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El corazón y la botella

Había una vez una niña, como cualquier otra niña, quizá. Debe haber tenido unos 6 años, o 7.
Era curiosa, observadora, y tenía una gran imaginación. Le gustaba mirar las primeras flores
que salían cuando está empezando la primavera, se podía pasar horas en el bosque... hasta
que se hacía de noche y su abuelo, que era con quien vivía, tenía que ir a buscarla para que
volviera a la casa.

Es que tenía la cabeza llena de curiosidad por todas las cosas del mundo. Se preguntaba por el
idioma de las ballenas y de todos los peces, y al pensar en los peces se preguntaba cómo serían
los pulmones de pez martillo, y al pensar en el pez martillo se preguntaba cómo sería esculpir
con un martillo una piedra para crear una flor, y así comenzaba a pensar en las flores y en
todos los tipos, formas y colores de flores que había visto en el bosque y pensaba que había
tantas cosas en el mundo que no conocía, entonces imaginaba el universo y hasta donde se
podría llegar navegando hasta el universo porque tal vez los pescadores si se iban lejos podían
llegar a caerse al universo que en una foto de la enciclopedia de su abuelo, lo había visto
oscuro como una enrome noche llena cosas flotando, que probablemente se habían caído de
alguna parte... quizá millones de pescadores andaban flotando por ahí.

Todo lo que imaginaba Amanda, y todas sus preguntas se las contaba a su abuelo, que siempre
estaba sentado en un sillón rojo, que estaba justo entre la ventana y un librero, entonces el
abuelo se pasaba tardes enteras ahí. Era un sillón para personas como él. Era un sillón para
personas que necesitaban ventanas: libros, ventana y Amanda llenaban las tardes eternas del
abuelo, y de Amanda.

Amanda estaba también llena de imaginaciones sobre las estrellas. Mientras su abuelo le
explicaba las constelaciones y la energía concentrada en las estrellas, Amanda se las imaginaba
como abejas enormes pegadas al cielo que de tanto zumbar se hacían fluorescentes

Amanda estaba también llena de asombro por el mar, no podía creer que se pudiera flotar en
el mar y mirar el cielo desde el agua y sentirse como una ballena tirando un chorro de agua
salada desde la boca al cielo.

Le fascinaba encontrar cosas nuevas, entonces cuando caminaba por la playa no podía dejar
mirar la arena y sorprenderse con conchitas de diferentes formas, piedras de colores, e incluso
sus propios pies la sorprendían pisando la arena.

Amanda entonces se puso a dibujar. Dibujaba todo lo que imaginaba y se lo mostrabaja su


abuelo. Su abuelo guardaba los dibujos de Amanda entre los libros que leía sentado en el sillón
pegado a la ventana.

Los libros engordaron de dibujos.

Amanda no paraba de dibujar.

Hasta que un día, en que llegó con un dibujo de una ballena con resortes en las escamas,
encontró un sillón vacío. Decidió esperar, frente al sillón. Se sentó en el suelo a esperar. Esperó
y esperó. Toda la noche.
El abuelo ya no estaba.

Los abuelos no son para siempre.

Entonces sintió pena, y se sintió insegura y pensó que debía proteger su corazón por un
tiempo. Asique lo metió dentro de una botella y la botella se la colgó al cuello. Debías estar
cerca de su corazón, pero no podía estar con el DENTRO. No le cabía, pensaba que podía
explotar.

Con esto las cosas parecieron mejorar. Al menos al principio.

Pero la verdad es que ya nada era igual. Se olvidó de las estrellas, ya no pensaba en el mar, ya
no quería ir al bosque, ni se fijaba en las flores. Creció un poco. Y creció más.

Cuando miraba el corazón que colgaba en la botella se acordaba del sillón vacío. Pero ya no
tenía curiosidad por las maravillas del mundo y no prestaba mucha atención a nada. Excepto a
lo pesada e incómoda que se había vuelto la botella. Los días pasaban uno tras otro, casi todos
iguales, y aumentaba la incomodidad, su espalda estaba chueca. Pero al menos su corazón
estaba a salvo y eso era lo importante.

Nunca se le habría ocurrido qué hacer si no hubiera encontrado a una niña pequeña que
todavía sentía curiosidad por el mundo. Iba caminando por la orilla de la playa cuando la vio
sentada en la playa. La niña la vio e inmediatamente le preguntó cómo lo harían los elefantes
que tienen que nadar en el mar.

Antes, Amanda hubiera sabido qué responder. Pero ahora no. Abrió la boca pero su mente
estaba en blanco. Y se quedó callada. Le hacía falta su corazón. Fue en ese preciso momento
que decidió sacarlo de la botella.

Pero no sabía cómo hacerlo. No se acordaba, o, en realidad, nunca lo había pensado. Lo


intentó de diferentes formas. Agitando la botella, con un alicate, con unas pinzas... finalmente
pensó en romperla con un martillo... y cuando lo intentó

la botella no se rompió

Después se subió al muro más alto que encontró... y desde ahí la soltó. Pero la botella sólo
rebotó y rodó

y rodó

y rodó

y rodó

y rodó

justo hacia el mar...

justo donde estaba la niña que todavía tenía curiosidad por el mundo. Y ella, tuvo una idea que
podía funcionar: metió su mano, una mano pequeñita y dócil, de huesos delgados y piel tierna;
y resultó que el corazón pudo salir de la botella.
Para Amanda fue como que volviera el color al mundo. Estaba tan agradecida y tan llena, de
sentido.

La niña, con el corazón en sus manos recién sacado de la botella, miró se acercó a Amanda y
se lo entregó. Entonces el corazón volvió a su lugar.

Amanda volvió a su casa, y por primera vez se sentó en el sillón. Desde ese día volvió a tener la
cabeza llena de curiosidad e imaginaciones. Miraba por la ventana, leía, y dibujaba. Desde ese
día el sillón nunca más estuvo vacío. Aunque la botella sí.

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