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EL CORAZÓN CENICERO

Autor © Gabriel Castillo Suescún

Ilustración de portada por Angie López ©

Editado por Pablo Armijos y Gabriel Castillo Suescún

Diagramado por el autor

Publicación producto del Laboratorio Editorial Mutante

Primera edición digital: Marzo 2020

Medellín, Colombia - 2020  


RESEÑA BIOGRÁFICA DEL AUTOR

Gabriel Castillo Suescún (Gabo Castillo), nacido en Medellín, Colombia,


el 19 de septiembre de 1992, es un escritor y estudiante de Comuni-
cación Audiovisual. Ha obtenido Mención de Honor en los siguientes
concursos: 66° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Premio a
la Palabra 2019” por su cuento breve titulado La Naturaleza del Torpe;
68° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa LIBRO DIGITAL
“ELEGIDOS 2019” por los microrrelatos Tiempo Real y Un Par de Lí-
neas; y en el concurso de cuento breve Tomás Carrasquilla por un cuento
titulado Una y Otra Vez.

Uno de sus primeros cuentos, Nunca Dejes de Bailar, fue publicado por
la Universidad de Córdoba de España en una antología, y el microrrelato,
titulado Una Mirada Furtiva, fue incluido en la 29° versión de la Revista
Demencia de Colombia; ambos seleccionados mediante convocatoria.
Entre febrero y agosto del año 2019, cursó el Taller de Escritores de la
Biblioteca Pública Piloto de Medellín.

También ha escrito y dirigido cuatro cortometrajes; con el primero de


estos, titulado Intersector, se hizo al premio a mejor cortometraje en la
4° versión del festival Medellín en Corto y fue incluido en la selección
oficial de Festival Internacional de Cine de Oriente de Antioquia; el ter-
cer cortometraje está basado en La Naturaleza del Torpe y lleva el mismo
nombre.

Facebook: @ElGaboCastillo
Instagram: @gabocastillo792


PRÓLOGO

Por medio de un tejido de descripciones precisas y movimientos cor-


porales al mejor estilo de Prozac Nation, conflictos circunstanciales divi-
didos en actos, acercamientos de rostros y gestos que rayan con la obse-
sión de Mort Drucker en la revista MAD, y un equilibrio aceptable entre
diálogos y situaciones, etcétera, Gabriel narra el punto de no retorno
de Cloe, arriesgándose a simular una narrativa maquinada en realidad
por una mujer1, una adolescente amarga que anda por el mundo a la de-
fensiva, que pasa sus días llenando su bitácora y realizando diseños por
encargo, intentando pasarla bien con sus pocos amigos humanos y sus
amigos etílicos, mientras intenta formarse un sentido de la vida —que
desafortunadamente existirá nunca para nadie—, sentido que desaparece
abruptamente, víctima de una sucesión de eventos adversos y, en últimas,
de la violencia recibida por todos los canales posibles (en este punto mi
mente me lleva a recordar, sin permiso, Los días de la ballena, porque en
esta peli sucede algo similar, un puñado de sueños de jóvenes creadores
se ve cuarteado por la lascivia del crimen y del sacrificio del otro a cambio
del propio y retorcido placer: es este tal vez el contorno del mosaico que
es nuestro retrato generacional). Así que El corazón cenicero es una novela
sobre la violencia y el odio y las consecuencias que estas pueden tener en
el mundo psicológico de una persona —de un personaje, en este caso—.
Es la imposibilidad, la impotencia, resultado del sentimiento de margina-
lidad, lo que comparte de alguna forma Cloe con Martina, la protagonista
de Lo que dicta la voz, que es la primera novela publicada por el autor.
Lo que le sucede a Cloe nos refleja esa posibilidad de que, cuando un
personaje decide cambiar de parecer —no de parecer sino de deseo—,
todo se vaya para el carajo y vuele sangre por las paredes hasta alcanzar
el techo. Nos muestra el lado fosco de las relaciones humanas. Aquella
desconfianza y recelo básicos en la personalidad de Cloe, tras vivenciar
ciertos puntos críticos, la lanzan a la paranoia, y luego la paranoia al odio
y el odio a la agresividad como respuesta genérica frente a la adversidad,
incluso llegando a exhibir actitudes psicopáticas (un movimiento que ya
hemos visto en La Haine, El odio, la película de Mathieu Kassovitz; esto
es, las consecuencias del resentimiento social); por tal motivo es esta la
historia también de una venganza, y de dos y de tres, aunque con motivos
abstractos y difíciles de dirimir; este rumbo es esperable cuando se vive
1 Reto compartido con una novela contemporánea a esta, incluso escri-
ta, me parece, durante las mismas fechas: Planeta Personal (Zarigüeya Editorial,
2019).

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en una ciudad en la que la sangre se ha vuelto pintura para las paredes
y las balas vuelan por entre las rendijas que forman las anchas hojas de
los palos de mango y los pillos por encima de los techos, en una ciudad
en la que está perfectamente bien invadir al otro y aprovecharse de él
y magullarlo y tal vez pervertir su libertad sexual y quizá desaparecerlo
luego para que la fiesta continúe. Hace poco un amigo hizo el comen-
tario de que Medellín llegó a ser la ciudad más violenta en el mundo en
algún momento, por allá en los noventas, etcétera; cuando se vive en una
ciudad de tales rasgos lo natural es nacer con una semiautomática calibre
38 en la axila. Además, esta historia también intenta abordar el asunto de
la violencia vuelta sobre sí mismo, una suerte de crueldad interiorizada
que puede seguirse en Cloe, por ejemplo, considerando su lamentable
tabaquismo…, y el ejemplo más claro de todos: el miedo de hacerse daño
a sí misma, pudiendo despicar las botellas de licor vacías regadas por
toda su habitación durante sus encierros depresivos, llegando al punto de
traspasar los líquidos en botellas de plástico, para no irse a dañar y poder
seguir embriagándose.
(Los saltos sutiles en la estructura narrativa —fragmentos intercalados
entre un narrador omnisciente y la propia voz del personaje— logran
generar en el lector la sensación de distanciamiento que nace, a su vez,
de los momentos en que Cloe se ve abstraída, alienada: a veces parece,
extrañamente, que el narrador externo aterriza en el libro cuando Cloe
está tan ocupada o tan encartada con su vida que le queda imposible na-
rrar-se. Además, elementos como las regresiones, escenas en diferido, los
círculos de epítetos y uno que otro artefacto propio del cine, van dando
forma y sentido a la novela; supongo que el uso de estos recursos tiene
que ver directamente con lo que es el perfil de Gabo, quien es también
estudiante de audiovisuales y MC, revoltijo en el que ha producido algu-
nos cortometrajes y videoclips)
Si bien El corazón cenicero es una novela completa y cerrada sobre su
propia línea argumental, sigue siendo un texto con múltiples puntos de
fuga, inquietudes con las que irse a pensar luego de terminar su lectura,
pero en este caso vale la pena resaltar dos de ellos, fundidos en una dupla:
el delirio ni tan delirio de haber perdido el control sobre el propio bien-
estar y la insurrección sociópata.

Pablo Armijos

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ALTERIDAD

Ni siquiera escuchó cuántos años dictó la sentencia. Su atención tenía


su único foco en el rostro de sorpresa de Elías. La sonrisa de Cloe al pre-
sionar cada vez más sobre la primera abertura. Una más. Y otra. El ímpe-
tu de él, desvaneciéndose frente a ella, era en lo único que podía pensar.
Recordarlo con tanto detalle. Enfermizo. Remordimientos, exangües, no
alcanzaban a cumplir su labor. Saborear cada puntada. El desplome, la
extinción del aliento, la sevicia.
Meses pasaron antes de poder pensar en otros asuntos. Sus acciones
rutinarias eran más que mecánicas, evitándole, incluso, enfrentamientos
con sus compañeras de confinamiento. Comer por inercia; tomar sol por
obligación; leer de vez en cuando; hablar nunca. ¿Qué pensaría su pa-
dre? Ni en ello pensaba. Lo que pensara su madre importaba menos que
nada. ¿Cómo estaría Jenny? ¿Se negaba a visitarla? La risa de una chiquilla
aterrizaba en sus oídos, provocando una extraña sonrisa en ella. Poco a
poco regresó de su insensatez. Nunca arrepentida, cabe aclarar. Sobre su
condena supo después. Lo aceptó, sin más.
En el camino hacia su entrega fue renunciando a la cordura. El trecho
casi eternizado, repleto de pensamientos beligerantes que obstaculizaban
su tranquilidad. Al llegar ya no era ella, era otra, u otras, era quien nunca
creyó que podría ser.

Nunca nadie me pregunto qué se sentía ser yo.


—Aibileen Clark en The Help (2011).

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PRIMERA PARTE:
AUSENTE DE SÍ

La frescura del ambiente se entrometía en mis asuntos personales, dis-


frazada de leve ventisca, colándose por la ventana y erizando la piel. Las
nubes grises habían conquistado a cabalidad la amplitud del cielo; lo noté
al asomarme por la ventana. La lluvia, esperando no ser muy inoportuna,
estaba próxima a hacer su aparición, anunciándose por medio de truenos
estrepitosos y relámpagos que cubrían el cielo de blancos destellos. El re-
loj marcaba las once y trece minutos de la noche. Lancé, sin mirar dónde
caería, la colilla del último cigarrillo que me restaba, calcé los tenis negros
que reposaban bajo la cama, me atavié con una chaqueta de cuero y salí
en busca de más nicotina, con el fin de saciar mis ansias y confundir a
la soledad; hacerle creer que era bienvenida, que no incomodaba con su
presencia, con su persistencia en quedarse aquí y en pasearse por la casa
cada vez que le viniera en gana. Para mi sorpresa, aún estaba abierta la
tienda que distaba cuatro casas de mi edificio.
—Don Alberto, me da, por favor, un paquete de Boston —dije.
—¿No se cansa usted de fumar, señorita Cloe? —preguntó el tendero,
en un tono amigable.
—De algo nos tendremos que morir.
—Eso dicen todos hasta que ven a la parca esperando en una esquina
o en la puerta de la alcoba —replicó don Alberto, tratando de parecer
filosófico.
Aquel sujeto de cabeza calva encima y cabellera blancuzca y deshila-
chada a los costados; ojos pequeños, agrandados por gafas redondas y
maltrechas y nariz delgada y velluda; era una de las pocas personas con
las que me sentía augusta hablando, al estar sobria; ya con tragos encima
todo variaba; podía pasarme horas hablando con personas monotemáti-
cas de ideas triviales.
—No lo decía en serio, es solo que el tabaco es un vicio difícil de dejar.
No sé si era el tabaco quien no quería someterme al abandono.
—Es verdad; se lo pregunto a usted porque la conozco hace años y ha
sido siempre cliente de mi tienda —dijo don Alberto—; pero para mí es
mejor que la gente fume y me compre todos los cigarrillos que puedan.
—Usted lo ha dicho. Muchas gracias, don Alberto. Disfrute de la no-
che en cama, porque lo que viene es agua —concluí.
—Con todo el gusto, señorita. Esperaré un poco más. Siempre hay

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clientes que, como usted, necesitan de mi servicio a altas horas de la
noche.
Regresé al apartamento dispuesta a ponerme frente a frente con la bi-
tácora. La fuga de ideas había amainado; sin embargo, a veces, exprimir el
cerebro surtía efecto. Yo que estaba sola para armarme películas, escritas
y dirigidas por mí en cuestión de segundos, y para pensar en güevonadas
sin sentido. No obstante, la mayoría de mis mejores creaciones se me
ocurrían cuando no tenía a la mano con qué materializarlas; mientras
gozaba de un baño caliente, antes de dormir o cuando caminaba por la
calle sin rumbo fijo.
Ya son casi nulas las veces que dibujo; la escritura fue la sustituta en
el puesto principal de mis ocupaciones creativas. Preparé un café más
oscuro de lo habitual, pensando que una alta dosis de cafeína ayudaría
a que mis neuronas trabajasen a mayor velocidad, encendí un cigarrillo
y me senté al escritorio, cuya superficie era iluminada nada más que por
la luz alicaída emitida por una pequeña lámpara. Abrí la bitácora en una
página vacía, fértil tierra blanca, que esperaba por ser engalanada con
trazos y colores. Mirando fijamente aquella hoja en blanco, empecé a
imaginarme qué podría ir allí. Primero, pensé en hacer un mandala, con
el fin de entrar en calor. “Pero el calentamiento será bogarme este café
de un sorbo”, pensé, pues, descartando la opción de inmediato. “¿Qué
podría ir allí? Mmm”, seguía meditando. Después se me ocurrió dibujar
el rostro de una mujer sonriendo, en un ángulo de tres cuartos, con la
mirada fija, como si estuviese a punto de ser fotografiada, acariciada por
flashes y grabada por la retina del obturador. La imaginé con sus meji-
llas ruborizadas, una sombra azul rodeando sus ojos y pestañas postizas.
Empecé por dibujar los ojos; ya habría tiempo, en el proceso, de pensar
cómo llevaría el cabello: suelto o recogido, encrespado, lacio o alisado.
Delineé cada detalle con premura, dándole vida a una mirada expresiva y
hasta coqueta. Seguí por la nariz; decidí que esta sería respigada y un tan-
to puntiaguda, pero a la vez atractiva; merecedora de abundantes elogios.
Me imaginé como ella, aunque soy bastante distinta. La verdad es que me
gusta ser mis creaciones y estar dentro y fuera de mis propias historias.
Relatar y ser a la vez espectadora de mis propias descripciones y de los
recuerdos más indeseables. Imaginarme cómo sucedieron las cosas, algu-
nas que poco recuerdo u otras donde fui pasiva de estas, y recrearlas. Así
me siento ausente, fuera de este claustro. Justo empezaba a dibujar la cur-
vatura del labio superior cuando sonó el tono que indicaba mensaje nue-
vo en mi teléfono móvil, el cual reposaba, casi olvidado por completo, en
la esquina del escritorio, junto al libro La Condena, de Kafka. Se me hizo

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raro que no hubiese interrumpido antes, ya que había olvidado silenciar-
lo, y, generalmente, los pretendientes, a pesar de ser pocos, no se hacían
esperar. Intensos y ansiosos por descargar sus fluidos en cualquier culo.
Estaba acostumbrada a tener en mi móvil una acumulación de conversa-
ciones, o intentos de iniciar una, de las cuales la mayoría nunca revisaba,
pues se trataba de personas que desconocía, que no tenían novedades ni
nada que ofrecerme, que carecían de interés, que querían fraternizar, o
quién sabe qué más, conmigo. Me limitaba a responderle a Jenny, mi ami-
ga más cercana, a Steven, un ex compañero de la universidad, con quien
solía ir con cierta frecuencia a ver cine independiente al Museo de Arte
Moderno de Medellín, y a mi padre, quien vivía en un pueblo a pocas
horas de la ciudad. El resto podía esperar, o dejar de esperar.
Yo llevaba poco más de un año viviendo —y corriendo con todos los
gastos— por mi cuenta. La única compañía con la que contaba, un gato
de raza siamés, cuyo pelaje me causaba una leve alergia –sin haber sido
esto mayor problema para mí, pues lo soportaba debido al amor que sen-
tía por aquel animal escurridizo y en demasía autónomo–, había muerto a
causa de un tumor cerca de la columna vertebral, hacía menos de un mes,
dejándome a mis anchas en mi estrecho apartamento de una sola alcoba.
La mala relación con mi progenitora —una mujer antipática y pasada
de beata, extremadamente religiosa, devota y de tanto en cuanto peca-
dora, más chismosa que programa dominical de farándula, y apegada, a
morir, a su segundo esposo, un tipo déspota, amigo acérrimo de la seve-
ridad, que no era de mis amores— me llevó a independizarme. Sin em-
bargo, nunca tuve problemas económicos ni carencias mayores, debido a
lo bien que ganaba en el trabajo. Me bastaba para pagar el alquiler de un
pequeño apartamento —armado con baño, una cocina y una sola habi-
tación— ubicado en Manrique, un barrio periférico situado al nororiente
de la ciudad. Por otra parte, mi padre, el buen don Emilio, un hombre
de mediana edad, que moría de amor por su hija, o sea yo, y quien nunca
había vuelto a casarse, me ayudaba a pagar los servicios de acueducto y
energía cuando me veía acorralada por las deudas y la escasez de dinero
y la empresa encargada de distribuir dichos servicios estaba a punto de
cortarlos.
Tomé mi celular y, al ver que se trataba de Jenny, dejé de lado lo que
hacía, para tomarme el tiempo de leer el mensaje. Me invitaba a la 45,
una calle atiborrada de bares, motos y puestos de comida callejera, donde
los diferentes tipos de música y las bocinas exuberantes saturaban el am-
biente y molturaban los oídos; había allí para todos los gustos y estados
de ánimo, y quienes se disgustaran por el bullicio, no tenían voz ni voto.

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Alegué estar enferma para reclinar la invitación, aunque estuve a punto
de volver a calzar los tenis negros, enfundarme en la chaqueta de cuero
y salir volada hacia allí, con la intención de ahogar los pensamientos en
grados de alcohol e intercambiar unas cuantas risas con mi gran amiga.
Decidí que aquella noche, un diecisiete de septiembre, quería estar a solas
con la bitácora y mi imaginación; haríamos un trío digno de no ser des-
crito en palabras.

Aunque no ejercía, desprovista de dudas respecto a que la creatividad


siempre fue su fuerte, Cloe, a sus veintitrés años de edad, es una dise-
ñadora gráfica graduada hace un par de años. Goza de una tez trigueña
cuya tonalidad, en la noche, alcanza a asemejarse al pigmento de la canela,
combinando a la perfección con sus brillantes y ávidos ojos color café
claro, con los cuales, en varias ocasiones, recurriendo a un juego de fijas
miradas, había logrado convencer, para obtener algún favor o beneficio,
a quien se negaba a ser persuadido mediante palabras. Posee una nariz
lisa y labios que tienden al morado, cuyas comisuras se dirigen levemente
hacia abajo, confiriéndole un eterno gesto de tristeza o amargura. Sus
pequeños senos de pezones oscuros, un poco caídos y separados entre
sí, desvelaban a varios de sus conocidos, que, enfundados en el disfraz
de amigos o interpretando el papel de colegas, no se hubiesen mostra-
do dubitativos ni un solo segundo a la hora de tenerlos en sus manos y
degustarlos con labios resecos y lenguas carrasposas, si ella se los hubie-
se permitido. Posee una cintura torneada y el abdomen casi plano; algo
inexplicable para alguien que desconoce un gimnasio por dentro, y cuya
única actividad física, anteriormente, consistía en caminar o recorrer en
bicicleta largos tramos rumbo a la universidad, cuando aún no se había
graduado, y a su antiguo trabajo como mesera en un bar poco asequible
para personas de bajos ingresos. Diecisiete tatuajes, todos diseñados por
ella, aderezan su cuerpo; sin embargo, para quien no tenga el privilegio,
la oportunidad, de contemplar su piel desnuda, solo le es posible ver
algunos de ellos. Luce su cabello meticulosamente cortado a la altura de
los hombros, más por no lidiar con este cuando crece que por estética. Y
así iba anteriormente por la vida, ostentando una figura bella según unos,
excéntrica según otros y pesarosa según ella.

Cinco y veintiocho de la mañana exponía el reloj. A pesar de llevar


meses sin que algún deber me impeliera a madrugar, me había desper-

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tado de golpe, abriendo los ojos de un tirón, como si una fuerza en mis
sueños hubiese halado mis párpados; en fin, como si estuviese retrasada
para llegar a donde nadie me estaba esperando. Puse a hervir agua para
preparar un café; una mala idea a la hora de retomar una cita dejada a
medias con la cama. Destapé un paquete de tostadas, saqué cuatro, les
unté mantequilla y las comí lentamente, masticando con la paciencia que
envidian quienes precisan llegar temprano a su puesto de trabajo. El agua
empezó a burbujear, indicando que ya estaba lista para convertirse en
estimulante.
Volví a la cama, me recosté sobre la cabecera, introduciendo los pies
bajo la tibia cobija, y encendí el televisor con la esperanza de que hubiese
algún programa medianamente decente que lograse distraerme. Me dedi-
qué a pasar canales o, como lo llaman algunos, a hacer zapping, a la vez
que consumía a sorbos la taza de café. Al no encontrar nada que me re-
sultase interesante, me detuve en un canal regional. Estaban transmitien-
do las primeras noticias del día. Informaban a las almas rutinarias y ma-
drugadoras sobre las beldades violentas que azotan diariamente al país;
la impunidad endémica, la corrupción impúdica. En la pantalla aparecía
una reportera —finamente vestida con una camisa de un amarillo opaco
impecable en su totalidad, ostentando su cabello rubio debidamente ali-
sado y su rostro maquillado con prolijidad— cubriendo una noticia sobre
un crimen, presuntamente —como dicen los periodistas— pasional. Se
trataba de un mal llamado hombre que asesinó a su novia a golpes y la
depositó en un barranco cerca de un mirador de la ciudad, en horas de
la madrugada, cuando el sol aún iluminaba otra parte del mundo. Lo que
me causó más repudio, y seguramente a todos los que estaban viendo la
noticia, es que aquella bestia —ya no lo llamaré hombre—, en compa-
ñía del abogado defensor, alegaba haber actuado en defensa propia. Era
aterrador que alguien contemplase la idea de hacerse la víctima, y que
hubiese quien lo defendiera —importándome un culo si se trata de su
profesión, de cumplir con su deber—, después de ejecutar a alguien con
notaria sevicia, con insensible bestialidad, con impasible descaro. Apagué
el televisor, sintiendo revoltura estomacal y un apretón impetuoso en el
esófago; no soportaba enterarme de esa suerte de sucesos. Sin embargo,
era consciente, eso sí, de que esas cosas acontecían, y acontecen, casi a
diario en mi linda tierra de sangre y café. Quizá debido al impacto causa-
do por la noticia, decidí que no quería saber más del mundo por el resto
de aquella mañana, de modo que busqué, en sueños, un escape de aquella
execrable crudeza que algunos denominan realidad.
A la una y treinta y cuatro p.m., desperté sudando producto del calor

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que castigaba —sin discriminación ni medir daños— a la ciudad. Logré
recordar lo que había estado soñando los últimos minutos antes de abrir
los ojos: bajaba por un tobogán oscuro —alcancé a distinguir el color
rojo en torno— y llevaba un pequeño vestido rosa y unos zapatitos blan-
cos de charola. Cuando divisé la luz en forma circular que anunciaba
el final del recorrido, cerré los ojos. Sentí un aventón hacia el cielo y al
descender me sujetaban. Al abrir los ojos estaba en brazos de mi padre, el
buen don Emilio, quien me atolondraba con una cálida sonrisa paternal.
Luego una entrañable risita fue advertida por mis oídos… ¿Samanta?
Lancé la cobija lejos de mí, retiré la húmeda funda de la almohada y la
puse en la silla que destinaba para la ropa sucia. Con mis pies busqué el
frío del piso, a fin de aterrizar completamente, de ser sustraída de estados
elevados, letárgicos, abismales; ya que cuando fragmentaba mi sueño en
dos o tres partes, despertándome y volviendo a dormir poco después,
durante la madruga o la mañana, me despertaba en extremo aturdida y
hasta desubicada. En un lapso de diez minutos, luego de despertar, no
tenía la menor idea de qué día, ni qué mes, ni qué año, ni qué década era.
Qué tal que me drogara, pues. Ni siquiera bastaba un cigarrillo y un tinto,
trabajando en equipo, para hacerme espabilar por completo.
Tomé una toalla del closet y me introduje en el cuarto de baño. Me
desnudé lentamente, dejando todas las prendas esparcidas por el suelo, y
entré a la ducha. Aún no estaba cien por ciento en mis cabales. Manchas
amarillas se presentaban y desaparecían en cuestión de milésimas. Abrí
el grifo; el chorro de agua fría golpeó mis rodillas y me hizo retroce-
der. Mojé mis brazos. Después ubiqué el abdomen bajo el chorro para
aclimatarme. Seguidamente, dejé caer agua sobre mis senos y hombros.
Finalmente, incluí mi cabeza en el ritual de aseo, que me traería de vuelta
al mundo de los vivos. Luego de haberme enjabonado y enjuagado cada
rincón, cada comisura, cada estría, cada línea de mi cuerpo, me acomodé
bajo el chorro, dejando que el agua pegase en mi coronilla, como quien
medita sobre el rumbo próximo de su vida, cavila sobre sus agobios o
se agobia por sus compromisos; sin embargo, yo no hallaba dónde de-
jar mis pensamientos; estos erraban cual nómadas, sin prohibiciones ni
restricciones, sin que yo interrumpiera su discurrir hacia conclusiones
inconscientes. Salí antes de terminar ensimismada y diluida en lucubra-
ciones. Peiné mi cabello como si de afán estuviese, aunque sin dejar ni un
solo pelo fuera de lugar. Vestí una camiseta de algodón, totalmente gris, y
un jean negro algo apretado, que, creía yo, daba la impresión de que mis
nalgas fuesen más prominentes. Si uno no se da moral, ¿entonces quién?
Igualmente, mi cita no tenía fines de ventura, todo lo contrario. Me ma-

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quillé frente al espejo del baño, debatiendo, entre gestos y miradas, contra
quien aparecía en el reflejo. Ataqué con varias sonrisas y el reflejo aseguró
que yo no servía para fingirlas, ni siquiera frente a mí misma. Ruboricé
levemente mis mejillas, me apliqué una sombra un tanto oscura rodean-
do mis ojos, atribuyéndoles un aspecto sombrío, muy de mí. Pinté mis
labios con un tono de púrpura fosco y adorné los lóbulos de mis orejas
con dos pequeñas candongas plateadas; pura imitación de plata barata. Y
ahí estaba yo, cara a cara con una desconocida que me recriminaba desde
el espejo, imitando cada movimiento con excelsa aptitud mímica, ¿quién
putas se creía? Calcé los tenis negros, que, bajo la cama, permanecían es-
perando por mis pies arqueados y pulidos, de planta suave y dedos flacos
y alargados; no lo digo yo, me lo han dejado saber un par de fetichistas.
Sea como sea, a mí me gustan. A pesar de tener varios pares de zapatos
de diferentes estilos y colores, usaba aquellos la mayoría del tiempo.
Antes de salir, recordé, a último minuto, guardar las llaves en el peque-
ño morral marrón, el cual me seguía adonde fuera, a pesar de que ya esta-
ba un poco maltrecho y deshilachado. Mi mala memoria me había hecho
jugarretas en el pasado, y, al llegar a casa y enterarme de que no cargaba
llaves conmigo, había tenido que molestar a la vecina, para que me dejase
pasar del balcón de su casa a la ventana de mi cuarto. Sacaba a relucir esas
dotes de escaladora y equilibrista, que no sé de quién heredé. Sin mirar
hacia abajo, daba un pequeño salto, quedando con el pie izquierdo y la
rodilla derecha apoyados en el alféizar, mientras la vecina, atemorizada
de presenciar un suicidio no premeditado, gritaba que tuviese cuidado y
se apostaba tras de mí por si sus reflejos le permitían lograr aferrarme en
el último momento. Luego me dejaba caer sobre la cama y me quedaba
allí, a la espera de que el vértigo se ausentara. Supongo que la vecina res-
piraba profundo, incapaz de proseguir con lo que mi interrupción había
pausado.

El cielo amagaba con liberar un aguacero cataclísmico, y el viento


gélido, que golpeaba la cara de Cloe, no desafinaba. Las ramas de los
árboles susurraban oraciones ininteligibles y dejaban caer unas cuantas
hojas sobre aquel campo de abundante verde, muerte y descomposición.
Cloe acomodó los girasoles a un lado de la lápida y pasó su índice por la
inscripción, leyéndola cual si fuera braille: Samanta Rodríguez. 5/4/2003
– 8/11/2016. Lloró en absoluto mutismo; la última vez que había ido a
visitar a su hermana menor, le había prometido que no derramaría más
lágrimas frente a su tumba, para que pudiese descansar tranquila, segura
de que Cloe había podido continuar con su vida normalmente; no obs-

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tante, eso estaba muy lejos de ser cierto. El vecindario de mármol estaba
más silencioso de lo habitual y lo visitantes eran escasos. Un buen día
para regresiones, ausencia, añoranza.
Samanta, su única hermana, falleció a los trece años. Mientras jugaba
a las escondidas en el barrio San Bernardo, lugar donde vivía con Cloe y
sus padres, recibió un impacto de bala perdida, que halló destino y aloja-
miento en su cabeza, justo en el momento en que corría hacia un poste
de energía, el cual, respecto al juego, hacía las veces de base, y al tocarlo,
podría darse por librada. Jugaba a salvarse y tal vez lo hizo; se salvó de la
vida misma, de crecer, de ver envejecer a sus padres, de ver morir a sus
cercanos. La bala provino de un revólver calibre treintaiocho, manipu-
lado por un joven que pasaba corriendo por el lugar de los hechos, a la
vez que disparaba, indiscriminadamente, en contra de un ladrón; ladrón
que había emprendido una huida cuando fue hallado con las manos en
la masa; había intentado hurtar una moto, llevándola arrastrada; la había
creído sola, desalojada, hambrienta de un nuevo poseedor, fuera de una
barbería, cuyos empleados y clientes estaban concentrados en asuntos la-
borales. El ratero no contaba con que el vehículo pertenecía a uno de los
cabecillas de la banda local. Justo cuando creía que lograría su cometido,
fue visto por aquel joven —asesino por placer y por supuesto deber, pero
que jamás quiso a Samanta como víctima—. El joven en cuestión alertó a
su presa con dos disparos al aire y luego se disparó a correr para cazarlo,
sin lograr concretar su misión. El ladrón huyó, Samanta cayó inmóvil,
inocente, sonriente, feliz; sin darse cuenta de que era hora de partir. La
sangre se esparció formando una minúscula laguna de desesperanza. Los
gritos y alaridos no se hicieron esperar. “¡Mataron a la niña! ¡Mataron a
la niña!”.
Debido a las amenazas recibidas por parte de dicha banda, ni Cloe ni
sus padres pudieron interponer una denuncia formal en contra del sujeto
que les arrebató la mayor —y tal vez la única— alegría conjunta de sus
vidas. Por parte del cabecilla recibían una sustanciosa suma de dinero
mensualmente, que ni consolaba ni hacía bulto en aquel vacío; tampoco
tenía la capacidad de levantar mínimamente los ánimos; solo era efectivo
que se diluía en gastos ocasionales, dinero manchado, utilizado para cu-
brir exigüidades.
Así se esfumó la energía vital de una niña que, como afirmaron los ve-
cinos, a nadie daño hacía; no intranquilizaba con escándalos; más bien vi-
vificaba con risas que corrían de un lado a otro. Se evaporó la vitalidad de
una pequeña cuya rutina se limitaba a jugar en la calle con sus amigos al
salir de la escuela y en la noche regresar a casa, para cenar con su familia.

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Cloe le atribuyó la separación de sus padres a esta gran pérdida. El
tiempo de convivencia que le siguió al día del velorio se resumía en un
permanente silencio incómodo, interrumpido únicamente por llantos es-
pontáneos de su madre en medio de una cena. Después de Samanta, la
palabra hogar perdió su connotación y todo se fue yendo en picada a la
basura. Don Emilio, luego de aceptar el pedido de separación por parte
de su mujer, decidió irse a vivir con una de sus hermanas a Fredonia, un
pueblo ubicado a dos horas de distancia, dejando a Cloe con la única op-
ción de tener que quedarse con su madre, para poder terminar su carrera
de Diseño Gráfico; pues le hubiese quedado imposible estar yendo a la
ciudad desde el pueblo para asistir a las clases y, posteriormente, para
realizar sus prácticas en una empresa local. No había bolsillo que diese
abasto ni energía que rápido no se consumiese, a causa de aquel vaivén;
así que optó por sacrificar su tranquilidad y soportar los semestres que le
restaban por cursar.
Cloe salió del cementerio con el semblante alicaído; cráteres púrpuras
bajo sus ojos y la tez excesivamente pálida, exceptuando sus pómulos
enrojecidos por el llanto, contenido hasta que dio la espalda a la lápida
para enfilarse hacia la salida. Las primeras gotas que caían desde lo alto
eran un indicio; daban aviso de lo que venía en camino, y el viento se
vigorizaba con cada segundo que transcurría. Encendió un cigarrillo, in-
terponiendo su mano izquierda al paso del aire, y emprendió un viaje a
pie, en busca de un bar cercano.

El timbre de mi celular me sorprendió acostada bocarriba en la cama,


divagando. Estiré el brazo hasta el nochero, tomé el móvil y contesté sin
ganas. Era Jenny.
—Parce, tengo una chimba de fiesta para esta noche y yo sé que hoy
no te toca trabajar —dijo ella—. Si no tenés plata, yo te invito o te presto
o cómo vos querás, pero hoy no me podés decir que no.
—Escucho —respondí secamente.
—En media hora estoy en tu casa con media de whisky; así que, si aún
no estás vestida, tenés tiempo.
Miré la hora en el celular: las ocho veinte de la noche. Se me había ido
la tarde entera sin darme por enterada. No sabía dónde tenía la cabeza
ni cómo haría para recuperarla. “De seguro un poco de licor me ayudará
a recuperar algo de claridad”, fue lo que pensé, mientras reunía fuerzas
para levantarme. Me senté en una de las esquinas inferiores de la cama,

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me recogí el pelo en forma de bollo sobre la coronilla y lo anudé con
un listón rojo, heredado de Samanta. Escruté la caja de cigarrillos para
darme cuenta de que me había fumado hasta el último mientras estuve
ausente de mí. Me duché, o, mejor dicho, estuve diez minutos bajo el
chorro, casi inmóvil, permitiéndole al agua fría recorrer mi cuerpo, sin
enjabonar ni restregar. Salí del baño, me vestí y me maquillé deprisa. Jus-
to cuando estaba calzando aquel par de tenis de mi predilección, escuché
el triple golpeteo, perfectamente cadente, en la puerta: el llamado carac-
terístico de mi mejor amiga. Quité el seguro al picaporte, lo giré y dejé la
puerta entreabierta.
—Permiso —dijo Jenny, antes de entrar como la invitada de honor
que siempre era.
—Adelante —invité.
—¿Lista? —preguntó ella, entusiasmada.
—Casi. Empaco la billetera, el celular y una sombrilla y nos vamos.
—Pero antes, destapemos esto —anunció ella, extrayendo media bo-
tella de ron de su gran bolso color crema—. No había del whisky que te
gusta, entonces opté por el ron.
—Justo lo que necesito —comenté.
—Inaugúrala tú —indicó ella.
Recibí la botella, la destapé, incliné la cabeza hacia atrás, alcé el ron
de forma vertical, con la boquilla apuntando directo a mi boca, y dejé
caer un chorro durante cinco segundos. Tapé nuevamente la botella, me
limpié el poco trago que había resbalado por el borde de mis labios y,
frunciendo el ceño, se la entregué a Jenny, que imitó la acción.
—Me gusta tu actitud —dijo ella.
—Para eso estamos.
—¿Nos vamos?
—Por supuesto.
La fiesta era en la 45, cerca de la estación Gardel del Metroplús, a
unas doce cuadras de donde vivía yo. La media botella feneció precoz-
mente durante el camino, y ahora ambas estábamos deseosas de whisky
y de unas cuantas cervezas y de casi todo lo que se atravesase con tal de
que embriagara los sentidos. Cuando llegamos a la puerta del lugar, una
pequeña discoteca llamada Casa Imperial –cuyo letrero tenía fallas de
iluminación en la primera y la última letra–, el hombre encargado de re-
quisar bolsos, pretinas y bolsillos, a fin de asegurarse de que nadie ingre-
sara armas o licor de contrabando, nos miró de arriba abajo con notoria
lascivia; típicas retinas de excelsa inspección y recaudación apresurada de
información superficial e insustancial. Yo llevaba una blusa blanca, cuyo

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escote dejaba ver la parte posterior de mis pechos, que no estaban cubier-
tos por un sostén, y una falda negra que se deslizaba hasta las rodillas. Por
su parte, Jenny lucía una blusa de un azul rutilante y llamativo; el escote
de aquella prenda consistía en una abertura que dejaba al descubierto el
espacio entre sus senos y su abdomen hasta el ombligo, y llevaba un jean
color índigo, bastante ceñido, puesto intencionalmente para que el hom-
bre, al que ella quisiera deslumbrar aquella noche, la notase de inmediato.
Los conocidos en común de ambas siempre nos habían hecho saber so-
bre la disparidad, la disimilitud y casi oposición de actitudes, ideologías y
formas de vestir que teníamos entre nosotras; la mayoría de ellos no se
explicaban cómo hacíamos para llevarnos tan bien. Una relación dicotó-
micamente paradójica y a la vez cargada de sentido. Por ejemplo, Jenny
era el tipo de persona que tuteaba a cualquiera, sin importar el grado de
confianza o el tiempo que acumulaban desde el momento en que se co-
nocieron, mientras que yo odiaba tratar a alguien de tú, ni siquiera a mi
amada y difunta hermanita la llegué a tutear. Yo era el vos por excelencia
y el usted del momento oportuno. A pesar de que Jenny era abiertamente
superficial y materialista, excesivamente concupiscente, jamás le importó
si yo carecía de efectivo. Había quien aseguraba que ella invertía en mi
adhesión. Sin embargo, para cada una, la otra representaba la compañía
más leal y desinteresada que alguien podría desear en una amistad.
Pagamos cinco mil pesos cada una, ya que aquella noche las mujeres
tenían el beneficio de dos por una. Siempre se me hizo curioso eso; ¿esta-
ban necesitados de mujeres en aquellos eventos? ¿O simplemente creían
que era una cortesía para nuestro beneficio? ¿Marketing y concurrencia
a costa de nosotras? De cualquier forma, siempre sacamos provecho de
ello. Adentro sonaba una canción de La Orquesta Narváez, llamada La
Mafia, y las luces verdes, cambiantes e intermitentes, parecían parpadear
al ritmo de la clave. Mis ojos tardaron un poco en adaptarse a la oscuridad
del lugar. La pista era un espacio circular flanqueado por balcones, donde
había aún más mesas que en el primer piso. La barra, tras la cual había
una vitrina que exhibía licores de todo tipo, estaba ubicada junto a los
baños. Bajo los balcones había mesas aún más sumidas en las tinieblas,
solo rotas por luces coloridas y danzantes.
—Ve a la barra y pides una botella de whisky, mientras yo busco a mis
amigos —indicó Jenny, entregándome dos billetes de cincuenta mil.
—Dalo por hecho, flaca —aseguré.
Mientras esperaba la botella de whisky y el cambio, un hombre —de
tez algo blancuzca, mejillas y pómulos abultados; ojos pequeños, ador-
mecidos; cejas gruesas; y cabello lacio, recortado y peinado prolijamente;

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vestido con una camisa de color vino tinto, desabotonada hasta el pecho;
y un pantalón negro—, que estaba a escasos metros de allí, se me acercó,
presentándose:
—Mucho gusto, Elías.
—No sos mi tipo —atajé de inmediato.
—¿No has escuchado que las apariencias engañan? —preguntó Elías.
—Pero a veces revelan más de lo que uno cree.
—Pues no es mi caso.
—Tu caso es usar frases de cajón para acercarte a una mujer. ¿Qué
querés? —pregunté, mirando a Elías fijamente a los ojos.
—Hablar.
—Y después invitarme a una copa y, después de eso, meterlo, ¿no?
El bartender me entregó la botella y el cambio. Agradecí y di media vuelta
para buscar a Jenny entre todas las cabezas sudorosas que veía alrededor.
—Es posible, pero de tantas mujeres que hay en este lugar, me acer-
qué a vos —dijo Elías, después de haberlo pensado un poco.
Me pareció bastante insulsa la confianza en sí mismo, y lo directo que
era aquel sujeto.
—¿Y eso qué cambia? —inquirí.
—Que particularmente quiero hablar con vos e invitarte a ese trago
que decís.
—Gracias; ya compré el mío.
–—Entonces me invitás vos.
–—Solo por la insistencia, le voy a dar un trago. Pida un vaso.
Elías le pidió un vaso al bartender y yo lo llené hasta la mitad.
—Con gusto y hasta nunca —intenté concluir.
—Esa actitud no me mata la pasión; tal vez nos veamos más tarde.
—Espero que no.
Ya había avistado a Jenny; me hacía señas con su mano derecha desde
una mesa ubicada en un rincón del lugar, bajo uno de los balcones, don-
de predominaba una luz roja discontinua, que por momentos se tornaba
azul o violeta, y otorgaba un aspecto espectral y sombrío a los rostros de
la gente. Llegué levantando y sacudiendo la botella, como si de un triunfo
se tratase, y la acomodé sobre la mesa.
—Mucho gusto —dije a los presentes.
—Mucho gusto —respondieron ellos, casi al unísono, entre gentiles
sonrisas.
—Disculparán la informalidad, pero es que son muchas manos —me
excusé.
—Relájate por eso —intercedió Jenny.

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Entre tragos y risas y vasos y copas chocando, fui entrando en con-
fianza, de a poco, y así me uní lentamente a la conversación grupal. Casi
no podía distinguir rostros; memoricé algunas facciones como ojos gran-
des y pestañas largas; tintes dorados en mechones o flequillos; cabellos
crespos que se derretían tras orejas; labios gruesos y dientes bien alinea-
dos; otras bocas que sonreían sin dejar ver hacia adentro; lenguas parlan-
chinas; manos suaves de dedos delgados y uñas largas; casi todos rasgos
femeninos; solo un par de hombres; ninguno que despertase un interés
carnal en mí.
Brindamos unas seis veces antes de que Jenny me pidiera que la acom-
pañase al baño. Pedimos excusas y nos levantamos de las sillas. Atravesa-
mos el bosque de gente, una detrás de la otra; Jenny detrás de mí. Por esa
razón quería mi compañía hasta el baño; a mí no me importaba abrirme
camino, esgrimiendo mis codos afilados, entre mentes saturadas de al-
cohol, entorpecidas, y cuerpos que bailaban casi por inercia; títeres de la
música y la jovialidad.
—¿No necesitas entrar también? —preguntó Jenny con su hablar ya
un poco torpe.
—No, aún aguanto –dije.
—¿Para pasar otra vez por ese gentío?
—No tengo problema con repartir codazos de nuevo.
—Permiso –interrumpió, empujando a Jenny, una mujer de pelo cas-
taño, ojos rasgados y la nariz un tanto chata.
—¿No cabe o qué, boba? —preguntó Jenny, alzando la voz.
—Deje de estorbar —intentó concluir el altercado aquella mujer.
Jenny tomó a la chica del cabello con ambas manos y la haló ha-
cia abajo, haciendo que cayera sobre su posadera, doliéndose del coxis.
La mujer respondió, desde el suelo, lanzando su mano entreabierta para
atacar el rostro de mi amiga con sus uñas. Mientras Jenny se tomaba la
mejilla lesionada por el arañazo, la mujer de nariz chata aprovechó para
reincorporarse. Yo miraba la acción, estupefacta, sin saber cómo reac-
cionar en un principio. En el instante en que vi a aquella mujer aferrarse
con ambas manos al cabello de Jenny, con la intención de aplicar la ley
del talión, cerré mi puño con furia, acumulé en este toda la fuerza que
pude, y conecté un golpe seco en la nariz casi plana de la contrincante.
Empezó a sangrar instantáneamente. La mujer lanzó un alarido de dolor
que se confundía con un grito de guerra y llamó la atención de gran parte
de los asistentes de la fiesta. Antes de que pudiera responder al ataque,
apareció Elías tomándola del torso con ambos brazos, evitando así que
arremetiera contra mí.

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—Soltame, Elías, que no me puedo quedar con esta —gritó, desespe-
rada, aquella mujer, a la vez que arañaba, con desmedida inquina, deses-
peración y furia, los brazos de él. No dejaba de rezumar un incesante fluir
de sangre de su nariz.
—Calmate, Alexa. Estás haciendo un show —sugirió Elías.
—Ellas empezaron —respondió Alexa, fingiendo un poco de sereni-
dad.
Con un movimiento de cabeza, Elías hizo un gesto indicándome que
me alejara de allí y volviera con mi amiga a la mesa que nos albergaba.
Peiné el cabello de Jenny como pude, para disimular los efectos del alter-
cado, y la acompañé de nuevo a la mesa en medio de insultos de Alexa y
miradas atentas de espectadores ebrios, que deseaban ver un poco más
de acción; pero la escena finalizó por corte, antes de que alguien resul-
tara fundido a negro. Llegamos al lugar donde estaban los amigos de
Jenny, quienes, debido a la ubicación de la mesa —al otro extremo del
lugar donde se desató el conflicto—, no se habían percatado de nada.
Continuaban contando sus anécdotas, sus asuntos personales, sus desa-
mores, sus jugarretas, sus problemas económicos y sus ocupadas vidas;
tan ocupadas que ni se percataron de las líneas rojizas, en forma oblicua,
que ahora decoraban las facciones de Jenny. Interrumpí con un brindis
en nombre de las buenas amistades y todos alzaron sus copas y engu-
lleron cada trago y volvieron a llenar sus copas y vasos, a fin de brindar
nuevamente.

Pasadas un par de horas, Cloe añoraba ya estar acostada en su cama,


contemplando el interior de sus párpados, antes de que las imágenes em-
pezaran a brotar de las entrañas de su mente, como brotó la sangre de
aquella nariz chata. Se despidió de su mejor amiga, sabiendo que Jenny
no saldría de allí hasta que prendieran las luces del lugar y algún mesero
se acercara diciéndole que había llegado la hora de cerrar. Esta vez ofre-
ció su mano a todos y cada uno de los presentes, para que la apretaran
en son de futuros encuentros. Antes de retirarse, hizo el último brindis.
Vació medio vaso de un trago, eructó, tomó su bolso y partió, sin más
preámbulos.
Transcurridas cinco cuadras ambientadas con una quietud aturdidora
—los pensamientos hacían más ruido del acostumbrado—, Cloe sintió
unos pasos que, tras ella, aumentaban paulatinamente la velocidad. Apre-
suró la marcha. Solo se escuchaba el revolotear de los murciélagos y algo
de música, muy a lo lejos. Las viviendas alrededor, forjadas en adobes sin
revocar ni pintar, yacían cerradas de puertas y ventanas. La desolación

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había ejercido el dominio sobre las calles en aquella madrugada, pero ha-
bía un rebelde, alguien que se resistía a la opresión. Cloe se disponía a dar
la vuelta en una esquina, a fin de enfilar hacia su casa, cuando sintió una
mano asiéndola de su brazo derecho, apretándola con fuerza y detenién-
dola de tajo. Se dio vuelta. Un hombre de aspecto vagabundo, maloliente
y andrajoso se plantó frente a ella. Llevaba una camisilla rota de color
blanco con manchas amarillas de sudor y mugre; un pantalón, que antes
del polvo era negro; e iba sin zapatos, ni la mayoría de sus dientes.
—¿Por qué el afán, mami? —preguntó el hombre en un tono suave,
que a Cloe sonó aterrador.
—Déjeme sana que no quiero problemas —intentó convenir Cloe.
—No vamos a tener problemas, mami. Vamos a pasar rico —senten-
ció el hombre, mostrando la empuñadura de un cuchillo guardado en su
bolsillo.
—Le entrego todo lo que tengo en mi bolso, pero no me vaya a hacer
nada —dijo Cloe con voz temblorosa.
—¿Me vio cara de rata o qué?
—Se lo pido, no me haga nada.
Antes de que aquel hombre pudiese poner su otra mano sobre la hu-
manidad de Cloe, recibió un puño en el costado izquierdo de su cara,
muy cerca de la mandíbula, que lo hizo desplomarse en cuestión de dos
segundos.
—Abrite de acá, gonorrea —gritó Elías.
El hombre se levantó lentamente, un poco aturdido. Luego se disparó
a correr calle abajo, sin mirar hacia atrás. Cloe, pálida como occiso, tem-
blaba sobremanera.
—¿No te hizo nada? —preguntó Elías.
—Creo que no —alcanzó a decir Cloe.
—Dejame te acompaño a tu casa.
—Si no te importa, me quiero sentar un momento –convino Cloe.
—Claro, sentémonos allí —invitó Elías, señalando las escalas de un
pequeño portón.
A pesar de haber tantas casas alrededor no se encendió ninguna luz,
ni hubo cabeza alguna asomada por ventana alguna, ni puerta alguna a
medio abrir. La curiosidad hubiese dejado morir a alguien antes de matar
a los gatos del sector. Cloe temió por su seguridad como nunca, ya que,
debido a su reacción asustadiza, no hubiese podido hacer nada, y aquel
hombre habría logrado su abyecto cometido. Agradeció a la vida por la
aparición de Elías; sin embargo, le causaba una curiosidad suspicaz el
hecho de que él la hubiese seguido hasta ese punto.

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—¿Ahora sos acosador también? —preguntó Cloe.
—Te vi salir sola y no vi que tomaras un taxi, así que quise seguirte
para prevenir este tipo de cosas —respondió Elías.
—¿O sea que ahora también sos salvador de nenas?
—A vos nada te sirve, ¿no?
—Disculpame, aún no salgo totalmente del shock.
—Disculpada, pero creo que me merezco tu número.
—Te lo has ganado —dijo Cloe—, aunque no haya sido el mejor mo-
mento para pedirlo.
Cloe le dictó el número de su móvil y Elías lo guardó en el suyo. Lue-
go le hizo saber que no necesitaba compañía hasta casa, porque estaba
apenas a tres cuadras de allí. Dio media vuelta y siguió rumbo hacia su
edificio, ante la atenta mirada de Elías, que, desde ese punto, decidió velar
por la seguridad de Cloe, hasta que la perdiera de vista.
Llegó a su morada, anonadada, indecisa sobre cómo debía asimilar lo
sucedido. Aparente seguridad, tranquilidad, ¡por fin!
Destapó una cerveza, que aguardaba por ella en la nevera, cuyo pro-
pósito inicial era combatir la resaca del día siguiente; pero serviría más
en ese momento, ayudándole a procesar lo que había vivido hacía unos
minutos. Los tragos consumidos durante la noche habían perdido poder
sobre su cabeza, gracias a tal susto. Buscó, con sus dedos temblorosos,
un cigarrillo que yacía guardado en el único bolsillo que tenía la falda. Lo
encontró maltrecho. Lo enderezó lo mejor que pudo, con la delicadeza
de quien no quiere quedarse sin fumar el resto de la noche. No existía
disposición alguna para salir nuevamente, a fin de conseguir más. Le pro-
pinó fuego. El humo accedió a sus pulmones pidiendo permiso y escapó
de allí en forma de cortina nubosa. La bitácora observaba a Cloe desde el
escritorio, con ansias de ser psicóloga o consejera, o al menos consuelo;
sin embargo, ella prefirió ignorarla, hacer caso omiso al llamado de sus
hojas. Ingirió la fría cerveza de cuatro largos tragos y eructó su rabia.
Sí, ahora no sentía nada más que rabia e impotencia. Indefensa en una
ciudad tan hostil e indolente. Encendió el televisor y se despojó de casi
toda su ropa; solo se dejó puesta la braga azul, su nueva favorita: la de
la suerte. Terminó lo que quedaba del deforme cigarrillo dejando solo el
filtro, lo lanzó al suelo sin pudor y buscó en el primer cajón de su noche-
ro el último libro que había estado leyendo, libro que no retomaba hacía
varios días, habiendo estado dedicada exclusivamente a dibujar. Contra
todo pronóstico, creyendo que no podría concentrarse, se sumió en los
misterios de La Sombra del Viento. Minutos después empezó a adentrarse
en un universo regido por ensoñaciones, en donde, seguramente, esa no-

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che asecharían las pesadillas.

Temblando a causa del frío que acometía en aquella mañana lluviosa


y contrita, me desperté sintiendo la boca demasiado seca y la garganta
carrasposa, como si estuviese a punto de resfriarme. La voz del vende-
dor de frutas recorría la cuadra, alcanzando mi habitación, avisándome
que se acercaba el mediodía. La necesidad exhortaba a aquel hombre a
conservar el ímpetu de trabajar, aun bajo la lluvia, que entre otras cosas
era constante, mas no muy fuerte. Sin levantar la cabeza, palpé mi cuerpo
y los alrededores de la cama que estaban a mi alcance, sin lograr sentir
la cobija. Asustada, me senté de golpe. La cobija yacía en el suelo; tal
vez a causa de unos cuantos movimientos bruscos ejecutados en medio
de algún sueño. Me obligué a creer tal teoría y me alegré de que así fue-
ra. En principio, una psicosis momentánea me había hecho pensar otra
cosa. Me tranquilicé pensando que era imposible que aquel espantoso y
despreciable sujeto, el de la noche anterior, hubiese entrado en mi apar-
tamento durante la madrugada, con el objetivo de hacer de las suyas.
“Todo está en tu cabeza, Cloe”, me dije; “el miedo es mental”; el lugar
común de quienes creen dominar los miedos, pero jamás se han enfren-
tado con real audacia a los propios.
Fui a la cocina, saqué la jarra de agua helada que siempre conservaba
en la nevera y me bebí casi la mitad de una sola vez. Encendí la grabadora
que mantenía puesta sobre la nevera, dentro de la cual había una casete
de Pearl Jam. Le di play, dispuesta a dedicar buena parte del día a brindar-
le un nuevo aspecto a mi aposento. Al ritmo del grunge, le di una barrida
exhaustiva a la residencia, llevando cuscas, ceniza, tapas de cerveza y pol-
vo hasta el recogedor. Trapeé utilizando un jabón líquido especial, que
colmaba el ambiente con un aroma a limón sintético, agradable para el
olfato. Antes de quedarme sin qué ponerme el resto de la semana, recogí
toda la ropa sucia, la puse dentro de la lavadora y encendí la máquina.
Cambié la sábana que cubría la cama por una que recordaba haber lavado
en la última tanda. Luego hice la cama. El baño quedaría pendiente de
limpiar para cuando se hiciera presente en mí otro arranque de energía.
El orden nunca fue mi especialidad; sin embargo, cuando el cúmulo de
revoltijo amenazaba con atosigar mi placidez y serenidad, sacaba a relucir
mi lado escrupuloso, que bien escondido llevaba dentro.
A eso de las ocho treinta p.m. llegué al bar Tijuana Shots, lugar donde
trabajaba. Un sitio adecuado con mesas y sillas de madera haya; pequeños

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ventiladores en cada esquina, que apenas si lograban amainar la sensación
de sofoco; un pequeño baño para caballeros y uno más grande para da-
mas, de loza blanca impecable, sin ápice de humedad, ni mancha alguna;
y una barra tras la cual se exhibían las botellas de licores extranjeros, los
regionales se exhibían solo en la carta. Gracias a aquel empleo, entre el
sueldo devengado por cada noche laburada y las propinas que recibía
por parte de quienes quedaban encantados con mi servicio o buscaban
en mí algo más, me ganaba la vida. Sin contar los diseños que vendía a
clientes particulares. Me atavié con la camiseta amarilla que tenía el logo-
tipo del bar a la altura del corazón y que hacía las veces de uniforme. Me
senté frente al computador para seleccionar la música que sonaría en las
primeras horas de la noche. Mi trabajo principal consistía en tomar los
pedidos de las mesas, fingiendo, con gran calidad actoral, una actitud ex-
tremadamente optimista, y llevarlos cuando estuviesen listos. No obstan-
te, a veces, el jefe me asignaba la labor de atender desde la barra, donde
me limitaba a cortar de tajo cualquier intento de insinuación o inicio de
conversación insulsa. Teniendo en cuenta que aún no había llegado nin-
gún cliente, decidí que yo sería la exclusiva y momentánea selectora de la
música. Hice explotar varias canciones de Willie Colón; entre ellas Tiempo
pa’ matar, Oh qué será y Gitana.
Vi a los primeros clientes entrar y me apresuré a tomar una carta.
Me acerqué a la mesa donde se habían ubicado. Dibujé la sonrisa más
sincera que pude en mis labios pintados de rojo carmesí y apunté en una
pequeña libreta cada una de las bebidas solicitadas. Entregué el pedido
al encargado de preparar los cocteles. Antes de que pudiera volver a sen-
tarme frente al computador, vi llegar una pareja, y tras ellos un grupo de
cinco personas: tres mujeres y dos hombres, que tenían pinta de recién
haber finalizado la jornada de sus insípidos empleos como oficinistas;
las corbatas desatadas, los chalecos abiertos —dejando ver lo pulcro de
sus camisas— y el maletín negro en la mano derecha de cada uno de los
hombres; las camisas de fina seda, blancas también, impecables también,
combinadas con faldas, medias veladas, tacones y un bolso de mano, col-
gado en el hombro derecho de cada una de las mujeres; todo negro a
excepción de la camisas. Fotocopias. Cómica escena, a mi parecer. Hasta
terminan asemejándose sus facciones, producto del exceso de monoto-
nía. ¡Qué negra vida! Yo amo el color negro, pero no al punto de parecer-
me a ellos. Me repugna la rutina y los rutinarios. Nunca gusté de la for-
malidad ni de los trabajos esclavizadores; temía terminar ejerciendo un
cargo alejado de mi ideología, cuya exigencia me privara del tiempo y el
brío que dedicaba a cada dibujo, a cada diseño, a cada idea, a cada matiz.

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Además, amaba tener tiempo libre para el ocio; el no hacer nada de vez
en cuando me parecía, más que necesario, obligatorio. Una vez Jenny me
hizo la propuesta de presentar mi hoja de vida en la empresa litográfica
donde ella trabajaba, asegurando que el pago superaba el millón de pesos,
que tenía garantizadas todas las prestaciones y quince días de vacaciones
al año, trabajando de lunes a sábado.
—No intercambio mis ideas por una miseria —respondí.
—Deja el radicalismo; es una gran oportunidad —insistió Jenny.
—¿Para qué? En el bar gano suficiente para vivir bien y me sobra
tiempo para mis propios diseños y para salir con vos cada vez que querés
volverte mierda a punta de licor.
—No, pues gracias.
—No lo tomés a mal. Vos sabés que tengo clientes para mis diseños
y, con dos o tres trabajos, puedo ganarme eso en menos de medio mes.
—Pero esa experiencia no certificada no suma a tu hoja de vida.
—Por lo que me importa —respondí, dándole a entender a Jenny que
no quería prolongar más aquella discusión.
Tal vez el dinero no dé felicidad, pero brinda tranquilidad. Lo priva
a uno de maltratar la mente pensando en deudas, gastos y carencia de
víveres. De cualquier forma, aquí ya no pienso en ninguna de esas cosas.
Todo lo que logro recaudar lo invierto en falsas comodidades.

El reloj marcaba las once y cuatro minutos de la noche aquel 4 de no-


viembre y Tijuana Shots estaba a tope; no le cabía un alma, como suele
decirse. Disculpen el lugar común, no me privo de algunos; menos aun
cuando son expresiones comunes en mi tierra.
El sitio estaba atiborrado, hasta el techo, de exigentes consumidores
y patanes adinerados. La música no tan fuerte como deseaban algunos;
precisa para evitar problemas con la ley. Murmullos y risas en medio del
barullo. Las luces tenues, los rostros oscuros. Cloe iba de acá para allá
sosteniendo una bandeja que de ida hacia el bar iba vacía, pero de vuelta
a la mesa había que ser equilibrista profesional, a fin de no ir a derramar
el contenido de tantos recipientes de vidrio sobre algún cliente. Deseó
que el jefe le asignara la barra por el resto de la noche, pero ya había dos
mujeres atendiendo a los solitarios que se sentaban allí, en búsqueda de
alguna incauta. Cloe siempre ha sabido de sobra que muchos hombres
suelen aprovecharse de las mujeres cuando están borrachas y solas, bo-
rrachas y tristes, o borrachas y en compañía de otra mujer borracha, no
en condiciones de oponer resistencia.
Cloe decidió tomarse un descanso sin haber pedido autorización. Se

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ubicó cerca de la entrada para recibir un poco del aire fresco que penetra-
ba desde la calle. Encendió un cigarrillo, a pesar de que cada vez que al-
gún cliente encendía uno, ella se acercaba y le dejaba saber que no estaba
permitido fumar dentro del bar. La coherencia, a diferencia de la conve-
niencia, no era su colega. Vio a su jefe pasar rumbo al baño de hombres
y escondió lo que quedaba del cigarrillo tras de sí, reteniendo el humo
en sus pulmones, mientras él se perdía puertas adentro. Paseó su mirada
por algunas de las mesas y la detuvo en una; una situación particular hizo
señas de advertencia. Allí había un hombre, de cabello ensortijado y ca-
noso, dejando caer una especie de pastilla sobre un vaso contenido por
ron. No quiso brindarle mayor importancia a aquella particularidad. Pen-
só que tal vez era algún tipo de estimulante que consumiría, para mayor
disfrute, con los dos sujetos gozosos que le acompañaban.
Cloe se sentó en una de las sillas altas junto a la barra, a la espera
del llamado de algún cliente. Se percató de que había una mujer junto a
aquel sujeto de la pastilla y sus compañeros etílicos. No la había logrado
ver desde la posición anterior. La mujer ingería ron de un vaso como si
no existiese futuro, como si el hígado fuese inexorable y el estómago
inquebrantable, de hierro. En desprevenido solaz se hallaba, despojada
de suspicacia. Cloe no logró identificar si se trataba del vaso envenenado,
como lo llamó en su mente.
Después de varios minutos sin que alguien solicitara su atención, Cloe
advirtió que la mujer cada vez se desvanecía más y que dos de aquellos
hombres le hablaban de cerca. Nadie más lo notaba; el resto de personas
estaban inmiscuidas en sus propios asuntos, o fingían invidencia, inocen-
cia ante la situación. De nuevo la indolencia; y así me preguntan el porqué
de mis decisiones, tiempo después de este suceso. En aquel momento
Cloe pensó en alertar a su jefe, sin embargo, decidió que sería mejor dejar
pasar por alto el acontecimiento. No arriesgar su puesto en el bar parecía
la mejor determinación. Vio a uno de los meseros recibir el pago por lo
consumido, vio a los tres hombres levantarse de su silla, vio a dos de ellos
ayudar a la mujer, mustia, insensata, a ponerse de pie, y vio cómo salían
con ella tambaleándose, dando pasos entorpecidos, descarrilándose de la
dirección frontal, desconociendo lo que el resto de la noche le deparaba.
A las tres y veinticinco de la madrugada, llegué al apartamento sostenien-
do una bolsa de mercado, en la cual había tres botellas de cerveza y media
de ron. Guardé las botellas en la nevera. Me quité la camiseta amarilla,
que me identificaba como empleada del bar, y la tiré lejos, sin mirar dón-
de iría a caer. Regresé a la nevera, extraje la media de ron, la destapé y le
di un trago que bajó quemando por mi garganta y empezó a abrasarme el

26
estómago, las entrañas, las mañas y la nostalgia, la aversión al recordar. La
calidez en mis entrañas no apaciguaba la culpa. Me decía que yo no había
hecho nada; cínica detractora de la indolencia. Encendí un cigarrillo y me
senté frente al escritorio, sobre el cual estaba la bitácora y un cuaderno
donde anotaba las ideas extra, esas que surgían a la vez que desarrollaba
otra, y después otra, y otra más, y así estaban plasmadas mis ocurrencias,
sin poder morir, sin ser realizadas a cabalidad.
Empecé a fabular sobre los posibles desenlaces que pudieron haber
ocurrido después de que la mujer partió del bar con aquellos hombres,
sin que yo hiciese nada. Primero la imaginé siendo llevada a un motel por
uno o dos de aquellos sujetos, sin que pudiese faltar el ponzoñoso, ávido
por inyectar veneno, donde harían tal vez la someterían a un trío, sin que
ella se percatase; no tendrían que forzarla a nada; incluso, en medio de
su dispersión y su juerga interna, pudo haber sugerido la idea ella misma,
o, al menos, pudo haberla aprobado. Posteriormente la imaginé siendo
montada en un taxi y llevada a la residencia de alguno de ellos, donde,
después de unos cuantos tragos más, uno, dos o los tres, turnándose,
tendrían sexo con ella, estando inconsciente. Por último, para intentar
eliminar la sensación de culpa que torturaba la concepción de mis prin-
cipios, que ni el calor del ron lograba amainar, imaginé que la llevarían
hasta su casa, le ayudarían a desasegurar el picaporte para que entrase sin
problema, y después se irían a seguir su fiesta, solo ellos tres; un torpe
desconocimiento de una realidad relativamente objetiva. Quise creer, casi
obligándome a pensarlo, que así habría terminado la noche para aquella
mujer. “Todo está en tu mente, Cloe”, me dije. Se me estaba haciendo
costumbre. “El miedo es mental”.

El sonido del golpeteo en la puerta, característico de Jenny, más fuer-


te de lo normal, me hizo espabilar, casi brincar de lo imprevista que se
me antojó aquella visita. Abrí y allí estaba ella, sosteniendo una botella
de vino blanco, cuyo contenido estaba a pocos tragos de fenecer. La
tranquilidad se alojó de repente en mí, al pensar que Jenny no corría con
el infortunio de la mujer que había recién abandonado. Quise abrazarla;
no obstante, el orgullo me hizo la señal de alto, justo antes de abrir mis
brazos.
—Permiso —dijo Jenny torpemente, abriendo la puerta en su totali-
dad y entrando rumbo a la cocina.
—Bien pueda, señorita —dije—. ¿Se le ofrece un café, de pronto?
—Más vino está bien.
—Solo tengo ron.

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—No vine a seguir bebiendo; no quería llegar a mi casa. ¿Me puedo
quedar hoy contigo?
—Hoy y las noches que querás —respondí.
—Eres lo mejor que tengo, definitivamente —elogió ella.
—Lo que te hace decir el licor —dije, entre risas.
—¿Me estás llamando mentirosa?
—Te estoy diciendo exagerada.
Minutos después escuché que tocaban la puerta rápida e intensamen-
te, como si de una urgencia se tratase. Abrí y me topé con el rostro fu-
ribundo de Diego Espinal, el vecino del piso superior. Tipo inmamable,
cansón como él solo, intenso. Un hijo de puta con papeles en orden y al
día. Cejas unidas y peludas; ojos excesivamente grandes, que amedren-
taban sin esfuerzo alguno, flanqueados por casi inexistentes pestañas; el
ceño fruncido eternamente, a causa de tanta amargura que soportaba, o
que disfrutaba, vaya uno a saber. Los enormes y elásticos cachetes le da-
ban aspecto de bulldog encolerizado. La nariz de anchísimas fosas podía
aspirarle a uno las intenciones de dirimir cualquier asunto.
—¿Me van a dejar dormir o no? —preguntó Diego groseramente.
—Que estuviéramos haciendo bulla —repliqué.
—Pues hablan casi a los gritos.
—Desde que no esté sonando música duro, usted no tiene derecho a
venir a increparnos de esa forma, vecino.
—La próxima vez llamo a la policía y alega con ellos. Feliz noche —
concluyó Diego sarcásticamente.
Jenny, sin darle importancia a la interrupción del vecino —casi al pun-
to de parecer que no se dio por enterada de lo sucedido—, terminó lo
que quedaba de la botella. Como pudo, teniendo en cuenta la altura de
sus tacones, caminó hasta el borde de la cama y se sentó.
—Mira toda esa cusca en el piso —reprendió ella.
—Mañana barro otra vez —mentí.
—Te voy a regalar un cenicero, para que el piso mantenga medio de-
cente.
—Pues gracias. Es bienvenido tu regalo —dije—. Esperame voy por
una cobija y otra almohada para vos.
—Dale, dale.
Jenny luchó por sostenerse y no dejarse caer totalmente sobre la cama,
pues sabía que en cuestión de segundos quedaría profundamente dormi-
da, complicándome la empresa de desvestirla y acomodar bien su cuerpo,
de manera que cupiésemos ambas en la cama, que, aunque era amplia, no
era doble. Llegué con la almohada y la acomodé junto a la mía. Le quité

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los tacones a Jenny, cual princesa, la recosté en un lado de la cama, la
cubrí con la cobija y me acosté a su lado.
—Hasta mañana, borrachina —dije, sintiendo fraguar la cada vez más
fortalecida querencia por aquella mujer parrandera.
—¿Te puedo abrazar? —preguntó Jenny con su lengua entorpecida.
—Eso no se pregunta —afirmé.
Jenny se volteó hacia mí. Yo estaba acostada sobre mi brazo izquierdo,
dándole la espalda. Aunque ella había confesado, alguna vez, sentir atrac-
ción también por algunas mujeres, nunca intentó sobrepasarse conmigo.
Sabía bien de mi radical inclinación hacia el sexo masculino. Por otra par-
te, no creo que me apreciase más que como su mejor amiga. De hecho,
habíamos dormido juntas en demasiadas ocasiones, con la cercanía que
concierne a una pareja, sin sentir atracción física alguna ni propender a
deseos carnales infundidos por el exceso de licor.

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SEGUNDA PARTE:
DARSE UNA OPORTUNIDAD

La noche estaba despejada de nubes aquel 30 de noviembre. Pocas


estrellas deleitaban con su brillo; las luces de la ciudad les opacaban el
protagonismo, más aún cuando diciembre estaba a la vuelta de la esqui-
na. En Medellín, gran parte de la población instala alumbrados —verdes,
rojos, blancos y azules— en sus casas desde mediados de noviembre, y
la música parrandera —especialmente cumbia y porro—, característica
del último mes del año, empieza a sonar en cada esquina, quince o veinte
días antes de su llegada. La jovialidad se expande y se torna contagiosa.
La música, el licor y las cenas unen familias que el resto del año no inter-
cambian ni una llamada. Eran las nueve y cuarentaicinco de la noche, y yo
esperaba en la licorera Florida a que Elías me recogiera en su carro. Había
prometido llevarme a comer; después compraríamos algo para beber e
iríamos a algún mirador a apreciar la llegada de la alborada, la celebra-
ción que saturaba el panorama de la ciudad con juegos pirotécnicos y
diferentes tipos de pólvora. Una manta de humo plomizo cubría el valle,
intoxicando, junto al aguardiente, las mentes de sus habitantes. Yo no
era partidaria de aquella práctica; tampoco ahora puedo apreciarla, tan
solo escuchar la algarabía desde aquí. Siempre he creído que, aparte de
los animales, principales afectados, muchas personas resultan quemadas;
varias de ellas de gravedad. Extremidades mutiladas por la explosión, o
con daños que meritan amputación. Así estropean su vida ad portas del
mes más esperado por tantos paisas —y colombianos en general—. La
verdad, aún se me antoja insulso y pueril aquel espectáculo.
A las nueve y cincuentaidós apareció Elías en su Audi TT plateado,
luciendo una sonrisa esquinada y picaresca, que reflejaba el exceso de
confianza en sí mismo, pero que a mí poco impresionaba.
—¿Llevabas mucho esperando? —preguntó él, esperando una repri-
menda desbocada.
—No, llegué hace unos quince minutos —respondí, conteniendo mi
impaciencia.
—Discúlpame, un viernes no es buen día para que sea 30 de noviem-
bre.
—Me imagino.
—Móntate —invitó Elías, abriendo la puerta del copiloto.
Rodeé el carro por la parte delantera y me introduje en este. No estaba

30
acostumbrada a aceptar invitaciones de desconocidos y menos a salir en
un carro que me resultaba lujoso e impecablemente lustrado; además de
oloroso a fragancia costosa de hombre. Elías encendió el motor y em-
prendimos rumbo. Durante el camino le ofrecimos cabida a un silencio
incómodo, que yo no me molestaba en interrumpir, mientras, de tanto
en tanto, Elías me miraba de reojo. Llegamos a un lugar llamado Tacos,
Burros y Nachos.
—Me dijeron, por ahí, que amas la comida mexicana —comentó Elías.
—Tenés un buen informante entonces.
—Me tomé la tarea de conocer un poco de ti antes de saberlo median-
te palabras tuyas —agregó Elías.
—Debo elogiar el esfuerzo, entonces.
Elías había hecho un trabajo exhaustivo de investigación y había lo-
grado conseguir el número telefónico de Jenny; nunca me dijo cómo.
Ella, en aras de que la sorpresa fuese grata para mí, había jurado conser-
var el secreto sobre la consulta de Elías. Él le contó cómo me conoció
y le dijo que fue mi redentor en un momento tenso de aquella noche,
convenciéndola así de hablar sobre los gustos de la pretendida.
Descendimos del auto y subimos las escalas que conducían al res-
taurante. Desde que fijé mi atención en algunos rostros, vestimentas y
ademanes, empecé a recoger en un rincón de mi mente toda noción de
alteridad; jamás me sentiría como una de ellos.
Una luz amarilla e intensa inundaba el lugar de este a oeste; las mesas
cuadradas enfundadas en manteles rojos, decoradas con pequeñas ban-
deras de México, estaban ocupadas casi en su totalidad. Los meseros iban
inmersos en un vaivén desesperado. El bullicio de los comensales fasti-
diaba los tímpanos. Me sentía observada, quizá debido a mi vestimenta
poco formal: una blusa negra de tiras, debajo de la cual se notaba mi top,
de igual color, un jean clásico y los infaltables tenis favoritos, cada vez
más maltrechos. Por su parte, Elías iba siempre por ahí con su camisa re-
cién planchada, escasas arrugas aparecían por aquí y por allá, cerca de los
pliegues. En este caso era camisa de un color rosa pálido, como salmón,
un pantalón marrón y mocasines. Chillaban los estilos, los disfraces, la
exteriorización de las preferencias; el contraste era más que notorio; así
nos lo hicieron saber las miradas inquisitivas y déspotas de algunos clien-
tes. Nos ubicamos en una mesa, desde la cual se veía la avenida principal
del sector, contigua al restaurante. El tráfico avanzaba con inquietante
lentitud y la mayoría de las personas sopesaban el afán de llegar pronto
a sus casas, con objeto de compartir la fecha en familia o con amigos;
muchos de ellos en plan de buscar un lugar donde pudiesen ver la bien-

31
venida que la ciudad le ofrecía a diciembre. Elías pidió un orden de tres
flautas y yo pedí seis tacos al pastor.
—¿Tienes hambre? —preguntó Elías, en un tono que se me antojó
burlesco.
—Bastante —aseguré, ignorando su tentativa de mofa.
—¿Cerveza?
—Por favor.
Elías hizo señas al mesero y pidió dos cervezas Corona. Llegado el
pedido, sin haber dado las gracias y carente de frugalidad, engullí los seis
tacos, como si alguien fuese arrebatármelos, ante la observación incré-
dula de Elías, quien masticaba y tragaba con total parsimonia. Para pasar
los tacos, apuré la mitad de la cerveza de un trago y eructé, sin pensar
qué podrían pensar los vecinos de la mesa aledaña. Yo soportaba sus
gestos despreciativos, entonces que se aguantaran mis nefastos modales,
mis intencionales y nefastos modales. En situaciones así, siempre prefe-
rí ignorar lo que sucedía a mi alrededor y concentrarme en el próximo
bocado que iba a ingerir o en la próxima palabra que estaba por expeler
mi acompañante. Guardé la otra mitad de la cerveza, a la espera de que
Elías terminara su plato. Ante la presión que ejercía mi expresión de te-
dio y aburrimiento, a Elías no le quedó de otra más que devorar la última
flauta, sin pensar en una buena digestión. Después de haber pagado nos
dirigimos hacia la salida, donde uno de los meseros postró sus ojos so-
bre mí, analizándome con notorio desdén, casi con lástima; queriéndome
fuera de allí lo antes posible.
—¿Se le perdió una igualita o qué, hijueputa? —gritó Elías, furibundo.
Los comensales se voltearon hacia nosotros. El mesero optó por el
mutismo; al parecer no quería perder su trabajo por una discordia con
una pareja poco usual. Nadie se acercó a ver qué sucedía; todos se limita-
ron a esperar el primer golpe, para declarar después, claramente en contra
nuestra, cuando llegase la policía. Yo, que primero había tomado a Elías
fuertemente del brazo, a fin de evitar que armara un escándalo, después
sentí el impacto de la ignominia proveniente de la actitud del mesero y no
logré contenerme. Desenfundé mi encono:
—Vos te creés de alta clase, emulando a la gente que viene acá, y solo
sos un empleado, un lavaplatos, un lamesuelas —dejé caer, sin alzar mu-
cho la voz.
Antes de que el mesero pudiese responder, Elías alzó su puño en
forma de amenaza. El hombre palideció, dando un paso al costado, de-
cidiendo que era mejor escapar hacia la cocina. Descendimos las escalas,
sin decirnos nada, y nos introdujimos en el carro. La opción más viable

32
era alejarnos de allí cuanto antes; no por temor, ¡jamás!, sino por sacudir-
nos las malas vibras, pegajosas, contagiosas, de aquella plebe con ínfulas
de burguesía. Ralea ataviada de alcurnia. Mientras manejaba, concentrado
en el camino, Elías comenzó a reírse a carcajadas, lo cual desató también
una leve risa en mí, que fue aumentando, paulatinamente, a medida que
Elías carcajeaba más y más y más y más fuerte. Siempre bienvenida, ben-
dita risa, que ahora poco me acompañás. Encendí un cigarrillo. De cuan-
do en cuando me ahogaba con el humo, a causa de pequeños vestigios de
hilaridad que brotaban de mi garganta al recordar la cara del mesero; su
translucidez súbita, su temor incontenido, incontenible; sus ojos posados
en los anchos nudillos de Elías.
—¿Sabés? Me siento mal por lo que dije, pero es que me emputó esa
actitud –comenté.
—No te preocupes. Lo tenía bien merecido —dijo Elías.
—No, en serio es maluco. O sea, me causa gracia recordar el susto
que se pegó cuando levantaste el puño, pero no me gustó lo que le dije.
—Uno debe contenerse, pero hay momentos que ameritan la explo-
sión —dijo él, en forma de consuelo.
—¿Adónde vamos ahora? —pregunté, desviando el curso de la con-
versación.
—A Rodeo Alto; de allá se ve muy chimba la alborada.
—¿A palo seco? —inquirí.
—Tranquila, la siguiente parada es una licorera. ¿Qué quieres, ron o
pola?
—Ambas cosas.
—Tomas poquito tú —bromeó Elías.
—Más poquito de lo que creés. ¿Desde cuándo decidiste tutearme?
Hoy no he escuchado un solo vos de tu parte.
—Desde que aceptaste mi invitación a salir.
—Sos de los que va rápido —atajé—. Te gustará saber que a mí, a ve-
ces, también me gusta ir rápido. No soy de llevar las cosas con paciencia;
es lo que menos tengo. Nadie merece mi espera: quien quiera cuando yo
quiero, pues de una. Considerate afortunado, ¿oíste?
No respondió. Ladeó sus labios, luciendo su inexorable confianza en
sí mismo.

Llegaron al lugar y aparcaron en un sitio semiplano, donde empezaba


a erguirse la empinada loma que conducía al mirador. Puesto que la calle
estaba atestada de motos que bajaban y subían a toda velocidad, y sería
un proceso tortuoso devolverse en medio del tráfico, una vez acabado el

33
espectáculo, lo mejor era dejar el coche allí.
—¿Te molesta caminar? —preguntó Elías.
—Es lo que mejor hago —aseveró Cloe.
Ella sostenía la botella de ron y él una bolsa contenida por un sixpack
de cervezas casi congeladas, que rezumaban gélidas gotas. Subieron a
paso lento entre las personas que se amontonaban cerca de la barandilla,
la cual hacía las veces de balcón con miras a la ciudad. Por doquier lanza-
ban voladores y estallaban papeletas y totes y fumaban marihuana y so-
naban los vidrios de botella chocando en señal de brindis y el bullicio era
ensordecedor, enardecedor, casi agobiante, al menos para Cloe. Para sor-
presa de ella, durante el camino hacia el lugar donde se asentarían, Elías
había saludado por lo menos a trece personas diferentes que parecían
hacerle venia; incluso, varios lo trataban de “don Cadavid”. Decidió que,
por cada persona que saludara el resto de la noche, se daría un trago, y
contó seis más antes de las las once y cincuentaicinco, momento en el que
olvidó el asunto y empezó a sentirse levemente ebria. Unos jóvenes, que
fumaban yerba y bebían aguardiente evidentemente adulterado, abrieron
paso al ver llegar a Elías con Cloe. Ahora tenían a su disposición un buen
lugar para el espectáculo, el cual estaba por comenzar. Acongojaban a
Cloe las miradas sin blanco fijo y el andar entorpecido de aquellos jóve-
nes, que se tambaleaban cada dos o tres pasos y hablaban con arrastrado
acento, pronunciado fuertemente la s, idos en alcohol, humo y quién sabe
qué otras sustancias. Evitaba tener contacto visual con alguno cada vez
que se le ocurría mirar hacia los lados. Intentó aminorar su incomodidad
bebiéndose tres tragos seguidos del ron y pasando la sensación de amar-
gura con cerveza. Elías sonreía, altivo, triunfante y confiado, mientras
Cloe se refugiaba en la botella, cabizbaja.
El reloj marcó las doce, la medianoche, y el escándalo no tardó en ex-
plotar. La gente silbaba y gritaba y se amontonaba y sonaban las bocinas
de carros y motos. Al frente, la ciudad se colmaba de fuegos pirotécnicos
desde todas las direcciones; luces azules y verdes y rojas y violeta y na-
ranja y amarillas adornaban el cielo, que ahora estaba un tanto nublado
y grisáceo. Los brillos que causaban los estallidos de voladores, y otros
tipos de pólvora que no alcanzaban demasiada altura, daban la impresión
de que Medellín estuviese siendo bombardeada. El olor a plomo le resul-
taba sofocante a Cloe; no obstante, su estado de embriaguez le permitió
soportarlo y contribuyó a que disfrutara de aquella práctica, con la cual
no tenía afinidad.
—Dicen que esto es herencia de los traquetos —comentó Cloe.
—No sé ni me importa. Me gusta cómo reciben diciembre en Mede-

34
llín —apuntó Elías.
Cloe lanzó con todas sus fuerzas lo que quedaba de la botella de ron y
esta fue dar contra el parabrisas de un carro aparcado debajo de la colina.
Un joven enfundado en un buzo rojo, provisto de un hosco rostro, repe-
lente, beligerante, bajaba en una moto lentamente, haciendo las veces de
vigía, cuando vio la acción de Cloe. Entonces descendió del vehículo, con
la intención increparla. Sin embargo, al ver que estaba garantizada por la
compañía de Elías, se limitó a saludar.
—Ya qué iba a decir este bobo —dijo Cloe, mirando al joven con ojos
incrustados de saña, de desmedida beligerancia.
En vez de responder, el sujeto dio media vuelta y volvió hacia donde
estaba su moto. Se trepó en esta con agilidad de simio, encendió el motor
y partió de allí, conteniendo la indignación que se olfateaba a kilómetros
en su rostro.
—Calma, la idea tampoco es hacer daños —aconsejó Elías.
—Demás que tienen plata para arreglar eso —dijo Cloe, con su lengua
un tanto enredada.
El cómo de la noche y los efectos del ron mezclado con cerveza con-
dujeron a Cloe a aceptar la invitación de Elías a pasar la noche en un ho-
tel, donde él conocía al administrador y de seguro les darían la habitación
más amplia, con las mejores atenciones.
Se apearon, entraron y el recepcionista saludó, interpretando a Elías
una reverencia:
—Buenas noches, señor Cadavid. Buenas noches, señorita. ¿En qué
habitación desean pasar la noche?
—Buenas noches, Danilo. Hoy quiero una de las del último piso, que
tenga jacuzzi.
—Claro que sí, señor Cadavid.
—Pero en bombas —afanó Cloe.
—Para servirles —dijo Danilo, entregándole las llaves a Elías.
—Bien —respondió Cloe.
Elías cargó a Cloe en sus brazos hasta el ascensor, cual si fueran un
matrimonio ad portas de ejercer su derecho a una luna de miel digna de
recordar toda la vida —no obstante, de recordar poco habría después—,
y de ahí hasta la habitación. Elías sabía que, dado el estado en que se
encontraba, Cloe tardaría bastante para llegar caminando por sí misma.
La tendió sobre la cama y empezó a desvestirse, hasta quedar en cal-
zoncillos, afanoso, ansioso por poseer aquel cuerpo de piel trigueña, que
estaba casi inerte. No había allí nadie con la capacidad de responder al
erotismo. Le quitó los tenis y las medias a Cloe y lamió entre los dedos de

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los pies; le retiró el jean y fue recorriendo a besos las pantorrillas, hasta
llegar a los muslos; le extrajo la tanga con fuerza, poco preocupado por
la exquisitez y el buen trato. Ella había vuelto un poco en sí, sedienta y
ávida de Elías. Él saciaba la sed de su libido entre el palpitar de la entre-
pierna de Cloe, jugosa, deseosa y jadeante. Ella se contraía y se dilataba
gracias al alborozo, al gozo de aquel empecinamiento. Cada vez que él
emprendía una búsqueda atravesando el abdomen hasta los pechos, con
manos trepidantes y sudorosas, desistía de su cometido a medio camino y
continuaba empeñado en la tarea que a ella deshacía de júbilo. Estremeci-
miento, temblor, humedad, y apenas comenzaban. Él se apoyó sobre sus
rodillas, contemplando la vastedad de aquel terreno carnal y nervioso;
puntillismo trazado a lo largo y ancho del cuerpo de Cloe. Él embistió,
intrépido y obstinado, viéndola sucumbir al placer, dadivosa, permisiva
y anhelante de más. Él llegó al clímax, a la total saciedad, a la cumbre de
la satisfacción. Después de eso, solo hubo reposo; una guerra de caricias,
una competencia de suspiros y un encuentro de miradas que se adivina-
ban a través de la penumbra.

A eso de las dos de la tarde del primero de diciembre, me apeé del ve-
hículo frente a la tienda de don Alberto, rodeé el coche, sintiendo que en
cualquier momento me desplomaría, me despedí de Elías con un beso en
la mejilla y abrí la puerta del edificio. El sofoco abrasador se acumulaba
en mi cabeza aturdida. Me sudaban los pechos, las axilas y las piernas. Las
escaleras me parecieron una odisea interminable y la barandilla se prestó
para socorrerme. Cada escalón fue una travesía y yo no estaba para aven-
turas. Una vez en el apartamento, me desnudé completamente y me dejé
caer en la cama, bocabajo, cual si fuera una piedra, haciendo rechinar los
resortes del colchón y los empates de la madera. Cerré los ojos para in-
tentar dormir, pero las náuseas no me lo permitieron. Mi cama se mecía;
era como si un sismo estuviese a punto de echarme el techo encima. Sin
embargo, no poseía aliento suficiente para levantarme de allí. Me volteé
con desidia y estiré el brazo para alcanzar el control, que yacía sobre el
nochero, y encendí el televisor. El sonido de cualquier programa tal vez
alejara al desamparo y, de paso, a las ganas de vomitar. Una sensación de
escozor surgió de mi entrepierna. Traté de ignorarla. No tenía fuerzas
para preocuparme por ello. Empleé mi energía restante en inclinar mi
cuerpo fuera del lecho y apoyar las manos en el piso, acercándome así
a donde había tirado el jean. Extraje el celular del bolsillo y marqué el
número de Jenny.
—¿Aló? —contestó ella.

36
—Flaca, ¿estás trabajando? —pregunté, casi afónica.
—Sí, amor, pero ya en esto termino. ¿Por qué?
—Me estoy muriendo del guayabo, parce. Podés pasar por una sal de
frutas y algo para hidratarme y traérmelo. Y si se te cruzan unas politas
bien frías, no caen mal.
—Claro, amor. Dame media horita.
—Gracias, flaca. Sos grande.
Treinta y seis minutos después de la llamada —y yo sin lograr dor-
mir—, Jenny estaba tocando la puerta. Reuní fuerzas que creía expiradas,
me levanté lentamente y caminé rápido hasta la puerta, apoyando fuer-
temente las puntas de los pies contra el suelo, con el fin de evitar que el
mareo acometiera de forma súbita, sorprendiéndome a medio trayecto
y haciendo que me desplomara cual muñeco de trapo. Veía al bienes-
tar como algo inexpugnable en aquel momento. Retiré el cerrojo, giré el
picaporte, dejando que la puerta quedara abierta medio palmo, y volví,
disparada, hasta la cama. Jenny entró sosteniendo una bolsa blanca, cerró
la puerta a su espalda y se sentó al borde de la cama.
—Me imagino la fiesta —dejó caer ella.
—No me acuerdo de muchas cosas —dije.
—Ay, amor, o sea que la farra fue fuerte.
—Mi forma de beber fue la fuerte.
—¿Amaneciste con él? —preguntó Jenny con una curiosidad de ma-
dre sobreprotectora.
—Sí, parce. Eso y lo que le dije a un mesero me tienen pensativa. No
sé qué se me metió ayer en la mente, pero vos sabés que yo evito pelear
con la gente.
—Tienes que controlar el licor.
—Decímelo la próxima vez que esté borracha.
—Mira, te traje sal de frutas, una bebida hidratante y tres cervezas —
dijo ella, descarrilando la conversación—. Te voy a preparar una bebida
revitalizadora.
—Sos mi salvación, flaca.
Jenny regresó con el vaso, lo puso sobre el nochero y me ayudó a
reincorporarme.
—Ni mamá haría esto por mí —comenté.
—Pues yo sí.
—Vos y mi papá, por eso los amo.
Me bebí aquella medicina anti resacas, con la esperanza de que surtiera
efecto en el menor tiempo posible. Jenny insistió en quedarse el resto del
día y yo no objeté.

37
—Voy a sacar una copia de las llaves para vos —aseguré.
Desperté a las cinco y trece p.m. algo desubicada; sin embargo, me
alegraba enormemente que el malestar hubiese abandonado mi existen-
cia; su estancia dentro de mi cuerpo había caducado, aunque la deshi-
dratación era notoria en mis labios resecos y la escasez de saliva en la
boca. Percibí un olor agradable que brindó a mi apetito una renovación,
después de haber sentido, horas antes, que todo lo que entrase en mi
estómago saldría por donde vino. Me levanté y caminé hasta la cocina,
para encontrarme con Jenny, quien preparaba una sopa con pollo desme-
chado y trozos de papa; una poción mágica cuando se trata de revivir a
quienes murieron en una o dos o tres o hasta cuatro botellas.
—Con esto volvés a ser vos —dijo ella, al verme en el umbral de la
cocina.
—Justo lo que necesitaba. La verdad, no sé qué haría sin vos —agra-
decí.
—Morir enguayabada.
—Exactamente.
—Anda y te bañas que esto ya casi está listo —aseguró Jenny—. La
agüita fría siempre es bienvenida en estos casos.
—Hoy mandás vos. Ya vengo —dije, antes de enfilar la pequeña sala
rumbo al baño.

Salió del cuarto de baño con la toalla atada a su pecho, sintiendo la


frescura del aire que entraba por una de las ventanas, que acariciaba su
rostro y huía, avergonzado. Jenny esperaba en la pequeña mesa que había
en la sala donde comían cuando estaban juntas, ya que, mientras perma-
necía sola en su apartamento, Cloe siempre ingería cualquier alimento en
su cama, viendo televisión o escuchando música. Sobre la mesita había
dos platos humeantes con sus respectivas cucharas. Cloe saboreó aquella
sopa con las pupilas y el olfato. Sus papilas afloraron y se dispusieron
a disfrutar del manjar casero. Se sentó y empezó a comer rápidamente,
sintiendo el calor del caldo encenderle las entrañas.
—Te lavé ese montón de platos sucios que había regados por el apar-
tamento y barrí —comentó Jenny, sosteniendo la cuchara a pocos centí-
metros de su boca.
—En serio no te hubieras molestado, tenía pensado hacerlo mañana.
—¿Tú, un domingo, haciendo aseo? No te creo —bromeó Jenny.
—Mujer de poca fe.
—Más bien mujer que te conoce como nadie.
—Insisto, mujer de poca fe.

38
La conversación fue interrumpida por el timbre del celular de Cloe,
que acosaba desde la habitación. Se levantó, sin afán alguno, y fue hasta
el cuarto. Sobre el escritorio, junto al celular, había un recipiente cuadran-
gular de madera con orificios semicirculares en cada esquina: el cenicero
que Jenny había prometido comprarle. Se escapó de su rostro una sonrisa
incontenible. Tomó el celular y vio que la llamada provenía de un teléfo-
no público. Contestó:
—¿Aló?
—Te quiero para mí.
—¿Elías? –preguntó Cloe, contrariada.
—Te quiero para mí.
—¿Estás borracho?
—Te quiero para mí.
Antes de que Cloe pudiese decir algo más, Elías ya había colgado.
Miró la pantalla de su celular, haciendo un gesto de extrañeza; estiró sus
labios y arrugó la frente, a la vez que entrecerraba los párpados. Se le
antojó inquietante aquella llamada. Decidió no pensar en ello. Volvió a
la cocina dispuesta a devorar lo que le quedaba de sopa y a servirse un
poco más.
—¿Quién era? —preguntó Jenny, como si acaso le concerniera todo
lo respectivo a Cloe.
—Número equivocado.

Después de cuatro o cinco citas y un buen entendimiento que redun-


daba en confianza mutua, adquirida en menos de lo que yo esperaba,
Elías me pidió que fuera su novia. No me apresuré a responder. Quise
hacerlo esperar, hacerlo dudar de su iniciativa, para luego darle el sí que
a ambos nos extraería una sonrisa a la fuerza, y nos haría lucir atontados
el resto de una noche nublada que amenazaba con despedir litros de agua
sobre nuestra cabezas.
Sentados en una banca de madera maltrecha, y cobijados por el techo
blanco de una carpa, que parecía estar a punto de ceder, compartimos un
chocolate caliente y un par de arepas de queso en el primer mirador de
Las Palmas, desde donde se apreciaban las luces titilantes de Medellín,
que saludaban a lo lejos, parpadeando. Elías me rodeaba con su brazo
derecho sobre mis hombros, reforzando el calor que me brindaba la cha-
queta de cuero. Un olor a madera quemada y a yerba fundida se introdu-
cía en mis fosas, sin lograr incomodarme. A una veintena de metros, una

39
pareja, casi tan joven como nosotros, compartía un porro y un par de
cervezas; el lugar era perfecto para ello. Al terminar de comer, bajamos
al centro de la ciudad en el coche y nos introdujimos en un motel barato,
donde Elías era uno de los mayores inversionistas y donde todos, inclu-
yendo al administrador, se inclinaban a sus pies. “¿Necesita algo más, don
Cadavid?”, “Cualquier cosa no es sino que me llame, señor Elías”, “Si le
hace falta algo de whisky con hielo, me avisa y salgo a conseguírselo de
inmediato”. Ya me había acostumbrado a que los conocidos de mi debu-
tante novio fuesen unos lamesuelas. Nunca había conocido a ninguno de
sus amigos, o, más bien, no lo había escuchado referirse a alguien como
su amigo.
Hicimos el amor toda la noche, sin salir de la cama, encajonados por
el calor, encadenados por sábanas húmedas, y salimos sin haber dormido
un solo minuto, agotados, con los músculos molturados, satisfechos, y
sin otro deseo más que el de dormir el resto de la mañana. Sin embar-
go, Elías aseguró tener asuntos que resolver, así que me dejaría en casa
para que yo pudiera descansar. Una vez estuvimos frente al edificio, lo
besé fuertemente en la boca, descendí del auto, arrimé a la tienda de don
Alberto y compré un paquete de cigarrillos y un sixpack de cervezas, las
cuales me bebería al despertar en la tarde, ávida de lúpulo y levadura.
Elías hizo sonar la bocina antes de emprender su rumbo, lejos de mí, y
yo disparé un beso al aire.
Eran las ocho y treintaitrés de la noche, Cloe cocinaba un arroz con
pollo y verduras, mientras esperaba la llegada de Jenny, a quien había
invitado a una cena en casa, a fin de celebrar su nueva relación afectiva.
Nunca se tomaba la molestia de preparar cenas para más de una persona.
Generalmente, cuando estaban juntas en el apartamento, optaban por
pedir a domicilio o a comer algo que no tardase en preparar. Había días
donde la conversación derivaba en asuntos personales, pero Jenny los
evadía; Cloe los prefería, aunque desistía de obtener apreciaciones más
allá de lo evidente. Sabía demasiado de Jenny, pero le gustaba que ella se
expusiera, que dejara ver las partes invisibles, esas a las que jamás permi-
tía ver la luz.
Cloe solo había tenido un novio antes de Elías y fue en tiempos de
bachillerato; la relación duró poco menos de siete meses y no concluyó
en los mejores términos. Debido a esa relación malograda y a lo ocurrido
entre sus padres, Cloe rehuía los vínculos afectivos y se alejaba cuando
alguien empezaba a gustarle más de lo habitual. Desde entonces se había
dedicado a disfrutar de placeres carnales y de noches aderezadas con
sexo alicorado, de las cuales, al día siguiente, poco recordaba. A los veinte

40
años se sometió a una operación para no tener hijos; lo último que quería
era extender sus genes a nuevas generaciones. Si alguien estaba destinado
a llevar su sangre, vendría de parte de su madre y no de ella.
Escuchó a Jenny gritar su nombre desde la calle y se asomó por la
ventana de la sala, para ver qué necesitaba y por qué no había subido
directamente hasta el apartamento. El viento buscó colarse dentro de
mi aposento, agitó levemente las cortinas; luego erizó los antebrazos de
Cloe, que se frotó con ambas manos.
—¿Compro media de ron y cervezas para después de comer? —gritó
Jenny, al ver la silueta de Cloe en lo alto.
—Dale, acá te doy la mitad de lo que valga.
—Deja de ser boba, yo invito. Tú cocinaste, yo nos embriago.
—Ya voy a servir, entonces. No te demorés, que se enfría —dijo Cloe,
antes de volver a la cocina.
Abrió la puerta y la dejó ajustada, permitiendo que Jenny pudiese en-
trar una vez subiera, mientras Cloe hacía la mesa. El calor de la olla que
contenía el arroz repuso algo de su temperatura inicial. Deseó que Jenny
no demorase. Puso un mantel de un color rosado tan claro que, al variar
la cantidad de luz que revotaba sobre este, parecía tornarse blanco. Sobre
el mantel ubicó los cubiertos, los platos humeantes y un par de relucien-
tes vasos de vidrio. Jenny entró sosteniendo una bolsa negra y luciendo
una sonrisa maliciosa, y hasta un tanto burlesca. Cloe no despegó sus
ojos de aquel gesto, esperando lo indefectible.
—¿Muy enamorada? —fue el saludo de Jenny.
—No jodás, flaca —atajó Cloe.
—Me encanta, parce.
—Decímelo a mí.
—¿Y cómo se dio el momento?
—Fue por allá, en uno de los miradores; pero eso lo dejamos para
hablarlo mientras comemos.
—No puedo esperar. Compré una botella de ron y cuatro polas —
agregó Jenny.
—Pensé que habías dicho media —replicó Cloe.
—Tú sabes que para nosotros media no es suficiente y hoy sí que hay
que celebrar.
—Tenés razón.
—En serio que gracias por compartir esto conmigo.
—Gracias a vos por celebrarlo conmigo.
—Creo que estoy más feliz yo que tú —comentó Jenny; parecía estar-
lo de verdad.

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—Exagerada.
Después de cenar dos veces —si en algo nos parecíamos era en que
ambas éramos propensas a repetir cualquier comida cuyo su sabor sedu-
jese nuestras papilas—; después de risas estrepitosas, después de porme-
nores que no hace falta desvelar, después de apreciaciones sobre aquellos
detalles y después de unas sietes cervezas y tres cuartos consumidos del
ron, salimos en busca de algún bar donde pudiésemos escuchar salsa y
merengue y beber un poco más y bailar juntas y terminar durmiendo
abrazadas, para levantarnos al día siguiente a hacer desayuno, quejándo-
nos de la resaca y rememorando lo sucedido, ajustando piezas faltantes;
luego de cada fiesta, cada una poseía diferentes trozos de historias que no
acababan de hilvanar completamente. “Te acordás cuando dijiste esto”;
“fue muy gracioso cuando te tropezaste”; “ese man no dejaba de mirar-
te”; y más comentarios por el estilo. Yo repetía, aunque a veces no fuese
cierto, que de nada de ello me acordaba.
Nos ubicamos en una mesa de madera oscura, que tambaleaba al uno
apoyarse sobre ella y parecía estar a punto de sucumbir a deterioro. El
bar era algo pequeño para el gusto de Jenny; sin embargo, la decoración
la hizo escogerlo: todas las columnas estaban enredadas por luces navi-
deñas y guirnaldas, y, colgados de clavos en las paredes, había cuadros
dibujados a mano y con lápiz de Celia Cruz, Héctor Lavoe, Ismael Rivera,
Willie Colón y Richie Ray & Bobby Cruz, entre otras leyendas de la salsa.
Jenny sirvió dos tragos dobles de ron en unas copas de vidrio que había
dispuesto el mesero junto a la botella, con objeto de brindar por enésima
vez, a causa del exilio que yo había recién aplicado a la soltería, mientras
sonaba El Malo de La Orquesta Narváez. Un hombre se acercó a la mesa
y pidió a Jenny una pieza. Le di a ella el visto bueno haciendo un gesto
con la mano y se fue a devorar, a punta de baile, el pequeño espacio que
el lugar ofrecía para azotar baldosa.
Vi aquel hombre hablándole a mi amiga muy cerca del oído, intentan-
do ganar terreno hasta sus labios. Jenny le obsequió un beso al hombre;
luego me miró. Creo que se debatió entre su deseo y sus principios y
apartó de sí los brazos del hombre y volvió a la mesa.
—Hoy la noche es para nosotras —dijo Jenny.
—Pensé que ya te había perdido —respondí
—No hoy, mi amor. Hoy no.
Jenny insistió y me haló al centro del bar. Tomándome de las manos,
me hizo levantar de la silla y me llevó casi a rastras, trastabillando con
mis pies entorpecidos por el licor. Una vez ahí, decidí dejarme llevar por
el ritmo del timbal, los cueros y el contrabajo. Mis pies recuperaron el

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control. La música fortaleció mi estabilidad y recobré el amor por el mo-
vimiento. Bailamos y bebimos hasta pasadas las tres de la mañana, ante la
mirada de los demás asistentes que, posiblemente, nos creían pareja. Se
quedaron con el deseo de vernos dar un beso en los labios; especialmente
aquel hombre que había tratado de quedarse con mi amiga.

El calendario marcaba el veintitrés de diciembre y el reloj de la pared


exponía un ocho señalado por la aguja más corta y un nueve por la aguja
más larga. La mañana estaba opaca, circunspecta, tristona, y una llovizna
incesante humedecía el rostro de los transeúntes. De cuando en cuando
se escuchaban llantas pasar por charcos y algunas bocinas de advertencia
que tomaban por sorpresa a los que, totalmente abstraídos, cruzaban ca-
lles. Salí del edificio vistiendo un enorme gabán rojo que había comprado
hacía un par de días, con motivo de la noche buena, un pantalón negro
con algunos rotos a la altura de las rodillas y esta vez no llevaba mis tenis
favoritos, sino unas botas de cuero color café claro, que me hacían ver
unos cuantos centímetros más alta. Me subí al coche de Elías, quien había
estado esperándome casi media hora, y partimos rumbo al pueblo natal
del señor Cadavid. Fue un recorrido de una hora y cuarenta y cinco mi-
nutos, que pareció menos debido a la fluida conversación que sostuvimos
durante todo el trayecto. Cuando llegamos, Elías aseguró haber olvidado
las llaves de la finca de sus padres y dijo que los mayordomos estaban de
vacaciones por esos días, así que nos alojamos en un hotel, donde —ya
no se me hacía raro— lo conocían muy bien. El recepcionista nos dejó
saber que desde las diez de la noche no se alquilaban más habitaciones
por el día, entonces solo podrían entrar, con la llave asignada, quienes ya
tenían una rentada, pues el sujeto se iría a casa a pasar el resto de la noche
con su familia.
Dejamos las cosas en el lecho matrimonial de aquel cuarto de pare-
des incesantemente blancas, olor a lavanda y piso brillante. Nos metimos
juntos al cuarto de baño, empañamos la vidriera con el calor de nuestros
cuerpos agitados y luego nos duchamos, restregando cada uno el cuerpo
del otro. Una cohesión insospechada, reluciente, ostensible, moraba en-
tre ambos. No parecía real, no parecía real en absoluto.
—Vestite rápido —apresuró Elías—, para que vamos a dar un paseo
en lancha por la represa.
—Decidiste abandonar el tuteo nuevamente, ¿ah? —bromeé—. Te
tocó esperar, ¿quién te manda a quitarme la ropa para hacer de las tuyas?

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—Ella no gozó, ni nada —cayó el sarcasmo de Elías.
—Pero el señor fue el que más disfrutó.
—Convencida —dijo Elías, algo tosco ya.
—Realista —respondí, aseveré, atacando su ego. Falló su intento de
sonreír.
Ya estando en el muelle, vi cómo Elías entregaba unos billetes, que
se deslizaban de sus anchos dedos, a un señor bastante enjuto, de piel
quemada y cabello lacio y grasoso, enfundado en una gran camisa des-
teñida, quien de inmediato señaló a Elías la mejor, a simple vista, de las
tres lanchas que flotaban atadas al puerto de madera húmeda, negruzca y
reblandecida, que crujía, intimidante, previniendo lo que podría suceder
ante los afanes.
Elías piloteó el pequeño bote de motor como quien tiene años de
experiencia yendo de isla en isla, llevando y trayendo turistas de rostros
embadurnados con bloqueador solar y de cabezas cubiertas con pavas
de pescador; tal como los que vi durante gran parte del recorrido. Yo
llevaba unos lentes oscuros que había comprado en el parque principal
del pueblo y mi cabello ondeaba en todas las direcciones, sin que el he-
cho de terminar desastrada me preocupase en lo más mínimo. Contrario
a la tez blanca de Elías, la piel morena que forraba mi existencia no se
quemaba con facilidad; así que prefería oscurecerla un poco más, reci-
biendo directamente el sol de mediodía, que cubrirla con bloqueador
dizque ultra potente. Otras lanchas y botes más grandes surcaban de aquí
para allá, emitiendo un leve oleaje a su paso; quise asociar aquello con el
mar y al malecón con una playa de Santa Marta, repasando momentos
con Samanta: el bikini repleto de arena, las risas desaforadas, la invariable
complicidad, invencible. Se aguaron mis ojos escondidos tras los lentes.
Fue un corto momento desacompasado respecto al resto de la experien-
cia. Luego posé mis ojos en la parte posterior de la cabeza de Elías, que
se mantenía totalmente concentrado en el camino; quise creer que pen-
saba en mí, que se preguntaba si yo estaba disfrutando del paseo, de sus
recursos para mantenerme junto a él. Que así es la vida, señores; esta frase
nunca perderá su fuerza.
Terminado el recorrido por gran parte de la represa, nos ubicamos
en las mesas con vista al muelle de un restaurante de apariencia sencilla,
escasa decoración, carente de excentricidades; pero de precios altísimos,
teniendo en cuenta lo que yo devengaba mensualmente, que tampoco es
que fuese poco. Y, como ya era demasiado típico, al ver llegar a Elías, los
meseros apartaron la mesa mejor ubicada y pusieron sobre ella dos cerve-
zas considerablemente heladas; a través del cristal podía verse la escarcha

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flotando; quemaban la palma de la mano. Las brisas habían amainado.
El calor comenzó a sentirse paulatinamente. Resoplé casi de forma im-
perceptible. El mesero encargado de atendernos observaba a Elías con
atenta disposición, aunque posiblemente fuese postiza, forzada, casi obli-
gatoria.
—¿Qué desea almorzar hoy, don Cadavid? —preguntó el joven mese-
ro; un sujeto bajo de estatura, piel morena y nariz ligeramente triangular.
—Un consomé de pescado con bastante limón para mí —indicó Elías.
—¿Y para la señorita? —preguntó el mesero.
—¿Cuál es el menú del día? —pregunté de vuelta.
—Frijoles con arroz, ensalada y carne de res, pollo o chicharrón.
—Podés pedir cualquier otra cosa —intercedió Elías.
—Dame un menú del día con chicharrón —dije, ignorando la suge-
rencia de Elías— y otra cerveza; bien fría, por favor.
—Con mucho gusto. Su pedido es especial y no demora —aseguró el
mesero, antes de retirarse, casi corriendo, con su pequeña libreta en mano
y el bolígrafo en la oreja.
—¿Por qué me desacreditás así? —preguntó Elías en un tono brusco,
evitando alzar la voz.
—Es que quería algo sencillo. No te indispongás así por eso —con-
vine.
—La idea es que te sintás especial.
—Ya con haberme traído a tu pueblo basta. Gracias —dije, pronun-
ciando la última palabra con desidia.
Después del almuerzo y unas cinco cervezas cada uno, decidimos re-
correr el pueblo en moto taxi. El rebotar a causa de los desniveles del
piso me hizo sentir un leve vahído, del cual me recuperé una vez descendí
del vehículo. Hice que Elías me tomase fotos en cada zócalo que había
despertado mi interés y una más en las escaleras que ostentaban gran
variedad de colores pastel; casi ningún visitante se iba sin retratarse allí
para la posteridad. Luego comimos helado en un pequeño negocio que
hacía las veces de panadería, heladería y charcutería. Yo saboreaba cada
cucharada de helado, a la vez que sentía mis ojos cerrarse por sí mismos,
haciendo inocuo cualquier esfuerzo consciente por mantenerlos abiertos.
Cada tanto, Elías me miraba; yo no lograba descifrar su rostro.
—Me dieron ganas de un ron —dejé caer.
—Pues vamos por una botella y nos relajamos en el muelle —invitó
Elías.
—De una —confirmé.
Brindamos con cada trago por el deseo mutuo de pasar muchos meses

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juntos. Él me observaba alzar la copa e ingerir el ron sin exponer gestos
de amargura; luego se bebía el suyo lentamente, sin quitar sus ojos de mí.
Yo apunté hacia el frente; no obstante, sentía sus ojos reclamándome.
Los ignoré; quería gozar del espectáculo que se había preparado para
nuestro goce. El atardecer no discordó con el momento y el horizonte se
tornó rojizo, con visos púrpura en contraste con el resto del cielo azulado
encima de nosotros; momento espectacular que duraría escasos minutos,
pero que quedaría en la memoria por años. Abracé a Elías por el cuello
y le di un beso cerca de la oreja, haciéndolo estremecer, retorcerse y ale-
jarse un poco.
—Este atardecer es por nosotros —afirmé.
—Amén —secundó Elías.
Comencé a sentirme agotada debido a lo temprano que me había
despertado. Una modorra producto de la fatiga buscaba invalidarme,
privarme de la realidad. Elías me había dicho el día anterior que madru-
garíamos, a fin llegar temprano al pueblo, y así podríamos disfrutar al
máximo del día. No mintió. Sumándole al madrugón inusitado –al que
debí acceder–, el trayecto en carro, el paseo en lancha, la cantidad de sol
recibido, el recorrido por el pueblo y los tragos de ron, era de esperarse
que el cuerpo y la mente exigieran reposo. Regresamos al hotel. Estando
allí, en la calidez, la ventura que ofrecía nuestra temporal morada, sentí,
más que nunca, deseo por el cuerpo de mi novio y me le abalancé encima,
haciéndole notar mis incontenibles ganas de que me hiciera el amor; pero
él se negó, asegurando que también estaba algo cansado. Me recosté en la
cama esgrimiéndole una inconfundible expresión de disgusto.
—Qué poco hombre me tocó —dije con rabia.
Elías ignoró el comentario, se sentó en la orilla inferior de la cama,
cerca del televisor y extrajo un billete, doblado en varias partes, de unos
de los bolsillos de su morral. Lo desdobló y dejó ver su contenido: co-
caína pura y brillante. Tomó su cédula y, paleando con la esquina del
documento, llevó un montículo hasta su nariz y aspiró fuertemente con
su fosa nasal derecha. Luego repitió el proceso llevando el polvo blanco
hasta su fosa izquierda. Volvió a doblar meticulosamente el billete y lo
guardó en el bolsillo de su bermuda. Observé toda la acción, mostrándo-
me impasible e indiferente, pero sintiendo que una enorme decepción se
propagaba dentro de mí, un vacío en el pecho que me había hecho apear
de la nube de regocijo y ventura sobre la cual había estado surcando,
embelesada, durante las últimas horas. Elías se levantó sin decir nada, sin
mirarme, sin tenerme en cuenta, sin pedir mi opinión con algún gesto, sin
ofrecer excusa alguna. Yo mantuve el mutismo mientras lo veía salir del

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cuarto. Tomé del suelo lo que quedaba de la botella y le di un buen trago.
Me recosté sobre mi costado izquierdo y, no sin antes lucubrar un par de
minutos sobre lo que acababa de presenciar, me quedé profundamente
dormida. Valiente cansancio, señor Elías.

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TERCERA PARTE:
PAGAN PECADORES POR PECADORES

Cloe llevaba poco más de un mes y dos semanas sin salir de su apar-
tamento; permanecía, perecía confinada en la habitación, encarcelada en
la perplejidad. Una fuerte contusión emocional sin remedio la aquejaba,
desde que abría los ojos en la mañana hasta que llegaba la hora de ce-
rrarlos en la noche, después de un tortuoso día improductivo. Su ánimo
supuraba desidia y desesperanza.
Al enterarse —por boca de la misma Cloe— sobre lo sucedido, Jenny
se había ofrecido a vivir con ella, y, asimismo, correría con los gastos
mientras su amiga se sentía en condiciones de retomar su trabajo y sus
diseños; o al menos, esperaba que un arranque de pujanza la impeliera a
dedicarse a otros asuntos. Sin embargo, por momentos, dudaba que Cloe
pudiese volver a crear algo nuevo; notó que en ella había muerto algo
más que el ánimo. Una vez desgastada el alma, las ideas se fugan, buscan-
do alojo en otras mentes que estén dispuestas a explotarlas.
Jenny y Cloe se conocieron en el tercer semestre de la carrera. Cloe
participaba en todas las clases, mientras que Jenny se dedicaba a hablar
con dos tipos, que tenían fama de acaudalados, en la parte trasera del
salón. Ninguna se preocupaba en absoluto por la presencia de la otra,
más bien parecían ignorarse completamente. Jenny, a pesar de su poco
interés, se parecía a Cloe en algo: estaba llena de ideas por explotar, de
las cuales poco hablaba en aquel entonces. Su amistad se forjó cuando
fueron asignadas para preparar una exposición en grupos de tres. El ter-
cero integrante era Steven, un chico algo afeminado que simpatizó con
ambas instantáneamente. Cloe no tenía fe alguna en Jenny hasta que, en
la primera reunión, en una cafetería cerca de la facultad, Jenny explotó en
verborrea y aventó toneladas de pequeñas ideas, que iba hilvanando en
el transcurso de su discurso. Cloe se dedicó a anotar lo que pudo retener
en el momento. Steven no lograba salir de su asombro. Cloe se dedicó a
interpretar aquellas ideas con dibujos de excelsa calidad, los cuales eran
aprobados por Jenny y Steven con aplausos lentos, labios estirados hacia
abajo y ojos muy abiertos. La exposición fue un éxito: faltaron dos déci-
mas para el 5.0, la nota más alta. Desde entonces Cloe comenzó a sen-
tarse hasta atrás, sin dejar de preguntar y participar en cada clase; a la vez
sacaba tiempo para conversar con Jenny, o mejor dicho, para escucharla.
Jenny creció en un seno familiar, de aquellos que llaman ideales: padre,

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madre e hijos. Su hermano mayor se graduó rápidamente como adminis-
trador de empresas y se fue de casa, para trabajar en el exterior, viajando
de país en país, representando a una reconocida empresa local. Jenny
jamás lo extrañó; sus padres tampoco hablaban mucho del tema. Es-
porádicamente realizaban videollamadas, que duraban menos de cuatro
minutos, a la hora de la cena. Los padres devengaban un sueldo que tri-
plicaba lo que se gana un profesional común con un par de posgrados en
su haber. Jenny iba a donde deseaba en coche, que era conducido por su
propio chofer. En sus manos aparecían, en tiempo récord, todos y cada
uno de los antojos que en su mente surgían. Se acostumbró a llevar ropa
muy ceñida, que se ajustaba y resaltaba su esbeltez, que tendía a la anchu-
ra, a ser levemente voluminosa. Ya por aquel tiempo, Jenny medía más de
ciento ochenta centímetros, tenía senos grandes y caídos, con evidentes
estrías, que poco le preocupaban; de apretarlos y realzarlos se encargaba
el sostén de una talla menor. El exceso de maquillaje, especialmente de
rubor, siempre fue característico en su aspecto; no importaba que tuviese
clase de seis a.m.; llegaba al salón reluciente, recién maquillada, olorosa a
fragancia costosa, con el cabello planchado y liso, usando tacones altos y
ropa que parecía nueva, que posiblemente lo era.
Cloe estudiaba becada; a Jenny le costeaban la carrera sus padres.
Pronto comenzaron a costear el sostenimiento académico de Cloe, por
petición de Jenny; esta primera Cloe no se rehusó, a pesar de sentirse
incómoda; cuando la necesidad apremia, el pudor cede bastante terreno.
Las fiestas no tardaron en volverse constantes. Nadie se explicaba
cómo mantenían ambas un promedio alto, asistían a casi la totalidad de
los cursos y bebían tres o cuatro días a la semana. Las discusiones eran
muy poco frecuentes; no obstante, llegaban al punto de alzarse la voz, de
manotear fuertemente y, en ocasiones, de recalcar sus falencias, sus erro-
res más íntimos. Un par de horas después regresaba todo a la normalidad
y explotaban risas y elogios mutuos. Jenny se convirtió en el soporte de
Cloe; en el escape de la parte materna de su familia; en parte fundamental
del duelo por su pequeña hermana, a quien lloraba en dos de cada tres
borracheras. Jenny aceptó que Cloe, taxativa, prefiriera visitar el cemente-
rio sola, que se abrumara sola en su dolor; pero solo en ese momento; el
resto de las ocasiones en que las decaídas se presentaban en el ánimo de
Cloe, Jenny era el mayor consuelo. Fue esta última quien le ayudó a con-
seguir unas Prácticas bien pagadas, que eran requisito para la graduación.
Y fue entonces cuando Cloe descubrió su desprecio por el empleo, por
los horarios inflexibles, inmisericordes, y por los jefes tercos, exigentes,
inaccesibles. Jenny, por su parte, le tomó cariño a la estabilidad, al pago

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oportuno y fijo, al ir diariamente al mismo lugar, sentarse en la misma
silla, digitar, editar, diseñar en el mismo computador. De cualquier for-
ma, tenía tiempo y disposición suficiente para querer estar con su mejor
amiga, cada vez que le venía en gana.
Las tres primeras semanas después de que fusilasen la poca lozanía
que a Cloe le quedaba, el cenicero, el escritorio, el suelo, incluso la cama,
permanecían atestados de colillas. Las plantas de sus pies estaban siem-
pre negras, sucias de cenizas, debido a la exuberante cantidad de cigarri-
llos que pedía a domicilio y que fumaba diariamente, los cuales pagaba
con el dinero que había ahorrado con el fin de darse unas vacaciones en
la playa, ya fuera en la costa colombiana o en otro país del continente.
Aquel dinero había cambiado de derrotero y estaba ahora dispuesto para
otras finalidades, otras formas de desperdiciarlo, otros métodos de hacer
que se esfumase, ¡y qué más daba! Su corazón también había ennegrecido
por las cenizas de un pasado irremisible; por las cenizas de una llamara-
da extinta, que antes la inspiraba para diseñar cosas únicas, impensables
para cualquier sujeto del común, contando solo con lápiz y papel; y por
las cenizas del ferviente ardor y jovialidad que lograba sentir dentro de sí
cada vez que compartía un instante con Elías; tan impetuoso fue el ardor,
que incendió sus entrañas devorando toda motivación a su paso. Cam-
pos de satisfacción, de falsa comodidad, reducidos a infértiles terrenos
polvorientos.
A fin de no dejarse morir de hambre, cocinaba una sopa insípida, que
recalentaba diariamente, comiendo un solo plato al día, del cual sorbía
cada cucharada con la paciencia de una anciana cuya vida se encuentra
en los últimos momentos, esperando a que la muerte pase a recogerla
y llevarla de paseo hacia donde no hay dónde, ni cuándo, ni siquiera un
porqué. Cloe no quería morir, pero tampoco tenía el vigor suficiente para
vivir. Yacía atrapada en un limbo de desasosiego. No estaba aquí ni allá.
No se sentía capaz de dar un paso al costado, mucho menos de darlo al
frente; deseaba dar un montón hacia atrás. Por su parte, Jenny mantenía
el apartamento impecable, mientras permanecía allí, y cocinaba delicias
aprendidas en un libro de cocina que Cloe conservaba en su pequeña bi-
blioteca personal. No obstante, los platos siempre eran dejados de lado,
excluidos, inmaculados, desdeñados completamente. En la mañana, Jen-
ny salía a cumplir su horario laboral y al regresar encontraba cuscas por
doquier y latas de cerveza vacías; Cloe había dejado de tomar licor en
botellas de vidrio, temía que en una crisis nerviosa pudiese atentar contra
su propia vida, utilizando la parte más filosa y puntiaguda de un vidrio
quebrado.

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Como si fuera poco lo ya hecho, Jenny se tomó la molestia de con-
vencer al jefe de Cloe, contándole, muy sucintamente –apenas lo más so-
mero del asunto–, lo que había sucedido, con el objetivo de que pudiera
ausentarse un tiempo y retomara cuando estuviese en condiciones. Para
suerte de ambas, o para suerte de Cloe y alivio de Jenny, el jefe se mostró
increíblemente compresivo y aseguró estar dispuesto a recibirla de vuelta
cuando se sintiese lista para continuar con su labor.

Otro día, a finales de febrero, el reloj aseguraba que faltan quince


minutos para las cinco de la mañana. La oscuridad en la calle era solo
interrumpida por las luces de los postes. El sonido de la puerta de algún
bus abriéndose para recoger o dejar pasajeros y algunos pasos sobre la
acera cortaban la quietud. Parecía haber dejado de lado el letargo y, antes
de que este estuviese de vuelta, antes de que hubiese cualquier asomo
de retorno, deseando acometerme de nuevo y con más ganas, llamé a
mi padre y le pedí que estuviese en casa, ya que tomaría un bus rumbo a
Fredonia, tan pronto amaneciera.
Entre otras cosas, existiendo un poco más de claridad en mis pensa-
mientos, me alegré de haberme sometido a una ligadura de trompas años
atrás y de no poder concebir; sentía asco de solo pensar que alguna de
aquellas escorias hubiese dejado su semilla en mí. También decidí que
me agendaría para hacerme una citología al regresar del pueblo. Después
de hablar con mi padre, quien no sabía absolutamente nada sobre lo su-
cedido, me di un baño exhaustivo, enjabonándome con fuerza, casi con
rabia, cada rincón de mi cuerpo. Me vestí y dejé una nota a Jenny —no
había vuelto a usar mi celular— y salí rumbo a la terminal. En el momen-
to pensé que, al ver la nota, se alarmaría, pensando en que era una clase
de despedida. De cualquier forma, me abstuve de esperar a que llegase
a casa, para decirle personalmente que pensaba descansar de la ciudad
unos días; no quería que intentara detenerme o que se hubiese ofrecido
a acompañarme.
El buen don Emilio, mi amado padre y único hombre en el que ahora
confiaba, vivía a diez minutos del pueblo cuando se caminaba a solas y
se pensaba solo en llegar al destino, y a quince o veinte minutos cuando
se iba en compañía, hablando de todo un poco y un poco de todo, a
paso muy lento. El bus pasaba frente a la suerte de conjunto residencial
donde vivían él y una tía mía, hermana suya. Yo dormitaba a la vez que
sentía cómo rebotaba mi cuerpo en la parte trasera del bus, debido a las
imperfecciones de la carretera. Un vestido rojo, difuso, confuso, indife-
rente, estaba incrustado en mi pensamiento cuando aún no había abierto

51
los ojos. La risa de la chiquilla en mis oídos me despertó completamente.
Junto a mí no había nadie; adelante solamente una pareja de ancianos
campesinos. Identifiqué el camino; faltaban un poco menos de diez mi-
nutos para llegar.
Me apeé, allí estaba don Emilio mirándome con amor intacto y la
satisfacción de quien vuelve a ver a su persona favorita en el mundo
después de casi un año. Lucía su ondulada y abundante cabellera teñida
meticulosamente de negro, tanto que no dejaba ni un mínimo de canas
a la vista, y parecía que no había envejecido ni un solo minuto desde la
última vez que lo vi. Tenía la piel del rostro bien conservada; yo había
heredado de él aquella tez morena que ostentaba con orgullo al salir a la
calle durante el día, siendo la de mi progenitor un tanto más oscura. Lo
abracé vigorosamente, más por el deseo de volver a sentirme segura que
por el tiempo que llevaba sin verlo, y lloré en silencio, evitando al máximo
que mis ojos, o mi voz, me delataran. Deposité en su pecho mis angus-
tias, mis nuevas fobias, que luego se transformarían en algo más.
Marta, mi tía, hermana de don Emilio y dueña del apartamento, había
preparado un almuerzo especial por la llegada de su sobrina: un popular
ajiaco colombiano, contenido por pollo desmechado, maíz tierno, crema
de leche y un par de condimentos que ella misma preparaba y que a nadie
daba la receta.
—Ni ofreciéndole un millón de dólares revelaría el toque especial que
le da a esas sustancias —comentó mi padre—, pero yo tengo la suerte de
disfrutarlas.
—Está demasiado rico, tía —elogié—. Muchas gracias.
—Es con todo el gusto, mija.
No recordaba haber comido antes con un apetito como el de aquel
momento lo hacía. Sentí que mi padre y mi tía me observaban, quizá no-
tando lo demacrado de mis mejillas, las ojeras demasiados oscuras e hin-
chadas y la palidez en mi rostro. No comentaron nada; sin embargo, supe
al instante que, de los dos, solo el buen don Emilio pudo leer la frialdad
en mi mirada —la cual no estaba la última vez que había me visto— su-
mergida en aquel plato, que devoraba con premura y cierta satisfacción.
Dicen que un padre sabe cuando algo sucede, cuando algo está fuera
de su lugar habitual –aunque no supiese que aquella se había extraviado
para siempre–, más aún cuando la noticia de una visita tan sorpresiva se
presenta en su línea telefónica; casi una serendipia.
—Te preparé la habitación de huéspedes y puse uno de los televisores
ahí, para que no te aburras antes de dormir —dijo Marta, exhibiendo una
sonrisa fraternal.

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—En serio que muchas gracias, tía.
Aquel apartamento, a pesar de contar con reducido espacio, estaba
equipado con un buen balcón, en baldosa color beige, con el espacio
suficiente para una hamaca, una pequeña mesa y un par de sillas plásti-
cas; tres habitaciones, una cocina y un baño que compartían sin mayor
inconveniente. Las paredes color crema otorgaban plenitud y acogían
cálidamente; hacían sentir como si de un hogar se tratase, a diferencia de
mi apartamento en la ciudad, que de hogar tenía poco menos que nada.
Había dispuesto un gran armario en la sala, cerca del comedor de made-
ra, decorado con decenas de portarretratos contenidos por fotografías de
otras épocas, donde la juventud de mi padre lo hacía parecerse aún más
a mí, mientras que la genética de mi tía le guardaba fidelidad a su abuela
materna, quien, según me dijo el buen don Emilio, era blanca como una
yuca sin su corteza. En dos fotos aparecía mi yo de hace más de diez años
junto a Samanta, quien sonreía mostrando sus pocos dientes, luciendo un
vestido rojo escarlata. La presión al interior del pecho no se tomó el tiem-
po de arribar con decencia y circunspección; fue súbita pero esperada.
Me cercioré de que mi tía durmiera y me introduje, en silencio, en la
habitación de mi padre, y lo desperté, musitándole al oído, y le solicité
poder dormir con él, aunque solo fuera por aquella primera noche. Don
Emilio, entre dormido, se corrió, dejando un espacio considerable, ocu-
pando apenas un tercio de la cama. Yo me acosté a su lado.
En medio de la noche, soñé que un tipo entraba en mi apartamento
en Medellín y, con revólver en mano y la intención de abusar de Jenny
y de mí, amenazaba con disparar si ambas no prescindíamos de la ropa
inmediatamente. Jenny había empezado a ceder a los deseos del agresor
cuando me desperté sudando. Aún recuerdo su rostro, pese a que nunca
en mi vida lo había visto. Mi mente siempre se ha dedicado a crear y crear
y seguir creando. El corazón palpitaba tan rápido que parecía que fuera
a desprenderse o que mi pecho fuese a reventar; sentía que la fortaleza
de las costillas y el esternón, que lo retenían, no era lo suficientemente
resistente. Me levanté al baño para lavarme la cara y enjuagarme los pies
en la ducha. Evité mirarme al espejo en medio de la oscuridad y encon-
trarme con una Cloe totalmente desconocida; quizá hasta con un nombre
diferente. Al volver a la habitación, vi a mi padre pernoctando profunda-
mente y percibí una sensación de seguridad que se paseaba por la totali-
dad de mi ser; la plenitud siempre fue escasa en mi haber y por ello tenía
la destreza de identificarla al instante. Me acosté a su lado y lo abracé y
lo amé como nunca y me dormí fácilmente, segundos después de cerrar
los ojos. No hubo imágenes perturbadoras ni fuga de pensamientos ni

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voces escabrosas ni risas de verdugos; no hubo palabras jugueteando en
mi mente, intentando burlarse de mí, de mi debilidad.

Pasados tres días desde su llegada a Fredonia, Cloe aceptó la invita-


ción de su padre a tomarse una botella de aguardiente en una fonda del
parque principal. Siempre había expresado su disgusto por aquel licor tí-
pico de la región; no obstante, al tratarse de su padre, aceptó la invitación
de muy buen gusto. Cloe se vistió con un buzo de algodón gris, un jean
clásico y unos tenis que antes eran blancos, pero ahora parecían marro-
nes, curtidos de fango, un arsenal de manchas que no perecían ni con el
más potente de los blanqueadores. Adornó su cabeza con un sombrero
de paja de su padre. Evitó mirarse al espejo antes de partir.
Caminaron, abrazados y sin afán alguno, el trayecto hasta el parque,
desatrasándose de lo vivido en el último año, excluyendo las partes de
Elías, de Samanta y de la madre de Cloe y su actual esposo; aquellos eran
tabúes que convenía no traer a colación, a favor de mantener los ánimos
en un punto medio que tendía brevemente a lo alto. Llegaron a la fonda.
Sonaba una canción de Darío Gómez, que a Cloe se le antojó melancó-
lica e incitante a estados alterados de consciencia. El lugar aparentaba
más años de los que tenía. En las paredes había colgados que publicita-
ban productos que ya no estaban disponibles en el mercado; gaseosas de
otras décadas, automóviles del siglo anterior, cigarrillos extintos, frituras
de empresas que hacía tiempo habían quebrado. Los vidrios chocando
disonaban cada tanto. El piso de loza blanca con manchas negras era
resbaladizo, aun sin estar mojado. Solo tres mesas estaban ocupadas por
más de un hombre. Sobre todas había más de cuatro botellas. Varios
sujetos de aspecto desfachatado; camisas sucias y sudadas y pantalones
empantanados, estaban amontonados cerca de la barra. Miraron todos al
ver entrar a la única mujer del lugar; luego dejaron de prestarle atención
a la inusitada visita. Cloe y su padre atisbaron una mesa cuadrada de ma-
dera; la elegida para sentarse. Aquella era la más lejana del baño, ya que
el olor a berrinche golpeaba el olfato a pocos metros de los orinales para
hombres.
Don Emilio pidió un litro de aguardiente y Cloe una cerveza. Encen-
dió un cigarrillo y su padre le ofreció fuego; pero él se negó a recibir uno.
Nunca en la vida habían bebido juntos; sin embargo, no se sentían incó-
modos en lo absoluto; era la oportunidad perfecta para adentrarse en las
lides más personales y estrenar una nueva costumbre. Conversaron como
nunca antes, fueron más entrañables que en cualquier ocasión anterior.
Cloe se excusó, deteniendo la conversación de momento, y fue al

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baño. Mientras lavaba sus manos trataba de recordar dónde se había de-
tenido el curso del diálogo. Al salir, un hombre calvo y mal afeitado se
quedó observándola, exponiendo un gesto obsceno, que más que temor,
causó repudio y asco y repelencia y aversión en Cloe; y causó olvido;
las últimas palabras dichas por su padre se habían esfumado. Maldijo
interiormente unas diez veces antes de continuar su curso. Al pasar por
su lado, el hombre sacó la lengua y la movió hacia arriba y hacia abajo
lentamente, queriendo darle a entender que tenía pensamientos impuros
con ella en aquel momento. El sujeto sostenía débilmente una pequeña
copa de aguardiente; sus anchas rodillas parecían temblar de nuevo, po-
siblemente a la una condición de alcoholismo. Su cabeza se tambaleaba
casi imperceptiblemente. Cloe ignoró el ademán y volvió a la mesa con
su padre y brindó con una copa de aguardiente llena hasta el tope, la
desapareció de un trago e hizo un gesto de amargura y pasó la amargura
con una cerveza al clima y colocó la botella nuevamente sobre la mesa,
haciéndola vibrar y volvió a mirar al sujeto; pero este ya había regresado a
sus asuntos. Estaba solo; ninguno de los otros hombres del lugar parecía
percatarse de su presencia; era un ente para el pueblo, para el mundo, mas
no ahora para Cloe.
Al ver que su padre ya estaba borracho, pagó la última ronda de cer-
vezas: lo único que aún debían. Llegadas las tres y trece minutos de la
madrugada, salió con don Emilio sostenido sobre su cuello, a su diestra,
a la vez que llevaba la botella de aguardiente en su mano izquierda. El re-
corrido sería más extenso dada la condición de su padre, quien caminaba
con justa parsimonia, a fin de no tropezar, mientras balbuceaba expre-
siones de aprecio y nostalgia para su hija, producto de la embriaguez. El
camino era bastante fosco. Las pocas casas que había alrededor estaban
totalmente a oscuras y daba la impresión de que, en cualquier momento,
de la nada, de la persistente bruma, de la inexorable nada, saltaría alguien
y se interpondría en su camino, con intenciones malévolas. Realmente el
pueblo era bastante tranquilo; resultaba más seguro caminar a esa hora
por aquellas calles pedregosas que por las más grandes avenidas de la
ciudad.
Cloe notó una presencia que le saturó la cabeza de ira. Se contuvo de
mirar con saña. Se enfocó en el frente, como si viese su destino a escasos
metros. Apretó el paso. El hombre de cabeza pelada y gestos obscenos
estaba orinando junto a una casa abandonada, iluminada por la luz pro-
veniente de uno de los pocos postes dispuestos en el camino, mientras
se sostenía con una mano, apoyándola en una pared forjada en ladrillos
con notorias marcas de humedad y deterioro. Dejó atrás el débil halo de

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luz y avanzó en la oscuridad, sosteniendo a su padre hasta la entrada del
conjunto residencial. Lo ayudó a sentarse en un pequeño muro, para que
se sostuviese contra el único poste que iluminaba, con una luz tenue y
amarillenta, ese tramo de la calle.
—Pa, esperame aquí, que se me cayó la billetera —mintió Cloe—. No
me demoro.
—Dale, hija —dijo torpemente don Emilio—. Yo de aquí no me
muevo hasta que tú vuelvas.
Cloe se devolvió bordeando la calle por la parte más oscura, con ob-
jeto de no ser notada, y para la buena suerte de su ocurrencia y la con-
secución de su más inmediato plan, encontró al hombre sentado en el
suelo, junto a la casa vieja y desmoronada, dando la espalda. A lo lejos
un motor avisaba su acercamiento. La luz circular apareció entre la oscu-
ridad a unos doscientos metros. Cloe retrocedió hacia el zaguán de una
casa que estaba sumida totalmente entre sombras. Deseó fuertemente
que el hombre no fuera visto; ella estaba segura tras el compendio de ti-
nieblas. Frente a ella cruzó una motocicleta a toda velocidad; tras de esta
un pequeño automóvil menos veloz. No había posibilidades de adver-
tir cuántas personas iban dentro. Parecía reducir la aceleración mientras
cruzaba entre el hombre y Cloe. Ella comenzó a ganar pasos para huir
de allí. Unos cuantos metros más adelante, el coche se detuvo y alguien
descendió del puesto de copiloto. Aquella persona, que parecía ser un
hombre de limitada estatura, rodeó el auto lentamente. Ella decidió es-
perar un poco más antes de dimitir su cometido. El pasajero revisó una
de las llantas traseras, gritó algo ininteligible y volvió a introducirse en el
auto. El motor se encendió nuevamente y el auto continuó su trayecto a
una velocidad deplorable. Cloe empuñó fuertemente la botella casi vacía
de aguardiente. El acosador seguía sentado cerca de la destruida vivienda.
Ella se acercó en silencio, cruzando la calle hasta donde estaba él. Se es-
cuchaba un ronquido flemoso. Con toda la energía que conservaba en sus
brazos, Cloe golpeó un costado de la cabeza del hombre con el culo de
la botella. No hubo quejido alguno. El sujeto cayó inconsciente, con una
abertura cerca de su oreja izquierda, que emanaba incesantes fluviales de
líquido vital. Cloe escupió dentro del oído del hombre y le susurró muy
de cerca:
—Por morboso, hijo de puta.
Regresó caminando rápido; no quiso correr, evitando así cualquier
ruido o tropiezo, asegurándose de no levantar sospechas, en caso de que
hubiese alguien despierto que pudiera fungir como testigo. Lanzó la bo-
tella y esta se desastilló contra una pila de escombros, ya lejos del lugar,

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donde no había más luz que la emitida por la luna menguante. Luego
fue hasta donde su padre, que se había quedado dormido abrazando el
poste: lo despertó y subieron hasta el apartamento entre tambaleos, leves
tropiezos y algunas risas burlonas de Cloe. Ella extrajo las llaves y un par
de cigarrillos del pantalón de don Emilio y abrió la puerta con delicada
maña, evitando así darle paso al ruido del picaporte y los goznes. Acostó
a su padre, le quitó los zapatos, le dio un beso en la frente y se despidió
en voz muy baja, aun sabiendo que no sería escuchada, o que tal vez don
Emilio soñaría con esa despedida, pero en otras circunstancias. Se ence-
rró en la habitación de huéspedes. La cama aún estaba hecha e intacta,
ya que Cloe había pasado todas las noches anteriores en la habitación
de su padre. Abrió la ventana, dejando entrar el sonido de la sinfónica
de animales nocturnos, que suelen hacerse protagonistas en las noches
campestres. Encendió uno de los cigarrillos, pensando en lo que había
acabado de hacer, pensando en su desafuero, pensando en que no fue
por los efectos del licor, pensando en que una inquina efervescente la
había exhortado y conducido a hacerlo, pensando en que se había hecho
fuerte, pero también violenta, pensando en que por uno habrían de pagar
muchos; y pensando y pensando fue encontrando la extenuación mental,
hasta quedarse dormida sobre la cama sin deshacer.

Me desperté un poco asustada, con la imagen de aquella cabeza san-


grante en mis retinas; no obstante, el arrepentimiento estaba lejos de ser
mi nuevo némesis. Salí de la habitación luchando contra la pesadez en
mis párpados, aún en estado de somnolencia. Caminé por instinto hasta
la cocina, desde donde se desprendía un olor a huevo frito con cebolla y
tomate —el popular hogao—: don Emilio preparaba el desayuno.
—Buenos días, hija —dijo don Emilio—. Aunque no me acuerdo
cómo, gracias por traerme.
—No es nada, padre. ¿Dormiste bien?
—Eso creo, aunque el guayabo me está matando.
—Tomate un juguito de naranja y una sal de frutas, que se te pasa
rápido —aconsejé.
—Después de que desayunemos, entonces.
—¿Y la tía?
—En misa.
“En misa”. La respuesta retumbó en mis oídos, resonando en un rato
corto y eterno a la vez, en la cavidad de los mismos, e hizo eco dentro de
mi mente. Pensé en que, de camino al pueblo, mi tía se enteraría sobre la
noticia de un hombre herido, quizá muerto. Lo quise muerto; no es por

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él por quien pago actualmente; de ese nada saben, ni sabrán. Tendría que
disimular al máximo, en caso de que Marta nos preguntara a ambos si no
habíamos visto nada fuera de lo normal de regreso a casa.
Desayunamos y salimos a la tienda de la esquina, en busca de cerveza.
Don Emilio compró medio paquete de cigarrillos para ambos y dos cer-
vezas. Nos sentamos en unas sillas rojas de plástico dispuestas afuera del
negocio. Sonaban canciones de vallenato, que aumentaban la sensación
de sofoco provocada por los vestigios de la resaca.
—Nada como una cerveza para el guayabo —comenté.
—Yo voy a necesitar otras dos, después de esta —respondió mi padre.
—Que sean otras dos para mí también.
—Para mi hija lo que sea.
Cuando regresamos a la casa, Marta había empezado a preparar el
almuerzo. Don Emilio fue a bañarse y yo me senté en el comedor a ter-
minar la tercera cerveza. El olor acosaba mis ansias; yo le daba cebada y
gas al estómago.
—¿Cómo le fue en misa, tía? —pregunté, ejerciendo unas dotes de
actriz que yo misma desconocía.
—Muy bien, mija. Usted es como su papá y no cree en Dios, ¿cierto?
—Pues no le voy a mentir, tía. Usted lo ha dicho.
—Igual yo rezo por los tres.
—Qué linda, tía.
—Ve, qué bueno que estabas con tu papá anoche y lo ayudaste a ca-
minar hasta acá —comentó Marta—. En la mañana encontraron a don
Guillermo, un señor de por acá, que se emborracha diario, tirado al lado
de esa casa que está que se va al piso. Parece que se cayó en medio de
la borrachera y se dio en la cabeza. Siempre me han parecido un peligro
esos escombros de esa casa, y nunca los recogen.
—Ay, tía. ¿Cómo así?
—Sí, mija; pero, como dicen que a los borrachos los cuida el diablo,
ese señor no se mató de milagro. Aunque está en el hospital, parece que
no es muy grave.
—Al menos, tía. Qué pesar de la familia tener que lidiar con esos
vicios.
—Es verdad. Yo agradezco al señor que su papá es muy controlado y
nunca se queda dando brega por ahí. Apenas está borracho se devuelve
para la casa juicioso.
—Mi papá es el mejor.
A Cloe no le había alegrado en absoluto la noticia de que el hombre
estuviese vivo. Pensó que sujetos así sobraban, contando con tanta esco-

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ria que pulula en la tierra. Después de almorzar, Cloe se despidió de su
padre y de su tía y caminó hasta la terminal, para tomar el próximo bus a
Medellín. Extinguió un cigarrillo antes de acercarse a la taquilla y dio un
vistazo en torno, creyendo que alguien podría estar observándola. Podría
alguien culparla con la mirada, saber que aquella foránea tenía algo oculto
detrás de su aspecto sencillo, detrás de su piel trigueña, detrás de su boca
contrita. No era así; nadie la observaba, todo estaba en su mente.

Elías abrió la puerta, entró acompañado de cuatro hombres y cerró


de golpe. Fue una madrugada fatídica de veintitrés de diciembre, horas
después de haber recorrido juntos el pueblo por primera y única vez. La
claridad del cielo anunciaba que estaban por ser las seis de la mañana. El
ruido de la puerta cerrándose, chocando contra el marco, y el barullo que
causaban aquellos hombres borrachos, despertaron a Cloe. Elías, ebrio
y profiriendo insultos, aseguró a sus compinches que les daría a todos
una “pequeña prueba” de lo que él “comía”. Esas fueron sus abyectas y
exactas palabras.
—Pa’ que vean que yo a mis parceros no les niego nada —dijo Elías,
mientras sus acompañantes se reían a carcajadas, secundándolo.
—Estás muy borracho, Elías —gritó Cloe—. Andate con tus amigos
y dejame dormir.
—Qué va, perra hijueputa —respondió él.
—Perra hijueputa –dijo uno de los hombres, como haciendo eco.
Dos de los sujetos empezaron a rodear la cama. Cloe, en un arran-
que de perspicacia, intentó asir la botella que yacía en el suelo estirando
el brazo. Uno de los sujetos fue más rápido y la tomó primero. Luego
la ubicó lejos del alcance de ella. Elías dijo algo al oído de uno de los
hombres, quien procedió a lanzarse sobre Cloe para amordazarla con sus
manos. Ella intentó zafarse arañando la cara del agresor, que se mostraba
indoloro. Después intentó atacar a uno de los ojos, pero el sujeto los ce-
rró rápidamente; ella hacía presión, intentando hundirlos. Otro de los su-
jetos empezó a luchar con sus piernas, que pataleaban desesperadamente
por librarse, con la intención de despojarla del pantalón negro. Elías se
limitó a observar, mientras un tercer sujeto empezó a golpear, con puño
cerrado, el abdomen de Cloe, haciéndola perder el aliento; sus manos se
debilitaron, extrayéndose del rostro del primer atacante. El tercero vol-
vió a golpearla, extinguiendo sus fuerzas completamente, perpetrando un
crimen contra su integridad. Luego el mismo sujeto rasgó el top, dejando

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los senos al descubierto y empezó a cogerlos y lamerlos con fuerza des-
medida y sed bestial, lastimándola, lacerándola, sin piedad. Cloe intenta-
ba gritar, pero apenas salía un alarido ahogado entre los dedos de la mano
del tipo que se había encargado de callarla. Aquel tercer compinche, el
más violento, el más beligerante, el más obcecado, continuó golpeando
el estómago y las costillas de Cloe fuertemente, queriendo inmovilizarla
por completo, a la vez que ella sentía perder el poco aire que podía inha-
lar por su nariz. Creyó que moriría ahogada; deseó morir ahogada en ese
momento. Elías dio la orden de que se detuviese, antes de que pudiera
morir por falta de oxígeno. Luego le indicó al único sujeto que permane-
cía a su lado que le arrebatara la tanga y se la llevara a la nariz; repugnan-
tes ínfulas de poderío. No fue una tarea difícil, ya que Cloe permanecía
casi inmóvil, carente de fuerza, exhausta, molturada, desmadejada. Elías
fue el primero en embestir, sin necesidad de recurrir a la fuerza, a la vez
que los dos sujetos que le habían arrancado el pantalón y la tanga —res-
pectivamente— la sujetaban cada uno de una pierna, a fin de que no pu-
diera cerrarlas, aunque ya no tuviese fuerza para oponer ni un una pizca
de resistencia. Apretaban los tobillos, miraban toda la acción.
—Ahí les dejo —dijo Elías, después de haber terminado.
Los otros cuatro hombres se turnaron para saciar su atroz apetito; vil
y execrable acto. Cloe estaba casi inconsciente cuando los demás embis-
tieron con furia y abyecto regocijo. Uno de los hombres quiso grabar la
espantosa escena; sin embargo, Elías le arrebató el celular y dijo:
—Este momento es para nuestro exclusivo disfrute, pero no pode-
mos dejar evidencia.
Al terminar y dejarla tosiendo, ida totalmente, ausente del momento,
del lugar, de la vida, salieron como si nada hubiese sucedido. El tercer
sujeto se tronaba los puños. Dos de ellos reían de forma estridente. Elías
miró una última vez dentro de la habitación, antes de cerrar la puerta y
alejarse de allí sin más.
Cuando Cloe logró salir de su perplejidad, se reincorporó sintiendo
asco y dolor. Lloraba, desgarrada, a los gritos, aunque no precisamente
con la intención de llamar la atención, en busca de auxilio o consuelo; de
cualquier forma nadie hizo acto de presencia. Se vistió mecánica y par-
simoniosamente, con turbias imágenes fugaces, oscuras, delirantes. Salió
desaliñada y estropeada, cargando su bolso de mano y yéndose hacia los
lados cada tres o cuatro pasos. La gente la miraba, extrañada, pero nadie
corrió en su ayuda. Preguntó dónde quedaba el comando de policía en
una tienda de artesanías, donde la miraron con desconfianza, sin alterarse
mucho en cuanto a su aspecto. Después de unas vagas explicaciones se

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dirigió hasta allí, para interponer la denuncia en contra del verdugo y sus
cómplices. Los agentes que allí se encontraban hicieron caso omiso, a pe-
sar de su apariencia desastrada, maltratada y exangüe. Casi burlándose de
ella, le dijeron que, en caso de que fuera verdad lo que ella afirmaba, nada
podía hacerse, pues se trataba del hijo de la familia más acaudalada y po-
derosa del pueblo. Salió de la estación de la autoridad local sin decir nada,
no tenía fuerzas ni deseos de proferir insulto alguno. Había entendido la
complicidad del mundo y la indolencia del ser humano. Caminando, sin
mucha concentración, le pareció ver de reojo a una chiquilla se vestido
rojo sentada en una andén. No se volteó para corroborar. Se acercó a un
cajero y retiró lo suficiente para pagar un bus de vuelta a Medellín. En el
trayecto revivió, una y otra vez, los fragmentos que alcanzó a retener en
su memoria de ese momento fatal para su dignidad, su autoestima y su
integridad misma.

Marzo 6 decía el calendario. Dos veinticuatro p.m. exhibía el reloj.


Cloe retomaría su trabajo esa noche; no obstante, a esa hora deambulaba,
en son de expedición y búsqueda, por el centro de la ciudad, con Steven,
ex compañero de la universidad, un joven de veinticuatro años, delgado,
con rostro grasoso y brotado de acné, que lucía un mechón de cabello
tinturado de amarillo opaco.
—¿Me recordás por qué estamos buscando una tienda de esas? —pre-
guntó Steven.
—Parce, quiero comprar una de esas dagas viejas, que son grandes
y vienen en el estuche —dijo Cloe—. La hago afilar y ya tengo defensa
personal.
—¿Qué? ¿Es en serio?
—Si no me quiere acompañar, se puede devolver.
—Ni modo; vos sabés que yo no te dejo sola.
—Así me gusta.
Dieron por fin con una tienda de antigüedades. Vitrinas y más vitri-
nas de transistores, cámaras análogas averiadas, gramófonos y un par de
escopetas eran los principales huéspedes del lugar. Muebles que quizá
pertenecieron a la alta alcurnia paisa años atrás y armarios restaurados,
lijados y pintados, ubicados arbitrariamente alrededor. Atendía un tipo de
mirada lánguida y adormecida; daba la impresión de que no estaba muy
augusto con su trabajo. Detrás de un mostrador el tipo se agachó, tomó
una enorme caja, que apenas si podía levantar, la puso sobre el mostrador

61
y la abrió. Dentro de esta había diferentes tipos de dagas y navajas en
estuches de cuero fino. Cloe revolcó el contenido con su mano derecha
hasta dar con la más grande e imponente de todas.
—¿Cuánto por esta? —preguntó, sacándola del estuche.
—Esa se la puedo dejar en 45.000.
La hoja de la daga estaba curveada hacia la izquierda, si se miraba des-
de la posición de Cloe: un ángulo cenital, y tenía la punta ancha. Si bien
carecía de filo, era ese el menor de los problemas.
—Tengo cuarenta —regateó Cloe.
El sujeto caviló por unos segundos antes de aceptar, sin estar muy
convencido.
—Una venta es una venta y por acá parece que no viene mucha gente
—precisó Cloe.
—Pues sí —cedió el sujeto.
Llegué al apartamento en compañía de Steven, a eso de las cinco de la
tarde, y encontré a Jenny haciendo una siesta. Le indiqué a mi amigo que
se sentara al comedor, mientras yo guardaba bien mi nueva adquisición
en el último cajón del nochero, donde solo había pilas usadas, sobres de
manila vacíos y una que otra foto vieja de los tiempos en que Samanta vi-
vía y engalanaba mis días, cuando la satisfacción con la vida era inmanen-
te y no había decidido desprenderse, con excelsa facilidad, de mi lado. La
razón de más peso por la cual no utilizaba aquel último compartimiento
se debía a que, al revolcar su contenido, me revolcaba las emociones, las
memorias; me exhortaba a tener muy presente mis vicisitudes, mis tribu-
laciones.
Extraje dos botellas de cerveza de la nevera —había vuelto a tomarlas
en vidrio— y le extendí una a Steven. Entre escasos grados de alcohol,
pasamos el resto de la tarde, departiendo sobre trabajo, sobre diseño grá-
fico, sobre empresas litográficas que reputaban cierto renombre a nivel
local, sobre especializaciones y maestrías y sobre el machismo, aún tan
latente dentro del gremio, del cual yo era principal díscola y detracto-
ra. Mi transgresión siempre significó cierto grado de autonomía. Rehusé
siempre acogerme al cobijo de los mantos de compasión por el hecho de
ser joven y mujer; razones por las que defenestran a tantas de sus puestos,
cuando no acceden a propuestas carnales.
Luego de despertarse y darse un ligero baño, Jenny se unió a la con-
versación; pero lo hizo a secas —declinó la invitación a cebada y lú-
pulo—, poseída aún por una modorra aletargadora. Aún sus párpados
estaban hinchados, dejando un pequeño resquicio entre las pestañas, a
través del cual nos miraba Jenny.

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—Ahorita Johnatan viene para ir a comer algo y no quiero que me
sienta tufo —se excusó Jenny.
—Pensé que no querías salir con él porque no tenía carro —comentó
Steven.
—El bolsillo pereció en la batalla contra el corazón —bromeé.
—Tan bobos —respondió Jenny, notablemente apenada.
—Veremos cuánto le dura —dijo Steven.
—Eso mismo pensé yo —aseguró Jenny—. Es que eso de andar en
taxi a todas partes es muy maluco.
—Conmigo andás a pie y hasta en bus —sentencié.
—Pero vos sos vos; no tenés comparación —replicó ella.
—Pues brindemos por eso —intercedió Steven, alzando su cerveza.
Las botellas emitieron el sonido de un pequeño brindis, las bocas aflo-
jaron risas, se formaron hoyuelos en las mejillas, los ojos se achinaron,
equiparándose con los de Jenny.

Llegué ocho minutos tarde a trabajar; para mi agradecida fortuna, el


jefe aún no llegaba. Me enfundé deprisa en la camiseta amarilla, ador-
nada con el logo del bar, y me senté cerca de la barra, exponiendo una
inusitada actitud de total disposición y buen ánimo, a la espera de los
primeros clientes. De verdad extrañaba aquel ambiente laboral, a pesar de
las muchas veces que me hubiese quejado anteriormente. Pocas personas
en la ciudad tienen la dicha de afirmar, sin cabida a argucias ni verdades
a medias, que están satisfechas con el cargo que desempeñan; la gran
mayoría sienten que su empleo es una carga, cuyo peso deja de hacerse
llevadero a medida que transcurren los años, a la cual se suma la pesantez
de las deudas y las bocas que alimentar, más aún cuando pululan por las
calles y los barrios criaturas víctimas de la reproducción descontrolada e
irresponsable.
Aquella noche el bar se movió bastante. Clientes llegaban por mon-
tones y pocos se iban temprano, dejando mesas desocupadas. El lugar se
atiborró hasta el punto de que se restringió la entrada de más personas
desde cierta hora de la noche. Las nuevas luces azules y púrpura, que bai-
laban de aquí para allá, le dieron un aire de discoteca al sitio. A pesar del
poco espacio, muchos se animaron a bailar cuando sonaban canciones de
reggaetón, bachata o merengue, mientras yo me limitaba a escuchar mis
pensamientos, cuya música de fondo era un álbum completo de Cheo
Feliciano.
Llegada la hora de cerrar, estaba limpiando una mesa ubicada en el
centro del bar cuando un hombre, en considerable estado de embriaguez,

63
me agarró la nalga al pasar detrás de mí. Ocultando el disgusto con cariz
de prodiga teatral, me volteé y le pregunté:
—¿Me espera a que termine de limpiar?
—¿A usted? La espero toda la vida, mamacita —respondió el hombre.
Sentí asco e inquina por aquel ominoso acosador.
—No se vaya a ir, pues, que yo no me demoro —aseguré, invité.
Mi compañera de turno y yo limpiamos las mesas con gran rapidez y
un brío de aplaudir, y sobre estas montamos las sillas al revés. Ya el traba-
jo de barrer y trapear le quedaba delegado al bartender de turno, David,
un joven provisto de un rostro que ostentaba una eterna pubertad y ojos
apagados, un poco rasgados; al fondo un iris azul, un azul que tendía al
gris, que solo podía apreciarse con una buena cantidad de luz. Medía
menos de ciento setenta centímetros y lucía una musculatura prominente
bajo su uniforme de empleado. Supe, en los momentos que tenían dis-
puestos para el ocio y el regocijo todos los empleados del lugar, que Da-
vid trabajaba durante la semana en Los Pinos. David había perdido una
apuesta, en la cual Susana, mi compañera, había asegurado que aquella
noche el negocio estaría sin cabida a un cuerpo más, y el bartender había
apostado a lo contrario. No parábamos de reírnos ante su disgusto y su
desidia, su irritación y resignación, su afán y sus deseos de llegar a casa
temprano. David maldecía en voz baja, no sé si a nosotras, no sé si a su
propia estupidez.
Entré al baño de damas para cambiarme, y salí con el maquillaje reno-
vado y exceso de pestañina; los labios excesivamente rojos. El reflejo me
dijo lo que quería escuchar. Cubrí mis manos con unos guantes de lana,
como si la noche estuviese helando; aunque frío no hacía mucho. Conté
cuántos cigarrillos me restaban: eran siete, no necesitaba más.
—Uy, pero con quién irá a salir hoy —elogió Susana.
—Asunticos pendientes, Susa —respondí—. No siempre se puede
estar desaliñada.
—Así me gusta, Cloe. Estás hermosa.
—Gracias, Susa. Nos vemos mañana.
—Dale pues. Cuidate bastante.
Salí y encontré al hombre apostado cerca de la entrada. Se presentó
como Julián Domínguez. Tenía piel morena y ojos pequeños. Su nariz
era larga y su tabique prominente. Su poco pelo estaba acentuado hacia
adelante y sus patillas aludían al desorden. Fumaba un agonizante ciga-
rrillo mientras recostaba su hombro izquierdo contra la pared. Le pedí
uno, lo encendí y le indiqué que me siguiera. Los míos los guardé para el
momento más pertinente.

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Guié al hombre por una calle oscura que conectaba a un pequeño
riachuelo atravesado por un puente de madera, donde los habitantes de
calle satisfacían sus necesidades básicas, incluyendo las sexuales. El he-
dor a berrinche y heces de humano era insoportable; sin embargo, Ju-
lián, acucioso, no se quejó —se lo atribuí a su apetencia de féminas—,
y yo debía mostrarme firmemente impasible ante cualquier adversidad,
a fin de conservar mi plan expedito. Al cruzar el puente divisé varios
arbustos frondosos, los cuales no reconocí por su nombre, debido a la
escasez de fuentes luminosas. Varios helechos daban la impresión de ser
espectadores nocturnos. Mis ojos capturaban velozmente cada rincón del
escenario. Al fondo, atiborrada de grafitis y frases de amor y despecho
y amenazas y nombres y números telefónicos y dedicatorias, una pared
gris hacía las veces de límite; es decir, nadie, aparte de los que tenían la
calle por hogar, tenía la osadía de pasar por allí en horas de la madrugada.
Julián se relamía cuando volteé a mirarlo. Apretó fuertemente mi mano,
lastimándome meñique y anular. No intenté retirarlo. Escruté nuevamen-
te el lugar con la poca luz que entraba por mis pupilas y avisté un helecho
que podía esconder a un par de cuerpos desnudos. Llevé de la mano al
hombre, que no dudó un solo segundo en seguirme.
—Acostate ahí y dejame hacer lo mío —indiqué.
Julián se recostó cerca de la pared, oculto por el helecho.
—Quitate la camiseta —solicité.
El hombre hizo caso sin titubear, mientras yo desenfundaba la daga
sin estrenar, que había guardado al fondo de mi bolso. La escondí tras
mi antebrazo sosteniendo el mango y me senté en el pubis del hombre.
—Cerrá los ojos.
El sonido ininteligible de una boca bañada en sangre me llegó a los
oídos. El revolcar de aquel cuerpo consumido por la desesperación me
causaba júbilo e inquietud a la vez. Sentirlo irse de sí. Yo fumaba tran-
quila, solo en apariencia. Una sonrisa en mi rostro había aflorado sin yo
advertirlo. Un par de minutos atrás había tomado la camiseta de Julián y
se la había puesto en el rostro. El sujeto respiraba agitado, ansioso por
verme desnuda y ponerme sus mugrientas manos encima. Las llevó a mi
cadera y emitió una suerte de gruñido. Luego siguió jadeando, deseoso,
incontenible. Una trepidante sensación de escalofrío se paseó por mi es-
palda, al igual que solían hacerlo los dedos de Elías. Levanté la daga hasta
donde mis brazos lo permitían y la clavé con vigor en su cuello, abriendo
un boquete de carne cruda y roja en su garganta. Le destruí la tráquea
de una sola puñalada. Empezó a ahogarse con su propia sangre, que re-
zumaba incesante de aquella herida cruenta y mortal, sin poder expeler

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palabra alguna de auxilio. Me levanté rápidamente y lo vi retorcerse, a la
vez que intentaba retener el destilar de su sangre, exasperado, angustiado,
sabiéndose malherido. Me dirigí al riachuelo para limpiarme las manos
enguantadas, los antebrazos, el rostro, el pecho y la daga. Restregué con
fuerza, a la vez que inspeccionaba el perímetro con mi mirada, intentan-
do dilucidar la figura de algún testigo inesperado. Sin percibir presencia
alguna, más que la del vagabundo y un par de murciélagos que dispara-
ban mis nervios al atravesar el aire, yendo de un árbol a otro, guardé el
elemento contundente y redentor en el estuche y lo introduje en el bolso
de mano. Saqué mi billetera de un bolsillo trasero del pantalón, extraje
un billete de 50.000, me acerqué al único hombre que tenía su cambuche
instalado a pocos metros de allí y le entregué el billete. Escuchaba a Julián
chapalear detrás de mí, privándose de sus últimos segundos de vida.
—Váyase, y si le preguntan no vio nada —aconsejé, sonriendo.
—Como ordene la señorita —bromeó el hombre, exhibiendo una
sonrisa de pocos dientes como respuesta a la mía.
Me cercioré de que aquel habitante de calle empezara a desmontar
su improvisada carpa. Me sorprendió gratamente su indolencia. Le di
fuego y vida a un cigarrillo. Inhalé dos bocanadas de humo en cuestión
de segundos y me acerqué lentamente a Julián. Quise despedirme, dejarle
en sus maletas un par de improperios para el viaje sin regreso. Me con-
tuve. Vi su energía vital estar a punto expirar. Deseé observar su alma
ahuyentarse del inane cofre forjado de carne y hueso y nervios; pero se
negaba a mostrarse ante su ejecutora. Apagué lo que quedaba del ciga-
rro en el pecho desnudo, cubiertos en partes de sangre, del agonizante
cuerpo y me retiré del lugar a toda prisa, fumando otro cigarrillo, para
aminorar los nervios. Mis manos temblaban levemente. Antes de tomar
un taxi cerca de la avenida, encendí otro más y me senté en una banca
de madera fina —de esas que están sostenidas por una estructura de hie-
rro pintada de verde fosco— a mirar hacia el cielo oscuro y despejado,
mientras el humo se escapaba y se dispersaba junto a mi sentimiento
de culpa. Pensé que, respecto a los acosadores, había perdido mi sin-
déresis. Sabía que, aunque mi ADN había quedado en la ropa de aquel
hombre —alguno que otro cabello y rastros de mi saliva en la colilla—,
no darían fácilmente conmigo. Yo era un as en mantenerme anónima
y lejana, huérfana de leyes y, hasta ese momento, alejada de problemas.

Era un martes 24 de abril a las tres y cincuentaicinco de la tarde. Abra-

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sador era el sofoco que castigaba mi piel desnuda y me hacía desear estar
en la ducha, recibiendo, agradecida, el agua fría y revitalizadora, hasta
que el sol se pusiera tras la montaña. Había puesto a cargar la batería
del celular desde la mañana, dispuesta a usarlo nuevamente. Desconecté
el cargador y encendí el móvil, después de meses sin hacer uso de este.
Apagué una colilla en el interior del cenicero de madera, pensé en Jenny
y di un trago a la botella de ron puesta sobre el escritorio. Mi cama em-
pezó a repelerme. Me incorporé y me senté luego al escritorio. Abrí la
bitácora buscando una hoja inmaculada. Esbocé en mi mente lo próximo
que dibujaría allí: una sombra, una mujer vistiendo un gabán rojo, ambos
de la mano. Interioricé mis ideas como nunca antes; hice catarsis; quise
proyectar la oscuridad que habitaba en gran parte de mi mente.
Busqué en mi lista de contactos el nombre de Elías y oprimí el botón
de llamada.
—¿Aló? —contestó la voz de Elías.
Sentí que un vacío se abría espacio en mi pecho, acelerando el ritmo
cardíaco; el vacío se volvió rencor; el rencor se convirtió avidez de saña y
venganza; y estas juntas me llevaron a responder con un tono de voz de-
masiado neutral; una proeza, teniendo en cuenta la mezcla de emociones
que habían surgido en cuestión de milésimas.
—¿Cómo le va, señor? —dije en un tono cómico.
—¿Con quién hablo?
—¿Tan rápido se olvidó de mi voz? —pregunté.
—¿Qué querés?
—Verte.
—¿Y eso?
Yo sabía que Elías no era pánfilo ni cándido.
—Pues ya pasó lo que pasó; lo que no ha pasado es lo que siento por
vos. Por encima de cualquier cosa, está eso.
—A decir verdad —empezó a decir Elías—, yo también he pensado
mucho en vos. No sabés lo mucho que me arrepiento.
—Relajate. Como te dije, ya pasó. Empecemos de cero, o, al menos,
dame una última noche con vos –dije, disfrazando mi voz de sensualidad.
—¿Para qué una noche? —inquirió él.
—Para recordar tus manos torpes agarrando mi cintura.
—¿Y qué gano yo?
—Una noche y lo sabrás.
—Todas las noches que querás —dijo, dejándose llevar por su vehe-
mente y constante deseo de placer.
—¿Nos vemos en Los Pinos a las 10? —pregunté, disimulando mi

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aprensión y mi nula intención de dirimir cuestiones del pasado.
—De una.
—Listo, yo voy a estar afuera de la 303.
Hubo una luenga y extenuante pausa.
—¿Es que conocés? —preguntó Elías luego.
—¿Esperabas que me quedara absolutamente sola todo este tiempo?
—Pues no.
—303 a las once entonces. Yo te espero afuera de la habitación —
concluí.
—Dalo por hecho.

Llevaba algunos meses negociando con David, bartender de South


Margarita’s, a sabiendas de que trabajaba también en Los Pinos, un motel
ubicado en la zona central de la ciudad, sin concederle información sobre
su plan. Había prometido proporcionarle unas eventuales vacaciones du-
rante la semana, a cambio de que le ayudara a entrar al motel y subir hasta
el tercer piso sin que el administrador se percatase. Desde entonces, Cloe
empezó a reemplazar a David algunos domingos y días festivos en el bar.
Llegado el día de la cita acordada con Elías, Cloe arribó a Los Pinos a
las nueve cincuentaidós minutos de la noche, luciendo unas gafas oscuras,
su pelo recogido en una cola de caballo y vistiendo una chaqueta de cuero
negra, cerrada hasta el cuello, un jean oscuro y sus tenis favoritos. David,
con su cabello engominado y peinado en punta y su camiseta beige, que
lo identificaba como empleado del sitio, aguardaba en la entrada. La re-
cibió enganchando su brazo y entraron. Las paredes de un naranja más
bien rojizo le conferían al lugar una sensación de enclaustro permanente;
reducían en apariencia su amplitud. Una escalera de losa fina y barandilla
de mármol serpenteaba en zigzag, conduciendo a los pisos superiores. El
viejo ascensor de puertas blancas, con pelones herrumbrosos, contiguo a
la recepción, desentonaba con el resto del decorado.
—Hey, dame las llaves de la 207, que ahorita te pago las tres horas —
dijo David al recepcionista de turno.
—Ojo pues, que si no, eso me lo cobran a mí —respondió el tipo tras
el mostrador, sin fijarse mucho en la acompañante de David.
Subieron por las escaleras y entraron en la habitación 207, simulando
total normalidad; un caso más de una joven pareja aventurándose a los
placeres carnales, aprovechando el colágeno intacto de sus pieles, exento
del deterioro que causan las décadas, y la juerga de hormonas descarri-
ladas. Al intachable método de escabullimiento hasta la habitación se le
añadía la fortuna de que, por políticas de privacidad, o tal vez por asun-

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tos fuera de la ley que se llevaban a cabo allí, muchos moteles de la zona
carecían de cámaras de seguridad. Cloe se quitó la chaqueta y las gafas y
se las entregó a David, para que las guardara después en el morral que él
llevaba al trabajo, el cual guardaba en su casillero personal, ubicado en el
último piso, ascendiendo por el oxidado y anciano ascensor, puesto que
la escalera no llegaba hasta allí. Luego Cloe se soltó el cabello y le dio un
húmedo beso en la mejilla a David
—Siento envidia de tu cita —dijo tímidamente David.
—No, querido, envidia es lo último que deberías sentir en este caso
—concluyó.
—Lo dudo —respondió David, antes de marcharse.
Cloe entreabrió la puerta para verificar que no hubiese nadie en el
pasillo antes de salir disparada rumbo a las escaleras que conducían al
tercer piso.
A las ocho y cuarenta estaba apostada al lado de la habitación 303,
vistiendo una camiseta de color vino tinto y su cabello suelto. Escuchó
unos pasos a su derecha. Venía, en su dirección, una mujer de mediana
edad, con un rostro abarrotado de colorete y cabello rojizo y andrajoso.
Cloe se volteó hacia la puerta, simulando que estaba a punto de entrar en
el cuarto. La mujer pasó escribiendo en su móvil, sin importarle lo que
sucedía alrededor. El vestido plateado y maloliente se arrastraba contiguo
a los tacones. Cloe se abstuvo de saludar. Suspiró, empezó a encontrarse
de frente con la ansiedad. La mujer salió de cuadro, sin darse vuelta, sin
darse por enterada de lo que alrededor sucedía.

A las dos y catorce a.m. fue hallado el cadáver de Elías Cadavid, asesor financiero
reconocido en la ciudad, menos por su trabajo que por engatusar mujeres, emborrachar-
las y luego llevarlas a la cama sin que estas pudieran, al menos, darle el visto bueno.
El cuerpo inerte yacía bocarriba sobre un charco de sangre en el suelo de la habitación
303. Una de las encargadas lo encontró al cumplir con la tarea de notificar que su
tiempo pagado por la estancia ocasional había expirado. Después de tocar la puerta en
cinco ocasiones, notificando en voz alta que ya habían pasado las tres horas y no recibir
respuesta alguna, fue por una llave al vestíbulo y procedió a entrar. El olor a sangre
fresca inundaba el lugar. La encargada, impactada por la visión de aquel cadáver,
palideció de inmediato y lanzó un grito ensordecedor que alarmó a todos en el motel.
Después de gritar dos veces más, su exaltación transmutó a un estado de shock. Los
demás empleados y algunos clientes se aproximaron a ver qué sucedía. Todos tenían
la misma reacción: taparse la boca y abrir demasiado los ojos, enarcando las cejas,
al ver el cuerpo del señor Cadavid, querido y acaudalado cliente, quien ahora pasaba
a mejor o, quien quita, a peor vida. El dueño del motel, entrañable amigo y socio de

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Elías, dio la orden de que llamaran a la policía de inmediato y, sin esperar a que estos
llegaran, entró en la habitación. Había un hedor a sangre fresca que, combinado con
el olor a tabaco, mareaba sobremanera al estar muy cerca del cuerpo. El dueño se llevó
los dedos pulgar e índice a la nariz. Notó que habían abierto el tórax y el abdomen
de Elías con una cortada vertical, y al aproximarse un poco se distinguían algunos de
sus órganos internos. No se atrevió a tocarlo, en vez de eso escrutó alrededor y notó
un pequeño bulto rojo, junto a la caja de cigarrillos vacía, sobre el nochero. Se acercó y
dio un brinco hacia atrás al notar que aquello, que no tenía forma reconocible de lejos,
era un corazón, en el cual habían apagado varias colillas de cigarrillos. Al acercarse
minuciosamente, saltaba a la vista la ceniza presionada contra los tejidos del órgano
vital sin vida.
En otras palabras, pero, básicamente, esto fue lo que dijo David al
agente que lo interrogó y que interrogó a todos los empleados y clien-
tes que había en ese momento. El recepcionista de turno aseguró que
el señor Cadavid había ingresado sin compañía alguna, había solicitado
la habitación 303 y no había requerido servicios especiales. Nadie men-
cionó a alguien con las características físicas de Cloe, aunque el mismo
recepcionista dijo haber visto, de lejos, salir a una chica vestida con una
camiseta roja —o eso recordaba— y un jean negro, sosteniendo un bol-
so en su mano derecha. David aseguró también que la mujer con la que
había entrado a la habitación 207 era una de las tantas que se apostaban
en esquinas del sector a esperar por clientes y que aquella mujer había sa-
lido, probablemente, cuando el recepcionista estaba distraído comiendo
o en el baño. David sabía que era cómplice de un homicidio; no obstante,
carecía de preocupación; ya se lo imaginaba. La impresión surgió cuando
Cloe le aseguró que no debía sentir envidia, o, tal vez, sencillamente leyó
en el rostro de ella la frialdad y el encono camuflados de amabilidad, de
una inextricable seducción, de inexorables e indescifrables ojos conmo-
cionados, heridos. Una alicaída sonrisa que no transmitía más que aflic-
ción y deseo profundo y urgente de ablución.

Rondaban las nueve y 35 de la noche del mismo día en que había sido
encontrado el cadáver de Elías. Cloe repasaba mentalmente los hechos
mientras daba los últimos toques al dibujo que había empezado días atrás
en su bitácora: una mujer ataviada con un gabán rojo, que caminaba de la
mano de una sombra por una calle empedrada, flanqueada por paredes
de colores pastel.
Elías sonriente, ominoso, se acerca para besarle la boca; Cloe esquiva
el beso por milímetros, le promete que habrá muchos al entrar. Elías in-
troduce la llave en el pomo, la gira y empuja la puerta con fuerza; Cloe lo

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sigue y cierra a su espalda, lo observa con interna rabia, sin exteriorizar
tal sentimiento. Elías lanza su camisa al lecho y se voltea hacia ella, la
toma del cuello con fuerza, acorralándola contra la puerta. Cloe sonríe,
sintiendo una leve asfixia.
—Hoy será mejor que todas las veces anteriores —asegura Elías. Le
pasa la lengua por los labios, rozándole la punta de la nariz.
Cloe escuchó el timbre de la puerta, escribió Pecadores pagan por pe-
cadores al final de la hoja, puso la bitácora sobre el escritorio y se levantó
para abrir. ¿Quién podría ser a esta hora? Juzgando porque no había in-
sistencia en el llamado, no podría tratarse de la ley.
Elías, con inquietos, incontrolables dedos, intenta abrir la cremallera
del jean de Cloe, sin soltarle el cuello con la otra mano. La mira fijamente.
Ella intenta alcanzar un poco de aire, sin mostrarse amilanada. Cloe lleva
lentamente su mano izquierda a su espalda. La daga, desnuda de funda,
espera en la pretina, apretada contra la zona lumbar. La toma fuerte-
mente. El pantalón cede y cae a sus pantorrillas. Cuando Elías intenta
introducir su mano en las tangas de Cloe, siente la daga atravesando su
abdomen, su otra mano afloja el cuello de ella. Cloe sonríe. Elías siente
otra punzada más, y otra, y una más. Cae de espaldas al suelo, llevándose
ambas manos a su estómago, intercambia su mirada entre el pletórico
rostro de Cloe y sus heridas. Ella no dice nada.
Al abrir la puerta se topó con Jenny recostada contra el marco, sos-
teniendo media botella de whisky barato. A Cloe se le hizo raro que no
hubiese tocado como solía hacerlo. Hacía algunos días que había vuelto
a vivir sola; Jenny había rentado un pequeño apartamento a escasas cua-
dras de donde vivía Cloe, con el fin de poder acercarse a ella cuando lo
requiriera. Cloe entendía que Jenny aún temía por su salud mental y por-
que se desmoronase la resiliencia que había edificado hasta ese momento.
—Vamos a beber, yo invito –dijo Jenny, efusiva. Ya estaba un tanto
ebria.
—Ni me he bañado —respondió Cloe, algo tosca.
—No hay problema, mientras vos te bañás, yo me termino este whis-
ky y en South Margarita’s compramos otra botella.
—Va —dijo Cloe secamente, antes de encaminarse hacia el baño.
Eran las diez cuarentaiuno de la noche, entramos a South Margarita’s
y nos sentamos cerca de la barra. Pedimos una botella de whisky y dos
vasos con poco hielo. Una vez llegó la mesera con el pedido, Jenny pagó
de inmediato y se apresuró a servir para ambas. Llenó casi por completo
los dos vasos y me reclamó, asegurando que debía tomarme el primero
de un solo trago, que teníamos que estar más a la par, en la misma sinto-

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nía, bajo un efecto similar. Inocente de todo, me miraba, solícita, tal vez
jurando que le deparaban muchos años de fiestas y derroche conmigo.
—Yo te llevo una botella de ventaja y aun así aguanto más —presu-
mió Jenny.
—Ya veremos —dije y me bebí el whisky de un solo trago, para luego
llenar nuevamente el vaso y brindar una vez más con mi amiga.
—Me gusta tu actitud —elogió Jenny.
—Para eso estamos.
El reloj marcaba las once y veintitrés p.m., Jenny notó la presencia de
un hombre en la barra, que al parecer no tenía compañía. Un sujeto con
el cabello embadurnado de gomina y peinado hacia atrás, daba sorbos a
su vaso medio lleno. Llevaba una chaqueta verde y un pantalón blanco.
Tenía su billetera acomodada sobre la barra, junto al vaso, como si no
importase que alguien pudiera tomarla. Avistar aquel hombre hizo que la
carne de Jenny se tornara más débil de lo normal. Me miró y, con sus ojos
ebrios, me señaló al sujeto en cuestión.
—No te importa, ¿verdad? —preguntó Jenny.
—En absoluto, pero dejame la botella; con algo habré de entretener-
me.
—¡Sos la mejor!
Observé cómo, sin titubeo alguno, Jenny se sentó al lado de aquel
hombre y empezó a ponerle tema de conversación, con una fluidez im-
pensada para un mortal cualquiera. Apuré mi trago y serví otro. En el bar
había aproximadamente otras doce personas aparte de Jenny, su nuevo
amigo y yo. Nadie prestaba mucha atención a lo que sucedía alrededor;
todos parecían ensimismados en sus copas, ahogados en su solaz etíli-
co. Deseé estar en casa leyendo ¡Que Viva la Música!, ejemplar que había
adquirido en un pasaje del centro de la ciudad, donde venden libros de
segunda, y que me tenía bastante enganchada. Quise estar sumida en
aquella lectura, imaginándome a la protagonista en sus aventuras y des-
venturas; en sus amoríos y despechos; en sus altas y bajas. También quise
estar cara a cara con mi bitácora, esforzando mi mente hasta la extenua-
ción; volviendo a darle forma a aquellas ideas que se vendían con tanta
facilidad entre quienes seguían mi trabajo; realizando bocetos que se acu-
mularían sin la esperanza de ser terminados, ya que serían reemplazados
por nuevas concepciones, las cuales despertaban un mayor interés en mí.
Pero no; allí estaba, frente a una botella de whisky, a la cual le quedaba
poco menos de la mitad, y un vaso sin hielo. Siempre preferí el licor vivo,
puro, fuerte. Miré hacia donde estaba mi amiga, esperanzada en que es-
tuviese mirándome, para despedirme. Noté que aquel hombre vertía una

72
suerte de polvo en el vaso del cual ella tomaba. Yo no estaba segura de
que ya hubiese ingerido la sustancia en tragos anteriores. Por otra parte,
sabía ella que se resistiría a ser sacada de allí, por más beoda que estuvie-
se. Recobré aquel resquemor, que supe aún tan latente dentro de mí, el
cual no huyó junto con mi venganza ya consumada. En cuestión de se-
gundos ideé un plan: fingí estar borracha y me acerqué, tambaleándome,
hasta donde estaban ellos. Tomé una silla y me senté al lado del hombre.
Ahora él estaba entre ambas. Me miraba a mí; Jenny intercambiaba sus
ojos entre él y yo; luego sonreía torpemente, sin conciencia de ello.
—Mucho gusto, Cloe.
—Mucho gusto, Ramiro —respondió el hombre, dibujando un aso-
mo de sonrisa ladeada en su rostro.
—¿Incomodo si me siento con ustedes? —pregunté.
—Nunca, amiga —intervino Jenny—. ¡Bienvenida!
—Tu amiga me estaba diciendo que quiere irse conmigo —dijo Ra-
miro.
—Es que yo no me quiero quedar solita, ¿te chocan los tríos? —pro-
puse, casi susurrando, acercándome al oído de aquel tipo, asegurándome
de que creyera en mi proposición.
Al escuchar esto, instantáneamente fulguraron los ojos de Ramiro, se
abrieron, reaccionaron a la posibilidad de duplicar su placer.
—Por supuesto que no —enunció—; un placer para mí estar con
ustedes dos.
A las dos y diecisiete de la madrugada, Ramiro pidió la cuenta, pagó y
salió con ambas mujeres entre sus brazos. Una vez afuera, detuvieron un
taxi. Cloe, que había salido con lo que quedaba de la botella en su mano,
se sentó adelante; Jenny y Ramiro en la parte trasera.
Durante el recorrido al motel, Ramiro fue besando y manoseando a
Jenny, que empezaba a perder la conciencia paulatinamente, mientras yo
daba pequeños tragos a la botella, con objeto de evaporar los nervios
y la ansiedad, y observaba toda la acción por el retrovisor. Me contuve
de decir algo, apreté los labios, con rabia, mucha inquina; quien pudiese
verme de frente notaría el rencor. El conductor estaba concentrado en
el camino, muy callado. Volví a mirar. Ramiro apretaba su mano derecha
bajo el sostén de Jenny. Volví a mirar el camino; faltaba poco.
Se detuvieron frente a la entrada del motel Zero Zone, Cloe descendió
rápidamente del vehículo, abrió la puerta trasera, ayudó a su amiga a bajar
y la acompañó a sentarse en una banca de concreto a escasos metros de
allí, mientras Ramiro pagaba la carrera.
—Voy a preguntar los precios por noche y por horas. Ayudá vos a

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Jenny, que ya está muy borracha —dije—. Nos vemos adentro.
—De una, de una —respondió Ramiro.
Me las ingenié para saber a qué horas cambiaba de turno la recepcio-
nista, una pequeña mujer morena, que ostentaba un frondoso afro y unos
grandes ojos rutilantes. Vestía de blanco. Me inspeccionó dos veces con
su mirada; luego asintió. Me alegré al saber que dentro de unos veinte
minutos habría alguien más atendiendo.
Ramiro entró sosteniendo a Jenny, pagó 80.000 pesos, el valor de una
noche entera, y, con la ayuda de Cloe, subieron a la habitación, ubicada
en el segundo piso. Primero entró Ramiro con Jenny casi desvanecida del
todo y la acostó en la cama. Luego, no sin antes revisar que no hubiese
gente en los pasillos, entró Cloe y cerró la puerta.
Puse la botella en el suelo junto a la puerta y me quité la chaqueta, lue-
go la camiseta y finalmente el sostén, dejando al descubierto mis pechos.
Ramiro se relamía al contemplar aquella parte desnuda del cuerpo de
Cloe, así que comenzó, afanoso, a desvestirse también.
—Empezá a quitarle la ropa a Jenny y ya me les uno —dije, antes de
tomar la botella y darme un trago.
Sin decir nada, Ramiro, jadeante, exhalando fuertemente por su nariz,
empezó a desabrochar la camisa de Jenny, que, totalmente inconsciente,
dormía bocarriba sobre la cama. Le quitó la blusa, luego arrancó el sos-
tén. Empezó a lamerle los pechos. De ahí emprendió el viaje, con sus
labios, a través del abdomen, rumbo a la entrepierna. Procedió a desbro-
char bruscamente el pantalón, mientras pasaba su lengua repetidamente
por el pubis de Jenny. El sonido del vidrio destrozándose reverberó en
el cuarto, se detuvo la acción sin previo aviso, sin quererlo. Cloe deshizo
la botella en pedazos sobre la cabeza de Ramiro, que al instante cayó in-
consciente, emanando un poco de sangre sobre Jenny.
Retiré el cuerpo del hombre, que yacía desparramado sobre mi amiga,
y lo lancé al suelo. Tomé a Jenny como pude y deposité su beodo cuerpo
en un rincón de la habitación, cerca del baño. Saqué, presurosa, la daga
de mi bolso.
Cloe se acercó lentamente a Ramiro, que yacía totalmente fuera de sí,
mirándolo con lúgubre aprensión.
Lo acomodé bocarriba. Apoyé mi rodilla derecha en el piso. El sujeto
abrió brevemente sus ojos; luego con sus manos me lanzó hacia la pared.
Me golpeé el hombro y un costado de la cabeza. Ramiro aún conversaba
algo de su fuerza, pese a estar aturdido. Volteó su cuerpo y se prendió del
colchón para intentar levantarse.
Cloe Levantó la daga en el aire, buscó el omoplato de Ramiro.

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Antes de que pudiese herirlo, conectó un puño en el centro mi pecho,
extrayéndome el aire. No solté la daga. Llevé mi mano libre a mi pecho.
Exhalé e inhalé repetida y desesperadamente. El sujeto ya había logrado
encaramarse en la cama. Se tomaba la cabeza, quejándose sin mucho
ruido.
Cloe intuyó que Ramiro prefería dar primero el golpe y acabar con
ella, en vez de dar aviso de lo sucedido. No se quedaría con esa; su orgullo
preponderaba, lo impelía a remontar la partida.
Yo no conseguía recuperar oxígeno; seguía muy agitada; recordé las
manos de uno de aquellos hijos de puta sobre mi cara, apretando, casi al
punto de dejarme allí, sin vida. No pude reaccionar cuando Ramiro pisó
mi mano, con la que sostenía la daga. Luego me pateó las costillas. Logró
reincorporarse. No tomó la daga; prefirió asirme del talle y lanzarme en
la cama, con una facilidad que arremetió contra mi audacia; yo había sub-
estimado su poderío. Rodé hacia el lado contrario, antes de que se lanzara
sobre mí, y caí bocabajo. La adrenalina me permitió olvidarme del ahogo
que sentía segundos antes.
Cloe se introdujo debajo de la cama. Vio la mano de él intentar cap-
turarla en el acto.
Estiré mi brazo ágilmente y alcancé la daga. Al otro lado vi asomar su
cabeza. Apunté a un ojo; alcancé su frente. Gruñó de escozor y furia. Salí
de allí. Ramiro tenía su mano izquierda en la frente sangrante y respiraba
con fuerza. Vi venir su puño y me moví levemente hacia adelante, cuidan-
do mi rostro; me pegó en la parte posterior de la cabeza.
Cloe se desplomó, sin perder el conocimiento.
Mi codo había caído sobre el mango de la daga. Ramiro se abalanzó
sobre mí, beligerante, decidido, indignado. Le clavé la daga justo en la
boca del estómago, lacerando el diafragma, y el cuerpo de Ramiro se
revolcó automáticamente. Me corrí de allí y dejé que se desparramara
en el piso. Mientras recuperaba algo de energía y esperaba que Ramiro
perdiera toda la suya, fui a ver cómo estaba Jenny. No reaccionaba; respi-
raba dificultosa y ruidosamente. Al día siguiente padecería de una resaca
pertinaz, insoportable.
Después, cuando Ramiro había dejado de sacudirse y quejarse, Cloe
quiso abrirse paso por el tórax y la parte superior del abdomen, introdu-
ciendo el puñal con toda su fuerza, en aras de romper el esternón.
Cedió, por fin, abriéndose en dos partes, las cuales separé con ambas
manos.
Cloe tomó nuevamente la daga y empezó a lacerar los tejidos.
Cortaba y cortaba con sevicia, para abrirme camino hacia el corazón.

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Una vez pudo ver plenamente el órgano vital, introdujo su mano iz-
quierda entre las costillas de Ramiro, tomó el corazón y cortó las venas
y arterias hasta desprenderlo de aquel cuerpo que se desangraba a bor-
botones.
Cuando ya se había tornado inmóvil, puse el corazón sobre la mesa
de noche.
Cloe enjuagó sus manos en el lavabo del baño. Luego levantó a Jenny
con ambos brazos y, no sin cierta dificultad, la llevó hasta la ducha.
La senté en el suelo y abrí el grifo levemente para limpiarle la sangre
e intentar despertarla un tanto. Luego lavé, con maniática premura, mis
brazos, mi pecho, mi abdomen y la daga.
Cloe se sentó sobre la cama y sacó una cajetilla de cigarrillos.
Tomé uno y lo encendí, observando, impasible, el cuerpo sin vida de
Ramiro. Vi el rostro de Elías en su rostro. Contuve el deseo de reír en voz
alta. Afloraba la alteridad.
Apenas estaba a punto de acabarse el cigarrillo, lo apagaba contra
aquel órgano sin vida puesto sobre la mesa de noche. Repitió la acción
cuatro veces más. Escuchó como si tocasen la puerta, pero rápido supo
que no era más que su infausta imaginación, queriendo entorpecer el
proceso de descomposición de su personalidad. Luego oyó la risa aguda
de Samanta. “Esta venganza es más tuya que mía”, pensó, “estos hijos de
puta pagan por ambas… por ambas”.
Después de apagar la última colilla contra aquellos tejidos rojizos, fui
al baño, cerré el grifo de la ducha y di unas cachetadas a Jenny, que abrió
un poco los ojos, todavía ausente de sí.
Cloe levantó a Jenny como pudo.
Ya mi amiga podía caminar, aunque lo hacía como si estuviese apren-
diendo a hacerlo. Con el apoyo de mi cuello logró llegar hasta la puerta,
donde se quedó apoyada, recostando su espalda en la pared, luchando
contra sus párpados, que se cerraban instintivamente.
Cloe vistió el torso de Jenny. Luego se puso su sostén, la camiseta y la
chaqueta nuevamente.
Tomé mi bolso, abrí la puerta y salí con mi amiga de aquella habita-
ción.
Escrutó hacia ambas direcciones, cerciorándose de que no había nadie
en el corredor. La variedad de sonidos provenientes de las demás habita-
ciones daban testimonio de los involucrados que estaban los vecinos en
sus propias empresas.
Cerré y eché seguro con la llave; pensé en hacerla desaparecer; sin
embargo, no sabría cómo explicarle a quien estuviese en recepción qué

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había sucedido con ella. Por otra parte, seguramente contaban con una
copia y de inmediato subirían a probar que funcionase, a fin de que no
hubiese dificultades para abrir cuando llegara un nuevo cliente.
Descendió por las escaleras lentamente, con objeto que Jenny no tro-
pezara. Al llegar a la recepción, entregó las llaves al recepcionista, quien
hacía poco había comenzado su turno. Lo miró fijamente, a la vez que
intentaba que Jenny no se desplomara.
—Con mucho gusto, señoritas. Que vuelvan pronto —dijo el recep-
cionista, sonriendo.
Nos miraba como si desease haber estado en nuestro baño de pareja.
El cabello de ambas aún escurría unas cuantas gotas.
—Vení, ¿nos podés pedir un taxi? —supliqué—. Es que mi novia está
muy borracha
—Claro que sí. Ya mismo llamo.
Frente a ellas pasó una patrulla de policía. El conductor apeló a la las-
civia en sus gestos; también silbó. Aminoraron la velocidad. Cloe amagó
caminar en sentido contrario. Los agentes continuaron su marcha, ante la
negativa de Cloe para atenderlos. El taxi estaba tardando demasiado. Ya
el olor a sangre debía dar indicios de que algo cerca de aquella habitación
no iba bien. Había tiempo de huir a pie. Cada tanto oteaba el interior de
la estancia principal. El recepcionista ojeaba una revista hacía varios mi-
nutos. Esperó oír el barullo; la alarma de algún cliente que había sentido
el hedor a descomposición y sangre y humo de cigarrillo. Imaginó al re-
cepcionista buscando todas las llaves del piso; luego corriendo escaleras
arriba junto al soplón. En ese momento no habría de otra que caminar
rápidamente, en pro de huir, así no le quedara más que cargar a Jenny en
su espalda. Palmeó el rostro de Jenny insistentemente, en busca de sus
cabales o de vestigios de los mismos.
Daban ya las cuatro y cuatro minutos a.m. El taxista se bajó y ayudó a
Jenny a entrar al vehículo. En ese instante, frente a Cloe, pasó Diego Es-
pinal en compañía de una mujer ya entrada en años, con notorio aspecto
de meretriz. Espinal miró a Cloe con desdén, luego con repugnancia;
ademán hipócrita y altivo. Cloe adivinó severidad en los ojos del vecino.
Espinal entró en el recinto de lo pecaminoso y carnal, donde había un
cadáver sin descubrir.
“¡Mierda!”, pensé. Me subí al taxi, entonces el conductor emprendió
la marcha.
—¿Le molesta si prendo un cigarro? —preguntó Cloe. Meditaba las
posibilidades.
—Adelante, señorita —respondió el taxista.

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Los nervios ya eran historia; Cloe había aprendido a controlarlos casi
a la perfección desde que intentó extinguir la vida de aquel borrachín del
pueblo, quien había sobrevivido al golpe certero del culo de una botella.
Le indiqué al taxista que se detuviera cinco cuadras antes de llegar a casa
de Jenny, a fin de que él no supiera, con plena certeza, dónde vivía mi
amiga, que ahora estaba un poco más consciente; pese a ello, nada cues-
tionaba, nada decía aún.
Cloe pagó la carrera, se apeó, abrió la puerta de Jenny y la ayudó a
incorporarse.
Una vez arrancó el taxi empezamos a caminar rumbo a la casa.
—¿Y Ramiro? —alcanzó a preguntar Jenny, en medio de su aturdi-
miento.
—Allá se quedó. Muy precoz el varoncito ese —dije cínicamente.
Después de asegurarse de que Jenny estaba sana y salva en su casa,
regresó al apartamento caminando a paso ágil; esta vez no por temor,
sentimiento que había dejado de ser inmanente a ella, sino por los asun-
tos que debía dejar listos.
Sabía que Espinal, el vecino quejumbroso que no soportaba el bulli-
cio y el olor a cigarrillo provenientes de mi apartamento, no dudaría un
segundo en contarle a la policía que me había visto salir del Zero Zone.
Les daría mis coordenadas; incluso los traería él mismo hasta la puerta de
mi vivienda, de ser necesario.
Imaginó a Diego enterándose de que había un muerto en aquel lugar;
después yendo hasta el lugar de los hechos para corroborar, por boca de
los curiosos, que quien había cometido el crimen pareciera haber sido
una mujer, y que no le cabrían dudas de que aquella mujer fuera ella. Una
fabulación que dio por la posibilidad más cercana a lo que iba a suceder.
Entré en el edificio y subí corriendo, en puntas por las escaleras, hasta
el apartamento, intentando hacer la menor cantidad de ruido posible.
Abrió la puerta cual si fuese una intrusa, anhelante de lo ajeno.
Destapé una botella de cerveza que extraje de la nevera, dejando que
el frío en la palma de mi mano me redujera las pulsaciones, y miré la hora
en el celular: las cinco y treintaicuatro a.m. Estaba a punto de amanecer.
Fue hasta su escritorio, puso la cerveza a un lado y abrió su bitácora en
la hoja donde había plasmado el dibujo de ella caminando de la mano de
su verdugo, de la mano de la sombra ausente, de la mano del recuerdo
indeseado, sofocante y pertinaz, de la mano del victimario convertido
en víctima, quien ahora visitaba tierra de muertos, cargando un letrero,
atado con cadenas a su cuello, en el cual decía que fue asesinado por una
de sus mártires; así lo imaginó mientras repasaba cada trazo del dibujo.

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Debajo de la frase Pagan pecadores por pecadores, escribí: Cuidate mu-
cho. No quiero que a vos te pase lo mismo. No quiero que seás como yo.
Sabés que quedo agradecida eternamente con vos.
Se levantó, buscó una chaqueta que neutralizara el frío de la madru-
gada. Dejó la cerveza a medio tomar, cerró la bitácora, la puso bajo su
brazo y salió del apartamento.
Me aposté fuera de la tienda de don Alberto, a sabiendas de que cum-
plidamente abría alrededor de las seis, en un rango de diez minutos antes
o después. Encendí el último cigarrillo que conservaba.
El humo apaciguaba su ansiedad. Rogaba para que llegara primero el
tendero que la policía. Los primeros visos de luz se asomaban desde la
montaña, empezando a darle claridad a una calle que minutos atrás lucía
tétrica. Pasaban, cabizbajos y adormecidos, los primeros transeúntes del
día, rumbo a su trabajo. Se escuchaba, a un par de calles de distancia, el
característico sonido del camión de la basura frenando frente a una aglo-
meración de bolsas negras y hediondas, y el bus, que tenía destinada la
ruta cuyo recorrido demandaba cruzar frente al edificio donde Cloe vivía,
pasaba repleto cada diez minutos.
Me lamenté por aquellas almas obligadas a interrumpir su sueño con
el objetivo de devengar algo que los no dejase morir de hambre; pero que
no sobraba para darse gusto alguno.
Giró su cabeza hacia la derecha, sin mover su cuerpo, y vio, a una
cincuentena de metros, a don Alberto acercándose. Caminaba por la calle
teniendo la acera al lado; el tipo de costumbres atípicas para visitantes,
pero muy comunes para los locales.
Lo abordé antes de que llegara a la tienda.
—Don Alberto, no tengo mucho tiempo...
—¿Qué le pasó, Cloe? La veo muy pálida y ojerosa —interrumpió el
tendero—. ¿No ha dormido en toda la noche?
—No tengo tiempo de dormir. Necesito un favor enorme.
—Dígame no más.
—Tenga —dije, estirándole la bitácora—. Necesito que le entregue
esto a Jenny. Si la ve llegar al edificio, dígale que ahí, en la bitácora, hay
un algo para ella y que por nada del mundo vaya entrar al apartamento.
—Me está asustando. ¿Alguien la amenazó acaso? —preguntó el ten-
dero, que se había tornado nervioso y dubitativo.
—Nada de eso. ¿Sí me hace ese favor?
—Por supuesto; faltaba más.
—Muchísimas gracias, don Alberto. Y bueno, no siendo más, nos ve-
mos en un tiempo —dijo Cloe, exhibiendo en su rostro una congoja que

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ya no podía retener por mucho tiempo, y que pedía, desesperadamente,
salir en forma de llanto.
—¿Cómo así, mija? ¿Para dónde se va pues?
—A entregarme —respondí, dando media vuelta y emprendiendo
rumbo en dirección contraria—, antes de que vengan por mí y Jenny se
vea involucrada.
Mientras caminaba entre mentes cansadas, espíritus muertos y boci-
nas acosadoras, lágrimas incontenibles empezaron a brotar de sus ojos y
resbalaron por sus pómulos enrojecidos.
Puse mi mano derecha bajo mis senos y apreté fuertemente, claván-
dome las uñas en las costillas y culpándome por haber aceptado la invi-
tación de aquel desconocido, que, tiempo después, brindó refulgencia,
espesura, goce y lozanía a mis días, con la única intención de arrebatár-
selos nuevamente.

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