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Fernando Pessoa
Rita Hayworth
Índice
Introducción
2. Gilda de Charles Vidor: Rita Hayworth diciéndole a Glenn Ford: «Si fuera
un rancho me llamaría Tierra de nadie».
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LOS PRIMEROS EN LLEGAR A LA ESCENA DEL CRIMEN
Los primeros en llegar a la escena del crimen no fueron los gendarmes ni las
moscas. Antes aparecieron una serie de escritores imprescindibles que, a lo
largo del S. XIX y durante los primeros años del S. XX, asentaron con sus
historias las bases del género negro.
Wilkie Collins
La piedra lunar (1868)
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en la cumbre más que discutible de la narrativa policial de todos los tiempos.
El profesor en cuestión es Joseph Bell, amante de los juegos y los métodos
deductivos. El personaje es Sherlock Holmes, un detective singular aficiona-
do al violín y a las pipas de tabaco, diestro en el manejo de los puños y el
razonamiento lógico y defensor a ultranza de una corriente de personajes
literarios que bien podríamos llamar la escuela espartana. Estudio en escarlata
es la primera novela de Arthur Conan Doyle y también la carta de presenta-
ción del detective Sherlock Holmes y de su leal acompañante, el Dr. Watson.
Dividida en dos partes, la obra recrea el escenario ficticio de un asesinato real
ocurrido en Londres por aquel entonces: el del panadero alemán Urban N.
Stranger. Una casa desierta, un cadáver sin heridas, agentes estupefactos de
Scotland Yard y una misteriosa palabra alemana escrita con sangre en la
pared, «Rache», es decir: «venganza». Estos cuatro elementos iniciales bastan a
A. C. Doyle para bosquejar —todavía con cierta rudeza— el carácter y el
estilo que posteriormente, sobre todo en El signo de los cuatro, Las aventuras de
Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville y Su último saludo en el escenario,
harán mundialmente famoso al detective más célebre de todos los tiempos
pasados, presentes y venideros. Seamos justos, además de suspicaces. A. C.
Doyle ha pasado a engrosar el mobiliario estandarizado de nuestras casas y de
nuestras bibliotecas con fortunas diversas. Aquellos que, además de ubicar el
grueso volumen de sus obras completas en el estante superior de la chimenea
artificial, se hayan dedicado a la lectura de, al menos, Estudio en escarlata,
sabrán apreciar que Holmes ofrece, en realidad, mucho más de lo que sugiere
su comercialidad y mucho menos de lo que anhela su memoria. Hay que leer
a A. C. Doyle al menos una vez en la vida y como mucho dos. Hay que leerlo
sin esperanza y, sobre todo, sin complejos.
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Charles Dickens
El misterio de Edwin Drood (1870)
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el matrimonio, la angustia. El misterio de Edwin Drood es la historia de la desa-
parición de Edwin Ned Drood, un joven condenado al matrimonio con la
ingenua Rosa Bud. Su enlace había sido acordado tiempo atrás por los padres
de ambos. Pese a ellos, los jóvenes se resisten y prefieren dar rienda suelta a sus
verdaderos sentimientos. Edwin y Rosa rompen su compromiso, el joven
desaparece, no queda de él más rastro que un reloj y un prendedor de corbata
abandonado en el lecho del río que cruza el pueblo y la plétora de potenciales
asesinos emerge como una ballena en mitad del océano. Dickens no defrauda y
perfila personajes complejos e irresistibles como el tutor del joven Drood, el
maestro de música opiómano John Jaspers, enamorado en secreto de la joven
Rosa y firme candidato al papel de asesino, o los gemelos Helena y Neville
Landless, enamorados de los futuros esposos y candidatos también, en especial
Neville, al premio gordo de la rifa. El sepulturero Durdles, el canónigo
Crisparkles, la institutriz Twinkleton, el detective Datchery… Supongo que en
ellos pensaba Borges cuando predicaba el adjetivo «imperecederos» de los
personajes de Dickens.
Dickens nunca debió morir, como Catulo, y, sobre todo, nunca debió
dejar inacabada esta espléndida novela… Estoy bromeando. Por supuesto
que debió dejarla inacabada. A veces tengo la sensación de que Dickens se
murió para fastidiar al lector medio que de vez en cuando visitaba sus
novelas, o para fastidiar a Wilkie Collins, para obligarle a pelear con los
sacacuartos que trataron de convencerle sin éxito de que terminara la obra
de su amigo, o para reírse de la propia muerte. Dickens murió de un síncope
a los cincuenta y ocho años en su casa de Glad’s Hill para reírse de la muerte,
para pillarla a contrapié, para que la muerte entienda y sufra su propia
impaciencia. Y para acabar de una vez por todas con el imperio del desenlace.
Se dice pronto, pero Charles John Huffam Dickens es uno de los escritores
más importantes de la historia de la literatura universal. Hijo de una mujer de
clase media y de un hombre con tendencia al despilfarro, lector voraz,
autodidacta, niño empleado doce horas diarias en una fábrica de betún para
calzado a la que con gusto hubieran pegado fuego Marx y Engels, reportero,
cronista parlamentario, actor aficionado, padre de diez hijos, defensor
público de las prostitutas y los derechos humanos, amigo de Wilkie Collins,
lector, estímulo, aguijón de Roman Polanski y maestro de los intestinos, la
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risa y los afectos. Si tuviera que escoger una frase de toda la literatura de
Dickens esa frase sería una frase de Roberto Bolaño en una reseña sobre 84,
Charing Cross Road, de Helen Hanff. Bolaño dice que, a veces, uno puede
encontrar en Hanff «el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las
mejores lágrimas son las que nos hacen mejores, y las mejores lágrimas,
asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa».
Émile Gaboriau
El caso Lerouge (1866)
E. W. Hornung
Ladrón de guante blanco (1899)
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menzar a hacer de sí mismo una perfecta antítesis de su cuñado y un
excelente representante de los naughty nineties de la Inglaterra victoriana,
herederos de Oscar Wilde y tenistas, bebedores y jugadores de cricket, cínicos
groseros exquisitamente elegantes, escritores de ficción aficionados al
crimen… Hornung era todas estas cosas. Todas menos bebedor, creo. Sobre
todo era escritor. Un escritor al que apenas leemos en la actualidad pero que,
como recuerda George Orwell en su ensayo Raffles y Miss Blandish, constituye
sin duda un referente de la literatura coloquial y la sátira social, magistral en
la factura de un ladrón sentimental y apuesto, un caradura irresistible
acompañado siempre por su fiel camarada Bunny —reverso, a su vez, del Dr.
Watson—. Ladrón de guante blanco es la presentación de esta pareja de
bribones románticos y de sus interminables fechorías, un referente tal vez
prescindible pero indiscutible del crime fiction y una excusa excelente para
dejar de lamentarse y leer como es debido.
Fergus Hume
El misterio del coche de punto (1886)
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Hume y de su novela El misterio del coche de punto —excelente, oscura,
apetitosa, de callejón, sin miedo— la tienen más bien la geografía y el azar,
que siempre se han tirado los trastos. De no haber emigrado con cuatro
años a Nueva Zelanda y publicado El misterio… en Australia, Hume sería
recordado en nuestros días por delante de Gaboriau y por detrás de A. C.
Doyle —como siempre también, pero por los pelos—; Hume sería un
clásico si hubiera nacido en Francia o en Irlanda o en Italia, lejos de
Melbourne, en cualquier caso, y de las peligrosas calles de Melbourne, que
es donde comienza a bocajarro y sin contemplaciones esta obra indispensa-
ble. El conductor de un taxi descubre de repente que su pasajero está
muerto y que el hombre que lo acompañaba hasta hacía unos instantes ha
desaparecido sin dejar rastro. Nadie conoce la identidad del cadáver ni, por
supuesto, la del asesino. El detective Samuel Gorby tendrá que bucear en
los ambientes más sórdidos del paisaje urbano de Melbourne tratando de
descifrar un crimen que nos permitirá visitar la enrarecida atmósfera de la
ciudad, atravesando el ritmo nocturno del chantaje, la extorsión y el humo
denso de escenarios magistrales y asfixiantes diseñados por el abogado
Hume. La novela se convirtió inesperadamente en un auténtico best-seller,
hasta el punto de inspirar y animar la redacción del primer libro de sir
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata.
Tampoco nadie se acuerda ya de la naturaleza absolutamente
accidental de su éxito. Ansioso de reconocimiento popular y con el fin de
hacerse un nombre entre los dramaturgos australianos de la época, Fergus
Hume solicitó a un editor de cierto renombre su más sincera opinión: si
quieres vender —se le dijo—, escribe como Gaboriau, escribe novelas
negras, de misterio, con asesinatos, un poco de intriga, ambientes inquie-
tantes, incursiones en la mente del criminal, ¡¡Gaboriau, Gaboriau!! Ignoro
si Hume frecuentó a los criminales australianos y a sus peculiares mentes,
pero lo que a buen seguro frecuentó, lo que se trilló y sabe bien cualquiera
que haya leído su prefacio a la segunda edición de su mejor libro, es que
Hume habitó noches enteras en los bajos fondos de Melbourne, que se pasó
las horas vivas y también las muertas en Little Baker Street con el fin de
captar el tono rancio y exquisito de los arrabales y que, sin duda, lo
consiguió antes de regresar a Inglaterra y seguir escribiendo y morirse sin
más, como cualquiera, a los 73 años de edad y con más de cien novelas a sus
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espaldas. Hay al menos diez razones de peso para leer este libro una y otra
vez. Me quedo con una, la más liviana: la sospecha de que el olvido sabe leer
y que, además, es un amante celoso, que selecciona a sus clásicos con el más
refinado de los olfatos.
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delirio poético del amor y la muerte sometidos a la métrica más comedida, al
rigor estético y la elegancia.
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Maurice Leblanc
Arsenio Lupin, caballero ladrón (1907)
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Maurice-Marie-Émile Leblanc nació en Ruán en 1864 y murió en
Perpiñán en 1941. Hijo de un constructor naval, estudió Derecho y trabajó
un tiempo en la empresa familiar. Más tarde se dio a conocer en París con
novelas analíticas, que le valieron la estima y la protección de Guy de
Maupassant. Leblanc alcanzó la fama por su personaje de Arsenio Lupin,
que apareció por primera vez en una publicación mensual llamada Je sais
tout entre 1905 y 1907, con el título de Arsenio Lupin, gentleman y ladrón.
Desde entonces, se dedicó casi exclusivamente a las aventuras de su héroe,
en innumerables novelas y recopilaciones de historias cortas.
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LOS SABUESOS MÁS CLÁSICOS
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convertiría desde muy pronto en una de las mejores representantes de los
mejores años de la edad dorada de la ficción criminal británica con obras
como Muerte de un fantasma, Más trabajo para el enterrador, Milla del misterio o
Peligro dulce. Su mayor logro poético se llama Albert Campion, uno de esos
detectives elegantes y afables que se quedan en la retina durante más tiempo
del esperado.
Nicholas Blake
La bestia debe morir (1938)
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encontrar y eliminar al asesino de su hijo, una estrategia sofisticada y
sedienta de sangre que, sin embargo, desembocará en un estallido de
intensidad completamente inesperado para el lector. Me encanta este libro.
Me encanta el título, me encanta el tempo, me gusta irremediablemente el
apellido del detective Nigel Strangeways.
Nicholas Blake es el seudónimo del poeta Cecil Day Lewis, padre del
actorazo que todos recordamos y profesor de Poesía en la Universidad de
Oxford, nacido en Irlanda en 1904 y muerto en 1972. Lewis empleó el
nombre de Blake para escribir más de una veintena de novelas policiales
mientras coqueteaba con el activismo izquierdista y la compañía de W. H.
Auden. En 1968 fue nombrado Poet Laureate por la Corona británica en
sustitución de John Masefield. Escribió dos novelas infantiles y tradujo
Eneida, Bucólicas y Geórgicas de Publio Virgilio Marón, el guía de Dante en
los Infiernos.
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G. K. Chesterton
La inocencia del padre Brown (1911)
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realidad sí lo estoy». Siempre le imagino peleando con el pequeño Bernard
Shaw, ambos con pantalones cortos y el pecho descubierto. De cultura tan
inmensa como su propio cuerpo, Chesterton sabía de casi todo (menos de
mitología nórdica, al decir de Tolkien). Aficionado al ocultismo y obsesiona-
do con la búsqueda de la verdad, se dedicó en cuerpo y alma a los escritos
patrísticos. Agnóstico, anglicano y, por último, católico. Cuentan sus biógra-
fos que se reía mucho, con una sonoridad contagiosa y agradable que contras-
taba con su aspecto indestructible. Publicó cerca de cien libros y demostró,
como Overbeck, que la certeza sobre la existencia o inexistencia de Dios no
concierne a los seres humanos. Tan sólo nos ha sido dada la pregunta. Ches-
terton es un escritor peligroso. Lo leemos y durante un par de horas olvida-
mos que apenas sabemos pensar, que no entendemos nada, que somos
borreguitos fáciles de convencer, esquilar y ejecutar. Pasan las horas, terminan
los libros de Chesterton y uno se queda en mitad del océano, desamparado,
mirando alrededor en busca de un punto de referencia.
Agatha Christie
El asesinato de Roger Ackroyd (1926)
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Agatha Mary Clarissa Miller Christie Mallowan nació en Torquay,
Inglaterra, en 1890 y murió en Cholsey, Inglaterra, en 1976. Estudiante y
amante de la danza, el canto y el piano en su juventud, trabajó como
enfermera en un hospital durante la Primera Guerra Mundial y se casó dos
veces, la primera con un aviador con rango de coronel del Royal Flying
Corps, y la segunda con el arqueólogo Max Mallowan, con quien recorrió
los países de Oriente Medio coleccionando escenarios para sus novelas. Su
fama es inmensa y excesiva, como toda fama, y sin duda está ligada a la
creación de Miss Marple y Monsieur Hercule Poirot, detective belga en
quien, como nos recuerda Arthur Hastings en El misterioso caso de Styles, «la
pulcritud de su vestimenta era casi increíble; creo que una mota de polvo le
habría causado más dolor que una herida de bala». No digo más.
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Geoffrey Household
Animal acorralado (1939)
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la caza, que se propone un desafío o un experimento: comprobar si sería
capaz de generar las condiciones de posibilidad necesarias y suficientes
para matar al dictador europeo; si podría organizar el golpe con tal destreza
que pudiera verse a sí mismo en la situación de no tener más que apretar el
gatillo. La premisa inicial nos hace pensar que no pretende hacerlo.
Segundo: en la ejecución de su plan, el tipo es descubierto por la guardia del
dictador, torturado, vejado y encerrado, pero consigue escapar y regresar a
Inglaterra, donde descubrirá que sigue siendo perseguido y que no tiene
más remedio que quitarse del medio. Tercero: catábasis, la bajada a los
infiernos. Household sumerge literalmente a su personaje bajo tierra,
obligándole a vivir como un animal subterráneo, además de racional, para
conservar la vida, empujándole a una espiral de cuestionamientos ético-
psicológicos absolutamente inesperados. Qué más puedo decir. Un inglés
que juega a los contrafácticos y termina hablando solo bajo tierra pregun-
tándose si, llegado el momento, habría sido capaz de no apretar el gatillo.
Michael Innes
¡Hamlet, venganza! (1937)
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inconsciente activo, se trasladó a Viena durante un año con el fin de pro-
fundizar en el universo del psicoanálisis freudiano. Fue profesor en las uni-
versidades de Leeds (Reino Unido), Adelaida (Australia) y Oxford (Reino
Unido) y, a juzgar por el tono y la calidad de sus obras, murió con buena
cara. En su célebre Bloody Murder, Julian Symons llegó a considerarle el
primer ejemplo de aquella singular escuela «bromista» o «farceur» de la
narrativa detectivesca británica, una corriente literaria que elude el exceso:
el exceso de seriedad en la consideración de sus propias obras y en la
configuración de sus personajes (algunos de ellos marcadamente inverosí-
miles) y el exceso en la construcción de la trama. Además de ¡Hamlet,
venganza!, lean sin pestañear Appleby's End y The Daffodil Affair y, para los
idólatras, Myself and Michael Innes.
Ngaio Marsh
Muerte de un payaso (1957)
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hábitat, su imperio y su dominio. Me la imagino interpretando y conduciendo
el Otelo de Shakespeare o Seis personajes en busca de autor de Pirandello, eso sí
que me lo imagino. Pero no, desde luego, un concurso de belleza. Es cierto
que Marsh es una de las máximas representantes de la época dorada de la
novela negra en las décadas de los 20 y de los 30. Pero la razón de su rango
nada o muy poco tiene que ver con su condición femenina. Tiene que ver con
los escenarios teatrales en los que a menudo ubicó sus tramas; tiene que ver
con la creación del inspector Roderick Alleyn, hombre culto y urbanita,
caballero sagaz amante de la pintura y de las pintoras; tiene que ver con su
extraordinario olfato y su habilidad para describir en profundidad el english
way of life en todas sus facetas. Y tiene que ver, por último, con la mejor de sus
treinta y dos novelas negras, La muerte de un payaso, una historia divertida y
dinámica que a uno le gustaría que le contaran de viva voz, sin prisas, en una
velada interminable, deliciosa y llena de misterio. La muerte de un payaso nos
sitúa un paso más allá de los ya clásicos escenarios de la época dorada: una villa
excesiva e imaginaria, un ritual conocido como la danza de los cinco hijos
celebrado anualmente durante el solsticio de invierno, una decapitación
simulada con la que suele culminar la liturgia pero que esta vez, y ante la mi-
rada atónita de los aldeanos, se ejecuta con absoluta fidelidad, separando la
cabeza del tronco de la víctima. El inspector Alleyn se verá envuelto en una
espiral macabra y entretenidísima en la que la cultura popular, el aroma
arcaico combinado con las elegantes maneras inglesas y los bailes sacrificiales
completan uno de los mejores escenarios jamás pisados por Ngaio Marsh.
Ngaio Marsh nació en Nueva Zelanda en 1895 y dedicó las mejores horas
de sus 86 largos años a la escritura y al teatro. Ha sido considerada una de
las mejores plumas de los años felices de la novela negra (Opening Night,
Final Curtain, Enter a Murderer y la misma Off With His Head lo demues-
tran), y su labor como renovadora e impulsora de las artes escénicas
neozelandesas la ha convertido en uno de los hitos culturales de su país.
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Dorothy L. Sayers
Los secretos de Oxford (1936)
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alumna de ese mismo colegio, es invitada por su directora con el fin de
resolver el caso, para lo cual contará con la ayuda de su amado Wimsey. Una
novela trepidante, repleta de acción detectivesca en el mejor estilo clásico,
no exenta de crítica social y de reivindicaciones de género por parte de una
mujer demasiado inteligente y mordaz para aquellos años raros de la
Europa de entreguerras.
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HARDBOILED: TIPOS DUROS, CHULOS Y SOLITARIOS
La culpa de todo la tiene el cine. Eso está claro. El cine es nuestra derrota. El
cine es una confabulación, como decía Gena Rowlands borracha como una
cuba en una escena de cocina que veo de vez en cuando en Minnie y
Moskowitz de John Cassavetes. Somos incapaces de leer sin ver, de ver sin
recordar, de recordar sin volver a imaginar. Y lo que leemos es ya siempre lo
que hemos visto. El cine es mi derrota porque cuando empecé a leer novela
negra ya había visto todo el cine negro que hay que ver para mantener la
cabeza alta y la alegría —¿cómo era aquel verso de Mallarmé…? «La carne
es triste y ya la he visto en todas las películas del cine negro»—. De modo
que cuando abrí La jungla de asfalto de W. R. Burnett, en realidad ya había
leído a Burnett, ya había visto su guión tras la mano de Houston en el filme
de 1950. Ya tenía en la retina al criminal Rheimenschneider y a su abogado
Emmerich; ya había observado con detenimiento y placer físico al brutal
Dix Hanley interpretado por Sterling Hayden y al elenco criminal que lo
acompaña, a Louis Calhern, Jean Hagen, James Whitmore, Sam Jaffe y a la
novatísima Marilyn Monroe. Cuando leí La gran evasión, Wake Island, Atajo
al infierno y, sobre todo, High Sierra, ya había visto a un Bogart inmenso
como casi siempre interpretando a Roy Earle. Goethe tenía razón, como
Aristóteles, y sabía que en el principio no era el verbo sino la acción y que la
acción ha venido filtrada para tantas generaciones por el blanco y negro. La
pregunta que uno debe hacerse ahora, después del tono fúnebre, es si en
realidad importa quién fue primero, si el huevo o la gallina, si Burnett o
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John Houston, si el personaje horizontal del relato escrito o el bidimensio-
nal de la gran pantalla. Cuando me hago esta pregunta, siempre llego a la
misma conclusión. Es una pregunta estúpida, una mierda de pregunta que,
lejos de confundirme, me consolida en la defensa de mis muchas conviccio-
nes y mis escasos principios: W. R. Burnett es el padre de todos los gánsteres
de este mundo, de los narrados y de los filmados. Nosotros, los adictos al
género y, sobre todo, los adictos a las crook stories, no hacemos más que errar
por el universo burnettiano como planetas o canicas o casquillos de bala.
Si quieren saber de dónde vienen los gánsteres, les propongo que
lean a Burnett y vean mucho western. Les propongo que lean La jungla de
asfalto. Si no han visto la película de Houston, no la vean todavía. Y si ya la
han visto, véanla otra vez antes de leer esta magnífica historia en la que un
gánster que les resultará tan familiar como su propia madre sale de prisión
y comienza a planear meticulosamente el atraco a una joyería con su
polifónica banda. Una obra maestra.
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James M. Cain
El cartero siempre llama dos veces (1934)
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Raymond Chandler
El sueño eterno (1939)
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ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y
algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par
con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres
muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo un día en un
callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi
oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los
días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto
el suelo».
Chandler es distinto:
«Me sentía tan hueco y vacío como el espacio entre las estrellas.
Cuando llegué a casa me serví un whisky muy abundante, me situé junto a
la ventana abierta en el cuarto de estar, escuché el ruido sordo del tráfico en
el bulevar de Laurel Canyon y contemplé el resplandor de la gran ciudad
enfurecida que asomaba sobre la curva de las colinas a través de las cuales se
abrió el bulevar. Muy lejos subía y bajaba el gemido como de alma en pena
de las sirenas de la policía o de los bomberos, que nunca permanecían en
silencio mucho tiempo. Veinticuatro horas al día alguien corre y otra
persona está intentando alcanzarlo. Allí fuera, en la noche entrecruzada
por mil delitos, la gente moría, la mutilaban, se hacía cortes con cristales
que volaban, era aplastada contra los volantes de los automóviles o bajo sus
pesados neumáticos. A la gente la golpeaban, le robaban, la estrangulaban,
la violaban y la asesinaban; gente que estaba hambrienta, enferma,
aburrida, desesperada por la soledad o el remordimiento o el miedo;
airados, crueles, afiebrados, estremecidos por los sollozos. Una ciudad no
peor que otras, una ciudad rica y vigorosa y rebosante de orgullo, una
ciudad perdida y golpeada y llena de vacío».
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Marlowe. Marlowe acude a la residencia del general Sternwood, un militar
retirado y paralizado en una silla de ruedas que, al parecer, está siendo
chantajeado por un pornógrafo con el fin de encargarse de unas deudas de
juego que su hija menor ha adquirido de manera imprudente. Todos
mienten, como siempre, y Marlowe se ve envuelto en un juego de extorsio-
nes, asesinatos y mentiras en el que la hija mayor del general, Vivian
(Lauren Bacall, ¿cómo pudiste hacerme esto?), ejerce el papel del imán o del
pozo o de las fauces, uno de los tres. El argumento gira en torno a la
desaparición del marido de Vivian y la proliferación de personajes, drogas,
ambientes, disparos y afectos es espectacular. Pero el argumento es lo de
menos. Háganme caso. En la literatura de Chandler el argumento siempre
es lo de menos. Lo de más es Los Ángeles, el olor de LA, el sabor de LA; lo
que más importa en la literatura de Chandler es la lógica serena del
derrumbe, la dialéctica entre el desamparo y el honor, entre el desamparo y
el sexo, entre el desamparo y la necesidad de configurar un código bélico de
uso urbano que nos permita disfrutar y morir a tiempo. Raymond Chand-
ler no es Dios, queridos amigos. Raymond Chandler no es Dios ni falta que
le hace.
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James Hadley Chase
No hay orquídeas para Miss Blandish (1939)
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David Loeb Goodis nació en Filadelfia en 1917 y murió cincuenta años
después internado en un manicomio en el que había ingresado por decisión
propia. Estudió Periodismo, escribió una novela que sabe a Hemingway por
los cuatro costados —Retreat from Oblivion—, se mudó a Nueva York, escribió
más, escribió para radio, cine y televisión, escribió seis años para la Warner,
escribió mucho y muy bien, alcanzó cierta fama con el texto que serviría a
Dalmer Daves para filmar Sendas tenebrosas en 1946 con Bogart y Bacall.
¿Qué le pasó a David Goodis? Supongo que se sintió solo, que se sintió más
solo que un perro y débil como un niño enfermo cuando se dio cuenta de
que en Hollywood nadie le tomaba demasiado en serio, que sus guiones eran
retocados a placer por los productores, que sus colegas lo consideraban un
escritor resultón completamente prescindible. Volvió a casa exhausto y
dolorido con treinta y tres años. Volvió a Filadelfia con sus padres y comenzó
a escribir novelas de bolsillo, folletines de basura para los quioscos, se ocupó
de su hermano esquizofrénico y comenzó a sucumbir al alcohol y a sí
mismo, a la muerte de su madre y de su padre, al desierto. Cuando murió, el
7 de enero de 1967, en el Albert Einstein Medical Center de Filadelfia, todos
sus libros (Retreat from Oblivion, Dark Passage, Cassidy's Girl, The Moon in the
Gutter, Nightfall… diecisiete en total con su firma y otros tantos con seudó-
nimo) estaban descatalogados de las librerías norteamericanas. Goodis era
un escritor que parecía un filósofo existencialista, un experto en el arte de lo
angosto, un Camus con pistola, un Sartre con resaca. El tiempo le ha puesto
en su sitio. Pero decir eso es decir nada y, además, nunca consuela a los
muertos. Goodis murió solo como un perro y nadie se enteró de nada a su
alrededor. Por suerte, los muertos siempre salen de sus tumbas. Y si no salen,
los críticos avispadillos como John Sallis se ocupan de sacarlos con mucho
gancho: «En California había alquilado un sofá en casa de un amigo por
cuatro dólares al mes, y allí vivía. Condujo el mismo destartalado Chrysler
descapotable durante la mayor parte de su vida de adulto. Vestía los mismos
viejos trajes hasta que se convertían en harapos, y entonces los teñía de azul
para seguir poniéndoselos».
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Joe Gores
Spade & Archer: antes de «El halcón maltés» (2009)
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ta de la que para muchos fue la primera novela existencial norteamericana,
configura un perfil asombrosamente sólido y coherente de aquello que
Dashiell Hammett dejó deliberadamente en la sombra: ¿quién es Sam
Spade? ¿Cómo consiguió este hombre alcanzar ese talante escéptico, esa
destreza en el arte del desencanto y la eficacia, ese coraje de día y de noche,
sobrio y sereno, sutil y despiadado? Gores ha confesado repetidas veces que
no quiere ser considerado un discípulo de Hammett. Lo sea o no, lo cierto
es que el encanto de esta novela debe ser complementado con otros libros,
en concreto con su extraordinaria serie articulada en torno a una agencia de
detectives de San Francisco, la DKA (Daniel Kearny Associates), formada
por el propio Kearny, Patrick Michael O’Bannon, Bart Heslip, Larry Ballard
y Gisèle Marc. Novela detectivesca de primera línea, fresca, con sentido del
humor y un grado de suspense entre enigmático y asombrosamente común
que uno se queda con las ganas de calificar de «astuto» o de «conveniente» o
de «actual» e incluso de «dinámico» e «indispensable». Recomendable, en
todo caso, muy recomendable, como el visionado ligero de Remington Steele
y la señorita Zimbalist, por cuya existencia Joe Gores siempre tendrá un
lugar en mis plegarias.
Dashiell Hammett
La llave de cristal (1931)
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hubiera gustado a él escribir El halcón maltés y darse a la bebida y perderse
para siempre y culminar excesos, perseguir mujeres, dilapidar fortunas y
bailar con la muerte hasta caerse redondo? Creo que Chandler idolatraba,
envidiaba y compadecía a Hammett a partes iguales, y que su admiración
descansa en el valor estético y político del realismo descarnado y desencanta-
do con el que Hammett dibuja la sociedad capitalista contemporánea y las
redes de poder omnímodo que la atraviesan. Lo que no creo es que haya que
perdonarle nada a Dashiell Hammett. No creo que Hammett necesite
redención alguna ni que, en caso de necesitarla, dicha redención se la
otorgara El halcón maltés. Si lo que queremos es perdonarle sus pecados,
seamos rigurosos y digamos sin miedo que El halcón maltés es una obra de
arte absolutamente magistral en su género, pero que La llave de cristal es
mejor, muchísimo mejor. Penúltima novela del hombre de Chinatown
—como ya recordara Wim Wenders en una película insuficiente basada en
una novela exquisita de Joe Gores—, la cuarta, después de Cosecha roja, La
maldición de los Dain y el mentado halcón, y la última antes de El hombre
delgado. Por aquel entonces, Hammett ya estaba acabado y ya era el mejor. La
llave de cristal no hace más que expulsar de su organismo, con delicadeza, el
único resultado posible de una lógica narrativa marcada por la inteligencia,
una inteligencia con mayúsculas que concibe el ámbito urbano como una red
de relaciones de poder en la que se alternan los altercados emocionales con
las intrigas políticas, los asesinatos, las extorsiones y la soledad. Inteligencia
con mayúsculas porque Hammett ha entendido que nadie es inocente y que
la libertad no existe más que en los libros de historia, que el poder se ejerce y
que moldea a los individuos, que estamos sometidos a cadenas invisibles, que
el dinero, y no el rayo, es lo que impera y que es necesario saber emplear el
verbo y los puños, por este orden.
La acción de La llave de cristal se sitúa en el ambiente preelectoral de una
ciudad anónima cercana a Nueva York. Dos bandas rivales luchan por
hacerse con el control de la ciudad y colocar a sus respectivos candidatos, el
senador Henry y Bill Roan, en la cúspide del poder. El detective Ned
Beaumont se verá obligado a investigar el asesinato del hijo del senador
Henry, y este descubrimiento podría alterar intensamente los resultados
electorales. Beaumont se sumerge literalmente en el cuerpo de la ciudad
configurando un perfil detectivesco hasta entonces inaudito en el terreno de
la novela negra. Lejos de perpetuar el modelo clásico del inquisidor analítico
63
y frío que, emplazado en un contexto aséptico y lejano —las villas, las
mansiones, los caserones en mitad del campo— se aproxima al crimen como
a un problema estrictamente lógico, Hammett verbaliza por primera vez el
carácter hediondo de las fuerzas socioeconómicas y puramente pasionales
que atraviesan, provocan o explican el crimen, convirtiendo a este último en
uno más entre los múltiples senderos de una trama que se parece peligrosa-
mente a la vida, la vida sucia y pestilente, la vida pasional, nocturna, la vida
intensa y liminal de los bajos fondos que ya no queda reducida a la resolución
de un acertijo, sino narrada con una crudeza y un desencanto feroces, sin
contemplaciones. La llave de cristal nos presenta a Beaumont, un guardaes-
paldas lacónico e inteligentísimo a años luz de distancia del cirujano
reflexivo e impoluto que ejecuta un proceso racional sin ensuciarse las
manos, un sujeto que denuncia sin tapujos a una sociedad corrupta donde
los gánsteres son los verdaderos gobernantes y los políticos y las personas
que éstos designan son meras marionetas a su servicio.
64
Ross Macdonald
El expediente Archer (2007)
66
Horace McCoy
Di adiós al mañana (1948)
67
Quiso ser actor, pero era mejor escribiendo que declamando. Escribió
algunos clásicos del género negro y exploró otros raros horizontes, como
el famoso King Kong, en cuyo guión participó activamente, aunque
alguien se olvidó de meterle en los títulos de crédito.
Mickey Spillane
Yo, el jurado (1947)
68
de Spillane tiene que ver con la explicitud: sexo explícito, violencia
explícita, brutalidad gratuita, opiniones reaccionarias, machismo a lo
James Bond con un toque vikingo. Y no menos cierto es que la inercia, la
pompa y el boato han convertido a muchos especialistas en novela negra
en lectores con guantes y mascarilla que no saben apreciar ya nada que no
venga envuelto con un lazo de poética urbana del desencanto. Spillane es
un poco más bruto. Spillane te da dos hostias o te pega un tiro. Quien
tenga oídos, oiga.
69
DETECTIVES PRIVADOS Y MALAS CALLES
Visten gabardina gris ajada o tal vez trajes hechos a medida. Los hay
melancólicos y los hay excesivos. Pueden ser licenciados o autodidactas.
Blancos y negros, hombres y mujeres. Algunos recorren sin cesar las calles
de Los Ángeles y otros andan recluidos en la celda 273. Private eyes para
todos los gustos.
Kate Atkinson
Expedientes (2004)
73
Kate Atkinson nació en Inglaterra en 1951 y actualmente reside en
Edimburgo. Estudió Literatura Inglesa en Dundee y comenzó un
doctorado en Literatura Norteamericana. Ha sido profesora de Litera-
tura en Dundee y desde 1981 una prolífica escritora de relatos cortos.
Entre sus obras destaca con claridad Entre bastidores, que consiguió el
Premio Whitbread Book. Supongo que nunca olvidará el placer estricta-
mente físico que le supuso saber que, al conseguirlo, había batido ni más
ni menos que a Salman Rushdie y a Roy Jenkins.
Lawrence Block
Un paseo entre las tumbas (1992)
Lawrence Block me cae bien. Me pasa con él lo mismo que con Spinoza.
Me caen bien y no sé muy bien por qué. Block nació en Estados Unidos en
1938 y se pasó buena parte de su juventud creadora escribiendo para
revistas pornográficas, para terminar convirtiéndose en Grand Master of
Mystery Writers en Norteamérica, y recibir todos los premios y escribir
más de cincuenta novelas negras, algunas de ellas rayanas en la genialidad.
Lawrence Block es un hombre que sabe cómo no escribir novela negra.
Siempre estará en mis oraciones —junto con Joe Gores— por ese detalle
mínimo e insignificante.
75
H. Bustos Domecq
(seudónimo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares)
76
una fuente de creación estética, en un motor y en una fuerza bruta. Los
amigos escriben a cuatro manos como Borges, Bioy, Bolaño y García Porta.
Seis problemas para don Isidro Parodi es un conjunto de relatos policiales,
pero sobre todo es una celebración de la literatura más allá de todos los
géneros, una declaración de principios y un homenaje personal del dueto
argentino al género policial que tan bien conocían. Digo que es una
celebración y un homenaje y una declaración de principios porque Bustos
Domecq encuentra la forma de decir en qué consiste lo más importante: lo
más importante es la narración, lo importante es narrar y escuchar, que es
otra forma de narrar, y seguir narrando y escuchando hasta que alguien se
acerque y nos dé unas palmaditas en el hombro y nos diga que estamos
muertos. Isidro Parodi es un detective singular que termina con sus huesos
en la cárcel acusado de un crimen que no ha cometido. Dentro de esa cárcel,
dentro de su propia celda 273, el resto de los presos despliega la historia de la
literatura detectivesca y sus infinitos personajes, se ríen de ellos y de
nosotros, enfatizan las tramas y las destruyen, alimentan el hambre de más
historias y satisfacen el hambre de más historias y todo ello en clave
estrictamente detectivesca. Al fin y al cabo, se trata de un grupo de presos y
maleantes que acude a la celda de don Isidro para relatarle los casos más
inverosímiles e irresolubles con la esperanza de que el buen detective les
ofrezca una solución satisfactoria. No sé qué les parece: a mí me dan ganas
de llorar de alegría, la verdad; me dan ganas de pegarme una ducha fría y
salir a la calle y llorar de alegría y emborracharme; me dan ganas de leer los
Seis problemas una y otra vez, porque en esos seis cuentos encuentro el paso
atrás del que a veces carezco con respecto al consumo literario del género
policial, el paso a un lado, la visión clara y precisa de este animal hermoso
que se deja acariciar sólo por las noches. Seis problemas para don Isidro Parodi
es la justificación de la novela negra y el relato de misterio, el pulp, Agatha
Christie, Chandler, Wilkie Collins, Auguste Dupin, Holmes, Raffles, Walter
Mosley. Todos ellos encerrados para siempre con sus criaturas en la celda
273 de la Penitenciaría Nacional, condenados a narrar y a ser narrados por
los siglos de los siglos, amén.
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges nació en 1899 y, por desgracia para
todos, murió, es decir, dejó de escribir en Ginebra en 1986. Muchos años
77
para un viajero que parecía un profeta cuando en realidad era un biblioteca-
rio ciego amante de los tigres, los laberintos y el idioma de los sueños. Ya
saben Vds. quién es Borges. No insistamos. Mejor quedarse con los
silencios del cementerio Plainpalais y las runas de su epitafio. Borges es una
fuente de placer inagotable y un mapa de todos los mundos posibles.
Punto. Adoro a Borges. Si un día me despertara y me diera cuenta de que
Borges no existe, de que no ha sido fruto más que de mi imaginación y que
sus libros nunca han sido escritos; si me despertara y el maldito genio de la
lamparita me dijera que la única forma de recuperar a Borges y los libros de
Borges es eliminar las obras completas de Chesterton y del triunvirato
Hammett-Chandler-Macdonald… Prefiero no pensarlo.
En todas las fotos que he visto de él, James Lee Burke lleva un
sombrero tejano. Detalle de escasa importancia, dirán
ustedes, cuando de lo que aquí se trata es de novela negra y
narrativa policial. Tienen toda la razón del mundo, faltaría
más. Será mi tendencia obsesiva a encontrar significado detrás de todas las
78
cosas lo que me lleva a pensar que el sombrero de Lee Burke es una imagen
elocuente y certera de su labor literaria como escritor de novela negra.
Quiero decir que la imagen de un maestro de la narrativa criminal
estadounidense vestido de cowboy es tan original e inesperada como la
aportación de Burke al universo literario del crime fiction. Burke no se
parece a nadie. Eso pasa muy pocas veces. Y cuando pasa uno se encuentra
con obras como Camino púrpura, que tiene la extraña virtud de ser una
novela de género más allá del género, tanto desde el punto de vista del autor
y la obra como del perfil del lector. Convertida en un best-seller en un
suspiro, Camino púrpura explora la dimensión más personalista del
investigador fetiche de Lee Burke, Dave Robicheaux, para quien el mundo
no es más que un enorme manicomio. Burke enfrenta a su antihéroe con la
muerte de su propia madre 30 años atrás. Louisiana es el escenario en el que
Robicheaux tendrá que rastrear sin pestañear las líneas ambiguas que le
llevarán a la comprensión de su propia infancia, a las razones del abandono
de su madre siendo él apenas un niño, al descubrimiento de su pasado
como prostituta vinculada a la mafia en un universo podrido y maloliente
poblado de tensiones raciales no resueltas, corrupción y desamparo.
Después de pasarse toda la juventud preguntándose por qué su madre le
dejó en manos de un padre alcohólico y cuando creía haber olvidado el
perímetro de su ausencia, Robicheaux es interpelado en plena calle por un
proxeneta que le pregunta si es el hijo de Mae Guillory, la puta que mataron
hace 30 años una panda de polis corruptos. La novela es una excusa, pero
una excusa excelente de rápida lectura que nos deja con la sensación de que
Burke nos está engañando, que es un escritor travieso que juega a la
narrativa puramente detectivesca cuando lo que verdaderamente le
interesa es rasgar el retrato aparentemente hermoso e impoluto de la vida
americana. Una novela que se bate a muerte con los fantasmas del
psicoanálisis, es decir, con el riesgo de la exageración y la pose, pero sale
victoriosa.
James Lee Burke nació en Houston, Texas, en 1936, y creció en la costa del
golfo de Louisiana. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de
Missouri, ha trabajado de casi todo y ha recibido en dos ocasiones un Pre-
mio Edgar con Heaven’s Prisioner y Two for Texas. James Lee Burke es un
79
señor con sombrero de cowboy que bien pudiera ser un cirujano capaz de
diseccionar la sociedad norteamericana, abrirla despacito con un bisturí y
extraer la dimensión política de la decadencia, el crimen, la pobreza, el
asesinato y la memoria. Como James Ellroy, pero con sombrero, botas y
frases subordinadas.
Lee Child
El camino difícil (2006)
John Connolly
Los atormentados (2007)
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porque en cada uno de los personajes y ambientes se condensa la totalidad
de su singular universo detectivesco y fantasmal, misterioso y áspero, un
universo poblado por personajes absolutamente imprescindibles para el
lector una vez que ha entrado en contacto con ellos: Parker, el señor Pudd,
el reverendo Faulkner, el gordo Brightwell, el Viajante y el Coleccionista,
los hombres huecos… Me pregunto si la adicción que me produce este ir-
landés tiene que ver con la imaginación, es decir, con la capacidad para
introducir en el género negro una imaginación desbordante que, lejos de in-
flar innecesariamente la trama y los personajes, los dota de un atractivo
irresistible, a la vez que instala al lector en un territorio que nunca termina
de ser familiar.
Stella Duffy
La chica del calendario (1994)
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¿Se acuerdan? ¿No? A ver ahora: Kelly McGillis era la instructora devora-
yogurines que seduce a Tom Cruise en Top Gun, un referente dudoso pero
divertido que marcó la infancia de mucho adolescente con lorzas a
principios de los noventa. Se acuerdan, a que sí. Pues bien, Kelly McGillis
tiene mucho que decir al comienzo de La chica del calendario, la novela de
Stella Duffy perteneciente a la serie protagonizada por la detective Saz
Martin. Maggie Simpson —ahórrense la bromita— es una actriz y stand-up
comedian londinense que se enamora perdidamente de una mujer misterio-
sa y enigmática que, según sentencia, «tenía el cuerpo de Kelly McGillis».
En la misma ciudad, la detective Saz Martin es contratada por un tal Clark
para descubrir la verdadera identidad de la chica del calendario, una mujer
que se hace llamar Septiembre y que conducirá a Saz a un viaje explícita-
mente sexual por los alrededores del mejor thriller británico. Tórrido
escándalo de imágenes tan bien narrado por Duffy, tan serenamente
alternado con la historia de Maggie Simpson que cierras el libro y tardas un
par de minutos en despertar del arrobo y eliminar del rostro esa expresión
viciosa.
84
Loren D. Estleman
La ciudad del motor (1980)
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sí mejorable. Marla —catorce años, pelo negro, preciosa— es la pupila del
pez gordo Morningstar y Morningstar es uno de esos hombres, recuerdan,
que sabe cómo hacer una oferta irrechazable. Morningstar encarga a Walker
el hallazgo de la chica y le advierte de su deseo de absoluta discreción: no
quiere leer ni una sola vez su nombre en los periódicos: «Si leo mi nombre en
el periódico, al día siguiente se podrá leer el tuyo. Con un marco negro». La
única pista con la que cuenta Walker es una fotografía de la chica con claros
tintes pornográficos que llevará al detective a los bajos fondos de la ciudad de
Detroit y a los más bien altos de la industria del porno. Una espiral creciente
o descendente, según se mire, pero espiral, un torbellino insonoro a lo Paul
Cain que nos deleita con la construcción de un nuevo binomio indiscutible
en el universo detectivesco: Detroit-Walker.
Eugenio Fuentes
El interior del bosque (1999)
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los paradigmas narrativos de Occidente. Es decir, no se puede escribir
como si el espacio y el tiempo, el principio, el nudo, el desenlace, la
peripecia y la catarsis siguieran siendo conceptos sagrados e intocables. Ni
siquiera novela negra. Lo más probable es que Fuentes se negara a ser
clasificado sin más en la etiqueta de escritor de novela negra. ¿Por qué? Muy
sencillo: Fuentes se negaría a ser llamado escritor de género o de novela
negra porque lo que le interesa es la exploración de la condición humana en
un contexto de intriga que no privilegia los esquemas tradicionales del
relato policial ni tampoco exagera sus perfiles. Todo quema, todo pincha,
todo mancha, como decía el Ditirambo de Gonzalo Suárez. Fuentes quema,
Fuentes pincha, Fuentes mancha. Enhorabuena.
¿Las manos del pianista es una novela negra? Yo qué sé. Las manos del
pianista es un buen libro. Es un libro tremendo en el que encontramos de
nuevo a Ricardo Cupido, el detective soso predilecto de Fuentes, que se ve
envuelto en la investigación de un asesinato relacionado con una empresa
constructora. Martín Ordiales aparece despeñado desde lo alto de uno de
los edificios en construcción, y es más que probable que su muerte tenga
algo que ver con su reiterada oposición a los planes modernizadores de la
empresa. Todas las miradas apuntan a un pianista fracasado. ¡Mucho
cuidado con los pianistas fracasados! Un hombre roto que, a fuerza de
quiebra interna y penurias económicas, complementa sus ingresos con
tareas menos nobles que el teclado de un piano. Será él mismo quien,
acosado por las acusaciones, contrate al investigador Ricardo Cupido para
esclarecer la intriga.
¿Y El interior del bosque? ¿El interior del bosque es una novela negra? Eso
ya es otra cosa. El interior del bosque son palabras mayores, mejor que Las
manos del pianista y de título tentador, suculento, irresistible. Un libro
clásico y repleto de metáforas: el interior y el bosque, el camino tortuoso
hacia el núcleo de todos los misterios, los miedos y los enigmas, el itinerario
del terror, el proceso desvelador de la verdad, el descubrimiento. ¿Por qué
son palabras mayores? Porque Fuentes agarra las bases del género y les
implanta, ¡atención!, el paradigma de la Naturaleza, la descripción y el
retrato absolutamente asombroso de un entorno natural que, sin embargo,
es ante todo el dibujo de los secretos más oscuros de la mente humana, de
los pliegues de toda condición mortal. Una joven pintora es brutalmente
87
asesinada en la reserva natural de Paternóster. Poco después, una excursio-
nista es asesinada siguiendo el mismo patrón. No quiero contarles más. Me
fascina este libro. Me da miedo. Me estremece y me alegra las tardes de
invierno.
Sue Grafton
A de adulterio (1982)
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serie en la que aparece la detective Kinsey Millhone. Me gusta esta novela.
Kinsey Millhone es contratada para investigar un asesinato cometido ocho
años atrás, el asesinato de Laurence Fife, un abogado de éxito especializado
en divorcios y mujeriego hasta la saciedad que, aparentemente, fue
eliminado por su propia mujer presa de los celos o de la rabia, o del aburri-
miento y el tedio incomprensibles al que a menudo conducen los celos y la
rabia. La mujer de Fife ha pasado ocho años en la cárcel acusada de un
crimen que afirma no haber cometido y ahora tiene la oportunidad de
volver a intentar demostrarlo ante un jurado. Para ello, contrata a Kinsey,
que se sumerge en un ejercicio de desenmascaramiento de los más
sugerentes secretos del pasado, esos que tanto nos gustan y nos motivan y
nos llevan al psicoanalista o a la taberna de George, mejor y más barata: los
celos y los cuernos, el adulterio y el asesinato, la ruina de uno mismo, que
en esta novela Sue Grafton ha sabido combinar a la perfección con un estilo
rápido, inteligente, contundente y, sin embargo, abierto a la pausa narrati-
va, un cierto matiz de silencio después del sexo o de arrobo musical que
acompaña un relato por lo demás tan clásico como recomendable.
Sue Grafton (Kentucky, 1940) tiene, entre otros, el extraño mérito del estilo
literal, el buen gusto comercial de seleccionar con tiento los títulos de sus ya
más de 25 novelas, una suerte de léxico del crimen que recorre el alfabeto
como si fuera el pasillo de una biblioteca: A de adulterio, B de bestias, C de
cadáver, D de deuda, et caetera, que diría el romano. A mi juicio, las mejores
son A de adulterio, E de evidencia, I de inocente y O de odio. ¿Prescindibles?
Puede ser. Pero hace tiempo que lo imprescindible dejó de obsesionarme.
89
Philip Kerr
Violetas de marzo (1989)
90
el detective privado Bernhard «Bernie» Gunther, un ex miembro de la Policía
Criminal nazi (Kripo) cuyas andanzas e investigaciones sirven a Kerr para
describir y descubrir el complejo entramado del Partido Nazi y la cara más
desconocida de la cotidianidad berlinesa de aquellos días no tan lejanos; un
hombre que sabe encontrar a personas desaparecidas —especialmente si son
judíos— y que, durante la Primera Guerra Mundial, fue condecorado con la
Cruz de Hierro. Leí aquellas palabras, «Cruz de Hierro», y se me pusieron
los pelos como escarpias. Brecht, Berlín, febrero, el invierno, el nazismo, el
horror, la muerte, el cine. Entendí por qué Philip Kerr y todas sus novelas
negras berlinesas iban a empezar a formar parte de mi presente o de mi
pasado, que se parecen más de lo que pensaba. La cruz de hierro es una
película de Sam Peckinpah, una de mis películas favoritas de uno de mis
directores predilectos. ¿Recuerdan el final? James Coburn riéndose del
mundo entero y aquellos títulos de crédito con fotografías reales de
muertos, ahorcamientos, campos de concentración. La primera vez que leí a
Philip Kerr recordé todas las imágenes de Peckinpah, pero sobre todo
recordé la cita final que el cineasta incluye en los últimos compases de la
cinta, el bofetón que nos regala antes de que se enciendan las luces, abando-
nemos la sala y volvamos lentamente a ser lo que no somos, como dice el
argentino. La cita de Bertolt Brecht que leí en la primavera de 2000 sentado
en un banquito de un cementerio berlinés: «No os regocijéis en su derrota.
Por más que el mundo se mantuvo en pie y paró al bastardo, la perra de la
que nació está en celo otra vez».
He leído todas las novelas de Berlin noir de Philip Kerr. Comiencen con
Violetas de marzo y piensen en Bertolt Brecht y en James Coburn. Piensen en
Sebald y en su Historia natural de la destrucción y en el siglo XX alemán.
Piensen en Adorno. Piensen en Bernie Gunther, una combinación lírica y
contundente de Marlowe, Montalbano y Kurt Wallander. Lean a Philip
Kerr. Léanlo por sí mismos porque tal vez yo me esté dejando llevar
excesivamente por el recuerdo de una mujer y por la nostalgia berlinesa
cuando les digo que he leído pocas cosas tan satisfactorias en mis ratos
negros.
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publica Violetas de marzo, primera novela de una trilogía denominada Berlin
noir y compuesta, además, por Pálido criminal y Réquiem alemán. En 2006
decide ampliar la saga con Unos por otros, Una llama misteriosa y Si los muertos
no resucitan. Ha escrito numerosos libros infantiles con el seudónimo de P. B.
Kerr. Está casado con la escritora Jane Thynne. Es uno de los autores más
importantes del panorama negro y policial actual y tengo la impresión que
seguirá siéndolo por muchos años.
Juan Madrid
Un beso de amigo (1980)
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Alexander McCall Smith
La 1.ª detective de Botswana (2002)
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Edimburgo y experto en bioética, se le ocurrió escribir un superventas
divertido, refrescante y cautivador que le ha llevado a la fama mundial en
un abrir y cerrar de ojos. Escritor prolífico, autor de novelas infantiles y
otras maravillas, Smith ha conseguido combinar con agilidad —que es un
don de los dioses— el registro clásico de Poirot, Holmes y la Marple con los
fascinantes escenarios africanos, creando un universo literario irresistible,
una isla de oxígeno en el interior de un género que tiende a lo rancio y que,
ciertamente, muchos consideran superficial y prescindible. Cada loco con
su tema. Yo, por mi parte, me deleito de vez en cuando con las novelas de
Smith del mismo modo que saco la cabeza por la ventanilla, me tiro a una
piscina o me tumbo en la hierba.
Walter Mosley
El demonio vestido de azul (1990)
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en el bar de Joppy, y un hombre blanco vestido de blanco que entra en un
bar de negros, y le ofrece al negro Rawlins dinero rápido y abundante a
cambio de encontrar a una mujer vestida de azul, un diablo blanco y
devastador que abre la puerta a los ambientes más sórdidos e irresistibles de
la noche en LA: clubes de jazz, alcohol, mujeres, humo denso, sudor rancio,
polis corruptos y una gama de personajes sólidos entre los que destaca el
compañero psicópata de Easy, Raymond Alexander, a.k.a. «Mouse».
Sara Paretsky
La lista negra (2003)
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posguerra británica. Ha escrito una buena docena de libros y es la fundado-
ra de la asociación de mujeres escritoras Sisters in Crime. Además, Paretsky
es una de las mejores. Novela negra o policial, detectivesca o crime fiction.
Llámenlo como quieran. Una de las mejores escritoras del género. Sara
Paretsky es uno de esos regalos inesperados que uno encuentra en la vida o
en la calzada o en el estante de una biblioteca, y que conserva para siempre
en el bolsillo del abrigo como un pañuelo o una pelota de golf, con el objeto
de no estar solo nunca más, o de estarlo en condiciones, que es lo más difícil
y lo único importante.
Robert B. Parker
Cien dólares baby (2006)
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A estas alturas del partido, uno podría querer hacerse el interesante y
parecer más versado en el arte de la reliquia y el margen diciendo, por
ejemplo, que Spenser está muy bien y bla bla bla, pero que, en realidad, las
mejores novelas del norteamericano son las protagonizadas por Jesse
Stone, Stone Cold, por ejemplo. Podría decirles que Spenser pasó a la historia
y que está agotado. No me apetece, sinceramente. A mí me gusta Spenser.
Estoy convencido de que la herencia literaria no está a la altura de cualquie-
ra, que no todos los escritores saben ser descendientes o antecesores. No
tengo la más mínima duda de que Robert B. Parker es un digno heredero de
Chandler y Hammett y de que su Spenser es el hijo más guapo e inteligente
de la prole: ex boxeador, ex policía, amante del jazz y del buen whisky como
Cortázar, zampabollos, levantador de pesas, un tipo duro y elegante que
describe la ciudad de Boston con la misma lírica urbana que sirvió a
Chandler para enseñarnos en qué consiste Los Ángeles. He escogido Cien
dólares baby por una razón muy sencilla. La novela es un guiño que Parker se
hace a sí mismo, un encontronazo de Spenser con su propio pasado y un
chapuzón de excelencia literaria. Y tal vez también una patada en los huevos
a Clint Eastwood, pero eso es lo de menos. Cien dólares baby es la historia de
April Kyle, una preciosa jovencita a quien Spenser había salvado de las
garras de la prostitución despiadada de los bajos fondos de Boston en
Ceremonia, y que ya había reaparecido en Taming a Sea Horse. Cuando April
llama a la puerta de Spenser veinticuatro años después, ya no es precisa-
mente Brooke Shields mirando a los ojos tristes de Keith Carradine en
aquel peliculón de Louis Malle (Pretty Baby, 1978). No. April es una mujer
madura y bellísima en la cúspide de la prostitución de lujo, una madame
acosada por depredadores anónimos que intentan destruirla, una mujer
aparentemente indefensa que vuelve a necesitar la ayuda de su detective
favorito. Hasta aquí todo es espléndido. Después mejora: nadie es tan
indefenso como parece y menos aún un fantasma irresistible del pasado que
dirige un negocio de prostitución. Spenser bucea en la madeja urbana de
Boston, y descubre a Tony Marcus y los círculos más selectos del crimen
organizado revoloteando en torno a una mujer moldeada a partes iguales
por la inteligencia, la belleza y el mejor de los venenos.
100
Robert B. Parker nació en Springfield (Massachusetts) en 1932 y murió
hace muy poco, a los 77 años. Los datos biográficos que me interesan están
todos más arriba, aunque tal vez podríamos recordar aquello de que se casó
con la niña a la que nadie sacaba a bailar —te queremos, Teiller— en una
fiesta de cumpleaños cuando ambos tenían tres años, y que esa niña fue la
encargada de leer y corregir todos sus manuscritos. O que sus obras han
sido llevadas a la televisión y al cine. O que detrás de Appaloosa, western de
calidad suprema dirigido y protagonizado por Ed Harris, también está la
mano de Parker. No sé. Me quedo con el duelo de su muerte. Me quedo con
el peso muerto que sentimos en los brazos y en el cuerpo entero cuando
nos sabemos ante un titán literario. Me quedo con la imagen de Parker
mirando con desprecio a sus colegas en la cafetería de la facultad y tomando
la decisión de escribir novelas para que ustedes y yo no nos volvamos locos.
George Pelecanos
Revolución en las calles (2004)
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Algo parecido sucede con George Pelecanos. Uno lee Revolución en las
calles, por ejemplo, o Música de callejón, y lo último que se imagina es que el
señor tras el teclado es un blanquito con perilla de origen griego nacido en
Washington DC, casado y con tres hijos. Te imaginas a un negro. O a un
blanco y a un negro escribiendo a cuatro manos. O a un grupo de blancos y a
otro de negros haciendo juegos malabares con la literatura e intentando
confundir al lector para que sepa, para que entienda, para que sienta que la
mierda nos llega hasta el cuello y que se llama corrupción y discriminación
racial. Uno piensa que Pelecanos es un escritor negro y que, además, ha
vivido en el corazón de la jungla o de la capital del imperio, que no es lo
mismo, pero casi. De lo contrario, no es posible que ejecute con la precisión
de un puñal azteca la radiografía certera, desgarradora y explosiva de
Washington DC que encontramos en casi todos sus libros. George Pele-
canos es un escritor inmenso y devastador que ha llevado el género detec-
tivesco a sus últimas consecuencias. Es decir: que ha entendido de una vez
por todas que los individuos son un efecto del poder.
¿Cómo lo ha hecho? A mi juicio, Pelecanos ha vencido gracias a esa
confusión de personajes y de razas que insinuaba más arriba. Una confu-
sión potenciada por la creación magistral del binomio entre el detective
Derek Strange y el ex policía Terry Quinn, un afroamericano amante de
Ennio Morricone y un blanco impulsivo que se dedica a la venta de discos
de ocasión tras salir absuelto de un cargo de homicidio. En la tensión
heraclítea entre estas dos figuras magistrales radica el universo entero de
George Pelecanos: los olvidados de la capital de Estados Unidos, la América
abscondita tras el flash, las luces de neón y la Superbowl, el lodazal económi-
co y político en el que se revuelcan los más pobres, la discriminación racial
como telón de fondo, personajes anónimos y efímeros que no cambiarán la
historia, pero que la manejan a nivel local, como el mismo autor no se cansa
de repetir. Revolución en las calles es un buen ejemplo del genio de Pelecanos.
En la primavera de 1968, el Doctor King está a punto de pronunciar un
discurso que cambiará el mundo y el detective Derek Strange da sus
primeros pasos en la carrera policial. El asesinato de Luther King permite a
Pelecanos una ecuación perfecta entre el crimen organizado y urbano de
baja escala y la revuelta nacional y cultural vivida durante aquellas
jornadas, a la vez que perfila la historia personal del detective Strange, su
102
infancia y su juventud en las áreas marginales de la ciudad, el origen y las
razones de su compromiso ético y político en un mundo de lobos. Qué
quieren que les diga: George Pelecanos es un autor imprescindible no sólo
para el amante de la novela negra y detectivesca. Pelecanos es imprescindi-
ble para cualquiera que tenga dos dedos de frente y que quiera comprender
la maquinaria perversa y despiadada en cuyo interior flotamos todos como
cadáveres o botellas de plástico.
103
niños ricos. Selb tiene 68 años, fuma como Michel Piccoli en las pelis de Jean-
Luc Godard y bebe Aviateur, un hombre complejo de códigos difusos o tal
vez no tan difusos que han servido a B. Schlink y a W. Popp para crear una
novela magnífica. No sé si conocen a Popp, pero sé que conocen a Schlink. Sé
que lo conocen como autor de El lector, la novela llevada al cine por Stephen
Daldry en 2007. Háganme caso una vez más, si es que todavía no han perdido
la paciencia ni la esperanza. Olvídense de Kate Winslet y de Ralph Fiennes y
vayan corriendo a comprar esta novela escrita en 1989, plagada de ecología,
corrupción y fantasmas del pasado en la que Schlink y Popp nos sacan los
colores a todos los que tenemos un poco de memoria.
Rafael Reig
Sangre a borbotones (2002)
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sólo le felicito: le doy un abrazo y lo invito a unas cañas y me lo llevo a
pasear por todos los tugurios de España, para que me hable del difícil arte
de hacer las cosas bien y para que me cuente en qué momento se descubre
que el sentido del humor, la inteligencia, la supervivencia y el placer son
una y la misma cosa. Así que, si algún día me cruzo con este asturiano por el
centro de la capital o por el centro de la Tierra, que se vaya preparando.
Rafael Reig ha hecho algo muy difícil en el ámbito de la novela negra. Le
ha echado huevos. En principio, la expresión malsonante no debería despertar
nuestra sorpresa. Echarle huevos es lo que hacen los tipos duros. Los de-
tectives le echan huevos. Los inspectores de policía le echan huevos. Los
criminales le echan huevos. Hasta Holmes le echaba huevos. Ahora bien, si
nos posicionamos del lado del autor —que nunca murió del todo, le pese a
quien le pese—, resulta que adentrarse en un género primero desprestigiado,
luego venerado y siempre arriesgado, como el de la novela negra, exige
cumplir ciertas normas. Cuando digo que Rafael Reig le echa huevos, quiero
decir que se ha saltado esas normas a la torera y que no sólo ha sobrevivido,
sino que ha salido del salto con un tirabuzón insólito y ha hecho un clavado y
los jueces han dicho: «¡Olé!». El coraje es más sencillo de lo que parece:
humor, ciencia-ficción, western y delirios varios se dan cita en Sangre a
borbotones, una historia articulada en torno a tres mujeres: la desaparecida, la
perdida y la atolondrada, según palabras del propio autor. Todo ello ambien-
tado en la distopía de un Madrid fluvial donde hay que navegar para recorrer
el Paseo de la Castellana, una capital donde se habla spanglish, porque España
se ha convertido en una colonia más de los Estados Unidos. Y en mitad del
meollo, el detective Carlos Clot, un tipo duro a ratos, melancólico siempre y
uniforme nunca, como debe ser.
105
italocalvinianos de la ligereza y a mierda a los lectores más rancios del no-
me-saques-de-lo-de-siempre.
106
chiapaneca, el investigador zapatista Elías Contreras recibe la comisión
de seguir las huellas de un tal «Morales» que, según los papeles que la
familia del novelista español Manuel Vázquez Montalbán hace llegar al
EZLN, estaba involucrado en misteriosas operaciones criminales en los
últimos años y en una extraña relación que va de Barcelona a la ciudad de
México pasando por Chiapas. Como diagnóstico del poder, la novela es un
buen reflejo del universo de la corrupción en Latinoamérica en general y
en México en particular.
Yo creo que Taibo es mejor escritor en sus demás novelas. Pero
también creo que ninguno de los dos autores andaba detrás de la obra
maestra, sino de la obra molesta. Y ésta, se lo aseguro, molesta y mucho a
ciertos sectores políticamente repugnantes de cualquier nación, a la par
que denuncia las cosas de siempre, ésas que ni Dios (si existiera) podría
modificar y que se reducen a la desigualdad radical en la distribución de la
riqueza y al modo en que el poder carcome a los seres humanos.
107
esconde, al parecer, Rafael Sebastián Guillén Vicente, nacido en México
en 1957. De niño, le gustaban los juegos de magia. De joven, estudió
Filosofía y Letras. Se hizo profesor. Leyó a Marx, a Mao y a Gramsci. Ha
escrito más de 200 ensayos y multitud de libros de ideología crítica y
anticapitalista, así como de reivindicación de los derechos de los pueblos
indígenas y denuncia de la corrupción política.
108
NUESTROS QUERIDOS AGENTES DE LA LEY
111
las traiciones y las danzas fúnebres, la muerte y el amor, que se parecen
algo, pero muy poquito, y que en la obra de Camilleri están perfectamen-
te imbricadas en la complejidad y la maravilla del universo siciliano.
Vera Caspary
Laura (1943)
112
gobierna, en el caso de Bolaño, y eso que nos inquieta, nos reclama y nos
seduce, en el de Vera Caspary: Laura Hunt. ¿Quién es Laura? Insisto: Laura
es todas las cosas y es también la narración de su propia ausencia y en esa
narración reside la grandeza de una obra que hizo mundialmente famosa a
la escritora Vera Caspary y que mi querido Preminger llevó al cine en 1944
con Gene Tierney en el papel principal y Vincent Price —Belcebú lo tenga
en su gloria— en el papel secundario de Shelby Carpenter.
Lejos de ser una novela detectivesca al uso, articulada en torno a la
típica, tópica y no por ello menos apetecible mujer fatal, Laura es la historia
del asesinato de Laura Hunt, una mujer hermosa e inteligente, enorme-
mente ambiciosa y asidua de los saraos de la clase alta neoyorquina del
Manhattan de los años 40, cuyo cadáver aparece desfigurado por un tiro en
la cara en la puerta de su apartamento. El detective McPherson interroga a
todos los personajes de algún modo relacionados con la difunta Laura,
prometido y supuesto amante incluidos, y la novela se va tejiendo y
componiendo al modo testimonial, en primera persona, generando una
atracción irresistible hacia el personaje de Laura que termina cautivando al
mismísimo detective. En uno de los pasajes ya clásicos del relato, McPher-
son se queda dormido en un sofá con la foto de Laura sobre el regazo. Estos
chicos… Novela psicológica y romántica más que negra, tengo la impre-
sión de que Laura continuará apareciendo en el insomnio de todos los
pecadores de este mundo aficionados al género.
Vera Caspary nació en 1899 en Chicago, ciudad del viento, en una familia
de emigrantes alemanes y holandeses. Judía educada en las costumbres
tradicionales de su credo religioso, Caspary supo deshacerse rápidamente
del lastre chovinista y se convirtió muy pronto en una mujer independiente
y reivindicativa, con un espíritu político y revolucionario que la condujo a
coquetear con el comunismo e, incluso, a visitar la antigua Unión Soviética
con esperanza e ilusión, que es lo último que debe hacerse en la vida en
general y en la política en particular. Eso dicen, al menos, los supervivientes
y los hombres felices. El estrellato —que es una palabra curiosa y un estado
anímico singularmente infame— le llegó de la mano de la que sigue siendo
su mejor creación, Laura, un éxito literario que es una sombra cinemato-
gráfica alargada que tal vez lo oscurezca en buena parte, pero que deja
113
claridad suficiente como para leer un par de libros más de esta mujer que
siempre me recordará que Nabokov era un hombre constante y que nunca
dedicó ninguno de sus libros a nadie que no fuera su esposa. Perdón, la
sombra: Bedelia y The Man Who Loved His Wife.
Michael Connelly
El eco negro (1992)
115
también ha escrito The Concrete Blonde y A Darkness More than Night. Y si eso
tampoco les basta, es que no tienen remedio. Los que tenemos de sobra con
la literatura de este hombre nos consolamos pensando que Connelly escribe
como un titán con las espaldas fuertes y que siempre tiene un plan. Uno de
esos tipejos que te gustaría llevar al lado cuando te das cuenta de que hace
tiempo que entraste en la mina y de que no hay marcha atrás.
K. C. Constantine
El hombre al que le gustaban los tomates tardíos (1982)
117
y El hombre al que le gustaban los tomates tardíos de un tal K. C. Constantine, tan
necesario, tan irreal y tan certero como cualquiera de nuestras mentiras
cotidianas.
Robert Crais
El mono bajo la lluvia (1987)
119
Colin Dexter
Los muertos de Jericó (1981)
120
porque verán a un Morse más joven y a un Lewis distinto. En todo caso,
disfrutarán como niños. Unos niños elegantemente vestidos, eso sí, unos
niños bien educados a los que el maestro Colin Dexter saca a pasear por la
ciudad más pulcra del mundo para que vean dónde y cómo se pudren los
muertos.
Michael Dibdin
Laguna muerta (1994)
121
extrañas circunstancias. La novela es estupenda por el contraste entre la
Venecia de salón y de postal a la que estamos acostumbrados y la Venecia
que nos muestra Dibdin. Zen tiene nombre de imbécil, sin duda, pero nos
lleva de paseo por las dimensiones más oscuras de la ciudad de los canales y
nos enseña que la economía lo gobierna todo, los amigos, el amor, las vistas
maravillosas desde todos los puentes del mundo. Una ciudad que es un
fantasma para el detective Zen, y en la que no quedan más que cosas
muertas, cuerpos muertos, códigos, esperanzas e ilusiones.
Friedrich Dürrenmatt
La promesa (1958)
122
imposible, hermético, demasiado rico en citas y en detalles. De haber
tenido algo de pelo, me lo habría arrancado a tirones. No soportaba la idea
de haber sucumbido al laberinto, es decir, de no entender, de no saber, de no
poder explicar con sencillez el más sencillo de todos los mitos. Entonces
llegó Inés y me regaló un librito de Friedrich Dürrenmatt. Se bajó de la
bicicleta en el Puente de Varsovia y me dijo: «Piensas demasiado». «Cortá-
zar y Borges no están mal», me dijo. «La arqueología y la arquitectura no
están mal. Pero el laberinto es más sencillo que todas sus versiones, y eso
sólo lo ha entendido Friedrich Dürrenmatt: Minotaurus. Eine Ballade».
Desde aquella mañana sobre el Puente de Varsovia no he dejado de
leer a Friedrich Dürrenmatt. Resulta que el suizo, además de contar entre
sus obras con una de las mejores y más sugerentes lecturas del mito del labe-
rinto y el minotauro, es uno de los escritores más importantes de toda Eu-
ropa. Lo digo sin miedo: uno de los escritores más importantes de toda
Europa. Y resulta, además, que su grandeza no sólo reside en las obras que
le han encumbrado entre quienes saben leer (Los físicos, La visita de la vieja
dama, Titus Andronicus o Griego busca griega). Dürrenmatt es autor de tres
novelas policiales absolutamente imprescindibles: El juez y su verdugo, La
sospecha y La promesa. Tres ejemplos de genialidad y contundencia narrativa
que, en el caso de La promesa, configuran uno de los mejores retratos de la
obsesión detectivesca que un servidor ha leído en toda su vida. Una joven es
encontrada muerta en un bosque suizo. El asesino parece haber seguido el
patrón de otros asesinatos cometidos algunos años atrás. El caso le es
asignado al inspector Mattei, pero debe abandonarlo antes de poder dar con
la identidad del asesino al serle encomendada la tarea de asesor de las
fuerzas policiales jordanas. Cuando se encuentra con el padre de la joven
para comunicarle la horrible noticia, le promete que encontrará al asesino
de su hija cueste lo que cueste. Mattei empieza a obsesionarse y acude a una
zona del Cantón donde sospecha que podría vivir el asesino. Entonces
comienza a esperar. Espera sin descanso. Espera día y noche. En la
dilatación enfermiza de esa espera, en la quiebra serena y paulatina de la
cordura del inspector de policía está la potencia devastadora de la literatura
de Dürrenmatt. Impresionante. Les juro por lo más sagrado que esta novela
es impresionante. Mucho mejor que la película de Sean Penn protagoniza-
da por Jack Nicholson en 2000.
123
Friedrich Dürrenmatt nació en el Cantón de Berna en 1921 y murió en
Neuchâtel en 1990. Estudió Filosofía, Filología y Ciencias, pero sus verda-
deras pasiones fueron la pintura y el dibujo. Ilustró muchas de sus piezas
teatrales. Ensayista, pintor, dramaturgo, novelista, filósofo, guionista.
Estuvo a punto de hacer una tesis doctoral sobre Kierkegaard. Le fascinaban
Camus y Strindberg. Dürrenmatt es uno de esos autores que uno va dejando
para más tarde, como Joyce, Woolf o Steinbeck, pero a diferencia de lo que
ocurre con Joyce, Woolf o Steinbeck, morirse sin leer a Dürrenmatt es un
error, un pecado y un desastre.
James Ellroy
La dalia negra (1987)
125
por parte de la prensa de Los Ángeles. El médico forense determina que ha
sido torturada durante días, mientras conservaba el conocimiento. Un
periodista bautiza a la víctima como La Dalia Negra por la manera en que
solía vestir la víctima. Dos de los investigadores del caso, Bucky Bleichert y su
compañero Lee Blanchard, se lo tomarán como hay que tomárselo, como
algo personal, sucumbiendo a la obsesión del propio Ellroy, que aún sueña
con su madre asesinada y violada en 1958.
Lee Earle Ellroy nació en Los Ángeles, California, en 1948. Cuenta que su
padre trabajaba para las estrellas de Hollywood de la época. Dice que su padre
decía que se acostaba con Rita Hayworth y que su madre era una enfermera
con problemas de alcoholismo. La mataron en 1958. Por resolver. Después
todo es catábasis: alcohol, drogas, prostitución, juego, cárcel, más alcohol,
más drogas, un poco de racismo, de nazismo, de arrogancia y, por fin, Kansas
City en 1977, desintoxicación y verbalización de las toneladas de odio y de
rabia que, sinceramente, yo sí creo que invaden a este gran escritor. El mundo
sería el mismo si no existiera Ellroy, pero yo me aburriría mucho más.
Marcello Fois
Siempre caro (1998)
«Siempre caro me fue este yermo collado / y este seto que priva a la
mirada / de tanto espacio del último horizonte. / Mas sentado,
contemplando, imagino / más allá de él espacios sin fin, y sobrehuma-
nos silencios; y una quietud hondísima / me oculta el pensamiento./
Tanta que casi el corazón se espanta. / Y como oigo expirar el viento en
la espesura / voy comparando ese infinito silencio / con esta voz, y
pienso en lo eterno / y en las estaciones muertas, y en la presente viva.
Así que en esta / inmensidad se anega el pensamiento / y naufragar es
dulce en este mar»
127
Karin Fossum
Una mujer en tu camino (2000)
128
Anders Roslund, Camilla Läckberg, Stieg Larsson, Maj Sjöwall, Per Wahlöö,
Kjell Ola Dahl, Jens Lapidus, Karin Alvtegen, Arnaldur Indrijdason, Mari
Jungstedt, Håkan Nesser, Inger Frimansson, Jo Nesbø, Camilla Ceder, Liza
Marklund, Camilla Grebe, Åsa Träff y Arne Dahl. Sobre todo, entre Mankell
y Larsson. Fossum lo hace sin apenas esfuerzo, como el médico que detecta
la muerte en las sombras de una radiografía.
130
Alicia Giménez Bartlett
Ritos de muerte (1996)
131
Francisco González Ledesma
Una novela de barrio (2007)
133
Pensaba en Dickinson Carr, Dorothy L. Sayers y, tal vez, en Agatha
Christie. Un reto, por tanto. Un desafío. Una bravata. Guelbenzu se puso
serio, respiró muy hondo y comenzó a escribir. Escribió No acosen al
asesino y La muerte viene de lejos. Inventó a la juez Mariana de Marco y, por
fin, redactó, corrigió y publicó El cadáver arrepentido, que, en mi opinión,
es la mejor de las tres novelas. La pregunta obligada es la siguiente: ¿lo ha
conseguido? ¿Ha conseguido José María Guelbenzu escribir una novela a
la altura de aquellos maestros ingleses? Pues claro que lo ha conseguido. Y
de largo. Guelbenzu me gusta por la misma razón que les gusta a ustedes,
porque es un escritor excelente. Pero también por otra razón. Guelbenzu
me gusta por sus desafíos y sus bravatas. El escritor español ha diseñado
un personaje complejo e inagotable como el de Mariana de Marco y la ha
dotado de la difícil tarea del viaje vertical, es decir, de vivir en vertical,
huyendo de la mediocritas, apostando por la intensidad y, lo que es más
peliagudo, por la verdad, que tal vez tenga algo que ver con la belleza y con
la palabra bien dicha. O tal vez no. En cualquier caso, El cadáver arrepentido
es la cúspide del reto de Guelbenzu por dos razones: 1) porque con ella no
sólo ha demostrado que puede escribir en la línea de Christie, Sayers o
Dickinson Carr, sino que, además, le gusta hacerlo; 2) porque El cadáver
arrepentido nos brinda el regalo que siempre esperamos de nuestros
escritores favoritos, que nos agarren de la manita y nos lleven al pasado,
que nos desvelen la procedencia de esos personajes a los que llevamos
meses, lustros o décadas persiguiendo.
El cadáver arrepentido es una novela de misterio con crimen, cadáver y
boda incluida. El detalle litúrgico es importante porque dota a la novela de
la ligereza y el sentido del humor necesarios para deslizarnos como niños
por una pendiente nevada o un tobogán acuático. Mariana de Marco se
enfrenta esta vez al caso más insólito de su larga trayectoria profesional:
Amelia, una antigua compañera de facultad, ve peligrar su boda por la
repentina muerte de su madre y el descubrimiento de un cadáver enterra-
do en actitud suplicante. Ante este desconcertante hallazgo, la juez
desplegará todos sus recursos, aun poniendo en peligro su propia vida,
para esclarecer un oscuro misterio familiar. Secretos poco a poco deshila-
chados que nos llevan a las grandes guerras del siglo XX, a la Guerra Civil
española, al laberinto oscuro y hediondo al que nos arroja la voluntad de
134
verdad y el ansia de la certeza. Tal vez Bergman tuviera razón y los
mentirosos siempre han sentido una profunda pasión por la verdad. Quién
sabe. En cualquier caso, Guelbenzu sí que tiene razón. La razón de la
literatura alta y baja. La razón de la excelencia y la imaginación rigurosa.
La razón del escritor. Ya lo he dicho antes: yo a Guelbenzu le hago caso con
los ojos cerrados. Para leerle, en cambio, los abro y devoro hasta caer
exhausto.
135
Batya Gur
El asesinato del sábado por la mañana (1998)
136
Batya Gur nació en Tel-Aviv en 1947 y murió en 2005. Descendiente de
judíos desaparecidos durante el Holocausto, doctora por la Universidad
de Tel-Aviv y profesora de Literatura Comparada durante más de 20 años,
a menudo se ha dicho de ella que es la Agatha Christie hebrea, la Christie
israelita. No sé. La Christie no hubiera sobrevivido a ciertos conflictos ni
viéndolos en la televisión de su casa, mientras que Batya Gur escribe desde
un lugar estrangulado y lo hace sin mirar para otro lado. Con talento. Con
decisión. Ligera como una navaja automática.
Reginald Hill
La chica del club (1970)
Tony Hillerman
La primera águila (1998)
138
Dios existe ni si la Historia se encamina hacia su culminación. Tiendo a
pensar que no. Por eso me encanta fantasear con las posibilidades narrativas
del absurdo. Y es que, si el mundo y, por ende, la literatura tuvieran sentido
y existiera algo así como una justicia cósmica de corte estético, cabría
preguntarse por el lugar que ocupa el género negro y policial en la econo-
mía de todos los seres. Porque, bien pensado, si todo devenir estético está
inscrito en la lógica inmutable del sentido, orientado hacia la perfección
última, etc., etc., la novela negra parecería haber superado, integrándolo
—pesaíto, el Hegel y pesaíto el Heidegger— escenarios narrativos como el
del western. Eppur’… Mi tesis es la siguiente: puede que no nos hayamos
dado cuenta, pero Tony Hillerman es una prueba fehaciente contra la
existencia de Dios, es decir, de sentido, es decir, de progreso orientado, es
decir, de teología, teodicea y aspiraciones varias. Tony Hillerman es mi
héroe. Tony Hillerman es un autor imprescindible y original como pocos
que ha agarrado por el cuello a la novela policial, anclada en la urbe
norteamericana, y la ha llevado al Oeste, a Arizona, a Nuevo México, al
contexto de una comunidad india de navajos. Negra y policial en el
Southwest. De calidad, además. Tony Hillerman ha incluido el desierto en la
novela negra, o la novela negra en el desierto, y nos ha demostrado que
también los escenarios son caducos y que el género negro, como el Lute,
camina o revienta. No en balde, Hillerman ha sido considerado el fundador
de la novela policíaca de las minorías indígenas de Estados Unidos.
Confieso que, si yo mismo hubiera leído estas líneas antes de conocer,
pongamos por caso, La primera águila, habría fruncido el ceño. ¿Novela
policial fuera de la ciudad? ¿Dónde? ¿En el bosque? ¿En la Naturaleza?
¡Seamos serios! Eso es lo que habría pensado, sinceramente. De hecho, es lo
que me pasó al comienzo de Twin Peaks, me chirrió la combinación entre
el traje del detective y los ambientes, los hábitos y los ritmos de una región
ajena a la gran urbe. Y sin embargo… Lo importante es el relato, el buen
relato, y Hillerman ha conseguido generar un relato espléndido de la
cultura navaja, hopi y zuni aún existentes en los Estados Unidos. La mayoría
de sus novelas están ambientadas en el seno de la sociedad navaja. Sus
crímenes llegan siempre a manos de la Policía Tribal Navaja, una comuni-
dad de indios norteamericanos que se encarga de resolver sus propios
asuntos judiciales y policiales, es decir, que integran en las pesquisas las
139
tradiciones ancestrales de un grupo de hombres que, durante siglos,
convivieron de un modo apenas comprensible para urbanitas con el
entorno natural. Me fascina este tipo. Me fascinan sus dos personajes
centrales, el agente Jim Chee (aprendiz de chamán) y el teniente John
Leaphorn, y el significado crítico y social de los mismos en el ámbito de la
cultura norteamericana: dos individuos pertenecientes a la cultura india-
navaja que, sin embargo, han sido educados en la civilización blanca. Dos
hombres partidos por la mitad, pero de verdad, no como nosotros. Les
recomiendo que lean cualquier libro de Hillerman. Y si, como ya les dije,
tienen que salir corriendo de una casa en llamas y sólo pueden salvar un
libro de Hillerman, salven La primera águila (salven el fuego también, en
homenaje a Jean Cocteau). Lo digo porque se trata de la más serena de sus
obras: sin grandes tensiones, sin demasiado suspense en comparación con
el resto de sus escritos, pero perfecta como mapa introductorio al universo
de Hillerman. Aunque eso depende de hacia dónde apunten sus impulsos,
por supuesto.
El asesinato de un oficial de policía y la desaparición de un científico
especialista en la investigación de plagas reunirán los caos y las cosmovisio-
nes de Jim Chee y John Leaphorn en una trama equilibrada que nos
sumerge en los mejores rincones de las culturas navaja y hopi. Puede parecer
que el trasfondo no es importante. Que no hay diferencia relevante entre
Los Ángeles y Arizona si de lo que se trata es de resolver asesinatos y jugar a
los tipos duros… A estas alturas del partido, ustedes saben tan bien como yo
que los tipos duros no son más que individuos, y que los individuos son, ¡ay!,
una alteración o un relieve del fondo complejo en el que se insertan.
140
Dakota del Sur, sentado en el capó del coche y rodeado de horizontes sin
medida. Supongo que la fragilidad de un lector y la importancia de un autor
están, en el fondo, ligadas a detalles como éstos, a accidentes y fugas.
Chester Himes
Un hombre ciego con una pistola (1969)
142
hostias que reparten o los chivatazos que reciben, todas las conversaciones
pseudofilosóficas que practican y cada uno de los diálogos nocivos que
mantienen con su superior blanco apuntan a un mismo objetivo: pensar la
ciudad contemporánea siendo un negro en un mundo gobernado por
blancos. Podría contarles la trama, pero prefiero contarles otra cosa. Un
hombre ciego con una pistola es, por lo pronto, algo que todos hemos querido
ser alguna vez. Y además es un libro en el que lo único verdaderamente
importante, por encima del caso, los crímenes y los encuentros físicos y
verbales, es el tratamiento de las relaciones simbólicas, tribales, sociales y
económicas entre negros y negros, por un lado, y negros y blancos, por
otro. Sin patetismo. Sin anestesia. Sin victimismo. Sin propaganda ni
alaridos panfletarios. Chester Himes son palabras mayores, lo juro. Y tiene,
además, el don de la caña de pescar, la habilidad del cazador, el talento de la
tentación irresistible: «Un amigo mío, Phil Lomax, me contó que un ciego
había disparado con una pistola contra un hombre que le había abofeteado
en el metro y que había matado a un espectador inocente que leía tranquilo
su periódico al otro lado del paseo».
143
Arnaldur Indriðason
La voz (2006)
144
vida un poco de concierto y que sufre infinitamente por ello. Una curiosi-
dad: quienes detesten las Navidades, adorarán este librito.
P. D. James
Sabor a muerte (1986)
145
mal porque me gusta aparentar que detesto la edad dorada del género, en
concreto la edad dorada británica, y resulta que P. D. James es, en muchos
aspectos, un salto hacia atrás, una recuperación de lo mejor y lo peor de A.
C. Doyle y Agatha Christie. Escenarios pulcros, iglesias, todo muy
hogareño y cordial, todo demasiado elegante, como el detective y poeta
Dalgliesh, que no aguantaría una cena con Spenser, Marlowe, Spade, Coffin
Johnson y Grave Digger Jones a menos que ingiriera unas buenas dosis de
cocaína y alcohol. Supongo que podría decirse que P. D. James ha aprendido
a integrar las reliquias de la edad dorada con cierto tempo contemporáneo.
En ese sentido, Sabor a muerte no está nada mal. Yo leería este libro de P. D.
James y, después, volvería a las andadas.
Yasmina Khadra
Morituri (1997)
147
Stephen Leather
El infiltrado (2005)
148
Stephen Leather nació en Inglaterra. Se licenció en Bioquímica en la
Universidad de Bath. Iba para científico, pero una conversación con un
borracho en la barra de un bar mientras trabajaba de camarero le hizo
decantarse por el periodismo. Ha trabajado para el Daily Mirror, el South
China Morning Post de Hong Kong y The Times, y es autor de más de veinte
thrillers entre los que se encuentran El infiltrado y El terrorista, dos de las seis
aventuras protagonizadas hasta la fecha por Dan «Spider» Shepherd.
Afirma que el periodismo le enseñó a hacer preguntas y a construir tramas.
Escritor tardío pero muy joven. Me froto las manos pensando en futuras
competiciones sobre hielo.
Dennis Lehane
Mystic River (2001)
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universidades y su enorme talento llevó a David Simon a fijarse en él para la
creación de varios capítulos de The Wire, ¿lo he dicho ya?, la mejor serie de
televisión de todos los tiempos.
Donna Leon
Muerte en un país extraño (1993)
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Donna Leon nació en Nueva Jersey en 1942. Viajó a Italia como si fuera
posible regresar. Trabajó como guía turística en Roma y desempeñó
labores de docencia en diversas universidades. Su serie veneciana de novela
policial le ha granjeado un éxito internacional abrumador con títulos
como Muerte y juicio, Acqua alta, Mientras dormían, Nobleza obliga, El peor
remedio, Amigos en las altas esferas. Me gusta su pelo blanco.
Henning Mankell
La falsa pista (1995)
152
rostro y, sinceramente, un servidor pensó que se iba a partir la crisma. Me
equivoqué. La falsa pista es la obra de un maestro sin edulcorantes de la
novela negra y de misterio, un creador que se aparta conscientemente de
los esquemas narrativos convencionales y del funcionalismo excesivo
exigido por la masa de los lectores. Un ojo crítico que contempla la Suecia
actual con desencanto y sin compasión y que nos devuelve una imagen de
nosotros mismos tan ajustada que da miedo mirarla.
Petros Márkaris
Muerte en Estambul (2009)
153
sabiduría popular. Jaritos recorre las calles de una Atenas pre y post-
olímpica a bordo de su Mirafiori, mientras su mirada crítica y, según él
mismo afirma, brechtiana, descubre una ciudad en la que imperan la
corrupción, el racismo, el amiguismo y la dejadez. El pan nuestro de cada
día. En Muerte en Estambul, el comisario viaja con su mujer a la capital turca
y allí se verá envuelto en la desaparición de una anciana griega que no
tardará en convertirse en un caso de asesinato. Jaritos tendrá que trabajar
con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña
comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo
que protagonizaron en 1995, permanecen en la ciudad. Un interesante
recorrido geográfico, histórico y político por la delgada línea que une y
separa las tradiciones turca y griega de la simpática mano de un especialis-
ta en Bertolt Brecht que se ha convertido en un verdadero fenómeno
comercial en toda Europa.
154
Barbara Nadel
Aguas profundas (2002)
155
frénicos y delincuentes con trastornos mentales. Ha colaborado con la
National Schizophrenia Fellowship y en su obra queda patente su experiencia
y conocimiento de los límites de aquel invento no sé si griego o moderno que
fascinara y encabritara al bueno de Michel Foucault: la Razón.
Jo Nesbø
Némesis (2009)
156
concierto de su propia vida marital con la guapa Rakel hasta que el pasado,
que no tiene escrúpulos, llama a su puerta en la forma de una ex novia que
le invita a cenar. Hole acude y después todo es confuso: despierta con una
resaca infame y apenas recuerda nada de la noche anterior. Ana está
muerta y él comienza a recibir e-mails repletos de amenazas.
Håkan Nesser
La mujer del lunar (1996)
157
frío y el malhumor. Pero también es un puente personal que, de algún
modo, me condujo sin querer a otro país escandinavo, a otro ensayista del
hielo y los humores. Me refiero al detective Van Veeteren, el protagonista
de algunas de las novelas del escritor sueco Håkan Nesser, un narrador no
sé si omnisciente, pero casi, que se ha posicionado con suavidad y
elegancia en la cúspide de la narrativa policial europea. Comisario ficticio
en alguna ciudad ficticia del norte de Europa, Van Veeteren es un foco de
absorción de toda la narrativa de Nesser, una fuente de estímulo constan-
te, un hombre malhumorado y amante de la música clásica. Nesser ha
escrito ya un buen número de obras, pero les recomiendo la lectura de La
mujer del lunar. Una historia que comienza de manera irresistible con una
mujer misteriosa con un lunar en el rostro que parece una mujer pero que,
en realidad, es un fragmento de Fernando Pessoa, una línea escrita y
abandonada en un cuaderno de viajes: «Tengo el cansancio anticipado de
lo que no voy a encontrar». Una mujer que ha cometido el mismo error de
siempre, aquel que nos recuerda Tarkovski al comienzo de su Sacrificio en
una secuencia licuada en la que Erland Josephson escucha el lamento de
un hombre montado en una bicicleta: «He vivido toda mi vida como si lo
mejor estuviera por llegar». La mujer del lunar se arrodilla ante la lápida de
su madre muerta y jura comenzar a vivir nuevamente, intervenir en su
vida sin reparos, matar a cuatro hombres que nunca deberían haberse
cruzado ni en su vida ni en la de su difunta madre. Van Veeteren tratará de
comprender la metamorfosis serena de esta mujer y de impedir que lleve a
cabo sus ejecuciones.
158
Leonardo Padura
Paisaje de otoño (1998)
159
fue uno de los muchos que decidieron exiliarse en Miami. ¿Por qué lo hizo?
¿Y por qué había vuelto a Cuba? ¿Qué anhelaba Miguel Forcade Mier?
¿Quién le dio muerte?
Ian Rankin
Black & blue (1998)
Derek Raymond
El diablo vuelve a casa (1985)
162
Peter Robinson
Jugando con fuego (2004)
163
restos de dos personas, un artista local y una joven drogadicta que han
servido a un criminal excéntrico y con tendencias artísticas para escenifi-
car quién sabe si el horror, la muerte o la belleza. ¿Quién es el asesino?
¿Quiénes las víctimas? Cuando apenas hemos terminado de formular la
pregunta, el asesino vuelve a construir su teatro macabro. Un placer per-
verso, este librito, casi tanto como la bienaventuranza.
Leonardo Sciascia
El caballero y la muerte (1988)
165
Lorenzo Silva
El lejano país de los estanques (1998)
166
una investigación veraniega de chiringos, playas nudistas y clubes noctur-
nos con drogas duras por doquier y abundantes dosis de análisis psicológi-
co muy bien trazado.
Georges Simenon
El loco de Bergerac (1932)
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Maj Sjöwall y Per Wahlöö
El coche de bomberos que desapareció (1969)
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tiene que ver con Beck? Al otro lado de la ciudad, un edificio salta por los aires
y las llamas acaban con la vida de otros miembros del grupo y dos prostitutas.
¿Dónde están los bomberos? ¿Cómo es posible que se haya esfumado un
coche de bomberos en mitad de la noche en Estocolmo?
171
Fred Vargas
Huye rápido, vete lejos (2001)
172
ex presidiario por una paliza infligida al armador del barco que capitaneaba
cuando naufragó debido a su mal estado —provocando la muerte de otros
marinos—, decide hacerle caso al fantasma de su abuelo y renacer el viejo
oficio de pregonero. Deja su urna en una plaza de la capital para que la gente
vaya depositando mensajes, junto con una cantidad simbólica de dinero.
Ahora bien, cuando a los anuncios de variadas compras y ventas, amores,
peleas o reconciliaciones se les unen unas extrañas cartas que parecen
contener textos de pasados siglos, Decambrais, vecino de la plaza, otro viejo
bretón con un pasado que ocultar, empieza a sospechar que un tremendo
mal se cierne sobre la ciudad de París.
Domingo Villar
La playa de los ahogados (2009)
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amanece y desayunamos tostadas. Recuerdo la noche en que me leyó los
textos de Benedetti. Recuerdo sus ojos grandes y azules viajando entre
líneas por un volumen de Vivir adrede, la boca entreabierta, el dibujo
travieso de una sonrisa inminente. Ms. Swing no lo sabe, pero siempre que
pienso en ella me acuerdo de tres cosas. La primera es Mario Benedetti; la
segunda es el mar, que nunca vimos juntos. La tercera es un haiku del
uruguayo: «Ola por ola / el mar lo sabe todo / pero se olvida».
El cerebro es una madeja o un ratón o un laberinto, un animal
travieso de trayectorias inesperadas. Pienso en Ms. Swing, en Benedetti y
en el mar, que lo sabe todo pero se olvida, y la memoria me salta a un
poema de Borges («tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta / el
mar al que se hunde») y a una novela de Stevenson, Los traficantes de
naufragios y, así, sin darme cuenta, termino en la orilla de una playa gallega
contemplando el cadáver de un marinero de la mano del magnífico
Domingo Villar. Hacía tiempo que no pensaba en Villar. Y es extraño. Es
muy extraño, de hecho, porque este escritor y, en concreto, La playa de los
ahogados, me salvaron la vida en el norte de Europa hace miles de años, o
así lo recuerdo. Este libro es un naufragio sereno, un temporal que se
acerca sigiloso por la espalda y te engulle sin que tengas tiempo para
reaccionar. Se acabó. La vida no es más que un capricho del océano, que
nos escupe y nos vuelve a tragar.
Un marinero aparece muerto en una orilla del norte de España.
Tiene las manos atadas a la espalda. No hay testigos. No hay barco. Sólo el
cuerpo de Justo Castelo y un pueblo de marineros en cuyo hermético
intestino deberá deslizarse el detective Leo Caldas, luchando, como
Dustin Hoffman en Perros de paja, contra la violencia contenida durante
siglos en las pequeñas aldeas, los pueblos, las tribus, las comunidades
cerradas. El suspense y la angostura vienen acompañados, además, por el
perfil del propio Caldas, un detective huérfano, locutor de radio melancó-
lico y gallego, que nos vehicula maravillosamente a través de los secretos
de una vida dedicada al mar. Hipnótico como el rugir del océano en las
playas del Pacífico.
Domingo Villar nació en Vigo en 1971. Amante del buen vino y crítico
gastronómico en una emisora de radio nacional, alterna sus labores
174
narrativas con el arte de la buena mesa. Me encantaría que este hombre
me invitara a comer, que me enseñara a comer, que me contara de sus
años dedicado a los guiones televisivos y cinematográficos y me respon-
diera a una pregunta bien sencilla: ¿tierra, mar o aire?
Joseph Wambaugh
Los nuevos centuriones (1971)
Seguro que han visto Los chicos del coro. Seguro que saben que
esa película está basada en la novela homónima de Joseph
Wambaugh. Lo que no sé si sabrán es que Wambaugh es algo
más que un escritor: es el hijo de un policía de Pittsburgh; es
un hombre que, al escribir la afamada novela, había trabajado ya durante más
de catorce años en el Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Quiere esto
decir que Wambaugh es un hombre que sabe lo que hace? No. Esto quiere de-
cir que Wambaugh es un hombre que escribe acerca de lo que conoce. Y eso
se nota. Los nuevos centuriones es una historia que recrea ambientes a los que la
industria cinematográfica norteamericana nos tiene acostumbrados, pero
mejor. Los años de aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante los
años 60. Robos, asesinatos, prostitución, juego, diálogos absurdos, sentido
del humor, muy negro, además. Un viaje alucinante por los entresijos del
trabajo policial estadounidense que, lejos de sucumbir a la tentación de lo
espectacular (más de lo inevitable, quiero decir), genera su propio tempo
narrativo y urbano, un ritmo que se te mete en el cuerpo como los temitas
más bailables de Saturday Night Fever.
175
clásicos de la narrativa policial contemporánea. Hay un comentario de Evan
Hunter sobre Wambaugh para el New York Times Review que siempre me ha
encantado: «Olvidémonos ya de esa idea según la cual el Sr. Wambaugh es un
policía que, además, da la casualidad de que escribe libros. Eso sería tanto
como decir que Jack London era primeramente y ante todo un marinero. El
Sr. Wambaugh es, de hecho, un escritor genuino y poderoso, que ha elegido
escribir específicamente sobre la policía y los policías para expresar así sus
puntos de vista sobre la sociedad en general». Pues eso.
Robert Wilson
Condenados al silencio (2004)
176
Robert Wilson nació en el Reino Unido en 1957. Estudió Lengua y
Literatura en la Universidad de Oxford y ha viajado por todo el globo. Vive
en una granja ubicada en Portugal y algunas de sus novelas están ambienta-
das en España, en Sevilla, concretamente. Cuenta que una vez se subió a
una bicicleta en Londres y pedaleó hasta la gran Hispalis para visitar a un
amigo y que, probablemente, aquel viaje sea la razón de su querencia
narrativa hacia la ciudad andaluza. Condenados al silencio es su mejor novela,
pero lean antes El ciego de Sevilla, por aquello de la solución de continuidad.
Qui Xiaolong
Cuando el rojo es negro (2004)
177
terminado enseñando en la Universidad de San Luis. ¿Por qué lejanía? Por el
extrañamiento cotidiano, por la tendencia a la fuga encarnada en las lecturas
de un creador nacido en Shanghai que decide traducir a Joyce, Conrad y
Faulkner al chino y que aprende a escribir sobre la sociedad china contempo-
ránea como si pudiera contemplarla desde dentro, pero también desde
arriba, desde lejos, con la paciencia del robinson que mira lo que le pertenece
desde el otro lado del mundo. Qui Xiaolong es una ventana. Una ventana al
entramado político y social de una comunidad que quiere alejarse de sí
misma y de su pasado con la misma intensidad con la que está anclada en ese
mismo pasado. Leí Muerte de una heroína roja y Visado para Shangai y, después,
cuando pude secarme las lágrimas y cerrar la boca, comencé a leer el libro
que les recomiendo hoy aquí: Cuando el rojo es negro. El detective Chen Chao,
apartado temporalmente del Departamento de Policía de Shanghai, trabaja
para un millonario nostálgico y misterioso que pretende levantar un
complejo residencial al estilo de los años 30. Chen está tranquilo, se deja
llevar por la frivolidad de su labor y escribe poemas. Pero no sabe resistirse a
la verdadera acción. La novelista Ying Le, antiguo miembro de la Guardia
Roja, es asesinada tras la publicación de un libro contra el régimen y Chen
regresa al departamento y se sumerge en una trama de intrigas políticas
apenas imaginables con el fin de hallar al culpable. Uno lee a Xiaolong y
parece que está en América, en una América habitada por nadie, en una lla-
nura o un desierto, en el hielo, en el infierno, en la mente de Dios, en una
extensión de terreno brutal y exuberante que, con el mejor tempo de la
novela negra estadounidense, echa a correr como un depredador tras la ima-
gen de la sociedad china actual y le hunde sus fauces sin compasión.
178
MÉDICOS, FORENSES Y OTROS ADMIRABLES INTRUSOS
181
Por ejemplo, entregar un caballo percherón a una conocidísima actriz.
Matthews determina que el paciente está como una cabra, pero comienza a
sospechar de todo y de sí mismo cuando cree ver a una de estas criaturas. En
el momento en que la actriz a la que debía ser entregado el percherón
aparece muerta en su apartamento, no le queda más remedio que creer la
historia del paciente. Pero para entonces es atacado y, cuando despierta, se
encuentra internado en un hospital psiquiátrico y nadie cree su historia:
claro, claro, Dr. Matthews, usted no está loco y nosotros sí… John F. Bardin
es un ejemplar extinto y maravilloso. Háganme el favor de no perder el
tiempo con tonterías y ponerse manos a la obra.
Simon Beckett
La química de la muerte (2006)
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Benjamin Black
El secreto de Christine (2006)
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le conmoverá unos minutos y que, sin embargo, usted olvidará rápidamen-
te. El escritor excelente le rodeará el cuello con ambas manos y apretará muy
despacio, incrementando paulatinamente la presión ejercida hasta que usted
empiece a cambiar de color y a llorar, suplicando desesperadamente: por
Dios, sigue apretando, sigue apretando, sigue… Ese escritor excelente es
Benjamin Black.
Fredric Brown
La noche a través del espejo (1951)
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Janet Evanovich
Qué vida ésta (2002)
187
William Faulkner
Santuario (1931)
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Tess Gerritsen
Doble cuerpo (2004)
Mempo Giardinelli
Luna caliente (1983)
Carl Hiaasen
Un caso perdido (2002)
192
antiguo. Tengo que presentarles algún día, organizar una timba y emborra-
charles hasta que acuerden voluntariamente combinar sus aficiones: necro-
lógicas en latín. Disculpen. Decía que nos preguntamos por los autores de
los obituarios y suponemos, o yo supongo, al menos, que se trata de perio-
distas venidos a menos. Algo así como los guardias de tráfico. No tenemos ni
idea, pero contemplamos a esos personajes como animales frustrados,
como hombres humillados al límite del estallido emocional. Así se nos pre-
senta el protagonista de Un caso perdido, del norteamericano Carl Hiaasen.
Jack Tagger, antaño un peso pesado del periodismo de investigación en un
periódico de Florida, ha visto su carrera tirada por el retrete a causa de los
chanchullos de sus superiores. No queda para él otro lugar que el de redactor
de necrológicas. Necesita un caso apetitoso. Un caso llamativo. Necesita una
noticia espectacular y sólo la muerte espectacular genera la posibilidad de
algo semejante. La suerte parece sonreír a Tagger en mitad de su obsesión: la
muerte de Jimmy Stomma, una estrella del rock de los años 80 que, al pare-
cer, se ha ahogado en las Bahamas en extrañas circunstancias. No contento
con redactar el obituario, Tagger se propone desentrañar el caso de Stomma
y recuperar su crédito profesional. Deliciosa y envolvente, Hiaasen en estado
puro.
193
Stieg Larsson
Los hombres que no amaban a las mujeres (2005)
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Los hombres que no amaban a las mujeres nos presenta a Mikael Blom-
kvist, periodista y copropietario de la revista mensual Millenium y Lisbeth
Salander, hacker informático infalible con serios problemas de sociabilidad.
Cuando Blomkvist es acusado y encontrado culpable de difamación al
magnate Wennerström, su posición en la revista Millenium queda relegada
a un segundo plano. Henrik Vanger, ex director de una de las empresas más
importantes y poderosas de Suecia, le propone un trato para salir del mal
trago. A cambio de información privilegiada sobre Wennerström, le pro-
pone que escriba un libro sobre el clan Vanger e investigue la misteriosa
desaparición de su sobrina Harriet en 1966. Blomkvist acepta el caso y se
retira a la pequeña localidad de Hedestad para conocer a la familia Vanger y
descubrir con horror el pasado oscuro de muchos de sus miembros: nazis,
violadores, asesinos y chantajeadores. Hombres que odiaban a las mujeres.
195
Åsa Larsson
Sangre derramada (2004)
196
Åsa Larsson nació en Uppsala en 1966. Estudió Derecho y, durante algunos
años, se dedicó a las leyes tributarias. No soportó el sopor jurídico y decidió
reinventar su cotidianidad con historias policiales y detectivescas ambien-
tadas en el fin del mundo, o en el principio, según se mire. Su novela Aurora
boreal es un placer para los cinco sentidos. No me pregunten cómo.
Phillip Margolin
Lazos mortales (2003)
¿Por qué nos siguen gustando los thrillers legales, las tramas
jurídicas, los casos de asesinatos y abogados y jueces y fiscales y
ayudantes de los fiscales? ¿Qué encontramos tan irresistible en
un mundo aparentemente gélido y deshumanizado? Cualquiera
sabe. Yo, para no perder el hilo que me lleva deshilachando las últimas ciento
y pico páginas, les diré que la mejor manera de responder a este tipo de pre-
guntas es el método deíctico: se escucha con atención la pregunta del intere-
sado —por qué nos gusta lo que nos gusta, en este caso el thriller legal—, se
saca lentamente la mano derecha del bolsillo, se levanta el dedo índice y, con
él, se apunta con precisión a nuestra biblioteca, a un título como Lazos morta-
les de Phillip Margolin. Me atrevería a decir que este libro podría suplir todas
las pelis de abogados que he visto en mi vida (aunque confieso que lo digo
con la boca pequeña).
La abogada defensora Amanda Jaffe ha asumido un caso imposible:
John Dupre se enfrenta a la pena máxima por un doble asesinato, entre ellos
el de un político de renombre estadounidense. Por si fuera poco, el abogado
que le fue asignado en un primer momento también ha sido asesinado y no
se descarta que el propio Dupre esté detrás del crimen. Nadie quiere el caso.
Nadie, excepto Amanda Jaffe, que tratará por todos los medios de demostrar
que su cliente es la víctima de una emboscada para acallar secretos que impli-
carían a personajes que nunca deberían dejarse ver por los juzgados.
197
Una trama espectacularmente diseñada. Casi tan bien como el persona-
je de Jaffe, contrastado consigo mismo, complejo y hondo como un pozo
bien profundo.
Kathy Reichs
Lunes de ceniza (2004)
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treal para declarar como experta en un caso por asesinato, pero ahora su
vida podría estar en peligro.
199
200
CUANDO EL CRIMEN SE CRUZA EN TU VIDA: LOS AMATEURS
203
donde Ambler nos pasea por Turquía y Grecia de la mano de Simpson, pri-
mero a través de las historias de un grupo de individuos que intenta saquear
el Museo del Palacio de Topkapi en Estambul; y después en Atenas tratando
de obtener desesperadamente un pasaporte válido. Cuando lean estas dos
historias, decidan ustedes mismos si recogen al hombre abandonado en la
cuneta y se lo llevan a casa, le dan un vaso de leche calentita y prometen
cuidarle para siempre.
204
ble es que exista alguna conexión causal entre ambos hechos. Me consolé
pensando en algo que me había contado mi amigo Fernando, no sé qué de
un griego belicista y poeta que se hacía llamar Esquilo y que, en un lance de
coraje o estupidez supina, había sentenciado aquello de que el conocimien-
to sólo se alcanza mediante el sufrimiento. ¡Qué desolación! ¡Qué horror!
¡Qué angustia! No perdamos la calma. Siempre nos quedará el sentido del
humor, la sátira, el cinismo y el buen hacer de un grupo de escritores desca-
rados y valientes que ha decidido sumergirse en la novela negra para darle la
vuelta al género y, con ello, para denunciar el carácter absurdo y disparatado
de las sociedades contemporáneas. Uno de esos escritores es el español,
nacido en Londres, Juan Aparicio Belmonte, que hasta la fecha ha escrito
cosas raras e imprescindibles, granadas de mano suaves como un peluche
que dinamitan la distinción clásica entre la realidad y la ficción, a la par que
nos ofrecen un retrato exacto, y muy adorniano, de la función del arte y del
mundo roto e incongruente en el que vivimos usted y yo. Mala suerte es
desternillante, como López López. Les recomiendo ambas alegre y vivamen-
te. Pero si deben elegir, elijan El disparatado círculo de los pájaros borrachos, la
historia de un escritor acusado de dos crímenes, la historia de un texto inédi-
to que narra la llegada de un estrafalario Mesías, la historia de una detective
enviada a Roma, en misión especial, para desenmascarar una peligrosa
trama, organizada por unas señoras de la limpieza en la Academia de Espa-
ña, la historia o el collage de los múltiples fragmentos que atraviesan nuestra
vida cotidiana, el mapa de un mareo… Podría seguir, pero prefiero que lo
hagan ustedes.
205
confundir por el disparate y la tentación del absurdo. Hay que valer mucho
para reírse bien de este tinglado y para hacerlo, además, en clave literaria y
con soltura. Bravo, Belmonte.
Harlan Coben
No se lo digas a nadie (2001)
206
Desde 1995, Harlan Coben ha publicado una decena de libros. Todos ellos
exitosos y casi todos recomendables. No se lo digas a nadie me parece una
curva cerrada en la carretera que une Dakota del Sur con el estado de Monta-
na, es decir: una joya, una rareza, un giro insólito que puede depararte cual-
quier cosa, desde el cadáver de un animal en mitad del asfalto hasta un grupo
de niños indios jugando a la pelota. Durante trece años, David y Elisabeth
Beck han viajado en coche hasta el lago Charmaine, en Pensilvania. Allí
celebran el aniversario del primer beso que se dieron cuando ambos conta-
ban apenas doce años. Pero esta vez será distinto. El viaje será interrumpido,
Elisabeth secuestrada y asesinada y David golpeado brutalmente y abando-
nado a su suerte. Ocho años después, David es pediatra y el asesino de su
mujer ha sido capturado y aguarda la hora de su ejecución en el corredor de
la muerte. No obstante, la noticia del hallazgo de dos cadáveres pertenecien-
tes a dos niños de ocho años cerca del lago Charmaine inquieta a David. Pero
más le inquieta aún un e-mail en su ordenador, un mensaje llegado en el día
del aniversario de aquel primer beso, una invitación a entrar en una página
web en el momento justo en que se produjo ese primer beso y utilizando una
clave que sólo podían conocer él y Elisabeth. Las instrucciones son bien
sencillas: no se lo digas a nadie.
Harlan Coben nació en Nueva Jersey en 1962 en el seno de una familia judía.
Licenciado en Ciencia Políticas. Amigo de Dan Brown —aunque no se le
note mucho— y creador del detective Myrton Bolitar, un antiguo jugador
profesional de baloncesto que termina trabajando en una agencia deportiva e
investigando misteriosos crímenes. Coben ha triunfado con el retrato de un
sector medio-alto de la población norteamericana. Le falta, por tanto, cierto
desgarro social, cierta jauría entre las páginas, pero su habilidad para el sus-
pense le ha convertido en uno de los autores indiscutibles del panorama
detectivesco contemporáneo. ¿Cómo era eso...? Pasen y lean.
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Amanda Cross
Muerte en la cátedra (1981)
Gesualdo Bufalino
Qui pro quo (1992)
209
pensé que sería cortés llevarles un regalito. Un vino tinto, me dije. O unos
pasteles. Nos imaginé hablando de Ellroy, Hammett y Spillane entre voces y
vasos de tubo y descarté los pasteles. Compré un Caecus, por aquello del
latín, y, antes de salir de casa, decidí esconder dos ejemplares de Qui pro quo
del grandísimo e inimitable Gesualdo Bufalino en la mochila, por si la reu-
nión resultaba placentera y el vino suavizaba definitivamente las «negocia-
ciones». La reunión fue placentera. El vino suavizó definitivamente las
«negociaciones». Hablamos de Ellroy, Hammett y Spillane y bebimos sere-
nos hasta las dos de la mañana. Cuando salí de la oficina de Errata Naturae
editores, les entregué sendos ejemplares de Bufalino y les dije:«Cuidado con
las vacaciones».
Qui pro quo es un extraño homenaje a la literatura detectivesca: la his-
toria del asesinato de un editor en su residencia vacacional. El dueño de una
empresa editorial italiana muere misteriosamente en su propia casa, duran-
te las vacaciones, acompañado de un grupo de sospechosos potenciales
entre los que se encuentran su mujer y su secretaria, la espléndida Scampo-
rrino, escritora aficionada a los relatos policiales que se hace llamar Agatha.
Parodia o extensión inteligente y deliciosa del género, muy atenta a las
normas de la casa (espacio cerrado, grupo selecto, crimen, enigma, análisis,
deducción), pero aderezadas con algo que muchos anhelan y muy pocos
tienen: sabiduría, serenidad, paciencia y sentido del humor. Gesualdo Bufa-
lino es un autor imprescindible, uno de los escritores italianos más impor-
tantes de las letras italianas contemporáneas, un siciliano de voz baja y
mirada estrábica que, sin embargo, habla con la contundencia de una tor-
menta. Hace algún tiempo, Enrique Vila-Matas le hizo un precioso home-
naje al profesor siciliano en el que hablaba de su literatura como de un ejer-
cicio de baja lujuria. Perfecto. No encuentro mejor manera de decirlo. Pla-
cer intenso, inmoral, sabiamente administrado, barroco, enrevesado,
juguetón, solar, veraniego. Bufalino llegó tarde a nuestras vidas, pero llegó
entero.
Gesualdo Bufalino nació en Sicilia en 1920. Leyó desde niño con la voraci-
dad de un Monterroso. Escribió poemas. En 1939, ganó un premio de prosa
latina que le entregaría el mismísimo Mussolini. Estudió Filosofía y Letras en
Palermo y Catania hasta que fue llamado a filas. Combatió en la Segunda
210
Guerra Mundial y fue capturado por los alemanes. Consiguió escapar. Sobre-
vivió en un pueblecito de Emilia-Romaña. Se dedicó a la enseñanza escolar
durante unos años hasta que, en 1944, la tuberculosis lo arrancó de cuajo de
cualquier normalidad y lo internó en un sanatorio especializado. De aquellos
días saldrá buena parte de su primera novela, publicada muy tarde, en 1981,
después de estar diez años escondida en un cajón: Perorata del apestado. Tras
su descubrimiento, Sciascia declara que este escritor es un hombre sereno de
literatura siniestra y espectacular. Publica Museo de sombras, Argos el ciego, El
hombre invadido, Las mentiras de la noche y La miel amarga. Publica también Qui
pro quo. Empieza a sentirse escritor después de una vida anónima y, de repen-
te, se mata en un accidente de tráfico en su ciudad natal. Creo recordar que se
lo preguntaban Bolaño y Fresán a lo largo de una conversación, y se lo pre-
guntaban con razón: ¿qué habría sido de Kafka si la tuberculosis no lo hubie-
ra matado? ¿Qué habrían escrito Georges Perec y Anton Chéjov si hubieran
superado el umbral de los cuarenta y cinco años? ¿Habrían sido mejores o ya
estaba todo dicho y entregado? Creo que Bolaño, que murió poco después
sin haber cumplido los cincuenta y uno, decía: «La muerte es una mierda y
no hay en ella el más mínimo rasgo de belleza o poesía». La muerte termina
con las posibilidades de la belleza y de la poesía, así que, sin duda, nos hemos
perdido mucho con la desaparición prematura de Kafka, Perec, Chéjov,
Leopardi, Bolaño o Camus. Cierto que Bufalino murió con setenta y seis
años, pero a un escritor de este rango no puede robársele ni una sola hora.
Suscribo a Girondo una vez más: «Muerte puta, muerte cruel…».
Mario Levrero
Dejen todo en mis manos (1998)
212
que la vida valga la pena ser vivida (o sí que lo sé, pero me lo guardo), pero les
aseguro que Levrero es un regalo en la memoria y que algún día seremos
viejos y habremos perdido toda esperanza y entonces entenderemos que
Balzac tenía razón: la esperanza no es más que la memoria que desea. Desea-
remos volver a Levrero, para que se joda la muerte.
Voy a recomendarles Dejen todo en mis manos por dos razones: la escritu-
ra y la investigación, o lo que es lo mismo, el fracaso y la investigación acerca
del fracaso, o mejor todavía: el desencanto y la pérdida de todas las fuerzas
que nos llevan de un libro a otro libro, de un manuscrito a otro, de un amante
a otro amante, de ciudad en ciudad como si Cavafis no lo hubiera gritado en
griego moderno una y mil veces:
«Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar / y una ciudad mejor con certe-
za hallaré. / Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado. / Y muere mi
corazón / lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
/ Donde vuelvo los ojos sólo veo / las oscuras ruinas de mi vida / y los
muchos años que aquí pasé o destruí”. / No hallarás otra tierra ni otro
mar. / La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en
los mismos suburbios llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás.
/ Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques —no la hay— /
ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destrui-
do en toda la tierra».
Dejen todo en mis manos es la historia de un escritor fracasado y sin nom-
bre al que, por motivos económicos, su editor le encomienda la misión de
buscar a otro escritor desaparecido, un tal Juan Pérez, autor de la que tal vez
pudiera considerarse la más importante obra jamás escrita en Uruguay. El
escritor viaja hasta una localidad llamada Penurias, a varias horas de Monte-
video, una ciudad donde nadie lee y donde nadie escribe, y entonces es don-
de empieza Mario Levrero, la geografía levreriana de cruces y encontrona-
zos, de personajes difusos y contrapuestos que emplean el trasfondo de la
novela detectivesca para penetrar cada vez más en lo único que le importa a
Mario Levrero: explorar sus rincones más oscuros o más claros mediante la
expresión escrita, con sentido del humor, con una honestidad y un aplomo
literario que a mí, personalmente, me pasma y me derrota. Muchos de uste-
des se sorprenderán al ver a este uruguayo que ni habla ni escribe en argenti-
no en el interior de un itinerario negro y detectivesco. Cierren la boca y
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abran los ojos. Esta entrada podría ser un capricho, pero no lo es.
Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo en 1940 y murió en la
misma ciudad sesenta y cuatro años después. Librero, levrero, fotógrafo,
humorista, editor de una revista de entretenimientos y guionista de cómics,
diseñador de crucigramas, organizador de talleres literarios. De su obra, me
quedo con La ciudad, París, El lugar, Dejen todo en mis manos, La novela luminosa
y El discurso vacío. Me lo imagino siempre a solas, no sé por qué. Y a veces, las
menos, también me lo imagino hablando con el cadete Franz Xaver Kappus,
el joven poeta al que se dirigiera Rilke en 1929. Levrero está sentado en un
butacón verde oscuro y le dice: mira Franz, hay quien escribe «para» y hay
quien escribe «por». Los que escriben «para» sólo buscan la fama, la gloria, el
dinero y el sexo; los que escriben «por», en cambio, no buscan nada, o tal vez
sólo sexo. En cualquier caso, los que escriben «por» escriben por necesidad,
porque no pueden evitarlo, por imposición divina, natural o humana, lo
mismo da. Porque también hay lo ineluctable. ¿Lo qué, don Mario? Lo inelu-
dible, hijito, lo necesario. La escritura.
Elmore Leonard
Jackie Brown (1992)
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tian Bale y el siempre-idéntico-a-sí-mismo Russell Crowe. Dicho esto, pase-
mos al salón: cualquier alma sensible a los personajes leonardianos se rendi-
rá a los encantos del filme dirigido por Tarantino en 1997, Jackie Brown, y
basado en la novela de Leonard Rum Punch. Tarantino lo ha dicho sin com-
plejos: Elmore Leonard es mi maestro; Elmore Leonard es mi mentor; mi
vida sería una mierda sin Elmore Leonard, y el cine le ha hecho siempre luz
de gas, como dice mi rubita decimonónica. ¡Qué grande es el cine! Pero la
novela es mejor, y lo que nos encontramos en Rum Punch (traducida al caste-
llano con el título de la película: Jackie Brown ) es la cartografía clásica de
Leonard: psicópatas insaciables con pasión por los coches, agentes de la
condicional, perdedores, ex convictos, macarras de barrio de esos con los
que usted y yo hemos hablado demasiado o demasiado poco. Pero sobre
todo nos encontramos con Jackie Burke, una voluptuosa azafata aérea que
apenas llega a fin de mes y debe buscarse un dinero extra chanchulleando
para Ordell Robie (el psicópata del coche). Jackie es arrestada y el agente de
la condicional Max Cherry se enamora de ella como el rayo, es decir, que se
ve envuelto en un universo hostil y bastante peliagudo del que intentará
sacar para siempre a su bien amada Jackie. Leonard es un maestro del ritmo
y del diálogo callejero, y si tenemos en cuenta que ese diálogo callejero se
produce en Florida y está acompañado de buenas dosis de violencia y retra-
tos gloriosos y graciosísimos, pues qué más quieren, la verdad.
215
Norman Mailer
Los tipos duros no bailan (1984)
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do en sangre. En el escondrijo en mitad del bosque donde guarda la
marihuana aparece la cabeza de una rubia… Madden decide emprender el
camino infernal de la memoria y reconstruir el olvido, averiguar si es o no
es el asesino que parece ser, y adentrarse en una galería de personajes
absolutamente magistrales: ex boxeadores, médiums, timadores, bus-
cavidas, polis de todo tipo, heterosexuales, homosexuales, machitos de
barrio, machitos de pueblo, capullos, adictos al sexo… La intriga y el sus-
pense no hacen sino abrir las puertas de América, que es lo que siempre ha
sabido hacer Mailer. Pero no para que América se airee o para que salgan
los malos espíritus, sino para que América respire, para que se respire a sí
misma y sienta cómo le arden los pulmones, para que sienta la náusea, la
hipocresía, la intolerancia, la paradoja, el contraste.
217
Eduardo Mendoza
La aventura del tocador de señoras (2001)
218
«Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi lugar
de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo».
219
traductor para la ONU. Escribió lo que muchos consideran la primera
novela de la transición democrática española, La verdad sobre el caso Savolta,
y se lanzó a la sátira y la crítica social con el género detectivesco. Maestro en
todos los registros, Mendoza es un escritor con bigote. O tal vez sea más
ajustado decirlo de este modo: escritor con bigote, Mendoza es un maestro
en todos los registros. Si esta guía tuviera un poco más de espacio hacia los
lados, o si fuera una guía sobre literatura urbana y sobre el arte de caminar
por la ciudad, con gusto incluiría La ciudad de los prodigios. Eduardo Mendo-
za es un escritor con bigote como la copa de un pino.
Margaret Millar
Más allá hay monstruos (1970)
220
rece en los mapas de los cartógrafos medievales para indicar que, a partir de
un cierto punto, el territorio es completamente desconocido, inexplorado y,
por ende, poblado de criaturas y fuerzas inimaginables. Margaret Millar
emplea esta sentencia para dar título a una de sus obras más logradas, con una
prosa potente, implacable, sureña, fascinante, que nos demuestra hasta qué
punto la crítica literaria se ha equivocado durante décadas al sepultar el nom-
bre de Millar bajo la égida de su marido, el escritor Ross Macdonald.
221
la mentira más excelsa de la literatura europea del siglo XX, un nombre al
que se le atribuyen cuatro novelas escandalosas, dos de ellas excepcionales:
Escupiré sobre vuestra tumba, Todos los muertos tienen la misma piel, Que se
mueran los feos y Con las mujeres no hay manera. Cuatro novelas creadas como
un desafío o como un juego, como una apuesta, que es el único modo de
vivir en serio. Vernon Sullivan es el seudónimo de un animal implacable de
las letras francesas, Monsieur Boris Vian, que decidió hacerse pasar por un
escritor negro para imitar con placer las novelas negras americanas tan en
boga en aquellos tiempos y, de paso, narrar las injusticias a las que la pobla-
ción afroamericana era sometida en los Estados del Sur, reírse de todo lo
políticamente correcto y despreciar la literatura inofensiva.
1. Escupiré sobre vuestra tumba narra la historia de la venganza de Lee Ander-
son, un negro con apariencia de blanco cuyo hermano ha muerto asesinado
por un grupo de salvajes racistas blancos. La violencia, el sexo, la sangre y la
brutalidad son excesivos. Los personajes son excesivos. Los ambientes son
excesivos. La novela me encanta, pero creo que me encanta porque siempre
supe que se trataba de una obra crítica, paródica, satírica y descarnada de
Boris Vian. Y en ello estriba también, a mi juicio, el valor de esta pieza y de
las otras tres. El estilo deliberadamente excesivo de Vian no es más que una
provocación estética, un guiño autorreferencial devastador y, a la vez, un
modo de pensar y de derruir las convenciones sociales norteamericanas.
Vian consigue diseñar un bucle infernal del que nadie escapa: ni el lector ni
los personajes.
2. Todos los muertos tienen la misma piel cuenta la historia de Dan, un mesti-
zo que ha logrado hacerse un lugar en la sociedad de los hombres blancos,
sin que éstos conozcan sus orígenes. Su vida es perfecta hasta que un día
un hombre que dice ser su hermano amenaza con desvelar sus verdaderas
raíces. Ante esta amenaza, Dan decide asesinar a su hermano, lo que lo
conduce a una nueva espiral de crimen y violencia.
3. Con las mujeres no hay manera traslada la narración desde la perspectiva del
criminal hasta la acción policial y detectivesca. Narra la persecución de una
banda de traficantes de droga por parte de dos hermanos convertidos en
improvisados detectives. Un hijo de papá descubre que una de sus mejores
amigas ha caído en una red de gays y lesbianas que trapichean con drogas y
se dispone a sacarla de allí cueste lo que cueste. Siempre me ha parecido la
222
más desternillante de las cuatro, por los excesos machistas y homófobos y
por el ansia de provocación constante que, aún hoy, provoca picores, dia-
rreas e insomnio en los lectores políticamente correctos.
4.Que se mueran los feos: la última de la serie y la más difícil de catalogar den-
tro del género, porque lo cierto es que a ratos parece pornografía pura y a
ratos ciencia-ficción. El doctor Schultz está empeñado en mejorar a la
humanidad mediante experimentos genéticos y utiliza a Rocky Bailey, el
protagonista, como conejillo de indias. Su misión es convertir a todos los
habitantes del planeta en individuos estéticamente irresistibles. Pero los
colaboradores están más interesados en otros fines y se dedican a vender
ciertas imágenes tomadas durante los experimentos (tanto de la parte
generativa como de la puramente clínica) montando una red de venta de
imágenes porno y snuff.
Vernon Sullivan es Boris Vian y Boris Vian nació en París en 1920 y murió
en 1959. Novelista, poeta, dramaturgo, ingeniero, músico de jazz, composi-
tor, patafísico a mucha honra. Criado en un ambiente artístico envidiable
en el que la música ocupaba un lugar privilegiado, Boris no tardó en conver-
tirse en un músico excelente. Fue un hombre descarado e inteligente, es
decir, un rifle de asalto y una amenaza constante contra el statu quo y las
buenas maneras. Escribió con y sin seudónimo y su obra legítima contiene
algunos de mis mejores recuerdos de juventud, La espuma de los días, La
hierba roja o los relatos incluidos en El Lobo-hombre. Aquejado de una dolen-
cia cardíaca grave desde niño, Boris Vian empezó a morir como nos gusta-
ría a muchos, en una sala de cine próxima a los Campos Elíseos durante la
proyección de una versión cinematográfica de Escupiré sobre vuestra tumba.
Vian murió de tanto soplar la trompeta. Murió de aire, como el lobo de los
cuentos, soplando y soplando para derrumbar todas las casas del mundo en
las que se esconden los cerdos y los corderos. Sobre todo los cerdos.
223
Andrés Trapiello
Los amigos del crimen perfecto (2003)
224
cosas de siempre, cuestiones vikingas, griegas, romanas, europeas, moder-
nas, medievales, futuras y pluscuamperfectas: ¿es justo matar a un asesino?
Rodolfo Walsh
Variaciones en rojo (1953)
225
como nosotros. Un año antes de ser abatido en las calles de Buenos Aires,
Walsh hubo de experimentar la muerte de su propia hija en un enfren-
tamiento con el ejército. Acorralada junto a Alberto Molina en un balcón
durante el llamado «combate de la calle Corro». María Victoria y Alberto,
armados, alzaron los brazos ante los milicos y dijeron: «Ustedes no nos
matan, somos nosotros quienes decidimos morir». Se pegaron un tiro en la
sien. El anillo de Aníbal, la espada de Séneca, las armas de Rodolfo y María
Victoria Walsh. Supongo que deberíamos hacer criba y distinguir con clari-
dad al activista político del escritor. Difícil tarea, en el caso de Walsh, por no
decir imposible. Sus escritos destacan en el arte del relato policial ambienta-
do en Argentina y en las investigaciones periodísticas, sobre el fusilamiento
ilegal de civiles en José León Suárez de junio de 1956 (Operación Masacre) y
sobre los asesinatos de Rosendo García (¿Quién mató a Rosendo?) y Marcos
Satanowsky (Caso Satanowsky). Entenderán que la línea que separa al crea-
dor de ficción del investigador y narrador del horror se deshace como una
pompa de jabón. En todo caso, la obra de Walsh merece una atención privi-
legiada al margen de toda consideración estrictamente política.
Variaciones en rojo está compuesta por tres novelas breves calificadas por
muchos (algunos de ellos bien dotados para la crítica) como obras maestras
de la literatura policial de todos los tiempos. Tres asesinatos y dos investiga-
dores: el comisario Jiménez y Daniel Hernández, pareja perfecta y equilibra-
da que despliega un delicioso agón en la resolución de cada uno de los casos.
Jiménez, con la experiencia del sabueso curtido; Hernández, con la juventud
del observador infalible con el don del olfato. Un narrador excelente que
emplea el relato detectivesco como instrumento de denuncia social y estímu-
lo intelectual y que consigue hilar el tapiz al mejor estilo latinoamericano, el
estilo crudo y desgarrado, el estilo de Roque Dalton y de los muertos que
morirán y mueren matando.
Ignoro si Borges citó alguna vez a Rodolfo Walsh en sus escritos o si lo
incluyó en sus antologías del relato policial y detectivesco. Qué extraña, la
vida; qué infame.
226
Argentina en los últimos cincuenta años, un modelo a imitar no sólo por su
compromiso con la verdad, sino también por su valentía como periodista,
investigador, escritor, crítico y militante revolucionario. A los diecisiete
años comenzó a trabajar en la editorial Hachette como traductor y correc-
tor de pruebas. A los veinte comenzó a publicar sus primeros textos perio-
dísticos. Se enamoró de Elina Tejerina en la Facultad de Filosofía y Letras,
que es tan buen lugar como cualquier otro para enamorarse. Dos hijas. En
1953 publicó su primer libro: Variaciones en rojo. En 1970, militó en el Pero-
nismo de Base, hasta que en 1973 decide unirse a la organización político-
militar Montoneros. En estos años enseñó periodismo en villas miseria y
editó el Semanario Villero. En Montoneros ingresa con el grado de Oficial
2.° y el alias de «Esteban». Crea un sector del departamento de informacio-
nes del cual será responsable. También integra el equipo que funda el diario
Noticias, órgano de prensa que presentaba los puntos de vista de su organi-
zación, del cual se convierte en redactor. En Cuba fundó la agencia Prensa
Latina junto con su colega y compatriota Jorge Mascetti. Como jefe de
Servicios Especiales en el Departamento de Informaciones de Prensa Lati-
na, usó sus conocimientos de criptógrafo aficionado para descubrir, a tra-
vés de unos cables comerciales, la invasión a Bahía de Cochinos, instrumen-
tada por la CIA. El 25 de marzo de 1977 un pelotón especializado emboscó a
Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo
vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido a su vez
de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior había escrito lo que
sería su última palabra pública: Carta abierta a la Junta Militar. Vida y muerte
de un varón ilustre y un grandísimo escritor.
227
Cornell Woolrich
La ventana indiscreta (1942)
228
capta con maestría el genio de Hitchcock en la película de 1954. Olvide-
mos la película (si es que somos capaces) y centrémonos en el relato.
Tal vez Woolrich no lo sepa, pero La ventana indiscreta es una magnífi-
ca versión cristiana de uno de los conceptos más hermosos de la historia del
pensamiento humano. Ése con el que, a juicio de Platón y Aristóteles,
comienza el ejercicio filosófico, y que solemos llamar curiosidad. La ventana
indiscreta es una interpretación fílmica de la curiosidad, pero, insisto, en cla-
ve cristiana, no griega. Un griego —como enseña Hans Blumenberg en sus
Paradigmas— es siempre premiado por su curiosidad con el conocimiento,
la verdad, la satisfacción estética y la contundencia cósmica del orden de
todas las cosas. Un cristiano, en cambio, suele ser castigado por ella. La
curiosidad mató al gato, se nos dice en las casas españolas desde tiempos
inmemoriales: no curiosees, no olfatees, no quieras saber demasiado. El
deseo de saber se convierte en imprudencia y no en fuente de placer y sabi-
duría (san Agustín, que ha hecho estragos). Y esa imprudencia es la que
lleva al protagonista del relato de Woolrich a verse amenazado por un
supuesto criminal y envuelto en un supuesto asesinato. Un hombre aburri-
do que contempla a través de su ventana el deambular de sus vecinos hasta
que cree que uno de ellos ha matado a su esposa. La obsesión se apodera del
mirón y decide desenmascarar al asesino con la ayuda de su criado (el cria-
do que se convertirá en la bellísima Grace Kelly en la adaptación cinemato-
gráfica), aun a riesgo de convertirse él mismo en una víctima. La curiosidad
mató al gato… Me encantan estos cristianos perversos… Cuidado con lo
que preguntas. Cuidado con lo que deseas. Cuidado, ante todo, con lo que
deseas saber, no metas la cabecita por esa ventana, no te arrodilles ante la
puerta de tu primita para mirarla por el ojo de la cerradura, no contemples,
cierra las cortinas, cierra las ventanas, cancela toda tentación, toda imagen,
todo estímulo. El mundo es como el diablo. Perdición y derrota. Un juego
letal aparentemente inofensivo. Desconfía de la visión. No mires. No mires
más… Allí donde el griego, como el Strogoff de Julio Verne, dice: «¡Abre los
ojos, mira!», el cristiano desconfía de la visión y del enigma. Aristóteles,
Nietzsche, Keeler, Woolrich, Hitchcock. A mí me basta, la verdad.
229
aunque según otras jamás finalizó sus estudios. En Columbia ganó un pre-
mio de narrativa otorgado por la revista College Humour y la Paramount Pic-
tures‚ lo que le permitió viajar a Europa y pasar una larga temporada en París.
De regreso a Estados Unidos comenzó a ser escritor y a sumirse en una espi-
ral de desamparo y soledad que le llevaría a pasar los últimos años de su vida
encerrado en la habitación de un hotel neoyorquino. Once años bebiendo y
escribiendo, mirando a la calle, espiando la vida desde una silla de ruedas. La
gangrena le amputó una pierna. Murió solo como un perro en 1968. Me
pregunto qué vio Cornell Woolrich desde aquella ventana indiscreta antes de
morir. Qué vio Woolrich que nunca veremos nosotros.
230
Y LOS ASESINOS
233
Patricia Carroll Daniels, que es el verdadero nombre de la Cornwell, nació
en Miami en 1956. Licenciada en Filología Inglesa. Reportera, biógrafa,
analista informática y escritora técnica para el Jefe Médico Examinador de
Virginia durante seis años. Desde principios de los noventa, Cornwell goza
de una presencia abrumadora en el panorama literario internacional, como
ya saben.
James Ellroy
El asesino de la carretera (1986)
234
«Riders on the storm / Riders on the storm / Into this house we’re
born / Into this world we’re thrown / Like a dog without a bone / An
actor out on loan / Riders on the storm / There’s a killer on the road /
His brain is squirmin’ like a toad / Take a long holiday / Let your chil-
dren play / If ya give this man a ride / Sweet memory will die /
KILLER ON THE ROAD, yeah».
El segundo amor de juventud es el pensador francés Michel Foucault,
que después se convirtió en un amor de madurez y, por fin, en el amante más
despiadado de todos los que me han traído a la cama un zumito de naranja.
Cuando aún no me atrevía con Las palabras y las cosas y El orden del discurso me
parecía un suplicio, recuerdo acudir con devoción a los escritos carcelarios y a
las lecciones sobre las prisiones y el poder de las instituciones. Un maestro de
cuyo nombre no quiero acordarme me presentó un escrito espléndido y
estremecedor: Moi, Pierre Rivière, el relato solar de un campesino francés que,
en 1850, mató a su madre, a su hermano y a su hermana y redacta por escrito
una memoria del por qué de sus acciones. Narrativa criminal en primera per-
sona, sin desdoblamiento, sin distancia estética… «Yo, Pierre Rivière, habien-
do degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…».
El asesino en la carretera es un homenaje a las biografías criminales de
comienzos del XVIII, pero tal vez sólo desde el punto de vista de la crítica.
Ellroy escribe a machetazos, como sabemos, y la jungla en la que se adentra
esta vez es el relato en primera persona del periplo vital y criminal del asesi-
no Martin Michael Plunkett. Acusado de cuatro crímenes sangrientos y
horrorosos y sospechoso de muchos más, Plunkett es detenido e internado
en prisión. Durante su reclusión, decide contactar con un agente literario
para contar su biografía criminal en unas memorias que, a juicio de las auto-
ridades, tal vez puedan ayudar a aclarar crímenes no resueltos. Los amantes
de Ellroy ya están condenados, así que no les importará que esta novela
rompa con ciertos hábitos narrativos del autor, sobre todo en lo referente a
los escenarios espacio-temporales. A diferencia de otras entregas, la ciudad
deja paso a la imaginación, el tiempo interior y la memoria. La psicología y
la soledad de la maquinaria cerebral se imponen en este libro a los lugares e
individuos magistrales a los que el estadounidense nos tiene acostumbra-
dos. Plunkett es un poeta delirante, un hado, un pastor beocio tocado por las
musas que, en forma de sombra, le recitan el contenido de la narración. Un
235
demonio metido en el cuerpo que funciona como mecanismo narrativo
para desactivar, de nuevo y sin compasión, la farsa del sistema norteameri-
cano, esta vez desde el prisma de un asesino en serie alentado por el sistema
para generar más y más espectáculo. Obra maestra. Punto.
236
neutralizar el escándalo del relato, un individuo aparentemente perfecto
que esconde una bestia en su interior y que se siente cada vez más motivado
según aumentan el peligro y el riesgo. American Psycho es la continuación de
un análisis literario de la década de los ochenta como metáfora de la deca-
dencia norteamericana y del carácter nocivo de sus valores (hincado con Less
than Zero y The Rules of Attraction). Ellis narra con fuerza adictiva, aunque tal
vez demasiada fuerza y demasiado adictiva en contraste con una cierta
carencia de método o de estructura que, quizás, busque enfatizar el carácter
grotesco de las descripciones violentas. Un engendro singular y digno de
atención, prescindible pero recomendable.
Bret Easton Ellis nació en Los Ángeles en 1964. Novelista, ensayista, perio-
dista y académico, ha sido tambaleado por la crítica norteamericana de un
lado a otro del espectro: desde máximo exponente de la Generación X y el
nuevo Hemingway de las letras americanas hasta un sucio sensacionalista,
una mente podrida y perversa que no busca más que la celebridad y la fama
mediante el exceso de sangre, tetas y culos. Millonario a los veintiún años,
Ellis mantiene un estilo crudo y violento que, si quieren que les sea sincero,
se ajusta de manera variable a los relieves del propio cuerpo. Hay días que
Ellis me repugna. Hay días que Ellis me deleita. Ellis nunca me aburre, lo cual
no puedo decir de casi nada y de absolutamente nadie. No me escandaliza. Es
como un niño travieso al que unos días contemplas con estupor y cierta
fascinación y al que otros días no prestas la más mínima atención.
237
ble. Bebía infusiones de menta y hierbabuena y hablaba despacio, como si a
cada momento estuviera a punto de levantarse de un brinco y partirte el
cuello de un solo golpe. Me gustaba hablar con Tomás porque a Tomás sólo
le interesaban dos cosas en la vida: la violencia y la literatura. Algún día,
decía, me voy a cansar de tanto aprendiz de poeta y de tanto imbécil que
anda por ahí diciendo que la literatura es la vida, que literatura y vida se
confunden, que la vida es violencia, como la literatura. La literatura y la vida
no se parecen en nada, decía. La literatura y la violencia no se parecen en
nada. Por eso la literatura debe sumergirse en la violencia. La violencia no se
deja decir, te atraviesa el cuerpo como un proyectil incandescente. Por eso
hay que escribir sobre la violencia. Esa es la tarea de la literatura. Relatar la
trayectoria de un proyectil incandescente, narrar el desgarro de la piel y los
músculos, el chasquido de los huesos, el reventar sordo de los órganos inter-
nos. Daba miedo, Tomás, allí sentado, con la infusión y las piernas cruzadas,
grande y musculoso como el Coloso de Rodas. Una tarde me dijo: «En
Colombia hay dos tipos de escritores: los que saben que la vida y la violencia
son más jodidas que la literatura y los que siguen flotando en una nube de
celebridad y algodón de azúcar. Los primeros son casi todos buenos. Los
segundos también son buenos, pero no han entendido absolutamente nada
y eso les convierte en una panda de hijos de puta enormemente peligrosos».
No recuerdo todos los nombres que me dio Tomás en aquella lección
improvisada de literatura colombiana, pero sí algunos. Uno, en particular, del
que mi compañero de piso llegó a decir que bien pudiera haber oficiado de
maestro de ceremonias en un sacrificio azteca: coraje, precisión, instinto de
muerte, un hombre que conoce el sabor de la carne cruda y los ritos y sabe
cómo invocar a los dioses de la tribu. No entendí estas palabras hasta que leí
Saide, del colombiano Octavio Escobar Giraldo, un espejo descarnado y
preciso de la realidad colombiana de los años 80 y 90 que se adentra como un
puñal de obsidiana en la dimensión sociopolítica de la violencia, el narcotráfi-
co, la economía y la corrupción. Sin miedo. Sin embellecimiento ni culto a los
ídolos del criminal clásico, Escobar ha entendido que la violencia es una
modalidad de las relaciones socioeconómicas; que la violencia, como el
poder, nos atraviesa y nos destina; que, a diferencia de lo que ocurre en la
literatura y el cine más comercial, la vida cotidiana de millones de personas se
quiebra y se parte en dos bajo el peso de líneas de fuerza que nos atrapan
238
inexorablemente y que el fatalismo es, sin embargo, la moral de los esclavos.
Saide es una novela negra maravillosamente escrita y, en mi opinión, ajusta-
da al máximo a su propia estatura. Perfecta. Calibrada. Quiero decir que, en
efecto, la historia busca su canal, el contenido su expresión idónea, y Escobar
recurre a la novela negra y policial porque sabe que sólo en su interior, con
agilidad y sin tópicos, puede uno sumergirse en la violencia y la brutalidad
de la cotidianidad colombiana, la injusticia social, el crimen organizado y la
corrupción omnímoda «sin caer en el lamento, la denuncia explícita o la
desesperación». A través de la inmersión en el secreto insondable de los ojos
de Saide, Octavio Escobar Giraldo nos pasea por los parajes de los que oímos
hablar pero nunca visitamos, eso que intuimos y que no cesa, eso que queda
a un lado del camino, como la carroña, y que demanda un relato a la altura
de su propia descomposición.
239
Graham Greene
Brighton Rock (1938)
240
Brighton Rock sigue siendo uno de los mejores ejemplos de literatura
criminal y urbana de la narrativa universal. Greene escribe para entretener,
o al menos eso dice, pero no puede evitar constantes escarceos con la fe
católica, la filosofía, la culpa, el resentimiento, las contradicciones del ser
humano y su extrema fragilidad, la violencia, el odio, el ansia. Pinkie, el
protagonista de esta obra, es un joven gánster que bucea como puede por
los bajos fondos de Brighton, y que pelea como un héroe griego por no
sucumbir a los designios de fuerzas mayores que lo bandean como a un
pelele. Un delincuente de altos vuelos aparece en la ciudad y amenaza con
poner en peligro su pequeño imperio. Pinkie asesina a un periodista en los
primeros compases de la novela y su poder parece estabilizarse, hasta que
entra en juego la figura magistral de Ida Arnold, una mujer decidida a desve-
lar la verdad y vengar el asesinato de un hombre al que alguna vez tuvo la
oportunidad de conocer. Un personaje redondo y ambiguo, confuso y con-
tundente, que equilibra la trama y hace de perfecto contrapeso al terrible
gánster Pinkie. ¿Lo mejor? Lo de siempre: el conflicto moral, la imposibili-
dad de salir vencedor en este juego perverso que unos llaman el universo y
otros la biblioteca y otros el viaje alucinante. ¿Lo segundo mejor? Que
Graham Greene se parece al inmenso Chesterton en un detalle importantí-
simo: mucho idiota se queda en el cliché y decide no abrir las páginas de un
escritor religioso y católico, no vaya a ser que se le contagie algo. Lo segun-
do mejor es el tratamiento de la fe desde el interior de personajes complejos
y maravillosamente elaborados, en cuyo interior la angustia (creyente y no
creyente) se perfila como un accidente de la miseria elemental que atraviesa
al género humano. Gran literatura sin proselitismo. Literatura de entreteni-
miento que, en manos de Greene, funciona como un laboratorio o un cua-
derno de viajes: la plataforma que nos permite pensar despacio sobre aque-
llo que nos incumbe y nos derrota.
241
Oxford, donde bebió hasta caerse muerto. Trabajó durante años como
periodista y, probablemente, toda su obra literaria proceda de su pasión por
la aventura y los viajes. Sus relaciones con los servicios de inteligencia britá-
nicos han dado lugar a las especulaciones más alucinantes. Tuvo numerosas
amantes en sus ratos libres y solía sentarse a conversar con T. S. Eliot, Her-
bert Read, Evelyn Waugh, Alexander Korda, Ian Fleming y Noel Coward.
Al final de su vida perdió la fe. Nos ha dejado algunas frases memorables:
«Nunca convencerás a un ratón de que un gato negro trae buena suerte».
242
Rey Rosa convirtió al mismísimo Paul Bowles en un mediador y en un balse-
ro, que es lo que suele decirse de los traductores. Son ustedes exigentes. Lo
comprendo. En todo caso, si no se fían de Bowles ni de mí, fíense de Roberto
Bolaño, que es tan bueno como Bowles y que ha leído un poco más que cual-
quiera de nosotros y dice cosas como éstas: «Los cuentos de Rodrigo Rey
Rosa no los ha escrito nadie en lengua castellana. Antes que él hay grandes
cuentistas, incluso un cuentista genial, que es Borges, pero los cuentos de Rey
Rosa nadie los ha escrito. Son absolutamente propios. Creo que Rey Rosa es
un autor que será estudiado dentro de cincuenta años. Lo tendrán como un
verdadero renovador del relato corto. Los territorios donde se mueve son
territorios que únicamente le pertenecen a él y a su tradición, a lo que lleva
detrás. Porque, desde luego, él no nace sabiendo escribir».
Olvidémonos del futuro por un instante y centrémonos en el tiempo
muerto de la literatura, es decir, en el presente y en el pasado. Los territorios
de los que habla Bolaño son, desde luego, territorios formales, pero también
apuntan a una experiencia histórica concreta, la de Guatemala, y a un desti-
no inexorable, el de la literatura de denuncia que delata, condena, maldice y
escupe sobre los mecanismos de violencia brutal, corrupción política, bar-
barie, desinformación, ignorancia y abusos de poder que caracterizan el
pasado y el presente de la sociedad guatemalteca. Como en el caso de Esco-
bar Giraldo, Rey Rosa apuesta por los parámetros de la novela policial y la
intriga criminal para denunciar (lean El material humano, sentados, a ser
posible, y en un momento de agilidad vital) las múltiples ciénagas de su país
de origen, desde la matanza impune de civiles por parte del ejército hasta las
estrategias de manipulación de masas de los gobiernos. La historia nos lleva
desde Inglaterra a Guatemala mediante la voz entrecortada y plural de
varios personajes, entre ellos Emilia, una joven integrante de una red de
espías que investiga las actividades de oscuros personajes relacionados con
el poder. Del mismo lado que la espía trabajan tres jóvenes de escasos escrú-
pulos y una pareja de ancianos británicos. Emilia está rodeada por las histo-
rias de Ernesto, un militar que decide abandonar el ejército; su padre, que lo
anima a hacerlo debido a los rumores sobre abusos cometidos en terreno
marcial contra los civiles; Pedro, amigo de Ernesto involucrado en el tráfico
de drogas y diversas corruptelas y Lucien, escritor británico de libros de
viajes. Todos ellos son modificaciones de un mismo tempo, un idéntico
243
temblor de tierra bajo nuestros pies, una sacudida infame que Rey Rosa
llama brutalidad, corrupción y barbarie y de la que nunca nadie podrá
librarse.
Rodrigo Rey Rosa nació en Guatemala en 1958. Tras acabar los estudios en
su país, residió en Nueva York y posteriormente en Tánger. En Estados Uni-
dos, donde se instaló tras abandonar Guatemala debido al ambiente de vio-
lencia y crispación, se matriculó en una escuela de cine, pero no llegó a termi-
nar sus estudios. Conoció a Paul Bowles en su taller de escritura. Éste le tra-
dujo sus tres primeras obras al inglés, lo que le permitió darse a conocer en el
mundo anglosajón. Además de escritor, Rodrigo Rey Rosa se ha dedicado a la
traducción al español de obras literarias, entre otras, las de este escritor y
compositor norteamericano. Algunos títulos del escritor guatemalteco han
sido además traducidos a otras lenguas, como el francés y el alemán. Perdo-
nen que insista con Bolaño, pero es que le echo de menos y, además, sus
palabras tienen la precisión de un francotirador apostado en lo más alto de la
Bodleian Library: «Rodrigo Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi gene-
ración y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias
y el más luminoso de todos». Un hombre, al parecer, «que cree en la vida
como sólo creen los niños y los que han sentido la presencia de la muerte».
Patricia Highsmith
El talento de Mr. Ripley (1955)
244
de México. No me pregunten por qué. Llegaba julio y yo empaquetaba mi
vida y me subía en un avión y procuraba no olvidar dos ejemplares leídos y
releídos durante años que, por alguna extraña razón, me reclamaban nada
más pisar el aeropuerto de Juárez en el DF: El talento de Mr. Ripley, de Patricia
Highsmith y la biografía de Raymond Chandler escrita por Frank Macshane.
La biografía la leía en la playa. La novela en cualquier parte. Conocía Extraños
en un tren, pero nunca sucumbí a su prosa del mismo modo en que sucumbí
al encanto dúplice y cómplice de esta criatura hedonista, impactante y amo-
ral que es el señor Tom Ripley. Tom es un vividor norteamericano de buenas
maneras, un preppy en toda regla, que viaja por encargo a Italia con el fin de
localizar al hijo de Mr. Greenleaf, Dickie, y persuadirle de que vuelva a casa
con su familia. Dickie vive en Sicilia y, a juicio de su padre, está desperdician-
do su vida y olvidando sus responsabilidades en Nueva York. Tom no lo duda
ni un instante y se embarca rumbo a Europa ilusionado con la idea de poder
aprovecharse del viejo y llevar en Italia una vida semejante a la de Dickie. Sin
embargo, poco después de encontrarse con él y con Marge, se crea entre
ellos una tensión creciente de crueldad emocional y sexual que termina con
el asesinato de Dickie a manos de Tom. Ripley se deshace del cadáver y asu-
me la identidad de Dickie, dispuesto a eliminar a cualquiera que pueda
desenmascararle. Cuando la policía comienza a sospechar, Ripley recupera
su identidad y comienza a construir el relato de lo que supuestamente le pasó
al hijo de Mr. Greenleaf. Un relato que es como un artefacto musical, hipnó-
tico e implacable, y que acaba por convencer de la inocencia de Ripley tanto
al lector como a cada uno de los personajes.
Tom Ripley aparece en novelas posteriores: La máscara de Ripley, El juego
de Ripley, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro. En mi opinión, ninguna de
ellas comparable con la primera, donde asistimos a la gestación de una de las
personalidades más desconcertantes de la historia de la novela negra, policial
y detectivesca. Este año he vuelto a leer El talento de Mr. Ripley. Un muchacho
mexicano estaba a punto de hacer un clavado en la roca de la bahía de Aca-
pulco, vertical de treinta metros, peligro de muerte, la tensión acumulada y
el mar golpeando la barcaza. Fui incapaz de separar los ojos del libro. Sucede
muy poco, pero a veces todas las cosas quedan subordinadas y en segundo
plano y se convierten en un accidente de la literatura. El peligro más próxi-
mo o la belleza no son más que un accidente de la narración.
245
Mary Patricia Plangman nació en Texas en 1921 y murió en Suiza en
1995. Alguna vez fantaseó con la idea de apuñalar a su madre, como
todos. La señora había intentado abortar ingiriendo aguarrás durante el
embarazo de Patricia. Conoció a su padre a los doce años. Se trasladó con
su madre y su padrastro a Nueva York y comenzó a escribir muy pronto,
asediada por los fantasmas de la vergüenza, la venganza, la culpa, el cri-
men y el castigo. Estudió Literatura Inglesa, Latín y Griego. Alcohólica y
misántropa, según algunos, Highsmith escribió más de treinta libros,
entre ellos dos gloriosos —Extraños en un tren y El talento de Mr. Ripley— y
nunca se cansó de repetir que prefería la compañía de los gatos y los cara-
coles a la de los seres humanos.
Ira Levin
Un beso antes de morir (1953)
246
piloto de carreras enamorado de Angie Dickinson en The Killers, adaptación
cinematográfica de una novela de Hemingway realizada por Rod Steiger.
Recordé haber visto a ese tipo joven y guapo en un peliculón de Roman
Polanski, Rosemary’s Baby. Y recordé que Roman Polanski había leído un
libro de un tal Ira Levin antes de rodar lo que me pareció un pedazo del cielo
y del infierno al mismo tiempo, una pieza magistral del creador de El inquili-
no, Frenético y Repulsión. Abrí los ojos en la trastienda del Ping-Pong Bar y me
pregunté si existiría algún tipo de conexión invisible entre Cassavetes, Polans-
ki, Ira Levin y Berlín. Decidí leer el libro de Levin en busca de alguna respues-
ta. No encontré nada. Nada en absoluto. Pero leí el libro de Levin y me pare-
ció que Polanski tampoco era para tanto. Al fin y al cabo, el relato era una
obra maestra de proporciones olímpicas. Tan solo había que estar a la altura
e imitar el modelo. Jugar a ser Dios.
Ira Levin pasará a la historia del cine y de la literatura por Rosemary’s
Baby. Me parece muy bien. No tengo nada en contra. Ya les he dicho que el
libro me pareció un milagro. No obstante, me preocupa la posibilidad de que
los lectores caprichosos y los amantes del cine se queden en la superficie de
este libro y no descubran el que, a mi juicio, es el gran regalo del escritor
estadounidense a los lectores caprichosos, a los amantes del cine y a los con-
servadores del museo de la novela negra: Un beso antes de morir, de 1955, la
historia de Bud Corliss, un joven atractivo y extremadamente ambicioso que
asesina a su novia Dorothy Kingship haciendo que su muerte parezca un
suicidio. ¿Por qué la mata? Por dinero. Porque la chica se ha quedado emba-
razada y eso bloquea de inmediato todas las posibilidades del buscavidas de
acceder a la fortuna de los Kingship. El padre, en efecto, la hubiera deshereda-
do en menos de lo que canta un gallo (graciosa expresión). La hermana de
Dorothy, Ellen, no cree la historia del suicidio y comienza a investigar por su
cuenta. Pero entonces conoce a Bud, de quien ignora su pasado, e inicia una
relación sentimental con él. Una obra maestra que le valió a Levin el Premio
Edgar Allan Poe en 1954 y que ha sido llevada al cine en dos ocasiones. Me
hubiera gustado ver la versión protagonizada por Robert Wagner en aquella
trastienda. Aún no entiendo el papel de John Cassavetes en todo esto.
Ira Levin nació en Nueva York en 1929 y murió allí mismo en 2007. Hijo de
un comerciante judío. En la Universidad de Nueva York se licenció en Filoso-
247
fía e Inglés, tras lo cual se enroló en el ejército a comienzos de los cincuenta.
Empezó su carrera como guionista para televisión, estrenando después No
Time for Sergeants, una obra de teatro de Broadway que adaptaba la novela
homónima de Mac Hyman. Levin fue conocido principalmente por sus
novelas de intriga, como Bésame antes de morir. Trampa mortal, escrita poco
después, es su obra de teatro más famosa, con la que obtuvo un importante
éxito en Broadway. Otras dos novelas suyas, que fueron además llevadas al
cine con gran éxito, son Rosemary’s Baby y The Boys from Brazil .
Andreu Martín
Corpus delicti (2002)
248
mortales, esas almas tendrían la más mínima posibilidad de reconocerse
entre sí; si, al cruzarse por azar en un paso de peatones, el alfarero y el médi-
co sentirían un escalofrío recorriéndoles todo el cuerpo. Me preguntaba, en
fin, si en esas dimensiones platónicas de la vida antes de la vida y la vida des-
pués de la muerte, nos topamos o no con quienes alguna vez, más tarde,
cumplirán un papel determinante en nuestra biografía.
Andreu Martín ha fantaseado alguna vez con los mitos de Platón. Entre
sus muchas y espléndidas creaciones, les sugiero que se fijen en Corpus delicti,
unas falsas memorias escritas por un personaje que fue tan real como su
enfermedad mental y todos sus crímenes: John George Haigh, conocido
como el vampiro de Londres. Haigh nació en Inglaterra en 1910 y murió
ajusticiado en la horca en 1949. Creció en el seno de una familia pertenecien-
te a la secta Playmouth, una hermandad extremadamente puritana que
consideraba cualquier implicación de modernidad como un instrumento del
demonio para corromper al hombre. Cuando era niño, John tenía un sueño
recurrente: se veía a sí mismo caminando hacia el interior de un bosque de
crucifijos que se transformaban paulatinamente en árboles. Las ramas des-
nudas derramaban gotas de rocío. John se acercaba a los árboles y comproba-
ba que, en realidad, las gotas no eran de lluvia sino de sangre. A su alrededor,
comenzaban a abrirse heridas en los troncos y de ellas manaban abundantes
flujos de líquido rojo y espeso. A lo lejos, una figura distorsionada sostenien-
do una copa se acercaba a él recolectando sangre de los árboles hasta llenarla.
Cuando por fin estaba llena, la figura siempre se la ofrecía a John y le ordena-
ba beberla. John estaba aterrorizado. Deseaba escapar pero, al mismo tiem-
po, sentía una poderosa sed, una sed insaciable que le empujaba a ingerir el
contenido de la copa. Esa sed le acompañó durante toda su vida. Muchos de
sus crímenes no tenían otro objetivo que el de degollar a sus víctimas para
poder beber su sangre directamente del cuello seccionado. Lo capturaron
después de que asesinara a una viejecita en una bodega, le chupara la sangre
e hiciera desaparecer su cuerpo en ácido sulfúrico. El cuerpo del delito.
¿Pero qué tiene todo esto que ver con Platón? El vampiro de Londres
fue ahorcado en 1949. Andreu Martín nació en 1949. El escritor catalán ha
declarado en alguna ocasión que Corpus delicti, «nació como un juego, el reto
personal de ponerme la máscara de John George Haigh, que fue ahorcado el
mismo año que yo nací, por lo que posiblemente nos cruzamos en el cami-
249
no». Posiblemente, como un alma que busca piso nuevo o pide un taxi a la
centralita. En cualquier caso, si unimos la fascinación propia de esta trucu-
lenta historia a la destreza narrativa y el oficio siempre excelente del escritor
barcelonés, lo que nos queda es uno de esos libros que podríamos leer una y
otra vez sin descanso, uno de esos libros que ya hemos leído y recordamos y
tenemos bien localizado en la biblioteca de nuestros hogares. Un libro que
acariciamos muy despacio con los dedos, cautelosamente, con miedo, un
libro afilado que visitamos de noche y que duerme como un animal giron-
diano: «noches en las que súbitamente se comprende que no hay ternura
comparable a la de acariciar algo que duerme».
250
ran. El insomnio es una mierda. Punto. El insomnio es un destino, el tormen-
to más sofisticado del catálogo. Cuando vivía en el Norte y era incapaz de
pegar ojo durante los meses de invierno, la idea de caminar quedaba inme-
diatamente descartada. El frío era insoportable incluso para un insomne. Me
quedaba en casa dando vueltas como las panteras en los sueños de H. y curio-
seaba entre los libros del dueño, que no era yo. El tipo tenía una buena colec-
ción de libros y, entre ellos, algunos cómics. A mí no me gustan los cómics.
No soy un buen lector de cómics. Tengo prejuicios y, además, carezco del
entrenamiento y el apetito necesarios para disfrutar de un cómic. Entre
aquellos títulos encontré un volumen más bien grueso firmado por Alan
Moore y Eddie Campbell: From Hell. Lo extraje de la estantería pensando en
las afinidades nocturnas, preguntándome qué es lo que procede del infierno
y de dónde procede el insomnio. Me puse a leer desordenadamente, como
un niño que escucha por primera vez a un grupo de extranjeros. Tardé en
comprender la textura visual y el entretejimiento narrativo del conjunto.
Cuando por fin lo conseguí, estaba dentro de una cueva oscura y rodaba
cuesta abajo por una pendiente dolorosa y deliciosa al mismo tiempo. Estaba
atrapado. El insomnio parecía un recuerdo del pasado.
Tendrán que perdonarme los puristas de ambos bandos. Los lectores
de cómics, por la intromisión y el abuso. Los lectores de novela negra y
policial, por el desliz y el capricho de colar entre mis páginas un volumen
con viñetas y dibujitos. Bueno, verán: a los adictos al cómic les diré que,
además de las bondades gráficas de From Hell, resulta que el guión de esta
historia y el modo de exponerla me parecen dignos de cualquier aproxima-
ción medianamente seria al universo del crimen y del relato del crimen.
Con eso debería bastar, pero voy a ir un poco más lejos. Uno se pone a escri-
bir sobre novela negra y se olvida sin querer de que, como ya enseñara
Walter Benjamin, el formato es la revolución. El cómic de Alan Moore y
Eddie Campbell no debería ser circunscrito a los límites del relato gráfico
por la sencilla razón de que desborda cualquier encasillamiento, porque,
precisamente gracias a su formato, consigue explorar regiones del género
negro y detectivesco a las que, obviamente, no llegan ni la literatura ni el
cine. A los adictos a la novela, en cambio, les aconsejo que dejen de fruncir
el ceño y que lean, que es lo que saben hacer y lo que en realidad les gusta.
From Hell es una novela gráfica donde los mejores rasgos del género coinci-
251
den en un escenario magistral e insólito para el lector ajeno al mundo del
cómic. Se ven más cosas. Se sienten muchas más cosas.
From Hell constituye una versión de la historia del célebre Jack el Destri-
pador, un asesino de identidad difusa que ha alimentado el bolsillo y el imagi-
nario de todo el siglo XX. Una versión, por cierto, bastante desquiciada, en la
que los asesinatos de las prostitutas londinenses deben ser encuadrados en
una estratagema masónica para encubrir el nacimiento de un hijo ilegítimo
del príncipe Alberto, duque de Clarence y nieto de la reina Victoria. Todo
ello de la mano del inspector Abberline, encargado de investigar el caso. El
propio Moore se distancia de la interpretación masónica en el prólogo del
libro, si bien reconoce que le sirvió como estímulo para poner el relato en
movimiento y contar lo que verdaderamente importa: el contraste radical
entre las clases altas de la Inglaterra victoriana y la pobreza infernal de los
trabajadores asalariados, así como el modo en que la brecha salvaje instalada
en la Inglaterra del siglo XIX se traduce en la brutalidad, el crimen y la barba-
rie. Londres es el infierno, y no solamente el hombre que empuña un cuchi-
llo para destripar a un grupo de prostitutas que, al parecer, conocen el secre-
to del príncipe Alberto. El relato es largo y tortuoso, los dibujos generan una
atmósfera angosta, asfixiante e irresistible. Cualquier alma cándida que
alguna vez haya pensado que un cómic es una obra ligera, facilona y menor
concebida para el deleite inofensivo de la mirada neutra o el puro entreteni-
miento, que abra From Hell y descubra el grado de sofisticación que pueden
alcanzar los canales expresivos que nos rodean.
252
Eddie Campbell nació en Escocia en 1955. Es ilustrador y dibujante de
cómics. Creador, junto con Moore, de From Hell y mundialmente conocido
por Alec y Bacchus, una serie de historias sobre un puñado de antiguos dioses
griegos que viven entre nosotros y que voy a comprarme en cuanto salga de
aquí. Campbell ha sido sistemáticamente ensombrecido por la figura de
Moore y definido como el dibujante malo de From Hell, una novela gráfica
con un dibujo insoportable y un guión espléndido. Yo no tengo ni idea, pero
me parece que el tipo de historia, el tono de la narración, el contenido y la
agresividad tenebrosa del guión de From Hell sólo pueden ser retratadas con
un diseño como el de Campbell.
253
Nadie ha sabido integrar con tan buen gusto su pasión culinaria en el interior
de su obra escrita como Vázquez Montalbán. Páginas sublimes sobre el arte
del buen comer. Páginas de salivar, de mantelón y buen vino. Siempre me ha
fascinado que los excelentes pasajes culinarios de Vázquez Montalbán no
sólo sean un homenaje nietzscheano a todo aquello que nos hace vivir y
carece de historia, sino que, además, estén localizados en algunas de las mejo-
res criaturas engendradas por la novela negra de todos los tiempos. Como
Nietzsche, Manuel Vázquez Montalbán tampoco es un hombre. Es dinami-
ta, como lo es Carvalho, escuchen: «Dios ha muerto, el Hombre ha muerto,
Ava Gardner ha muerto, Marx ha muerto, Bromuro ha muerto y yo mismo
no me siento muy bien...».
Seamos humildes. La obra del maestro catalán es inabarcable. Olvíden-
se de Flaubert y de Joyce y de los siete volúmenes de Proust que dicen querer
llevarse a una isla desierta o a las vacaciones en la casa rural. Si quieren leer
como si estuvieran a punto de morir o como si fueran náufragos; si aún sien-
ten la necesidad infantil de responder a la preguntita por las lecturas que se
llevarían a una isla desierta, les propongo a don Manuel. Les propongo, ade-
más, las Reflexiones de Robinson ante un bacalao, para ir abriendo boca y burlar-
nos del destino como dios manda. Humildes, decía. Humildes y funcionales.
Es cierto que a Nietzsche no le gustaban en exceso los orígenes, pero vamos a
hablar de Pepe Carvalho, de modo que no me parece mala idea sugerirles
que, dado que van a entrar en las entrañas del omnívoro, lo haga con método
y concierto. Lo que se van a encontrar en la cueva es literatura con letras
mayúsculas, se lo advierto. Pero también encontrarán índices, símbolos y
termómetros; instrumentos de medición, detectores, comida, cultura a
borbotones, bibliocastia, tensión, suspense, ficción y mucha política. O,
como solía decir Montalbán, relatos de política-ficción. El vientre del omní-
voro está lleno de política ficción y Pepe Carvalho, además del detective
gallego más famoso del globo terráqueo, es, ha sido y será el barómetro de
los cincuenta últimos años de la España del siglo XX: «Los detectives privados
somos los termómetros de la moral establecida». Pocas veces el periodista y
el escritor radiografían y decapitan con tanta precisión el universo desde el
que escriben.
Tatuaje nos presenta el primer caso de Pepe Carvalho. De origen galle-
go, ex agente de la CIA y ex marxista, es un detective privado que vive y traba-
254
ja en Barcelona, mantiene una estrecha relación con una fabulosa prostituta,
Charo, y habita una casa en Vallvidrera donde para encender la chimenea (en
verano), va quemando libros de la biblioteca (tiene tres mil libros, ¡y llega a
quemar el Quijote! Bien hecho, Pepe). Después de nueve años con la CIA,
Carvalho ha decidido comenzar a trabajar por libre. No tiene ahorros. No le
gusta intimar con la policía. Adora el vino casi tanto como a las mujeres y la
buena mesa y, en esta ocasión, se topa con un cadáver que el mar ya no quiere
conservar. El cuerpo de un joven desnudo y desfigurado aparece en la orilla
con un extraño tatuaje grabado en la piel: «he nacido para revolucionar el
infierno». (Era hermoso y rubio como la cerveza / el pecho tatuado con un corazón /
en su voz amarga había la tristeza /doliente y cansada del acordeón). El dueño de
una peluquería contrata a Carvalho para que averigüe la identidad del cadá-
ver. El caso llevará al detective desde Barcelona hasta Holanda tras la pista de
un hombre que siempre tuvo buen ojo con las mujeres y que, como el propio
Carvalho, no ha hecho más que andar y sobrevivir.
255
en este país sobre el oficio de escribir y hacer periodismo. Colaboró en nume-
rosas revistas, escribió decenas de ensayos, poemas sin límite, novelas negras
y de otros colores. Su nombre ha pasado a la historia de la literatura española
y europea (por el momento) por su creación en el ámbito de la novela negra y
por la serie de Pepe Carvalho. Me imagino a Montalbán muriendo en el
aeropuerto de Bangkok pensando que la vida es una mierda y que es maravi-
llosa, que la vida es absurda, literatura, chuletón, vino tinto, marisco, críme-
nes, democracia, el Bulli, tele-basura. Me imagino al titán cayendo arrodilla-
do frente al monitor de las salidas y llegadas, enumerando por última vez el
catálogo del cielo y el infierno y los títulos que ya nunca tendría la oportuni-
dad de escribir. Un aeropuerto en Tailandia… La vida es una mierda, pero
existe Montalbán. Descansa en paz, maestro.
Jim Thompson
El asesino dentro de mí (1952)
256
blanquecinos, pelucas de mujer, Diego tirado en un sofá con una resaca de
proporciones bíblicas y sin la más mínima esperanza.
—¿Qué te pasa, Johny? —le dije.
—Jim Thompson, respondió.
—¿Quién?
—Jim fucking Thompson.
Tenía varios títulos del tal Thompson tirados junto al sofá. Uno de ellos
estaba pringado de pizza y de cerveza, daba asco mirarlo. El otro parecía más
limpio. Lo alcé del suelo y le pregunté al cadáver: ¿quién es Jim Thompson?
Diego salió corriendo hacia el baño, vomitó, se lavó la boca y las manos y
regresó al sofá. ¿Ves todo esto?, me dijo. Imagínate que Dios existe y que
acaba de crear el cielo y la tierra y toda esa mierda. Ha creado el universo
entero y a todos los animalitos y tal y cual. La cosa no está mal, pero hay un
problemilla. El problema es que Dios es un golfo y trasnocha, como decía
José Mercé, así que el día de la creación llevaba una curda que ni los Rolling,
¿me entiendes?, más ciego que Ramoncín. Así que el mundo existe, pero es
un desastre, un engendro prodigioso, el vómito cósmico de un borracho
omnipotente, omnisciente y moralmente perfecto. Respiró profundamente
y siguió hablando. Si uno aceptara estas premisas, tendría que aceptar tam-
bién que, dado que el borracho es Dios, algo habrá que podamos salvar de
este cocktail etílico que llamamos mundo. Al fin y al cabo, por muy borracho
que esté, es Dios, ¿no? Bien. ¿Y qué salvamos? Pues salvamos a Jim Thomp-
son. ¿Por qué? ¿Acaso porque es lo único puro que puede encontrarse en la
creación? ¡No, querido amigo! Lo salvamos porque no hay nada en este mun-
do que haya sido creado tan a imagen y semejanza de un borracho con pode-
res supremos como Jim Thompson.
Diego sabe lo que dice incluso muerto y yo soy peliculero, así que le
tapé con una manta, escribí una nota de agradecimiento y me llevé el libro
que mi amigo borracho y omnisciente acababa de recomendarme entre
arcadas y delirios: El asesino dentro de mí. Aquella escena sólo podía depararme
horas de placer ininterrumpido. Volví a casa y me senté a leer (nunca me
tumbo a leer, siempre me siento o camino). Si les soy sincero, nunca entendí
las palabras de Diego sobre el Dios ebrio y la creación. Lo único que entendí
aquella tarde es que hay muchas maneras de escupir y blasfemar sin rabia.
Aprendí que el hombre, más que un lobo, es un perro para el hombre: homo
257
homini canis. Un perro callejero, además. Aprendí que Jim Thompson era un
pesimista redomado pero no un llorón, un hombre que ha perdido toda
esperanza en el género humano y sabe que la vida no es más que un atajo de
fieras hambrientas peleándose por un trozo de carne humana.
Lou Ford es el sheriff adjunto en una pequeña localidad de Texas. Sus
vecinos le quieren. Sus colegas le respetan. Nadie sabe que Lou esconde un
secreto del tamaño de una tormenta eléctrica. El zumbido. La tormenta está
a punto de desencadenarse de nuevo en la vida de Lou y ese zumbido que
anuncia un desastre vuelve a los oídos del sheriff, un hombre que cometió un
horrible crimen en su pasado a causa de una extraña enfermedad. La enfer-
medad que se acerca ahora como un gigante haciendo temblar el suelo bajo
los pies de un hombre aparentemente amable, sereno y apacible.
Jim Thompson ha sido ignorado durante décadas. Después murió y las
cosas empezaron a cambiar misteriosamente. Jim Thompson podría seguir
enterrado y desconocido, pero su obra seguiría siendo igualmente grandiosa,
más de una veintena de novelas en las que el escritor estadounidense recoge
el testigo del pulp de los años 40 y 50 y le dota de un extraño toque personal:
una visión desalentadora de la condición humana, un retrato espectacular y
tenebroso de la América profunda, pueblos pequeños, borrachos, policías
corruptos, solitarios, psicópatas, el desierto, un desierto moral sin límites,
como el infierno, decorado con el talento de uno de los grandes maestros del
género negro. Si Jim Thompson no hubiera sido elogiado y llevado a la panta-
lla por mi adorado Peckinpah, es posible que mis palabras tuvieran menos
credibilidad y menos peso, pero les aseguro que serían exactamente las mis-
mas: Jim Thompson no se arrepiente de sus pecados. Sus libros pertenecen ya
al orden de lo sagrado, a la más fiel de las perversiones de un Dios borracho y
omnipotente que juega a las peleas de gallos con sus pobres criaturas.
258
años 20, ya ha publicado algunos cuentos en revistas. Fue botones de hotel,
camionero, especialista en explosivos, camarero, vigilante. Afiliado al Parti-
do Comunista. Escribió mucho. Se alcoholizó rápido. Trabajó como guionis-
ta para Hollywood y fue traicionado por Stanley Kubrik en Atraco perfecto y
Senderos de gloria. Jim Thompson apenas recibió atención alguna por parte de
los ambientes literarios y la crítica de su tiempo. Murió en 1977. Una errata
en el anuncio de su funeral propició que no asistieran al sepelio más que un
par de gatos y algunos familiares y amigos.
259
260
ÍNDICE DE AUTORES
261
Hammett, Dashiell.....62 Nadel, Barbara.....155
Hiaasen, Carl.....192 Nesbø, Jo.....156
Highsmith, Patricia.....244 Nesser, Håkan.....157
Hill, Reginald.....137 Padura, Leonardo.....159
Hillerman, Tony.....138 Paretsky, Sara.....97
Himes, Chester.....141 Parker, Robert Brown.....99
Hornung, Ernest William.....22 Pelecanos, George.....101
Household, Geoffrey.....41 Poe, Edgar Allan.....25
Hume, Fergus.....23 Popp, Walter.....103
Indriðason, Arnaldur.....144 Rankin, Ian.....153
Innes, Michael.....42 Raymond, Dereck.....161
James, Phylis Dorothy.....145 Reichs, Kathy.....198
Kerr, Philip.....90 Reig, Rafael.....104
Khadra, Yasmina.....146 Rey Rosa, Rodrigo.....242
Larsson, Åsa.....196 Robinson, Peter.....163
Larsson, Stieg.....194 Sayers, Dorothy Leigh.....46
Leather, Stephen.....148 Schlink, Bernhard.....103
Leblanc, Maurice.....27 Sciascia, Leonardo.....164
Lehane, Dennis.....149 Silva, Lorenzo.....166
Leon, Donna.....151 Simenon, George.....167
Leonard, Elmore.....214 Sjöwall, Maj.....169
Levin, Ira.....246 Spillane, Mickey.....68
Levrero, Mario.....211 Subcomandante Marcos.....106
Macdonald, Ross.....65 Sullivan, Vernon.....221
Madrid, Juan.....92 Taibo II, Paco Ignacio.....106
Mailer, Norman.....216 Thompson, Jim.....256
Mankell, Henning.....152 Trapiello, Andrés.....224
Margolin, Phillip.....197 Vargas, Fred.....172
Márkaris, Petros.....153 Vázquez Montalbán, Manuel.....253
Marsh, Ngaio.....44 Vian, Boris.....221
Martín, Andreu.....248 Villar, Domingo.....173
McCall Smith, Alexander.....94 Wahlöö, Per.....169
McCoy, Horace.....67 Walsh, Rodolfo.....225
Mendoza, Eduardo.....218 Wambaugh, Joseph.....175
Millar, Margaret.....220 Wilson, Robert.....176
Moore, Alan.....250 Woolrich, Cornell.....228
Mosley, Walter.....95 Xiaolong, Qui.....177
262
ÍNDICE DE TÍTULOS
263
La jungla de asfalto.....51 Muerte en un país extraño.....151
La justicia de Selb.....103 Muertos incómodos.....106
La lista negra.....97 Mystic River.....149
La llave de cristal.....62 Némesis.....156
La mujer del lunar.....157 No hay orquídeas para
La noche a través del espejo.....185 Miss Blandish.....58
La paciencia de la araña.....111 No se lo digas a nadie.....206
La piedra lunar.....15 Paisaje de otoño.....159
La playa de los ahogados.....173 Post mortem.....233
La primera águila.....138 Que me maten si… .....242
La primera detective de Botswana.....94 Qué vida esta.....187
La promesa.....122 Qui pro quo.....209
La química de la muerte.....182 Revolución en las calles.....101
La ventana indiscreta.....228 Ritos de muerte.....131
La voz.....144 Sabor a muerte.....145
Ladrón de guante blanco.....22 Saide.....237
Laguna muerta.....121 Sangre a borbotones.....104
Las hermanas coloradas.....129 Sangre derramada.....196
Laura.....112 Santuario.....188
Lazos mortales.....197 Seis problemas para
Los amigos del crimen perfecto.....224 don Isidro Parodi.....76
Los asesinatos de la calle Morgue.....25 Siempre caro.....126
Los atormentados.....81 Spade & Archer: antes de
Los hombres que no amaban «El halcón maltés».....61
a las mujeres.....194 Tatuaje.....253
Los muertos de Jericó.....120 Una historia sucia.....203
Los nuevos centuriones.....175 Una mujer en tu camino.....128
Los secretos de Oxford.....46 Una novela de barrio.....132
Los tipos duros no bailan.....216 Un beso antes de morir.....246
Luna caliente.....191 Un beso de amigo.....92
Lunes de ceniza.....198 Un caso perdido.....192
Más allá hay monstruos.....220 Un hombre ciego con una pistola.....141
Morituri.....146 Un paseo entre las tumbas.....74
Muerte de un payaso.....44 Variaciones en rojo.....225
Muerte en Estambul.....153 Violetas de marzo.....90
Muerte en la cátedra.....208 Yo, el jurado.....68
264
Guía de
la novela negra es un
libro editado fuera de colección.
Compuesto en tipos Dante, este texto
se terminó de imprimir en los talleres de
KADMOS por cuenta de ERRATA NATURAE
EDITORES en octubre de dos mil diez, poco más
de un siglo después de que Fernando Pessoa, que
con discreción abre y cierra este volumen,
pagara su primera cuota como socio del
Albatros Crime Club y comenzara a recibir
en contrapartida y por correo certifica-
do las últimas publicaciones inter-
n a c i o n a l e s d e n ove l a
detectivesca.