar un programa. La celebración del nacimiento o muerte de
autores o intérpretes, de movimientos artísticos o de momentos históricos, no sólo es una
oportunidad para poner al día o reelaborar creaciones o períodos pasados sino también una
manera fácil de coproducir con terceros y encontrar financiación.

El tercer tipo de condicionantes corresponde a la interacción con agentes externos a la


institución (del entorno cultural y social local). Las programaciones afinadas suelen tener en
cuenta -aunque sea para menospreciar sus efectos- la opinión de la crítica, de los medios de
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comunicación y de la comunidad artística o de expertos local, así como, las estrategias de
programación de otras instituciones y proyectos de referencia en el propio ámbito de
especialización. A pesar de que las relaciones con este conjunto de agentes no sean siempre
plácidas (por necesidad de marcar distancias, celos o simple competencia) es fácil detectar
cómo se interactúa. Otro factor determinante es la opinión de los patrocinadores y las
exigencias de los programas de subvención externos, ya que en determinados casos pueden
llegar a ser un condicionante importante.

Este conjunto de factores influye en el desarrollo de la definición de una línea artística,


editorial o museística, pero este proceso no deja de ser el resultado de una elaboración
bastante personal que, por su propia naturaleza, casi nunca está sujeta a definiciones
normativas. Habitualmente se corresponde a una percepción subjetiva del programador
forjada con los años e influenciada por la opinión o la línea de programación de ciertas
personalidades, colegas o instituciones de referencia. Lógicamente, entre un programador con
un criterio más independiente y original y otro que copia descaradamente una línea ajena,
existe un gran abanico de alternativas. Un cierto grado de mimetismo es habitual, a pesar de
que no se haga ostentación, ya que uno puede formar parte de una determinada escuela
estilística o buscar nuevos referentes para ampliar horizontes. En otros casos, el plagio
respecto a una programación ajena de éxito se da por falta de conocimientos (comprensible e
incluso recomendable), o por la necesidad de ahorro de tiempo y esfuerzo en la búsqueda de
nuevos intérpretes, obras o autores (actitud bastante extendida y claramente reprobable).

Cuando el director artístico, editor o comisario posee criterio propio, la programación es el


resultado de combinar todos los elementos y factores estéticos, institucionales y sociales
citados madurados en esta particular «caja negra» personal. Algunos de estos criterios pueden
ser explícitos y aparecer citados en programas de mano, entrevistas, memorias de la
institución o artículos de fondo. Sin embargo, la mayoría se intuyen pero raramente se
explicitan por pudor, dificultad para expresar la frágil sutilidad de los aspectos combinados o la
necesidad de preservar un cierto halo etéreo o mágico ligado a la reputación profesional.
Ahora bien, una observación detallada de la programación -en especial a medio y largo plazo-
da muchas pistas sobre los criterios y talante de cada programador. Como dice Michel Lethiec,
director del Festival Pau Casals de Prada de Conflent "el director artístico teje un hilo rojo que
el público no ve explícitamente pero entiende y capta su interés".

Manuel Cuadrado y Carmen Pérez, en uno de los escasos estudios empíricos publicados
centrado en las prácticas de la programación teatral en España, señalan el perfil de la
audiencia y la oferta de una programación variada como los dos principales objetivos de los
programadores. La búsqueda de rentabilidad económica tiene escasa relevancia (con la
excepción de los teatros de titularidad privada o de gran dimensión) mientras que la
trayectoria del productor de la obra es importante sólo en los teatros con mayor número de
localidades. Muchos otros criterios, a priori relevantes, tienen según esta encuesta (con una
muestra de más de 200 programadores) escaso seguimiento: éxito de la obra, premios
obtenidos o programación en otros teatros o festivales. Es sorprendente, ya que o bien
demuestra la existencia de una gran heterogeneidad entre los consumidores teatrales
españoles, algo improbable, o bien los programadores necesitan mostrar su gran singularidad.

Más allá de los datos específicos de este estudio, y como resultado de conversar con
comisarios y directores artísticos y observar múltiples programaciones, es posible agrupar los
argumentos o criterios más citados en tres grandes ámbitos: cultural, económico y de
desarrollo territorial.
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Criterios culturales, de tipo artístico o patrimonial:
• Dar a conocer autores, obras o formatos no habituales
• La calidad e interés intrínseco de la propuesta
• El carácter marcadamente innovador, incluso provocador, que rompa con los cánones
establecidos y que ayude a pensar
• La belleza estética
• La recuperación y relectura de los clásicos
• Un equilibrio ecléctico entre repertorio clásico, moderno y de vanguardia

Criterios con un claro componente económico y de ampliación de audiencias:


• Programar con el objetivo de maximizar los ingresos por venta de entradas, patrocinio
u obtención de subvenciones
• Satisfacer los gustos, preferencias y expectativas de las diversas tipologías de público
objetivo escogidas
• Diferenciarse de la competencia

Criterios asociados al desarrollo social y territorial:


• Conectar con cuestiones críticas, políticas o sociales, presentes en el debate ciudadano
contemporáneo
• Descubrir, incorporar y dar juego al mejor talento local
• Incorporar creadores y actividades fruto de la cooperación con otros agentes
(escuelas, compañías, asociaciones, redes internacionales ...)
• Aportar una visión de futuro al desarrollo de la comunidad
• No competir de forma desleal desde el sector público con la oferta comercial o
independiente

Estos criterios, que seguramente se podrían ampliar, se combinan entre sí conformando la


nube de vectores que define una estrategia de programación. Evidentemente un mismo
programador puede cambiar el énfasis o las prioridades de esta nube en función de las
circunstancias locales o temporales del contexto sobre el que actúa. No es lo mismo dirigir la
línea artística de un centro vanguardista de titularidad pública que la de un proyecto comercial
que haya de dar beneficios, ni dirigir un festival que pretende singularizarse, o desde un
equipamiento de ámbito local que forzosamente tiene que ser más ecléctico. Asimismo, el
primer año al frente de un proyecto no será igual que al cabo de algunas temporadas. Uno
puede empezar con un golpe de efecto pero, en general, será más fácil insertar una
programación más comprometida una vez se haya introducido al público en los nuevos
lenguajes.

Además, es necesario distinguir entre aquellos programadores con un perfil más artístico de
los que combinan la dimensión artística con la de gestión. Los primeros se caracterizan por su
fuerte personalidad y por la capacidad de generar marca, pero necesitan apoyarse más en el
productor que, con el presupuesto y el conjunto de condicionantes técnicos en la mano, le
marca los límites de lo que es posible llevar a cabo. En cambio, el programador con un perfil
más híbrido es más autosuficiente: sabe lo que es posible realizar con los recursos que dispone
y tiene muy claro a qué público desea llegar. En las grandes instituciones es más fácil encontrar
el primer modelo, mientras que en las más pequeñas o en las de titularidad privada se impone
más el segundo modelo. Como dice Salvador Sunyer, ha caducado el tiempo de aquellos
directores artísticos que se vanagloriaban diciendo "no me entiende nadie, que bien que estoy
programando, que bueno que soy". Aunque, por otro lado, también es preocupante observar
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programaciones de muy bajo vuelo artístico. No es una cuestión de adaptación a una realidad
local o a una necesidad comercial, sino de insuficiente conocimiento de la oferta y de los
públicos. Faltan «comerciantes» profesionales que conozcan bien el género. En particular y tal
como atinadamente comenta Jaume Colomer, en los pequeños equipamientos culturales
públicos de proximidad, donde la programación requiere de un buen conocimiento de las
necesidades y expectativas de los diversos segmentos de públicos potenciales, capaces de
identificar los productos del mercado que puedan satisfacerlas y ayudar al crecimiento cultural
de la comunidad.

Desde una perspectiva analítica, existe un enorme campo de investigación potencial que ayude
a interpretar las claves del comportamiento de comisarios y directores artísticos en los
diversos sectores de la cultura. Un estudio profundo de los factores determinantes del proceso
de programación debería ir más allá de apriorismos como la titularidad pública o privada de la
institución, o el vanguardismo o conservadurismo del proyecto, ya que como el ejemplo de la
programación televisiva muestra -con condicionantes tan poderosos como la publicidad o la
búsqueda de notoriedad pública- se requiere de una gran sutileza para discernir sobre el juego
complejo de interrelaciones. No se pueden menospreciar tampoco las potencialidades de las
tecnologías digitales, ya que, con su gran capacidad de interacción entre públicos y contenidos
culturales, están transformando las formas y el contenido mismo de lo que ofrece una
programación.

A pesar de todas estas circunstancias, el objetivo último de todo programador comprometido


es dejar huella; cambiar de alguna manera los referentes, valores y hábitos culturales de la
comunidad donde se inserta su proyecto o institución. Como dice Salvador Sunyer, una de las
tareas básicas de un director artístico consiste en crear necesidades en el público, conseguir no
sólo llegar a una audiencia lo más amplia posible, sino que todo ella se "sofistique"
gradualmente. Si hace años casi nadie consideraba la prevención, la ortodoncia, la dieta o los
controles como parte intrínseca de la sanidad, de igual forma hay que conseguir que el gusto
por la cultura pase a ser una necesidad básica de la colectividad.

Esta voluntad de trascendencia, combinada con la necesidad de continuar activo como


programador valorado, explica buena parte de las opciones estratégicas de los que podemos
considerar los mejores programadores. El principal indicador de evaluación será el impacto a
medio y largo plazo sobre el conjunto de factores que han influenciado la línea elegida. Así
pues, como en cualquier otro oficio, los buenos profesionales no abundan, pero cuando la
suma de ingredientes propuestos permite crear un buen caldo de cultivo, la calidad de la vida
cultural sale a la larga ampliamente beneficiada.

Barcelona, enero de 2011

*Agradezco los comentarios y sugerencias de Tino Carreño, Jaume Colomer, Carlos Elia, Pep Salazar, Héctor
Schargorodsky y Salvador Sunyer, así como las opiniones de muchos programadores que me han ayudado en el
proceso de maduración del texto. Gracias a todos!

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