Está en la página 1de 262

«Uno de los raros divertimentos intelec-

tuales que aún le quedan a la humanidad es


la lectura de novelas policiacas. Esta opinión
tal vez le causará una suerte de estupor, no
tanto porque yo tenga predilección por
estos autores, que se encuentran entre mis
lecturas de cabecera, sino porque me atreva
a confesar que así es».

Fernando Pessoa

«Los hombres se acuestan con Rita Hay-


worth y se levantan conmigo».

Rita Hayworth
Índice
Introducción

¿Cuál es la mejor escena de la historia del cine? Empezamos bien…


Sinceramente, no me importa, a quién podría importarle, pero me en-
cantan estos juegos. ¿Cuáles son los tres mejores momentos de la historia
del cine? Si dejamos fuera los manierismos y otros excesos técnicos, yo me
quedo con los siguientes:

1. Grupo Salvaje de Sam Peckinpah: Holden, Borgine, Oates y un cuarto que


se me escapa vistiéndose para la muerte después de la última noche en
compañía de una dama.

2. Gilda de Charles Vidor: Rita Hayworth diciéndole a Glenn Ford: «Si fuera
un rancho me llamaría Tierra de nadie».

3. Los diez últimos minutos de Manhattan de Woody Allen: Woody


tumbado en el sofá con una grabadora sobre el pecho preguntándose: «why
is life worth living?», es decir: ¿qué cosas hacen que la vida valga la pena? Y él
mismo respondiéndose: Groucho Marx, el segundo movimiento de la
Sinfonía Júpiter, la grabación de Potatohead blues realizada por Louis
Armstrong, las películas suecas, La educación sentimental de Flaubert,
Marlon Brando, Frank Sinatra, las fabulosas manzanas y peras de Cézanne,
los cangrejos de Sam Wo, el rostro de Tracy… Woody corriendo por todo
Manhattan para llegar a tiempo antes de que Mariel Hemingway, cuyo
rostro podría justificar la existencia de cualquiera, se suba a un avión
directo a Londres.
9
No sé si los cowboys de Peckinpah olvidaron algo en su camino y está claro
que Rita no se deja absolutamente nada en el tintero cuando suelta esas
perlas, pero siempre he tenido la sensación de que Woody olvida mencio-
nar un par de cosas y de que, entre esas cosas, hay al menos una que vale la
pena tener siempre a mano, al lado de la grabadora, por si necesitamos
responder a esa pregunta letal como una serpiente. Woody se olvida de la
novela negra, del hardboiled, de Poe y de Conan Doyle, del relato detectives-
co, de Bogart, a quien homenajea inolvidablemente, Play it again, Sam. Se
olvida de Hammett y de Chandler. Se olvida de la palabra mágica que
recorre su propia filmografía y también la historia del crime fiction: la
ciudad. Yo no tengo grabadora, pero también necesito responder esa
pregunta de vez en cuando. Entonces miro a izquierda y derecha, arriba y
abajo en mi biblioteca negra y empiezo a respirar mejor, más despacio, sin
esperanza y sin miedo. Woody se olvida de que algunos somos hijos de un
dios menor y que, además, no nos gustan los cangrejos, pero en cambio
temblamos con la descripción de unas piernas largas entrando en el
despacho de un detective pobre, pero honrado.
Seamos francos. Este libro no está muy lejos del gesto infantil de un
hombre belicoso, el resultado público de un ejercicio privado que me habrá
salvado del incendio más de una o dos noches. Es posible que también
pueda salvarles a ustedes, tan posible, al menos, como que se les queme la
casa, el coche y el jardín. ¿Un libro práctico, entonces? Sí y no. Al fin y al
cabo, a quién pueden importarle realmente las derivas funcionales de una
guía de la novela negra, la obsesión por la acumulación de conocimiento, la
pretensión hegeliana y voraz de abarcarlo todo, devorarlo todo sin rumiar
para poder presentar un buen currículum, la panza llena, los deberes
hechos… Saber más, leer menos. Peligrosa ecuación, mis queridos amigos.
Tal vez ésta no sea su guía ideal si es eso lo que están buscando. Quedarán
igual de bien en las cenas de empresa si citan a Espronceda o asienten con la
cabeza cuando el tipo del flequillo comience a hablar de Robbe-Grillet.
Nadie se va a enterar. Nadie se entera nunca de nada. Por eso es necesario
repetirlo todo una y otra vez, como hace Kjell Askildsen. Por eso hay que vol-
ver sobre los pasos de siempre, sobre los títulos y los autores de siempre para
insistir —bonita palabra— sobre las cosas de siempre, sobre lo que perma-
nece indeleble en cada callejón y en cada playa, en todas las trampas de
10
nuestra biografía. Tengo para mí que la novela negra es una de las muchas
cosas de siempre sobre las que es necesario volver una y otra vez. ¿Para qué?
¿Para encumbrarla? ¿Para sacarla del arrabal? ¿Para decir cosas nuevas? ¿Para
decir cosas inteligentes? ¿Para decir cosas nuevas e inteligentes? No. Hay que
volver a la novela negra para que no nos tiemblen las piernas cuando se nos
pase el efecto del calmante. Es necesario volver a la novela negra para decir
las cosas de siempre, pero sin titubeos: la violencia, la traición, la muerte, la
ciudad, la corrupción, la noche, la seducción, la jaqueca, el desamparo, el
imperio, la soledad, el sexo, la infamia, el misterio, la literatura…
Nomenclaturas todas para un mismo desconcierto, que decía Julio
Cortázar.
No he querido ser exhaustivo. No he querido rendirme a las clasifica-
ciones ni ponerlo todo en su lugar. No me interesa la pregunta platónica por
la esencia de la novela negra. Me gusta leer. Llevo veinte años viviendo en el
mismo portal y mi vida es tan predecible como la de cualquiera de ustedes.
Tan predecible, de hecho, que a menudo siento la necesidad de diseñar
mapas para la desorientación e instrumentos para el desvío, cartas
marítimas que generen la ilusión del sentido sobre la superficie del océano
indomable. La Guía de novela negra que el lector tiene en sus manos es mi
apuesta personal en mitad de la jungla. Estoy seguro de que muchos otros
exploradores habrán escogido otras sendas y empleado otros machetes.
Que descansen en paz.

11
12
LOS PRIMEROS EN LLEGAR A LA ESCENA DEL CRIMEN

Los primeros en llegar a la escena del crimen no fueron los gendarmes ni las
moscas. Antes aparecieron una serie de escritores imprescindibles que, a lo
largo del S. XIX y durante los primeros años del S. XX, asentaron con sus
historias las bases del género negro.
Wilkie Collins
La piedra lunar (1868)

Quién sabe. Podría ser cierto que la verdad no


existe o que la verdad no importa o que, en todo
caso, a la verdad no se accede más que por ensoñación, muerte o
desamparo. Tal vez la verdad no sea más que una forma de hablar y la
literatura el arte de diseñar un mapa lo suficientemente certero como para
desactivar toda voluntad de certeza. De ser así, la misión del lector no
podría ser otra que la de bosquejar constelaciones sin temor, vergüenza o
cautela algunas. Exactamente la misma que la del escritor. La literatura es
un mapa del océano, como intuyó Perec, y el escritor no hace más que
sucumbir a la irresistible maleabilidad del terreno acuoso, nadar, depredar,
hacerse el muerto sobre la superficie y anhelar la tierra, inventar la tierra.
Todo esto aparece con claridad y distinción en la que T. S. Eliot considerara
la primera y mejor novela detectivesca de toda la literatura inglesa: La
piedra lunar, de Wilkie Collins. Relato coral de extraordinaria destreza
narrativa, exceso alucinógeno en cuyo decurso Collins nos cuenta la
historia de una profanación y de una piedra tan preciosa como maldita. En
su decimoctavo cumpleaños, la joven y hermosa Rachel Verinder ha de
recibir un extraño diamante de parte de su tío John Herncastle, coronel del
ejército inglés que durante la toma de Srirangapatha deshonra el espacio
sagrado de una poderosa divinidad hindú y arranca de su frente el diamante
maldito, desatando así una espiral narrativa que nos conducirá hasta
Yorkshire, Inglaterra, donde, la víspera del cumpleaños de la joven Rachel,
el diamante desaparecerá misteriosamente. El sargento Cuff, prototipo in-
discutible de tantos detectives de ficción posteriores, comenzará entonces
una investigación exhaustiva que permitirá a Collins articular una estruc-
tura sinfónica extraordinariamente trepidante y original con el fin de recu-
perar el diamante y devolverlo a su lugar de origen.
15
Wilkie Collins pertenece a una curiosa constelación literaria y existencial: la
estirpe del láudano y la confesión escrita, la escuela del crimen y el paraíso
artificial que ya alimentara a Thomas de Quincey, Baudelaire, san Agustín o
el pequeño Rousseau (que adoraba los azotes). No obstante, el escritor inglés
también pertenece a un linaje de hombres sentados muchísimo más
importante. Como el Aristóteles de Dante, Wilkie Collins es, fue y será
«maestro de los que saben». Nacido en Inglaterra en 1824 y amigo íntimo de
Charles Dickens, Collins tiene el curioso mérito de haber sido un escritor
inmenso y rápidamente olvidado —por todos menos por Borges— que bien
pudiera ser considerado el fundador de la novela detectivesca contemporá-
nea. Aquejado de una extraña forma de artritis, se convirtió en un voraz
adicto al opio y escribió veintiséis novelas, entre las que destacan La dama
vestida de blanco, Antonina o la caída de Roma o No Thoroughfare, en colabora-
ción con Charles Dickens. Nunca perdió el sentido del humor (véanse los
despliegues opiáceos de su álter ego en el personaje de Francis Blake de La
piedra lunar) y se puede decir sin temor ni vergüenza ni cautela algunas que si
el resto de su obra resultara ser absolutamente infame (no es el caso), si
ninguno de sus otros libros mereciera otro destino que ser pasto de las
llamas, Wilkie Collins seguiría sentado y consumiendo opio en el noble
castillo de Dante. ¿Por qué? Por La piedra lunar, por el ejercicio magistral de
composición polifónica de La piedra lunar, por los personajes y las sombras de
La piedra lunar y, en particular, por el sargento Cuff, el inolvidable sargento
Cuff, un hombre sabio y valiente que amaba las rosas.

Arthur Conan Doyle


Estudio en escarlata (1887)

Sherlock Holmes es el detective de ficción más


famoso de todos los tiempos. Arthur Conan Doyle
es el creador de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle es, por
16
tanto, el creador del detective de ficción más famoso de todos los tiempos.
Hasta aquí, todos de acuerdo, como en el caso de la mortalidad de Sócrates.
A partir de aquí, en cambio, agárrense a la mesa o a la silla o a cualquier
objeto anclado con firmeza en el suelo de sus buhardillas, porque nuestras
opiniones comienzan a divergir. Y es que, bien mirado, ¿qué significa ser el
detective de ficción más famoso de todos los tiempos? ¿Qué implica desde
un punto de vista estrictamente literario ser el detective de ficción más
famoso de todos los tiempos? ¿Qué es eso de todos los tiempos? Y, sobre
todo, ¿a quién le importa lo más mínimo que Sherlock Holmes sea el
detective de ficción más famoso de todos los tiempos? Valiente pregunta.
Sherlock Holmes es, sin lugar a dudas, el detective de ficción más famoso de
todos los tiempos. Más famoso que Philip Marlowe y Sam Spade juntos. Más
famoso que Auguste Dupin y, desde luego, muchísimo más famoso que el
padre Brown, el sargento Cuff, Samuel Gorby o el detective Lecoq. Sherlock
Holmes es incluso más famoso que el modelo histórico de Lecoq, Eugène-
François Vidocq (Arras 1775 - París 1857), que gozaba de la dudosa ventaja
de ser real. En cualquier caso, lo cierto es que la fama le ha hecho un flaco
favor tanto a A. C. Doyle como a Sherlock Holmes. Como escritor, Doyle
vale más de lo que parece. Su modelo narrativo está agotado, eso está claro,
pero lo cierto es que todos los modelos se agotan antes o después y que
arrastran a sus pobres copias. Así que mi propuesta de lectura del primer
relato de A. C. Doyle en el que aparece la figura de Sherlock Holmes no es
más que una invitación, y mi invitación requiere un cierto esfuerzo: el
esfuerzo de restar importancia al hecho folletinesco de que Sherlock
Holmes es el detective de ficción más famoso de todos los tiempos y de que
su creador, sir Arthur Conan Doyle, es el creador de Sherlock Holmes.

Arthur Conan Doyle nació en Escocia en 1859 y murió en Inglaterra en


1930. Estudió Medicina, se doctoró, abrió una clínica de oftalmología a la que
nunca, repito, nunca entró paciente alguno, coqueteó con la política y la
novela histórica e intimó a fondo con el espiritismo y las ciencias ocultas tras
la muerte de su hijo mayor en el campo de batalla. Pero lo más importante no
es esto. Lo más importante, como de costumbre, es que Doyle escribió sin
pausa durante toda su vida y que, gracias a un personaje basado en uno de sus
profesores de la facultad de Medicina, se convirtió en el icono indiscutible y

17
en la cumbre más que discutible de la narrativa policial de todos los tiempos.
El profesor en cuestión es Joseph Bell, amante de los juegos y los métodos
deductivos. El personaje es Sherlock Holmes, un detective singular aficiona-
do al violín y a las pipas de tabaco, diestro en el manejo de los puños y el
razonamiento lógico y defensor a ultranza de una corriente de personajes
literarios que bien podríamos llamar la escuela espartana. Estudio en escarlata
es la primera novela de Arthur Conan Doyle y también la carta de presenta-
ción del detective Sherlock Holmes y de su leal acompañante, el Dr. Watson.
Dividida en dos partes, la obra recrea el escenario ficticio de un asesinato real
ocurrido en Londres por aquel entonces: el del panadero alemán Urban N.
Stranger. Una casa desierta, un cadáver sin heridas, agentes estupefactos de
Scotland Yard y una misteriosa palabra alemana escrita con sangre en la
pared, «Rache», es decir: «venganza». Estos cuatro elementos iniciales bastan a
A. C. Doyle para bosquejar —todavía con cierta rudeza— el carácter y el
estilo que posteriormente, sobre todo en El signo de los cuatro, Las aventuras de
Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville y Su último saludo en el escenario,
harán mundialmente famoso al detective más célebre de todos los tiempos
pasados, presentes y venideros. Seamos justos, además de suspicaces. A. C.
Doyle ha pasado a engrosar el mobiliario estandarizado de nuestras casas y de
nuestras bibliotecas con fortunas diversas. Aquellos que, además de ubicar el
grueso volumen de sus obras completas en el estante superior de la chimenea
artificial, se hayan dedicado a la lectura de, al menos, Estudio en escarlata,
sabrán apreciar que Holmes ofrece, en realidad, mucho más de lo que sugiere
su comercialidad y mucho menos de lo que anhela su memoria. Hay que leer
a A. C. Doyle al menos una vez en la vida y como mucho dos. Hay que leerlo
sin esperanza y, sobre todo, sin complejos.

18
Charles Dickens
El misterio de Edwin Drood (1870)

Chesterton nos lo ha enseñado todo. Chesterton es


como E. A. Poe. Nos lo ha enseñado absolutamente
todo. Chesterton es como Nabokov y como Jorge Luis Borges, un
hombre que sabe leer, un lector que, como todo buen lector en 1870,
se quedó con las ganas de leer el final imposible de El misterio de Edwin Drood, de
Charles Dickens. De hecho, Chesterton se quedó con tantas ganas que no tuvo
más remedio que exorcizar el aguijón o el demonio escribiendo un ensayo
sobre la última novela del maestro inglés, una novela bíblica y metafísica —si es
cierta aquella pamplina de que los últimos serán los primeros— pero, ante
todo, una novela policial de crimen y misterio. El misterio de Edwin Drood es la
última novela de Dickens porque Dickens se murió de repente y sin permiso
antes de terminarla, a los 58 años de edad en su casa de Gad’s Hill. El misterio de
Edwin Drood es la primera novela de Dickens si por primera entendemos la
primera novela policial de Charles Dickens, la primera novela en la que el
escritor inglés se da el capricho de narrar al modo de su queridísimo amigo
Wilkie Collins, relatar un desafío lógico y un misterio, un asesinato envuelto en
un ambiente opresivo y asfixiante que avanza con la agilidad de un gigante de
la literatura universal hacia la culminación de un final inesperado. Me da igual
lo que diga la crítica. La crítica es conservadora y, al contrario que el azar,
desprecia toda novedad. La crítica es asustadiza y no me importa lo más
mínimo: El misterio de Edwin Drood está a la altura de Grandes esperanzas y yo,
qué quieren que les diga, la prefiero sin remordimientos. Sueltos y rabiosos, los
perros seguirán ladrando ahí fuera. Ladrarán sin parar, dirán que Dickens
jamás debió rebajarse tanto, que nunca debió sucumbir a la tentación mediocre
del relato policial. Que ladren. Que ladren esos perros. Que sigan ladrando
mientras ustedes abren este libro y penetran en el fumadero de opio del East
End londinense y en el pueblecito más lúgubre de toda la historia de los
pueblecitos lúgubres: Cloisterham; que ladren mientras conocen ustedes a sus
extrañas y mohínas gentes, el cementerio, al sepulturero Durdles, la opresión,

19
el matrimonio, la angustia. El misterio de Edwin Drood es la historia de la desa-
parición de Edwin Ned Drood, un joven condenado al matrimonio con la
ingenua Rosa Bud. Su enlace había sido acordado tiempo atrás por los padres
de ambos. Pese a ellos, los jóvenes se resisten y prefieren dar rienda suelta a sus
verdaderos sentimientos. Edwin y Rosa rompen su compromiso, el joven
desaparece, no queda de él más rastro que un reloj y un prendedor de corbata
abandonado en el lecho del río que cruza el pueblo y la plétora de potenciales
asesinos emerge como una ballena en mitad del océano. Dickens no defrauda y
perfila personajes complejos e irresistibles como el tutor del joven Drood, el
maestro de música opiómano John Jaspers, enamorado en secreto de la joven
Rosa y firme candidato al papel de asesino, o los gemelos Helena y Neville
Landless, enamorados de los futuros esposos y candidatos también, en especial
Neville, al premio gordo de la rifa. El sepulturero Durdles, el canónigo
Crisparkles, la institutriz Twinkleton, el detective Datchery… Supongo que en
ellos pensaba Borges cuando predicaba el adjetivo «imperecederos» de los
personajes de Dickens.
Dickens nunca debió morir, como Catulo, y, sobre todo, nunca debió
dejar inacabada esta espléndida novela… Estoy bromeando. Por supuesto
que debió dejarla inacabada. A veces tengo la sensación de que Dickens se
murió para fastidiar al lector medio que de vez en cuando visitaba sus
novelas, o para fastidiar a Wilkie Collins, para obligarle a pelear con los
sacacuartos que trataron de convencerle sin éxito de que terminara la obra
de su amigo, o para reírse de la propia muerte. Dickens murió de un síncope
a los cincuenta y ocho años en su casa de Glad’s Hill para reírse de la muerte,
para pillarla a contrapié, para que la muerte entienda y sufra su propia
impaciencia. Y para acabar de una vez por todas con el imperio del desenlace.

Se dice pronto, pero Charles John Huffam Dickens es uno de los escritores
más importantes de la historia de la literatura universal. Hijo de una mujer de
clase media y de un hombre con tendencia al despilfarro, lector voraz,
autodidacta, niño empleado doce horas diarias en una fábrica de betún para
calzado a la que con gusto hubieran pegado fuego Marx y Engels, reportero,
cronista parlamentario, actor aficionado, padre de diez hijos, defensor
público de las prostitutas y los derechos humanos, amigo de Wilkie Collins,
lector, estímulo, aguijón de Roman Polanski y maestro de los intestinos, la

20
risa y los afectos. Si tuviera que escoger una frase de toda la literatura de
Dickens esa frase sería una frase de Roberto Bolaño en una reseña sobre 84,
Charing Cross Road, de Helen Hanff. Bolaño dice que, a veces, uno puede
encontrar en Hanff «el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las
mejores lágrimas son las que nos hacen mejores, y las mejores lágrimas,
asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa».

Émile Gaboriau
El caso Lerouge (1866)

Hacia finales del siglo XIX, el asesinato en París de la


viuda Claudine Lerouge empujaría a Émile Gabo-
riau a la redacción de su primera novela policial y,
con ella, a su inmediata inclusión en el panteón de los escritores
ilustres del legal thriller o el roman policier, como ustedes prefieran. La novela
narra las peripecias del singular Tabaret Tirauclair, detective aficionado y
proclive al tropiezo que se propone resolver el asesinato de Claudine
Lerouge, la viuda Lerouge, cuyo cuerpo muerto aparece tendido en el suelo
de su casa parisina, en mitad de un gran desorden y con evidentes signos de
violencia. La noticia es publicada en los periódicos. Valeria Gerdy, amiga
personal de Tirauclair y madre del pupilo de este último, muere inmediata-
mente de un ataque cardíaco al leer la noticia del asesinato de la viuda
Lerouge. Tirauclair acude a la residencia de la señora Gerdy con el fin de
revelar el vínculo entre ambas muertes. Descubre entonces que las dos
mujeres guardaron durante años un misterioso secreto cuyo desvelamiento
podría comprometer a reputados miembros de la aristocracia francesa de
finales del siglo XIX. El tono folletinesco y el trasfondo de la crítica social
permite a Gaboriau articular una novela excelente en la que se combinan con
agilidad y destreza el placer clásico de la paulatina resolución del misterio
con la crítica de las instituciones sociales y la falibilidad del sistema judicial.
21
Émile Gaboriau se parece a Chéjov, a Kafka, a Byron y a Perec. Se parece,
incluso, a John Keats y a Giacomo Leopardi. Se parece mucho, por desgracia,
y tan sólo en lo estrictamente biográfico: todos murieron demasiado pronto.
Por eso sorprende la versatilidad y la calidad vital de este francés nacido en
Saujon en 1832 que durante sus escasos cuarenta años desempeñó labores
tan dispares como las de empleado de aduanas, periodista en Italia y
colaborador de La pays y Le petit journal, militar destinado en África durante
años, escritor pionero del roman policier… Profundamente influenciado por
Balzac y Poe y versado en el arte.

E. W. Hornung
Ladrón de guante blanco (1899)

Es usted un caballero y un ladrón. Y, además, un


empresario. No lo parece, pero estoy hablando de
Raffles, el gentleman cambrioleur creado por E. W.
Hornung a finales del XIX cuyas andanzas se reúnen en cuatro
libros de relatos: Ladrón de guante blanco, La máscara negra, Un ladrón
en la noche y El justiciero Raffles. Hablo de Raffles, pero lo cierto es que podría
estar hablando de cualquier héroe antimoderno o de cualquier antihéroe
moderno o del mismísimo Roger Moore en El santo de Leslie Charteris, o de
Cary Grant interpretando a John Robie en Atrapa a un ladrón de Alfred
Hitchcock, el ladrón de joyas que conquista irremediablemente a la desafor-
tunada Grace Kelly en la Riviera francesa. En fin, mucho rizoma y poca raíz.
Más acertado sería buscar comparaciones en la biografía de Hornung y tratar
de entender por qué el cuñado de A. C. Doyle representa el reverso perfecto
de las buenas maneras de la Inglaterra victoriana de finales del XIX, y por qué
lo hace, además, en clave literaria y biográfica. Nacido en Middlesbrough en
1866, Hornung se convirtió en periodista poco antes de casarse con Cons-
tance «Connie» Doyle, la hermana del creador de Sherlock Holmes, y co-

22
menzar a hacer de sí mismo una perfecta antítesis de su cuñado y un
excelente representante de los naughty nineties de la Inglaterra victoriana,
herederos de Oscar Wilde y tenistas, bebedores y jugadores de cricket, cínicos
groseros exquisitamente elegantes, escritores de ficción aficionados al
crimen… Hornung era todas estas cosas. Todas menos bebedor, creo. Sobre
todo era escritor. Un escritor al que apenas leemos en la actualidad pero que,
como recuerda George Orwell en su ensayo Raffles y Miss Blandish, constituye
sin duda un referente de la literatura coloquial y la sátira social, magistral en
la factura de un ladrón sentimental y apuesto, un caradura irresistible
acompañado siempre por su fiel camarada Bunny —reverso, a su vez, del Dr.
Watson—. Ladrón de guante blanco es la presentación de esta pareja de
bribones románticos y de sus interminables fechorías, un referente tal vez
prescindible pero indiscutible del crime fiction y una excusa excelente para
dejar de lamentarse y leer como es debido.

Fergus Hume
El misterio del coche de punto (1886)

Nadie se acuerda de Fergus Hume y El misterio del


coche de punto. Ni siquiera Borges, que se acuerda
de casi todo y que, para demostrarlo, rescató a
Wilkie Collins del más sordo de los olvidos. Nadie se acuerda de
Fergusson Wright Hume. Los incautos dirán que la culpa la tiene
A. C. Doyle, como siempre; que la culpa es de Doyle o, si no de Doyle, de
Gaboriau, que cometió el delito de vender libros como rosquillas en
Australia y cuya popularidad sirvió de inspiración al bueno de Hume, un
hombre de leyes que quería hacer teatro y que terminó conformándose con
la publicación de una novela que los de Stanford no dudan en calificar como
«la novela de detectives más maravillosa del siglo», del siglo victoriano,
entiéndase. Lo cierto es que la culpa de que nadie se acuerde ya de Fergus

23
Hume y de su novela El misterio del coche de punto —excelente, oscura,
apetitosa, de callejón, sin miedo— la tienen más bien la geografía y el azar,
que siempre se han tirado los trastos. De no haber emigrado con cuatro
años a Nueva Zelanda y publicado El misterio… en Australia, Hume sería
recordado en nuestros días por delante de Gaboriau y por detrás de A. C.
Doyle —como siempre también, pero por los pelos—; Hume sería un
clásico si hubiera nacido en Francia o en Irlanda o en Italia, lejos de
Melbourne, en cualquier caso, y de las peligrosas calles de Melbourne, que
es donde comienza a bocajarro y sin contemplaciones esta obra indispensa-
ble. El conductor de un taxi descubre de repente que su pasajero está
muerto y que el hombre que lo acompañaba hasta hacía unos instantes ha
desaparecido sin dejar rastro. Nadie conoce la identidad del cadáver ni, por
supuesto, la del asesino. El detective Samuel Gorby tendrá que bucear en
los ambientes más sórdidos del paisaje urbano de Melbourne tratando de
descifrar un crimen que nos permitirá visitar la enrarecida atmósfera de la
ciudad, atravesando el ritmo nocturno del chantaje, la extorsión y el humo
denso de escenarios magistrales y asfixiantes diseñados por el abogado
Hume. La novela se convirtió inesperadamente en un auténtico best-seller,
hasta el punto de inspirar y animar la redacción del primer libro de sir
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata.
Tampoco nadie se acuerda ya de la naturaleza absolutamente
accidental de su éxito. Ansioso de reconocimiento popular y con el fin de
hacerse un nombre entre los dramaturgos australianos de la época, Fergus
Hume solicitó a un editor de cierto renombre su más sincera opinión: si
quieres vender —se le dijo—, escribe como Gaboriau, escribe novelas
negras, de misterio, con asesinatos, un poco de intriga, ambientes inquie-
tantes, incursiones en la mente del criminal, ¡¡Gaboriau, Gaboriau!! Ignoro
si Hume frecuentó a los criminales australianos y a sus peculiares mentes,
pero lo que a buen seguro frecuentó, lo que se trilló y sabe bien cualquiera
que haya leído su prefacio a la segunda edición de su mejor libro, es que
Hume habitó noches enteras en los bajos fondos de Melbourne, que se pasó
las horas vivas y también las muertas en Little Baker Street con el fin de
captar el tono rancio y exquisito de los arrabales y que, sin duda, lo
consiguió antes de regresar a Inglaterra y seguir escribiendo y morirse sin
más, como cualquiera, a los 73 años de edad y con más de cien novelas a sus

24
espaldas. Hay al menos diez razones de peso para leer este libro una y otra
vez. Me quedo con una, la más liviana: la sospecha de que el olvido sabe leer
y que, además, es un amante celoso, que selecciona a sus clásicos con el más
refinado de los olfatos.

Edgar Allan Poe


Los asesinatos de la calle Morgue (1841)

Habría que retroceder mucho y en griego, además,


para encontrar los orígenes de la fascinación
racional por el colapso de la razón. El nudo, la
contradicción, la aporía, el misterio. Habría que llegarse hasta el
enigma délfico y no perder de vista a Heráclito ni a Hegel ni al
mismísimo Nicolás de Cusa. Habría que ponerse serios y muy laberínticos
para comprender que la arquitectura matemáticamente perfecta que
encierra al minotauro no es más que una excusa, una estrategia de despiste, el
lugar geométricamente perfecto en el que habita la potencia irracional por
excelencia. El secreto. El horror. La vergüenza. De este viaje volveríamos
exhaustos. Volveríamos frustrados. Nos sonreiríamos al pensar que no era
necesaria tanta Creta ni tanto Heráclito para satisfacer nuestra sed de
contradicción, que la dialéctica no debe pasar siempre y sólo por el suabo más
pesado de todos los tiempos, y que el enlace mortal de la razón con su delirio
y su exceso está siempre tan cerca como un buen escritor catalogado en un
estante. Volveríamos de Delfos sabiendo que todos los griegos que importan
están en Baltimore, que todos los secretos relativos a la frágil membrana que
separa la razón del abismo también están en la narrativa gótica y policial de
Edgar Allan Poe, en el horror corvado, en el arte inigualable de Poe, tan
simple y certero como un disparo a bocajarro en el pecho de un hombre: la
inteligencia pura entregada al enigma de sus propios límites, el análisis
aplicado a la resolución matemática de la crueldad, el crimen y el horror, el

25
delirio poético del amor y la muerte sometidos a la métrica más comedida, al
rigor estético y la elegancia.

Edgar Allan Poe nació en Boston, Massachusetts, en 1809, y murió en


Baltimore, Maryland, en 1849. Apenas unos meses después de su muerte, ya
era considerado el padre del relato policial y el maestro indiscutible del
horror y la literatura gótica. Hijo de actores itinerantes, huérfano a los 3 años
de edad, miserable sin descanso, viudo, periodista, escritor, poeta, pionero
del relato de ciencia ficción, Edgar Allan Poe se tambaleó durante toda su
vida entre las paredes de un cuarto oscuro y maloliente en el que el amor, la
muerte, la escasez, la adicción, la enfermedad y la locura camparon a sus
anchas. Si uno consigue detener el paso y mirar con calma la obra completa
del norteamericano, observará sin esfuerzo que, por encima de toda
sofisticación gótica, por encima de la pesadilla, el crimen y el rigor científico,
se eleva probablemente uno de los mejores escritores de relatos cortos de
toda la historia de la literatura universal. Los crímenes de la calle Morgue es un
buen ejemplo de ello. Los cadáveres horriblemente mutilados de dos mujeres
aparecen en una habitación herméticamente cerrada de la parisina rue Mor-
gue. Auguste Dupin, el detective amateur de Poe que servirá de modelo al
mismísimo Sherlock Holmes, se hará cargo de la investigación ante la
incapacidad de la policía para resolver los asesinatos, conduciendo una
pesquisa de espectacular sofisticación lógica y analítica que desembocará en
la resolución brillante e inesperada de la aporía inicial. Junto con El misterio de
Marie Rôget, La carta robada y El escarabajo de oro, Los crímenes de la calle Morgue
configuran una constelación narrativa muy precisa en la literatura de E. A.
Poe: se trata de relatos policiales en los que la naturaleza del misterio queda
reducida al enigma puramente intelectual, el misterio es un problema, el
problema es un desafío intelectual y el desafío intelectual es siempre
susceptible de explicación científica y resolución. En ellos prima el compo-
nente lógico por encima del elemento metafísico y fantasmagórico caracte-
rístico de otras composiciones. Poe establece los cimientos del relato
detectivesco y muestra, con una elegancia que raya en lo insoportable, que la
razón humana no es más que exceso, exuberancia y apetito, un juego de
máscaras y cálculos perversos que nunca logrará satisfacer el hambre voraz y
sin objeto de un fondo irracional que nos empuja, nos arrastra y nos devora.

26
Maurice Leblanc
Arsenio Lupin, caballero ladrón (1907)

Maurice Leblanc y la palabra rocambolesco tienen


en común mucho más de lo que parece. Según el
Diccionario de la Real Academia Española, rocambolesco es un
adjetivo dicho de una circunstancia o de un hecho, generalmente
en serie con otros: extraordinario, exagerado o inverosímil. ¿Saben de
dónde viene el vocablo? Se lo cuento encantado: rocambolesco es un término
parecido a kafkiano, acuñado en relación a un personaje de ficción creado
por el escritor francés del XIX Pierre Alexis, vizconde de Ponson du Terrail.
El personaje en cuestión no es otro que el bueno de Rocambole, anteceden-
te literario de todos aquellos personajes detectivescos cuya singularidad
consiste en operar desde la dimensión más ambigua e incorrecta de la ley:
ladrones de guante blanco, detectives con malas artes, pícaros y caraduras
que, sin embargo, se enfrentan constantemente a poderes más oscuros que
ellos mismos. Rocambole es el padre de Raffles, como habrán adivinado.
Pero también es el padre de Arsenio Lupin, caballero ladrón con el que
Maurice Leblanc se ha ganado un asiento cómodo y bien mullidito en el
patio de butacas de los orígenes del género detectivesco. Abogado, médico,
conocedor de las lenguas clásicas más muertas y amante de la prestidigita-
ción, Lupin es un experto luchador marcial que domina el boxeo y el jiu
jitsu. Guapísimo, por supuesto, el personaje ha sido considerado por el
mismísimo Sartre un «Cyrano de los bajos fondos», un gentleman cambrio-
leur que resuelve con elegancia y astucia los casos más complicados con los
que debe enfrentarse el departamento de policía y que, por su parte, no cesa
de enfrentarse a individuos tan renombrados como el comisario Ganimard,
su clásico oponente, o el propio investigador británico Sherlock Holmes.
Arsenio Lupin, caballero ladrón es un conjunto de relatos que narra las
peripecias de este ladrón de guante blanco metido a detective ocasional que
deslumbra y divierte con su encanto, su sentido del humor y su extraordi-
naria inteligencia.

27
Maurice-Marie-Émile Leblanc nació en Ruán en 1864 y murió en
Perpiñán en 1941. Hijo de un constructor naval, estudió Derecho y trabajó
un tiempo en la empresa familiar. Más tarde se dio a conocer en París con
novelas analíticas, que le valieron la estima y la protección de Guy de
Maupassant. Leblanc alcanzó la fama por su personaje de Arsenio Lupin,
que apareció por primera vez en una publicación mensual llamada Je sais
tout entre 1905 y 1907, con el título de Arsenio Lupin, gentleman y ladrón.
Desde entonces, se dedicó casi exclusivamente a las aventuras de su héroe,
en innumerables novelas y recopilaciones de historias cortas.

28
LOS SABUESOS MÁS CLÁSICOS

Deliciosos y elegantes misterios ambientados en caserones de la campiña


inglesa, vetustos claustros universitarios o exclusivos cruceros. Asesinatos,
secuestros y robos millonarios que no quedarán sin solución, ni lo duden,
una vez entren en escena el padre Brown y compañía.
Margery Allingham
El tigre de Londres (1952)

De las muchas plumas pertenecientes a la edad dorada del crime


fiction británico, pocas serán recordadas por sus logros en el lado
oscuro. La mayoría lo serán por sus detectives, por sus escenarios,
por la complejidad de la trama y el impacto de la resolución, por el brillo, en
fin, del enigma. Pero muy pocas serán recordadas por la destreza en el arte de
la descripción del crimen y, menos aún, del criminal. Por la destreza, la
crudeza y la belleza en la representación del mal, Margery Allingham será,
sin duda, una de esas figuras. Y lo será gracias a Jack Havoc, un criminal
inolvidable, un asesino sanguinario e insaciable que abandona los escenarios
asépticos de Agatha Christie para sumergirse en la neblina de las callejuelas
londinenses de la posguerra. El tigre de Londres es la mejor obra de Allingham,
eso está claro, y en ella aparece el psicópata Jack Havoc acompañado de una
plétora de personajes imprescindibles combinados con singular destreza.
Meg Elginbrode está a punto de casarse con Geoffrey Levett cuando
comienza a ser víctima de una extraña forma de extorsión. Meg está
recibiendo anónimos que parecen sugerir que Martin, su difunto marido, no
está tan muerto como parece. Si Martin murió en la guerra, ¿por qué aparece
en esas fotografías recientes? ¿Y quién las envía? Simultáneamente, el cruel
asesino Jack Havoc ha escapado de la cárcel y vaga por las calles de Londres
como un coyote encerrado en una galería de arte. Los argumentos comien-
zan a multiplicarse y las historias de Meg y de Havoc, aparentemente
independientes, terminarán por estrellarse ante los ojos atentos del refinado
detective Albert Campion.

Margery Allingham nació en Inglaterra en 1904 en el seno de una familia de


escritores y amantes de la literatura. Aquejada de una disfunción del habla, se

31
convertiría desde muy pronto en una de las mejores representantes de los
mejores años de la edad dorada de la ficción criminal británica con obras
como Muerte de un fantasma, Más trabajo para el enterrador, Milla del misterio o
Peligro dulce. Su mayor logro poético se llama Albert Campion, uno de esos
detectives elegantes y afables que se quedan en la retina durante más tiempo
del esperado.

Nicholas Blake
La bestia debe morir (1938)

La bestia debe morir. El título es precioso, un título de resonancias


italianas que me recuerda a la estatua de Giordano Bruno en
Campo dei Fiori, la pira de fuego que devoró al autor de Expulsión
de la bestia triunfante, un título dantesco en el mejor sentido del término,
aquel que alude al poeta florentino en cuya Divina Comedia se basaron
Borges y Bioy Casares para su selección de los mejores títulos del relato
policial, El séptimo círculo. En la Divina Comedia, el séptimo círculo del
Infierno es el que Dante reserva a los violentos. Los violentos contra sí
mismos y contra Dios, contra la Naturaleza y contra la sociedad. El
minotauro es su suplicio. Borges y Bioy abren su antología con un título en
ocasiones considerado como una de las mejores obras del género detecti-
vesco de todos los tiempos. No digo que sí ni que no. El título es precioso y
la novela espectacular. Y, por si fuera poco, está íntegramente sumergido en
esa piscina oscura y apetitosa que los sabios llaman venganza. Por lo que a
mí respecta, es más que suficiente.
La bestia debe morir narra la historia de Frank Cairne, un escritor de
novela detectivesca cuyo hijo muere atropellado por un conductor que se
da a la fuga. Cairne, como Dante, llama a las puertas del Infierno y una voz
le dice que lo difícil es salir, que entrar en el Averno es tarea bien sencilla,
pero salir, mi querido amigo, eso ya es otra historia. Cairne no escucha la
voz de la Sibila y comienza a elaborar un plan perfecto para rastrear,

32
encontrar y eliminar al asesino de su hijo, una estrategia sofisticada y
sedienta de sangre que, sin embargo, desembocará en un estallido de
intensidad completamente inesperado para el lector. Me encanta este libro.
Me encanta el título, me encanta el tempo, me gusta irremediablemente el
apellido del detective Nigel Strangeways.

Nicholas Blake es el seudónimo del poeta Cecil Day Lewis, padre del
actorazo que todos recordamos y profesor de Poesía en la Universidad de
Oxford, nacido en Irlanda en 1904 y muerto en 1972. Lewis empleó el
nombre de Blake para escribir más de una veintena de novelas policiales
mientras coqueteaba con el activismo izquierdista y la compañía de W. H.
Auden. En 1968 fue nombrado Poet Laureate por la Corona británica en
sustitución de John Masefield. Escribió dos novelas infantiles y tradujo
Eneida, Bucólicas y Geórgicas de Publio Virgilio Marón, el guía de Dante en
los Infiernos.

John Dickson Carr


El hombre hueco (1935)

Sucede con frecuencia: autores norteamericanos pertenecien-


tes a las más diversas disciplinas deciden trasladar sus huesos, sus
tramas, sus guiones o sus exposiciones permanentes a suelo
británico. John Dickson Carr es uno de los mejores ejemplos de escritor
anglófilo estadounidense. En concreto es, con toda probabilidad, el novelista
norteamericano perteneciente a la edad dorada de la novela policial que más
personajes ha colocado en el Reino Unido y que lo ha hecho, además,
enfatizando las English manners tanto en el estilo refinado de sus obras como
en la selección de los contenidos y en la factura de los personajes. Dickson
Carr ha sido considerado uno de los maestros del así llamado «misterio de
habitación cerrada», que alcanza en El hombre hueco su grado de perfección
33
máxima. La novela cuenta con el detective predilecto de Carr y de sus
lectores, el excéntrico y más bien sibarita Dr. Gideon Fell, un lexicógrafo
gordo como un tonel que apenas puede caminar por su propio pie y que, sin
duda, constituye un homenaje de Dickson Carr a su admirado Chesterton.
La novela abre sus puertas en una taberna de Bloomsbury donde el profesor
Grimaud y unos amigos se deleitan conversando y bebiendo cerveza hasta
que son interrumpidos por un misterioso caballero vestido de negro. El
hombre les habla de un individuo aterrador que sale de su propia tumba y se
desliza por toda la ciudad sin ser visto, atravesando puertas y muros. El
misterioso caballero advierte al profesor Grimaud que ese hombre, ayudado
por un hermano al que puede invocar, amenaza con hacerle daño. Grimaud
se ríe en su cara como habríamos hecho todos (¿no?), pero unas noches más
tarde y, como era de esperar, el profesor aparece muerto en una habitación
cerrada a cal y canto. El hombre hueco, en efecto, parece haber penetrado en
su habitación atravesando toda resistencia sólida para desvanecerse después
del crimen. El Dr. Fell tendrá que ocuparse de éste y de otro caso misterioso
en el que un hombre ha sido encontrado muerto en mitad de la nieve sin
pistas ni huellas a su alrededor. Carr desenvuelve la trama como si se la
estuviera explicando a un niño pequeño, al niño pequeño que siempre
seremos, ese que abre la boca y los ojos con estupor, miedo y esperanza
mientras termina el espectáculo.

Muchos se preguntan por qué Carr cultivó el estilo de la escuela británica y


por qué ambientó sus mejores obras en suelo inglés. Bien, buena pregunta.
Tal vez sea tan sencillo como que John Dickson Carr nació en Estados
Unidos en 1906 pero vivió buena parte de su infancia en el Reino Unido. Hijo
de un congresista estadounidense por el estado de Pensilvania, Carr admiró,
estudió y ejerció el género detectivesco en su vertiente más clásica y firmó
numerosas obras bajo los seudónimos de Carter Dickson, Carr Dickson y
Roger Fairbairn. Escribió una biografía de A. C. Doyle que le valió el primero
de sus dos Edgar Awards. En 1963 sufrió un ataque cerebral que paralizó por
completo el lado izquierdo de su cuerpo. Me gusta imaginármelo escribien-
do con una sola mano y sin descanso durante los últimos 14 años de su vida.
Divertido, jugando a ser gentleman, atusándose el bigote a derecha e izquier-
da como un jugador de cricket.

34
G. K. Chesterton
La inocencia del padre Brown (1911)

Me siento al ordenador con la intención de hablar de Chesterton


y me invade la tristeza. No puedo hablar de Chesterton. No sé
hacerlo. Quién sabe hablar de Chesterton con la elegancia y la
inteligencia que merece el orondo más brillante de todos los tiempos. No
estoy a la altura de honrar a Chesterton, así que voy a contarles la historia del
naufragio de mi prima Ana. Ana se fue de viaje a Colombia. En Colombia
conoció a Marcel, un joven ingeniero francés que llevaba cinco años
recorriendo Latinoamérica y viviendo en una embarcación que él mismo
había construido en su país natal. El barco se llamaba Father Brown. Ana
conoció a Marcel y Marcel le dijo:« ¿Subes?» y ella subió y se enamoró y deci-
dió quedarse en mitad del mar con su marinero francés hasta que la vida
decidiera pincharles la pompa de jabón. Marcel le explicó a Ana que Father
Brown era lo que más quería en su vida y que el nombre del barco procedía de
las historietas de su escritor favorito, un tal Chesterton, del que Ana había
oído hablar en sus años de instituto. Aquella noche, en mitad del océano,
Marcel habló de Chesterton sin parar. Habló durante horas mientras avan-
zaban en paralelo a veinte kilómetros de las costas de Cuba. Después se
retiró al camarote y dejó a Ana en cubierta haciendo guardia, pensando en
Chesterton y escuchando el sonido indescifrable de la ausencia de la tierra.
Ana se durmió. Sin querer se quedó dormida. Father Brown se desvió con un
golpe de viento y chocó contra unos arrecifes de coral. Ana cuenta que el bar-
co se hundió en apenas diez minutos y que Marcel, a salvo ya ambos en el
bote salvavidas, contempló en silencio y entre lágrimas cómo el padre
Brown desaparecía para siempre ante sus ojos.
—¿Volverás a leerlo alguna vez? —le dijo.
Marcel no contestó.
Chesterton ha escrito numerosas historias detectivescas al mejor estilo
clásico. Las mejores están protagonizadas por el inimitable padre Brown. Al
menos las que a mí más me gustan. Chesterton era un escritor omnívoro,
como Nietzsche y Montalbán, así que su obra está repleta de extrañas
maravillas: desde una biografía de santo Tomás hasta un estudio impresio-
35
nante sobre la condición religiosa del ser humano, pasando por la historia de
Inglaterra y la metafísica especulativa de la teología medieval. Entre tantos
diamantes, también hay piezas de intriga policial lo suficientemente buenas
como para habilitarle al gordo Gilbert un asiento preferente en el panteón
olímpico de la ficción criminal. Las piezas son muchas, así que, por el
momento, agarren La inocencia del padre Brown, en la que aparecen numero-
sas historias protagonizadas por este detective-sacerdote católico siempre
atento a las debilidades del alma humana y con un olfato y un gusto excelente
para las paradojas, los puzles y las soluciones. El padre Brown tiene ayudante,
por supuesto, un ladrón convertido en detective privado llamado Flambeau,
y con su ayuda tratará de desvelar los casos más inverosímiles, desde la
identidad de un asesino aparentemente invisible que no deja huellas ni en la
nieve hasta el caso de un criminal que consigue hacerse ver practicando sus
ritos religiosos en el momento justo en que su víctima es asesinada. Las
cincuenta historias protagonizadas por Brown tienen la virtud de la regla de
oro: Chesterton sitúa a Brown siempre y sin excepción a ambos lados del
abismo, la razón del investigador y la motivación del criminal. Recuerden
aquella escena en la que el asesino, desenmascarado por la inteligencia
clarividente del sacerdote, que parece leer su mente, le pregunta asustado:
—¿Es usted un demonio?
—No soy más que un hombre —replica el cura—. Y es por eso que
llevo en mi corazón a todos los demonios.
Descendiente eclesiástico de Sherlock Holmes, el padre Brown se ha
convertido en un clásico de maletín de primeros auxilios. No vaya sin él a
ningún sitio. No salga de casa sin Brown. Viaje con él hasta que el mar decida
arrebatárselo de las manos.

Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874 y murió en Beaconsfield


en 1936, en el seno de una familia de clase media. Fue bautizado en una
pequeña iglesia anglicana llamada St. George. Hombre gordo, enorme,
Chesterton medía un metro y noventa y tres centímetros y pesaba alrededor
de ciento treinta y cuatro kilos, lo cual ha permitido la gestación de alguna que
otra famosa anécdota: durante la Primera Guerra Mundial una mujer
londinense le preguntó al escritor por qué no estaba «afuera en el frente».
Chesterton replicó: «Si da usted una vuelta hasta mi costado, verá que en

36
realidad sí lo estoy». Siempre le imagino peleando con el pequeño Bernard
Shaw, ambos con pantalones cortos y el pecho descubierto. De cultura tan
inmensa como su propio cuerpo, Chesterton sabía de casi todo (menos de
mitología nórdica, al decir de Tolkien). Aficionado al ocultismo y obsesiona-
do con la búsqueda de la verdad, se dedicó en cuerpo y alma a los escritos
patrísticos. Agnóstico, anglicano y, por último, católico. Cuentan sus biógra-
fos que se reía mucho, con una sonoridad contagiosa y agradable que contras-
taba con su aspecto indestructible. Publicó cerca de cien libros y demostró,
como Overbeck, que la certeza sobre la existencia o inexistencia de Dios no
concierne a los seres humanos. Tan sólo nos ha sido dada la pregunta. Ches-
terton es un escritor peligroso. Lo leemos y durante un par de horas olvida-
mos que apenas sabemos pensar, que no entendemos nada, que somos
borreguitos fáciles de convencer, esquilar y ejecutar. Pasan las horas, terminan
los libros de Chesterton y uno se queda en mitad del océano, desamparado,
mirando alrededor en busca de un punto de referencia.

Agatha Christie
El asesinato de Roger Ackroyd (1926)

Tan ingenuo como excesivo sería ignorar las palabras que


Raymond Chandler dedica al arte literario de Agatha Christie.
Esas palabras vehiculan una crítica generalizada a la que la escritora
inglesa ha estado sometida desde las primeras horas de su fama internacio-
nal: el carácter aséptico de sus escenarios, el laboratorio absolutamente
inverosímil en el que se despliegan sus misterios, la mediocridad narrativa,
la pobreza de sus diálogos… Todos queremos a Raymond Chandler y
37
algunos, además, estamos convencidos de que tiene razón. Pero esto no
significa, ni muchísimo menos, que debamos menospreciar la posición que
Agatha Christie (1890-1976) ocupa en el mapa internacional de la novela
detectivesca: el máximo exponente de lo que se ha denominado la edad
dorada de la narrativa policial inglesa o el paradigma tradicional. ¿Y en qué
consiste ese paradigma? Pues, precisamente, en el énfasis en todos aquellos
aspectos de la narración y los contenidos que Chandler, que admiraba y
envidiaba a Hammett, consideraba insoportables e intolerables, y que, en
el caso de El asesinato de Roger Ackroyd, la mejor de entre las obras tempranas
de la escritora británica, emergen en todo su esplendor. La señora Ferraris
aparece muerta víctima de una sobredosis de somníferos. Un año más
tarde, su marido sufre igual destino aquejado de lo que, según los médicos,
no ha sido más que una gastritis aguda. Pero Carolina Sheppard, hermana
del médico del pueblo y narrador de la historia, el Dr. Sheppard, está
convencida de que en ambos casos se trata de un asesinato. La situación se
hace insostenible cuando Roger Ackroyd, adinerado hombre de negocios y
terrateniente del pueblo, aparece asesinado en su propia casa después de
una fiesta con una daga tunecina hundida en el cuerpo. Los sospechosos se
multiplican y sólo la intervención del detective Hércules Poirot, vecino del
doctor Sheppard y recién llegado al pueblo con la intención de cultivar
vegetales, conseguirá desvelar quién está detrás de los asesinatos. Agatha
Christie comenzó a despegar internacionalmente con esta temprana
novela gracias a su extraordinaria habilidad para construir tramas comple-
jas en las que un tempo creciente de misterio, asfixia e intriga terminan por
ofrecer al lector la satisfacción —simple, tal vez, fácil, sin duda, pero muy
placentera— de un desenlace completamente inesperado. Es muy posible,
como decía, que Chandler tenga razón en casi todo, pero tal vez también
sea cierto que el valor de aquello que merece elogio exija un perímetro. El
perímetro en el que Agatha Christie se convierte en una escritora digna y de
lectura obligada es precisamente ése, el del escenario aséptico y el puzle
infantil, el de su extraordinaria destreza para elaborar argumentos y
edificios de fascinante precisión que harán las delicias de cualquier lector
amante de, por qué no, la vieja escuela y la edad dorada de la novela
detectivesca.

38
Agatha Mary Clarissa Miller Christie Mallowan nació en Torquay,
Inglaterra, en 1890 y murió en Cholsey, Inglaterra, en 1976. Estudiante y
amante de la danza, el canto y el piano en su juventud, trabajó como
enfermera en un hospital durante la Primera Guerra Mundial y se casó dos
veces, la primera con un aviador con rango de coronel del Royal Flying
Corps, y la segunda con el arqueólogo Max Mallowan, con quien recorrió
los países de Oriente Medio coleccionando escenarios para sus novelas. Su
fama es inmensa y excesiva, como toda fama, y sin duda está ligada a la
creación de Miss Marple y Monsieur Hercule Poirot, detective belga en
quien, como nos recuerda Arthur Hastings en El misterioso caso de Styles, «la
pulcritud de su vestimenta era casi increíble; creo que una mota de polvo le
habría causado más dolor que una herida de bala». No digo más.

Erle Stanley Gardner


El caso de la mecanógrafa asustada (1956)

Se ha difundido entre la crítica la opinión de que Erle Stanley


Gardner es un pésimo novelista. Rex Scout, por ejemplo, el creador
de Nero Wolfe, coleccionista de orquídeas y sin duda el detective
más terco, gordo y alcohólico del gremio, llegó a afirmar que las novelas en
las que aparecía Perry Mason no podían siquiera calificarse de «novelas». A
pesar de los delirios de Scout, lo cierto es que Perry Mason, abogado más
que detective y personaje creado por Gardner en la década de 1930, se ha
convertido en uno de los personajes más célebres de la narrativa policial de
todos los tiempos. Un abogado criminalista que saltó del ámbito de la letra
impresa al universo televisivo en los años 50 y los 60 y que, encarnado por el
mítico Raymond Burr, continúa anclado en la memoria visual de espectado-
res viejos y viejísimos de la segunda mitad del siglo XX. Perry Mason ha
protagonizado más de cuarenta libros de Gardner. En todos ellos encontra-
mos un mismo patrón: clientes con problemas acuden al abogado Mason,
39
un púgil dialéctico-forense absolutamente imbatible que despliega sus
mejores artes en el terreno de los juzgados, golpeando inesperadamente a
sus adversarios con el desvelamiento de una clave inesperada en la resolu-
ción del caso, que casi siempre se decanta a su favor. Casi siempre, en efecto.
No siempre. El caso de la mecanógrafa asustada constituye, además de la única
desavenencia judicial en la carrera de Perry Mason, la más ágil de todas las
creaciones de Gardner y, con toda probabilidad, la que mejor expresa el
talento, el genio y el estilo del escritor norteamericano. Poco tiempo
después de ingresar en el despacho de Perry Mason como mecanógrafa,
Mae Willis desaparece misteriosamente convirtiéndose de inmediato en la
principal sospechosa de una serie de robos ocurridos en el edificio. Unos días
más tarde, Mason acepta la defensa de un hombre acusado de asesinato y
para ello deberá seguir la pista y encontrar rápidamente a la desaparecida
mecanógrafa, en cuya tarea le asistirán su secretaria, Della Street, y el
detective privado Paul Drake.

La metáfora pugilística empleada más arriba parece gratuita, pero no lo es.


Erle Stanley Gardner (1889-1970) fue un abogado y escritor norteameri-
cano que, mucho antes de enfundarse la pluma y la toga, había sido
expulsado de la Universidad de Valparaíso (Indiana) por agredir a un
profesor —quién sabe si por motivos loables y estrictamente intelectua-
les— y era conocido por su participación directa en la organización de
veladas ilegales de boxeo. El joven Gardner pronto advirtió hasta qué
punto podría beneficiarle un cierto conocimiento del sistema legal
norteamericano, y terminó ejerciendo la abogacía a partir de 1911. El mo-
vimiento fluido entre el ámbito jurídico y el terreno literario le permitió
aplicar sus conocimientos al terreno de la novela policial. El ritmo
compulsivo de su producción escrita (más de cincuenta novelas entre las
que destacan El caso del diario de la nudista, El caso de la rubia con el ojo
amoratado o El caso de la silueta insinuante y colaboraciones en Argosy o la
legendaria Black Mask junto a Chandler, Hammett, Hugo B. Cave o Carroll
John Dayly) le ha convertido en uno de los autores de ficción policial más
exitosos del siglo XX norteamericano.

40
Geoffrey Household
Animal acorralado (1939)

Existe un fuerte vínculo imaginario entre la ciencia ficción, las


lecciones de ética práctica y los juegos dialécticos de los amantes
en la fase de encantamiento. En todos ellos, los condicionales con-
trafácticos juegan un papel fundamental. ¿Los qué? Los condicionales
contrafácticos, la recreación de situaciones imposibles y contrarias al
verdadero discurrir de los acontecimientos que suelen plasmarse en
preguntas como ésta: ¿qué hubiera pasado si…? ¿Si qué? Si uno hubiera
tomado esa decisión que nunca tomó, si hubiera girado a la derecha en
lugar de a la izquierda, si le hubiera dicho a su mujer que la engañó sin
querer con aquella cabaretera espectacular. Ya ven por dónde voy. Philip K.
Dick lo plantea con delicadeza o con crudeza, no estoy seguro. Con ambas
a la vez, probablemente y conociendo al bueno de Philip. ¿Recuerdan? Me
refiero, por ejemplo, a El hombre en el castillo. Novelón lo miren por donde lo
miren. Obra de arte con mayúsculas que fantasea y coquetea con los
contrafácticos: ¿qué habría pasado si los alemanes y los japoneses hubieran
ganado la Segunda Guerra Mundial? Los amantes en fase amatoria,
decíamos: «¿Te imaginas, amor, que no me hubiera subido aquella tarde en
ese vagón de metro? Estuve a punto de no hacerlo, te lo juro, ¿crees que nos
habríamos encontrado de todos modos…? ». Bien, no perdamos la calma.
Fuera el merengue. Estamos aquí para hablar de Geoffrey Household y de
su mejor construcción narrativa, Animal acorralado, la historia de un
hombre que quiso cambiar el mundo asesinando a un dictador loco y
sanguinario que se parece peligrosamente al señor Hitler. El salvador de la
humanidad es un individuo inglés aficionado a la caza que decide emplear
sus habilidades cinegéticas y su puntería en la eliminación del mentado
dictador. ¿Ingenuo, verdad? Pues no. Parece un argumento estúpido para
una novela floja, cuando lo cierto es que se trata de un argumento aparen-
temente estúpido para una novela intensa, emocionante y fabulosa. Lo que
son las cosas. ¿Cómo es posible? Muy sencillo. Primero: el juego como
premisa. El protagonista de la novela es un deportista, insisto, aficionado a

41
la caza, que se propone un desafío o un experimento: comprobar si sería
capaz de generar las condiciones de posibilidad necesarias y suficientes
para matar al dictador europeo; si podría organizar el golpe con tal destreza
que pudiera verse a sí mismo en la situación de no tener más que apretar el
gatillo. La premisa inicial nos hace pensar que no pretende hacerlo.
Segundo: en la ejecución de su plan, el tipo es descubierto por la guardia del
dictador, torturado, vejado y encerrado, pero consigue escapar y regresar a
Inglaterra, donde descubrirá que sigue siendo perseguido y que no tiene
más remedio que quitarse del medio. Tercero: catábasis, la bajada a los
infiernos. Household sumerge literalmente a su personaje bajo tierra,
obligándole a vivir como un animal subterráneo, además de racional, para
conservar la vida, empujándole a una espiral de cuestionamientos ético-
psicológicos absolutamente inesperados. Qué más puedo decir. Un inglés
que juega a los contrafácticos y termina hablando solo bajo tierra pregun-
tándose si, llegado el momento, habría sido capaz de no apretar el gatillo.

Geoffrey Household nació en Bristol en 1900. Licenciado en Letras


Inglesas por la Universidad de Oxford, secretario confidencial del Banco de
Rumanía, vendedor de plátanos en España, creador de guiones radiofóni-
cos y enciclopedias para niños, miembro de los servicios de inteligencia
británica durante la Segunda Guerra Mundial, amante de la ciencia ficción,
de Conrad y de Stevenson. Murió como un caballero inglés, en Oxford-
shire, en 1988.

Michael Innes
¡Hamlet, venganza! (1937)

Imagínense a un catedrático de Literatura Inglesa merodean-


do los claustros oxonienses entre clase y clase. Imagínenlo
ensimismado, de camino a cualquier aula para explicar el monó-
42
logo de siempre o comentar la Oda a un ruiseñor del joven Keats, enterrado
entre romanos. Un hombre que anhela llegar a casa después de su jornada
erudita y desenfundarse la toga con el único fin de enfundarse una diversa y
menos literal, un seudónimo, por ejemplo, un nombre falso como Michael
Innes que permita al eminente profesor dedicarse en cuerpo y alma a la
composición y redacción de historias de detectives. Ese hombre se llama
John Innes Mackintosh Stewart (1906-1994) y no es difícil suponer que los
claustros de Christ Church dejaran en él su huella, que los años de docencia
del señor Stewart en universidades australianas y europeas imprimieran
sello en su quehacer literario y que, por esa misma razón, las obras del
profesor con seudónimo estén repletas de referencias bibliográficas, citas,
guiños y homenajes eruditos a los grandes clásicos de la literatura
universal. Sin duda, el mejor regalo literario que puede hacernos Innes y el
mejor de sus homenajes a la literatura inglesa que tan bien conocía es
¡Hamlet, venganza!, mi preferida entre sus más de 50 novelas policiales,
protagonizada por el glorioso y cultivado detective John Appleby. Una
novela que siempre me ha recordado a cierto relato extraño y muy inglés
del señor Julio Cortázar, «Instrucciones para John Howell», en el que las
tablas de un teatro sirven al argentino para homenajear una vez más la falsa
distinción entre la realidad y la ficción. ¡Hamlet, venganza! también es la
historia de un asesinato sobre el escenario. Situada en uno de los paisajes
predilectos de la edad dorada de la literatura detectivesca, una fiesta
organizada en una casa de campo, la novela se articula en torno a una
representación teatral. Durante la fiesta, un grupo de actores aficionados
interpreta Hamlet, de William Shakespeare. Lord Auldearn, que interpreta
a Polonio, será asesinado sobre el escenario de un disparo en el mismísimo
instante en que Shakespeare hace a Hamlet apuñalar por error al chambe-
lán detrás de un tapiz. A partir de ese momento, el inspector Appleby se
verá obligado a desplegar sus mejores artes en la resolución de un crimen
cuya dinámica y desvelamiento están magistralmente ajustados al ritmo
propio del drama shakespeariano.

Michael Innes, seudonimo de John Innes Mackintosh Stewart, nació en


Edimburgo en 1906. Estudió Filología y Literatura Inglesa en el Oriel
College de Oxford y en 1929, tras su graduación y con apenas 23 años de

43
inconsciente activo, se trasladó a Viena durante un año con el fin de pro-
fundizar en el universo del psicoanálisis freudiano. Fue profesor en las uni-
versidades de Leeds (Reino Unido), Adelaida (Australia) y Oxford (Reino
Unido) y, a juzgar por el tono y la calidad de sus obras, murió con buena
cara. En su célebre Bloody Murder, Julian Symons llegó a considerarle el
primer ejemplo de aquella singular escuela «bromista» o «farceur» de la
narrativa detectivesca británica, una corriente literaria que elude el exceso:
el exceso de seriedad en la consideración de sus propias obras y en la
configuración de sus personajes (algunos de ellos marcadamente inverosí-
miles) y el exceso en la construcción de la trama. Además de ¡Hamlet,
venganza!, lean sin pestañear Appleby's End y The Daffodil Affair y, para los
idólatras, Myself and Michael Innes.

Ngaio Marsh
Muerte de un payaso (1957)

La culpa es de la crítica, supongo, y del mito de la manzana de


Paris y la leyenda del espejito. Espejito, espejito, dime quién es la
más hermosa de todo el reino o si no lo sabes, si no tienes ni idea de
quién es la más hermosa del condado porque nada de lo humano te es ajeno
excepto la sensualidad, y te pasas el día leyendo novela negra, entonces dime al
menos quién es la mejor escritora de ficción detectivesca de todos los tiempos.
La culpa es de la crítica, que a menudo nos presenta a los grandes nombres
sorteados según credenciales sexuales y acaba, como es natural, en un estallido
de chorradas de proporciones bíblicas. Como si Ngaio Marsh, Dorothy L.
Sayers, Margery Allingham y Agatha Christie sólo pudieran competir entre
ellas, como si las así llamadas «cuatro reinas del crimen» no fueran más que un
puñado de damiselas enfurecidas luchando por el primer puesto en un con-
curso de belleza. Sinceramente, no me imagino a Ngaio Marsh en un
concurso de belleza. Me la imagino en un teatro, eso sí. El teatro fue su

44
hábitat, su imperio y su dominio. Me la imagino interpretando y conduciendo
el Otelo de Shakespeare o Seis personajes en busca de autor de Pirandello, eso sí
que me lo imagino. Pero no, desde luego, un concurso de belleza. Es cierto
que Marsh es una de las máximas representantes de la época dorada de la
novela negra en las décadas de los 20 y de los 30. Pero la razón de su rango
nada o muy poco tiene que ver con su condición femenina. Tiene que ver con
los escenarios teatrales en los que a menudo ubicó sus tramas; tiene que ver
con la creación del inspector Roderick Alleyn, hombre culto y urbanita,
caballero sagaz amante de la pintura y de las pintoras; tiene que ver con su
extraordinario olfato y su habilidad para describir en profundidad el english
way of life en todas sus facetas. Y tiene que ver, por último, con la mejor de sus
treinta y dos novelas negras, La muerte de un payaso, una historia divertida y
dinámica que a uno le gustaría que le contaran de viva voz, sin prisas, en una
velada interminable, deliciosa y llena de misterio. La muerte de un payaso nos
sitúa un paso más allá de los ya clásicos escenarios de la época dorada: una villa
excesiva e imaginaria, un ritual conocido como la danza de los cinco hijos
celebrado anualmente durante el solsticio de invierno, una decapitación
simulada con la que suele culminar la liturgia pero que esta vez, y ante la mi-
rada atónita de los aldeanos, se ejecuta con absoluta fidelidad, separando la
cabeza del tronco de la víctima. El inspector Alleyn se verá envuelto en una
espiral macabra y entretenidísima en la que la cultura popular, el aroma
arcaico combinado con las elegantes maneras inglesas y los bailes sacrificiales
completan uno de los mejores escenarios jamás pisados por Ngaio Marsh.

Ngaio Marsh nació en Nueva Zelanda en 1895 y dedicó las mejores horas
de sus 86 largos años a la escritura y al teatro. Ha sido considerada una de
las mejores plumas de los años felices de la novela negra (Opening Night,
Final Curtain, Enter a Murderer y la misma Off With His Head lo demues-
tran), y su labor como renovadora e impulsora de las artes escénicas
neozelandesas la ha convertido en uno de los hitos culturales de su país.

45
Dorothy L. Sayers
Los secretos de Oxford (1936)

Se me van los ojos. Confieso que me pongo a escribir sobre las


virtudes de la narrativa detectivesca de Dorothy L. Sayers y no
puedo evitar cierta tendencia transgresiva, me quedo con las ganas
de insistir en sus dotes de traductora y conocedora de las lenguas muertas.
Se me van los ojos sobre todo a su traducción de la Divina Comedia de Dante,
quien, si no me equivoco, ya se ha paseado por estas páginas. ¿Se puede
traducir la Divina Comedia y, a la vez, ser una escritora clásica de ficción
detectivesca? ¿Se puede traducir la Divina Comedia y ser mejor escritora de
ficción detectivesca que la mismísima Agatha Christie? ¿Se puede seguir
siendo actual cuando tus personajes están anclados en el modelo británico
del detective elegante e impoluto que no prueba una gota de alcohol en
comparación con los borrachuzos del hardboiled? Se puede, sí. Claro que se
puede. Y si no me creen, hagan ustedes estas cuatro cosas: lean la traducción
de Sayers de la Divina Comedia, lean Los secretos de Oxford, observen a lord
Wimsey y, por último, compárenlo con Hercule Poirot. Por supuesto que se
puede.
Los secretos de Oxford reúne en un mismo escenario a dos grandes
personajes de Sayers, lord Peter Wimsey, la figura estelar de su narrativa
policial, un investigador aficionado de largos dedos musicales y extraordina-
rias dotes intelectuales que ha creado escuela más allá de la sombra de Doyle
y nuestra queridísima Agatha, y Harriet Vane, objeto de amor y devoción de
lord Wimsey, cuyo primer encuentro en Strong Poison parece hallar por fin
resolución en Los secretos de Oxford. Harriet se ha convertido en una fabulosa
novelista después de permanecer ausente de la vida de Wimsey durante
cinco o seis años y decide regresar a Oxford. Wimsey y Harriet se hacen
proposiciones de matrimonio y otros excesos en latín. Y, por si eso no
bastara, se involucran en un misterio imposible en el que un poltergeist es
capaz de recitar de memoria versos de la Ilíada. En el interior de un colegio
femenino de la Universidad de Oxford comienzan a aparecer misteriosos
mensajes amenazantes que atemorizan al alumnado. Harriet, antigua

46
alumna de ese mismo colegio, es invitada por su directora con el fin de
resolver el caso, para lo cual contará con la ayuda de su amado Wimsey. Una
novela trepidante, repleta de acción detectivesca en el mejor estilo clásico,
no exenta de crítica social y de reivindicaciones de género por parte de una
mujer demasiado inteligente y mordaz para aquellos años raros de la
Europa de entreguerras.

Dorothy L. Sayers nació en Inglaterra en 1893. Traductora, humanista,


erudita, hija del capellán de la Christ Church de Oxford. Experta en Dante y
en literatura medieval, se permitió el placer y el lujo de asesinar literaria-
mente en Veneno mortal al hombre que le rompió el corazón, el novelista
John Cournos. Sus novelas de detectives superan con mucho algunos de los
clásicos indiscutibles de su amiga y rival, Agatha Christie. Gozó de la
amistad de Mr. Chesterton. Habló con él. Se rieron juntos en infinidad de
ocasiones de los paganos y de sí mismos. Murió en 1957 de un infarto
cerebral a los sesenta y cuatro años.

47
HARDBOILED: TIPOS DUROS, CHULOS Y SOLITARIOS

Hablamos de Sam Spade, de Philip Marlowe, de Lew Archer y de su


maravillosa plétora de hijos bastardos, marcados a fuego por la violencia y
la soledad. Hombres que recorren los callejones de la tristeza sin miedo ni
esperanza. Pero con un revólver siempre a mano.
W. R. Burnett
La jungla de asfalto (1949)

—¿Papá, de dónde vienen los gánsteres?


—Los gánsteres vienen de Ohio, tesoro. Los gánsteres
vienen de W. R. Burnett.

La culpa de todo la tiene el cine. Eso está claro. El cine es nuestra derrota. El
cine es una confabulación, como decía Gena Rowlands borracha como una
cuba en una escena de cocina que veo de vez en cuando en Minnie y
Moskowitz de John Cassavetes. Somos incapaces de leer sin ver, de ver sin
recordar, de recordar sin volver a imaginar. Y lo que leemos es ya siempre lo
que hemos visto. El cine es mi derrota porque cuando empecé a leer novela
negra ya había visto todo el cine negro que hay que ver para mantener la
cabeza alta y la alegría —¿cómo era aquel verso de Mallarmé…? «La carne
es triste y ya la he visto en todas las películas del cine negro»—. De modo
que cuando abrí La jungla de asfalto de W. R. Burnett, en realidad ya había
leído a Burnett, ya había visto su guión tras la mano de Houston en el filme
de 1950. Ya tenía en la retina al criminal Rheimenschneider y a su abogado
Emmerich; ya había observado con detenimiento y placer físico al brutal
Dix Hanley interpretado por Sterling Hayden y al elenco criminal que lo
acompaña, a Louis Calhern, Jean Hagen, James Whitmore, Sam Jaffe y a la
novatísima Marilyn Monroe. Cuando leí La gran evasión, Wake Island, Atajo
al infierno y, sobre todo, High Sierra, ya había visto a un Bogart inmenso
como casi siempre interpretando a Roy Earle. Goethe tenía razón, como
Aristóteles, y sabía que en el principio no era el verbo sino la acción y que la
acción ha venido filtrada para tantas generaciones por el blanco y negro. La
pregunta que uno debe hacerse ahora, después del tono fúnebre, es si en
realidad importa quién fue primero, si el huevo o la gallina, si Burnett o
51
John Houston, si el personaje horizontal del relato escrito o el bidimensio-
nal de la gran pantalla. Cuando me hago esta pregunta, siempre llego a la
misma conclusión. Es una pregunta estúpida, una mierda de pregunta que,
lejos de confundirme, me consolida en la defensa de mis muchas conviccio-
nes y mis escasos principios: W. R. Burnett es el padre de todos los gánsteres
de este mundo, de los narrados y de los filmados. Nosotros, los adictos al
género y, sobre todo, los adictos a las crook stories, no hacemos más que errar
por el universo burnettiano como planetas o canicas o casquillos de bala.
Si quieren saber de dónde vienen los gánsteres, les propongo que
lean a Burnett y vean mucho western. Les propongo que lean La jungla de
asfalto. Si no han visto la película de Houston, no la vean todavía. Y si ya la
han visto, véanla otra vez antes de leer esta magnífica historia en la que un
gánster que les resultará tan familiar como su propia madre sale de prisión
y comienza a planear meticulosamente el atraco a una joyería con su
polifónica banda. Una obra maestra.

William Riley Burnett nació en Ohio en 1899 y se trasladó a Chicago en


1927. Conoció de primera mano el mundo de la ley seca, los personajes
sedientos, los asfixiados, los ahogados por el alcohol, los guardaespaldas,
los usureros, los policías corruptos, los policías corruptos borrachos y
usureros, los vividores, todo el ruido de fondo que crepita sinfónico en
Little Caesar, que es algo así como la matriz o el huevo cósmico del cine
negro. Se pasó a los guiones, Scarface entre ellos, y comenzó a explorar la
delgada línea roja que separa al bienhechor del gánster con una destreza y
un estilo tan singular que los adictos más grandes del celuloide (Cimino,
Ford, Hawks, Eastwood y el gran Nicholas Ray) adoptaron sus textos para
la realización de algunas películas inolvidables. Después de todo, tal vez
Cassavetes se equivoque y el cine no sea el culpable de todas las cosas. Tal
vez la culpa la tenga Burnett, que sin duda está en el infierno como un rey
escribiendo a las órdenes de James M. Cain, Raymond Chandler y Dashiell
Hammett.

52
James M. Cain
El cartero siempre llama dos veces (1934)

Si tuviera que escoger mi propia ruina, elegiría el precipicio, de


eso no hay duda, pero no sé si el precipicio Lana Turner en la
versión de Tay Garnett protagonizada por Joy Garfield, o el
precipicio Jessica Lange en la versión en color de Bob Rafelson con Jack
Nicholson como protagonista. ¡Bullshit! En realidad lo tengo clarísimo.
Aunque empezara a ver la tele en blanco y negro, realmente soy un hijo del
color y me cuesta, como a todos, resistir sin escalofríos y otros delitos físicos la
memoria de Jessica Lange embadurnada de harina empuñando un cuchillo
sobre la mesa de la cocina en la versión de Rafelson. Elegiría el precipicio
Jessica Lange. No se hable más. Toda la literatura detectivesca de James M.
Cain es un tratado sobre los precipicios, un elogio de la pendiente, un
diccionario del declive, un manual del descenso a los infiernos, un mapa de la
fascinación por despeñarse y un encomio de la caída. Por lo general, la caída
de un hombre que lo echa todo a perder por una mujer irresistible y que, por
lo general también, se mancha las manos de sangre y se convierte en un cri-
minal o, al menos, en cómplice de una mujer fatal capaz de empuñar un
cuchillo y seducir a un perdedor con la misma intensidad. Ese y no otro es el
argumento de la obra estelar de Cain, un título que sin temor a equívoco
puede ser considerado una de las cinco novelas negras más influyentes de
todos los tiempos. Una novela que ha sido llevada a la gran pantalla en tres
ocasiones (Garnett, Rafelson y Visconti en Ossessione, 1940) y que, por esa
misma razón, podría ser malinterpretada o, al menos, desperdiciada. Podría
parecer que la fascinación ejercida por la tensión visual de Garnett y Rafelson
agota la grandeza de esta obra. Craso error. Daría mi vida por el precipicio
Jessica Lange, pero he de reconocer que la obra de M. Cain es, si cabe, aún
más irresistible, más tentadora, que duele más y que duele donde debe doler,
en los intestinos, en las vísceras, y no en la conciencia. El cartero siempre llama
dos veces es la historia de una mujer que seduce a su amante para asesinar a su
marido con nefastas consecuencias para todos, sobre todo para el marido.
Como un regalo olímpico y con mala leche, Frank Chambers (¿recuerdan la
voz de ella diciendo su nombre: «Frank…»?) se baja de una camioneta en un
53
pueblo californiano cualquiera, justo enfrente de un diner familiar dirigido
por el inmigrante griego Nick y por su bella mujer Cora (¿y lo recuerdan a él
diciendo el nombre de ella?). Frank y Cora protagonizan un choque sexual
que parece un terremoto pero que en realidad es un cataclismo y una plaga
bíblica y un incendio en mitad del bosque. Un incendio que les empuja a
planear el asesinato del bueno de Nick y a entrar en una espiral endiablada de
engaños, rencores, celos y espanto, una espiral que ambos observan con
detenimiento sentados en un mirador desde el que puede verse el fin del
mundo. Después Cora se levanta y se va. Y Frank se queda allí, solo, fumando,
mirando el fin del mundo con los ojos muy abiertos.
Toda la intensidad erótica y el suspense condensados en las películas de
Garnett, Rafelson y Visconti no bastan para anestesiar el impacto ético y
estético que produce la lectura de este librito. Admiro a James M. Cain por
encima de todas las cosas. Me fascina hasta el punto de que si Jessica Lange
nunca hubiera existido, si Rafelson no hubiera rodado esa película con la
incursión textual de David Mamet, seguiría teniendo El cartero siempre llama
dos veces por duplicado en mi biblioteca y, sin dudarlo, sería el libro que me
llevaría a ese banco fuera del tiempo desde el que contemplar el fin del
mundo, los cataclismos, los terremotos, la muerte y el adulterio.

James M. Cain nació en Maryland en 1892. Hijo de un profesor y de una


cantante de ópera, desde niño mostró un interés especial por dedicarse a la
canción. Su madre le dijo que no era lo bastante bueno, que su voz no daba el
tono, nunca estarás a la altura, James. Así que James se puso a estudiar y
después se alistó en el ejército y se fue a pegar tiros a Francia durante el
último año de la Primera Guerra Mundial. Cuando pienso en James M. Cain
me lo imagino con gafas y vestido de soldado, agazapado en una trinchera
cantando arias y maldiciendo a su madre y al mundo entero y jurando
venganza. Algún día me vengaré de todos vosotros y escribiré una de las
mejores novelas negras de todos los tiempos. ¿Y después, James? Después
seguiré cantando en mi trinchera.

54
Raymond Chandler
El sueño eterno (1939)

Hay quien dice que Raymond Chandler es Dios. Supongo que


lo dicen porque Dios fuma en pipa y trasnocha y le gusta
importunar a las mujeres y, además, multiplica los cadáveres y
los peces. Supongo que quieren decir que Chandler sólo hay uno, que Chan-
dler es el más grande, que sin Chandler nada tendría sentido, que moriría-
mos sin más y que nuestros huesos descansarían bajo la tierra leve sin razón,
sin tiempo y sin historia. Me parece injusto decir que Chandler es Dios. Me
parece excesivo. Tennessee Williams es Dios. Friedrich Nietzsche es Dios.
Raymond Chandler no es más que el mejor escritor de novela negra de todos
los tiempos. Y además existe.
El sueño eterno es la primera novela de Chandler, la introducción al
universo poético de un lector inteligente y flexible de Hammett que
conocía la historia del género y que comenzó a interesarse por pensar en el
interior del mismo, por sentir desde dentro el latido constante de la ficción
detectivesca. El tempo de la ficción comienza con Chandler si es cierto que
el tempo de la ficción detectivesca comienza con Philip Marlowe, el
investigador privado y anómalo que Bogart convertiría en icono de la
cultura norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Marlowe es un
personaje. Chandler es un pensador. Marlowe es un detective privado.
Chandler es un analista descarnado y sincero. A Marlowe le preocupan la
justicia, la seducción, el dinero y el whisky a partes iguales. Chandler sólo
quiere escribir, escribir sobre la ciudad contemporánea, delatarnos a todos
en el interior del organismo de un animal omnímodo gobernado por las
relaciones económicas y la incomunicación afectiva.
Marlowe es un tipo al que si le dices «háblame de ti» en un bar de
carretera o en un club de jazz, te responde cosas como éstas:

«Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este


trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un
jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me

55
ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y
algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par
con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres
muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo un día en un
callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi
oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los
días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto
el suelo».

Chandler es distinto:

«Me sentía tan hueco y vacío como el espacio entre las estrellas.
Cuando llegué a casa me serví un whisky muy abundante, me situé junto a
la ventana abierta en el cuarto de estar, escuché el ruido sordo del tráfico en
el bulevar de Laurel Canyon y contemplé el resplandor de la gran ciudad
enfurecida que asomaba sobre la curva de las colinas a través de las cuales se
abrió el bulevar. Muy lejos subía y bajaba el gemido como de alma en pena
de las sirenas de la policía o de los bomberos, que nunca permanecían en
silencio mucho tiempo. Veinticuatro horas al día alguien corre y otra
persona está intentando alcanzarlo. Allí fuera, en la noche entrecruzada
por mil delitos, la gente moría, la mutilaban, se hacía cortes con cristales
que volaban, era aplastada contra los volantes de los automóviles o bajo sus
pesados neumáticos. A la gente la golpeaban, le robaban, la estrangulaban,
la violaban y la asesinaban; gente que estaba hambrienta, enferma,
aburrida, desesperada por la soledad o el remordimiento o el miedo;
airados, crueles, afiebrados, estremecidos por los sollozos. Una ciudad no
peor que otras, una ciudad rica y vigorosa y rebosante de orgullo, una
ciudad perdida y golpeada y llena de vacío».

El sueño eterno es una historia enrevesada, una madeja brillante pero


atropellada, sin duda, tan buena o tan mala como el El largo adiós, pero es la
primera novela de Chandler y me gustaría sugerir que la lean antes que
todas las demás. ¿Por qué? Porque si no han leído a Chandler y lo hacen
ahora, no podrán evitar seguir leyendo. Y cuando lo hagan, experimentarán
el placer enorme del proceso de crecimiento y maduración de Philip

56
Marlowe. Marlowe acude a la residencia del general Sternwood, un militar
retirado y paralizado en una silla de ruedas que, al parecer, está siendo
chantajeado por un pornógrafo con el fin de encargarse de unas deudas de
juego que su hija menor ha adquirido de manera imprudente. Todos
mienten, como siempre, y Marlowe se ve envuelto en un juego de extorsio-
nes, asesinatos y mentiras en el que la hija mayor del general, Vivian
(Lauren Bacall, ¿cómo pudiste hacerme esto?), ejerce el papel del imán o del
pozo o de las fauces, uno de los tres. El argumento gira en torno a la
desaparición del marido de Vivian y la proliferación de personajes, drogas,
ambientes, disparos y afectos es espectacular. Pero el argumento es lo de
menos. Háganme caso. En la literatura de Chandler el argumento siempre
es lo de menos. Lo de más es Los Ángeles, el olor de LA, el sabor de LA; lo
que más importa en la literatura de Chandler es la lógica serena del
derrumbe, la dialéctica entre el desamparo y el honor, entre el desamparo y
el sexo, entre el desamparo y la necesidad de configurar un código bélico de
uso urbano que nos permita disfrutar y morir a tiempo. Raymond Chand-
ler no es Dios, queridos amigos. Raymond Chandler no es Dios ni falta que
le hace.

Raymond Thornton Chandler nació en Chicago en 1888 y murió en


California en 1959. Soldado, amante de Inglaterra, empleado de banca,
periodista, ejecutivo, acosador de secretarias, suicida frustrado, alcohólico
indiscutible, ensayista —El simple arte de matar merece un lugar limpio y
visible en cualquier biblioteca—, escritor lento y laborioso, cínico y sutil,
escritor impresionante, escritor inimitable o imitable a un precio tan alto
como el ridículo, la mofa y el olvido eterno… Todo lo que pueda decirse de
Raymond Chandler es poco o es excesivo. Me quedo con dos o tres detalles
que me ha contado mi rubita. Chandler se casó con Cissy, una mujer
dieciocho años mayor que él a la que cuidó hasta el fin de sus días y a la que
amó por encima de todas las cosas. Chandler odió a Billy Wilder desde el día
en que el director de El apartamento le mandó cerrar una ventana haciendo
un gesto con su bastón: «Ray, la ventanita…».

57
James Hadley Chase
No hay orquídeas para Miss Blandish (1939)

¿Se acuerdan cuando les dije que E. W. Hornung había sido


encumbrado a la fama de la novela detectivesca por méritos
propios, pero también porque George Orwell lo había
elogiado en su ensayo Raffles y Miss Blandish? ¿Sí? No pensarían que iba a
conformarme con el ladrón de guante blanco y dejarles sin saber quién es
Miss Blandish. Por supuesto que no. Miss Blandish también merece los
respetos de Orwell, y, con ella, su creador, el escritor inglés James H. Chase.
En su ensayo, Orwell reivindica el estilo y la elegancia de un personaje como
Raffles frente al exceso de sexo, intensidad ilícita y violencia que caracteriza el
relato cruel del secuestro de una joven y rica heredera por parte de la banda
del psicópata Slim Grissom y su madre. La novela conoció tal éxito, y el
escándalo se expandió tan pronto que, en sucesivas publicaciones, el autor
decidió rebajar el tono irreverente y aparentemente inmoral del original y
ceder a las exigencias pazguatas de cualquier lector distraído de Orwell. En
efecto, en ese mismo texto Orwell califica de «brillante» una novela que tal
vez esté fuera de juego en nuestros días, pero que contiene todos los ingre-
dientes necesarios para la inmersión sin botella de oxígeno: secuestro,
asesinato, violación y, por supuesto, mi preferido, la construcción de una
relación psicoanalítica y perversa entre el viciosillo psicópata Grissom y su
impositiva madre.

James Hadley Chase es el seudónimo del escritor inglés René Brabazon


Raymond, nacido en Londres en 1906 y muerto en Courseux en 1985. Hijo de
un coronel de la Armada británica, cursó estudios en Calcuta y llegó a
convertirse en piloto líder de escuadra de la Royal Air Force. Amigo de
Graham Greene y lector voraz de James M. Cain, Raymond decidió dedicarse
a la novela negra después de leer El cartero siempre llama dos veces. Al parecer,
Chandler le denunció por plagio y tenía razón. De ser cierto el rumor, no nos
queda más que encerrarnos a llorar en el cuarto de baño y repetir entre
sollozos: «¡¿por qué, Chase, por qué lo hiciste?! ». Un hombre que ha escrito No
hay orquídeas para Miss Blandish no necesita plagiarse más que a sí mismo.
Mundo raro.
58
David Goodis
Disparen sobre el pianista (1956)

No importa quién seas ni qué religión profeses. Si te han


pegado un tiro de noche en Filadelfia, siempre encontrarás
un tugurio al que llegar arrastrándote y en el que caerte
muerto. En ese tugurio habrá putas, chulos, borrachos y maleantes, pero
sobre todo y sin excepción, habrá un hombre taciturno tocando el piano. No
sé muy bien por qué, pero Disparen sobre el pianista de David Goodis me
recuerda a una película excelente y extraña de Sam Peckinpah, excelente
como Grupo salvaje o La huida, pero mucho más extraña: Traedme la cabeza de
Alfredo García. Al comienzo de la película, Warren Oates —inmenso como
siempre— está sentado a un piano con una camisa hortera a más no poder y
uno le ve y le escucha y tiene la sensación de que ese individuo procede de
una edad dorada, que es un coloso o un titán y que su aspecto casi desprecia-
ble, irrisorio, su aroma de perdedor embadurnado en miseria sólo puede ser
señal de que ese pianista es un dios que se ha despeñado desde el Olimpo sin
apenas darse cuenta. La misma sensación me producen los primeros
compases de la novela que prefiero de David Goodis. Edgard Webster Lynn
era una de esas divinidades urbanas que ruedan por una pendiente hasta caer
en el vertedero, un antiguo concertista de piano que brillaba como una
estrella enorme en las veladas del Carnegie Hall. Pero todo eso pertenece al
pasado. Un pasado enterrado en ese vertedero, un pasado oculto y olvidado
detrás del piano, entre putas, chulos, borrachos y maleantes. Un pasado del
que, con un poco de suerte y mucho alcohol, uno llega a olvidarse hasta que
tu propio hermano entra herido de bala por la puerta de tu nueva vida de
mierda. La noche en que su hermano entra malherido en el tugurio en el
que Eddie toca el piano, el dios despeñado sabe que no puede seguir
corriendo. Eddie ayuda a su hermano a escapar de los matones que le
persiguen y en ese momento sabe que también él deberá seguir huyendo.
Todos huyen, hasta Lena, una prostituta adorable y de gran corazón, la
única amiga de Eddie Lynn, el único espacio sagrado que le resta a un
hombre que no supo pegarse un tiro en el momento adecuado.

59
David Loeb Goodis nació en Filadelfia en 1917 y murió cincuenta años
después internado en un manicomio en el que había ingresado por decisión
propia. Estudió Periodismo, escribió una novela que sabe a Hemingway por
los cuatro costados —Retreat from Oblivion—, se mudó a Nueva York, escribió
más, escribió para radio, cine y televisión, escribió seis años para la Warner,
escribió mucho y muy bien, alcanzó cierta fama con el texto que serviría a
Dalmer Daves para filmar Sendas tenebrosas en 1946 con Bogart y Bacall.
¿Qué le pasó a David Goodis? Supongo que se sintió solo, que se sintió más
solo que un perro y débil como un niño enfermo cuando se dio cuenta de
que en Hollywood nadie le tomaba demasiado en serio, que sus guiones eran
retocados a placer por los productores, que sus colegas lo consideraban un
escritor resultón completamente prescindible. Volvió a casa exhausto y
dolorido con treinta y tres años. Volvió a Filadelfia con sus padres y comenzó
a escribir novelas de bolsillo, folletines de basura para los quioscos, se ocupó
de su hermano esquizofrénico y comenzó a sucumbir al alcohol y a sí
mismo, a la muerte de su madre y de su padre, al desierto. Cuando murió, el
7 de enero de 1967, en el Albert Einstein Medical Center de Filadelfia, todos
sus libros (Retreat from Oblivion, Dark Passage, Cassidy's Girl, The Moon in the
Gutter, Nightfall… diecisiete en total con su firma y otros tantos con seudó-
nimo) estaban descatalogados de las librerías norteamericanas. Goodis era
un escritor que parecía un filósofo existencialista, un experto en el arte de lo
angosto, un Camus con pistola, un Sartre con resaca. El tiempo le ha puesto
en su sitio. Pero decir eso es decir nada y, además, nunca consuela a los
muertos. Goodis murió solo como un perro y nadie se enteró de nada a su
alrededor. Por suerte, los muertos siempre salen de sus tumbas. Y si no salen,
los críticos avispadillos como John Sallis se ocupan de sacarlos con mucho
gancho: «En California había alquilado un sofá en casa de un amigo por
cuatro dólares al mes, y allí vivía. Condujo el mismo destartalado Chrysler
descapotable durante la mayor parte de su vida de adulto. Vestía los mismos
viejos trajes hasta que se convertían en harapos, y entonces los teñía de azul
para seguir poniéndoselos».

60
Joe Gores
Spade & Archer: antes de «El halcón maltés» (2009)

Además de complejos, uno tiene sus debilidades. Con


apenas veinte años comencé a aficionarme a una serie de
televisión que recuerdo con amor filial y con cierto regocijo:
Remington Steele. Siempre me pregunté quién estaba detrás de los guiones
de Remington Steele ¿La recuerdan? ¿Recuerdan la serie? ¿Recuerdan a Pierce
Brosnan? Bien. Olviden a Pierce Brosnan. Brosnan no estaba mal —mejor,
en todo caso, que en la última de Polanski— pero a mí me gustaba ella,
Stephanie Zimbalist. Me enamoré perdidamente de Stephanie Zimbalist, y
cuando se me pasó el arrobo, cuando comencé a recuperar cierta autono-
mía y a desprenderme del influjo de mi amada bidimensional, entonces
comencé a disfrutar verdaderamente de aquella serie de detectives privados
en clave de humor que posponía perversamente el encuentro sexual entre
ambos protagonistas. Joe Gores estaba detrás de aquellos guiones. El
mismo Joe Gores que avala series como Kojak, Magnum, Mike Hammer o
Colombo. El mismo Gores que se ha atrevido a escribir una novela que
rastrea los orígenes del detective Sam Spade, tratando de dar respuesta a
todas esas preguntas que, como recuerda James Ellroy, quedan sin respon-
der en las últimas páginas de El halcón maltés. Tal vez el coraje literario tenga
que ver con el coraje cotidiano; tal vez coraje no haya más que uno, aunque
se diga de muchas maneras, y lo más probable es que el impulso que llevó a
Gores a escribir Spade & Archer: antes de «El halcón maltés, el impulso y la
fuerza de esta novela digna de reverencia, lo más probable, digo, es que todo
eso tenga que ver con el hecho aparentemente accidental de que ambos,
tanto Hammett como Gores, fueron verdaderos detectives privados. Gores
nació en Minnesota en 1931, trabajó durante doce años como private eye y,
hasta la fecha, ha sido en tres ocasiones merecedor del prestigioso Premio
Edgar. Ha escrito más de una quincena de novelas entre las que destacan
Gone, No Forwarding, Hammett —en la que se inspiraron Coppola y
Wenders—, Wolf Time, Dead Man y la ya mentada Spade & Archer: antes de
«El halcón maltés». El relato mitológico de los orígenes de Spade, protagonis-

61
ta de la que para muchos fue la primera novela existencial norteamericana,
configura un perfil asombrosamente sólido y coherente de aquello que
Dashiell Hammett dejó deliberadamente en la sombra: ¿quién es Sam
Spade? ¿Cómo consiguió este hombre alcanzar ese talante escéptico, esa
destreza en el arte del desencanto y la eficacia, ese coraje de día y de noche,
sobrio y sereno, sutil y despiadado? Gores ha confesado repetidas veces que
no quiere ser considerado un discípulo de Hammett. Lo sea o no, lo cierto
es que el encanto de esta novela debe ser complementado con otros libros,
en concreto con su extraordinaria serie articulada en torno a una agencia de
detectives de San Francisco, la DKA (Daniel Kearny Associates), formada
por el propio Kearny, Patrick Michael O’Bannon, Bart Heslip, Larry Ballard
y Gisèle Marc. Novela detectivesca de primera línea, fresca, con sentido del
humor y un grado de suspense entre enigmático y asombrosamente común
que uno se queda con las ganas de calificar de «astuto» o de «conveniente» o
de «actual» e incluso de «dinámico» e «indispensable». Recomendable, en
todo caso, muy recomendable, como el visionado ligero de Remington Steele
y la señorita Zimbalist, por cuya existencia Joe Gores siempre tendrá un
lugar en mis plegarias.

Dashiell Hammett
La llave de cristal (1931)

Raymond Chandler llegó a insinuar que podía perdonarle


cualquier cosa a un hombre que hubiera escrito El halcón
maltés. ¿Qué quería decir Chandler? ¿Que Hammett está
condenado? ¿Que Hammett es un pecador? ¿Que, exceptuando El halcón
maltés, el resto de la obra de Hammett no vale nada? ¿Que nunca ha habido ni
habrá en el terreno de la novela negra un fogonazo tan certero, tan cegador,
tan delicioso y fugaz como Dashiell Hammett? ¿Quería decir tal vez que le

62
hubiera gustado a él escribir El halcón maltés y darse a la bebida y perderse
para siempre y culminar excesos, perseguir mujeres, dilapidar fortunas y
bailar con la muerte hasta caerse redondo? Creo que Chandler idolatraba,
envidiaba y compadecía a Hammett a partes iguales, y que su admiración
descansa en el valor estético y político del realismo descarnado y desencanta-
do con el que Hammett dibuja la sociedad capitalista contemporánea y las
redes de poder omnímodo que la atraviesan. Lo que no creo es que haya que
perdonarle nada a Dashiell Hammett. No creo que Hammett necesite
redención alguna ni que, en caso de necesitarla, dicha redención se la
otorgara El halcón maltés. Si lo que queremos es perdonarle sus pecados,
seamos rigurosos y digamos sin miedo que El halcón maltés es una obra de
arte absolutamente magistral en su género, pero que La llave de cristal es
mejor, muchísimo mejor. Penúltima novela del hombre de Chinatown
—como ya recordara Wim Wenders en una película insuficiente basada en
una novela exquisita de Joe Gores—, la cuarta, después de Cosecha roja, La
maldición de los Dain y el mentado halcón, y la última antes de El hombre
delgado. Por aquel entonces, Hammett ya estaba acabado y ya era el mejor. La
llave de cristal no hace más que expulsar de su organismo, con delicadeza, el
único resultado posible de una lógica narrativa marcada por la inteligencia,
una inteligencia con mayúsculas que concibe el ámbito urbano como una red
de relaciones de poder en la que se alternan los altercados emocionales con
las intrigas políticas, los asesinatos, las extorsiones y la soledad. Inteligencia
con mayúsculas porque Hammett ha entendido que nadie es inocente y que
la libertad no existe más que en los libros de historia, que el poder se ejerce y
que moldea a los individuos, que estamos sometidos a cadenas invisibles, que
el dinero, y no el rayo, es lo que impera y que es necesario saber emplear el
verbo y los puños, por este orden.
La acción de La llave de cristal se sitúa en el ambiente preelectoral de una
ciudad anónima cercana a Nueva York. Dos bandas rivales luchan por
hacerse con el control de la ciudad y colocar a sus respectivos candidatos, el
senador Henry y Bill Roan, en la cúspide del poder. El detective Ned
Beaumont se verá obligado a investigar el asesinato del hijo del senador
Henry, y este descubrimiento podría alterar intensamente los resultados
electorales. Beaumont se sumerge literalmente en el cuerpo de la ciudad
configurando un perfil detectivesco hasta entonces inaudito en el terreno de
la novela negra. Lejos de perpetuar el modelo clásico del inquisidor analítico
63
y frío que, emplazado en un contexto aséptico y lejano —las villas, las
mansiones, los caserones en mitad del campo— se aproxima al crimen como
a un problema estrictamente lógico, Hammett verbaliza por primera vez el
carácter hediondo de las fuerzas socioeconómicas y puramente pasionales
que atraviesan, provocan o explican el crimen, convirtiendo a este último en
uno más entre los múltiples senderos de una trama que se parece peligrosa-
mente a la vida, la vida sucia y pestilente, la vida pasional, nocturna, la vida
intensa y liminal de los bajos fondos que ya no queda reducida a la resolución
de un acertijo, sino narrada con una crudeza y un desencanto feroces, sin
contemplaciones. La llave de cristal nos presenta a Beaumont, un guardaes-
paldas lacónico e inteligentísimo a años luz de distancia del cirujano
reflexivo e impoluto que ejecuta un proceso racional sin ensuciarse las
manos, un sujeto que denuncia sin tapujos a una sociedad corrupta donde
los gánsteres son los verdaderos gobernantes y los políticos y las personas
que éstos designan son meras marionetas a su servicio.

Dashiell Hammett nació en Maryland en 1894. A los veintiún años entró a


formar parte de la agencia de detectives Pinkerton, donde adquirió la
experiencia necesaria del mundo y de sí mismo que trasladaría a todas sus
novelas. Tuberculoso, alcohólico, veterano de las dos guerras, militante
izquierdista, sospechoso de comunismo, escritor indispensable que adquirió
la fama tan rápido como se arrinconó en un prolongado silencio, un silencio
de tres décadas en el que le acompañaría tortuosamente Lillian Hellman,
lectora de guiones y aspirante a dramaturga. Después de 1934 y tras la
publicación de cuatro novelas —todas ellas excelentes y alguna verdadera-
mente espectacular— y un conjunto de relatos, Hammett sucumbe al
deterioro salvaje y, hasta su muerte, acaecida treinta años más tarde, no
vuelve a escribir nada digno de mención. ¿Perdonar a Hammett? No hay
nada que perdonarle a Dashiell Hammett. Hammett creó a Sam Spade, que
dormía en pijama y nunca tenía miedo; creó a Ned Beaumont, un bebedor,
un jugador, un tipo duro con debilidad por las mujeres y el dinero fácil, un
hombre cínico y leal obsesionado con el honor. Dashiell Hammett escribe
como un golpe en los riñones, un golpe meditado y de bella factura en la
boca del estómago, el puñetazo en la boca que nos merecemos todos sin
excepción. Hasta Raymond Chandler. Y con eso basta.

64
Ross Macdonald
El expediente Archer (2007)

Es rara, la vida. Piensen en Ross Macdonald, por ejemplo.


Doctor por la Universidad de Michigan en 1951 gracias a
una tesis doctoral sobre Samuel T. Coleridge («Había una
vez un barco...»), uno de los componentes del triunvirato indiscutible de
la novela negra junto con Hammett y Chandler, un escritor fascinante
capaz de crear al detective Lew Archer, un hombre que muere en 1983
aquejado del mal de Alzheimer, sin memoria de sí mismo. La vida es muy
rara o todo lo contrario. La vida apesta. Pero no nos pongamos dramáti-
cos. La vida apesta a veces. Otras veces huele que alimenta. ¿Cuándo?
Cuando uno se da de bruces, por ejemplo, con un volumen que recoge
todos los relatos protagonizados por el detective Lew Archer o cuando se
da de bruces con El blanco móvil o El caso Galton. Me atrevo a decir que
Archer hará las delicias de cualquier lector desorientado que nunca haya
leído un relato de Hammett ni de Chandler. Me atrevo a decir que Archer
hará las delicias de cualquier lector desorientado y sin nada que perder
que jamás haya leído novela policial. No obstante, creo que el placer bru-
tal que produce Ross Macdonald no procede únicamente de Ross
Macdonald. El placer de Ross Macdonald es el placer que produce la
visión del panóptico, el placer de la pieza musical cuando uno aprende a
distinguir las violas de los violines y las tubas, el placer del hipertexto y de
las películas de Woody Allen ambientadas en Nueva York, esas que has
visto tantas veces que empiezas a ignorar a los personajes y a fijarte en los
escenarios, en las calles, en el fabuloso compendio urbano que reside e
impera, en el arte de tejer, propio de abuelas, moiras e hilanderas. La
literatura de Ross Macdonald se disfruta más cuando se advierte quién y
cómo es Lew Archer, un detective engendrado por Hammett, criado por
Chandler y desperezado por Macdonald. Lew Archer es lo que Gilles
Deleuze llamaría un egiptólogo, un descifrador, un instrumento de
decodificación criminal. Archer sabe que los puños no bastan, ni los
puños ni las frases lapidarias, ni siquiera la inteligencia es suficiente para
acabar con el crimen. Con el crimen no se acaba, qué ingenuidad. Con el
65
crimen se convive, con el crimen se duerme y se folla y se bebe y uno se
levanta y el crimen sigue ahí; uno sale de casa y el crimen sigue ahí, en el
trabajo, en el subsuelo, en los pasillos del metro, en las hipotecas, en las
aulas, en los quirófanos, en los despachos, sobre todo en los despachos. El
crimen sigue siempre ahí, indescifrable. Supongo que la grandeza del
personaje creado por Macdonald consiste en asumir los propios límites,
en integrar el error en su metodología y comprender. Comprender. Eso es
lo que quiere Archer. ¿Así que Archer es un hermeneuta? Eso lo han dicho
ustedes, no yo. Archer es el hijo de Chandler y el nieto de Hammett, pero
de algún modo va más allá de ambos por la sencilla razón de que el tiempo
pasa y la novela negra se mueve, que el espacio se metamorfosea, el poder
se sofistica, la infamia evoluciona y nosotros, pequeños bípedos pringa-
dos, además de implumes, no podemos sino leer entrecortadamente el
hilo de la trama. Hagámoslo bien, al menos, como Archer, con sentido del
humor, que es la forma más cruda y más sana del desencanto. ¿Les parece
que Chandler explora con destreza los misterios del alma humana además
de los callejones de Los Ángeles? Lean a Ross Macdonald y después
seguimos hablando.

Ross Macdonald es el seudónimo de Kenneth Millar. Nacido en Los


Gatos, California en 1915. Abandonado por su padre, desde muy joven se
movió con agilidad por diversos escenarios domésticos, todos rotos.
Oficial de transmisiones en un navío y doctor en Literatura por la
Universidad de Michigan, es probablemente uno de los autores más
relevantes del panorama detectivesco internacional por una sencilla
razón: estaba en el momento justo, en el lugar adecuado, actuando de la
manera correcta. El momento justo son los años 40 en Estados Unidos, el
lugar adecuado es la estela de Hammett y de Chandler, y lo correcto es esa
maniobra magistral de aterrizaje que potencia la dimensión psicológica
del relato y otorga a sus protagonistas el don de la insignificancia y la
serenidad, es decir, de la grandeza.

66
Horace McCoy
Di adiós al mañana (1948)

Horace McCoy pasará a la historia por ser el autor de They


shoot horses, don’t they?, el libro impresionante en el que se
basó Sydney Pollack para rodar lo que en España conoci-
mos como Danzad, danzad, malditos. Me parece justo y necesario. Pero
más justo y, sobre todo, más necesario, me parece recordar que Horace
McCoy es uno de los insobornables en el panteón norteamericano de la
novela negra y la tradición del hardboiled. Tras combatir en la Primera
Guerra Mundial, aparecen sus primeros relatos durante la Gran
Depresión, una serie precisa de puñetazos al rostro del sueño americano
que transforman radicalmente la literatura criminal y dan paso a lo que
luego se conocerá como novela negra. A su regreso del conflicto, McCoy
trabaja como cronista deportivo antes de recalar en Hollywood y
convertirse en guionista (Gentleman Jim de Raoul Wash, Hombres errantes
de Nicholas Ray...), experiencias que reflejaría en sus primeras novelas.
Escritor-metralleta, escritor-granada de mano, McCoy firmó una novela
extraordinaria que, con el tiempo, también sería llevada al cine y protago-
nizada por el pequeño James Cagney. Di adiós al mañana es la historia de un
joven que escapa de prisión y triunfa en la difícil tarea de convertirse
paulatinamente en un criminal sin escrúpulos cuyo escaso respeto de la
ley y la vida humana rayan en la parodia. Después de fugarse de la cárcel,
Ralph Cotter se une a un grupo de gánsteres y consigue que la hija de un
millonario se enamore perdidamente de él. Pero el pasado terminará
atropellándole sin misericordia como a todo hijo de vecino. Violencia
magistral. Relato magistral de la violencia.

Horace McCoy nació en Tennessee en 1897 y murió en Beverly Hills en


1955. Sirvió en el Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados Unidos.
Hombre de altos vuelos, fotógrafo de reconocimiento desde las alturas.
Herido en combate. Trabajó durante años en Dallas como periodista y a
finales de los años veinte comenzó a publicar historias de género pulp.

67
Quiso ser actor, pero era mejor escribiendo que declamando. Escribió
algunos clásicos del género negro y exploró otros raros horizontes, como
el famoso King Kong, en cuyo guión participó activamente, aunque
alguien se olvidó de meterle en los títulos de crédito.

Mickey Spillane
Yo, el jurado (1947)

Mickey Spillane es uno de los representantes más ilustres


del lado oscuro del hardboiled, pero lo más probable es que
llegara allí por casualidad o por necesidad, que no son cosas
tan distintas. A Spillane le gustaban los cómics y le gustaba la instrucción
militar. Tal vez por eso, por esa extraña mezcla entre el color aparente-
mente inocente del dibujo y la mala hostia del mundo bélico, fuera capaz
de crear a un detective violento e inolvidable, violento y machista,
violento y grosero, violento e irresistible como Mike Hammer, al que
Raymond Chandler despreciaba con todo su corazón tardorromántico.
Yo, el jurado es la primera novela de Spillane en la que aparece Mike
Hammer, un thriller salvaje y brutal que no escatima en buenas dosis de
sexo, violencia y excesos sensacionalistas, y en la que el detective se
enfrenta a la resolución del asesinato de su mejor amigo. La carne en el
asador. Violencia gráfica excesiva y basura comercial, puede ser. Pero
estoy con Barry Forshaw: cuando los expertos en novela negra llegan a
casa después de dar la charleta de turno sobre nihilismo y hardboiled en la
segunda mitad del siglo XX, lo más probable es que se pongan a leer en
secreto la saga de Mike Hammer. Basura, en efecto, pero basura de la
buena, basura adictiva de la buena. Así que no nos pongamos finos: Yo, el
jurado, y todas las novelas de Hammer fueron éxitos comerciales
inmediatos y pertenecen a un nivel estético y narrativo que, en sentido
estricto, deja mucho que desear. Pero también es cierto que la mala fama

68
de Spillane tiene que ver con la explicitud: sexo explícito, violencia
explícita, brutalidad gratuita, opiniones reaccionarias, machismo a lo
James Bond con un toque vikingo. Y no menos cierto es que la inercia, la
pompa y el boato han convertido a muchos especialistas en novela negra
en lectores con guantes y mascarilla que no saben apreciar ya nada que no
venga envuelto con un lazo de poética urbana del desencanto. Spillane es
un poco más bruto. Spillane te da dos hostias o te pega un tiro. Quien
tenga oídos, oiga.

Frank Morrison Spillane nació en California en 1918 y murió allí mismo en


2006. Aficionado primero y experto después, se dedicó en cuerpo y alma al
mundo del cómic y del pulp hasta que las necesidades económicas le
llevaron a escribir y a vender novelas como rosquillas. Autor de los guiones
que sustentan a personajes tan ilustres como el Capitán América. Piloto de
guerra e instructor militar, testigo de Jehová, marido de una cantante de
nightclub, pendenciero y provocador, un hombre al que le gustaba decir de sí
mismo que no era un tipo duro porque a los tipos duros se los cargan
enseguida, al que le gustaba decir que no le interesaban los lectores, sino los
compradores de sus libros, un hombre que se cagó en el aura de
Hemingway en un teatro lleno de gente y que vivió para contarlo. No me
tomaría una copa con Spillane, pero me gusta llevarme las manos a la
cabeza leyendo sus libros, me gustan sus coqueteos con el exceso, su falta de
modestia a la hora de llevar el género al borde del ridículo o de la perfección,
según se mire.

69
DETECTIVES PRIVADOS Y MALAS CALLES

Visten gabardina gris ajada o tal vez trajes hechos a medida. Los hay
melancólicos y los hay excesivos. Pueden ser licenciados o autodidactas.
Blancos y negros, hombres y mujeres. Algunos recorren sin cesar las calles
de Los Ángeles y otros andan recluidos en la celda 273. Private eyes para
todos los gustos.
Kate Atkinson
Expedientes (2004)

Tres tragedias familiares aparentemente inconexas entre sí


constituyen el eje de esta novela detectivesca de la escritora
inglesa Kate Atkinson. Una niña de tres años desaparece
durante una acampada con sus hermanas y sus padres; un
hombre es asesinado con un hacha y alguien mata a la hija de un abogado
sin motivos aparentes. Atkinson escribe bien, aunque no estoy convenci-
do de que el género detectivesco sea su mejor territorio. Dicho lo cual, hay
que añadir que tal vez Expedientes no sea una novela perteneciente al crime
fiction en sentido estricto. Quiero decir que esta novela es una novela de
detectives, sin duda, pero también es una novela de amor y de muerte, una
novela sobre la pérdida del amor y sobre el destino, que, en opinión de
Borges, es un camello ciego corriendo sin rumbo en mitad del desierto. La
novela es ambiciosa y consigue cumplir con las expectativas del lector que
vaya buscando una satisfacción de género: tenemos a Jackson Brodie,
investigador privado, ex policía y viudo; tenemos el caso de la niña perdida
misteriosamente, a la que muchos años después sus hermanas tratarán de
localizar; tenemos al abogado que ansía resolver el asesinato de su hija
diez años atrás y contrata a Brodie para conseguirlo; y tenemos al tipo del
hacha y al testigo que lo vio morir. Insisto: es una novela detectivesca,
pero sobre todo es una novela que explora las disfunciones internas
latentes y patentes en el seno de la familia, el modo extraño y fortuito en
que el desastre se va tejiendo a nuestro alrededor. Atkinson ya había
demostrado que es una escritora tremenda con Entre bastidores (1995) y
Human Croquet (1997). Expedientes no alcanza las cotas de calidad de las
novelas anteriores, pero se lee bien, se lee muy bien, de hecho, y de
corazón les digo que sería una verdadera pena perdérsela.

73
Kate Atkinson nació en Inglaterra en 1951 y actualmente reside en
Edimburgo. Estudió Literatura Inglesa en Dundee y comenzó un
doctorado en Literatura Norteamericana. Ha sido profesora de Litera-
tura en Dundee y desde 1981 una prolífica escritora de relatos cortos.
Entre sus obras destaca con claridad Entre bastidores, que consiguió el
Premio Whitbread Book. Supongo que nunca olvidará el placer estricta-
mente físico que le supuso saber que, al conseguirlo, había batido ni más
ni menos que a Salman Rushdie y a Roy Jenkins.

Lawrence Block
Un paseo entre las tumbas (1992)

Lawrence Block lo tiene todo. Tiene sentido del humor, tiene


una imaginación que deja a Borges y al mismísimo Manganelli
a la altura del betún (soy un exagerado, lo sé), tiene el don del
título inolvidable (8 millones de maneras de morir, Los pecados de
nuestros padres), tiene destreza, habilidad, calidad a raudales. Tiene Nueva
York y, por si fuera poco, tiene una serpiente con dos cabezas, el investigador
ex alcohólico y privado Matthew Scudder y el elegantísimo ladrón Bernie
Rhodenbarr. A mí me gusta más Scudder, y tal vez la culpa la tenga Un paseo
entre las tumbas, novelita genial y sin respiro en la que un traficante de drogas
entiende por qué hay que pagar cuando los matones que han secuestrado a tu
mujer te dicen que sueltes la lana. Hay que pagar porque si no tu mujer no
volverá a mirarte de reojo desde el otro lado del sofá. Kenan Khoury decide
no entregar el millón de pavos en efectivo que se le exige por la entrega de su
mujer y, claro está, la pobre aparece muerta al comienzo de la novela, lo que
despierta en Khoury el deseo de venganza —que sólo es superado por el azar
como mecanismo narrativo de propulsión en todo tipo de género literario—.
Khoury contrata al detective privado Scudder y ambos recorrerán las calles de
Nueva York acompañados de un punky, dos freaks informáticos y una
prostituta en busca de los asesinos.
74
Me gusta la serie de novelas que Block ha dedicado a Scudder porque
Scudder es una metáfora de la Gran Manzana. Lo de la metáfora suena muy
bien y siempre resulta socorrido, pero me da que se ajusta con cierta
precisión al caso del personaje más logrado del escritor estadounidense.
Scudder recorre Nueva York de Brooklyn a Harlem o de Manhattan a
Queens y lo hace como un espectro que ha sobrevivido a sí mismo. Block ha
tenido la audacia de permitirnos asistir a la debacle cronológica e histórica
de su criatura. Scudder es un alcohólico de reunión en iglesias, un hombre
atormentado por la muerte accidental de una niña a consecuencia de una
bala perdida en el pasado. En los años que separan las últimas páginas de mi
segunda novela favorita de Block, 8 millones de maneras de morir, y la trama de
Un paseo entre las tumbas, Scudder ha aprendido a serenarse, a mantenerse
sobrio, a abandonar la iglesia y las reuniones de alcohólicos anónimos.
¿Entonces Scudder es un héroe? ¿Es un superviviente? ¿Scudder es un
hombre feliz que se ha superado a sí mismo y que quiere mostrarnos el
camino recto y legitimar toda esperanza en la mejora de la humanidad y el
individuo que la conforma? Por supuesto que no. Scudder es un cuerpo
errante por las calles de Manhattan, un signo móvil de la decadencia de la
gran urbe y un hombre que ha perdido la poca esperanza que le quedaba. Es
un hombre fuerte y es un hombre que tiene razón. ¿Por qué tiene razón
Matthew Scudder? Porque no entiende los motivos de sus actos. Porque no
sabe por qué ha dejado de beber, por qué sigue empeñado en hacer justicia y
en reírse de sí mismo. Scudder tiene razón porque responde a la pregunta a
la que no supo responder Philip Marlowe. O mejor, porque cancela la
pregunta, porque la anula y la escupe, porque pisotea la pregunta: ¿qué nos
mueve a actuar?

Lawrence Block me cae bien. Me pasa con él lo mismo que con Spinoza.
Me caen bien y no sé muy bien por qué. Block nació en Estados Unidos en
1938 y se pasó buena parte de su juventud creadora escribiendo para
revistas pornográficas, para terminar convirtiéndose en Grand Master of
Mystery Writers en Norteamérica, y recibir todos los premios y escribir
más de cincuenta novelas negras, algunas de ellas rayanas en la genialidad.
Lawrence Block es un hombre que sabe cómo no escribir novela negra.
Siempre estará en mis oraciones —junto con Joe Gores— por ese detalle
mínimo e insignificante.

75
H. Bustos Domecq
(seudónimo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares)

Seis problemas para don Isidro Parodi (1942)

La clave de comprensión de la relación fraterno-filial y laboral


de Borges y Bioy Casares es la envidia. Borges fue con mucho
el escritor más fascinante —no digo el mejor, digo el más
fascinante— de Latinoamérica durante varias décadas del
siglo XX. Bioy es un lector perfecto, así que sabe que su amigo Borges
alcanza cotas de calidad literarias difícilmente comprensibles, y sabe que lo
hace, además, con cierta frecuencia, más o menos cada vez que escribe un
relato o un poema. Ahora bien, Borges también era un lector perfecto
(¿pueden existir dos lectores perfectos? ¿No limitaría el uno la perfección
del otro? ¿Y las paradojas de la omnipotencia? ¿Ha muerto el gato? ¿Dónde
he puesto mi paraguas?). Esto significa que Borges sabía que, si bien Bioy no
era el escritor más fascinante de Latinoamérica, al menos había escrito —y
esto lo digo en voz muy baja, que es como se dicen las verdades y los
secretos— la que sin duda es la mejor novela fantástica de la historia de la
literatura hispanoamericana. Ahí es nada. Así que uno esperaría que
cualquier día, durante una apacible reunión en casa de Bioy para tomar el té
y las pastas, uno de los dos se levantara serenamente, se sacudiera las migas
del pantalón del traje y le rompiera al otro en la cabeza una tetera de
porcelana china llena de infusión hirviendo ante los ojos abiertos y
encendidos de Silvina Ocampo. La envidia es muy mala, ya lo decía mi
madre. La envidia es atroz y es la clave. Porque la clave estriba en la ausencia
de envidia, la clave consiste en la sorprendente ausencia de envidia en los
textos de Borges y de Bioy —no digo en los cuerpos ni en los ojos ni en las
manos, digo en los textos de ambos autores—. Mi tesis es la siguiente:
precisamente porque Borges y Bioy no se envidiaron en sus textos,
pudieron escribir a cuatro manos una obrita tan divertida y deliciosa como
Seis problemas para don Isidro Parodi bajo el seudónimo de H. Bustos
Domecq. Eso es lo que hacen los amigos. Los amigos escriben juntos. Los
amigos saben a quién se enfrentan. Los amigos han convertido la envidia en

76
una fuente de creación estética, en un motor y en una fuerza bruta. Los
amigos escriben a cuatro manos como Borges, Bioy, Bolaño y García Porta.
Seis problemas para don Isidro Parodi es un conjunto de relatos policiales,
pero sobre todo es una celebración de la literatura más allá de todos los
géneros, una declaración de principios y un homenaje personal del dueto
argentino al género policial que tan bien conocían. Digo que es una
celebración y un homenaje y una declaración de principios porque Bustos
Domecq encuentra la forma de decir en qué consiste lo más importante: lo
más importante es la narración, lo importante es narrar y escuchar, que es
otra forma de narrar, y seguir narrando y escuchando hasta que alguien se
acerque y nos dé unas palmaditas en el hombro y nos diga que estamos
muertos. Isidro Parodi es un detective singular que termina con sus huesos
en la cárcel acusado de un crimen que no ha cometido. Dentro de esa cárcel,
dentro de su propia celda 273, el resto de los presos despliega la historia de la
literatura detectivesca y sus infinitos personajes, se ríen de ellos y de
nosotros, enfatizan las tramas y las destruyen, alimentan el hambre de más
historias y satisfacen el hambre de más historias y todo ello en clave
estrictamente detectivesca. Al fin y al cabo, se trata de un grupo de presos y
maleantes que acude a la celda de don Isidro para relatarle los casos más
inverosímiles e irresolubles con la esperanza de que el buen detective les
ofrezca una solución satisfactoria. No sé qué les parece: a mí me dan ganas
de llorar de alegría, la verdad; me dan ganas de pegarme una ducha fría y
salir a la calle y llorar de alegría y emborracharme; me dan ganas de leer los
Seis problemas una y otra vez, porque en esos seis cuentos encuentro el paso
atrás del que a veces carezco con respecto al consumo literario del género
policial, el paso a un lado, la visión clara y precisa de este animal hermoso
que se deja acariciar sólo por las noches. Seis problemas para don Isidro Parodi
es la justificación de la novela negra y el relato de misterio, el pulp, Agatha
Christie, Chandler, Wilkie Collins, Auguste Dupin, Holmes, Raffles, Walter
Mosley. Todos ellos encerrados para siempre con sus criaturas en la celda
273 de la Penitenciaría Nacional, condenados a narrar y a ser narrados por
los siglos de los siglos, amén.

Jorge Francisco Isidoro Luis Borges nació en 1899 y, por desgracia para
todos, murió, es decir, dejó de escribir en Ginebra en 1986. Muchos años

77
para un viajero que parecía un profeta cuando en realidad era un biblioteca-
rio ciego amante de los tigres, los laberintos y el idioma de los sueños. Ya
saben Vds. quién es Borges. No insistamos. Mejor quedarse con los
silencios del cementerio Plainpalais y las runas de su epitafio. Borges es una
fuente de placer inagotable y un mapa de todos los mundos posibles.
Punto. Adoro a Borges. Si un día me despertara y me diera cuenta de que
Borges no existe, de que no ha sido fruto más que de mi imaginación y que
sus libros nunca han sido escritos; si me despertara y el maldito genio de la
lamparita me dijera que la única forma de recuperar a Borges y los libros de
Borges es eliminar las obras completas de Chesterton y del triunvirato
Hammett-Chandler-Macdonald… Prefiero no pensarlo.

Adolfo Vicente Perfecto Bioy Casares nació en Argentina en 1914 y murió


en Argentina en 1999. Era un hombre guapo. Un hombre rico. Un hombre
tan guapo y tan rico que se pasó la vida leyendo y escribiendo y recibiendo
visitas. Un hombre con amigos y con suerte que se entregó por completo a
dos nociones más próximas de lo que pudiera parecer: el amor y la ciencia-
ficción. La invención de Morel sigue siendo hoy en día unas de las obras cumbre
de la literatura fantástica de todos los tiempos. Nadie nunca volverá a escribir
nada semejante, sólo Dios, que, según me dicen, tiene apuntadas en un
cuaderno las conversaciones entre Borges y Bioy Casares que nadie escuchó
ni registró jamás.

James Lee Burke


Camino púrpura (2000)

En todas las fotos que he visto de él, James Lee Burke lleva un
sombrero tejano. Detalle de escasa importancia, dirán
ustedes, cuando de lo que aquí se trata es de novela negra y
narrativa policial. Tienen toda la razón del mundo, faltaría
más. Será mi tendencia obsesiva a encontrar significado detrás de todas las
78
cosas lo que me lleva a pensar que el sombrero de Lee Burke es una imagen
elocuente y certera de su labor literaria como escritor de novela negra.
Quiero decir que la imagen de un maestro de la narrativa criminal
estadounidense vestido de cowboy es tan original e inesperada como la
aportación de Burke al universo literario del crime fiction. Burke no se
parece a nadie. Eso pasa muy pocas veces. Y cuando pasa uno se encuentra
con obras como Camino púrpura, que tiene la extraña virtud de ser una
novela de género más allá del género, tanto desde el punto de vista del autor
y la obra como del perfil del lector. Convertida en un best-seller en un
suspiro, Camino púrpura explora la dimensión más personalista del
investigador fetiche de Lee Burke, Dave Robicheaux, para quien el mundo
no es más que un enorme manicomio. Burke enfrenta a su antihéroe con la
muerte de su propia madre 30 años atrás. Louisiana es el escenario en el que
Robicheaux tendrá que rastrear sin pestañear las líneas ambiguas que le
llevarán a la comprensión de su propia infancia, a las razones del abandono
de su madre siendo él apenas un niño, al descubrimiento de su pasado
como prostituta vinculada a la mafia en un universo podrido y maloliente
poblado de tensiones raciales no resueltas, corrupción y desamparo.
Después de pasarse toda la juventud preguntándose por qué su madre le
dejó en manos de un padre alcohólico y cuando creía haber olvidado el
perímetro de su ausencia, Robicheaux es interpelado en plena calle por un
proxeneta que le pregunta si es el hijo de Mae Guillory, la puta que mataron
hace 30 años una panda de polis corruptos. La novela es una excusa, pero
una excusa excelente de rápida lectura que nos deja con la sensación de que
Burke nos está engañando, que es un escritor travieso que juega a la
narrativa puramente detectivesca cuando lo que verdaderamente le
interesa es rasgar el retrato aparentemente hermoso e impoluto de la vida
americana. Una novela que se bate a muerte con los fantasmas del
psicoanálisis, es decir, con el riesgo de la exageración y la pose, pero sale
victoriosa.

James Lee Burke nació en Houston, Texas, en 1936, y creció en la costa del
golfo de Louisiana. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de
Missouri, ha trabajado de casi todo y ha recibido en dos ocasiones un Pre-
mio Edgar con Heaven’s Prisioner y Two for Texas. James Lee Burke es un

79
señor con sombrero de cowboy que bien pudiera ser un cirujano capaz de
diseccionar la sociedad norteamericana, abrirla despacito con un bisturí y
extraer la dimensión política de la decadencia, el crimen, la pobreza, el
asesinato y la memoria. Como James Ellroy, pero con sombrero, botas y
frases subordinadas.

Lee Child
El camino difícil (2006)

Lee Child es el creador del policía ex militar Jack Reacher, el


mejor cazador de hombres que uno puede encontrar a ambos
lados del Atlántico. Nacido en una base militar norteamerica-
na en Berlín, Reacher es un lobo solitario, un defensor de la
justicia y de la venganza que sabe aplicar con la precisión de un relojero una
singular versión del código de Hammurabi. No tiene teléfono, no tiene
residencia fija, el sistema le aburre, como a todos, pero él es capaz de
sobrevivir en sus delicados márgenes. Le gusta Nueva York, el cemento y la
luz de la Gran Manzana. Le gusta recibir encargos imposibles. En El camino
difícil, Reacher es contratado por el enigmático empresario Edgard Lane
para encontrar a su mujer y a su hijo, secuestrados por un psicópata.
Reacher es un hombre eficaz, un depredador que siempre está en el buen
camino para atrapar a su presa. Sin embargo, en esta ocasión ninguna de las
piezas del puzle parecen encajar en la mente del cazador. Lane está
ocultando algo y Reacher lo sabe, sabe que es algo gordo y que puede
estallarle en la cara, pero ya es demasiado tarde para echarse atrás y,
además, el dinero no lo permitiría. Así que la única manera de hacerlo es al
modo en que solían hacerse las cosas en el ejército, the hard way, seguir el
camino más difícil, un camino que le llevará al otro lado del mundo para
mostrar que un cazador siempre es un cazador, y Reacher es el mejor de
todos.
80
Lee Child es un escritor excelente y sorprendentemente constante. Con él
nunca he tenido la sensación de montaña rusa que solemos experimentar al
sumergirnos demasiado en la obra de un autor. El enemigo, El visitante, Gone
Tomorrow, Bad Luck and Trouble, todos ellos libros fascinantes, dinámicos,
imparables. Lee Child es inglés, nacido en el Reino Unido en 1954, pero
escribe como un hombre que no hubiera salido de los Estados Unidos o que,
al menos, hubiera captado a la perfección el ritmo de los States con una
fidelidad asombrosa para cualquier extranjero. Estudió Derecho y trabajó
veinte años para la televisión británica escribiendo anuncios, trailers y
guiones para diversos programas. Le echaron en 1995, cosas de la corpora-
ción, y decidió que un experto en el mundo del espectáculo televisivo que ya
había cumplido los cuarenta no tenía más remedio que ponerse a escribir
novelas. Inventó a Reacher en los pasillos de un supermercado cuando su
mujer le dijo que, si no triunfaba como escritor, al menos podría trabajar de
«reacher» en un supermercado —el tipo es tan alto que puede alcanzarte
cualquier producto—. Los premios que ha recibido son muchos y variados.
Habla despacio, rumiando como un animal nietzscheano.

John Connolly
Los atormentados (2007)

¿Quiénes son los autores más adictivos de la novela negra? Es


una pregunta difícil. Más difícil que esta otra, en todo caso:
¿quiénes son los autores más adictivos de la literatura
universal? Esta pregunta es más fácil por la sencilla razón de
que cada cuerpo es un mundo, como sabía Hipócrates, y cada mundo tiene
sus propios relieves. Cada cuerpo sus aficiones y acantilados. Lo que a mí
me lleva al delirio a usted puede dejarle completamente indiferente, y lo que
a mí me importa un bledo a usted le produce temblores y sudores fríos. A mí
Bernhard me lleva al delirio, por ejemplo. Es un autor adictivo, de prosa
81
adictiva; cuando anhelo la lectura de Bernhard lo hago como un yonqui, sin
medianías y con dolor muscular. Pero seamos honestos, por diversos que
sean nuestros cuerpos, el ámbito de la novela negra es más explícito, más
transparente. Yo adoro a Chandler y a Hammett, pero Chandler y Hammett
no me parecen adictivos. Me parecen gloriosos, pero no adictivos. Me ape-
tecen mucho, pero no siempre. Nunca pierdo la calma antes de leer a Walter
Mosley, Edgar Allan Poe o a David Goodis. A mí me pierden otros autores,
yo pierdo la calma cuando pienso en James Ellroy, por ejemplo, pierdo la
calma y me sudan las manos cuando abro una novela de Ellroy o de John
Connolly. Ellroy y Connolly son heroína pura. En eso estoy con Boyero.
Hablemos de drogas.
Connolly es un maestro irlandés y tenebroso, un hombre que ha
recorrido con decisión el camino que lleva del thriller violento y detectives-
co a la obra de arte inquietante, elegante y astuta, tan astuta y tan inquietan-
te que no le ha importado incorporar elementos sobrenaturales a las histo-
rias del detective Charlie Parker. Los atormentados es, así, un libro adictivo,
inquietante, elegante, astuto y tenebroso, una novela que juega sin saberlo
con uno de los enigmas más letales de Occidente, aquel asunto edípico que,
mucho antes de Freud —«¡vade retro, Sigmund!»— importunaba a los
héroes de todas las regiones del planeta: la voluntad de verdad que conduce
a la destrucción de uno mismo. Daniel Clay era un psiquiatra infantil que
desapareció tras el estallido de una serie de denuncias sobre abusos
cometidos a niños a los que había tratado. Se le dio por muerto y esa verdad
edípica quedó sepultada en el olvido. Pero Rebecca, la hija de Clay, está
siendo acosada por un hombre que quiere saber qué ocurrió realmente con
David Clay: se trata de Merrick, un fantasma del pasado que no descansará
hasta descubrir qué sucedió con su propia hija y cuál es la responsabilidad
real del psiquiatra. Rebecca contrata al detective Charlie Parker para
deshacerse de Merrick, pero el tsunami ya ha comenzado y con Merrick
despiertan otros habitantes de ese país extranjero y remoto que asedian a
Rebecca y diseñan su propia venganza; espectros atormentados e intran-
quilos que no descansarán hasta descubrir la verdad sobre los abusos come-
tidos mucho tiempo atrás.
Connolly es heroína pura, decía, por este libro y por muchos otros:
Todo lo que muere, El poder de las tinieblas y El ángel negro. Heroína pura

82
porque en cada uno de los personajes y ambientes se condensa la totalidad
de su singular universo detectivesco y fantasmal, misterioso y áspero, un
universo poblado por personajes absolutamente imprescindibles para el
lector una vez que ha entrado en contacto con ellos: Parker, el señor Pudd,
el reverendo Faulkner, el gordo Brightwell, el Viajante y el Coleccionista,
los hombres huecos… Me pregunto si la adicción que me produce este ir-
landés tiene que ver con la imaginación, es decir, con la capacidad para
introducir en el género negro una imaginación desbordante que, lejos de in-
flar innecesariamente la trama y los personajes, los dota de un atractivo
irresistible, a la vez que instala al lector en un territorio que nunca termina
de ser familiar.

John Connolly nació en Irlanda en 1968. Periodista, camarero, funciona-


rio del gobierno local, creador de un ex policía con nombre de trompetista
que perdió a su mujer y a su hija y que no descansará hasta encontrar a su
asesino. Connolly es un equilibrista. A un lado del cable, la tradición negra
del hardboiled norteamericano y la influencia de Lee Burke y Ross
Macdonald; al otro lado, un pozo sin fondo en el que resuena un eco
irresistible o un grito sordo de Edgar Allan Poe: «¡Sácame de aquí, John,
pero despacito!».

Stella Duffy
La chica del calendario (1994)

¿Se acuerdan de Kelly McGillis? Puede que no. Permítanme


que les refresque la memoria, primero a los amantes del buen
cine y después a los coleccionistas de iconos. Kelly McGillis
interpretaba a una madre amish en aquella película protagoni-
zada por Harrison Ford y Danny Glover, Único testigo. Estaba guapísima.

83
¿Se acuerdan? ¿No? A ver ahora: Kelly McGillis era la instructora devora-
yogurines que seduce a Tom Cruise en Top Gun, un referente dudoso pero
divertido que marcó la infancia de mucho adolescente con lorzas a
principios de los noventa. Se acuerdan, a que sí. Pues bien, Kelly McGillis
tiene mucho que decir al comienzo de La chica del calendario, la novela de
Stella Duffy perteneciente a la serie protagonizada por la detective Saz
Martin. Maggie Simpson —ahórrense la bromita— es una actriz y stand-up
comedian londinense que se enamora perdidamente de una mujer misterio-
sa y enigmática que, según sentencia, «tenía el cuerpo de Kelly McGillis».
En la misma ciudad, la detective Saz Martin es contratada por un tal Clark
para descubrir la verdadera identidad de la chica del calendario, una mujer
que se hace llamar Septiembre y que conducirá a Saz a un viaje explícita-
mente sexual por los alrededores del mejor thriller británico. Tórrido
escándalo de imágenes tan bien narrado por Duffy, tan serenamente
alternado con la historia de Maggie Simpson que cierras el libro y tardas un
par de minutos en despertar del arrobo y eliminar del rostro esa expresión
viciosa.

Stella Duffy es la autora de once novelas y múltiples relatos cortos de


tono detectivesco en las que somos literalmente empujados a conocer
una galería de malas mujeres en el mejor de los sentidos. Mujeres que se
portan mal, como ella misma dice, mujeres violentas, morbosas, letales e
irresistibles que sirven a la autora para elaborar siempre, repito, siempre
y sin excepción, una narrativa de ritmo fluido y de calidad. Duffy nació en
Londres en 1963 y pasó toda su infancia en Nueva Zelanda. Es actriz,
cómica y aficionada a la cocina y al aplauso del público. Adora cocinar
porque, a diferencia de la literatura, el consumidor de tus obras culinarias
te aplaude al instante, mientras que el lector permanece para siempre en
la sombra o, en el mejor de los casos, te envía sus felicitaciones con años
de retraso.

84
Loren D. Estleman
La ciudad del motor (1980)

Lástima que la modernidad comience con Descartes. Lo


digo sin rencor. Es una lástima que los tiempos modernos
comiencen con Descartes menospreciando la literatura, la
historia y los viajes. Una pena inmensa, Cartesio, te
revolverías en tu tumba si supieras que la literatura y los viajes son figuras
de la verdad y que las ciudades, esas que no vale la pena frecuentar porque, a
la postre, como dices, uno ya no sabe si va o si viene, las ciudades son, en
efecto, eso que hoy por hoy nos da qué pensar. Y si no que se lo digan a
Loren D. Estleman —hombre agitado e inquieto, a pesar de su volumen
corporal—, que lleva más de 25 años recorriendo géneros: del western a la
ficción histórica y de la ficción histórica a la detectivesca y vuelta a empezar
reflexionando sobre la ciudad del motor, Detroit. Todas sus novelas de
detectives están ambientadas en Detroit. Y en casi todas ellas encontramos
al detective Amos Walker, veterano de la guerra de Vietnam, sociólogo y ex
policía, personaje estelar de Estleman, cuyo papel, siempre y con mucho
cuidado, podría reducirse a este gesto, tan sencillo como demoledor, que
consiste en detenerse en mitad de un puente construido sobre una estación
de ferrocarril y observar el descarrilamiento de un tren, o en quedarse
absorto contemplando el derrumbamiento de un edificio antiguo a base de
dinamita. Amos Walker es el testigo privilegiado de la decadencia posmo-
derna de la ciudad de Detroit, la ciudad del motor, una ciudad en declive
—como todo y como todos, hacia abajo, sin perdón— que merece si no un
poema, al menos una canción triste: Motor City Blue.
El anzuelo está servido y es irresistible: la decadencia y la urbe. Detroit.
Amos Walker, una suerte de Sam Spade en Michigan, según el propio autor.
Detroit, Spade, el porno y el crimen organizado. Servido, sí señor, y sin duda
irresistible, si tenemos en cuenta que Estleman sabe lo que hace cuando lo
hace, que no es poco. En su primera aparición literaria, Amos Walker es
contratado por un gánster indomable de apellido irrisorio (Ben Morning-
star) para encontrar a la bella Marla Bernstein, de apellido no irrisorio, pero

85
sí mejorable. Marla —catorce años, pelo negro, preciosa— es la pupila del
pez gordo Morningstar y Morningstar es uno de esos hombres, recuerdan,
que sabe cómo hacer una oferta irrechazable. Morningstar encarga a Walker
el hallazgo de la chica y le advierte de su deseo de absoluta discreción: no
quiere leer ni una sola vez su nombre en los periódicos: «Si leo mi nombre en
el periódico, al día siguiente se podrá leer el tuyo. Con un marco negro». La
única pista con la que cuenta Walker es una fotografía de la chica con claros
tintes pornográficos que llevará al detective a los bajos fondos de la ciudad de
Detroit y a los más bien altos de la industria del porno. Una espiral creciente
o descendente, según se mire, pero espiral, un torbellino insonoro a lo Paul
Cain que nos deleita con la construcción de un nuevo binomio indiscutible
en el universo detectivesco: Detroit-Walker.

Loren D. Estleman nació en Michigan en 1952 y creció en Whitmore Lake,


en una granja familiar construida en 1867. Licenciado en Literatura Inglesa
y Periodismo, ha trabajado como periodista y ha escrito ficción sin parar
incurriendo en los parajes más dispares del universo-libro: el western
histórico, las secuelas y los malabares (Sherlock Holmes vs. Drácula y Dr. Jekyll y
Mr. Holmes) y la investigación periodística combinada con la ficción de
manera extraordinaria en una serie de novelas que exploran la historia
criminal de la ciudad de Detroit (lean Whiskey River, etílico y fabuloso).

Eugenio Fuentes
El interior del bosque (1999)

El escritor español Eugenio Fuentes maneja la Poética de


Aristóteles, pero también debe de saber algo del pensamiento
francés contemporáneo. Creo que Fuentes ha entendido que
no se puede escribir novela negra al margen de la evolución de

86
los paradigmas narrativos de Occidente. Es decir, no se puede escribir
como si el espacio y el tiempo, el principio, el nudo, el desenlace, la
peripecia y la catarsis siguieran siendo conceptos sagrados e intocables. Ni
siquiera novela negra. Lo más probable es que Fuentes se negara a ser
clasificado sin más en la etiqueta de escritor de novela negra. ¿Por qué? Muy
sencillo: Fuentes se negaría a ser llamado escritor de género o de novela
negra porque lo que le interesa es la exploración de la condición humana en
un contexto de intriga que no privilegia los esquemas tradicionales del
relato policial ni tampoco exagera sus perfiles. Todo quema, todo pincha,
todo mancha, como decía el Ditirambo de Gonzalo Suárez. Fuentes quema,
Fuentes pincha, Fuentes mancha. Enhorabuena.
¿Las manos del pianista es una novela negra? Yo qué sé. Las manos del
pianista es un buen libro. Es un libro tremendo en el que encontramos de
nuevo a Ricardo Cupido, el detective soso predilecto de Fuentes, que se ve
envuelto en la investigación de un asesinato relacionado con una empresa
constructora. Martín Ordiales aparece despeñado desde lo alto de uno de
los edificios en construcción, y es más que probable que su muerte tenga
algo que ver con su reiterada oposición a los planes modernizadores de la
empresa. Todas las miradas apuntan a un pianista fracasado. ¡Mucho
cuidado con los pianistas fracasados! Un hombre roto que, a fuerza de
quiebra interna y penurias económicas, complementa sus ingresos con
tareas menos nobles que el teclado de un piano. Será él mismo quien,
acosado por las acusaciones, contrate al investigador Ricardo Cupido para
esclarecer la intriga.
¿Y El interior del bosque? ¿El interior del bosque es una novela negra? Eso
ya es otra cosa. El interior del bosque son palabras mayores, mejor que Las
manos del pianista y de título tentador, suculento, irresistible. Un libro
clásico y repleto de metáforas: el interior y el bosque, el camino tortuoso
hacia el núcleo de todos los misterios, los miedos y los enigmas, el itinerario
del terror, el proceso desvelador de la verdad, el descubrimiento. ¿Por qué
son palabras mayores? Porque Fuentes agarra las bases del género y les
implanta, ¡atención!, el paradigma de la Naturaleza, la descripción y el
retrato absolutamente asombroso de un entorno natural que, sin embargo,
es ante todo el dibujo de los secretos más oscuros de la mente humana, de
los pliegues de toda condición mortal. Una joven pintora es brutalmente

87
asesinada en la reserva natural de Paternóster. Poco después, una excursio-
nista es asesinada siguiendo el mismo patrón. No quiero contarles más. Me
fascina este libro. Me da miedo. Me estremece y me alegra las tardes de
invierno.

Eugenio Fuentes nació en Cáceres en 1958. Ha escrito una decena de


novelas y ha conseguido numerosos premios literarios. Su presencia en el
panorama narrativo español es un regalo se mire por donde se mire. Un
nombre que sabe a Vázquez Montalbán y a Juan Madrid y a Lorenzo Silva,
un realista descarnado con el don de los detalles y un manejo en el arte de
perfilar psicologías digno de la mejor escuela.

Sue Grafton
A de adulterio (1982)

La Grafton ha adquirido una fama internacional en el ámbito


de la novela detectivesca por varias razones:
1. Es una escritora eficaz y valiente.
2. Es una escritora eficaz y valiente que durante los años 80 se encaramó al
panteón femenino de la vanguardia detectivesca junto con Marcia Muller y
Sara Paretsky.
3. Es una escritora eficaz y valiente que ha creado a la detective Kinsey
Millhone, niña huérfana y adolescente rebelde que salió disparada del cuer-
po policial de Santa Teresa después de dos años de embestidas machistas y
engendros burocráticos para convertirse en investigadora privada y vivir en
un apartamento minúsculo y jugar a la resistencia emocional con su
octogenario casero.
La serie completa de las llamadas novelas del alfabeto supera tanto la
paciencia como las expectativas de cualquier lector mínimamente exigente,
pero, puestos a leer, me quedo con A de adulterio, la primera novela de la

88
serie en la que aparece la detective Kinsey Millhone. Me gusta esta novela.
Kinsey Millhone es contratada para investigar un asesinato cometido ocho
años atrás, el asesinato de Laurence Fife, un abogado de éxito especializado
en divorcios y mujeriego hasta la saciedad que, aparentemente, fue
eliminado por su propia mujer presa de los celos o de la rabia, o del aburri-
miento y el tedio incomprensibles al que a menudo conducen los celos y la
rabia. La mujer de Fife ha pasado ocho años en la cárcel acusada de un
crimen que afirma no haber cometido y ahora tiene la oportunidad de
volver a intentar demostrarlo ante un jurado. Para ello, contrata a Kinsey,
que se sumerge en un ejercicio de desenmascaramiento de los más
sugerentes secretos del pasado, esos que tanto nos gustan y nos motivan y
nos llevan al psicoanalista o a la taberna de George, mejor y más barata: los
celos y los cuernos, el adulterio y el asesinato, la ruina de uno mismo, que
en esta novela Sue Grafton ha sabido combinar a la perfección con un estilo
rápido, inteligente, contundente y, sin embargo, abierto a la pausa narrati-
va, un cierto matiz de silencio después del sexo o de arrobo musical que
acompaña un relato por lo demás tan clásico como recomendable.

Sue Grafton (Kentucky, 1940) tiene, entre otros, el extraño mérito del estilo
literal, el buen gusto comercial de seleccionar con tiento los títulos de sus ya
más de 25 novelas, una suerte de léxico del crimen que recorre el alfabeto
como si fuera el pasillo de una biblioteca: A de adulterio, B de bestias, C de
cadáver, D de deuda, et caetera, que diría el romano. A mi juicio, las mejores
son A de adulterio, E de evidencia, I de inocente y O de odio. ¿Prescindibles?
Puede ser. Pero hace tiempo que lo imprescindible dejó de obsesionarme.

89
Philip Kerr
Violetas de marzo (1989)

Viví dos años en Berlín, en los barrios de Prenzlauer Berg,


Mitte y Friedrichshain. Me gustaba ir al cine los domingos.
También me gustaba pasear y visitar cementerios. Recuerdo
la primera vez que entré en el cementerio de la
Dorotheenstrasse. Febrero de 2000. Frío polar. Julia, Javier, Aníbal y yo
decidimos separarnos para buscar la tumba de Hegel. Comenzó a nevar.
Nevaba sin parar mientras dábamos vueltas alrededor de cientos de nichos.
Julia encontró las lápidas de Hegel y de su mujer, y también las de la familia
Fichte. Fue una de las horas más frías y hermosas de toda mi vida. Recuerdo
haber vuelto a ese mismo lugar en primavera. Volví solo, sin amigos.
Regresé para buscar a otro hombre, un hombre muerto al que admiro
mucho más que al suabo más pesado de todos los tiempos. Volví para visitar
la tumba de Bertolt Brecht. Llevaba los bolsillos llenos de Brecht. Almanaque,
Galileo y Arturo Ui. Me senté en uno de los banquitos del cementerio y abrí El
resistible ascenso de Arturo Ui: «No os regocijéis en su derrota. Por más que el
mundo se mantuvo en pie y paró al bastardo, la perra de la que nació está en
celo otra vez».
Muchos años después entré en una librería de Zaragoza y una mujer
me arrastró hasta la sección de novela negra y me hizo dos preguntas.
Primera pregunta: «¿A ti no te gustaba Berlín?». Segunda pregunta: « ¿Cono-
ces a Philip Kerr?». Por aquel entonces, yo amaba Berlín como he amado
pocas cosas en mi vida, y nunca había leído una sola página del escritor
escocés. La mujer alzó su brazo derecho y me alcanzó Violetas de marzo.
«Lee», me dijo. Y yo leí. Hubiera bebido de cualquier copa si me hubiera
dicho: «Bebe». Hubiera matado, si me hubiera dicho: «Mata». Hubiera
saltado por todos los puentes del mundo, si ella me hubiera dicho: «Salta».
Pero dijo: «Lee». Eso es lo que me dijo. Y yo leí. Leí y leí más y, leyendo,
descubrí una novela negra, pero también histórica, ambientada en Berlín
durante la preparación de los Juegos Olímpicos de 1936. Leí sin parar, en una
pensión de Zaragoza, y allí descubrí al personaje estrella de la saga Berlin noir,

90
el detective privado Bernhard «Bernie» Gunther, un ex miembro de la Policía
Criminal nazi (Kripo) cuyas andanzas e investigaciones sirven a Kerr para
describir y descubrir el complejo entramado del Partido Nazi y la cara más
desconocida de la cotidianidad berlinesa de aquellos días no tan lejanos; un
hombre que sabe encontrar a personas desaparecidas —especialmente si son
judíos— y que, durante la Primera Guerra Mundial, fue condecorado con la
Cruz de Hierro. Leí aquellas palabras, «Cruz de Hierro», y se me pusieron
los pelos como escarpias. Brecht, Berlín, febrero, el invierno, el nazismo, el
horror, la muerte, el cine. Entendí por qué Philip Kerr y todas sus novelas
negras berlinesas iban a empezar a formar parte de mi presente o de mi
pasado, que se parecen más de lo que pensaba. La cruz de hierro es una
película de Sam Peckinpah, una de mis películas favoritas de uno de mis
directores predilectos. ¿Recuerdan el final? James Coburn riéndose del
mundo entero y aquellos títulos de crédito con fotografías reales de
muertos, ahorcamientos, campos de concentración. La primera vez que leí a
Philip Kerr recordé todas las imágenes de Peckinpah, pero sobre todo
recordé la cita final que el cineasta incluye en los últimos compases de la
cinta, el bofetón que nos regala antes de que se enciendan las luces, abando-
nemos la sala y volvamos lentamente a ser lo que no somos, como dice el
argentino. La cita de Bertolt Brecht que leí en la primavera de 2000 sentado
en un banquito de un cementerio berlinés: «No os regocijéis en su derrota.
Por más que el mundo se mantuvo en pie y paró al bastardo, la perra de la
que nació está en celo otra vez».
He leído todas las novelas de Berlin noir de Philip Kerr. Comiencen con
Violetas de marzo y piensen en Bertolt Brecht y en James Coburn. Piensen en
Sebald y en su Historia natural de la destrucción y en el siglo XX alemán.
Piensen en Adorno. Piensen en Bernie Gunther, una combinación lírica y
contundente de Marlowe, Montalbano y Kurt Wallander. Lean a Philip
Kerr. Léanlo por sí mismos porque tal vez yo me esté dejando llevar
excesivamente por el recuerdo de una mujer y por la nostalgia berlinesa
cuando les digo que he leído pocas cosas tan satisfactorias en mis ratos
negros.

Philip Kerr nació en Edimburgo en 1956. Estudió Derecho en Birmingham


y ha trabajado como redactor publicitario para varias compañías. En 1989

91
publica Violetas de marzo, primera novela de una trilogía denominada Berlin
noir y compuesta, además, por Pálido criminal y Réquiem alemán. En 2006
decide ampliar la saga con Unos por otros, Una llama misteriosa y Si los muertos
no resucitan. Ha escrito numerosos libros infantiles con el seudónimo de P. B.
Kerr. Está casado con la escritora Jane Thynne. Es uno de los autores más
importantes del panorama negro y policial actual y tengo la impresión que
seguirá siéndolo por muchos años.

Juan Madrid
Un beso de amigo (1980)

Hay dos detalles en la biografía de Juan Madrid que siempre


me han llamado la atención. El primero es que comenzara a
escribir gracias a la redacción de panfletos propagandísticos
del Partido Comunista en la España de Franco. El segundo,
que sea el creador del gitano Flores, ese inolvidable comisario interpretado
por Imanol Arias en Brigada Central. Juan Madrid es la mejor manera de
decir que la novela negra tradicional debe ser superada, pero sin prisas y
con cabeza. Un escritor de la talla de Madrid puede combinar el tempo de
Philip Marlowe con las calles de una ciudad española en la transición
democrática y volver a casa como un héroe. O como un investigador
privado que, antes de meterse a fisgonear sin licencia y con pistola por el
Madrid de finales de los 70, ha sido policía, boxeador y cobrador de
morosos. Esa figura urbana inolvidable se llama, atención, Toni Romano,
el protagonista de la primera novela de Juan Madrid y la razón de que, hoy
por hoy, siga siendo muy difícil no quitarse el sombrero cada vez que
alguien pronuncia el nombre del autor malagueño.
Un beso de amigo nos presenta al personaje de Antonio Carpintero, más
conocido como Toni Romano, un maromo de puño fácil que se pasea por
las calles de Malasaña con las manos metidas en los bolsillos por si acaso,
92
por si acaso el mundo se acaba o el pasado viene a tocarte los huevos. La
historia comienza y termina con el rastreo de dos personajes igualmente
apetitosos, una jovencita ligera de cascos y un alemán llamado Otto, un tipo
que supuestamente ha robado unas cartas más que comprometedoras para
el rufián equivocado. Ambas líneas de fuga construyen un espacio
narrativo perfecto para Romano, una plétora de escenarios madrileños
donde se dan cita las tensiones de las recalificaciones y la extorsión, las
putas del barrio y los fachas de turno, los proxenetas y los ex boxeadores.
Ahora entiendo, después de tantos años, aquellas escenas de Brigada Central
en las que Imanol pegaba cuatro voces o cuatro hostias a la mínima de
cambio. Quiero decir que entiendo el código manejado por Juan Madrid,
que es el código de la ambigüedad plegada a una realidad llena de aristas y
rincones oscuros, un código flexible como la regla de medir de los lesbios,
pero flexible ante todo con respecto a la ley escrita, inflexible con su
contrario. Juan Madrid es ya un clásico, y eso no hay quien lo discuta. Y el
que quiera discutirlo, que se prepare para discutir también a Rodríguez
Ledesma y a Vázquez Montalbán. Pero que se prepare bien, no va a ser fácil.

Juan Madrid nació en Málaga en 1947. Se licenció en Historia por la


Universidad de Salamanca. Profesor de universidad, conferenciante,
articulista, cronista, reportero, guionista, corrector, asesor, documentalis-
ta, autor de más de cuarenta libros, heredero confeso de Chéjov, Hammett,
Isaac Bábel y Pío Baroja que se pasó tres meses completamente solo en el
Amazonas pensando en Viaje a la Patagonia de Bruce Chatwin y en el perio-
dismo real, el periodismo sin atrofia que te arranca la piel a tiras y que ya
apenas existe, un tipo que volvió de la selva diciendo que la selva también, y
sobre todo, es una mierda. Juan Madrid es un hombre al que si le preguntas:
«¿Por qué arriesgar la vida para escribir un libro?», te dice: «Porque vivir es
morirse».

93
Alexander McCall Smith
La 1.ª detective de Botswana (2002)

¿Quieren leer algo completamente diferente y de calidad en


el ámbito de la novela de detectives? Alexander McCall
Smith, La 1.ª detective de Botswana. Smith es un tipo divertido,
un escritor divertido y, en ocasiones, desternillante. Eso es
más o menos común. Lo raro es lo otro. Lo raro es que haya conseguido
elaborar un estilo narrativo divertido y desternillante vinculado al universo
del crime fiction. ¿Cómo lo hace? Derrumbando los cimientos. Más que
derrumbándolos, reconfigurándolos. Veamos: en primer lugar, Botswana
como escenario de la trama detectivesca. En segundo lugar, la señora
Ramotswe, una mujer negra, inteligente, serena y campechana que decide
vender todas sus vacas para abrir su propia agencia de detectives. Pero no al
modo en que la abre un Spade o un Marlowe, una puerta de madera al final
de un pasillo en un edificio enorme de una gran urbe norteamericana. La
señora Ramotswe abre su oficina al pie del monte Kgale, al ladito del
desierto del Kalahari. Y no necesita más que un par de sillas y un teléfono,
una secretaria y mucha paciencia para escuchar el relato de los singulares
personajes que vienen a contarle los casos más peregrinos. En esta primera
novela de la serie, Smith nos presenta a la primera detective de Botswana
como una mujer de extraordinaria inteligencia, que ni ha estado en el
ejército ni es alcohólica ni ex policía ni tiene el guantazo ligero. La señora
Ramotswe es como mi abuela o como la suya, una mujer alegre y enérgica
habitando un cuerpo rollizo y poderoso, una mujer que sabe escuchar y
que, fíjense qué curioso, quiere verdaderamente ayudar a todo el que se
deje caer por su oficina. Rompiendo con la metodología convencional y
con la ortodoxia operativa, Ramotswe se enfrenta, en esta ocasión, a la
extraña desaparición de una inocente criaturita que llevará a la detective
más insólita del planeta Crime a un delicioso periplo africano.

Alexander McCall Smith nació en la colonia británica de Bulawayo, actual


Zimbabwe. Profesor de Derecho Médico durante años en la Universidad de

94
Edimburgo y experto en bioética, se le ocurrió escribir un superventas
divertido, refrescante y cautivador que le ha llevado a la fama mundial en
un abrir y cerrar de ojos. Escritor prolífico, autor de novelas infantiles y
otras maravillas, Smith ha conseguido combinar con agilidad —que es un
don de los dioses— el registro clásico de Poirot, Holmes y la Marple con los
fascinantes escenarios africanos, creando un universo literario irresistible,
una isla de oxígeno en el interior de un género que tiende a lo rancio y que,
ciertamente, muchos consideran superficial y prescindible. Cada loco con
su tema. Yo, por mi parte, me deleito de vez en cuando con las novelas de
Smith del mismo modo que saco la cabeza por la ventanilla, me tiro a una
piscina o me tumbo en la hierba.

Walter Mosley
El demonio vestido de azul (1990)

Constelaciones. Si encontrara una lámpara mágica en el fondo


de mi armario junto a las cartas de amor de aquella harpía que
me rompió el corazón, supongo que haría lo que cualquiera
de ustedes. La frotaría. Frotaría la lámpara hasta que saliera el
genio de turno y me concediera tres deseos. Si no les importa, los dos
primeros me los guardo para mí solito, pero voy a contarles el tercero. Si
encontrara una lámpara mágica en mi armario y un genio me echara su
aliento genial en la cara, le pediría pasar una jornada entera con Walter
Mosley y George Pelecanos, una jornada minuciosa y organizada con pre-
cisión: por la mañana, Pelecanos y yo asistiríamos juntos a un par de clases de
literatura inglesa impartidas por Mosley en la Universidad de Nueva York.
Nos sentaríamos en el mismo pupitre y George me susurraría al oído
comentarios mordaces e inteligentes sobre el bueno de Mosley. Después nos
iríamos los tres a comer y daríamos un paseo por Washington DC y Pelecanos
nos llevaría a los lugares donde le gustaría morir o vivir para siempre y Mosley
95
me susurraría comentarios mordaces e inteligentes sobre Pelecanos, me diría
cosas como: en el fondo, Pelecanos es un tierno; o: Pelecanos es tan bueno
como yo, pero más blanco. Por la noche me los llevaría a los dos a un bar
berlinés en el que una vez estuve a punto de perderlo todo, hasta la vida, un
búnker rehabilitado con música en directo. Mosley y Pelecanos me explicarían
en voz baja el secreto mejor guardado de la historia de la literatura y después
me llevarían a casa en un Buick rojo y me dirían: «Take care, Malverde». Fin.
El genio no haría preguntas. Pero si las hiciera, si me preguntara por
qué ellos y por qué juntos, yo lo tendría muy claro. Mosley y Pelecanos son
artistas del suburbio que escogen ciudades enormes y de amplio abolengo,
escenarios tradicionalmente glorificados para el espectador y el lector
medio que, sin embargo, están repletos de imágenes, agujeros, guetos,
excepciones. Constelación Mosley-Pelecanos (y yo metería bien a gusto a
David Simon, que algo sabe de todo esto) porque Los Ángeles y Wash-
ington DC también están llenos de mierda y de rencor y de historia y de
tensión económica, social y racial. Esta última es la que ha convertido a
Walter Mosley en un maestro del género negro. Un maestro negro del
género negro, como se ha dicho tantas veces. Un escritor negro, hijo de un
afroamericano y una judía blanca, que decidió construir un detective negro
para tantear el terreno de la literatura con mayúsculas, y para emplear esa
literatura como un bisturí de crítica social devastadora sobre el conflicto
racial en los Estados Unidos de América durante el siglo XX. Mosley se
abalanza sobre la tensión racial en Norteamérica durante las décadas de los
40, 50 y 60, se sumerge en Los Ángeles South Central denunciando la
supremacía blanca y el racismo silenciado pero implacable que atraviesa the
land of the free. Y lo hace con un instrumento elegantemente diseñado: el
detective Ezequiel Easy Rawlins, llevado a la pantalla por Denzel Wash-
ington hace un puñado de años. Easy Rawlins es un investigador privado
veterano de la Segunda Guerra Mundial, un negro que desconfía de todo el
mundo y sobre todo de los blancos, pero con cautela, un hombre desconfia-
do con amigos de todos los colores, un negro nacido en Texas que termina
acodado en 1948 en la barra de un bar después de haber perdido su trabajo
en la industria aeronáutica, preguntándose cómo va a pagar su hipoteca. Así
comienza la mejor o, al menos, la más célebre de las obras de Walter Mosley,
El demonio vestido de azul, inolvidable no sólo por el título. Rawlins acodado

96
en el bar de Joppy, y un hombre blanco vestido de blanco que entra en un
bar de negros, y le ofrece al negro Rawlins dinero rápido y abundante a
cambio de encontrar a una mujer vestida de azul, un diablo blanco y
devastador que abre la puerta a los ambientes más sórdidos e irresistibles de
la noche en LA: clubes de jazz, alcohol, mujeres, humo denso, sudor rancio,
polis corruptos y una gama de personajes sólidos entre los que destaca el
compañero psicópata de Easy, Raymond Alexander, a.k.a. «Mouse».

Walter Mosley nació en Los Ángeles en 1952, hijo de un negro procedente


de Louisiana y una judía blanca. Alfarero, programador informático,
amante de los sombreros, politólogo, escritor que merece un lugar entre los
más grandes del género por su espectacular traslación de la condición racial
al ámbito de la novela negra pero, sobre todo, por su calidad artística, por
esa rara avis perdida en las páginas de Hammett y Chandler y Ross Macdo-
nald que se llama precisión, pincel, olfato y desamparo.

Sara Paretsky
La lista negra (2003)

Mi padre solía beber Johnnie Walker etiqueta negra. Razones


como ésta nos conducen a ciertos hábitos de vida o de lectura
que guardamos con cuidado en un cajón, hábitos que
llevamos siempre en los bolsillos como si fueran pañuelos o
bolas de golf con el fin de tener siempre a mano y poder tocar
algo más que un objeto, acariciar el fetiche y sus ramificaciones, y sentirnos
mejor o peor que nunca mientras paseamos por la gran ciudad. Mi padre
bebía etiqueta negra como un cosaco y cuando descubrí que V. I.
Warshawski, el personaje femenino que protagoniza la práctica totalidad de
97
las novelas de Sara Paretsky, además de disfrutar del sexo y la violencia,
bebía Johnnie Walker Black Label, ni pude ni quise resistirme al juego
perverso que todo lo gobierna. La metí para siempre en mis bolsillos y ahí la
tengo, madurando como un viejo amigo o el recuerdo ingrávido de un
hombre borracho.
V. I. Warshawski es probablemente una de las figuras más logradas de
la ficción detectivesca. Excesiva, inverosímil, licenciada en Derecho por la
Universidad de Chicago y experta en artes marciales, una mujer sexual y
agresiva que se ve envuelta física y emocionalmente —je t’aime, Spinoza—
en casos de asesinato, corrupción y conspiración sin renunciar al rigor
detectivesco ni al ritmo percusivo que subyace todas las cosas y que late en
todos los cuerpos. No es de extrañar, entonces, que el día en que un
mequetrefe californiano decidió llevarla al cine en 1991, la actriz elegida
fuera Kathleen Turner, aquella mujer nietzscheana que todos recordamos
en el interior de una mansión con las puertas acristaladas mirando a
William Hurt como un animal antiguo o un ciclón: Fuego en el cuerpo. La
lista negra es la vuelta al ruedo de este maravilloso artefacto narrativo. Con
el trasfondo histórico y político de la Caza de Brujas y los atentados del 11-S
en Nueva York, la detective Warshawski es contratada para limpiar el
nombre de una periodista negra muerta en extrañas circunstancias cuyo
asesinato la policía parece demasiado dispuesta a archivar. Su cadáver
descansa en el jardín de una antigua mansión. Warshawski no tiene
ninguna duda de que tras el desinterés de las fuerzas policiales está la
discriminación racial y comienza a tirar del hilo sordo de la trama. Todos
los pecados capitales, todos menos la gula, están incluidos en esta madeja
de conspiración, extorsión, sexo y violencia que conducirán a la investiga-
dora privada a los secretos mejor guardados del mismísimo senador
McCarthy y sus famosas listas negras. Una historia deliciosamente bien
construida que perpetúa la pregunta predilecta de cualquier periodista
entrometido o cualquier lector de Michel Foucault: ¿cuál es el vínculo entre
la Verdad y el Poder?

Sara Paretsky nació en Ames, Iowa, en 1947. Se crió en Kansas. Se doctoró


en Historia con una tesis que no he leído pero que me late bien, como dirían
en México, un trabajo sobre la quiebra de la filosofía moral en los años de la

98
posguerra británica. Ha escrito una buena docena de libros y es la fundado-
ra de la asociación de mujeres escritoras Sisters in Crime. Además, Paretsky
es una de las mejores. Novela negra o policial, detectivesca o crime fiction.
Llámenlo como quieran. Una de las mejores escritoras del género. Sara
Paretsky es uno de esos regalos inesperados que uno encuentra en la vida o
en la calzada o en el estante de una biblioteca, y que conserva para siempre
en el bolsillo del abrigo como un pañuelo o una pelota de golf, con el objeto
de no estar solo nunca más, o de estarlo en condiciones, que es lo más difícil
y lo único importante.

Robert B. Parker
Cien dólares baby (2006)

Me fascinan estos tipos: nacen, crecen, se van a la guerra,


sobreviven, vuelven a casa y se doctoran en Historia, Eco-
nomía, Lengua o Literatura. Salinger flotando en el am-
biente, bailando tango con Byron y sus secuaces pero sin
pompa ni boato. Me fascina Robert B. Parker: nace, crece, se alista, guerrea
en Corea y, a su regreso, se licencia en Literatura por la Universidad de
Boston y decide redactar una tesis doctoral sobre Chandler, Hammett,
Macdonald y el género negro que, sinceramente, huele que alimenta: El
héroe violento, herencia salvaje y realidad urbana. Se convierte en profesor
universitario y ahí termina todo, ¿no? Pues no. Ahí empieza todo, porque
todo empieza con el asco y el abandono, si me permiten la rabia, y el asco
que le produce a B. Parker el ámbito académico (peor y más perverso que la
infantería en Corea) desemboca en el abandono de la carrera universitaria y
en el nacimiento de la carrera literaria, en la génesis gloriosa e inolvidable
de Spenser, detective privado, y las 60 novelas que han convertido a este autor
norteamericano en uno de los mejores alumnos de Raymond Chandler y
en una referencia indiscutible de la literatura detectivesca.

99
A estas alturas del partido, uno podría querer hacerse el interesante y
parecer más versado en el arte de la reliquia y el margen diciendo, por
ejemplo, que Spenser está muy bien y bla bla bla, pero que, en realidad, las
mejores novelas del norteamericano son las protagonizadas por Jesse
Stone, Stone Cold, por ejemplo. Podría decirles que Spenser pasó a la historia
y que está agotado. No me apetece, sinceramente. A mí me gusta Spenser.
Estoy convencido de que la herencia literaria no está a la altura de cualquie-
ra, que no todos los escritores saben ser descendientes o antecesores. No
tengo la más mínima duda de que Robert B. Parker es un digno heredero de
Chandler y Hammett y de que su Spenser es el hijo más guapo e inteligente
de la prole: ex boxeador, ex policía, amante del jazz y del buen whisky como
Cortázar, zampabollos, levantador de pesas, un tipo duro y elegante que
describe la ciudad de Boston con la misma lírica urbana que sirvió a
Chandler para enseñarnos en qué consiste Los Ángeles. He escogido Cien
dólares baby por una razón muy sencilla. La novela es un guiño que Parker se
hace a sí mismo, un encontronazo de Spenser con su propio pasado y un
chapuzón de excelencia literaria. Y tal vez también una patada en los huevos
a Clint Eastwood, pero eso es lo de menos. Cien dólares baby es la historia de
April Kyle, una preciosa jovencita a quien Spenser había salvado de las
garras de la prostitución despiadada de los bajos fondos de Boston en
Ceremonia, y que ya había reaparecido en Taming a Sea Horse. Cuando April
llama a la puerta de Spenser veinticuatro años después, ya no es precisa-
mente Brooke Shields mirando a los ojos tristes de Keith Carradine en
aquel peliculón de Louis Malle (Pretty Baby, 1978). No. April es una mujer
madura y bellísima en la cúspide de la prostitución de lujo, una madame
acosada por depredadores anónimos que intentan destruirla, una mujer
aparentemente indefensa que vuelve a necesitar la ayuda de su detective
favorito. Hasta aquí todo es espléndido. Después mejora: nadie es tan
indefenso como parece y menos aún un fantasma irresistible del pasado que
dirige un negocio de prostitución. Spenser bucea en la madeja urbana de
Boston, y descubre a Tony Marcus y los círculos más selectos del crimen
organizado revoloteando en torno a una mujer moldeada a partes iguales
por la inteligencia, la belleza y el mejor de los venenos.

100
Robert B. Parker nació en Springfield (Massachusetts) en 1932 y murió
hace muy poco, a los 77 años. Los datos biográficos que me interesan están
todos más arriba, aunque tal vez podríamos recordar aquello de que se casó
con la niña a la que nadie sacaba a bailar —te queremos, Teiller— en una
fiesta de cumpleaños cuando ambos tenían tres años, y que esa niña fue la
encargada de leer y corregir todos sus manuscritos. O que sus obras han
sido llevadas a la televisión y al cine. O que detrás de Appaloosa, western de
calidad suprema dirigido y protagonizado por Ed Harris, también está la
mano de Parker. No sé. Me quedo con el duelo de su muerte. Me quedo con
el peso muerto que sentimos en los brazos y en el cuerpo entero cuando
nos sabemos ante un titán literario. Me quedo con la imagen de Parker
mirando con desprecio a sus colegas en la cafetería de la facultad y tomando
la decisión de escribir novelas para que ustedes y yo no nos volvamos locos.

George Pelecanos
Revolución en las calles (2004)

Supongamos que me gusta Barry White. Supongamos que


llevo décadas escuchando a Barry White en el coche y en el
salón de mi casa, en la cocina, mientras mi esposa Betty
hornea un pastel de carne y los niños se preparan para ver el
partido de béisbol o en un apartamento de soltero lleno de colillas y botellas
de whisky. Si Leibniz tiene razón, existe al menos un mundo posible en el
que Barry White es blanco. Supongamos que Barry White es blanco y que
me gusta. Pero también que me he pasado décadas escuchando su voz sin
ver su rostro una sola vez, que nunca he visto su imagen o prestado la más
mínima atención al hombre escondido tras Let the music play… La sorpresa
que me llevaría al descubrir que esa voz claramente negra pertenece a un
hombre blanco sería mayúscula. Sería tremenda. A mi pobre Betty se le
caería el pastel de carne en mitad del salón.

101
Algo parecido sucede con George Pelecanos. Uno lee Revolución en las
calles, por ejemplo, o Música de callejón, y lo último que se imagina es que el
señor tras el teclado es un blanquito con perilla de origen griego nacido en
Washington DC, casado y con tres hijos. Te imaginas a un negro. O a un
blanco y a un negro escribiendo a cuatro manos. O a un grupo de blancos y a
otro de negros haciendo juegos malabares con la literatura e intentando
confundir al lector para que sepa, para que entienda, para que sienta que la
mierda nos llega hasta el cuello y que se llama corrupción y discriminación
racial. Uno piensa que Pelecanos es un escritor negro y que, además, ha
vivido en el corazón de la jungla o de la capital del imperio, que no es lo
mismo, pero casi. De lo contrario, no es posible que ejecute con la precisión
de un puñal azteca la radiografía certera, desgarradora y explosiva de
Washington DC que encontramos en casi todos sus libros. George Pele-
canos es un escritor inmenso y devastador que ha llevado el género detec-
tivesco a sus últimas consecuencias. Es decir: que ha entendido de una vez
por todas que los individuos son un efecto del poder.
¿Cómo lo ha hecho? A mi juicio, Pelecanos ha vencido gracias a esa
confusión de personajes y de razas que insinuaba más arriba. Una confu-
sión potenciada por la creación magistral del binomio entre el detective
Derek Strange y el ex policía Terry Quinn, un afroamericano amante de
Ennio Morricone y un blanco impulsivo que se dedica a la venta de discos
de ocasión tras salir absuelto de un cargo de homicidio. En la tensión
heraclítea entre estas dos figuras magistrales radica el universo entero de
George Pelecanos: los olvidados de la capital de Estados Unidos, la América
abscondita tras el flash, las luces de neón y la Superbowl, el lodazal económi-
co y político en el que se revuelcan los más pobres, la discriminación racial
como telón de fondo, personajes anónimos y efímeros que no cambiarán la
historia, pero que la manejan a nivel local, como el mismo autor no se cansa
de repetir. Revolución en las calles es un buen ejemplo del genio de Pelecanos.
En la primavera de 1968, el Doctor King está a punto de pronunciar un
discurso que cambiará el mundo y el detective Derek Strange da sus
primeros pasos en la carrera policial. El asesinato de Luther King permite a
Pelecanos una ecuación perfecta entre el crimen organizado y urbano de
baja escala y la revuelta nacional y cultural vivida durante aquellas
jornadas, a la vez que perfila la historia personal del detective Strange, su

102
infancia y su juventud en las áreas marginales de la ciudad, el origen y las
razones de su compromiso ético y político en un mundo de lobos. Qué
quieren que les diga: George Pelecanos es un autor imprescindible no sólo
para el amante de la novela negra y detectivesca. Pelecanos es imprescindi-
ble para cualquiera que tenga dos dedos de frente y que quiera comprender
la maquinaria perversa y despiadada en cuyo interior flotamos todos como
cadáveres o botellas de plástico.

George Pelecanos nació en Washington DC en 1957 en el seno de una


familia de inmigrantes griegos. Publicó su primera novela en 1992. Pero antes
de esa novela y de las otras quince o veinte que le han convertido en un
escritor premiado en todos los continentes, se dedicó a poner copas, a lavar
platos y a vender zapatos de mujer. Me gusta pensar en las manos de
Pelecanos tocando los pies desnudos de todas las damas de Washington. Las
mismas manos que han escrito tantos episodios de The Wire, probablemente
la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Insisto: si un genio me con-
cediera tres deseos, Pelecanos me acompañaría todo el día en uno de ellos.

Bernhard Schlink / Walter Popp


La justicia de Selb (1987)

Ya lo decía Kaurismäki: lo peor que te puede pasar en este


mundo es tener pasado. Mucho peor, de hecho, si ese pasado
es un pasado nazi, si lo que fuiste y no puedes no haber sido es
un fiscal nazi en uno de los dos o tres mil peores momentos de
la historia de la humanidad. El detective privado Gerhard Selb es ese hombre
con pasado que alguna vez jugó a ser nazi y jurista al mismo tiempo y que
ahora, convertido en investigador, ha sido contratado por una empresa
farmacéutica, para dar caza a un pirata informático que está quebrando
todas las fronteras de seguridad y privacidad de estos tiburones con cara de

103
niños ricos. Selb tiene 68 años, fuma como Michel Piccoli en las pelis de Jean-
Luc Godard y bebe Aviateur, un hombre complejo de códigos difusos o tal
vez no tan difusos que han servido a B. Schlink y a W. Popp para crear una
novela magnífica. No sé si conocen a Popp, pero sé que conocen a Schlink. Sé
que lo conocen como autor de El lector, la novela llevada al cine por Stephen
Daldry en 2007. Háganme caso una vez más, si es que todavía no han perdido
la paciencia ni la esperanza. Olvídense de Kate Winslet y de Ralph Fiennes y
vayan corriendo a comprar esta novela escrita en 1989, plagada de ecología,
corrupción y fantasmas del pasado en la que Schlink y Popp nos sacan los
colores a todos los que tenemos un poco de memoria.

Bernhard Schlink nació en Bielefeld, Alemania, en 1944. Escritor y jurista.


Tipo serio. En 1998 fue nombrado juez en la corte constitucional del estado
federal de Renania del Norte-Westfalia y es también profesor de Historia de
la Ley (bonito nombre) en la Humboldt Universität de Berlín. No me
pregunten cómo lo hace para, además, haberse convertido en uno de los
autores alemanes más leídos del mundo. Supongo que la culpa la tiene el
lector. Pero recuerden, olviden a la Winslet y corran a por La justicia de Selb.

Walter Popp es el seudónimo de Thomas Richter, nacido en Nüremberg en


1948, licenciado en Derecho y traductor, además de amigo de Schlink. Un
hombre con sombrero capaz de escribir como si no existiera, que es lo que
les gustaría a todos los escritores.

Rafael Reig
Sangre a borbotones (2002)

A un tipo que ha escrito Manual de literatura para caníbales,


yo, sinceramente, le felicito y le presento mis respetos.
Ahora bien, a un tipo que ha escrito Sangre a borbotones no

104
sólo le felicito: le doy un abrazo y lo invito a unas cañas y me lo llevo a
pasear por todos los tugurios de España, para que me hable del difícil arte
de hacer las cosas bien y para que me cuente en qué momento se descubre
que el sentido del humor, la inteligencia, la supervivencia y el placer son
una y la misma cosa. Así que, si algún día me cruzo con este asturiano por el
centro de la capital o por el centro de la Tierra, que se vaya preparando.
Rafael Reig ha hecho algo muy difícil en el ámbito de la novela negra. Le
ha echado huevos. En principio, la expresión malsonante no debería despertar
nuestra sorpresa. Echarle huevos es lo que hacen los tipos duros. Los de-
tectives le echan huevos. Los inspectores de policía le echan huevos. Los
criminales le echan huevos. Hasta Holmes le echaba huevos. Ahora bien, si
nos posicionamos del lado del autor —que nunca murió del todo, le pese a
quien le pese—, resulta que adentrarse en un género primero desprestigiado,
luego venerado y siempre arriesgado, como el de la novela negra, exige
cumplir ciertas normas. Cuando digo que Rafael Reig le echa huevos, quiero
decir que se ha saltado esas normas a la torera y que no sólo ha sobrevivido,
sino que ha salido del salto con un tirabuzón insólito y ha hecho un clavado y
los jueces han dicho: «¡Olé!». El coraje es más sencillo de lo que parece:
humor, ciencia-ficción, western y delirios varios se dan cita en Sangre a
borbotones, una historia articulada en torno a tres mujeres: la desaparecida, la
perdida y la atolondrada, según palabras del propio autor. Todo ello ambien-
tado en la distopía de un Madrid fluvial donde hay que navegar para recorrer
el Paseo de la Castellana, una capital donde se habla spanglish, porque España
se ha convertido en una colonia más de los Estados Unidos. Y en mitad del
meollo, el detective Carlos Clot, un tipo duro a ratos, melancólico siempre y
uniforme nunca, como debe ser.

Rafael Reig nació en Asturias en 1963. Estudió Filosofía en Madrid y


Nueva York. Se doctoró en los Estados Unidos con una tesis que suena
bien: Mujeres por entregas: la prostituta en la novela del XIX. Profesor de
Literatura en la escuela de creación literaria Hotel Kafka, editor de Larra
y Galdós. Reig dice que se llevaría a Galdós a una isla desierta, así que yo
nunca iré con Reig a una isla desierta. Por lo demás: un autor valiente que
sabe escribir y que tiene un sentido del humor del tamaño de un menhir.
Combinación perfecta e inesperada que les sabrá a gloria a los defensores

105
italocalvinianos de la ligereza y a mierda a los lectores más rancios del no-
me-saques-de-lo-de-siempre.

Paco Ignacio Taibo II / Subcomandante Marcos


Muertos incómodos (2005)

Taibo tiene razón en una cosa importante: la novela policial


nos ofrece un diagnóstico del poder (The Wire, lo digo en
serio). Supongo que por eso hemos llegado a este libro:
Muertos incómodos, escrito a cuatro manos por un escritor
con oficio versado en novela negra y autor de una biografía inmensa sobre
el Che que leí en mis años mozos, y el subcomandante Marcos, ideólogo,
líder y portavoz del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Marcos le envía una carta a Taibo en la que le propone escribir una novela
policial a cuatro manos. Taibo lee la carta. Taibo abre la boca. Taibo se
echa las manos a la cabeza: no se puede escribir un libro a cuatro manos sin
reunirse de vez en cuando o sin hablar por teléfono, al menos, con cierta
regularidad. Pero Taibo es débil, como todos, y tras el titubeo inicial no se
resiste al caramelo y dice, órale, y aquí está el libro, una historia detecti-
vesca protagonizada por un insurrecto zapatista creado por Marcos (Elías
Contreras) y Héctor Belascoarán Shayne, el detective de Taibo al que no
veíamos desde Adiós, Madrid (1993), un sabueso burlón con un método de
investigación que, básicamente, consiste en echarse a la calle y dejarse
llevar por el olfato y el instinto. La novela es más curiosa en su génesis que
valiosa en su factura. Una serie de desconcertantes llamadas, que supues-
tamente provienen de un militante estudiantil asesinado en 1971, ponen a
Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente, sobre la pista de un
tal «Morales», fuente y eje de innumerables crímenes protagonizados a la
sombra del aparato estatal mexicano. Simultáneamente, en la selva

106
chiapaneca, el investigador zapatista Elías Contreras recibe la comisión
de seguir las huellas de un tal «Morales» que, según los papeles que la
familia del novelista español Manuel Vázquez Montalbán hace llegar al
EZLN, estaba involucrado en misteriosas operaciones criminales en los
últimos años y en una extraña relación que va de Barcelona a la ciudad de
México pasando por Chiapas. Como diagnóstico del poder, la novela es un
buen reflejo del universo de la corrupción en Latinoamérica en general y
en México en particular.
Yo creo que Taibo es mejor escritor en sus demás novelas. Pero
también creo que ninguno de los dos autores andaba detrás de la obra
maestra, sino de la obra molesta. Y ésta, se lo aseguro, molesta y mucho a
ciertos sectores políticamente repugnantes de cualquier nación, a la par
que denuncia las cosas de siempre, ésas que ni Dios (si existiera) podría
modificar y que se reducen a la desigualdad radical en la distribución de la
riqueza y al modo en que el poder carcome a los seres humanos.

Francisco Ignacio Taibo Mahojo nació en Asturias en 1949. Desde 1958


ha vivido en México. Activista sindical, investigador, profesor, escritor y
director de la Semana Negra de Gijón y cofundador de la Asociación
Internacional de Escritores Policíacos. Taibo lleva escribiendo toda la vida
y lo hace, además, muy bien, sin complejos, con sentido histórico y del
humor, que también pueden y deben combinarse. En el ámbito de la
novela negra, yo no sé si Taibo es o no es un clásico de las letras policiales,
pero sé que en mi biblioteca están Guelbenzu, Vázquez Montalbán,
Madrid, Ledesma, Mendoza, Villar, Silva, Eugenio Fuentes o Rodolfo
Walsh, entre otros, y que tendría que mirar hacia el suelo muerto de
vergüenza si me faltaran las novelas de Paco Ignacio Taibo II.

El subcomandante Marcos es el principal ideólogo, portavoz y mando


militar del grupo armado indígena mexicano denominado Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que hizo su aparición pública
el 1 de enero de 1994, cuando lanzaron una ofensiva militar en la que
tomaron seis cabeceras municipales del estado sureño mexicano de
Chiapas, demandando democracia, libertad, tierra, pan y justicia para los
indígenas. Tras el pasamontañas, la pipa y el nombre de Marcos, se

107
esconde, al parecer, Rafael Sebastián Guillén Vicente, nacido en México
en 1957. De niño, le gustaban los juegos de magia. De joven, estudió
Filosofía y Letras. Se hizo profesor. Leyó a Marx, a Mao y a Gramsci. Ha
escrito más de 200 ensayos y multitud de libros de ideología crítica y
anticapitalista, así como de reivindicación de los derechos de los pueblos
indígenas y denuncia de la corrupción política.

108
NUESTROS QUERIDOS AGENTES DE LA LEY

Comisarios, inspectores, policías e incluso guardias civiles de los de toda la


vida. La mayoría de ellos anda bien jodida: alcohólicos, divorciados y más
solos que la una. Están metidos en tantos líos como los que solucionan, es
cierto, pero a pesar de todo son auténticos profesionales.
Andrea Camilleri
La paciencia de la araña (2004)

La paciencia de la araña… Me dan asco las arañas. Me dan


miedo y me dan asco. Me producen una mezcla de
inquietud psicológica y repulsión física que suele desembo-
car en un grito infantil o en un respingo, casi siempre en
público y siempre bochornoso. Me dan tanto asco que ni siquiera tengo
que verlas para sucumbir. Por ejemplo: puedo estar dando un paseíto por
la ciudad y meterme en una librería y acudir con fidelidad e inercia a la
sección de literatura italiana y allí, entre manganellis, dantes y calvinos,
encontrarme un título arácnido y repugnante… Los pelos como escar-
pias. Las arañas en los títulos también me dan un asco espantoso. Incluso
en títulos que admiro y frecuento, como El sendero de los libros de araña, de
Calvino, o como éste de Andrea Camilleri que, no lo duden, me cuesta
incluso escribir: La paciencia de la araña. En esta octava entrega, Camilleri
nos devuelve al comisario Salvo Montalbano, pero nos lo devuelve más
viejo, más humano y filosófico, si cabe, que en las siete novelas anteriores.
Montalbano está cascado, como diría mi abuela, magullado tras su último
caso, postrado en la cama haciéndose preguntas peligrosas sobre la
justicia y el sentido de la justicia, sobre la ley y la falibilidad y los afectos,
que siempre nos confunden. En tal situación, se le informa sobre el
secuestro de una joven perteneciente a una familia que alguna vez fue
adinerada y lo perdió todo en misteriosas circunstancias. Montalbano
emprende una vez más (¿la última?) una labor de hermeneuta (todos los
detectives son filósofos hermeneutas, como sabe el maestro Uriel Fogué)
que consiste en el desentrañamiento, la interpretación y el desciframien-
to de una tela de araña, es decir, de una venganza urdida pacientemente
durante años y en la que se quedan adheridos los afectos y las vergüenzas,

111
las traiciones y las danzas fúnebres, la muerte y el amor, que se parecen
algo, pero muy poquito, y que en la obra de Camilleri están perfectamen-
te imbricadas en la complejidad y la maravilla del universo siciliano.

Andrea Camilleri es siciliano. Tenía ganas de toparme con un italiano en


estas páginas. Nacido en Porto Empedocle en 1925, se dedicó durante
más de cuarenta años a escribir guiones, al teatro y a la televisión hasta
que, en 1978, publicó su primera novela, El curso de las cosas. Es el autor de
un ciclo detectivesco protagonizado por Salvo Montalbano, que, sí, en
efecto, mis queridos amiguitos, es un homenaje al español Manuel
Vázquez Montalbán. Odio las arañas, aunque sean de Camilleri, y si no
fuera por eso, releería este libro al menos una vez cada lustro.

Vera Caspary
Laura (1943)

Laura es todas las cosas. Laura es el único habitante de este


planeta. Laura es todos los personajes y todos los ambientes.
El resto no es silencio, el resto es un reflejo de Laura o una
mera excusa narrativa para abundar en la complejidad y la
magnificencia de un personaje que fascinó a dos amantes del género
policial tan sutiles como Borges y Bioy Casares. ¿Y a Bolaño? ¿Conocía
Bolaño a Vera Caspary? Yo sabía que Bolaño admiraba a los padres, a los
hijos y a los nietos del género, a los legítimos y a los bastardos. Sabía que
admiraba a Chester Himes y sabía que no es cierto que Los detectives salvajes
no se parezca a nada escrito con anterioridad. Todo se parece ya siempre a
algo anterior y no hay nada nuevo bajo el sol, que dice el Libro. Lo que no
sabía, y sigo sin saber, es si la estructura narrativa y la forma de la segunda
parte de Los detectives… podría o no haberse visto contagiada por esa voz
polifónica que narra en primera persona eso que nos incumbe y nos

112
gobierna, en el caso de Bolaño, y eso que nos inquieta, nos reclama y nos
seduce, en el de Vera Caspary: Laura Hunt. ¿Quién es Laura? Insisto: Laura
es todas las cosas y es también la narración de su propia ausencia y en esa
narración reside la grandeza de una obra que hizo mundialmente famosa a
la escritora Vera Caspary y que mi querido Preminger llevó al cine en 1944
con Gene Tierney en el papel principal y Vincent Price —Belcebú lo tenga
en su gloria— en el papel secundario de Shelby Carpenter.
Lejos de ser una novela detectivesca al uso, articulada en torno a la
típica, tópica y no por ello menos apetecible mujer fatal, Laura es la historia
del asesinato de Laura Hunt, una mujer hermosa e inteligente, enorme-
mente ambiciosa y asidua de los saraos de la clase alta neoyorquina del
Manhattan de los años 40, cuyo cadáver aparece desfigurado por un tiro en
la cara en la puerta de su apartamento. El detective McPherson interroga a
todos los personajes de algún modo relacionados con la difunta Laura,
prometido y supuesto amante incluidos, y la novela se va tejiendo y
componiendo al modo testimonial, en primera persona, generando una
atracción irresistible hacia el personaje de Laura que termina cautivando al
mismísimo detective. En uno de los pasajes ya clásicos del relato, McPher-
son se queda dormido en un sofá con la foto de Laura sobre el regazo. Estos
chicos… Novela psicológica y romántica más que negra, tengo la impre-
sión de que Laura continuará apareciendo en el insomnio de todos los
pecadores de este mundo aficionados al género.

Vera Caspary nació en 1899 en Chicago, ciudad del viento, en una familia
de emigrantes alemanes y holandeses. Judía educada en las costumbres
tradicionales de su credo religioso, Caspary supo deshacerse rápidamente
del lastre chovinista y se convirtió muy pronto en una mujer independiente
y reivindicativa, con un espíritu político y revolucionario que la condujo a
coquetear con el comunismo e, incluso, a visitar la antigua Unión Soviética
con esperanza e ilusión, que es lo último que debe hacerse en la vida en
general y en la política en particular. Eso dicen, al menos, los supervivientes
y los hombres felices. El estrellato —que es una palabra curiosa y un estado
anímico singularmente infame— le llegó de la mano de la que sigue siendo
su mejor creación, Laura, un éxito literario que es una sombra cinemato-
gráfica alargada que tal vez lo oscurezca en buena parte, pero que deja

113
claridad suficiente como para leer un par de libros más de esta mujer que
siempre me recordará que Nabokov era un hombre constante y que nunca
dedicó ninguno de sus libros a nadie que no fuera su esposa. Perdón, la
sombra: Bedelia y The Man Who Loved His Wife.

Michael Connelly
El eco negro (1992)

Pensar es como entrar en una mina. Cuando quieres darte


cuenta, ya estás dentro y en peligro. Lo decía Albert Camus:
«Estamos dentro y en peligro». Por si fuera poco, avanzamos
en peligro por una mina de lenguaje, un agujero narrativo
inmenso caracterizado por la etiqueta y, por ende, por las señas de identi-
dad. De manera que el primer riesgo al que debemos enfrentarnos es el más
peligroso de todos: la inercia, el tópico, la casilla, la reproducción de
modelos. Y lo cierto es que no es sencillo eludir la estandarización en un
género como el de la novela negra. No es sencillo en absoluto. Eso es lo que
estaba pensando justo antes de ponerme a describir al héroe de Michael
Connelly, Hyeronimus «Harry» Bosch, Jerónimo Bosco. ¿Les suena? Claro
que les suena. Jeroen Anthoniszoon van Aken, el pintor flamenco obsesio-
nado, igual que Hesíodo, con la decadencia del género humano y con la
salvación y los infiernos. ¿Por qué querría Connelly llamar así a su detective
privado? Pasen y lean, o, si no, piensen en la ecuación infierno = capitalis-
mo postindustrial = género humano y lo sabrán. En todo caso, la pregunta
no era esa. La pregunta era otra bien distinta. Nos preguntábamos cómo
escapar a la estandarización si, por ejemplo, buena parte de los detectives
privados que ya pueblan esta guía son veteranos de guerra, alcohólicos y
mujeriegos. Recuerden a Nabokov: lo más importante son los detalles. Y
Michael Connelly domina el arte del detalle y lo domina hasta el aplauso,
además, en la que considero la mejor de sus novelas: El eco negro, escenario
114
de presentación de el Bosco, que si bien es veterano de guerra que cumple
con los requisitos estéticos y psicológicos del hardboiled para detectives, se
deja reconocer en la singularidad y la sutileza de sus detalles. Una sutileza
que a mí me recuerda a la Antígona de Sófocles y al viejo Esquilo, a su
obsesión por la justicia cósmica y a aquella idea antigua, arcaica y tal vez
hermosa de que alguien tiene que hablar por los muertos y devolverles lo
que se les debe. Ese alguien es el Bosco, hijo de una prostituta que murió
asesinada cuando él no era más que un niño, un hombre rodeado de
fantasmas bélicos y psicoanalíticos que decide convertirse en investigador
privado y especializarse en homicidios ( James Ellroy en nuestros corazo-
nes envenenados). El eco negro es una novela de diván y callejón, de
memoria y subterráneo a partes iguales. Harry Bosch se enfrenta a un caso
de muerte por sobredosis que despierta sus espectros de la guerra de
Vietnam. La víctima es Billy Meadows, un antiguo compañero de unidad
durante la guerra con el que compartió el miedo, el sudor y el olor a muerte
y a mierda en los túneles construidos por el Viet Cong, esos intestinos
hediondos y subterráneos donde el horror del propio cuerpo, el pánico que
sube desde las vísceras y emerge por la boca como un gruñido, un llanto o
un grito inútil, resuena implacable como un eco negro. El Bosco pasea por
su propio infierno, encarnado en las calles de Los Ángeles, y descubre a una
agente del FBI con cuya ayuda tratará de vencerse a sí mismo y resolver, de
paso, la misteriosa muerte de Billy Meadows.

Michael Connelly es un escritor indispensable por culpa de Harry Bosch,


animal vertiginoso de bellísima factura que habitará per secula seculorum los
anaqueles de la novela detectivesca. Nacido en Filadelfia, Pensilvania, en
1956, Connelly estudió Periodismo y se ganó el Pulitzer algunos años
después de que su madre, ama de casa aficionada al crime fiction, le inoculara
el virus de la lectura y promoviera sin quererlo un ritmo de ansia y precipita-
ción hacia esa boca omnívora que se llama Raymond Chandler y que ha
impulsado a tanto jovencito insensato a ponerse a escribir historias sobre
crímenes, estados del alma, puñetazos y amor discreto. Los hijos de
Chandler son muchos. Algunos, además de hijos de Chandler son unos hijos
de puta y no valen ni para limpiarse el culo. Connelly no es uno de ellos.
Connelly ha escrito El eco negro y eso debería bastar. Pero, si no les basta,

115
también ha escrito The Concrete Blonde y A Darkness More than Night. Y si eso
tampoco les basta, es que no tienen remedio. Los que tenemos de sobra con
la literatura de este hombre nos consolamos pensando que Connelly escribe
como un titán con las espaldas fuertes y que siempre tiene un plan. Uno de
esos tipejos que te gustaría llevar al lado cuando te das cuenta de que hace
tiempo que entraste en la mina y de que no hay marcha atrás.

K. C. Constantine
El hombre al que le gustaban los tomates tardíos (1982)

Supongamos que sabemos lo que queremos decir cuando


decimos «la vida real de K. C. Constantine». Pues bien, poco o
nada se sabe de la vida real de K. C. Constantine. Ni siquiera
su nombre es real. Su pasado es incierto. Su rostro desconoci-
do. Sus entrevistas escasísimas. Creo que su mujer se llama Linda y que sirvió
en los marines norteamericanos. En cualquier caso, nada de lo que voy a
escribir a continuación ha sido confirmado como real. Háganme el favor y
no le den más vueltas a eso de «lo real». K. C. Constantine es el seudónimo de
lo que pudiera ser el nombre real de un hombre real nacido en Estados
Unidos en 1934, un nombre real de resonancias eslavas: Carl Constantine
Cosak. Cosak podría haber sido un jugador de béisbol de segunda e incluso de
primera. Podría haber sido Phil Rizzuto, shortstop de los NY Yankees, aunque
lo dudo mucho. Podría no haber tenido nada que ver con el mundo del
béisbol y haber sido en realidad periodista en Pensilvania, que suena
estupendamente. Podría, en fin, haber sido profesor de Escritura Creativa y
Composición en la Setton Hill University, en Greensburg. Lo único que está
claro es que es el autor de al menos veinte novelas de ficción detectivesca y
que es el creador de Mario Balzic, policía norteamericano de ascendencia
serboitaliana que protagoniza todas sus obras. No es mucho decir, lo admito,
pero ¿qué más quieren? ¿Qué más necesitan saber? Lo único que necesitan
116
saber de este individuo enigmático y esquivo es que ha engendrado dos
títulos mayúsculos:
1. El hombre al que le gustaba mirarse a sí mismo
2. El hombre al que le gustaban los tomates tardíos
Me gustan los dos, pero prefiero los tomates. Me gustan los dos porque
soy hombre sencillo amante de los patrones y Constantine perpetúa en sus
novelas un esquema narrativo fijo: Mario Balzic es el jefe de policía de una
ciudad imaginaria situada en Pensilvania, un enclave minero acosado por el
declive de la industria y la escasez del carbón. Constantine escribe crime
fiction, eso es cierto, pero la dimensión policíaca de la historia no es más que
una excusa para profundizar en las relaciones humanas de trabajadores de
mediana edad en mitad de la tierra de las oportunidades que asisten
serenamente a su propio derrumbe. La otra constante es el propio Balzic,
autoritario pero próximo, preciso en sus razonamientos, opiniones y
sentencias, genial pero sin alardes, absolutamente inmerso en el tempo real
de una lengua inglesa alejada de la gran urbe, un hombre que sabe mantener
una conversación con cualquiera en cualquier lugar sin perder el tiempo, la
firmeza o el acento. De las dos novelas, decía, prefiero los tomates porque
me encanta la apertura de la novela. Balzic pide un vaso de vino en
Muscotti’s Bar, su guarida preferida, y comienza a hablar con Vinnie, el
camarero. Hablan de tomates, de tomates fuera de temporada. Vinnie le ha
comprado tres cajas de tomates a un tal Jimmy Romanelli, tomates criados
en junio, tomates a deshora que llevarán a Balzic al descubrimiento de tres
cadáveres y al itinerario narrativo usual de Constantine: las almas en pena de
una ciudad moribunda, las esposas, los maridos, la decadencia sorda pero
implacable que avanza y nos devora mientras nos acodamos en la barra de
un bar, resolvemos un asesinato o criamos tomates fuera de temporada.
Nunca me ha importado ignorarlo casi todo de Thomas Pynchon y
confieso que las fotos de Rimbaud en África me dejan bastante indiferente.
Soy megalómano como el que más y a nadie le amarga un dulce. Pero
seamos honestos: en última instancia, en los momentos decisivos, en las
horas importantes, cuando la soledad impera y nos faltan las fuerzas para
seguir interpretando un personaje, ¿qué es lo que nos queda? Nos queda
Woody Allen corriendo hacia Mariel Hemingway al final de Manhattan; nos
quedan las Iluminaciones del joven Arturo; nos queda V de Thomas Pynchon

117
y El hombre al que le gustaban los tomates tardíos de un tal K. C. Constantine, tan
necesario, tan irreal y tan certero como cualquiera de nuestras mentiras
cotidianas.

Robert Crais
El mono bajo la lluvia (1987)

También me he preguntado alguna vez quién andaba detrás


de mis dos horteras favoritos, los detectives Sonny Crocket y
Ricardo Tubbs. Y quién detrás del teniente Furillo. Me
gustaba tanto Furillo que no puedo evitar evocar su imagen y
sus corbatas cada vez que oigo pasar lista. Cagney & Lacey me son más
desconocidos. En cualquier caso, detrás de los horteras magistralmente
parodiados en mi juventud por Martes y Trece y detrás de Hill Street Blues y
Cagney & Lacey está el apuesto Robert Crais, que escribió guiones para la
televisión y limpió casetas de perro antes de convertirse en una referencia no
sé si indiscutible pero en todo caso apetecible de la narrativa policial
contemporánea. Crais adora LA. Su escenario es LA, quizás porque tam-
bién es uno de esos hijos de Chandler de los que hablábamos más arriba
—no de los hijos de puta que no valen para nada, de los otros—, y tal vez
porque el paisaje californiano se acopla mejor con el detective estelar de sus
trece novelas, Elvis Cole, un veterano del Vietnam con sentido del humor y
buen talante que decora su despacho con cierta pasión estética por Mr.
Disney —me imagino al gordo Manganelli entrando en el despacho de Elvis
Cole y mirando por encima de las gafas el reloj de Pinocho colgado en la
pared—. Crais saltó a la fama con El mono bajo la lluvia (1987) y con la intro-
ducción de una pareja inimitable en el universo de la narrativa criminalísti-
ca: Elvis Cole va acompañado por su fiel amigo Joe Pike, silencioso y letal
como un guerrero comanche, ambas figuras emergen con potencia
devastadora en esta fascinante historia.
118
El mono bajo la lluvia es la historia de un encargo, como debe ser. Ellen
Lang aparece en el pintoresco despacho de Cole para contratar sus servicios.
Su marido ha desaparecido llevándose a su hijo y nada se sabe de su parade-
ro. En principio, el caso parece relativamente sencillo, pero la trama avanza
repentinamente empujando a los dos investigadores a un viajecito sangrien-
to poblado de violencia, sexo y drogas duras en la noche californiana. Lo
mejor: el salto, como siempre. El salto desde los bajos fondos de LA hasta el
registro más elitista de Hollywood Blvd. Nada se salva de la saliva y la sangre.
Eso está claro. O al menos lo está en este novelón de Crais, divertido,
apasionante, magistralmente diseñado en sus atmósferas. Hay que tener
muy buena mano para introducir la fuerza bruta del baño de sangre y la
espiral del delirio en Beverly Hills y salir tan victorioso como sale Crais. Lean
a Crais y empiecen por este libro. Y si ya lo han leído, léanlo otra vez.

Robert Crais nació en Louisiana en 1953 y en 1976 se trasladó a Hollywood,


donde comenzó a escribir guiones televisivos hasta que no soportó más la
infamia y el exceso y la cantidad ingente de barro y arenas movedizas que,
supongo, decoran los pasillos, los despachos y las mansiones de los
magnates de la industria cinematográfica. Me gustan las coincidencias, pero
no creo que el diseño, la factura y el carácter de las dos estrellas de Crais sea
producto del azar. Creo que Cole y Pinke son el resultado de una arcada
estética, ética y política de Robert Crais. Creo que Cole es un personaje que
parece un niñato estúpido moldeado por la sociedad del espectáculo y, en
concreto, por las fábulas hollywoodienses y absolutamente reaccionarias de
Walt Disney, pero que en realidad constituye el contrapunto perfecto, la
carga explosiva en el interior del pastel: un tipo enamorado de Peter Pan y de
Pinocho que desayuna viendo Barrio Sésamo y del que, sin embargo, se nos
dice en boca del teniente Baishe: «…Sé quién eres. Serviste un buen tiempo
en el ejército, fuiste guardia de seguridad en un par de estudios y estuviste
pateándote las calles de la ciudad con ese hijo de puta de Joe Pike. Dicen que
te crees muy mono y muy listo. También he oído que eres muy bueno…».
Buenísimo, diría yo. Y duro de pelar. Casi tanto como Pike, que no se quita
las gafas de sol ni de noche, como Warren Oates, y que, a ciertas horas y en
ciertos ámbitos, puede ser tan letal como una granada de mano en el bolsillo
del pantalón.

119
Colin Dexter
Los muertos de Jericó (1981)

¿Han visto alguna vez una película porno en un cine


comercial? No lo hagan. Es una experiencia horrible y
físicamente dolorosa. La tensión se acumula de tal modo
que a la mañana siguiente despiertas con agujetas. Yo lo hice
una sola vez en mi vida, en Oxford, Inglaterra, en un ciclo de cine bastante
alternativo que, a juicio del organizador, debía incluir 10 clásicos de los
géneros más diversos. Entre ellos el porno. ¡Mira tú qué bien! Acudimos
con sentido del humor y un ligero cosquilleo en la entrepierna a la proyec-
ción no pornográfica de un clásico del cine porno: Garganta Profunda. Ho-
rrible, ya les digo, para habernos matado en la primera curva todos y cada
uno de los imbéciles que creímos en la apreciación teórica del documento.
¿Por qué les cuento esto? Porque esa experiencia horrible la tuve en el ba-
rrio más bonito de Oxford, el que a mí me más me gustaba, al menos, el
barrio de Jericó, y porque es ese el barrio que menta el título de uno de mis
libros más favoritos del británico Colin Dexter: Los muertos de Jericó. Dexter
ha hecho de Oxford un santuario para los amantes del género. Un templo
en el que brillan con intensidad sus dos personajes principales: el inspector
Morse y el detective Lewis, la pareja más popular y entretenida de la
literatura policial y detectivesca británica desde A. C. Doyle. La historia me
gusta por el barrio y por los recuerdos pornográficos del mismo, pero sobre
todo porque es una historia que comienza como todas las buenas historias:
Morse conoce a una mujer en una fiesta y se queda prendado. Cuando
decide ir a visitarla, la mujer parece no estar en casa, aunque lo cierto es que
sí está: está muerta. Suicidio, dice el informe. Pero el suicidio no es razón
suficiente ni convincente para este santo bebedor que detesta al género
humano, pero al que le había gustado esa mujer. Una mujer a la que tal vez
pudiera haber salvado la vida.
Los muertos de Jericó pertenece a la etapa inmediatamente anterior al
éxito televisivo del inspector Morse, interpretado por John Thaw para las
cadenas británicas. Así que, si les gusta la serie, les gustará más el libro,

120
porque verán a un Morse más joven y a un Lewis distinto. En todo caso,
disfrutarán como niños. Unos niños elegantemente vestidos, eso sí, unos
niños bien educados a los que el maestro Colin Dexter saca a pasear por la
ciudad más pulcra del mundo para que vean dónde y cómo se pudren los
muertos.

Colin Dexter nació en Stamford, Inglaterra, en 1930. Estudió Filología


Clásica en Cambridge, enseñó durante 13 años y fue obligado a abandonar
la docencia debido a su creciente sordera. Es campeón nacional de Palabras
Cruzadas, una hazaña de la que no puede presumir ni el mismísimo
Georges Perec.

Michael Dibdin
Laguna muerta (1994)

Aurelio Zen es un nombre espantoso incluso para un


detective perteneciente al Ministerio Italiano del Interior. Feo
de preocupar. No obstante, este detalle importantísimo no le
resta valor a la creación literaria del irlandés Michael Dibdin,
que ha sabido construir un genio de la investigación detectivesca caracteriza-
do por su peculiar conocimiento y capacidad de adaptación al monstruo
burocrático de las sociedades contemporáneas. Un tipo con un nombre así
sólo puede ser dos cosas en la vida: un imbécil o un tramposo. Zen no es un
tramposo. Tampoco es profundamente imbécil. Yo diría que simplemente
es un poco ingenuo, demasiado idealista y primaveral para el mundo en el
que se mueve, un tipo que no entra con buen pie en el mundo de los tipos
duros y que, además, cree que la verdad y la honestidad vencerán por encima
de todas las cosas.
Laguna muerta se desarrolla en Venecia, la ciudad que vio nacer a Zen y
a la que éste regresa con el fin de encontrar a un millonario desaparecido en

121
extrañas circunstancias. La novela es estupenda por el contraste entre la
Venecia de salón y de postal a la que estamos acostumbrados y la Venecia
que nos muestra Dibdin. Zen tiene nombre de imbécil, sin duda, pero nos
lleva de paseo por las dimensiones más oscuras de la ciudad de los canales y
nos enseña que la economía lo gobierna todo, los amigos, el amor, las vistas
maravillosas desde todos los puentes del mundo. Una ciudad que es un
fantasma para el detective Zen, y en la que no quedan más que cosas
muertas, cuerpos muertos, códigos, esperanzas e ilusiones.

Michael Dibdin nació en Irlanda del Norte en 1947 y murió en Seattle en


2007. Se enamoró de Italia y enseñó durante cuatro años en la Universidad
de Perugia. Es el autor de una serie detectivesca notable pero no fabulosa
protagonizada por el detective Aurelio Zen.

Friedrich Dürrenmatt
La promesa (1958)

La balada del minotauro de Friedrich Dürrenmatt es una de las


piezas más impresionantes de la literatura europea contem-
poránea. Apenas había oído hablar del suizo cuando me topé
con su libro. Vivía muy lejos de aquí y alguien, un arquitecto,
creo, se empeñó en que escribiera un texto sobre el mito más manido de
todos los tiempos: el mito del laberinto y el minotauro. Me encerré en las
bibliotecas de mayor abolengo del continente, escarbé como un perro en
un cementerio, desenterré toda la erudición de la que fui capaz sobre el
mundo griego y minoico, las catedrales francesas, las danzas tribales, los
jardines, el Bosco, el Bomarzo de Mújica Láinez. Me enredé con Foucault y
con Deleuze. Me creí todas las mentiras de Jorge Luis Borges. Lloré de pena
y de gloria con Los Reyes de Cortázar. Terminé exhausto. El texto era

122
imposible, hermético, demasiado rico en citas y en detalles. De haber
tenido algo de pelo, me lo habría arrancado a tirones. No soportaba la idea
de haber sucumbido al laberinto, es decir, de no entender, de no saber, de no
poder explicar con sencillez el más sencillo de todos los mitos. Entonces
llegó Inés y me regaló un librito de Friedrich Dürrenmatt. Se bajó de la
bicicleta en el Puente de Varsovia y me dijo: «Piensas demasiado». «Cortá-
zar y Borges no están mal», me dijo. «La arqueología y la arquitectura no
están mal. Pero el laberinto es más sencillo que todas sus versiones, y eso
sólo lo ha entendido Friedrich Dürrenmatt: Minotaurus. Eine Ballade».
Desde aquella mañana sobre el Puente de Varsovia no he dejado de
leer a Friedrich Dürrenmatt. Resulta que el suizo, además de contar entre
sus obras con una de las mejores y más sugerentes lecturas del mito del labe-
rinto y el minotauro, es uno de los escritores más importantes de toda Eu-
ropa. Lo digo sin miedo: uno de los escritores más importantes de toda
Europa. Y resulta, además, que su grandeza no sólo reside en las obras que
le han encumbrado entre quienes saben leer (Los físicos, La visita de la vieja
dama, Titus Andronicus o Griego busca griega). Dürrenmatt es autor de tres
novelas policiales absolutamente imprescindibles: El juez y su verdugo, La
sospecha y La promesa. Tres ejemplos de genialidad y contundencia narrativa
que, en el caso de La promesa, configuran uno de los mejores retratos de la
obsesión detectivesca que un servidor ha leído en toda su vida. Una joven es
encontrada muerta en un bosque suizo. El asesino parece haber seguido el
patrón de otros asesinatos cometidos algunos años atrás. El caso le es
asignado al inspector Mattei, pero debe abandonarlo antes de poder dar con
la identidad del asesino al serle encomendada la tarea de asesor de las
fuerzas policiales jordanas. Cuando se encuentra con el padre de la joven
para comunicarle la horrible noticia, le promete que encontrará al asesino
de su hija cueste lo que cueste. Mattei empieza a obsesionarse y acude a una
zona del Cantón donde sospecha que podría vivir el asesino. Entonces
comienza a esperar. Espera sin descanso. Espera día y noche. En la
dilatación enfermiza de esa espera, en la quiebra serena y paulatina de la
cordura del inspector de policía está la potencia devastadora de la literatura
de Dürrenmatt. Impresionante. Les juro por lo más sagrado que esta novela
es impresionante. Mucho mejor que la película de Sean Penn protagoniza-
da por Jack Nicholson en 2000.

123
Friedrich Dürrenmatt nació en el Cantón de Berna en 1921 y murió en
Neuchâtel en 1990. Estudió Filosofía, Filología y Ciencias, pero sus verda-
deras pasiones fueron la pintura y el dibujo. Ilustró muchas de sus piezas
teatrales. Ensayista, pintor, dramaturgo, novelista, filósofo, guionista.
Estuvo a punto de hacer una tesis doctoral sobre Kierkegaard. Le fascinaban
Camus y Strindberg. Dürrenmatt es uno de esos autores que uno va dejando
para más tarde, como Joyce, Woolf o Steinbeck, pero a diferencia de lo que
ocurre con Joyce, Woolf o Steinbeck, morirse sin leer a Dürrenmatt es un
error, un pecado y un desastre.

James Ellroy
La dalia negra (1987)

¿Han visto fotos de Ellroy? ¿Conocen a Foucault? ¿Saben de


aquellos viajecitos que el filósofo francés se regalaba de vez en
cuando entre libro y libro? ¿Aquellos viajes en los que
Foucault se lo jugaba todo y llevaba su propio cuerpo al límite
de todos los límites imaginables? Pues bien, James Ellroy me recuerda a
Michel Foucault después de uno de aquellos viajes. Algunos dirán que eso es
una estupidez. Déjenme explicarles: Ellroy es un grandísimo escritor y es un
bastardo y un cabrón y un despiadado hijo de la gran puta. Como escritor,
quiero decir. El resto ni me incumbe ni me interesa. Ellroy es un narrador
cruel y perverso como pocos en la historia de la literatura universal, y entre
esos pocos hay dos de talla única. Uno es Agustín de Hipona, a.k.a san
Agustín. El otro es Michel Foucault. Imagino a Foucault regresando a París
después de todos los excesos y, no sé por qué, se me vienen a la cabeza las
páginas de uno de mis escritores favoritos y todas sus fotografías. James
Ellroy es el tercer cabrón más despiadado de la historia de las letras universa-
les, después de Agustín y de Michel Foucault. Premio de consolación: Jean
Jacques Rousseau.
124
Los lectores más inteligentes habrán cerrado ahora mismo este libro.
Los segundos más inteligentes se estarán preguntando si escribir en estos
términos sobre James Ellroy no forma parte de la propaganda del propio
Ellroy; si no es una fanfarronada; si el énfasis en el exceso del más excesivo de
los autores del hardboiled norteamericano —con permiso de Mike Spillane,
por supuesto— no contribuye a prestar más atención al personaje que a su
obra. Voy a repetirlo, por si no ha quedado claro: James Ellroy es un cabrón
despiadado y un hijo de la grandísima puta y el tercer escritor más perverso
de la historia de las letras universales. ¿Seguro? Segurísimo. Pero no hace falta
centrarse en su biografía de alcohólico, ladrón, putero, voyeur y fanfarrón
nazi o en el asesinato no resuelto de su madre cuando el chaval tenía 10 años.
Lo que hay que hacer es leer. Leer todo Ellroy, principalmente Mis rincones
oscuros, El asesino en la carretera y La dalia negra. Mis argumentos son
estrictamente literarios.
¿Qué tiene Ellroy que no tenga yo?, se preguntan los más flojos del
género. Para empezar, disciplina, método y estilo. Para seguir, economía
verbal y pocos escrúpulos. Para terminar, el motor más peligroso de todos, la
fuente de acción más nociva y grandiosa de todas las fuentes de creación
artística e infierno afectivo: la obsesión. Ellroy es un escritor obsesivo, un
hombre obsesionado con el crimen y el relato del crimen, con el crimen de su
madre y el de Elisabeth Short. Escribe como un endemoniado, con la
claridad y la contundencia de un individuo que es capaz de matar por llegar
hasta donde sabe que puede llegar con sus propios demonios. No sé si esos
demonios son reales o impostados, pero sé que su eficacia narrativa ha
convertido a este californiano en uno de los lugares más impresionantes del
crime fiction de todos los tiempos, un impacto visual e intelectual sólo
comparable con la visión de una manada de lobos aproximándose muy
despacio a una presa acorralada. Pero una visión que no termina en el
acecho, sino que se extiende hasta que el último lobo ha desgarrado el último
trozo de carne del cuerpo del animal y se ha dado la vuelta para volver a su
guarida.
Conocen bien el argumento de La dalia negra. Brian de Palma hizo un
trabajo célebre con el texto de Ellroy: el hallazgo en un solar del cadáver
descuartizado y brutalmente mutilado de una mujer joven se convierte en
un caso de interés mediático a causa de la gran repercusión que éste recibe

125
por parte de la prensa de Los Ángeles. El médico forense determina que ha
sido torturada durante días, mientras conservaba el conocimiento. Un
periodista bautiza a la víctima como La Dalia Negra por la manera en que
solía vestir la víctima. Dos de los investigadores del caso, Bucky Bleichert y su
compañero Lee Blanchard, se lo tomarán como hay que tomárselo, como
algo personal, sucumbiendo a la obsesión del propio Ellroy, que aún sueña
con su madre asesinada y violada en 1958.

Lee Earle Ellroy nació en Los Ángeles, California, en 1948. Cuenta que su
padre trabajaba para las estrellas de Hollywood de la época. Dice que su padre
decía que se acostaba con Rita Hayworth y que su madre era una enfermera
con problemas de alcoholismo. La mataron en 1958. Por resolver. Después
todo es catábasis: alcohol, drogas, prostitución, juego, cárcel, más alcohol,
más drogas, un poco de racismo, de nazismo, de arrogancia y, por fin, Kansas
City en 1977, desintoxicación y verbalización de las toneladas de odio y de
rabia que, sinceramente, yo sí creo que invaden a este gran escritor. El mundo
sería el mismo si no existiera Ellroy, pero yo me aburriría mucho más.

Marcello Fois
Siempre caro (1998)

Marcello Fois se ha convertido en un autor de obligada


referencia en Italia. Siempre caro es una de las razones de un
éxito fulgurante que, paradójicamente, se articula en torno
al diseño de un escenario narrativo localizado en la Cerdeña
de finales del siglo XIX y poblado de múltiples resistencias a la unificación de
Italia. Fois me recuerda a las páginas siempre lúcidas de Hans Magnus
Enzensberger cuando, en La balada de Al Capone, retrata a la perfección el
cuadro antagónico del mafioso italiano más célebre de todos los tiempos.
El criminal, afirma Enzensberger, el miembro de la Cosa Nostra, convive
126
en la juntura entre el capitalismo extremo como expresión máxima de la
sociedad contemporánea y el culto a las sociedades arcaicas, a los valores
ancestrales ligados a la tierra y a la sangre. Marcello Fois ha decidido narrar
la tierra y la sangre de Cerdeña. A finales del siglo XIX, tres narradores
cuentan la historia de una investigación llevada a cabo por el abogado
Bustianu, que debe defender a un joven acusado de robo. Bustianu es un
hombre solitario, un burgués de talante reflexivo aficionado a la lectura y a
la filosofía y con tendencias poéticas. El abogado es el único partidario de la
unidad italiana en toda la aldea. A través de sus investigaciones, Fois nos
introduce en el territorio sardo más profundo y en los recovecos innombra-
bles de la condición humana. Novela negra, asesinato, amor, celos y
traición en una isla que tiene algo de espacio mítico. Marcello Fois escribe
de maravilla, como los náufragos y los poetas. Un libro espléndido cuyo
título quiere homenajear al joven Giacomo Leopardi y a su poema «El
infinito» :

«Siempre caro me fue este yermo collado / y este seto que priva a la
mirada / de tanto espacio del último horizonte. / Mas sentado,
contemplando, imagino / más allá de él espacios sin fin, y sobrehuma-
nos silencios; y una quietud hondísima / me oculta el pensamiento./
Tanta que casi el corazón se espanta. / Y como oigo expirar el viento en
la espesura / voy comparando ese infinito silencio / con esta voz, y
pienso en lo eterno / y en las estaciones muertas, y en la presente viva.
Así que en esta / inmensidad se anega el pensamiento / y naufragar es
dulce en este mar»

Marcello Fois nace en Nuoro en 1960, vive y trabaja en Bolonia. En 1989


escribe su primera novela, Ferro Recente. Ha ganado el Premio Calvino con
Picta, el Premio Dessì con Nulla, los premios Scerbanenco y Zerilli Marimò
con Siempre caro y los premios Grinzane Cavour, Volponi y Alassio con la
novela Memoria del vuoto. Ahí es nada. Además de la narrativa, Fois también
se dedica a escribir guiones para la televisión y el cine.

127
Karin Fossum
Una mujer en tu camino (2000)

De repente, Escandinavia. ¿Y qué sucede en Escandinavia?


¿En Noruega, por ejemplo? Si quieren saber lo que sucede en
Noruega, lean L´isola pianeta de Giorgio Manganelli. Pero ya
se lo digo yo, por si no tienen tiempo. Lo que sucede en Noruega es lo de
siempre: nada es lo que parece, de Platón hasta el mismísimo Kant pasando
por Berkeley y Michael Haneke. Nadie es inocente, y menos en una
comunidad pequeña en la que todos se conocen, en la que todos saben que
tras la serenidad, la calma y la belleza se esconde algo de lo que un servidor
no puede hablar con sentido, algo así como el mal o el desastre o las
potencias ciegas y devastadoras que todo lo gobiernan. ¿Acojona, no? Pues
sí, y más aún cuando el asunto queda en manos de una de las escritoras más
interesantes del género en la actualidad, la noruega Karin Fossum, que ha
escrito muchas cosas buenas y algunas sinceramente espléndidas como
Una mujer en tu camino.
Gunder Jomman es un hombre afortunado que regresa a su aldea
escandinava después de un viaje inolvidable. Un viaje a la India en el que cree
haber encontrado el amor de su vida encarnado en una mujer a la que no le
queda más que esperar sentado. Pero la vida se tuerce, como el relato, y la
mujer nunca llegará a su destino para reunirse con él. Pocos días después,
una mujer extranjera aparece mutilada y desfigurada a las afueras del pueblo.
Con la ayuda de Skarre, el inspector Sejer, retoño agraciado de Fossum,
tratará de esclarecer ambos casos en el seno de una comunidad hermética y
aparentemente perfecta que, tras la sonrisa, esconde unas fauces hediondas.

Karin Fossum es el otro nombre de Karen Maticen, que nació en


Sanderfjord, Noruega, en 1954. Antes de ponerse a escribir y ganar un
premio de poesía y subirse a las alturas del género tanto en Europa como en
Norteamérica, Fossum fue taxista y empleada en un hospital y en una
residencia geriátrica. ¿Una más en el boom escandinavo de la novela negra? No
lo creo, sinceramente. Es difícil brillar entre Henning Mankell, Anne Holt,

128
Anders Roslund, Camilla Läckberg, Stieg Larsson, Maj Sjöwall, Per Wahlöö,
Kjell Ola Dahl, Jens Lapidus, Karin Alvtegen, Arnaldur Indrijdason, Mari
Jungstedt, Håkan Nesser, Inger Frimansson, Jo Nesbø, Camilla Ceder, Liza
Marklund, Camilla Grebe, Åsa Träff y Arne Dahl. Sobre todo, entre Mankell
y Larsson. Fossum lo hace sin apenas esfuerzo, como el médico que detecta
la muerte en las sombras de una radiografía.

Francisco García Pavón


Las hermanas coloradas (1969)

Me resisto, pero me cuesta. Lo que a mí me gustaría es


comenzar a hacer cabriolas y saltar de Sancho Panza al Dr.
Watson y del Dr. Watson a don Lotario, el ayudante de
Manuel González, el jefe de policía de Tomelloso creado por
García Pavón que responde al apodo de Plinio. Malabares haría yo entre Gar-
cía Pavón y el Imperio romano, pero me resisto. Además, los fuegos de
artificio están muy bien y bla bla bla, pero no siempre son necesarios. En el
caso de Francisco García Pavón, no, desde luego. Y mucho menos en
relación a los logros que el escritor ciudadrealeño ha conseguido en el
interior del género y para el género en territorio español. Supongo que
estarán de acuerdo conmigo en que García Pavón ha roturado el terreno, ha
balizado los campos y, lo que es más importante, ha clausurado las derivas
peninsulares de una literatura policial subordinada a la escuela anglosajona
y norteamericana. Sin Pavón no hay Carvalho. Sin Plinio no hay Bevilacqua
ni Toni Romano. Sin Tomelloso no hay Malasaña ni Barcelona. Lo que voy a
decir ahora puede sonar rancio en algunos oídos delicados: Francisco García
Pavón ha marcado la pauta de una literatura detectivesca específicamente
española, autóctona, ibérica, si quieren. Con ello no quiero decir que haya
que sacar pecho y decir chorradas. Quiero decir que Pavón ha conseguido
escribir con seriedad, rigor y agilidad narrativa acerca de una España de
129
posguerra en cuyo interior el crimen también ejerce el papel de termómetro
social. Todo en Pavón es un acierto: Tomelloso como telón de fondo, el
paisaje rural de la España de los años 50 y 60, la complejidad del investigador
sagaz y delicado que es Plinio y su perfecta combinación con el veterinario
don Lotario. Si hubiera empezado este párrafo haciendo cabriolas, mi últi-
mo salto mortal iría directo a las sociedades orales, a Grecia antes de la escri-
tura, a las comunidades pequeñas en cuyo seno los ancianos cuentan
historias a los niños alrededor del fuego. La literatura de Francisco García
Pavón es el relato escrito de una España trenzada en la oralidad de las
abuelas, en los oídos atentos de los niños del pueblo, que escuchan con los
ojos muy abiertos cientos de intrigas sobre crímenes antiguos y personajes
funestos.
Las hermanas coloradas es tal vez la obra más célebre de García Pavón.
Dos mujeres pelirrojas entradas en años, hijas de un antiguo notario de
Tomelloso y afincadas en Madrid, reciben una llamada telefónica y abando-
nan su casa de inmediato, se suben a un taxi y desaparecen. Plinio es requeri-
do en la capital para resolver un caso fascinante que irá desvelando múltiples
historias de amor y frustración sobre el fondo de la represión franquista y de la
mano de los paletos más ilustres de la historia de la literatura ibérica. Una
delicia autóctona y un ejemplo de literatura ágil y flexible.

Francisco García Pavón nació en Ciudad Real en 1919. Doctor en Filosofía y


Letras por la Universidad de Madrid, profesor en la Escuela Nacional de Arte
Dramático, ensayista, novelista, crítico teatral y editor en la cumbre de
Taurus, editorial inolvidable cuyos ejemplares guardo con amor filial en la
parte más alta de mi biblioteca. García Pavón saltó a la fama con la saga del
detective Plinio: El reinado de Witiza, El rapto de las Sabinas, Las hermanas
coloradas, Una semana de lluvia, Vendimiario de Plinio, Voces en Ruidera, Otra vez
domingo, El hospital de los dormidos. Costumbrismo, franquismo, crítica social,
sentido del humor, mirada histórica, calidad literaria y ritmo detectivesco.
Que lo disfruten.

130
Alicia Giménez Bartlett
Ritos de muerte (1996)

Prefiero aquello del syderoxylon tan caro a Schopenhauer


como ejemplo de un buen oxímoron, pero Petra Delicado
no está nada mal. ¿Quién? ¿Cómo que quién? La detective
creada por Alicia Giménez Bartlett, una mujer que, a mi
juicio, ha tenido el coraje (que sirve en literatura, pero muy poco sin talento
y disciplina) de pegar un salto mortal desde novelas como Exit y Vida
sentimental de un camionero a la saga de la detective más célebre de la
península, Petra Delicado, una abogada cansada de la burocracia que
decide pasar a la acción y emplear la imaginación, el verbo indelicado y la
ironía para resolver los casos más dispares con la ayuda de su subordinado
Fermín Garzón. En Ritos de muerte, ambos personajes tendrán que
enfrentarse a un caso de violación. Salomé, una joven de 17 años, ha sido
violada en el barrio de Trinidad, y la única pista con la que cuenta Delicado
es la marca de una especie de corona punteada que el atacante ha dejado en
el brazo de la víctima.

Alicia Giménez Bartlett nació en Almansa en 1951 y estudió Filología


Española en la Universidad de Valencia. Doctora por la Universidad de
Barcelona y autora de un ensayo digno de mención sobre la obra de Torrente
Ballester, Bartlett tiene libros que describiría como ligeros y eficaces. A mí
me gustan un par de ellos de la primera época, los dos que he señalado más
arriba, pero igualmente son recomendables por la saga y el oxímoron Día de
perros (1997), Mensajeros de la oscuridad (1999), Muertos de papel (2000),
Serpientes en el paraíso (2002) y Un barco cargado de arroz (2004).

131
Francisco González Ledesma
Una novela de barrio (2007)

Si a mí me hubieran dado un premio literario verdaderamen-


te importante con veintiún años me habría vuelto loco y
habría dejado de escribir para siempre víctima del deterioro y
la vanidad. Si lo hubiera recibido por mi primera novela y en
el marco de un concurso internacional, todavía estaría llorando de ilusión o
de rabia. Pero si, además de todo esto, en el jurado internacional que
hubiera premiado mi obra se encontraran Somerset Maugham y Walter
Starkie… No quiero ni pensarlo. No sé qué hubiera sido de mí. De lo que
estoy seguro es de que jamás me habría convertido en un escritor de calidad
como Francisco González Ledesma, que, con veintiún añitos escribió su
primera novela, Sombras viejas, y ganó el Premio Internacional de Novela
gracias a un jurado del que formaban parte Maugham y Starkie. Nunca
hubiera llegado a convertirme en uno de los autores más importantes de
novela negra de España. Un hombre que escribe sobre el crimen y el ase-
sinato, sin duda, pero también y principalmente sobre la ciudad, la ciudad de
Barcelona, el modo certero en que se van imbricando en ella las pasiones y
los espacios urbanos, los afectos y las clases sociales, la desesperación y el
propio cuerpo, la especulación y la historia. González Ledesma es un
pensador. Pero le gusta pasar desapercibido y hacernos creer que no es más
que uno de los escritores españoles más relevantes de novela negra de los
últimos cuarenta o cincuenta años.
Podríamos quedarnos con cualquiera de ellas: Crónica sentimental en
rojo y El pecado o algo parecido son espléndidas. Y no me resisto a citar El
Expediente Barcelona e Historia de Dios en una esquina. Pero me quedo con
Una novela de barrio por varias razones. En primer lugar, porque es la
historia de una venganza y porque las historias de venganza son las que más
me gustan después de las historias de adulterio. En segundo lugar, porque
es la historia de un barrio y de la extinción paulatina de los barrios en las
grandes urbes a manos de la especulación. En tercer lugar, porque me
encanta el inspector Méndez, un hombre con métodos algo heterodoxos
que bien podría ser un perro o un rastreador callejero curtido en las
132
esquinas que sabe distinguir lo que está bien de lo que está mal y ambos de
lo que es debido. Una novela de barrio cuenta la historia de un padre que
perdió a su hijo allá por los años setenta. Durante el atraco a un banco, los
ladrones mataron a un niño mientras intentaban escapar. El niño es el hijo
de David Miralles. Muchos años después, uno de los atracadores morirá en
extrañas circunstancias y su antiguo compañero de fechorías está convenci-
do de que el responsable es Miralles y de que el próximo en caer, fruto de la
venganza, será él. De modo que decide anticiparse al vengador y eliminarle
antes de que sea demasiado tarde. Un padre, una venganza, una ciudad
extinta, un investigador cansado pero infalible, Barcelona… Gracias,
Ledesma.

Francisco González Ledesma nació en Barcelona en 1927. Novelista,


periodista e historietista, Ledesma fue sistemáticamente sepultado por la
censura franquista y se dedicó a escribir para La Vanguardia y El Correo
Catalán durante más de un cuarto de siglo. Pero es que resulta que, además
de un grande de las letras españolas, Ledesma es el autor de más de
trescientas historietas bajo el seudónimo de Silver Kane, un maestro del
western, como está mandado. Ledesma ya ha vivido muchos años y espero
que aún viva muchos más. Ha escrito muchos libros y, si no escribe ninguno
más en los muchos años que le deseo, no pasa absolutamente nada. Nos ha
regalado literatura con mayúsculas más que de sobra.

José María Guelbenzu


El cadáver arrepentido (2007)

En alguna ocasión, José María Guelbenzu ha contado que el


motivo que le condujo a escribir novela policial fue saber si
podía estar a la altura de los grandes maestros ingleses de la
novela de crimen y misterio. Pensaba en Doyle, supongo.

133
Pensaba en Dickinson Carr, Dorothy L. Sayers y, tal vez, en Agatha
Christie. Un reto, por tanto. Un desafío. Una bravata. Guelbenzu se puso
serio, respiró muy hondo y comenzó a escribir. Escribió No acosen al
asesino y La muerte viene de lejos. Inventó a la juez Mariana de Marco y, por
fin, redactó, corrigió y publicó El cadáver arrepentido, que, en mi opinión,
es la mejor de las tres novelas. La pregunta obligada es la siguiente: ¿lo ha
conseguido? ¿Ha conseguido José María Guelbenzu escribir una novela a
la altura de aquellos maestros ingleses? Pues claro que lo ha conseguido. Y
de largo. Guelbenzu me gusta por la misma razón que les gusta a ustedes,
porque es un escritor excelente. Pero también por otra razón. Guelbenzu
me gusta por sus desafíos y sus bravatas. El escritor español ha diseñado
un personaje complejo e inagotable como el de Mariana de Marco y la ha
dotado de la difícil tarea del viaje vertical, es decir, de vivir en vertical,
huyendo de la mediocritas, apostando por la intensidad y, lo que es más
peliagudo, por la verdad, que tal vez tenga algo que ver con la belleza y con
la palabra bien dicha. O tal vez no. En cualquier caso, El cadáver arrepentido
es la cúspide del reto de Guelbenzu por dos razones: 1) porque con ella no
sólo ha demostrado que puede escribir en la línea de Christie, Sayers o
Dickinson Carr, sino que, además, le gusta hacerlo; 2) porque El cadáver
arrepentido nos brinda el regalo que siempre esperamos de nuestros
escritores favoritos, que nos agarren de la manita y nos lleven al pasado,
que nos desvelen la procedencia de esos personajes a los que llevamos
meses, lustros o décadas persiguiendo.
El cadáver arrepentido es una novela de misterio con crimen, cadáver y
boda incluida. El detalle litúrgico es importante porque dota a la novela de
la ligereza y el sentido del humor necesarios para deslizarnos como niños
por una pendiente nevada o un tobogán acuático. Mariana de Marco se
enfrenta esta vez al caso más insólito de su larga trayectoria profesional:
Amelia, una antigua compañera de facultad, ve peligrar su boda por la
repentina muerte de su madre y el descubrimiento de un cadáver enterra-
do en actitud suplicante. Ante este desconcertante hallazgo, la juez
desplegará todos sus recursos, aun poniendo en peligro su propia vida,
para esclarecer un oscuro misterio familiar. Secretos poco a poco deshila-
chados que nos llevan a las grandes guerras del siglo XX, a la Guerra Civil
española, al laberinto oscuro y hediondo al que nos arroja la voluntad de

134
verdad y el ansia de la certeza. Tal vez Bergman tuviera razón y los
mentirosos siempre han sentido una profunda pasión por la verdad. Quién
sabe. En cualquier caso, Guelbenzu sí que tiene razón. La razón de la
literatura alta y baja. La razón de la excelencia y la imaginación rigurosa.
La razón del escritor. Ya lo he dicho antes: yo a Guelbenzu le hago caso con
los ojos cerrados. Para leerle, en cambio, los abro y devoro hasta caer
exhausto.

José María Guelbenzu nació en Madrid el 14 de abril de 1944. Cursó


estudios de bachillerato en el Colegio Areneros de la Compañía de Jesús en
Madrid y, posteriormente, ingresó en la universidad. Realizó estudios de
Derecho y Dirección de Empresas en ICADE y en la Facultad de Derecho
de la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado en diversas
revistas y diarios a lo largo de toda su vida y ha sido director editorial de mi
bien amada Taurus. Después de casi veinte años de labor editorial, decide
dedicarse íntegramente a la escritura. Guelbenzu es un profundo admira-
dor de Albert Camus. Eso debería decirnos mucho de su propia obra.
Además de la serie de la juez de Marco, Guelbenzu ha explorado la
condición humana y las posibilidades experimentales de la literatura desde
otras atalayas: El Mercurio, Antifaz, El pasajero de Ultramar y La noche en casa,
donde ejecuta una espléndida revisión de las pautas narrativas de las
novelas anteriores y amplía horizontes expresivos. Posteriormente publicó:
El río de la luna, El esperado, La mirada y La tierra prometida. José María
Guelbenzu consigue parecerse a los grandes de la novela detectivesca
anglosajona, que se giran inquietos en sus tumbas preguntándose si ellos
serían capaces de escribir como Guelbenzu.

135
Batya Gur
El asesinato del sábado por la mañana (1998)

Constelaciones. Entre Los renglones torcidos de Dios, de


Torcuato Luca de Tena, y Shutter Island, de Dennis Lehane,
dista un desierto de proporciones bíblicas. Un desierto en el
que se alternan la literatura asequible y la literatura adictiva.
Yo he atravesado ese desierto. Hace poco, además. La memoria nos juega
malas pasadas. Leí a Lehane pocos meses antes del estreno de la película de
Scorsese y, sin verlo venir, me acordé de aquellas tardes de julio adolescente
tumbado en un camastro en casa de mi tío Gelín, leyendo una historia de
misterio y desorden mental, un cuento sobre los espacios y las sospechas, la
historia de Alice Gould, caminando como el trapecista sobre la superficie
de un hilo y sin red.
La memoria involuntaria genera sentido, construye mundo, interviene
de modo activo en la configuración cotidiana de nuestros hábitos, apetitos y
afectos. Me ha vuelto a pasar. Luca de Tena y Lehane, ya ven, que se parecen
como un huevo a una castaña, y ambos dos, de nuevo, llevándome a la mejor
novela de una escritora de misterio israelí que les recomiendo con amor y
sordidez, como decía Jerome. Se trata de El asesinato del sábado por la mañana,
de Batya Gur, que nos presenta a un detective erudito, brillante y universita-
rio con una obsesión sana y enormemente narrativa. No hay nada que
comprender, pero si lo hubiere, se trataría de una fórmula tan simple como
la siguiente: el mundo es una proyección de la mente humana, a veces
menosprecia y otras mejora. Pero siempre distorsiona. En esa distorsión se
desarrollan nuestras vidas, se rompen nuestros planes y se ejecutan nuestros
crímenes. Me gusta esta novela por la implicación involuntaria de Luca de
Tena y Lehane, porque también aquí nos encontramos con un sanatorio
mental y con un crimen por resolver cometido en su interior. El detective
Ohyon, hermeneuta y versado en los escritos del Dr. Freud, juega su propio
juego psicoanalítico desmenuzando y enredando y volviendo a desmenuzar
el universo afectivo que vincula, glorifica y destruye a pacientes y enferme-
ros. Una novela difícil de olvidar.

136
Batya Gur nació en Tel-Aviv en 1947 y murió en 2005. Descendiente de
judíos desaparecidos durante el Holocausto, doctora por la Universidad
de Tel-Aviv y profesora de Literatura Comparada durante más de 20 años,
a menudo se ha dicho de ella que es la Agatha Christie hebrea, la Christie
israelita. No sé. La Christie no hubiera sobrevivido a ciertos conflictos ni
viéndolos en la televisión de su casa, mientras que Batya Gur escribe desde
un lugar estrangulado y lo hace sin mirar para otro lado. Con talento. Con
decisión. Ligera como una navaja automática.

Reginald Hill
La chica del club (1970)

Reginald Hill nunca hubiera imaginado que iba a convertirse


en uno de los escritores de negra y policial más aclamados
del Reino Unido. Ni por asomo. No, al menos, en 1970, que
es la fecha de aparición de su primera novela, La chica del club,
y la presentación en sociedad de una pareja detectivesca antagónicamente
equilibrada: Andie Dalziel y Peter Pascoe. Han pasado 40 años y Hill ha
escrito cosas tremendas de resonancias lucianescas, como los Diálogos de los
muertos. Pero creo que nadie se mesará los cabellos si digo que aquel primer
libro, aquel revolcón de literatura completamente inesperado, sigue siendo
lo mejor que nos ha ofrecido este maestro sutil y elegante. La chica del club
cumple con más requisitos de los necesarios para alzarse con premios de
diversa índole y aplausos todos. Pero lo que a mí más me gusta es el
argumento: Connon juega al rugby. Regresa a su casa después de haber
sufrido una contusión más que notable en la cabeza. Se acuesta. Duerme y
cinco horas después, cuando despierta más o menos recuperado del
golpazo, se encuentra a su esposa muerta de un solo tiro en la cabeza
sentada en el sofá del salón. Cosas del rugby. Todas las sospechas apuntan a
Connon, incluso las del propio Connon, que comienza a preguntarse si no
137
habrá cometido una locura que ha olvidado debido al impacto. Dalziel y
Pascoe entran en escena como un ciclón: Dalziel es impertinente, audaz,
excesivo, poco amante de los límites y de las buenas maneras. Pascoe es
amable y compasivo, desprecia las fórmulas maquiavélicas y le gusta el
trabajo pulcro y bien ejecutado. Lo que siempre me ha fascinado de esta
primera novela de Hill es la herencia involuntaria de lo que, en mi opinión,
fue la mejor virtud de Chandler. Los detectives son figuras inmensas, pero
no centrales. Dalziel y Pascoe, como Marlowe, son una excusa narrativa
para la navegación, la exploración y la representación de una plétora de
bípedos implumes frágiles y desamparados que no hacen más que dar
vueltas como una pantera en una jaula. Si unimos este detalle aparente-
mente insignificante al don de la imaginación y la forma, ¿qué nos queda?
Reginald Hill, suave como un guante.

Reginald Hill nació en el Reino Unido en 1936 en una familia normalita.


Hijo de un jugador de fútbol. Graduado en Letras Inglesas por la
Universidad de Oxford. Profesor en fuga. Escritor a tiempo completo desde
1980. Un tipo astuto e insaciable que ha sabido contener su imaginación
desbordante y convertirse en fuente de placer para cualquier vicioso.

Tony Hillerman
La primera águila (1998)

La literatura y el fin de los tiempos. La literatura y el


Apocalipsis. La literatura y la apocatástasis. Me atraganto
con tanto palabro. Lo que en realidad quiero decir es que el
mundo significa algo o no significa nada. Lo de siempre, aquello del tiempo
y el progreso y el decurso y la finalidad de todas las cosas. Teodiceas,
filosofías de la historia, narración constante, sí, pero ¿hacia dónde? No sé si

138
Dios existe ni si la Historia se encamina hacia su culminación. Tiendo a
pensar que no. Por eso me encanta fantasear con las posibilidades narrativas
del absurdo. Y es que, si el mundo y, por ende, la literatura tuvieran sentido
y existiera algo así como una justicia cósmica de corte estético, cabría
preguntarse por el lugar que ocupa el género negro y policial en la econo-
mía de todos los seres. Porque, bien pensado, si todo devenir estético está
inscrito en la lógica inmutable del sentido, orientado hacia la perfección
última, etc., etc., la novela negra parecería haber superado, integrándolo
—pesaíto, el Hegel y pesaíto el Heidegger— escenarios narrativos como el
del western. Eppur’… Mi tesis es la siguiente: puede que no nos hayamos
dado cuenta, pero Tony Hillerman es una prueba fehaciente contra la
existencia de Dios, es decir, de sentido, es decir, de progreso orientado, es
decir, de teología, teodicea y aspiraciones varias. Tony Hillerman es mi
héroe. Tony Hillerman es un autor imprescindible y original como pocos
que ha agarrado por el cuello a la novela policial, anclada en la urbe
norteamericana, y la ha llevado al Oeste, a Arizona, a Nuevo México, al
contexto de una comunidad india de navajos. Negra y policial en el
Southwest. De calidad, además. Tony Hillerman ha incluido el desierto en la
novela negra, o la novela negra en el desierto, y nos ha demostrado que
también los escenarios son caducos y que el género negro, como el Lute,
camina o revienta. No en balde, Hillerman ha sido considerado el fundador
de la novela policíaca de las minorías indígenas de Estados Unidos.
Confieso que, si yo mismo hubiera leído estas líneas antes de conocer,
pongamos por caso, La primera águila, habría fruncido el ceño. ¿Novela
policial fuera de la ciudad? ¿Dónde? ¿En el bosque? ¿En la Naturaleza?
¡Seamos serios! Eso es lo que habría pensado, sinceramente. De hecho, es lo
que me pasó al comienzo de Twin Peaks, me chirrió la combinación entre
el traje del detective y los ambientes, los hábitos y los ritmos de una región
ajena a la gran urbe. Y sin embargo… Lo importante es el relato, el buen
relato, y Hillerman ha conseguido generar un relato espléndido de la
cultura navaja, hopi y zuni aún existentes en los Estados Unidos. La mayoría
de sus novelas están ambientadas en el seno de la sociedad navaja. Sus
crímenes llegan siempre a manos de la Policía Tribal Navaja, una comuni-
dad de indios norteamericanos que se encarga de resolver sus propios
asuntos judiciales y policiales, es decir, que integran en las pesquisas las

139
tradiciones ancestrales de un grupo de hombres que, durante siglos,
convivieron de un modo apenas comprensible para urbanitas con el
entorno natural. Me fascina este tipo. Me fascinan sus dos personajes
centrales, el agente Jim Chee (aprendiz de chamán) y el teniente John
Leaphorn, y el significado crítico y social de los mismos en el ámbito de la
cultura norteamericana: dos individuos pertenecientes a la cultura india-
navaja que, sin embargo, han sido educados en la civilización blanca. Dos
hombres partidos por la mitad, pero de verdad, no como nosotros. Les
recomiendo que lean cualquier libro de Hillerman. Y si, como ya les dije,
tienen que salir corriendo de una casa en llamas y sólo pueden salvar un
libro de Hillerman, salven La primera águila (salven el fuego también, en
homenaje a Jean Cocteau). Lo digo porque se trata de la más serena de sus
obras: sin grandes tensiones, sin demasiado suspense en comparación con
el resto de sus escritos, pero perfecta como mapa introductorio al universo
de Hillerman. Aunque eso depende de hacia dónde apunten sus impulsos,
por supuesto.
El asesinato de un oficial de policía y la desaparición de un científico
especialista en la investigación de plagas reunirán los caos y las cosmovisio-
nes de Jim Chee y John Leaphorn en una trama equilibrada que nos
sumerge en los mejores rincones de las culturas navaja y hopi. Puede parecer
que el trasfondo no es importante. Que no hay diferencia relevante entre
Los Ángeles y Arizona si de lo que se trata es de resolver asesinatos y jugar a
los tipos duros… A estas alturas del partido, ustedes saben tan bien como yo
que los tipos duros no son más que individuos, y que los individuos son, ¡ay!,
una alteración o un relieve del fondo complejo en el que se insertan.

Tony Hillerman nació en Sacred Heart, Oklahoma, en 1925. Hijo de


granjeros. Se crio en una granja de Oklahoma y, dicen, en contacto directo
con las tribus seminolas. Se alistó en el ejército y combatió al lado del
mortero en la Segunda Guerra Mundial. Volvió a casa hecho polvo, pero
volvió, y trabajó durante años como periodista y profesor universitario. La
última vez que estuve en Montana me llevé dos únicos libros: Rocksprings,
de Richard Ford, y La primera águila, de Tony Hillerman. A Ford lo leía en los
moteles de carretera mientras mi acompañante se daba baños en la piscina.
A Hillerman, en cambio, lo leía en mitad de ninguna parte, entre Montana y

140
Dakota del Sur, sentado en el capó del coche y rodeado de horizontes sin
medida. Supongo que la fragilidad de un lector y la importancia de un autor
están, en el fondo, ligadas a detalles como éstos, a accidentes y fugas.

Chester Himes
Un hombre ciego con una pistola (1969)

¿Qué libros hay en una prisión? ¿Cuál es el catálogo de una


biblioteca penitenciaria? ¿Qué leyeron en la cárcel Jean Genet
y Chester Himes? ¿Leyeron para ser libres? ¿Leyeron para
librarse de sus cadenas? Miren, cuando uno está encarcelado lo último que
necesita son metáforas, así que no creo que dos figuras tan drásticas y tan
excelsas en el arte de la escritura como Genet y Himes leyeran para ser
libres. Leyeron para seguir leyendo, como todos. Para matar el aburrimien-
to, como todos. Para salvar la vida, como Himes, que dijo un millón de
veces que había comenzado a escribir relatos en la cárcel para construir un
personaje que le permitiera ser temido por los presos y respetado por los
funcionarios. En cualquier caso, lo que me interesa destacar es que estamos
antes dos presos. Y que uno de ellos es el escritor norteamericano al que más
admiro después de Chandler, Carver, Ford y Scott Fitzgerald. Chester
Himes fue condenado a veinte años de cárcel por robo a mano armada.
Cumplió siete. Comenzó a escribir entre rejas y, hoy por hoy, es uno de los
más grandes autores de novela negra y policial de todos los tiempos. ¿Nos
alegramos de su presidio? No pregunten, si no quieren ser respondidos.
En 1957, Jean Giono escribió estas palabras en la solapa de una novela
recién editada de Chester Himes: «Os doy todo Hemingway, Dos Passos y
Fitzgerald a cambio de Chester Himes». Ingenuo, Jean. Nadie va a deshacer-
se de Chester Himes, ni los blancos ni los negros ni los amarillos. Como
mucho, nos desharemos del aura exótica y completamente innecesaria que
141
se deriva de una etiqueta que nunca enganchó en la chaqueta de Himes:
literatura de negros para negros. ¿Significa esto que a Himes le da igual ser
blanco que negro? No. Significa que Himes intenta comprender qué
significa ser negro en Norteamérica mas allá de los eslóganes y el victimis-
mo. Y que lo hace, además, en un edificio narrativo poblado de humor y
golpes secos en el que de florido no quedan ya ni los sentimentalismos más
consagrados del género. Chester Himes es un criminal, literal y estético.
Chester Himes ha cometido un crimen de corte casi freudiano con aquellos
autores que leyó como un coyote hambriento durante siete años de cárcel.
Ha cometido con Chandler y con Hammett un parricidio más sucio que el
del mismísimo Platón. Después de abrazarles a ambos y decirles entre
lágrimas: «Os quiero papás, gracias», Himes se atrevió a decirles a la cara lo
que nadie les había dicho antes: que detrás del supuesto realismo descarna-
do de LA, detrás del callejón oscuro al que Hammett había trasladado a la
novela detectivesca tras el reinado de la Christie; detrás de la niebla y el
hedor, en realidad se esconden la utopía y el ornato excesivo, la idealización
de personajes como Spade y Marlowe.
—Sois tan ficticios como Poirot y Holmes, pero con facciones más
duras. Así que me voy.
—¿A dónde vas, hijo?
—A escribir con las entrañas. Yo no las tengo tan serenas como Safo.
Al hablar así, Himes se equivocaba en algo importante: papá Chandler
y papá Hammett, sobre todo papá Chandler, no quisieron dotar de realidad
a sus protagonistas tanto como mostrar la realidad a través del exceso
paradigmático de sus protagonistas. Pero bueno, lo cierto es que el hijo
negro dejó de perpetuar los patrones del hardboiled de Black Mask y se
adentró en un universo desolador, el Harlem negro norteamericano, de la
mano de dos personajes distintos al resto del panteón detectivesco. Decir
distintos en el interior del género es harto difícil, pero creo que ajustado en
el caso de Coffin Ed Johnson y Grave Digger Jones. Ataúd Johnson y
Sepulturero Jones. En última instancia, ambos sirven a Himes para lo
mismo que Marlowe y Spade sirvieron a Ray y a Dashiell: para pensar la
ciudad. Pero esta vez, para pensar la ciudad siendo un negro en un mundo
gobernado por los blancos. Los agentes Johnson y Jones trabajan en
Harlem, Nueva York, y todo lo que dicen, todo lo que hacen, todas las

142
hostias que reparten o los chivatazos que reciben, todas las conversaciones
pseudofilosóficas que practican y cada uno de los diálogos nocivos que
mantienen con su superior blanco apuntan a un mismo objetivo: pensar la
ciudad contemporánea siendo un negro en un mundo gobernado por
blancos. Podría contarles la trama, pero prefiero contarles otra cosa. Un
hombre ciego con una pistola es, por lo pronto, algo que todos hemos querido
ser alguna vez. Y además es un libro en el que lo único verdaderamente
importante, por encima del caso, los crímenes y los encuentros físicos y
verbales, es el tratamiento de las relaciones simbólicas, tribales, sociales y
económicas entre negros y negros, por un lado, y negros y blancos, por
otro. Sin patetismo. Sin anestesia. Sin victimismo. Sin propaganda ni
alaridos panfletarios. Chester Himes son palabras mayores, lo juro. Y tiene,
además, el don de la caña de pescar, la habilidad del cazador, el talento de la
tentación irresistible: «Un amigo mío, Phil Lomax, me contó que un ciego
había disparado con una pistola contra un hombre que le había abofeteado
en el metro y que había matado a un espectador inocente que leía tranquilo
su periódico al otro lado del paseo».

Chester Himes nació en Missouri en 1909 y murió en Alicante, España, en


1984. Fue expulsado de la Universidad de Columbus por llevar a sus
compañeros a una casa ilegal de apuestas. Tonteó con los delitos de poca
monta hasta que, con 19 años, fue arrestado, encerrado y condenado a
veinte años de cárcel por robo a mano armada (otra vez las manos, la misma
mano armada que redactó Todos muertos, Si grita, déjalo ir, Algodón en Harlem,
Corre, hombre o Por el pasado, llorarás). Leyó entre rejas. Escribió. Salió y
redactó y redactó hasta que, en 1945, con la publicación de Si grita, déjalo ir
pudo dedicarse por completo a la literatura. Abandonó un país en el que no
le querían ni los blancos, por su látigo y su azote, ni los negros, por negarse a
la homogeneización de la conciencia racial. Chester Himes murió en
España. Le gustaban mucho los gatos. Un día de éstos, antes de que todo
acabe, me subiré en un coche y visitaré su tumba en Moraira.

143
Arnaldur Indriðason
La voz (2006)

L. P. Hartley tenía razón, pero sólo un poco: «The past is a


foreign country. They do things differently there». Tenía razón en
que el pasado es un país extranjero y extraño, pero tal vez allí
las cosas no sean tan distintas. Al fin y al cabo, todo es
cuestión de tiempo, y el tiempo pasa y rotura, quema, pincha y mancha,
devasta y desvanece. El tiempo es un territorio lleno de fantasmas, y los
fantasmas, ya vengan del pasado, del presente o del futuro, siempre se
comportan del mismo modo. Así lo enseña Walter Benjamin. Los fantas-
mas vuelven una y otra vez porque tenemos cuentas pendientes. Y todo el
que tiene un pasado tiene cuentas pendientes. Ésa es la idea principal del
islandés Arnaldur Indriðason y de su espectacular novela La voz, la historia
de un asesinato cometido en un hotel que se convierte en la excusa para
hacer eso que a Indriðason tanto le gusta hacer: empeñarse en demostrar-
nos que, en realidad, todos los argumentos y todas las tramas no sirven más
que para bucear en las profundidades de la condición humana.
La voz comienza con la muerte de Gulli, el portero de un hotel de
Reikiavik que aparece acuchillado en el sótano, medio desnudo y con un
condón puesto. El detective Erlendur, un clásico ya de las letras escandina-
vas, se encargará de un caso extraño en el que todos los clientes del hotel
parecen asesinos potenciales. No obstante, la clave no está ahí. La clave es el
pasado. El pasado de Erlendur y el pasado de Gulli, un hombre que alguna
vez, de niño, tuvo una voz privilegiada y que apuntaba maneras de genio en
el mundo del canto. Un hombre que se rompió de repente, en ese país
extranjero, cuando su hermano desapareció sin dejar rastro. A ese
escenario fantasmal se une, como de costumbre, la vida en ruinas del
detective Erlendur, excelente en su trabajo y devastado en su existencia
privada. Un personaje complejo y rico como pocos que ha cautivado a
millones de lectores. Esto puede no ser bueno, o puede ser buenísimo. Y la
razón del cautiverio es bien sencilla. Erlendur es un cualquiera, un fulano,
un tipo inteligente y estúpido al mismo tiempo que no sabe imprimir a su

144
vida un poco de concierto y que sufre infinitamente por ello. Una curiosi-
dad: quienes detesten las Navidades, adorarán este librito.

Arnaldur Indriðason nació en Reikiavik en 1961. Licenciado en Historia,


periodista y crítico de cine. Amante de la literatura sueca de los años 90 y,
supongo, espero y deseo, del cine de Ingmar Bergman. Siento debilidad por
Islandia, por las sagas y por la luz imposible de los paisajes lunares, así que
tal vez me esté dejando llevar por las querencias y el bueno de Indriðason
no sea más que un islandés que escribe normalito y vende mucho. Decidan
ustedes mismos: La voz y La mujer de verde, por ejemplo. A ver si voy a ser yo
el único al que no es tan difícil hacerle feliz de vez en cuando…

P. D. James
Sabor a muerte (1986)

Lo más difícil es dar cuenta de las coincidencias. Por qué


razón algunos acontecimientos, personas y espacios físicos
se combinan de cierto modo y no de otro en un momento
concreto y en un lugar preciso. Por ejemplo, supongamos que usted es un
detective y un poeta y que se llama Adam Dalgliesh. Le ha sido encargada la
resolución de dos asesinatos que, en principio, pudieran estar conectados.
Dos cadáveres con la garganta seccionada en la sacristía de una iglesia
londinense. Uno pertenece a un vagabundo cualquiera al que, de vez en
cuando, le gustaba dormir en suelo santo. El otro, en cambio, es cadáver
oficial, el cuerpo de un señor y un tory, sir Paul Berowne. Lo difícil,
entonces, es dar cuenta de esa extraña coincidencia, del común denomina-
dor que abraza ambas muertes. Así comienza un librito de P. D. James que
no está mal, Sabor a muerte. Un librito que arranca con esta coincidencia y
que nos conduce al desentrañamiento de los trapos más que sucios,
apestosos, de la entera familia Berowne. Ya me conocen, digo que no está

145
mal porque me gusta aparentar que detesto la edad dorada del género, en
concreto la edad dorada británica, y resulta que P. D. James es, en muchos
aspectos, un salto hacia atrás, una recuperación de lo mejor y lo peor de A.
C. Doyle y Agatha Christie. Escenarios pulcros, iglesias, todo muy
hogareño y cordial, todo demasiado elegante, como el detective y poeta
Dalgliesh, que no aguantaría una cena con Spenser, Marlowe, Spade, Coffin
Johnson y Grave Digger Jones a menos que ingiriera unas buenas dosis de
cocaína y alcohol. Supongo que podría decirse que P. D. James ha aprendido
a integrar las reliquias de la edad dorada con cierto tempo contemporáneo.
En ese sentido, Sabor a muerte no está nada mal. Yo leería este libro de P. D.
James y, después, volvería a las andadas.

Phyllis Dorothy James nació en Oxford en 1920. Se graduó en Cambridge


y trabajó durante muchos años en los servicios sociales de la administración
pública. También desempeñó labores funcionariales en el Ministerio del
Interior británico, de ahí su pasión por los pasillos y los suelos de mármol.
Ha escrito más de veinte novelas policiales y muchas de sus obras han sido
llevadas a la gran pantalla.

Yasmina Khadra
Morituri (1997)

Uno se enfrenta a los libros del antiguo comandante del


ejército argelino oculto tras el seudónimo femenino de
Yasmina Khadra y apenas puede evitar una reacción de
diletante: literatura para las masas, un best-seller detrás de otro,
narrativa lacrimógena. No, mire usted. Creo que está confundiendo a
Yasmina Khadra con Sándor Márai (o con Nieves Herrero). Céntrese un
poco, se lo ruego. Cierto que Khadra se ha convertido en un autor de éxito
internacional. Cierto que también se le ve por doquier en los vagones de
146
metro. Pero seamos serios. Si usted consigue eliminar el tópico y desgarrar la
tormenta sensacionalista y pseudomoral que se desató tras el descubrimien-
to de la verdadera identidad de Yasmina Khadra, lo que se va a encontrar es
uno de esos testimonios que demuestran que el género negro y la literatura
policial detectivesca también encierran joyas de relevancia indiscutible. Por
ejemplo, la trilogía de Argel con la que Khadra —repito: antiguo comandante
del ejército argelino sometido al miedo y la censura de su propio país—
disecciona los conflictos internos de un país incandescente. Morituri es la
primera novela de la serie. En ella conocemos al comisario Llob, funcionario
del cuerpo de policía de Argel, y a su fiel ayudante, Lino. Ambos representan
el frágil y necesario enfrentamiento fáctico y moral frente a las redes mafiosas
que gobiernan la política y la economía del país africano. Llob deberá
encargarse de descubrir quién anda detrás del secuestro de la hija de un
antiguo gerifalte del régimen mientras se enfrenta a un abanico de terroristas
que avanzan invencibles sobre el fondo de un país en derrumbe. Completada
con Doble blanco y El oro de las quimeras, la trilogía de Argel es el relato del
desgarro y el desencanto de un hombre —Khadra-Moulessehoul-Llob— que
contempla, mordiéndose los labios, el modo en que su hogar, su memoria y
su infancia son acuchillados por los fantasmas del terrorismo y los intereses
de las clases dominantes.

Yasmina Khadra es el seudónimo de Mohammed Moulessehoul, nacido


en Kednasa, en el Sáhara argelino, en 1955. Su madre era una mujer
nómada. Su padre, en cambio, un oficial del Ejército de Liberación
Nacional. Con nueve años ingresa en una academia militar. Escribe desde
niño. Publica seis novelas con su verdadero nombre antes de decidirse por
el seudónimo femenino que le dará la fama, una estrategia inteligente que
le permite ahuyentar la censura y relatar sin obstáculo. En el año 2000
decide abandonar el ejército y desvelar su identidad. Le llueven las críticas.
Le llueven los insultos. Le llueve el dinero. Moulessehoul sigue escribiendo
y se convierte en un autor de renombre. Sus aportaciones al género negro
desde el ángulo del conflicto argelino y el continente africano son
incalculables.

147
Stephen Leather
El infiltrado (2005)

¿Les gusta el patinaje artístico? A mí tampoco. De vez en


cuando me encuentro por casualidad con esas coreografías
gélidas con musiquita de Michael Jackson, Roxette o el
mismísimo Schubert y me dan ganas de salir corriendo. Pero
lo cierto es que no lo hago. Me quedo sentado frente al televisor con los
ojos bien abiertos y una sensación de pánico que comienza a recorrerme
todo el cuerpo. Odio el patinaje artístico porque sufro cuando lo veo,
porque lo veo con la esperanza de que ese giro con tirabuzón no termine
con los dientes de la patinadora rusa —monísima— esparcidos por la pista
o entre los pies de algún espectador. Por lo general, siempre me han sacado
de quicio las representaciones basadas en la producción de ansiedad y la
explosión de júbilo (en caso de que el tirabuzón se complete, claro está). En
el ámbito de la novela detectivesca, por ejemplo, me cuestan sudores fríos
las historias de policías infiltrados. Pero he de reconocer que me pasa lo
mismo que con el patinaje o los toros: la posibilidad continua del accidente,
la inminencia del tobillo roto, la cornada o el desenmascaramiento me
producen cierta adicción. En el cine lo he comprobado miles de veces,
Infiltrados de Scorsese y, sobre todo, Donnie Brasco, de Mike Newell, basada
en la historia real del agente del FBI J. D. Pistone, y unas cuantas veces más
en la literatura. De todas ellas, me quedo con El infiltrado, de Stephen
Leather. Dan «Spider» Shepherd decide ofrecerse como agente infiltrado
en un grupo de policías corruptos de elite de Londres. Antiguo integrante
de las SAS, viudo y con un hijo al que no consigue aproximarse del todo,
Shepherd tendrá que ajustar su historia gestual y sus hábitos más recóndi-
tos al ritmo delirante y excesivo del hampa británica, a la par que se verá
envuelto en el caso de una mujer que quiere eliminar a su propio marido,
un gánster del que Shepherd simula poder ocuparse por una suma de
dinero adecuada. No les voy a contar si al final la patinadora rusa se parte o
no la crisma. Sólo les diré que la nota de los jueces no bajaba del 9,5.

148
Stephen Leather nació en Inglaterra. Se licenció en Bioquímica en la
Universidad de Bath. Iba para científico, pero una conversación con un
borracho en la barra de un bar mientras trabajaba de camarero le hizo
decantarse por el periodismo. Ha trabajado para el Daily Mirror, el South
China Morning Post de Hong Kong y The Times, y es autor de más de veinte
thrillers entre los que se encuentran El infiltrado y El terrorista, dos de las seis
aventuras protagonizadas hasta la fecha por Dan «Spider» Shepherd.
Afirma que el periodismo le enseñó a hacer preguntas y a construir tramas.
Escritor tardío pero muy joven. Me froto las manos pensando en futuras
competiciones sobre hielo.

Dennis Lehane
Mystic River (2001)

Si es del poder y la fuerza de lo que estamos hablando,


Dennis Lehane es el Coloso de Rodas. Si es del talento
literario y el arte de la composición sinfónica, Dennis
Lehane es el Demiurgo del Timeo de Platón. Pero si lo que
estamos diciendo es que la literatura es un naufragio y el escritor un
náufrago en busca de alimento, fuego y cobijo, entonces Lehane es el
Pencroff de La isla misteriosa de Julio Verne: «Bueno, dijo el marino, todo se
arreglará. Procedamos con método. Estamos fatigados, tenemos frío y
hambre. Por consiguiente, hay que buscar abrigo, fuego y alimento. El
bosque tiene leña, los nidos tienen huevos: basta buscar la casa».
Esta cita siempre le ha gustado a Vázquez Montalbán y, sin duda, le
gustaría a Dennis Lehane. Un hombre que se parece al Coloso de Rodas y al
Demiurgo y a Pencroff pero que, en realidad, es mucho más sólido y
contundente que cualquier símil literario que podamos inventar. Lehane se
ha convertido en muy poco tiempo en uno de los escritores norteamerica-
nos más interesantes, potentes, coherentes y audaces de las últimas décadas
149
gracias a títulos como Oscuridad, Shutter Island, Mystic River, Coge mi mano, o
Gone, Baby, Gone. Historias de grupos marginales ambientadas por lo
general en Boston, historias de clanes irlandeses asentados en USA,
historias con una pareja de detectives que, personalmente, me parecen un
regalo del cielo o del infierno, lo mismo da. Voy a recomendarles la lectura
de Mystic River porque seguro que ya vieron la película de Clint Eastwood
(inolvidable aquel planito cenital de lágrima fácil con Penn llorando en el
suelo), y porque seguro que saben apreciar la diferencia entre un producto
aceptable y un producto excelente. Mystic River, el libro, es excelente. Tres
amigos de la infancia, Sean, Jimmy y Dave, verán sus vidas completamente
alteradas cuando uno de ellos suba al coche de un desconocido en mitad de
la calle. A partir de entonces, su amistad se romperá para siempre.
Veinticinco años más tarde, los caminos de aquellos amigos discurren por
sendas diversas. Sean es un detective de homicidios. Jimmy es un criminal.
Dave es otra historia. Cuando la hija de Jimmy aparece brutalmente
asesinada y el caso le es asignado a Sean comienza la pesadilla que nunca
terminó, las furias despiertan de su fingido letargo, el Kraken abandona su
tumba y parece que resonaran los versos de Leopoldo María Panero:
«Y me encontré una mujer frente a mí, / y le dije: no tengo pelo, / soy
un pez. Y ella me dijo: conocerás el mar, esa ancha tumba / en que
nada el Kraken / y se pierden los barcos. / Y era como descubrir en un
barco, de noche / a la luz de las estrellas / que está uno abrazado al
diablo, / a esa mujer, esa limosna / que sólo él puede ofrecerme / y
cuya mano acaricia torpemente / las cuencas vacías de mis ojos / en
ese albañal que tengo por juguete / y por figura; y le dije entonces: /
he tenido comercio con la nada».
Me gustaría que leyeran Mystic River para de que se dieran cuenta que la
perfección de esta obra no le debe ni un ápice de su valor a la película de
Eastwood. La novela es incomparable en su género y en su formato. No
existe ninguna versión que pueda mejorarla. En ningún lugar del universo
encontrarán ustedes un thriller psicológico en el que ese abrazo con el
diablo del que habla Panero haya sido mejor comprendido y descrito.

Dennis Lehane nació en Boston en 1966 en el seno de una familia de


inmigrantes irlandeses. Ha sido profesor de Escritura Creativa en diversas

150
universidades y su enorme talento llevó a David Simon a fijarse en él para la
creación de varios capítulos de The Wire, ¿lo he dicho ya?, la mejor serie de
televisión de todos los tiempos.

Donna Leon
Muerte en un país extraño (1993)

Donna Leon y sus cuentos venecianos. Muerte en un país


extraño, por ejemplo. El cadáver de un joven soldado
norteamericano es encontrado y extraído de uno de los
canales de Venecia. El comisario Brunetti se encarga del caso
y, entre otras cosas, descubre drogas en el apartamento del chaval que
parecen sugerir que andaba metido en cosas feas, que la culpa siempre es
del muerto. Demasiado evidente para un hombre que siempre tiene la
mosca detrás de la oreja y que tiende a sospechar que el camino más corto
entre dos puntos no es la recta ni la curva, sino todo lo contrario. Brunetti es
el protagonista de toda la serie veneciana de Donna Leon. Aunque tal vez
sería más acertado decir: Venecia es la protagonista de la serie veneciana de
Donna Leon. Mejor así. ¿Qué nos gusta de la Venecia de Leon? ¿Las
postales? ¿El carnaval? ¿El amor? ¿Las máscaras? No. Lo que nos gusta en la
Venecia de Leon es el lado oscuro y salvaje de una ciudad anclada en el
merengue y el pastelón, en el turismo y la góndola, una isla que parece
flotar sobre una cama de rosas cuando lo cierto es que flota ya muy poco y
que, además, la cama es de mierda, narcotráfico, prostitución y dinero
manchado de sangre. Eso es lo que nos atrae de la obra de Donna Leon. Lo
que ya no nos gusta tanto es el tono un tanto arcaico de la caracterización de
Brunetti, el empeño en ser a todas horas un buen marido y padre de familia
y la falta de obsesión, la confianza en que la verdad siempre vence y la
justicia triunfa. En cualquier caso, Venecia, esta Venecia, vale la pena. Si
tienen un rato, dense una vuelta.

151
Donna Leon nació en Nueva Jersey en 1942. Viajó a Italia como si fuera
posible regresar. Trabajó como guía turística en Roma y desempeñó
labores de docencia en diversas universidades. Su serie veneciana de novela
policial le ha granjeado un éxito internacional abrumador con títulos
como Muerte y juicio, Acqua alta, Mientras dormían, Nobleza obliga, El peor
remedio, Amigos en las altas esferas. Me gusta su pelo blanco.

Henning Mankell
La falsa pista (1995)

Detesto eso de: ¡¡no me cuentes el final!! ¿Que no te cuente


el final? ¿Que no te cuente el final…? No te voy a contar ni el
final ni el principio ni nada de nada, guapa. Faltaría más. A
estas alturas del partido y seguimos anclados en mecanis-
mos narrativos sólo aptos para zombis, como si fuera impensable contar
una buena historia en la que no haya nada que desvelar o en la que todo lo
desvelable no sea ni más ni menos que uno mismo. Es más: como si no
hubiera buenas historias de detectives y novelas de misterio en las que uno
conoce perfectamente la identidad del asesino desde los primeros com-
pases. Ya sé lo que me vas a decir, bonita, así que mejor te lo ahorras y te
compras La falsa pista de Henning Mankell. Verás: una joven se suicida
prendiéndose fuego, un asesino en serie brutal y sanguinario deja un
rastro de muertos cada vez más grueso y un detective, el célebre Kurt
Wallander, que está empeñado en encontrar algún vínculo relevante entre
el horrible suicidio de la chica y el asesino. Todo ello acompañado de una
fotografía crítica de la sociedad sueca contemporánea que no deja títere
con cabeza.
Mankell ha estado a punto de despeñarse por un acantilado. Se
resbaló, de hecho, después de haber escrito un novelón como Asesinos sin

152
rostro y, sinceramente, un servidor pensó que se iba a partir la crisma. Me
equivoqué. La falsa pista es la obra de un maestro sin edulcorantes de la
novela negra y de misterio, un creador que se aparta conscientemente de
los esquemas narrativos convencionales y del funcionalismo excesivo
exigido por la masa de los lectores. Un ojo crítico que contempla la Suecia
actual con desencanto y sin compasión y que nos devuelve una imagen de
nosotros mismos tan ajustada que da miedo mirarla.

Henning Mankell nació en Estocolmo en 1948. Escritor y dramaturgo.


Animal de teatro, como su suegro, Ingmar Bergman. Director del Teatro
Nacional de Mozambique. Entre 1991 y 2009 ha escrito la serie del
detective Kurt Wallander y se ha convertido en uno de los rostros más
frecuentes en los vagones de metro de esta ciudad.

Petros Márkaris
Muerte en Estambul (2009)

Voy a serles sincero: Márkaris no me fascina. Puedo


sobrevivir en una biblioteca llena de libros de Petros
Márkaris sin la necesidad de sacarlo de los estantes. Sin
embargo, el escritor griego de origen armenio tiene dos
grandes virtudes. La primera es que ha traducido del alemán a autores
como Brecht, Schnitzler y Thomas Bernhard. Bravo. La segunda es el
comisario Kostas Jaritos, protagonista de Muerte en Estambul, una novela
que, a pesar de mis aversiones y mis manías persecutorias, merece un
instante de atención y una lectura aplicada. El comisario Kostas Jaritos
trabaja en la policía de Atenas: gruñón, malhumorado, gritón, intransi-
gente, con oscuros secretos en su pasado policial. Su mujer, Adrianí, es una
excelente cocinera adicta a la televisión y un verdadero manantial de

153
sabiduría popular. Jaritos recorre las calles de una Atenas pre y post-
olímpica a bordo de su Mirafiori, mientras su mirada crítica y, según él
mismo afirma, brechtiana, descubre una ciudad en la que imperan la
corrupción, el racismo, el amiguismo y la dejadez. El pan nuestro de cada
día. En Muerte en Estambul, el comisario viaja con su mujer a la capital turca
y allí se verá envuelto en la desaparición de una anciana griega que no
tardará en convertirse en un caso de asesinato. Jaritos tendrá que trabajar
con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña
comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo
que protagonizaron en 1995, permanecen en la ciudad. Un interesante
recorrido geográfico, histórico y político por la delgada línea que une y
separa las tradiciones turca y griega de la simpática mano de un especialis-
ta en Bertolt Brecht que se ha convertido en un verdadero fenómeno
comercial en toda Europa.

Petros Márkaris nació en Estambul en 1937 de madre griega y padre


armenio (siempre que oigo hablar de Armenia me acuerdo de Saroyan,
que Dios lo tenga en su gloria o que, al menos, le deje sentarse cerca de
Salinger en las fiestas de cumpleaños). Estudió Economía en Grecia,
Turquía, Alemania y Austria antes de especializarse en la cultura alemana
y dedicarse a la traducción de autores como Bertolt Brecht, Thomas
Bernhard o Arthur Schnitzler. Ha colaborado asiduamente con el director
de cine Theo Angelopoulos, pero lo que le ha dado fama han sido las
novelas de género negro protagonizadas por el teniente Jaritos.

154
Barbara Nadel
Aguas profundas (2002)

Barbara Nadel se queda en esta guía por varias razones, pero


sobre todo por una: Estambul. ¿Como la Venecia de Donna
Leon y el Boston de Lehane? ¿Igual que el LA de Chandler o el
Baltimore de Simon? ¿Acaso basta con elegir una ciudad y llenar unas cuantas
decenas de folios para convertirse en un buen escritor de negra y criminal?
Claro que no, por Dios. Pero reconocerán ustedes que cuando les digo Leon y
Venecia, Simon y Baltimore, Chandler y LA, sus códigos culturales y sus
hábitos estéticos proyectan imágenes con facilidad y con facilidad exploran el
terreno. Estambul es otra cosa. Estambul se escapa un poco más, se nos
desliza entre los dedos. Estambul nos desorienta y enfatiza toda trama
detectivesca bien construida. Potencia el desconcierto. Aumenta la tensión y
el deseo. Barbara Nadel está en esta guía y espero que en muchas otras
porque ha llevado la novela negra de calidad a las calles de Turquía y no ha
sucumbido en el intento. Más bien todo lo contrario. Ha vencido. Se ha
quedado. Ha creado al detective Çetin İkmen y a sus colegas Mehmet
Süleyman, Balthazar Cohen y el armenio Arto Sarkissian. Es muy probable
que cuando hayan leído tres o cuatro libros de Nadel se sientan como en casa,
pero en una casa de la que uno nunca quiere salir, una casa a la que les invito a
entrar de la mano de Aguas profundas. El cadáver del joven Rifat aparece
decapitado en las aguas del Bósforo. Durante su investigación, el inspector
İkmen se ve arrastrado por una trama de antiguas vendettas que le revelarán
secretos de su propia familia. La intriga aumenta cuando el forense encuentra
una herida en el cadáver que evidencia la extirpación de un riñón. Este hecho
guía al equipo de investigadores policiales por las profundidades y los
entresijos de clanes, mafias y personajes extraños. Por la ausencia de huellas
dactilares del muerto y sin ninguna pista fiable, el inspector İkmen y su
equipo siguen el rastro del órgano que sospechan fue vendido por dinero.

Barbara Nadel nació en Londres en fecha indeterminada. Se licenció en


Psicología y ha trabajado durante años en hospitales con enfermos esquizo-

155
frénicos y delincuentes con trastornos mentales. Ha colaborado con la
National Schizophrenia Fellowship y en su obra queda patente su experiencia
y conocimiento de los límites de aquel invento no sé si griego o moderno que
fascinara y encabritara al bueno de Michel Foucault: la Razón.

Jo Nesbø
Némesis (2009)

Petirrojo. Ahí comienza mi relación de amor con Jo Nesbø.


Más que de amor, de pasión, de lujuria. Me gusta mucho
esta estrella del rock noruego. Me gusta tanto que, después
de leer Petirrojo, me prometí no volver a abrir un libro de
Nesbø y anular la posibilidad de la decepción. Siempre hago lo mismo. Lo
hice con Cien años de soledad y con Ada o el ardor. Lo hice con Corrección de
Thomas Bernhard y con La invención de Morel. En ninguno de los casos
anteriores conseguí contener la curiosidad. Decidí arriesgarme y seguir
leyendo. Me alegro de haberlo hecho en el caso de Bernhard y Nabokov.
Me arrepiento profundamente en el de García Márquez y Bioy Casares.
¿Con Jo Nesbø? Me arriesgué, como digo, y me alegro infinitamente de
haberlo hecho, porque lo que me esperaba tras el temblor de piernas era
Némesis. El titulo está ya un pelín manido, pero me puede lo griego, como
ya habrán intuido. Lo griego y lo escandinavo.
Némesis: el detective Harry Hole contempla la grabación de la
cámara de un banco. En ella, un atracador encañona con una pistola al
director de la sucursal y le dice que tiene 25 segundos para abrir la caja. El
tipo se entretiene 6 segundos más de la cuenta y el atracador le vuela la
cabeza. Junto a su inexperta compañera, Beate Lønn, Hole intentará dar
con la pista del criminal. El problema es que la vida sigue, que la vida no
espera ni perdona y que se acomoda y se engolfa en hábitos tan típicos
como el alcohol. El problema es que Harry Hole cree estar recuperando el

156
concierto de su propia vida marital con la guapa Rakel hasta que el pasado,
que no tiene escrúpulos, llama a su puerta en la forma de una ex novia que
le invita a cenar. Hole acude y después todo es confuso: despierta con una
resaca infame y apenas recuerda nada de la noche anterior. Ana está
muerta y él comienza a recibir e-mails repletos de amenazas.

Jo Nesbø ha salido de Noruega, pero podría haber salido de la mismísima


nada. La sensación de criatura única habría sido la misma. Nacido en Oslo
en 1960, es músico y líder de la banda de rock Di Derre. De pequeño le
gustaba que su padre le leyera historias en el salón de su casa. Luego se
aficionó al fútbol y se rompió tantos ligamentos que no le quedó más
remedio que quedarse en casa y empezar a engordar y a escribir. Desde
1997, se ha convertido en un fogonazo deslumbrante en la literatura
europea negra y criminal. Aún no he escuchado ninguna de sus canciones.

Håkan Nesser
La mujer del lunar (1996)

Se ha escrito poco y mal sobre las relaciones entre la


literatura, el frío y el malhumor. Thomas Bernhard ha
dicho algunas cosas. Y Emil Cioran. Knut Hamsun también,
pero Hamsun me aburre soberanamente. Si me permiten el
salto, uno de los escritores más impresionantes que he descubierto en los
últimos años es el noruego Kjell Askildsen, el autor de Últimas notas de
Thomas F. para la humanidad, Todo como antes, Los perros de Tesalónica y Desde
ahora te acompañaré a casa. Me encanta Askildsen, de veras. No entiendo
cómo he pasado tantos años sin percibir su paradójica y cálida presencia.
De no ser por mi querida Ms. Swing, probablemente habría muerto triste y
solo sin llegar a conocerlo (thank you again, my dear). Últimas notas es
muchas cosas, entre ellas un extraordinario ensayo sobre la literatura, el

157
frío y el malhumor. Pero también es un puente personal que, de algún
modo, me condujo sin querer a otro país escandinavo, a otro ensayista del
hielo y los humores. Me refiero al detective Van Veeteren, el protagonista
de algunas de las novelas del escritor sueco Håkan Nesser, un narrador no
sé si omnisciente, pero casi, que se ha posicionado con suavidad y
elegancia en la cúspide de la narrativa policial europea. Comisario ficticio
en alguna ciudad ficticia del norte de Europa, Van Veeteren es un foco de
absorción de toda la narrativa de Nesser, una fuente de estímulo constan-
te, un hombre malhumorado y amante de la música clásica. Nesser ha
escrito ya un buen número de obras, pero les recomiendo la lectura de La
mujer del lunar. Una historia que comienza de manera irresistible con una
mujer misteriosa con un lunar en el rostro que parece una mujer pero que,
en realidad, es un fragmento de Fernando Pessoa, una línea escrita y
abandonada en un cuaderno de viajes: «Tengo el cansancio anticipado de
lo que no voy a encontrar». Una mujer que ha cometido el mismo error de
siempre, aquel que nos recuerda Tarkovski al comienzo de su Sacrificio en
una secuencia licuada en la que Erland Josephson escucha el lamento de
un hombre montado en una bicicleta: «He vivido toda mi vida como si lo
mejor estuviera por llegar». La mujer del lunar se arrodilla ante la lápida de
su madre muerta y jura comenzar a vivir nuevamente, intervenir en su
vida sin reparos, matar a cuatro hombres que nunca deberían haberse
cruzado ni en su vida ni en la de su difunta madre. Van Veeteren tratará de
comprender la metamorfosis serena de esta mujer y de impedir que lleve a
cabo sus ejecuciones.

Håkan Nesser nació en Kumla, Suecia, en 1950. Se crio en Uppsala, en


cuyo cementerio una vez me eché la siesta. Trabajó durante años como
maestro de escuela y, a juzgar por la expresión de su rostro en las fotogra-
fías y por la capacidad explicativa de alguno de sus pasajes, estoy seguro de
que lo hizo muy bien. Se casó con una psiquiatra. Se trasladó a Nueva
York. Se arrepintió. Ahora vive en Londres, donde le deseo muchos y
buenos libros.

158
Leonardo Padura
Paisaje de otoño (1998)

Corríjanme si me equivoco, pero hasta el momento no


hemos dado con ningún policía que quisiera ser escritor.
Marlowe podría ser locutor de radio, desde luego, y el Adam
Dalgliesh de P. D. James es un poeta. Pero me refiero al
escritor total y, por ende, al escritor frustrado, un escritor que no llega a ser
lo que es, poco pindárico, uno que se sabe entre dos tierras feroces y a
menudo despierta en mitad de la noche empapado en sudores fríos
preguntándose dónde, quién, cómo. Leonardo Padura nos regaló a un
personaje como éste, Mario Conde, un policía que bien podría haber sido
un novelista o un borracho o un enfermo mental. Conde es el protagonista
de Paisaje de otoño, el último de los cuatro libros que componen la espléndi-
da tetralogía Cuatro estaciones. ¿Por qué tetralogía? Porque son cuatro. ¿Por
qué espléndida? Porque Padura es un escritor buenísimo que, además,
sabe combinar los mandamientos del género negro y policial con una
reflexión crítica, a menudo amarga, sobre la generación del desencanto en
Cuba. Una Cuba que, por lo demás, aparece retratada con delicadeza y
sonrisa, con amor, sin esperanza, una Cuba y una Habana que se parecen a
los cuerpos descifrables de los que hablara Deleuze en Proust y los signos:
territorios llenos de significación, de luz y de secreto.
La novela comienza cuando un cadáver aparece en la playa del Chivo.
Es de noche. Otoño. El cuerpo está destrozado, ha sido víctima de un
ensañamiento brutal (recuerdo haber pensado en la brutalidad y en la
secuencia de Caro Diario de Nanni Moretti, la secuencia de ocho minutos
en la que la cámara persigue la moto roja de Moretti por una carretera
sinuosa hasta la playa de Ostia, hasta el lugar exacto donde asesinaron
brutalmente a Pasolini… el piano de fondo). La víctima es Miguel Forcade
Mier, un hombre que en los años sesenta había dirigido oficialmente las
expropiaciones de bienes artísticos requisados a la burguesía tras la
Revolución. El caso levanta ampollas y despierta a todos los fantasmas de
La Habana porque lo cierto es que, después de tanto embrollo, Forcade

159
fue uno de los muchos que decidieron exiliarse en Miami. ¿Por qué lo hizo?
¿Y por qué había vuelto a Cuba? ¿Qué anhelaba Miguel Forcade Mier?
¿Quién le dio muerte?

Leonardo Padura Fuentes nació en La Habana en 1955. Estudió Letras


Latinoamericanas y ha desempeñado labores de guionista, periodista y
crítico literario. Ha escrito mucho y ha ganado cositas tan ricas como el
Premio Dashiell Hammett en 1997. Pero lo más importante es que es un
hombre inquieto, que se hace preguntas, un hombre que, viviendo dónde
ha vivido y leyendo como ha leído, no puede más que asediar el concepto
de utopía con uñas y dientes. Fruto de este asedio es también El hombre que
amaba a los perros, última estación Padura después de Paisaje de otoño.

Ian Rankin
Black & blue (1998)

Al igual que en el caso de Donna Leon o Dennis Lehane, Ian


Rankin nos recuerda que una ciudad es algo más que una
imagen o un itinerario turístico. El Edimburgo en que
Rankin sitúa las operaciones de su detective John Rebus
—de resonancias escolásticas— está lleno de macarras y de drogadictos,
de bandas, extorsión y corrupción política y policial. La verdad es que,
más que a Leon, Rankin me recuerda a Lehane y a David Simon, al
empeño de ambos por desenmascarar los mecanismos obscenos que
gobiernan cotidianamente nuestras vidas y nuestras comunidades. Me
recuerda a Simon porque sabe pensar la tensión de fuerzas entre lo que
ocurre —crimen, pesquisa, resolución— y el contexto que legitima,
promueve y contiene lo que ocurre. En mi opinión, la mejor de las novelas
de Rankin es Black and Blue, una radiografía perfecta y desgarradora de la
sociedad escocesa contemporánea. Durante la década de los años 70, un
160
asesino en serie, apodado Bible John, sembró el terror en el país y
consiguió salir indemne. Ahora, un imitador se ha puesto manos a la obra
y, aunque Rebus no está en su mejor momento —alcohol, juegos de
poder, incapacidad para reconocer su propia fragilidad y su necesidad de
ayuda—, el recuerdo de aquellos crímenes treinta años atrás y la quiebra
interior que lo domina conducen a Rebus al centro de la Tierra, es decir, al
calor abrasador de una intriga narrada con decisión compleja, enorme,
contundente, permeada siempre por el zumbido delirante de los demo-
nios de Rebus, que se parecen a los de todos nosotros.

Ian Rankin nació en Cardenden, Escocia, en 1960. Recogedor durante la


vendimia, porquero —palabra con eco homérico donde las haya—, recau-
dador de impuestos, periodista, secretario, músico, universitario y nove-
lista. Vivió unos años en la campiña francesa y comenzó a escribir.
Colabora frecuentemente con la televisión británica. Les recomiendo que
vean su documental sobre el mal de la BBC. ¿Es Rankin el escritor de negra
y policial de mayor éxito del Reino Unido en la actualidad? Sí. ¿Es el mejor?

Derek Raymond
El diablo vuelve a casa (1985)

El Departamento de Muertes Inexplicadas bien pudiera ser el


nombre de una institución burocrática en una novela de
Kafka o de una comunidad clandestina en un relato de Ches-
terton, pero no lo es. El Departamento de Muertes Inexplicadas
o A14 es una invención genial del británico Derek Raymond capitaneada
por su célebre Sargento sin nombre, un tipo duro que nunca creyó de-
masiado en los argumentos de autoridad y que tiende a favorecer a los más
desafortunados. Le encantan los casos que nadie quiere, los asesinatos que
nadie entiende, los crímenes que repugnan al resto de sus compañeros. Un
161
sargento más de hierro que el de Clint, con el que uno entra de pleno en el
territorio salvaje de la narrativa policial británica. Observen el título: El
diablo vuelve a casa. El cadáver descuartizado de un hombre aparece en un
almacén al lado del río Támesis. Sus restos han sido repartidos en cinco
bolsas de plástico, no sin antes pasar por la olla. Sí, sí, no me miren con esa
cara. El asesino descuartiza y cuece los restos de su víctima con la intención
de eliminar todas las huellas dactilares. Imposible identificar el cuerpo. Un
caso perfecto para el sargento y su división kafkiana, que pronto descubri-
rán que el brutal asesinato no es más que la punta del iceberg, un iceberg
que las autoridades no quieren extraer a la superficie y que acompaña la
carrera en paralelo del sargento y el sádico asesino.

Derek Raymond es el seudónimo de Robin Cook, un niño bien nacido en


el Reino Unido en 1931 que antes de elegir seudónimo había publicado ya
seis o siete novelas sobre los bajos fondos londinenses (The Crust on its
Uppers y A State of Denmark, entre ellas). Pasó la década de los años 50 en el
extranjero. En Francia se codeó con Burroughs y Ginsberg. En Nueva York
se casó, pero sólo por sesenta y cinco días. En España fue arrestado por
insultar el nombre de Franco en un bar. Cansado de aristocracias, se dedicó
al contrabando de pinturas al óleo en Ámsterdam y de coches deportivos
de España a Gibraltar. Cuando regresó a su tierra natal comenzó a escribir
lo que se conoce como novelas de la serie Factory —el nombre del edificio
donde trabaja la división A14—, que es un conjunto de granadas de mano
que parece ya mojado e inservible pero que bien podrían derrumbar el
edificio entero en el que está usted leyendo estas páginas.

162
Peter Robinson
Jugando con fuego (2004)

Al comienzo del libro II de su De rerum natura, Tito Lucrecio


Caro afirma que no hay placer comparable al de observar
un naufragio desde tierra firme. Nada tan dulce, dice, nada
tan suave como ver a otro hombre sufrir. No tanto por la
satisfacción que nos produce el dolor ajeno, como por la alegría que nos
reporta sabernos libres del mismo. En sus Comentarios a las Sentencias de
Pedro Lombardo, Tomás de Aquino afirma que Dios permite a los bienaven-
turados contemplar en el cielo el sufrimiento eterno de los condenados en
el infierno para que entiendan, para que sepan de lo que se han librado y
comprendan en qué consiste el paraíso. La escena de Lucrecio y el fuego
del Infierno del aquinate que, por cierto, tendrá ramificaciones en la
Divina Comedia de Dante, me visitaron al leer Jugando con fuego, de Peter
Robinson. Peter Robinson es un tramposo. Abre el relato con una imagen
hermosa y terrible, dos barcas ardiendo en el agua, consumidas por el
fuego, contempladas con placer desde tierra firme. Es un tramposo
porque dice que esa escena le recuerda a un verso de Shakespeare, cuando
en realidad pensaba en Lucrecio, Dante y Tomás de Aquino. No pasa nada.
Se lo perdonamos. Se lo perdonamos todo porque Robinson, además de
tramposo, es un autor digno de memoria y aplauso. Quédense con su
nombre, no abunda en las librerías. Tiene el extraño privilegio de que
algunos sigan pensando que la calidad de sus libros queda reflejada en los
índices más bien escuálidos de sus ventas. Ni caso. Demasiado saber hacer
en aquel libro escrito en 1987, Gallows View, y demasiado saber estar en In a
Dry Season, de 1999, como para seguir diciendo sandeces. Y, por si no
bastara, en 2004, Jugando con fuego, la novela que les recomiendo leer
sentados frente a una hoguera, cerca de una ventana y mirando al mar, por
si acaso naufraga un navío y al placer de la lectura pueden ustedes unir el
del sufrimiento ajeno.
Dos barcas arden sin tregua en el Eastvale Canal de Yorkshire. El
inspector Alan Banks y su colega D. I. Cabbot encuentran en su interior los

163
restos de dos personas, un artista local y una joven drogadicta que han
servido a un criminal excéntrico y con tendencias artísticas para escenifi-
car quién sabe si el horror, la muerte o la belleza. ¿Quién es el asesino?
¿Quiénes las víctimas? Cuando apenas hemos terminado de formular la
pregunta, el asesino vuelve a construir su teatro macabro. Un placer per-
verso, este librito, casi tanto como la bienaventuranza.

Estaría gracioso, la verdad, pero lamento decirles que Peter Robinson no


es el ministro irlandés y líder del Partido Unionista Democrático que
recientemente dimitió de su cargo tras un escándalo sexual. Ése es otro
Robinson. El nuestro nació en Yorkshire en 1950. Licenciado y Doctor en
Letras Inglesas, tuvo la buena fortuna de trabajar en su disertación bajo las
órdenes de Joyce Carol Oates. Vive en Canadá, donde a veces se queda
pensando si su detective Alan Banks se parece más al Maigret de Simenon
o al Marlowe de Chandler. Al Maigret de Simenon, mi querido Peter,
muchísimo más.

Leonardo Sciascia
El caballero y la muerte (1988)

Leonardo Sciascia domina a la perfección los mecanismos


de la seducción retórica. Es un tipo que, si te invita a cenar a
su casa, vigila cada detalle del entorno, cada libro aparente-
mente olvidado sobre las mesas y los estantes, que se vean
los vinilos y el buen gusto de modo que la entrada en el apartamento
genere en el recién llegado una sensación de felicidad inminente, una
especie de amenaza suave e irresistible que anticipa el placer en sus más
diversas formas. Cuando queremos darnos cuenta, Sciascia nos ha metido
en su cama y es de día y nos está preparando el desayuno. Lo que digo
parece una frivolidad, pero cada cual valora la literatura según sus propios
164
criterios —concedámonos al menos eso—. Desafío a cualquiera de ustedes
a que comience a leer El caballero y la muerte y piense en la frivolidad del
apartamento. Cuando uno abre la puerta, lo que se encuentra es a un
policía con un cáncer terminal que fuma al ritmo de los personajes de Mad
Men y que ha perdido toda fe y toda esperanza en el género humano.
¿Suena bien, no? Pues esperen, porque hay más: el caballero mortal tiene
en su despacho el célebre grabado de Durero, El caballero, la muerte y el
diablo, una imagen sobre la que no deja de reflexionar. El caballero y la muerte
narra la intriga de un asesinato político. Sandoz, el abogado del presidente,
ha sido presuntamente asesinado por un grupo de individuos que se hacen
llamar Los hijos del 89. Como siempre, Sciascia emplea la novela para
diseccionar el ambiente político italiano, en este caso de la segunda mitad
de siglo XX, y para reflexionar sobre la ilusión de la victoria, sobre el ser
humano y la derrota en la que ya siempre estamos instalados. El protago-
nista, Vice, camina sobre un caballo mortal hacia su propia muerte como si
el camino tuviera sentido, como si Beckett no hubiera escrito ya que de
nada sirve hablar y que, sin embargo, es imposible no hacerlo, que es
imposible callar a pesar de toda la muerte en la que consistimos. Vázquez
Montalbán decía de Sciascia que era el último gran escritor político de
Europa. Los dos están muertos, como Durero.

Vecino de Empédocles, Leonardo Sciascia nació en Agrigento en 1921 y


murió en Palermo en 1989. Se graduó en Magisterio y dedicó buena parte
de su vida a la enseñanza. Combinó las clases con el periodismo y la
literatura, y debió de hacerlo muy bien, porque las malas lenguas dicen que
es uno de los mejores escritores italianos del siglo XX. Comunista fugaz y
aguijón de la corrupción política italiana y de la violencia del crimen
organizado. En 1961 publicó su primera novela policiaca sobre la mafia, El
día de la lechuza. En el último decenio ha publicado un puñado de cosas
buenas: El teatro de la memoria, 1912+1, La bruja y el capitán, Puertas abiertas,
El caballero y la muerte y Una historia sencilla.

165
Lorenzo Silva
El lejano país de los estanques (1998)

Cuando yo era inmortal quería ser escritor. Quería ser poeta,


novelista y ensayista. Bastantes años antes había querido ser
basurero, me fascinaba la idea de viajar toda la noche por la
ciudad subido en la parte trasera de un camión que portaba
un cilindro enorme, una boca implacable que reducía a polvo todos los
desechos de nuestras vidas. A la larga, ser escritor me pareció tan absurdo
como convertirme en basurero. No estoy a la altura de ninguna de las dos
labores, sobre todo de la de escritor. Pero en aquellos tiempos de hambre y
vanidad, mi primo José Luis —hombre de circo y buen corazón al que
quiero con locura— me dijo que en la empresa de energía en la que
trabajaba había un abogado que escribía en sus ratos libres. Un tal Silva,
Lorenzo Silva. Me dijo que el tal Silva había publicado un libro y que, si
quería, podía pedirle que me lo dedicara. Así fue. Comencé a leer a Lorenzo
Silva sólo porque de repente tuve en mis manos el autógrafo de un hombre
que aún no se había convertido en el grandísimo escritor que es hoy en día.
La dedicatoria decía algo así como «ánimo con la escritura», no recuerdo
bien. El libro era El lejano país de los estanques. Siempre agradeceré a mi
primo José Luis que me hiciera saber de Lorenzo Silva, que me siga llaman-
do tigre y que me quiera mucho y bien.
Lorenzo Silva escribió El lejano país de los estanques en treinta y cuatro
días febriles del verano de 1995, «los treinta y cuatro días más fructíferos de
mi vida», según sus propias palabras. ¿Por qué? Porque en ellos perfiló al
sargento de la Guardia Civil Rubén Bevilacqua y a la guardia Virginia
Chamorro, pero sobre todo a Bevilacqua, un benemérito sin precedentes
licenciado en Psicología y escéptico a más no poder, como los grandes
sabios. La historia comienza con un cadáver hermoso. Ya sé que esta
cuestión ha dejado llover ríos de tinta, pero en este caso no hay ninguna
duda: el cadáver es bellísimo. Se trata del cuerpo de Eva, una extranjera
hallada desnuda y maniatada con dos tiros en la cabeza en el chalet de una
urbanización mallorquina. El sargento y su ayudante se verán inmersos en

166
una investigación veraniega de chiringos, playas nudistas y clubes noctur-
nos con drogas duras por doquier y abundantes dosis de análisis psicológi-
co muy bien trazado.

Lorenzo Silva nació en Carabanchel, Madrid, en 1966. Estudió Derecho


en la Universidad Complutense y trabajó como abogado de empresa
durante diez años hasta que pudo dedicarse a la literatura a tiempo
completo. Allí conoció a mi primo. Ha escrito numerosas novelas, algunas
de ellas llevadas con mayor o menor suerte a la gran pantalla y es uno de los
nombres ya indiscutibles en el repertorio de calidad de la narrativa
española. ¿De la negra? Y de la roja y de la verde. Un escritor con mayúscu-
las. Punto. Sereno, sabio, sencillo. Un verdadero placer.

Georges Simenon
El loco de Bergerac (1932)

Algunos autores son responsables de su propio éxito y, por


tanto, de la calidad de sus libros venideros. Otros lo tienen
más difícil. Además de ser responsables de sí mismos, son
responsables del grado de intensidad y de calidad de la
destreza que manejan, el ámbito en el que operan o el género en el que
escriben. Quiero decir que algunos escritores, voluntaria o involuntaria-
mente, han elevado el listón de su propio oficio. Y ya no se puede volver
atrás después de ellos. O se puede, claro está, pero al precio de la mediocri-
dad, el abucheo y, lo que es peor, el desinterés. Georges Simenon es
responsable de sí mismo y del nivel de calidad alcanzado por la literatura
negra y policial a ambos lados del Atlántico. Y no lo digo yo, lo dice André
Gide, que algo sabía de literatura y no que dudó en calificar a Simenon de
extraordinario. Escribió casi doscientas novelas, así que lo mejor será
centrarnos en una sola y en una buena, protagonizada, a ser posible, por
167
Monsieur Maigret. Elijo El loco de Bergerac, un ejemplo preciso de que el
genio de Simenon está en el arte de la simplicidad y de la honestidad, en un
dibujo de los personajes a la altura de la contradicción y en un aroma
proustiano que a muchos resultará pesado en nuestros días pero que a mí,
sinceramente, me fascina.
El loco de Bergerac comienza en un tren. Maigret se baja del vagón con
el fin de perseguir a un individuo que terminará pegándole un tiro y llega
medio muerto a una pequeña localidad de nombre estimulante, Bergerac,
en la que están pasando cosas raras o peligrosas o ambas cosas a la vez.
Durante su convalecencia, Maigret deberá ocuparse de un hombre loco
que vaga por las calles de la ciudad riendo y gritando, un hombre que mata
impunemente y al que es necesario detener. Para ello, Maigret tendrá que
importunar una y otra vez a los habitantes de Bergerac, que terminan
deseando la muerte del entrometido comisario.

Georges Joseph Christian Simenon nació en Lieja, Bélgica, en 1903, en el


seno de una familia supersticiosa que decidió cambiar en el registro la
fecha real de su nacimiento, 13 de febrero, por otra menos ceniza, 12 de
febrero. Los astros y/o el azar condujeron a Simenon a una vida intensa y
ajetreada llena de viajes, libros y mujeres. Con apenas veinte años se hizo
miembro de «La Caque», un grupo de jóvenes bohemios que compartían
su pasión por la literatura, el sexo, el alcohol y las drogas, no necesaria-
mente por este orden. Viaja. Vive en Francia. Tiene miles de amantes,
entre ellas Josephine Baker. Se casa, creo recordar, y llega a ser acusado de
colaboracionismo con los nazis por los propios franceses. Abandona
Francia y vive de corrido hasta los ochenta y seis años sin pararse a pensar
demasiado en nada que no sea, insisto, las mujeres, los libros y los viajes.
No tengo una copa de vino en la mano, querido Georges, pero si la tuviera,
ahora mismo la alzaría en tu honor.

168
Maj Sjöwall y Per Wahlöö
El coche de bomberos que desapareció (1969)

—Papá, ¿de dónde vienen los escritores europeos?


—Los escritores europeos vienen de Homero, tesoro.
—¿Y de dónde vienen los escritores europeos de novela
negra?
—Los escritores europeos de novela negra vienen de Maj Sjöwall y Per
Wahlöö.
—¿Todos?
—Todos, hijita. Todos sin excepción.
Durante algún tiempo estuve obsesionado con la figura de Julio Cortázar.
Después me obsesioné con Borges. Después con Marguerite Duras. Luego
se me pasó. A Cortázar lo leía con devoción. Registraba sus huellas, escu-
chaba sus temas, contemplaba sus fotografías. Me gustaban aquellas imá-
genes del viaje en coche con Carol Dunlop, las fotos de ambos a un lado de
la carretera, escribiendo, las máquinas de escribir sobre una mesa improvi-
sada y la caravana de fondo. O aquellas en las que don Julio está bajándose
de una furgoneta roja. O ésa en la que aparecen los dos sentados, creo, en
un sofá viejo y hermoso. Él le pasa a ella el brazo izquierdo por encima del
hombro y ella le mira como si fuera verdad que el mundo se acaba y
revienta y se esfuma para siempre pero todavía no. Como si él fuera el
hombre de aquellos poemas:
«Y cuando todo el mundo se iba / y nos quedábamos los dos / entre
vasos vacíos y ceniceros sucios, / qué hermoso era saber que estabas /
ahí como un remanso, / sola conmigo al borde de la noche, / y que
durabas, eras más que el tiempo, / eras la que no se iba / porque una
misma almohada / y una misma tibieza / iba a llamarnos otra vez / a
despertar al nuevo día, / juntos, riendo, despeinados».
Ya ven… Las fotos me ponen ñoño. Más aún si pertenecen a parejas que
comparten no sólo la cama, la furgoneta o la vida, sino también la obra. Como
Carol y Julio. Como Ingmar y Liv. Como Maj Sjöwall y Per Wahlöö, cuyas
fotografías en blanco y negro siempre me recordarán a don Julio y la señorita
Dunlop haciendo lo que sabían hacer. ¿Quiénes son Sjöwall y Wahlöö?
169
—Ya te lo he dicho, hijita. Son el origen de toda la novela negra
europea, sobre todo de la escandinava, desde Mankell hasta Rankin, pasando
por Nesser, Indriðason, Larsson, Läckberg, Eriksson y Nesbø.
Supongo que no habrán creído que la quiebra del paradigma clásico en
la narrativa detectivesca se rompió de un solo golpe, o que ese golpe se dio
en un solo contexto, en los Estados Unidos y de la mano de Hammett y de
Chandler. El golpe norteamericano fue maestro, eso está clarísimo. Pero
llevamos ya un rato aquí sentados y hemos visto que hay tierra más allá de la
tierra. Que existen otros océanos. Y, por lo que respecta a eso que se llama
Europa, también hubo un golpe certero contra las tendencias clásicas de la
novela detectivesca y una apertura hacia la narración crítica de trasfondo
social. Ese impacto decisivo y ese temblor lo provocó el matrimonio aparen-
temente entrañable compuesto por Sjöwall y Wahlöö, una parejita de
escritores-editores-periodistas-traductores-amantes, con tendencias políti-
cas izquierdistas , que se propuso retratar la farsa de la sociedad sueca de los
años 60 y los 70 con instrumentos de demolición tan eficaces como la novela
negra y detectivesca. Sjöwall y Wahlöö son los autores de diez estupendas
novelas en cuyo interior encontramos a Martin Beck, el Comisario de la
Brigada Nacional de Homicidios de Estocolmo, un tipo que lleva veintitrés
años de servicio y que, al contrario de lo que aconseja Nietzsche al pensador
lúcido, no para de fumar y de beber café. A mí me recuerda ligeramente al
Wallander de Mankell, por lo sombrío, y por el modo en que ambos con-
densan una crítica radical a la sociedad del bienestar y a la buena conciencia
escandinava del siglo XX. Mediante el relato detectivesco y un empleo del
humor que sólo puede proceder del frío más aterrador, Sjöwall y Wahlöö
consiguieron desenmascarar la supuesta Arcadia sueca de la segunda mitad
del XX, haciendo agujeros por doquier para que se filtrara el fango. Mis
libros favoritos son Roseanne, El alegre policía y El coche de bomberos que
desapareció. Voy a recomendarles este último porque me gusta mucho el
título (muy a lo Bohumil Hrabal) y porque contiene un incendio. Nada
como un buen incendio en el interior de un libro. Al fin y al cabo, todos
tenemos un incendio en nuestro pasado (Askildsen).
Los miembros de una banda de vulgares ladrones de coches comienzan
a ser eliminados misteriosamente. Junto al cadáver del primero de ellos, una
nota con el nombre del comisario Martin Beck. ¿Quién es este tipo? ¿Qué

170
tiene que ver con Beck? Al otro lado de la ciudad, un edificio salta por los aires
y las llamas acaban con la vida de otros miembros del grupo y dos prostitutas.
¿Dónde están los bomberos? ¿Cómo es posible que se haya esfumado un
coche de bomberos en mitad de la noche en Estocolmo?

Per Wahlöö nació en Gotemburgo en 1926. Se graduó en la Universidad de


Lund en 1946 y dedicó los diez primeros años de su carrera al periodismo
como reportero criminalístico. Durante los años 50 publicó algunas novelas
de ficción, esencialmente de tipo político. Conoció a Maj en 1962, él estaba
casado. Se enamoraron, se hicieron fotos, se afiliaron al Partido Comunista,
escribieron a cuatro manos y revolucionaron la novela negra europea en
general y escandinava en particular. Wahlöö murió en 1975, demasiado
pronto.

Maj Sjöwall nació en 1935 en Estocolmo. Editora, traductora y activista


política. Dice que aún recuerda los bares de periodistas donde se reunía con
Per a escondidas y cómo él le pedía que le ayudara a terminar alguna de sus
novelas. Lo conoció en 1962, él estaba casado. Se enamoraron, se hicieron
fotos, se afiliaron al Partido Comunista, escribieron a cuatro manos y
revolucionaron la novela negra europea en general y escandinava en
particular. Maj sigue escribiendo y traduce del danés, del noruego, del
alemán y del inglés. Supongo que casi todos los días, de algún modo, le echa
de menos.

171
Fred Vargas
Huye rápido, vete lejos (2001)

En alguna ocasión, Fred Vargas ha dicho que ella no escribe


novelas negras o detectivescas, sino novelas de enigmas, a la
griega: «El comisario es el héroe; el asesino, el minotauro, y las
falsas pistas son el laberinto. Con esos elementos juego cada
vez». Si han leído la pila de páginas que anteceden a ésta seguramente hayan
contrastado de sobra mi recalcitrante pasión griega y comprenderán
entonces que, tras esta declaración, Fred Vargas no puede ser santa de mi
devoción. En primer lugar, porque los comisarios no son héroes griegos, o si
lo son, tienen que serlo en serio, y no en el sentido moderno y glorificador
que damos al término héroe. Un comisario es o puede ser un héroe en la
medida en que un héroe (griego) es, también, un cabronazo, un brutal
guerrero y un exterminador de monstruos. Que erradique lo monstruoso no
implica que él mismo sea bondadoso. ¿El asesino un minotauro? Ya les
gustaría a muchos asesinos. El minotauro no es el mal, es la vergüenza. Es el
error, el desvío, aquello que es necesario esconder. Y del laberinto mejor no
hablamos, porque me conozco. En todo caso, Vargas no es santa de mi
devoción porque perpetúa con alegría los esquemas más pulcros de la novela
detectivesca. Y para leer a Vargas pues, qué quieren que les diga, mejor leo a
Agatha Christie, a Dorothy Sayers o a A. C. Doyle.
Dicho esto, también digo esto otro: no me hagan mucho caso. Me dejo
llevar por las pasiones y estas declaraciones pseudo-helénicas de la autora me
pusieron como una hidra (por seguir con lo mitológico). Pero ya se me está
pasando, así que puedo recomendarles un libro de la escritora francesa que
sin duda vale la pena conocer: Huye rápido, vete lejos, una novela ágil y bien
construida que nos lleva a las calles de París. En el distrito 18 de la capital
francesa hay un edificio con 13 puertas. Sobre cada una de ellas, alguien ha
pintado un número 4 invertido de color negro. Bajo el número, las letras
CTL. El comisario Adamberg deberá descubrir si se trata de una simple
broma o del gesto aterrador de algún demente peligroso. Al otro lado de la
ciudad, un viejo marino bretón comienza a estar aterrorizado. Joss Le Guern,

172
ex presidiario por una paliza infligida al armador del barco que capitaneaba
cuando naufragó debido a su mal estado —provocando la muerte de otros
marinos—, decide hacerle caso al fantasma de su abuelo y renacer el viejo
oficio de pregonero. Deja su urna en una plaza de la capital para que la gente
vaya depositando mensajes, junto con una cantidad simbólica de dinero.
Ahora bien, cuando a los anuncios de variadas compras y ventas, amores,
peleas o reconciliaciones se les unen unas extrañas cartas que parecen
contener textos de pasados siglos, Decambrais, vecino de la plaza, otro viejo
bretón con un pasado que ocultar, empieza a sospechar que un tremendo
mal se cierne sobre la ciudad de París.

Fred Vargas es el seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, nacida en


París en 1957. Hija de Philippe Audoin, escritor surrealista próximo a André
Breton, es historiadora y arqueóloga y experta en arqueozoología. Durante
años se ha dedicado a la investigación de las epidemias y la transmisión de
enfermedades estudiando el cuidado y tratamiento que se daba a los anima-
les en la Antigüedad y la Edad Media. Sus obras han sido publicadas en treinta
y cinco países y su prestigio internacional se hincha como un globo. No se le
dan bien las metáforas y tal vez sus novelas sean más negras de lo que ella
misma piensa. En cualquier caso, abran y devoren este libro sin pensar en el
minotauro. Probablemente no se arrepentirán ni de lo uno ni de lo otro.

Domingo Villar
La playa de los ahogados (2009)

Siempre se me hace de día con Ms. Swing. Solemos


sentarnos de madrugada en el sofá de mi estudio a leernos
poemas y textos varios. Elegimos un autor. Agarramos un
par de libros y rastreamos en silencio las páginas insomnes
hasta que algún párrafo, palabra o verso merece ser escuchado. Después

173
amanece y desayunamos tostadas. Recuerdo la noche en que me leyó los
textos de Benedetti. Recuerdo sus ojos grandes y azules viajando entre
líneas por un volumen de Vivir adrede, la boca entreabierta, el dibujo
travieso de una sonrisa inminente. Ms. Swing no lo sabe, pero siempre que
pienso en ella me acuerdo de tres cosas. La primera es Mario Benedetti; la
segunda es el mar, que nunca vimos juntos. La tercera es un haiku del
uruguayo: «Ola por ola / el mar lo sabe todo / pero se olvida».
El cerebro es una madeja o un ratón o un laberinto, un animal
travieso de trayectorias inesperadas. Pienso en Ms. Swing, en Benedetti y
en el mar, que lo sabe todo pero se olvida, y la memoria me salta a un
poema de Borges («tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta / el
mar al que se hunde») y a una novela de Stevenson, Los traficantes de
naufragios y, así, sin darme cuenta, termino en la orilla de una playa gallega
contemplando el cadáver de un marinero de la mano del magnífico
Domingo Villar. Hacía tiempo que no pensaba en Villar. Y es extraño. Es
muy extraño, de hecho, porque este escritor y, en concreto, La playa de los
ahogados, me salvaron la vida en el norte de Europa hace miles de años, o
así lo recuerdo. Este libro es un naufragio sereno, un temporal que se
acerca sigiloso por la espalda y te engulle sin que tengas tiempo para
reaccionar. Se acabó. La vida no es más que un capricho del océano, que
nos escupe y nos vuelve a tragar.
Un marinero aparece muerto en una orilla del norte de España.
Tiene las manos atadas a la espalda. No hay testigos. No hay barco. Sólo el
cuerpo de Justo Castelo y un pueblo de marineros en cuyo hermético
intestino deberá deslizarse el detective Leo Caldas, luchando, como
Dustin Hoffman en Perros de paja, contra la violencia contenida durante
siglos en las pequeñas aldeas, los pueblos, las tribus, las comunidades
cerradas. El suspense y la angostura vienen acompañados, además, por el
perfil del propio Caldas, un detective huérfano, locutor de radio melancó-
lico y gallego, que nos vehicula maravillosamente a través de los secretos
de una vida dedicada al mar. Hipnótico como el rugir del océano en las
playas del Pacífico.

Domingo Villar nació en Vigo en 1971. Amante del buen vino y crítico
gastronómico en una emisora de radio nacional, alterna sus labores

174
narrativas con el arte de la buena mesa. Me encantaría que este hombre
me invitara a comer, que me enseñara a comer, que me contara de sus
años dedicado a los guiones televisivos y cinematográficos y me respon-
diera a una pregunta bien sencilla: ¿tierra, mar o aire?

Joseph Wambaugh
Los nuevos centuriones (1971)

Seguro que han visto Los chicos del coro. Seguro que saben que
esa película está basada en la novela homónima de Joseph
Wambaugh. Lo que no sé si sabrán es que Wambaugh es algo
más que un escritor: es el hijo de un policía de Pittsburgh; es
un hombre que, al escribir la afamada novela, había trabajado ya durante más
de catorce años en el Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Quiere esto
decir que Wambaugh es un hombre que sabe lo que hace? No. Esto quiere de-
cir que Wambaugh es un hombre que escribe acerca de lo que conoce. Y eso
se nota. Los nuevos centuriones es una historia que recrea ambientes a los que la
industria cinematográfica norteamericana nos tiene acostumbrados, pero
mejor. Los años de aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante los
años 60. Robos, asesinatos, prostitución, juego, diálogos absurdos, sentido
del humor, muy negro, además. Un viaje alucinante por los entresijos del
trabajo policial estadounidense que, lejos de sucumbir a la tentación de lo
espectacular (más de lo inevitable, quiero decir), genera su propio tempo
narrativo y urbano, un ritmo que se te mete en el cuerpo como los temitas
más bailables de Saturday Night Fever.

Joseph Aloysius Wambaugh, Jr. nació en Pittsburgh en 1937. Marine a los


diecisiete años, miembro del Departamento de Policía de Los Ángeles,
patrullero, detective, sargento. Los chicos del coro y El campo de cebollas son

175
clásicos de la narrativa policial contemporánea. Hay un comentario de Evan
Hunter sobre Wambaugh para el New York Times Review que siempre me ha
encantado: «Olvidémonos ya de esa idea según la cual el Sr. Wambaugh es un
policía que, además, da la casualidad de que escribe libros. Eso sería tanto
como decir que Jack London era primeramente y ante todo un marinero. El
Sr. Wambaugh es, de hecho, un escritor genuino y poderoso, que ha elegido
escribir específicamente sobre la policía y los policías para expresar así sus
puntos de vista sobre la sociedad en general». Pues eso.

Robert Wilson
Condenados al silencio (2004)

Lo último que uno se espera encontrar en una novela policial


es un verano en Sevilla. Pero si el detective se llama Javier
Falcón, la cosa empieza a cuadrar. Y si el autor se llama
Robert Wilson, todo arreglado. Wilson es un autor extraño,
insólito, ajeno a las señas de identidad de un género a menudo emplazado
con demasiada frecuencia en la sucia urbe. Sus historias serpentean por el
terreno psicológico y tienden a escenarios extranjeros. En esta ocasión,
Wilson apuesta una vez más por Sevilla después de haber terminado con
honores El ciego de Sevilla. El detective Javier Falcón se enfrenta a una serie de
suicidios que en realidad responden a la sofisticada estrategia de un asesino.
Prostitutas italianas y mafia rusa mezcladas con una caracterización algo
distorsionada de la vida sevillana que componen una historia a veces
tortuosa y difícil de seguir, pero por momentos irresistible. Tal vez la virtud
y el defecto de Wilson sean el mismo: su enorme habilidad para la creación
de personajes, una habilidad tan minuciosa que, a menudo, excede sus
propios límites.

176
Robert Wilson nació en el Reino Unido en 1957. Estudió Lengua y
Literatura en la Universidad de Oxford y ha viajado por todo el globo. Vive
en una granja ubicada en Portugal y algunas de sus novelas están ambienta-
das en España, en Sevilla, concretamente. Cuenta que una vez se subió a
una bicicleta en Londres y pedaleó hasta la gran Hispalis para visitar a un
amigo y que, probablemente, aquel viaje sea la razón de su querencia
narrativa hacia la ciudad andaluza. Condenados al silencio es su mejor novela,
pero lean antes El ciego de Sevilla, por aquello de la solución de continuidad.

Qui Xiaolong
Cuando el rojo es negro (2004)

Steiner tiene razón, como siempre: la pulsión literaria nos


arrastra hacia las estepas, las grandes llanuras, el hielo, el
cañón del Colorado, el océano, el espacio, el infierno, Dios, la
nada. Paisajes imposibles hacia los que, sin embargo, no
podemos evitar tender nuestros brazos. ¿Recuerdan a Kant, al mejor Kant, el
de aquellas introducciones a la Crítica de la Razón Pura? En aquellas páginas
inigualables, el chino de Königsberg —tal como lo apodaba Nietzsche—
afirma que la razón humana tiene el curioso destino de formular preguntas
que no puede responder. La tensión es la misma. La pulsión literaria vive de
la misma tensión: el espacio, Dios, la nada, el hielo, el infierno, los hábitos
cotidianos de la persona a la que amamos y que, sin embargo, siempre
veremos como a un extraño, siempre será quien no soy yo.
Cuando pienso en Steiner y en las razones que nos llevan a leer, a
escribir y a viajar, se me vienen a la cabeza personajes que han construido su
vida en torno a una experiencia estética centrada en la lejanía, el extraña-
miento y la distancia. Qui Xiaolong, por ejemplo. Un escritor chino
licenciado en Letras Anglo-Americanas y amante de la novela negra que ha

177
terminado enseñando en la Universidad de San Luis. ¿Por qué lejanía? Por el
extrañamiento cotidiano, por la tendencia a la fuga encarnada en las lecturas
de un creador nacido en Shanghai que decide traducir a Joyce, Conrad y
Faulkner al chino y que aprende a escribir sobre la sociedad china contempo-
ránea como si pudiera contemplarla desde dentro, pero también desde
arriba, desde lejos, con la paciencia del robinson que mira lo que le pertenece
desde el otro lado del mundo. Qui Xiaolong es una ventana. Una ventana al
entramado político y social de una comunidad que quiere alejarse de sí
misma y de su pasado con la misma intensidad con la que está anclada en ese
mismo pasado. Leí Muerte de una heroína roja y Visado para Shangai y, después,
cuando pude secarme las lágrimas y cerrar la boca, comencé a leer el libro
que les recomiendo hoy aquí: Cuando el rojo es negro. El detective Chen Chao,
apartado temporalmente del Departamento de Policía de Shanghai, trabaja
para un millonario nostálgico y misterioso que pretende levantar un
complejo residencial al estilo de los años 30. Chen está tranquilo, se deja
llevar por la frivolidad de su labor y escribe poemas. Pero no sabe resistirse a
la verdadera acción. La novelista Ying Le, antiguo miembro de la Guardia
Roja, es asesinada tras la publicación de un libro contra el régimen y Chen
regresa al departamento y se sumerge en una trama de intrigas políticas
apenas imaginables con el fin de hallar al culpable. Uno lee a Xiaolong y
parece que está en América, en una América habitada por nadie, en una lla-
nura o un desierto, en el hielo, en el infierno, en la mente de Dios, en una
extensión de terreno brutal y exuberante que, con el mejor tempo de la
novela negra estadounidense, echa a correr como un depredador tras la ima-
gen de la sociedad china actual y le hunde sus fauces sin compasión.

Qui Xiaolong nació en Shanghai en 1953. Estudió Literatura Angloame-


ricana. Dominó el inglés con sus propias manos. En 1988 viajó a Estados
Unidos y decidió quedarse para siempre por motivos políticos, al menos eso
es lo que dice. Todas sus obras están ambientadas en China. Muchas de ellas
están protagonizadas por el inspector Chen. En la actualidad, Xiaolong es
profesor de Literatura en la Universidad de Washington. Supongo que
conoce bien la obra de Steiner. Seguro que ha leído Tolstói o Dostoievski. Y sin
duda está familiarizado con los narradores del extrañamiento, el páramo y la
distancia.

178
MÉDICOS, FORENSES Y OTROS ADMIRABLES INTRUSOS

En ocasiones, el trabajo de un médico puede asemejarse realmente al de un


detective: sospechar, investigar, deducir, establecer causas y, si es posible,
obtener conclusiones. Algo muy parecido hace un forense. Y, a veces, a
éstos y a otros profesionales les pica el gusanillo y deciden medirse a sí
mismos en la verdadera escena del crimen.
John F. Bardin
El percherón mortal (1946)

Si tuviera que hacer un inventario de objetos del infierno, yo


contrataría a cinco escritores: Horacio Quiroga, Edgar Allan
Poe, Giorgio Manganelli, Arthur Machen y James Ellroy. Todos
ellos estarían a las órdenes de John F. Bardin, que es el maestro
indiscutible de la pesadilla y una de las plumas más insólitas y asombrosas
que han producido las letras norteamericanas. La primera vez que leí a
Bardin pensé: «Bardin está colocado; Bardin tiene doce años; Bardin se cree
que siempre es primavera». Lo pensé durante los primeros compases de El
percherón mortal debido a los escenarios delirantes y los argumentos aluci-
natorios. Después me di cuenta: Bardin no está colocado y sabe que nunca es
primavera. Bardin es un genio en el arte de la perplejidad, un encantador de
serpientes que escribe libros increíbles y fabulosos que parecen cuadros
surrealistas. En concreto, todos los libros de Bardin se parecen a una imagen
de Salvador Dalí que mi madre tuvo durante años colgada en su cuarto,
aquella mujer asomada a una ventana que, según te alejabas, iba convir-
tiéndose en el rostro de Abraham Lincoln: Gala desnuda mirando al mar que, a
una distancia de 20 metros, se convierte en el retrato de Abraham Lincoln (Homenaje
a Rothko).
El percherón mortal comienza en el interior de un hospital psiquiátrico,
en el despacho del Dr. George Matthews. Matthews escucha atentamente a
un hombre que parece estar muy bien de la cabeza, pero cuyos relatos harían
sospechar al más escéptico. El paciente afirma estar al servicio de un grupo
de homúnculos llamados leprecanus, duendes traviesos parecidos a los
trasgos asturianos que, según la mitología irlandesa, se quedan paralizados si
alguien consigue mirarlos fijamente. Estos hombrecillos estarían encargán-
dole al paciente del Dr. Matthews las labores más inverosímiles.

181
Por ejemplo, entregar un caballo percherón a una conocidísima actriz.
Matthews determina que el paciente está como una cabra, pero comienza a
sospechar de todo y de sí mismo cuando cree ver a una de estas criaturas. En
el momento en que la actriz a la que debía ser entregado el percherón
aparece muerta en su apartamento, no le queda más remedio que creer la
historia del paciente. Pero para entonces es atacado y, cuando despierta, se
encuentra internado en un hospital psiquiátrico y nadie cree su historia:
claro, claro, Dr. Matthews, usted no está loco y nosotros sí… John F. Bardin
es un ejemplar extinto y maravilloso. Háganme el favor de no perder el
tiempo con tonterías y ponerse manos a la obra.

John Franklin Bardin nació en Ohio en 1916 y murió en Nueva York en


1981. Siendo muy joven tuvo que abandonar la universidad por problemas
económicos y comenzó a trabajar en una librería, devoró los anaqueles sin
compasión y comenzó a fabular hasta que, en los años cuarenta, escribió tres
obras que me hacen salivar cada vez que escribo sus títulos: El percherón
mortal, El final de Philip Banter y Al salir del infierno. Fue profesor de Escritura
Creativa en Chicago. ¿Por qué sería Bardin el coordinador de los catalo-
gadores del infierno? Por su sentido del humor.

Simon Beckett
La química de la muerte (2006)

Ya sé que las series de La Sexta están muy bien y que a todos


nos gusta eso del forense con bata blanca charlando con los
detectives en presencia del cadáver. Pero seamos sinceros: la
única razón por la que vemos muchas de esas series es porque
estamos agotados, deprimidos y aburridos, porque no nos apetece hacer el
amor con nuestros cónyuges ni masturbarnos en la soledad de nuestra
alcoba y el mundo pesa como un cuerpo muerto al meternos en la cama cada
182
noche. Podríamos encontrar una pistola o una pipa de opio cuando
alargamos la mano hasta la mesilla de noche, eso estaría bien, pero lo único
que encontramos es el mando a distancia. Así que «clic» en lugar de «pum»:
Bones, CSI, salvados por la campana hasta la noche siguiente. Yo no tengo
opio en casa, pero tengo un par de novelitas del británico Simon Beckett y me
atrevo a recomendarles La química de la muerte hasta que encuentren a un
buen proveedor. El poder lenitivo de este individuo raya en lo narcótico.
David Hunter es un antropólogo forense que, por más que lo intenta, no
consigue dejar atrás su pasado. En esta ocasión, el personaje de Beckett se
enfrenta a la aparición del cadáver de una mujer en un pueblecito pequeño y
hermético del condado de Norfolk, donde sus demonios reaparecen con más
fuerza que nunca. El doctor Hunter aborda una vez más el jeroglífico del
crimen, empleando toda su sabiduría para que la química de muerte delate al
culpable antes de que otra mujer sea asesinada.

Simon Beckett nació en el Reino Unido en 1968. Escritor y periodista, ha


sido profesor en España y miembro de diversas bandas de música antes de
convertirse en un aclamado autor de novela negra y policial. La química de la
muerte es la primera de la serie del Dr. Hunter, personaje inspirado en una
visita que el propio Beckett realizó a la «Granja de los cuerpos», el Instituto
de Antropología Forense de la Ciudad de Tennessee. Mucho mejor que Bones
y CSI juntos. Si una noche alargan la mano y en lugar del mando encuentran
un revólver, sigan palpando hasta dar con los libros de Beckett. Siempre hay
tiempo para morir.

183
Benjamin Black
El secreto de Christine (2006)

Cuando un escritor tiene el tamaño de su propio universo;


cuando un escritor tiene el olfato y el coraje de recorrer los
mapas que él mismo ha diseñado; cuando un escritor escribe y
todo se tambalea, lo más probable es que ese escritor se llame
Vladimir Nabokov, Mark Twain o Isaac B. Singer. Pero en esta ocasión me
estoy refiriendo a John Banville: Nabokov para el otoño. Singer para el
invierno. Twain para siempre jamás. Banville, pues, que además de una
bibliografía absolutamente gloriosa, tiene un titulito sospechoso de grande-
za y temblor y sabiduría en clave detectivesca: El secreto de Christine, escrito
bajo el seudónimo de Benjamin Black.
¿La mejor literatura negra irlandesa? Es muy probable. Dublín, años
50, vapores etílicos, niebla, pluma elegante, bella, corrosiva. Dos familias
emparentadas por el matrimonio de dos de sus hijos y sendos lados del
Atlántico, Irlanda, Estados Unidos y un depósito de cadáveres en el que
aparece un cuerpo de una joven que nunca debería haber llegado hasta allí, y
donde el patólogo Garret Quirke comenzará a investigar por su cuenta esta
misteriosa muerte.
Entiendo que cuando un escritor se desdobla tiende a creer que ha
dejado de ser el escritor que era para comenzar a ser otro escritor comple-
tamente distinto. Vamos a ver: eso puede ser cierto, insisto, en cualquier
escritor de tres al cuarto o, también, en escritores buenísimos que, sin em-
bargo, no se hayan convertido en gigantes. John Banville es un escritor
gigante y, mal que le pese, eso se nota. Se nota en sus descripciones y en su
fidelidad nabokoviana a los detalles. Se nota en los modales narrativos, en la
paciencia, en el tempo estrictamente neoirlandés de su prosa. Y sobre todo
se nota en la tristeza. Imagine que tiene usted dos amigos escritores. Uno es
bueno, el otro es excelente. Pero usted aún no ha leído nada de ellos y tiene
que averiguar quién es quién. El premio es una sorpresa. Si quiere salir de
dudas, pídales que escriban una historia triste. Después lea ambas historias y
espere a que surtan efecto. El escritor bueno escribirá una historia triste que

184
le conmoverá unos minutos y que, sin embargo, usted olvidará rápidamen-
te. El escritor excelente le rodeará el cuello con ambas manos y apretará muy
despacio, incrementando paulatinamente la presión ejercida hasta que usted
empiece a cambiar de color y a llorar, suplicando desesperadamente: por
Dios, sigue apretando, sigue apretando, sigue… Ese escritor excelente es
Benjamin Black.

Benjamin Black es el seudónimo de John Banville, nacido en Dublín en 1945


y autor de oberturas como ésta: «Colocamos una palabra allí donde comien-
za nuestra ignorancia, donde ya no vemos más allá; por ejemplo, la palabra
yo, la palabra hacer, la palabra sufrir: son quizás el horizonte de nuestro cono-
cimiento, pero no verdades». (¿Samuel Beckett? ¡Presente!). Quiso ser pintor y
arquitecto, pero es escritor. Trabajó para diversos periódicos y siempre
lamentó no haber asistido a la universidad, un lugar, dice, perfecto para el
amor y el alcohol en buenas dosis. Vegetariano, defensor de los derechos de
los animales y amante del gaélico, una lengua oblicua en cuya concavidad se
ha gestado buena parte de la gran literatura irlandesa de los últimos ciento
cincuenta años. Ha ganado docenas de premios. Es uno de los más grandes y,
sin embargo, se desenvuelve como un niño travieso y ágil en el ámbito de la
novela negra con su detective Quirke y novelones como El secreto de Christine,
El otro nombre de Laura y El lémur. ¿Banville mejor que Amis y McEwan? ¡No
puede ser! Si usted lo dice...

Fredric Brown
La noche a través del espejo (1951)

Dirán que me dejo llevar por los argumentos de autoridad,


que soy un blando y un borrego y que bastan un par de títu-
los para que me tiemblen las rodillas. Digan lo que quieran,
que para eso han venido. Pero antes, permítanme añadir lo
185
siguiente: Fredric Brown es un escritor de ciencia-ficción y de misterio
que, en sus ratos libres, escribió novela negra y policial y entre cuyos rela-
tos fantásticos —ahí va la autoridad— Philip K. Dick aseguró que se
encontraba alguno de los más influyentes de la literatura de ciencia-
ficción. Pero es que resulta que Mike Spillane, mi bestia favorita, también
declaró que Brown era su escritor predilecto. Así que soy un blando y un
borrego fácil de convencer y, sí, esos argumentos de autoridad me suenan
a música celestial. Y, por si fuera poco, resulta que Brown escribió un libro
inolvidable que es un tambor con seis balas: La noche a través del espejo.
El título recuerda a la pieza de Lewis Carroll, Alicia a través del espejo,
y supongo que algo se podría inventar para aproximarlas. Alicia, por ejem-
plo, podría ser la única noche en la que se desarrolla esta auténtica pesadi-
lla, una pesadilla nocturna que tiene como protagonista a Doc Stoeger, el
editor de un semanario local que se está planteando vender la imprenta en
la que lleva trabajando más de veinte años. ¿Por qué? Porque nunca pasa
nada y nunca hay nada que contar. Nunca hasta esta misma noche. La
novela avanza y descubrimos que el título recuerda a la pieza de Lewis
Carroll porque Brown y el propio Stoeger son amantes del matemático y
lo integran en la trama de su novela. Imaginen el placer en las dos manos.
En la derecha, Alicia. En la izquierda, Doc Stoeger y su apacible pueblecito
a punto de estallar. En cuanto termine esta nota, voy a hojear el volumen
de Brown que guardo debajo de la cama junto a mis secretos adolescentes.

Fredric Brown nació en Cincinati en 1906 y murió en 1972. Trabajó en un


parque de atracciones. Saltó a la fama por sus obras en el ámbito de la
literatura de misterio y de ciencia-ficción. Robert Bloch lo describe como
«alguien de estatura minúscula, huesos pequeños y delicadas facciones
parcialmente ocultas por unos lentes con montura de concha y un fino
bigote...». Igualito que Giordano Bruno, pero menos mujeriego y con
gafas. Ha escrito microcuentos y palíndromos y todas, insisto, todas sus
obras son un deleite para la imaginación y el razonamiento lógico. Es
curioso que, además de tanto juego narrativo, haya sido capaz de proezas
del género negro como este librito que les regalaré a mis nietos en cuanto
tengan edad de merecer.

186
Janet Evanovich
Qué vida ésta (2002)

Janet Evanovich tiene buenos y malos momentos, como


todos. En los buenos, sus historias me recuerdan a Broadway
Danny Rose de Woody Allen, el tiroteo en la escena de la fuga de
helio, los mafiosos y las torpezas, los trajes horteras y el crimen,
presente pero como si no importara demasiado. O los personajes inverosí-
miles a los que representa el bueno de Danny. Supongo que, en muchos
sentidos, uno de ellos podría ser la cazarrecompensas más patosa y desastro-
sa de todos los tiempos, Stephanie Plum, que conduce una Harley Davidson
y está llena de sorpresas. Qué vida ésta es una de esas novelas que podrían
despeñarse por un terraplén como un Cadillac y dar vueltas y vueltas colina
abajo hasta que el combustible se incendiara y murieran todos sus ocupan-
tes. Pero no lo hace. Es un libro divertido y lleno de acción que entretiene a
la par que instruye (perdón, se me ha escapado), que entretiene mucho,
quería decir, como la mejor de las comedias cinematográficas. En este caso,
Stephanie emprenderá la búsqueda de una hija y una madre desaparecidas,
será perseguida por el mafioso Eddie Abruzzi, escuchará los consejos de su
abuela, se debatirá entre su novio de siempre o el Ranger cachas de turno.
Una solfa divertidísima, la verdad, que desconcierta a todo lector curtido en
las callejuelas de Los Ángeles, pero que resulta muy gratificante incluso
como lectura ajena al género «playero».

Janet Evanovich es el seudónimo de Janet Schneider, nacida en Nueva


Jersey en 1943. Su padre era maquinista de trenes. Estudió Arte. Se casó.
Decidió ser ama de casa y escribir. Comenzó con las novelas románticas,
pero, vaya usted a saber por qué, decidió pegar el salto a la novela policial y
crear un personaje divertido como el de Plum, en el que poder combinar el
romance con la acción detectivesca y unas dosis hilarantes de sentido del
humor. Los gruñones no le darán a Evanovich ninguna oportunidad y
seguirán anclados en las cosas de siempre, con el bourbon a medio terminar.
Ellos se lo pierden.

187
William Faulkner
Santuario (1931)

Érase una vez una familia norteamericana formada por un


padre y dos hijos. El padre se llamaba Mark Twain y los hijos
William Faulkner y Ernest Hemingway. Los pequeños se pasa-
ban todo el día peleando: que si yo bebo más que tú, que si yo
meo más lejos, que si tus frases son demasiado largas y las tuyas demasiado
cortas, que si el Nobel por aquí, que si el Nobel por allá, que si el mundo no
se acaba en Misisipi, que si los toros o la pesca, que si pitos que si flautas…
Un día, cansado de tanto revuelo, el padre se levantó de su mesa de
trabajo y les soltó a cada uno un bofetón de proporciones homéricas. A
partir de hoy, dijo dirigiéndose a Ernest, tú te irás de esta casa y viajarás por el
mundo entero y escribirás algunos de los mejores relatos de las letras ameri-
canas mientras sucumbes al whisky y la nostalgia de los sacrificios arcaicos. Y
tú, William, tú te quedarás aquí encerrado tocando el banjo y aburriéndote
de ti mismo mientras entonas un ritmo hipnótico que perturbará al resto de
las naciones y a todos los escritores acomplejados de este mundo.
Ernest no dijo ni una palabra. Agarró su petaca y su caña de pescar y
farfulló en inglés algo que podría parecerse a un «ahí te quedas». William, en
cambio, se echó a llorar y le preguntó a su padre:
—Padre, ¿qué va a ser de mí? ¿Acaso no podré escribir también yo los
mejores cuentos de este mundo?
—No, hijo mío, pero algún día escribirás una gran historia y la llamarás
Santuario y conocerás el rostro y el aroma del diablo encarnado en una
turba de borrachos sureños.
—¿Eso es todo? —respondió William entre pucheros.
Santuario es la obra más descarnada del maestro de las letras norte-
americanas William Faulkner. En pleno apogeo de la prohibición, en el ojo
mismo del huracán de la ley seca, Faulkner decide dar rienda suelta a su
talante vertiginoso para la introspección y relatar el horror empleando a una
serie de personajes alcoholizados que frecuentan burdeles, raptan, violan,
matan y duermen la mona. La novela ha pasado a la memoria colectiva
gracias al personaje de Temple Drake. Temple es una niña de buena familia,
188
una jovencita ajetreada que una noche decide huir de su colegio de la mano
de un hombre borracho. El tipo la sube en un coche. El coche, por supuesto,
se estrella, y ambos van a dar con sus huesos en una casa medio derrumbada
que un par de tipos negros ha rehabilitado en forma de café. La noche abre
sus fauces y la turba de borrachos entra en escena. Temple será violada por
un personaje enigmático llamado Popeye y el asesinato no se hace esperar
para terminar de fortalecer la trama. La investigación policial y los esfuerzos
de uno de los personajes más destacados de la trama, el abogado Horace
Benbow, no servirán para otra cosa que para hurgar en la herida mortal que
Faulkner nos ha hecho desde los primeros compases del relato, un navajazo
que duele como el mordisco de un perro lobo y que nos hace entender aque-
llas palabras de André Malraux sobre esta novela: «Es la irrupción de la trage-
dia griega en la novela policíaca». No voy a ponerme pesado, bastantes grie-
gos caminan ya por estas páginas, pero la verdad es que la frase acojona. El
juicio de Malraux me parece tan preciso como una muesca en una bala.
Faulkner queda, como siempre, ensimismado en el retruécano de su prosa,
pero consigue con esta obra espectacular y escandalosa trasladar el fatalismo
arcaico a la América profunda de la Gran Depresión, un territorio tan apto
como cualquier otro para dar cuenta de la fragilidad y la miseria de la condi-
ción humana al antojo de fuerzas incontrolables como la ebriedad, la pobre-
za, el delirio, la brutalidad y el crimen.

William Faulkner nació en Misisipi en 1897 y murió en 1962. Sureño hasta la


médula, mayor de cuatro hermanos, hombre de campo y horizonte intermi-
nable aficionado a las dimensiones inhumanas de los paisajes norteamerica-
nos. Su talento para hablar de lo que nos condena le llevó a pronunciar un
discurso de agradecimiento en la ceremonia de los Premios Nobel. Fue
cartero, fue pintor, fue piloto de guerra. Nunca terminó sus estudios univer-
sitarios. Trabajó durante un tiempo como periodista en Nueva Orleans y,
más tarde, se embarcó camino a Europa. Ganó el Nobel, el Pulitzer y el
National Book Award. Sucumbió al alcohol, como tantos otros mejores y
peores que él. Su cuento largo, El oso, sigue siendo una de las creaciones más
extraordinarias de la literatura de todos los tiempos.

189
Tess Gerritsen
Doble cuerpo (2004)

La historia del pensamiento occidental tiene múltiples obse-


siones. El doble, por ejemplo. Desde la mitología griega hasta
Descartes pasando por Plauto, Philip K. Dick, Kieslowski o la
literatura de Tess Gerritsen, el tema del doble ha sido una de las
constantes en los más diversos géneros de la producción intelectual de todos
los tiempos. Cuando somos niños, se nos convence de que allí fuera, en
algún lugar de éste u otros mundos, hay una persona idéntica a nosotros,
con los mismos gestos y las mismas facciones, pero con distinta biografía.
Cuando crecemos y aprendemos a leer y la vida nos da cuatro hostias y nos
zarandea de aquí para allá, comenzamos a fantasear con otros mundos
posibles, con los contrafácticos, preguntas típicas que no nos dejan dormir:
si hubiera dicho sí en lugar de no, si hubiera dicho no en lugar de sí, si no
hubiera subido a aquel tren, si hubiera estudiado Oftalmología en lugar de
Historia, si me hubiera atrevido a romper con ella en lugar de jurarle amor
eterno… Supongo que saben a qué me refiero. Dejamos de creer en un
individuo de carne y hueso idéntico a nosotros que ocupa unas coordenadas
espacio-temporales concretas y comenzamos a multiplicar nuestra historia,
a doblar nuestra vida, como si fuera posible escapar del pozo.
Si trasladamos la obsesión del Doppelgänger al género detectivesco,
encontramos una novela trepidante y brutal de Tess Gerritsen, Doble cuerpo.
Gerritsen es escritora, pero también es médico, y buena parte de sus creacio-
nes combinan la práctica forense y la investigación médica con las mejores
rugosidades del género negro. Prueba de ello es la pareja femenina com-
puesta por la detective Jane Rizzoli y la doctora Maura Isles, dos mujeres
antagónicas que siempre consiguen acelerarnos el pulso hasta el límite del
colapso. En esta ocasión, la doctora Maura Isles deberá batallar con la pesa-
dilla del doble cuando el cadáver al que se enfrenta en la mesa de disección es
el suyo, una mujer idéntica a la doctora, pero muerta. Las investigaciones
revelarán que la muerta comparte con ella no sólo el aspecto físico, sino
también la fecha de nacimiento y el grupo sanguíneo. Una hermana gemela
de la que Isles nada sabía y cuya muerte desencadena el viaje que nunca
190
nadie debería emprender, el viaje hacia los orígenes, donde habitan nuestros
dobles, nuestras furias y nuestras derrotas. Agárrense bien al butacón de
lectura, porque les aseguro que Tess Gerritsen puede tumbarles sin despei-
narse.

Tess Gerritsen nació en California en 1953. Hija de inmigrantes chinos.


Amante de Nancy Drew. Estudió Antropología y Medicina y ejerció como
médico en Honolulu, Hawai, desde 1979. Sus primeras novelas son thrillers
románticos. Las últimas, en cambio, son bolas de acero rodando por una
pendiente a toda velocidad. Una escritora visceral de mirada irresistible que
te golpea en la cara nada más empezar la lectura, para que no haya sorpresas.

Mempo Giardinelli
Luna caliente (1983)

Hace poco le pregunté a mi rubita cuáles de mis libros le


gustaría quedarse si —deo nollente— yo muriera de repente en
un accidente de tráfico. Primero se rio. Luego me insultó. Des-
pués, se levantó de la cama y se aproximó desnuda y serena a la
sección derecha de mi biblioteca y dijo muy despacio:
—Si te mueres, cabrón, quiero todo Bernhard, ningún Nabokov, Cortá-
zar, novela negra europea, los norteamericanos de todos los géneros y
los diálogos de Platón. Y me quedo también con Luna Caliente, de
Mempo Giardinelli.
—¿No prefieres alguna de Tizziani o de Sinaí?
—No me tientes, Malverde, a ver si te voy a cortar los cables del freno y
me quedo hasta con los diccionarios de latín.
Comprendo a mi rubita. Si uno se levanta desnudo de una cama en una
noche de agosto y se acerca a una biblioteca, lo más probable es que sienta la
mirada o las fauces de miles de ficciones eróticas y policiales recorriendo su
191
cuerpo y entonces, sin querer, sin apenas darnos cuenta, fijamos la vista en
un volumen que narra el calor, el sofoco, el deseo, la obsesión y la muerte.
Ramiro Bernárdez, un joven argentino de familia acomodada que ha
estudiado leyes en Europa, regresa a su ciudad natal y se encuentra con Ara-
celi, una niña de trece años que lo conducirá al cielo y al infierno. Una histo-
ria aparentemente articulada en la pasión carnal, pero que en realidad nos
habla del desgarro vital, intelectual y social de Argentina durante la dictadu-
ra militar, empleando con agilidad los motivos clásicos del género negro y
utilizando al personaje principal como a un insecto aplastado por el calor del
Chaco, la luna caliente, los poderes fácticos y el deseo, que lo arrasa todo. Un
agón delicioso y terrible entre las potencias racionales e irracionales que
atraviesan los cuerpos y las instituciones y que bien pudiera ser un puente
para narrar el horror de las masacres dictatoriales del siglo XX.

Mempo Giardinelli nació en Resistencia, Argentina, en 1947. Escritor y


periodista, se exilió en México durante la dictadura militar argentina. Volvió
a casa. Fundó la revista Puro Cuento. Se detuvo a pensarlo un instante, y des-
pués decidió donar su biblioteca de diez mil volúmenes a una institución en
Chaco especializada en el fomento y la pedagogía de la lectura. Quédate con
Giardinelli, rubita, y no se te ocurra olvidarme.

Carl Hiaasen
Un caso perdido (2002)

Todos nos hemos preguntado alguna vez quién redactará las


necrológicas de los periódicos, las sinopsis de las películas, los
prospectos, las instrucciones de lavadoras, licuadoras, aspirado-
ras y máquinas de fotomatón. A mí me interesan particularmente
las necrológicas. Conozco a un tipo que redacta necrológicas y a otro que
diseña crucigramas en latín para una revista bastante freak sobre el mundo

192
antiguo. Tengo que presentarles algún día, organizar una timba y emborra-
charles hasta que acuerden voluntariamente combinar sus aficiones: necro-
lógicas en latín. Disculpen. Decía que nos preguntamos por los autores de
los obituarios y suponemos, o yo supongo, al menos, que se trata de perio-
distas venidos a menos. Algo así como los guardias de tráfico. No tenemos ni
idea, pero contemplamos a esos personajes como animales frustrados,
como hombres humillados al límite del estallido emocional. Así se nos pre-
senta el protagonista de Un caso perdido, del norteamericano Carl Hiaasen.
Jack Tagger, antaño un peso pesado del periodismo de investigación en un
periódico de Florida, ha visto su carrera tirada por el retrete a causa de los
chanchullos de sus superiores. No queda para él otro lugar que el de redactor
de necrológicas. Necesita un caso apetitoso. Un caso llamativo. Necesita una
noticia espectacular y sólo la muerte espectacular genera la posibilidad de
algo semejante. La suerte parece sonreír a Tagger en mitad de su obsesión: la
muerte de Jimmy Stomma, una estrella del rock de los años 80 que, al pare-
cer, se ha ahogado en las Bahamas en extrañas circunstancias. No contento
con redactar el obituario, Tagger se propone desentrañar el caso de Stomma
y recuperar su crédito profesional. Deliciosa y envolvente, Hiaasen en estado
puro.

Carl Hiaasen nació en Florida en 1953. Ascendentes noruegos. Periodista


desde el instituto, Hiaasen ha trabajado en diversos diarios formándose
especialmente en el periodismo de investigación, en particular en los casos
de explotación natural por parte de las empresas de construcción privadas.
Recordarán la peor película de todos los tiempos: Striptease, con Demi Moo-
re. Lástima que la cinta saliera del horno oliendo a estiércol, porque la novela
en la que está basada es de Hiaasen y vale tanto como Un caso perdido.

193
Stieg Larsson
Los hombres que no amaban a las mujeres (2005)

Nada como pegarse un tiro o que te lo peguen para conver-


tirse en un personaje de fama internacional. Ayuda un poco
ser alguien antes de recibir el balazo, pero nada como la muer-
te para sacarnos del anonimato, la medianía, el desierto o el
olvido. El caso de Stieg Larsson es paradigmático en este senti-
do. Cierto que ni le pegaron ni se pegó un tiro, murió de un infarto subiendo
por las escaleras hasta su casa en un quinto piso. El ascensor de su edificio
estaba averiado. Para el caso es lo mismo. Larsson no era nadie, o lo era,
pero en silencio. ¿Quién era? Larsson era un periodista que llevaba escri-
biendo desde los doce años aquejado de un insomnio voraz y una imagina-
ción implacable. Fruto de las noches blancas y la potencia imaginativa son
los libros que le han convertido en uno de los autores más aclamados de las
últimas décadas. Si usted da una patada a una lata, saldrán diez individuos
leyendo Los hombres que no amaban a las mujeres. Si da una patada a un cubo,
saldrán otros diez leyendo La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de
gasolina. Y si decide patear una caja de cartón, lo mismo, diez individuos
más leyendo La reina en el palacio de las corrientes de aire. Larsson es un fenó-
meno en el sentido que le daba a la expresión mi abuela Paca, para quien un
fenómeno era un señor respetable que sabía hacer cosas difíciles e incom-
prensibles. Lo que hace Larsson es difícil pero no incomprensible y, básica-
mente, consiste en reflejar las entrañas de la sociedad sueca contemporánea
y subrayar con un bolígrafo rojo los lugares de perversión, los giros al infier-
no, los potros de tortura física e institucional, los tribunales inquisitorios y
las madejas de corrupción en cuyo interior se desarrollan nuestras vidas. A
mí Larsson no me parece el mejor escritor del mundo ni el mejor escritor
escandinavo de todos los tiempos. Ni siquiera me parece uno de los cin-
cuenta mejores escritores escandinavos de todos los tiempos, pero hay que
reconocer que la trilogía Millenium es buena ficción policial, entretenida y
ágil, con personajes sólidos e historias bien construidas. Eso es algo difícil,
desde luego. Y Larsson lo ejecuta con la precisión de un clavadista.

194
Los hombres que no amaban a las mujeres nos presenta a Mikael Blom-
kvist, periodista y copropietario de la revista mensual Millenium y Lisbeth
Salander, hacker informático infalible con serios problemas de sociabilidad.
Cuando Blomkvist es acusado y encontrado culpable de difamación al
magnate Wennerström, su posición en la revista Millenium queda relegada
a un segundo plano. Henrik Vanger, ex director de una de las empresas más
importantes y poderosas de Suecia, le propone un trato para salir del mal
trago. A cambio de información privilegiada sobre Wennerström, le pro-
pone que escriba un libro sobre el clan Vanger e investigue la misteriosa
desaparición de su sobrina Harriet en 1966. Blomkvist acepta el caso y se
retira a la pequeña localidad de Hedestad para conocer a la familia Vanger y
descubrir con horror el pasado oscuro de muchos de sus miembros: nazis,
violadores, asesinos y chantajeadores. Hombres que odiaban a las mujeres.

Stieg Larsson nació en Suecia en 1954 y murió en el mismo país en 2004.


Insomne como Cioran, pero más divertido y menos intenso, Larsson reci-
be a los doce años una máquina de escribir de parte de sus padres para con-
trarrestar la pesadilla. Comienza a escribir. Viajero, lavaplatos, activista
contra la guerra de Vietnam y autor de diversos libros de investigación
periodística sobre los grupos nazis en Suecia y los vínculos políticos de la
extrema derecha con distintas entidades financieras. Su compañera, la
arquitecta Eva Gabrielsson, cuenta que empezó a escribir la trilogía Mille-
nium por pura diversión. Nunca llegó a verla publicada. Tenía todos los
vicios: el café, el tabaco, la comida basura. Murió subiendo una escalera.
¿Qué significa eso? Pregúntenselo a Georges Perec o a Julio Cortázar, por-
que yo no tengo ni idea.

195
Åsa Larsson
Sangre derramada (2004)

Åsa Larsson ha tenido el mejor entrenador posible en el


campo de la escritura violenta y el estudio de la maldad en la
condición humana. Educada en Suecia en un movimiento
extremadamente conservador, el laestadianismo, Larsson
conoce a la perfección la Biblia, esa biblioteca de libritos deliciosos y maca-
bros en los que todos estamos hundiéndonos desde hace siglos. Algunos se
asfixian y mueren. Otros saben leer, como Larsson, y encuentran en el libro
sagrado una fuente inagotable de historias profundamente humanas que,
sin duda y para sorpresa de propios y extraños, sirven a la perfección como
motor y estímulo de la mejor novela negra escandinava. Porque Åsa Lars-
son, junto a Mankell, Nesser, Nesbø, Sjöwall, Wahlöö e Indriðason, forma
parte de la mejor novela negra y policial escandinava de todos los tiempos.
Si no me creen, lean a todos éstos y, después, al terminar con los espasmos y
el placer físico casi insoportable, lean Sangre derramada. ¿Saben por qué la
literatura de Larsson vale la pena? Porque está escrita desde el tedio y contra
el tedio, desde la inercia vital más viscosa imaginable —una mujer licencia-
da en Derecho en Uppsala y dedicada a resolver asuntos de leyes tributarias
que no sabe qué hacer con su vida—. Es decir, la literatura como plan de
huida o como proyecto vital. Instrucciones para matar el aburrimiento y
empezar a vivir como si valiera la pena.
Sangre derramada es la historia del asesinato de una mujer sacerdote en
la pequeña localidad sueca de Kiruna. Mildred, sacerdotisa luterana, ha sido
torturada y asesinada, y su muerte parece guardar algún vínculo con la
escasa simpatía popular, por el hecho de que una mujer desempeñara labo-
res tan propias de un hombre. Mientras tanto, la abogada Rebeka Martins-
son regresa a Kiruna por motivos de trabajo. Pero pronto su ayuda será
requerida para desvelar el misterioso asesinato de Mildred. Una historia
excelente y ambientada, además, en el límite de la cordura, en el verano
sueco e interminable, en esos cielos blanquecinos donde, como decía mi
querida Inés, parece que Dios se hubiera dejado una luz encendida.

196
Åsa Larsson nació en Uppsala en 1966. Estudió Derecho y, durante algunos
años, se dedicó a las leyes tributarias. No soportó el sopor jurídico y decidió
reinventar su cotidianidad con historias policiales y detectivescas ambien-
tadas en el fin del mundo, o en el principio, según se mire. Su novela Aurora
boreal es un placer para los cinco sentidos. No me pregunten cómo.

Phillip Margolin
Lazos mortales (2003)

¿Por qué nos siguen gustando los thrillers legales, las tramas
jurídicas, los casos de asesinatos y abogados y jueces y fiscales y
ayudantes de los fiscales? ¿Qué encontramos tan irresistible en
un mundo aparentemente gélido y deshumanizado? Cualquiera
sabe. Yo, para no perder el hilo que me lleva deshilachando las últimas ciento
y pico páginas, les diré que la mejor manera de responder a este tipo de pre-
guntas es el método deíctico: se escucha con atención la pregunta del intere-
sado —por qué nos gusta lo que nos gusta, en este caso el thriller legal—, se
saca lentamente la mano derecha del bolsillo, se levanta el dedo índice y, con
él, se apunta con precisión a nuestra biblioteca, a un título como Lazos morta-
les de Phillip Margolin. Me atrevería a decir que este libro podría suplir todas
las pelis de abogados que he visto en mi vida (aunque confieso que lo digo
con la boca pequeña).
La abogada defensora Amanda Jaffe ha asumido un caso imposible:
John Dupre se enfrenta a la pena máxima por un doble asesinato, entre ellos
el de un político de renombre estadounidense. Por si fuera poco, el abogado
que le fue asignado en un primer momento también ha sido asesinado y no
se descarta que el propio Dupre esté detrás del crimen. Nadie quiere el caso.
Nadie, excepto Amanda Jaffe, que tratará por todos los medios de demostrar
que su cliente es la víctima de una emboscada para acallar secretos que impli-
carían a personajes que nunca deberían dejarse ver por los juzgados.

197
Una trama espectacularmente diseñada. Casi tan bien como el persona-
je de Jaffe, contrastado consigo mismo, complejo y hondo como un pozo
bien profundo.

Phillip Margolin nació en Nueva York en 1944 y es un afamado creador de


thrillers legales. Se fue de voluntario a Liberia. Se graduó en Leyes y trabajó
durante 25 años como abogado criminalista hasta que, en 1996, decidió dedi-
carse por completo a la escritura. Phillip Margolin es también el presidente
de Chess for Success, una organización sin fines de lucro que intenta ayudar a
los niños y jóvenes mediante el ajedrez.

Kathy Reichs
Lunes de ceniza (2004)

Al igual que Simon Beckett y Patricia Cornwell, Kathy Reichs


juega con ventaja. Los tres tienen un as en la manga. Y ese as es
el pasado, un pasado de antropóloga forense, en el caso de
Reichs, que ha trabajado durante años en la oficina del Jefe Médi-
co Examinador de Carolina del Norte. Para que se hagan una idea, tan sólo
cincuenta personas en toda Norteamérica están acreditadas por el Ameri-
can Board of Forensic Anthropology. De esas cincuenta personas, las muje-
res pueden contarse con los dedos de una mano. Uno de esos dedos es Kathy
Reichs. Lunes de ceniza me parece una introducción perfecta a su obra.
Los esqueletos de tres mujeres jóvenes aparecen en el sótano de una
pizzería en Montreal. Los restos sugieren que podría tratarse de cuerpos
antiguos, asesinatos cometidos un siglo atrás. La doctora Temperance Bren-
nan analiza los esqueletos y descubre que, en realidad, se trata de tres muer-
tes recientes y todo indicio que conduzca a pensar que los asesinatos fueron
cometidos años atrás resulta enormemente sospechoso. Demasiadas pistas
falsas descubiertas, demasiados intereses. La doctora Brennan llegó a Mon-

198
treal para declarar como experta en un caso por asesinato, pero ahora su
vida podría estar en peligro.

Kathleen Joan «Kathy» Reichs nació en Chicago en 1950. Se doctoró en


Antropología Forense en la Universidad de Northwestern y es profesora en
la Universidad de Charlotte, Carolina del Norte. Colaboradora de la Oficina
del Jefe Médico Examinador de Carolina del Norte y del laboratorio de Cien-
cias Jurídicas y Medicina Legal de Montreal. Sus novelas han sido llevadas a la
televisión en formato de serie: Bones. Una producción que, como ya les dije,
no está mal si uno no tiene un revólver a mano, aunque siempre es preferible
regresar a los tramposos del as en la manga, la tríada del insomnio formada
por Simon Beckett, Patricia Cornwell y Kathy Reichs.

199
200
CUANDO EL CRIMEN SE CRUZA EN TU VIDA: LOS AMATEURS

Todos nosotros, lectores y lectoras de novela negra, llevamos vidas


pacíficas, predecibles y discretas. Pero puede ocurrir que el día menos
pensado un reguero de sangre nos indique el camino que conduce, para
bien o para mal, fuera de nuestra mediocre monotonía, ante los flashes de
las cámaras o hasta los titulares de la sección de sucesos.
Eric Ambler
Una historia sucia (1967)

Eric Ambler ocupa un lugar prominente en la historia del


olvido. De todos los autores vilipendiados por la indiferencia,
de todos los escritores dejados a un lado de la carretera en
mitad de la nieve o en los páramos o en el hielo a la espera de los
lobos hambrientos, Eric Ambler es, sin duda, uno de los más representati-
vos. El autor británico ha escrito algunos de los mejores thrillers de toda la
historia, La máscara de Demetrio, por ejemplo. Ha inaugurado la literatura de
espionaje junto a Somerset Maugham y Graham Greene con títulos como
Epitafio para un espía y Los visitantes del crepúsculo. Greene no dudó en califi-
carlo como «nuestro mejor escritor de thrillers, sin duda». John Le Carré le
dio la razón. Entonces, ¿cómo es posible que sea tan difícil encontrar sus
libros? ¿A qué se debe que apenas nadie sepa o quiera hablar de Ambler en
una mesa redonda o cuadrada o en un sofá entre amigos, copas y música de
Billie Holliday? Los caminos del señor son inescrutables. Un ingeniero inte-
ligente con olfato político y tendencias izquierdistas y una muñeca para el
suspense que hizo las delicias del mismísimo Orson Welles. Nosotros no
somos Welles. No entendemos el olvido de Ambler. Nunca perdonamos a
nuestros deudores. Salgan a la calle y pregunten a los libreros, a los borra-
chos, a los amigos. Cojan una linterna si es necesario e increpen a los vian-
dantes a plena luz del día, pregunten si alguien ha visto a Eric Ambler. Es
posible que esté muerto y que nosotros lo hayamos matado.
Les recomiendo que conozcan al personaje de Abdel Arthur Simpson,
mitad inglés, mitad egipcio, un pícaro descarado devenido ladrón, pro-
xeneta, artista de la estafa, el prototipo del singular héroe ambleriano. El
informe de la Interpol lo describe así: intérprete, chófer, mesero, chulo,
pornógrafo y guía. Les aconsejo que lean La luz del día y Una historia sucia,

203
donde Ambler nos pasea por Turquía y Grecia de la mano de Simpson, pri-
mero a través de las historias de un grupo de individuos que intenta saquear
el Museo del Palacio de Topkapi en Estambul; y después en Atenas tratando
de obtener desesperadamente un pasaporte válido. Cuando lean estas dos
historias, decidan ustedes mismos si recogen al hombre abandonado en la
cuneta y se lo llevan a casa, le dan un vaso de leche calentita y prometen
cuidarle para siempre.

Eric Ambler Clifford nació en Londres en 1909 y murió en 1998. Hijo de


marionetistas y artistas del music-hall. Estudió Ingeniería en la actual City
University of London, pero se aburrió y comenzó a dedicarse a la publicidad
y al teatro. Abandonó Inglaterra y se enamoró en Francia. Antifascista. Sol-
dado raso en la Segunda Guerra Mundial. Guionista de cine. Forjador del
estilo que encumbrará las novelas de espionaje de Graham Greene y John Le
Carré. Creador del periodista Latimer, un hombre ordinario involucrado en
las más peligrosas aventuras, que abre el camino para una exploración del
género distinta y distante de las tendencias conservadoras de Le Queux,
Buchan y Sapper.

Juan Aparicio Belmonte


El disparatado círculo de los pájaros borrachos (2006)

Balance fugaz de mis años mozos: durante la infancia babeé,


comí, eructé y dormí como un bendito; en la escuela pasé
completamente desapercibido hasta que don Emeterio me
calzó un guantazo en clase de matemáticas que casi me tira del pupitre;
en el instituto conocí el sexo, las drogas, el rock and roll y la literatura his-
panoamericana. La vida era simple. La vida era sencilla. El dolor, poético.
El abandono, lírico. El amor, punzante… En la universidad se me pasó la
tontería. Leí como un cabrón y sufrí como un condenado y lo más proba-

204
ble es que exista alguna conexión causal entre ambos hechos. Me consolé
pensando en algo que me había contado mi amigo Fernando, no sé qué de
un griego belicista y poeta que se hacía llamar Esquilo y que, en un lance de
coraje o estupidez supina, había sentenciado aquello de que el conocimien-
to sólo se alcanza mediante el sufrimiento. ¡Qué desolación! ¡Qué horror!
¡Qué angustia! No perdamos la calma. Siempre nos quedará el sentido del
humor, la sátira, el cinismo y el buen hacer de un grupo de escritores desca-
rados y valientes que ha decidido sumergirse en la novela negra para darle la
vuelta al género y, con ello, para denunciar el carácter absurdo y disparatado
de las sociedades contemporáneas. Uno de esos escritores es el español,
nacido en Londres, Juan Aparicio Belmonte, que hasta la fecha ha escrito
cosas raras e imprescindibles, granadas de mano suaves como un peluche
que dinamitan la distinción clásica entre la realidad y la ficción, a la par que
nos ofrecen un retrato exacto, y muy adorniano, de la función del arte y del
mundo roto e incongruente en el que vivimos usted y yo. Mala suerte es
desternillante, como López López. Les recomiendo ambas alegre y vivamen-
te. Pero si deben elegir, elijan El disparatado círculo de los pájaros borrachos, la
historia de un escritor acusado de dos crímenes, la historia de un texto inédi-
to que narra la llegada de un estrafalario Mesías, la historia de una detective
enviada a Roma, en misión especial, para desenmascarar una peligrosa
trama, organizada por unas señoras de la limpieza en la Academia de Espa-
ña, la historia o el collage de los múltiples fragmentos que atraviesan nuestra
vida cotidiana, el mapa de un mareo… Podría seguir, pero prefiero que lo
hagan ustedes.

Juan Aparicio Belmonte nació en Londres en 1971. Es sagitario, como yo.


Pero su año zodiacal apunta al jabalí, mientras que yo soy mono, creo, o
conejo de fuego. Belmonte ha escrito Mala suerte, López López, El disparatado
círculo de los pájaros borrachos, Una revolución pequeña y Mis seres queridos. Ha
ganado diversos premios, entre ellos el Lengua de trapo de Narrativa 2006.
Hay quien cuenta por ahí que la novela negra no es más que una gota de
pintura en la obra de Belmonte, que no hace más que coquetear con ella,
pero que no pasa de los preliminares. Yo creo que Belmonte es un tipo serio.
Hace mucho tiempo que le quitó la blusa al género negro: la blusa, la falda y
la dignidad. Incluso ha cenado en casa de sus padres. Así que no se dejen

205
confundir por el disparate y la tentación del absurdo. Hay que valer mucho
para reírse bien de este tinglado y para hacerlo, además, en clave literaria y
con soltura. Bravo, Belmonte.

Harlan Coben
No se lo digas a nadie (2001)

Supongo que ya va siendo hora de que les diga por qué me


gusta tanto la novela negra. La novela negra me gusta porque
potencia uno de los rasgos elementales y más divertidos del ser
humano: la construcción retrospectiva, la necesidad de otorgar
significado a todas las cosas y encontrar nódulos de sentido en mitad de la
más pura dispersión. El salto me parece bellísimo. Todo comienza con un
crimen. El universo, el derecho, la familia. Al principio no era el verbo ni la
acción ni el caos. Al principio era el crimen y la significación y el valor de la
historia a la que da lugar ese acto innombrable dependen de la reconstruc-
ción narrativa, del relato. La pregunta más importante de todas sigue siendo
la misma, desde los líricos griegos arcaicos hasta el petardo más petardo de la
literatura española (no, no estaba pensando en Juan Manuel de Prada): ¿có-
mo me cuento a mí mismo mi propia vida? El esquema detectivesco, la nove-
la de misterio y suspense sofistica hasta grados inimaginables las estrategias
narrativas mediante las que los bípedos implumes generan sentido. De dón-
de ha salido este muerto, quién es este fantasma, por qué yo, cómo he llega-
do hasta aquí, dónde conducen estas huellas, ¿acaso son mis propias huellas?
Harlan Coben escribe así, desenredando, poniendo el énfasis en la interpre-
tación del pasado. Ya está. Ya lo he dicho: interpretación y pasado. No sé las
de ustedes, pero mi vida está regida por estas coordenadas. Coben me fascina
porque decide construir sus historias a partir de la interpretación errónea del
pasado, o de la interpretación débil, perezosa e insuficiente del pasado, que
siempre deja abierta una rendija para que se cuelen el hedor y los fantasmas.

206
Desde 1995, Harlan Coben ha publicado una decena de libros. Todos ellos
exitosos y casi todos recomendables. No se lo digas a nadie me parece una
curva cerrada en la carretera que une Dakota del Sur con el estado de Monta-
na, es decir: una joya, una rareza, un giro insólito que puede depararte cual-
quier cosa, desde el cadáver de un animal en mitad del asfalto hasta un grupo
de niños indios jugando a la pelota. Durante trece años, David y Elisabeth
Beck han viajado en coche hasta el lago Charmaine, en Pensilvania. Allí
celebran el aniversario del primer beso que se dieron cuando ambos conta-
ban apenas doce años. Pero esta vez será distinto. El viaje será interrumpido,
Elisabeth secuestrada y asesinada y David golpeado brutalmente y abando-
nado a su suerte. Ocho años después, David es pediatra y el asesino de su
mujer ha sido capturado y aguarda la hora de su ejecución en el corredor de
la muerte. No obstante, la noticia del hallazgo de dos cadáveres pertenecien-
tes a dos niños de ocho años cerca del lago Charmaine inquieta a David. Pero
más le inquieta aún un e-mail en su ordenador, un mensaje llegado en el día
del aniversario de aquel primer beso, una invitación a entrar en una página
web en el momento justo en que se produjo ese primer beso y utilizando una
clave que sólo podían conocer él y Elisabeth. Las instrucciones son bien
sencillas: no se lo digas a nadie.

Harlan Coben nació en Nueva Jersey en 1962 en el seno de una familia judía.
Licenciado en Ciencia Políticas. Amigo de Dan Brown —aunque no se le
note mucho— y creador del detective Myrton Bolitar, un antiguo jugador
profesional de baloncesto que termina trabajando en una agencia deportiva e
investigando misteriosos crímenes. Coben ha triunfado con el retrato de un
sector medio-alto de la población norteamericana. Le falta, por tanto, cierto
desgarro social, cierta jauría entre las páginas, pero su habilidad para el sus-
pense le ha convertido en uno de los autores indiscutibles del panorama
detectivesco contemporáneo. ¿Cómo era eso...? Pasen y lean.

207
Amanda Cross
Muerte en la cátedra (1981)

Amanda Cross es irresistible. Cualquier persona aficionada


a la lectura que haya estudiado en un campus universitario la
encontrará irresistible. Cualquier persona mínimamente
sensible a la literatura moderna anglosajona la encontrará
irresistible. Cualquier individuo con tendencia a la mascarada convertirá a
Amanda Cross en su compañera predilecta de juegos prohibidos. Profesora
en Columbia durante treinta años, miembro reputado de la Academia Uni-
versitaria más excelsa de los Estados Unidos de América, defensora inteli-
gente del feminismo con un secreto enorme y deslumbrante del tamaño de
un seudónimo y una serie de catorce novelas detectivescas protagonizadas
por Kate Fansler. ¿Por qué irresistible? Si unimos la calidad literaria en el
ejercicio narrativo a la decisión de ambientar todas las tramas de sus críme-
nes en el ámbito universitario (profesores muertos, estudiantes muertos,
funcionarios muertos…), resulta que la prosa de Amanda Cross se te agarra
a los hombros como un animal inquieto. Espacios cerrados en el mejor
estilo de la narrativa detectivesca tradicional, espacios de poder intelectual, e
institucional como la Universidad de Harvard, que sirvieron a la profesora
estadounidense para exponer sus propias ideas sobre el sistema universitario
norteamericano (tomado completamente por el género másculino) y
denunciar los múltiples abusos políticos que se producen en su interior.
Amanda Cross y su álter ego Kate Fansler son, quizás, las mejores exponen-
tes de una literatura detectivesca o de campus que inyecta en el seno mismo
de la comunidad del saber el horror y la sospecha del crimen insoluble y que
tiene otros buenos representantes en Dorothy L. Sayers (Noche de esplendor),
Umberto Eco (El nombre de la rosa), Joan Smith (Un final masculino), Batya
Gur (Un asesinato literario: un caso crítico), Gonzalo Torrente Ballester (La
muerte de un decano) o Guillermo Martínez (Los crímenes de Oxford).
Muerte en la cátedra es una de las novelas más sugerentes de la serie
Fansler. La primera, además, en la que Amanda Cross desenfunda y dispara
contra el statu quo desde las bases del feminismo. La trama nos lleva al
208
Departamento de Inglés de la Universidad de Harvard, en cuyo interior, por
primera vez en la historia, una mujer consigue una plaza de docente. Cuando
un donante anónimo cede un millón de dólares a la Universidad con el fin de
que se convoque una plaza de inglés para una mujer en un departamento
donde hasta la fecha no ha habido más que hombres, Janet Mandelbaum,
especialista en el siglo XVII, es contratada para el cargo. Sin embargo, su cadá-
ver será encontrado en el baño de caballeros durante su primer año de docen-
cia. Kate Fansler asume la investigación y comienza a desvelar la posibilidad
de que, tras el horrible crimen, se esconda el machismo imperante en la aca-
demia universitaria.

Amanda Cross es el seudónimo de Carolyn Gold Heilbrun, nacida en Nueva


Jersey en 1926 y muerta en Nueva York en 2003. Heilbrun se graduó y docto-
ró en Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia bajo la supervisión de
Barzun, Trilling y Fadiman, los únicos tres profesores a los que quizá no
hubiera matado en sus propias novelas de ficción. Enseñó en Columbia
durante treinta y tres años y se convirtió en la primera catedrática de la histo-
ria en el Departamento de Inglés de la Universidad de Harvard. Además de
sus obras de ficción, escribió numerosos libros y ensayos, muchos de ellos en
torno a las relaciones entre el género femenino, la literatura y el poder. Se
suicidó en su apartamento de Nueva York, en 2003, dejando una breve nota
que descarta toda desesperación y todo tormento, y que recuerda al final de
Epicuro y de Ludwig Wittgenstein: «The journey is over. Love to all».

Gesualdo Bufalino
Qui pro quo (1992)

La primera vez que me reuní con Irene Antón y Rubén


Hernández, editores de Errata Naturae, para perfilar este
despropósito a modo de guía de novela negra y detectivesca,

209
pensé que sería cortés llevarles un regalito. Un vino tinto, me dije. O unos
pasteles. Nos imaginé hablando de Ellroy, Hammett y Spillane entre voces y
vasos de tubo y descarté los pasteles. Compré un Caecus, por aquello del
latín, y, antes de salir de casa, decidí esconder dos ejemplares de Qui pro quo
del grandísimo e inimitable Gesualdo Bufalino en la mochila, por si la reu-
nión resultaba placentera y el vino suavizaba definitivamente las «negocia-
ciones». La reunión fue placentera. El vino suavizó definitivamente las
«negociaciones». Hablamos de Ellroy, Hammett y Spillane y bebimos sere-
nos hasta las dos de la mañana. Cuando salí de la oficina de Errata Naturae
editores, les entregué sendos ejemplares de Bufalino y les dije:«Cuidado con
las vacaciones».
Qui pro quo es un extraño homenaje a la literatura detectivesca: la his-
toria del asesinato de un editor en su residencia vacacional. El dueño de una
empresa editorial italiana muere misteriosamente en su propia casa, duran-
te las vacaciones, acompañado de un grupo de sospechosos potenciales
entre los que se encuentran su mujer y su secretaria, la espléndida Scampo-
rrino, escritora aficionada a los relatos policiales que se hace llamar Agatha.
Parodia o extensión inteligente y deliciosa del género, muy atenta a las
normas de la casa (espacio cerrado, grupo selecto, crimen, enigma, análisis,
deducción), pero aderezadas con algo que muchos anhelan y muy pocos
tienen: sabiduría, serenidad, paciencia y sentido del humor. Gesualdo Bufa-
lino es un autor imprescindible, uno de los escritores italianos más impor-
tantes de las letras italianas contemporáneas, un siciliano de voz baja y
mirada estrábica que, sin embargo, habla con la contundencia de una tor-
menta. Hace algún tiempo, Enrique Vila-Matas le hizo un precioso home-
naje al profesor siciliano en el que hablaba de su literatura como de un ejer-
cicio de baja lujuria. Perfecto. No encuentro mejor manera de decirlo. Pla-
cer intenso, inmoral, sabiamente administrado, barroco, enrevesado,
juguetón, solar, veraniego. Bufalino llegó tarde a nuestras vidas, pero llegó
entero.

Gesualdo Bufalino nació en Sicilia en 1920. Leyó desde niño con la voraci-
dad de un Monterroso. Escribió poemas. En 1939, ganó un premio de prosa
latina que le entregaría el mismísimo Mussolini. Estudió Filosofía y Letras en
Palermo y Catania hasta que fue llamado a filas. Combatió en la Segunda

210
Guerra Mundial y fue capturado por los alemanes. Consiguió escapar. Sobre-
vivió en un pueblecito de Emilia-Romaña. Se dedicó a la enseñanza escolar
durante unos años hasta que, en 1944, la tuberculosis lo arrancó de cuajo de
cualquier normalidad y lo internó en un sanatorio especializado. De aquellos
días saldrá buena parte de su primera novela, publicada muy tarde, en 1981,
después de estar diez años escondida en un cajón: Perorata del apestado. Tras
su descubrimiento, Sciascia declara que este escritor es un hombre sereno de
literatura siniestra y espectacular. Publica Museo de sombras, Argos el ciego, El
hombre invadido, Las mentiras de la noche y La miel amarga. Publica también Qui
pro quo. Empieza a sentirse escritor después de una vida anónima y, de repen-
te, se mata en un accidente de tráfico en su ciudad natal. Creo recordar que se
lo preguntaban Bolaño y Fresán a lo largo de una conversación, y se lo pre-
guntaban con razón: ¿qué habría sido de Kafka si la tuberculosis no lo hubie-
ra matado? ¿Qué habrían escrito Georges Perec y Anton Chéjov si hubieran
superado el umbral de los cuarenta y cinco años? ¿Habrían sido mejores o ya
estaba todo dicho y entregado? Creo que Bolaño, que murió poco después
sin haber cumplido los cincuenta y uno, decía: «La muerte es una mierda y
no hay en ella el más mínimo rasgo de belleza o poesía». La muerte termina
con las posibilidades de la belleza y de la poesía, así que, sin duda, nos hemos
perdido mucho con la desaparición prematura de Kafka, Perec, Chéjov,
Leopardi, Bolaño o Camus. Cierto que Bufalino murió con setenta y seis
años, pero a un escritor de este rango no puede robársele ni una sola hora.
Suscribo a Girondo una vez más: «Muerte puta, muerte cruel…».

Mario Levrero
Dejen todo en mis manos (1998)

A Sonia siempre le gustó que le leyera poemas por teléfono.


Me gusta tu voz, decía. Ponme acento argentino y léeme a
Neruda. Neruda es un petardo, le decía yo. Neruda es chileno,
211
Sonia. Da igual, léeme Residencia en la tierra en argentino. Por aquel enton-
ces yo sabía varias cosas: sabía que Neruda no era un petardo, sino un poeta
inmenso, pero que estaba de moda negarlo; sabía que la entonación en la
lectura de un poema puede decidir cosas tan importantes como la humedad
de un beso, la calidad de una caricia o la agitación del sueño; sabía que un
chileno y un argentino ni son lo mismo ni escriben igual. Sabía esas tres
cosas, pero me faltaba aprender otra: un argentino y un uruguayo tampoco
hablan igual, ni mucho menos, ni siquiera escriben igual. Escriben distinto.
Escriben con acento bien distinto. Sonia me pedía que le leyera en argentino
a todos los poetas y siempre por teléfono. Yo me esforzaba en convertir al
bonaerense a Sabines, Roque Dalton y Claudio Rodríguez; a Nicanor Parra,
¡por el amor de dios!; impostaba a Octavio Paz y a Cernuda, a Sor Juana Inés
de la Cruz y al mismísimo Enrique Lihn. Las facturas eran criminales. Las
lecturas también, supongo. Pero siempre recuerdo a Sonia con acento
argentino. Y sobre todo recuerdo nuestra primera conversación sobre
Mario Levrero, el uruguayo Levrero, el indomable escritor montevideano
al que Sonia descubrió de repente en el otoño de1996. Llegó a mi casa con La
ciudad en la mano y me dijo: «Desde ahora quiero que me leas a Levrero».
«¿Por teléfono?», «le pregunté». «No, más cerca», dijo. «Más cerca y sin acen-
to». Quiero que me leas a Levrero en directo y sin acento».
Mario Levrero es un animal lunar, una criatura perdida en un asteroide
que da vueltas a la Tierra como si no le importaran ni la ingravidez ni la falta
de oxígeno ni la ausencia de pares, amigos y extraños. Uno empieza a hacer
crucigramas por las tardes y llega un momento en que necesita fabricarlos él
mismo, proponer enigmas y acertijos, diseñar las casillas, cuatro, cinco, diez
letras, apócope de santo, artefacto ideado por Dédalo, capital de Eslove-
nia…
Levrero empezó a escribir desde las profundidades, es decir, desde la
dimensión inefable de todo lo que nos pasa, desde lo no dicho que nos
gobierna, nos empuja y nos daña, desde algo que bien pudiera ser el deseo o
la voluntad o el espíritu o la falta de relato. Eso es, una pujanza que no es
relato pero que impone relato: la literatura de Levrero es arte en primera
persona desde ese reino previo a toda posibilidad de decir yo. Más cosas:
«Uno le cierra la puerta al dolor, y por el mismo acto también al placer y a
todo lo que hace que la vida valga la pena de ser vivida». Yo no sé lo que hace

212
que la vida valga la pena ser vivida (o sí que lo sé, pero me lo guardo), pero les
aseguro que Levrero es un regalo en la memoria y que algún día seremos
viejos y habremos perdido toda esperanza y entonces entenderemos que
Balzac tenía razón: la esperanza no es más que la memoria que desea. Desea-
remos volver a Levrero, para que se joda la muerte.
Voy a recomendarles Dejen todo en mis manos por dos razones: la escritu-
ra y la investigación, o lo que es lo mismo, el fracaso y la investigación acerca
del fracaso, o mejor todavía: el desencanto y la pérdida de todas las fuerzas
que nos llevan de un libro a otro libro, de un manuscrito a otro, de un amante
a otro amante, de ciudad en ciudad como si Cavafis no lo hubiera gritado en
griego moderno una y mil veces:
«Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar / y una ciudad mejor con certe-
za hallaré. / Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado. / Y muere mi
corazón / lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
/ Donde vuelvo los ojos sólo veo / las oscuras ruinas de mi vida / y los
muchos años que aquí pasé o destruí”. / No hallarás otra tierra ni otro
mar. / La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en
los mismos suburbios llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás.
/ Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques —no la hay— /
ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destrui-
do en toda la tierra».
Dejen todo en mis manos es la historia de un escritor fracasado y sin nom-
bre al que, por motivos económicos, su editor le encomienda la misión de
buscar a otro escritor desaparecido, un tal Juan Pérez, autor de la que tal vez
pudiera considerarse la más importante obra jamás escrita en Uruguay. El
escritor viaja hasta una localidad llamada Penurias, a varias horas de Monte-
video, una ciudad donde nadie lee y donde nadie escribe, y entonces es don-
de empieza Mario Levrero, la geografía levreriana de cruces y encontrona-
zos, de personajes difusos y contrapuestos que emplean el trasfondo de la
novela detectivesca para penetrar cada vez más en lo único que le importa a
Mario Levrero: explorar sus rincones más oscuros o más claros mediante la
expresión escrita, con sentido del humor, con una honestidad y un aplomo
literario que a mí, personalmente, me pasma y me derrota. Muchos de uste-
des se sorprenderán al ver a este uruguayo que ni habla ni escribe en argenti-
no en el interior de un itinerario negro y detectivesco. Cierren la boca y

213
abran los ojos. Esta entrada podría ser un capricho, pero no lo es.
Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo en 1940 y murió en la
misma ciudad sesenta y cuatro años después. Librero, levrero, fotógrafo,
humorista, editor de una revista de entretenimientos y guionista de cómics,
diseñador de crucigramas, organizador de talleres literarios. De su obra, me
quedo con La ciudad, París, El lugar, Dejen todo en mis manos, La novela luminosa
y El discurso vacío. Me lo imagino siempre a solas, no sé por qué. Y a veces, las
menos, también me lo imagino hablando con el cadete Franz Xaver Kappus,
el joven poeta al que se dirigiera Rilke en 1929. Levrero está sentado en un
butacón verde oscuro y le dice: mira Franz, hay quien escribe «para» y hay
quien escribe «por». Los que escriben «para» sólo buscan la fama, la gloria, el
dinero y el sexo; los que escriben «por», en cambio, no buscan nada, o tal vez
sólo sexo. En cualquier caso, los que escriben «por» escriben por necesidad,
porque no pueden evitarlo, por imposición divina, natural o humana, lo
mismo da. Porque también hay lo ineluctable. ¿Lo qué, don Mario? Lo inelu-
dible, hijito, lo necesario. La escritura.

Elmore Leonard
Jackie Brown (1992)

¿Conocen a algún macarra? ¿Conocen al camello del barrio?


¿Han hablado alguna vez con un ex convicto? ¿Y con un agente
de la condicional? ¿Se han enamorado, siquiera por diez segun-
dos, de la mujer o el hombre equivocados en el lugar equivocado y en el
momento equivocado? ¿Cuándo empieza a torcerse nuestra historia? Elmo-
re Leonard es el mejor cronista de callejones que he conocido en toda mi
vida y una de las fuentes de estímulo intelectual, visual y cinematográfico
del grandísimo creador de Pulp Fiction, Mr. Quentin Tarantino. Pero es que
también es el autor del relato que está detrás del guión de 3:10 to Yuma,
peliculón de Delmer Yaves con Glenn Ford en blanco y negro y de su secue-
la, El tren de las 3:10, dirigida por James Mangold y protagonizada por Chris-

214
tian Bale y el siempre-idéntico-a-sí-mismo Russell Crowe. Dicho esto, pase-
mos al salón: cualquier alma sensible a los personajes leonardianos se rendi-
rá a los encantos del filme dirigido por Tarantino en 1997, Jackie Brown, y
basado en la novela de Leonard Rum Punch. Tarantino lo ha dicho sin com-
plejos: Elmore Leonard es mi maestro; Elmore Leonard es mi mentor; mi
vida sería una mierda sin Elmore Leonard, y el cine le ha hecho siempre luz
de gas, como dice mi rubita decimonónica. ¡Qué grande es el cine! Pero la
novela es mejor, y lo que nos encontramos en Rum Punch (traducida al caste-
llano con el título de la película: Jackie Brown ) es la cartografía clásica de
Leonard: psicópatas insaciables con pasión por los coches, agentes de la
condicional, perdedores, ex convictos, macarras de barrio de esos con los
que usted y yo hemos hablado demasiado o demasiado poco. Pero sobre
todo nos encontramos con Jackie Burke, una voluptuosa azafata aérea que
apenas llega a fin de mes y debe buscarse un dinero extra chanchulleando
para Ordell Robie (el psicópata del coche). Jackie es arrestada y el agente de
la condicional Max Cherry se enamora de ella como el rayo, es decir, que se
ve envuelto en un universo hostil y bastante peliagudo del que intentará
sacar para siempre a su bien amada Jackie. Leonard es un maestro del ritmo
y del diálogo callejero, y si tenemos en cuenta que ese diálogo callejero se
produce en Florida y está acompañado de buenas dosis de violencia y retra-
tos gloriosos y graciosísimos, pues qué más quieren, la verdad.

Elmore John Leonard Jr. nació en Nueva Orleans en 1925 y se crio en


Detroit. Escritor y guionista. Cuentan que su infancia estuvo marcada por
el béisbol y por las andanzas de Bonnie and Clyde, fugados desde 1931 y
acribillados en 1934. Se licenció en Inglés y Filosofía. Se alistó en la Marina
y sirvió durante tres años en el Pacífico. Durante los años cincuenta se
dedicó a escribir westerns, como los valientes y los desperados: The Bounty
Hunters, The Law at Randado, Escape from five shadows, Last Stand at Saber
river y Hombre, llevada al cine por Martin Ritt y protagonizada por Paul
Newman. Y además estoy convencido de que Leonard sabe reconocer a
un perdedor por su modo de caminar.

215
Norman Mailer
Los tipos duros no bailan (1984)

Conocí a Rebeca en enero de 2007. Rebeca era eco-


nomista y venía de México con la intención de hacer un
máster en Finanzas Internacionales. Tenía los ojos azules, la
boca fría y el pelo largo y liso. Durante algún tiempo se dejó caer por mi
casa sin avisar. Invítame a una cerveza, decía. Yo la invitaba a todas las que
tenía y después hablábamos de México y de su infancia en los Estados
Unidos hasta que nos cansábamos de hablar. Le gustaba tumbarse al revés
en mi cama grande y mirar los libros y las paredes. Una vez me preguntó:
—¿Te gusta Norman Mailer?
—No está mal —respondí.
—Mi abuela estuvo casada con Norman Mailer.
—No jodas, Rebeca. ¿En serio?
—En serio.
Al día siguiente me trajo un ejemplar de Los tipos duros no bailan. Me
contó que le había conocido años atrás, en la Costa Este. Al parecer era un
viejito amable, aunque algo distante. Me dijo que le había hecho daño a su
abuela, pero sin querer. No he vuelto a saber nada de Rebeca. Se fugó con
un motorista. Pienso en ella cada vez que alguien menciona al autor de La
canción y el verdugo, Los desnudos y los muertos y El sueño americano. En opi-
nión de Woody Allen, Mailer tiene casi el mismo ego que un argentino
ególatra, y supongo que muchos podrán sobrevivir sin haber abierto uno
solo de sus libros. Yo no he abierto muchos, la verdad. Abrí el ejemplar
que me regaló Rebeca y le estaré eternamente agradecido. O si no eterna-
mente, siempre. Siempre le agradeceré a Rebeca que, antes de fugarse
con aquel motorista, me regalara el mejor libro de Norman Mailer.
Tim Madden es un escritor fracasado al que su mujer abandona por
otro hombre. Veinticuatro días después, Madden despierta de una resaca
inhumana convertido en sospechoso de asesinato. No recuerda nada. No
sabe nada. Tiene una erección enorme. Tiene el nombre de una mujer del
pasado tatuado en el brazo. El asiento del copiloto de su porche está baña-

216
do en sangre. En el escondrijo en mitad del bosque donde guarda la
marihuana aparece la cabeza de una rubia… Madden decide emprender el
camino infernal de la memoria y reconstruir el olvido, averiguar si es o no
es el asesino que parece ser, y adentrarse en una galería de personajes
absolutamente magistrales: ex boxeadores, médiums, timadores, bus-
cavidas, polis de todo tipo, heterosexuales, homosexuales, machitos de
barrio, machitos de pueblo, capullos, adictos al sexo… La intriga y el sus-
pense no hacen sino abrir las puertas de América, que es lo que siempre ha
sabido hacer Mailer. Pero no para que América se airee o para que salgan
los malos espíritus, sino para que América respire, para que se respire a sí
misma y sienta cómo le arden los pulmones, para que sienta la náusea, la
hipocresía, la intolerancia, la paradoja, el contraste.

Norman Kingsley Mailer nació en Nueva Jersey en 1923 y murió en Nueva


York en 2007. Judío criado en Brooklyn. Comenzó estudios de Ingeniería
Aeronáutica en la Universidad de Nueva York pero terminó dedicándose a
la escritura. Fue reclutado para la Segunda Guerra Mundial. Luchó en el
Pacífico. Después escribió Los desnudos y los muertos. Es uno de los padres
del llamado Nuevo Periodismo. Recibió dos premios Pulitzer y sus obras
están catalogadas en todos los idiomas dentro de las cotas más altas de la
literatura norteamericana de los siglos XX y XXI. Ha escrito biografías nota-
bles de Marilyn, Lee Harvey Oswald y Pablo Picasso. Se casó seis veces, una
de ellas con la abuela de Rebeca. Apuñaló a su segunda mujer. Dicen que
era un hombre rudo y contundente y que, en sus mejores momentos, rozó
el cielo con la punta de los dedos. Los tipos duros no bailan fue uno de esos
momentos. Lean este libro, aunque sólo sea por averiguar el origen del
título.

217
Eduardo Mendoza
La aventura del tocador de señoras (2001)

Una vez escribí un poema sobre la luna. Lo presenté al con-


curso literario del colegio y gané el segundo premio. Me
hicieron leerlo en el salón de actos delante de ochocientos
niños enfurecidos y desquiciados. La luna es lo último de lo que
uno debe hablar ante ochocientos niños enfurecidos y desquiciados. Declamar
es lo último que debe uno hacer ante ochocientos niños enfurecidos y desqui-
ciados. Declamar sobre la luna ante semejante auditorio es un suicidio. ¿Que la
música amansa a las fieras? No a las de mi barrio, desde luego. En cualquier
caso, yo era un joven poeta y decidí hacer lo que hacen todos los jóvenes poe-
tas: asumir mi destino. Así que declamé, sudé, temblé de frío y me cagué de
miedo y bajé del escenario con un regalo entre los brazos. Los organizadores
del concurso habían decidido premiar a los ganadores con dos novelas policia-
les y de misterio de un tal Eduardo Mendoza, El misterio de la cripta embrujada y
El laberinto de las aceitunas. Recuerdo a José Sacristán en la portada bajando las
escaleras de una cripta (embrujada, claro). Supongo que alguien rodó una
película. También recuerdo los abucheos y las miradas y la sensación de fin del
mundo, de adiós para siempre a los escenarios y los focos. Sólo he vuelto a
hablar en público una vez desde entonces, en el bautizo de mi ahijada. Leí un
pasaje infumable del Cantar de los Cantares y regresé a mi asiento.
Detalles como éstos configuran el deseo y la atracción, la pasión o el
rechazo de ciertos libros y autores. Durante años, Eduardo Mendoza no fue
más que un estímulo negativo, un nombre cuya sola pronunciación me pro-
ducía una ingobernable sensación de desamparo. Lo guardé en un cajón con
las cartas de las niñas que nunca me quisieron, y no volví a pensar en él hasta
una noche berlinesa, en casa de Inés y Sara, veinte años después. Hablábamos
sobre las primeras frases de un libro. Como ya he escrito en otros sitios yo
defiendo a Nabokov y a Kawabata, esas primeras líneas de Lolita y de La casa
de las bellas durmientes. Inés defendió Playback, de Raymond Chandler, y Sara
se acordó de Eduardo Mendoza (nudo en el estómago, ingobernable desam-
paro), La aventura del tocador de señoras:

218
«Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi lugar
de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo».

Nos reímos mucho y seguimos bebiendo hasta las tantas de la madru-


gada, y cuando por fin volví a casa, decidí desempolvar el segundo premio
del concurso literario y hacer las paces para siempre con el escritor barcelo-
nés. Leí El misterio… y El laberinto… antes de lanzarme a por La aventura del
tocador de señoras. Cuando terminé de leer, dije: «Te perdono, Eduardo
Mendoza. Espero que tú también puedas perdonarme a mí». Pocas veces
he disfrutado tanto del humor, el suspense, la crítica descarnada, la farsa y
la buena literatura.
La aventura del tocador de señoras es la tercera novela de una serie espec-
tacular que comienza en 1978 con El misterio de la cripta embrujada y conti-
núa en 1982 con El laberinto de las aceitunas. Las tres obras siguen un esque-
ma esperpéntico y maravilloso que puede resumirse más o menos así: un
protagonista anónimo internado desde hace décadas en un sanatorio men-
tal disfruta de vez en cuando de ciertas escapaditas. Durante sus periplos
por el mundo exterior, el protagonista suele verse enfrentado con enigmas
grotescos y divertidísimos que finalmente resuelve para ser devuelto al
manicomio con la sensación absurda de que todo el esfuerzo no ha valido
para nada. El primer periplo es El misterio… El segundo es El laberinto... Y el
tercero es La aventura del tocador de señoras. En esta ocasión, nuestro eje
narrativo es liberado definitivamente del frenopático y comienza a trabajar
como peluquero en la peluquería de su cuñado en Barcelona, a finales de los
años 90. No tardará en verse envuelto en una misteriosa trama de robo y
asesinato y en mezclarse con los personajes más variopintos en su intento
por demostrar su inocencia. Mendoza saca a su loco del manicomio para
meterlo en el mundo de los cuerdos y demostrar al lector lo perdidos que es-
tamos todos, desde el alcalde hasta el chófer de turno, lo hundidos que
estamos todos en mitad de una ciénaga económica y social en la que sólo
importan el dinero y las estrategias de compensación espectacular.

Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943. Se licenció en Derecho en


1965 y decidió escapar de la negrura, el tedio y la tristeza del franquismo.
Residió primero en Londres y después en Nueva York, donde trabajó como

219
traductor para la ONU. Escribió lo que muchos consideran la primera
novela de la transición democrática española, La verdad sobre el caso Savolta,
y se lanzó a la sátira y la crítica social con el género detectivesco. Maestro en
todos los registros, Mendoza es un escritor con bigote. O tal vez sea más
ajustado decirlo de este modo: escritor con bigote, Mendoza es un maestro
en todos los registros. Si esta guía tuviera un poco más de espacio hacia los
lados, o si fuera una guía sobre literatura urbana y sobre el arte de caminar
por la ciudad, con gusto incluiría La ciudad de los prodigios. Eduardo Mendo-
za es un escritor con bigote como la copa de un pino.

Margaret Millar
Más allá hay monstruos (1970)

Lo difícil no es morir, sino matar. Lo difícil es el acto de


cierre, la ceremonia de clausura, el rito que sella y entierra el
pasado, el cadáver, el amor, la amistad, la infancia, la pena, el
desastre. Antes o después, todo se convierte en un caballo mori-
bundo. Lo más difícil es sacar el arma y descerrajarle un tiro en la cabeza. Hay
que matarlo para seguir viviendo. Por ejemplo: un hombre lleva desaparecido
más de un año. Su mujer quiere que un juez le declare muerto para poder
seguir con su vida; su madre, en cambio, se niega a clausurar la esperanza y
desea continuar con su búsqueda. Robert Devon salió una noche de su casa
para buscar a su perro y nunca más volvió. La policía encontró restos de san-
gre en un barracón cercano y una posible arma homicida. Pero no hay ni
rastro del cuerpo por el que ambas mujeres deciden verse las caras en un
juzgado de California, el espacio urbano que sirve a la asombrosa escritora
Margaret Millar para dibujar un mapa del infierno, es decir, del alma humana
enfrentada a sus propios límites y de los peligros que entraña la búsqueda de la
verdad, la inmersión a pulmón en los rincones más oscuros de nuestra histo-
ria. Según una idea generalizada, Más allá hay monstruos es una frase que apa-

220
rece en los mapas de los cartógrafos medievales para indicar que, a partir de
un cierto punto, el territorio es completamente desconocido, inexplorado y,
por ende, poblado de criaturas y fuerzas inimaginables. Margaret Millar
emplea esta sentencia para dar título a una de sus obras más logradas, con una
prosa potente, implacable, sureña, fascinante, que nos demuestra hasta qué
punto la crítica literaria se ha equivocado durante décadas al sepultar el nom-
bre de Millar bajo la égida de su marido, el escritor Ross Macdonald.

Margaret Ellis Millar (nacida Sturm: tormenta en alemán) vino al mundo en


Ontario, Canadá, en 1915. Creció en Estados Unidos, en California, donde
conocería a Kenneth Millar (Ross Macdonald, creador de Lew Archer). Licen-
ciada en Lenguas Clásicas. Durante los años 40, Millar se aventura en la novela
negra con una serie de títulos protagonizados por Paul Prye, un psiquiatra
convertido en detective. Margaret Millar tiene un don, un don parecido al que
siempre tuvo Philip K. Dick. Un don schopenhaueriano y doloroso que con-
siste en la visión penetrante, la conciencia aguda de que, detrás de las aparien-
cias y el orden armónico de la cotidianidad, operan fuerzas irracionales devas-
tadoras. Las mismas que acabaron con su marido y con ella al final de sus días.
Ese fondo vampírico de potencia brutal que, sin embargo, no pudo evitar que
escribiera obras inolvidables como Un extraño en mi tumba y La bestia se acerca.

Vernon Sullivan (seudónimo de Boris Vian)


Con las mujeres no hay manera (1948)

Vernon Sullivan debería ser la coda final de esta Guía de la


novela negra. En sus catorce letras se condensa la historia del
género y también la de quien suscribe estas páginas: violencia,
crimen, sexo, crítica social, coqueteo existencial, racismo, corrupción,
degeneración, amor, impostura, lectura y seudónimo. Vernon Sullivan es

221
la mentira más excelsa de la literatura europea del siglo XX, un nombre al
que se le atribuyen cuatro novelas escandalosas, dos de ellas excepcionales:
Escupiré sobre vuestra tumba, Todos los muertos tienen la misma piel, Que se
mueran los feos y Con las mujeres no hay manera. Cuatro novelas creadas como
un desafío o como un juego, como una apuesta, que es el único modo de
vivir en serio. Vernon Sullivan es el seudónimo de un animal implacable de
las letras francesas, Monsieur Boris Vian, que decidió hacerse pasar por un
escritor negro para imitar con placer las novelas negras americanas tan en
boga en aquellos tiempos y, de paso, narrar las injusticias a las que la pobla-
ción afroamericana era sometida en los Estados del Sur, reírse de todo lo
políticamente correcto y despreciar la literatura inofensiva.
1. Escupiré sobre vuestra tumba narra la historia de la venganza de Lee Ander-
son, un negro con apariencia de blanco cuyo hermano ha muerto asesinado
por un grupo de salvajes racistas blancos. La violencia, el sexo, la sangre y la
brutalidad son excesivos. Los personajes son excesivos. Los ambientes son
excesivos. La novela me encanta, pero creo que me encanta porque siempre
supe que se trataba de una obra crítica, paródica, satírica y descarnada de
Boris Vian. Y en ello estriba también, a mi juicio, el valor de esta pieza y de
las otras tres. El estilo deliberadamente excesivo de Vian no es más que una
provocación estética, un guiño autorreferencial devastador y, a la vez, un
modo de pensar y de derruir las convenciones sociales norteamericanas.
Vian consigue diseñar un bucle infernal del que nadie escapa: ni el lector ni
los personajes.
2. Todos los muertos tienen la misma piel cuenta la historia de Dan, un mesti-
zo que ha logrado hacerse un lugar en la sociedad de los hombres blancos,
sin que éstos conozcan sus orígenes. Su vida es perfecta hasta que un día
un hombre que dice ser su hermano amenaza con desvelar sus verdaderas
raíces. Ante esta amenaza, Dan decide asesinar a su hermano, lo que lo
conduce a una nueva espiral de crimen y violencia.
3. Con las mujeres no hay manera traslada la narración desde la perspectiva del
criminal hasta la acción policial y detectivesca. Narra la persecución de una
banda de traficantes de droga por parte de dos hermanos convertidos en
improvisados detectives. Un hijo de papá descubre que una de sus mejores
amigas ha caído en una red de gays y lesbianas que trapichean con drogas y
se dispone a sacarla de allí cueste lo que cueste. Siempre me ha parecido la

222
más desternillante de las cuatro, por los excesos machistas y homófobos y
por el ansia de provocación constante que, aún hoy, provoca picores, dia-
rreas e insomnio en los lectores políticamente correctos.
4.Que se mueran los feos: la última de la serie y la más difícil de catalogar den-
tro del género, porque lo cierto es que a ratos parece pornografía pura y a
ratos ciencia-ficción. El doctor Schultz está empeñado en mejorar a la
humanidad mediante experimentos genéticos y utiliza a Rocky Bailey, el
protagonista, como conejillo de indias. Su misión es convertir a todos los
habitantes del planeta en individuos estéticamente irresistibles. Pero los
colaboradores están más interesados en otros fines y se dedican a vender
ciertas imágenes tomadas durante los experimentos (tanto de la parte
generativa como de la puramente clínica) montando una red de venta de
imágenes porno y snuff.

Las dos últimas novelas son prescindibles, aunque recomendables para


una tarde de carcajadas sin control. Las dos primeras, en cambio, son dos
joyas pequeñas, dos joyitas irreverentes que no deben dejar pasar por alto.

Vernon Sullivan es Boris Vian y Boris Vian nació en París en 1920 y murió
en 1959. Novelista, poeta, dramaturgo, ingeniero, músico de jazz, composi-
tor, patafísico a mucha honra. Criado en un ambiente artístico envidiable
en el que la música ocupaba un lugar privilegiado, Boris no tardó en conver-
tirse en un músico excelente. Fue un hombre descarado e inteligente, es
decir, un rifle de asalto y una amenaza constante contra el statu quo y las
buenas maneras. Escribió con y sin seudónimo y su obra legítima contiene
algunos de mis mejores recuerdos de juventud, La espuma de los días, La
hierba roja o los relatos incluidos en El Lobo-hombre. Aquejado de una dolen-
cia cardíaca grave desde niño, Boris Vian empezó a morir como nos gusta-
ría a muchos, en una sala de cine próxima a los Campos Elíseos durante la
proyección de una versión cinematográfica de Escupiré sobre vuestra tumba.
Vian murió de tanto soplar la trompeta. Murió de aire, como el lobo de los
cuentos, soplando y soplando para derrumbar todas las casas del mundo en
las que se esconden los cerdos y los corderos. Sobre todo los cerdos.

223
Andrés Trapiello
Los amigos del crimen perfecto (2003)

Woody Allen se ha pasado la vida citando a Esquilo, a Sófo-


cles y a Eurípides, deambulando de un lado a otro de la cuer-
da entre Dostoievski y Albert Camus, aireando aquel dilema
para funambulistas temerarios que recordarán todos los niñitos
aplicados: si Dios no existe, todo está permitido vs. porque Dios no existe, no todo está
permitido. El Sr. Königsberg, decía, se ha pasado la vida entera merodeando el
problema ético y metafísico favorito de cualquier pensador a la sombra: la
justicia y el mérito, la recompensa y el castigo, el equilibrio cósmico que pare-
ce quebrarse cada vez que un criminal comete sus actos impunemente. En
Match Point estaba muy clarito, pero más clarito y mejor expuesto aún en la
conversación inolvidable entre Allen y Landau al final de Delitos y faltas. Si los
culpables no son castigados, ¿qué tipo de Dios rige este mundo? En la quiebra
entre la retribución cósmica según medida y la ausencia de justicia cobra
sentido uno de nuestros personajes favoritos: la venganza.
¿Andrés Trapiello escribe sobre la venganza en Los amigos del crimen
perfecto? Bueno, Andrés Trapiello escribe sobre muchas cosas en ese libro
varias veces repetido en mis estanterías. Escribe sobre la venganza, sí. De eso
no hay duda. Pero también escribe sobre la pasión literaria y sobre los límites
tanto de la pasión como de la literatura. Escribe sobre Cervantes, como siem-
pre, y sobre la necesidad de acabar de una vez por todas con el género policial
y detectivesco. Y en esto, de nuevo, el maestro Allen y sus páginas gloriosas al
respecto en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. ¿Qué más? Trapiello
escribe sobre un grupo de amigos amantes de la literatura negra y detectives-
ca. Se reúnen en un café, se dan nombres de autores y personajes del género,
se divierten y se deleitan hasta que uno de ellos, Paco Cortés (Sam Spade),
escritor frustrado de novela policiaca y fundador de Los amigos del crimen
perfecto, se ve envuelto en un crimen real y da de lleno con sus huesos en el
interior de su propia obsesión vital. Ambientada en los alrededores del golpe
de estado del 23-F, Trapiello reflexiona con placer y agilidad narrativa sobre las

224
cosas de siempre, cuestiones vikingas, griegas, romanas, europeas, moder-
nas, medievales, futuras y pluscuamperfectas: ¿es justo matar a un asesino?

Andrés Trapiello nació en León en 1953. Poeta, ensayista, cervantófilo,


novelista, colaborador de La Vanguardia, escritor prolífico donde los haya.
Como poeta ha publicado Junto al agua, Las tradiciones, La vida fácil, El mismo
libro, Acaso una verdad (Premio Nacional de la Crítica 1993), Poemas escogi-
dos, Rama desnuda, Un sueño en otro. Como novelista: La tinta simpática, El
buque fantasma, La malandanza, Días y noches, Al morir don Quijote, y Los
amigos del crimen perfecto (Premio Nadal de Novela 2003). Ha duplicado los
dieciséis tomos de su colección de diarios agrupados bajo el título general
de Salón de los pasos perdidos. ¿Seguimos?

Rodolfo Walsh
Variaciones en rojo (1953)

A Rodolfo Walsh lo mataron en plena calle. Los milicos lo


rodearon con la intención de capturarlo vivo, pero Rodolfo
estaba armado y se resistió. Cuentan que fue acribillado entre
las avenidas bonaerenses de San Juan y Entre Ríos. No sé por qué, pero se
me viene a la cabeza el relato de Cornelio Nepote, las Vidas de hombres ilus-
tres, la narración de la muerte de Aníbal Barca. Pienso ahora en el fin de
Aníbal, rodeada su casa por soldados romanos con la intención de capturar-
le vivo y devolverle a Roma. Aníbal llevó un anillo durante toda su vida y, en
el anillo, la libertad de la que hablara Séneca en sus cartas a Lucilio: el vene-
no que siempre podría salvarle de convertirse en un esclavo. Rodolfo Walsh
murió en 1977 en una Argentina ajetreada y dictatorial. Murió por revolu-
cionario, no por escritor de ficción. Pero fue ambas cosas: revolucionario y
escritor, activista y narrador. Se muere o nos matan. Lo mismo da. Nos
matan a los hijos o los hijos se nos pegan un tiro en la sien rodeados también

225
como nosotros. Un año antes de ser abatido en las calles de Buenos Aires,
Walsh hubo de experimentar la muerte de su propia hija en un enfren-
tamiento con el ejército. Acorralada junto a Alberto Molina en un balcón
durante el llamado «combate de la calle Corro». María Victoria y Alberto,
armados, alzaron los brazos ante los milicos y dijeron: «Ustedes no nos
matan, somos nosotros quienes decidimos morir». Se pegaron un tiro en la
sien. El anillo de Aníbal, la espada de Séneca, las armas de Rodolfo y María
Victoria Walsh. Supongo que deberíamos hacer criba y distinguir con clari-
dad al activista político del escritor. Difícil tarea, en el caso de Walsh, por no
decir imposible. Sus escritos destacan en el arte del relato policial ambienta-
do en Argentina y en las investigaciones periodísticas, sobre el fusilamiento
ilegal de civiles en José León Suárez de junio de 1956 (Operación Masacre) y
sobre los asesinatos de Rosendo García (¿Quién mató a Rosendo?) y Marcos
Satanowsky (Caso Satanowsky). Entenderán que la línea que separa al crea-
dor de ficción del investigador y narrador del horror se deshace como una
pompa de jabón. En todo caso, la obra de Walsh merece una atención privi-
legiada al margen de toda consideración estrictamente política.
Variaciones en rojo está compuesta por tres novelas breves calificadas por
muchos (algunos de ellos bien dotados para la crítica) como obras maestras
de la literatura policial de todos los tiempos. Tres asesinatos y dos investiga-
dores: el comisario Jiménez y Daniel Hernández, pareja perfecta y equilibra-
da que despliega un delicioso agón en la resolución de cada uno de los casos.
Jiménez, con la experiencia del sabueso curtido; Hernández, con la juventud
del observador infalible con el don del olfato. Un narrador excelente que
emplea el relato detectivesco como instrumento de denuncia social y estímu-
lo intelectual y que consigue hilar el tapiz al mejor estilo latinoamericano, el
estilo crudo y desgarrado, el estilo de Roque Dalton y de los muertos que
morirán y mueren matando.
Ignoro si Borges citó alguna vez a Rodolfo Walsh en sus escritos o si lo
incluyó en sus antologías del relato policial y detectivesco. Qué extraña, la
vida; qué infame.

Rodolfo Walsh nació en Lamarque, Argentina, en 1927. Hijo de Miguel


Esteban Walsh y Dora Gil, ambos de ascendencia irlandesa, fue y es para
muchos el mejor ejemplo de intelectual comprometido que ha dado la

226
Argentina en los últimos cincuenta años, un modelo a imitar no sólo por su
compromiso con la verdad, sino también por su valentía como periodista,
investigador, escritor, crítico y militante revolucionario. A los diecisiete
años comenzó a trabajar en la editorial Hachette como traductor y correc-
tor de pruebas. A los veinte comenzó a publicar sus primeros textos perio-
dísticos. Se enamoró de Elina Tejerina en la Facultad de Filosofía y Letras,
que es tan buen lugar como cualquier otro para enamorarse. Dos hijas. En
1953 publicó su primer libro: Variaciones en rojo. En 1970, militó en el Pero-
nismo de Base, hasta que en 1973 decide unirse a la organización político-
militar Montoneros. En estos años enseñó periodismo en villas miseria y
editó el Semanario Villero. En Montoneros ingresa con el grado de Oficial
2.° y el alias de «Esteban». Crea un sector del departamento de informacio-
nes del cual será responsable. También integra el equipo que funda el diario
Noticias, órgano de prensa que presentaba los puntos de vista de su organi-
zación, del cual se convierte en redactor. En Cuba fundó la agencia Prensa
Latina junto con su colega y compatriota Jorge Mascetti. Como jefe de
Servicios Especiales en el Departamento de Informaciones de Prensa Lati-
na, usó sus conocimientos de criptógrafo aficionado para descubrir, a tra-
vés de unos cables comerciales, la invasión a Bahía de Cochinos, instrumen-
tada por la CIA. El 25 de marzo de 1977 un pelotón especializado emboscó a
Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo
vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido a su vez
de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior había escrito lo que
sería su última palabra pública: Carta abierta a la Junta Militar. Vida y muerte
de un varón ilustre y un grandísimo escritor.

227
Cornell Woolrich
La ventana indiscreta (1942)

Los maestros literarios son animales de salón, criaturas


de pasillo, sofá y gesto discreto, genios del espacio domés-
tico, de la escena trivial y aparentemente inocua en la que,
sin embargo, laten los crímenes y los delirios. Cornell Wool-
rich es un maestro por muchas razones. Una de ellas, en mi opinión, es el
dominio sereno de la cotidianidad, el relato de la sospecha, la prosa ino-
cente que anuncia una dentellada. Ya lo decía Aristóteles en el libro VI de
su Metafísica: la muerte llega sin más, sin querer, resultado contundente
de un cruce fortuito de trayectorias. Un hombre come un platillo picante
en su casa, le arde la boca, sale al exterior con el fin de beber agua en la
fuente (no había grifos, supongo, en el siglo IV a.C) y se cruza con unos
rufianes que le asesinan por dinero. Sucesos sin importancia que desem-
bocan en crímenes asombrosos y una habilidad para el suspense que
llevó al maestro Hitchcock a fijarse en aquellos relatos del escritor nor-
teamericano. Hitchcock se fijó en Cocaína y en Proyecto de asesinato, pero
sobre todo se fijó en La ventana indiscreta, aguijón y delirio de todos los
mirones de este mundo (recuerdo de nuevo a Kjell Askildsen, el relato en
el que un niño coge sin permiso unos prismáticos de su padre en cuya
superficie puede leerse la siguiente inscripción: «Para el que es limpio,
todo es limpio excepto unos prismáticos»). Así que, si hacemos caso a
José María Guelbenzu (y yo le hago caso sin pestañear), podría estable-
cerse una línea resistente y bellísima entre las reflexiones aristotélicas
sobre el azar y el accidente y las obras de Cornell Woolrich y Harry Ste-
phen Keeler, amante de la casualidad y la irrupción fortuita. Aristóteles
estaba interesado en la libertad y, por tanto, en la defensa de un fondo de
azar innegociable en toda empresa humana; Keeler estaba interesado en
los lectores, en las ventas y el entretenimiento; Woolrich, en cambio, va
mucho más allá tanto del griego como de Keeler. Woolrich construye el
suspense sobre el trasfondo del desasosiego existencial y la Gran Depre-
sión estadounidense, y ese desasosiego, esa tensión radical en los escena-
rios, los climas y las situaciones límite en el horizonte del relato, es lo que

228
capta con maestría el genio de Hitchcock en la película de 1954. Olvide-
mos la película (si es que somos capaces) y centrémonos en el relato.
Tal vez Woolrich no lo sepa, pero La ventana indiscreta es una magnífi-
ca versión cristiana de uno de los conceptos más hermosos de la historia del
pensamiento humano. Ése con el que, a juicio de Platón y Aristóteles,
comienza el ejercicio filosófico, y que solemos llamar curiosidad. La ventana
indiscreta es una interpretación fílmica de la curiosidad, pero, insisto, en cla-
ve cristiana, no griega. Un griego —como enseña Hans Blumenberg en sus
Paradigmas— es siempre premiado por su curiosidad con el conocimiento,
la verdad, la satisfacción estética y la contundencia cósmica del orden de
todas las cosas. Un cristiano, en cambio, suele ser castigado por ella. La
curiosidad mató al gato, se nos dice en las casas españolas desde tiempos
inmemoriales: no curiosees, no olfatees, no quieras saber demasiado. El
deseo de saber se convierte en imprudencia y no en fuente de placer y sabi-
duría (san Agustín, que ha hecho estragos). Y esa imprudencia es la que
lleva al protagonista del relato de Woolrich a verse amenazado por un
supuesto criminal y envuelto en un supuesto asesinato. Un hombre aburri-
do que contempla a través de su ventana el deambular de sus vecinos hasta
que cree que uno de ellos ha matado a su esposa. La obsesión se apodera del
mirón y decide desenmascarar al asesino con la ayuda de su criado (el cria-
do que se convertirá en la bellísima Grace Kelly en la adaptación cinemato-
gráfica), aun a riesgo de convertirse él mismo en una víctima. La curiosidad
mató al gato… Me encantan estos cristianos perversos… Cuidado con lo
que preguntas. Cuidado con lo que deseas. Cuidado, ante todo, con lo que
deseas saber, no metas la cabecita por esa ventana, no te arrodilles ante la
puerta de tu primita para mirarla por el ojo de la cerradura, no contemples,
cierra las cortinas, cierra las ventanas, cancela toda tentación, toda imagen,
todo estímulo. El mundo es como el diablo. Perdición y derrota. Un juego
letal aparentemente inofensivo. Desconfía de la visión. No mires. No mires
más… Allí donde el griego, como el Strogoff de Julio Verne, dice: «¡Abre los
ojos, mira!», el cristiano desconfía de la visión y del enigma. Aristóteles,
Nietzsche, Keeler, Woolrich, Hitchcock. A mí me basta, la verdad.

Cornell Woolrich nació en Nueva York en 1903 y murió en 1968. Según


algunas versiones se doctoró en Periodismo por la Universidad de Columbia,

229
aunque según otras jamás finalizó sus estudios. En Columbia ganó un pre-
mio de narrativa otorgado por la revista College Humour y la Paramount Pic-
tures‚ lo que le permitió viajar a Europa y pasar una larga temporada en París.
De regreso a Estados Unidos comenzó a ser escritor y a sumirse en una espi-
ral de desamparo y soledad que le llevaría a pasar los últimos años de su vida
encerrado en la habitación de un hotel neoyorquino. Once años bebiendo y
escribiendo, mirando a la calle, espiando la vida desde una silla de ruedas. La
gangrena le amputó una pierna. Murió solo como un perro en 1968. Me
pregunto qué vio Cornell Woolrich desde aquella ventana indiscreta antes de
morir. Qué vio Woolrich que nunca veremos nosotros.

230
Y LOS ASESINOS

Armas de fuego de todos los calibres. Cuchillos, machetes, picahielos y


otros objetos más o menos afilados. Así como un bate de béisbol, una llave
inglesa, la estatuilla de un Premio Oscar o cualquier otro elemento
contundente. O un trozo de cable. O una lata de gasolina. O las propias
manos. Infinitas son las herramientas de trabajo de nuestros killers
favoritos.
Patricia Cornwell
Post mortem (1990)

Patricia Cornwell nos presentó a la doctora forense Kay


Scarpetta en Post mortem, la primera novela de una saga de una
de las plumas más célebres del suspense a ambos lados del Atlán-
tico. Una serie de mujeres está siendo sistemáticamente violada y asesinada
en sus propias casas. Todo el mundo maneja opiniones e hipótesis, pero
nadie tiene la más mínima idea de la posible identidad del asesino ni del
criterio que emplea para seleccionar a sus víctimas. Por si fuera poco,
información secreta está siendo filtrada a la prensa desde los órganos
policiales, probablemente desde la propia oficina en la que trabaja la doctora
Scarpetta. Las sospechas se centran a su alrededor y el machismo imperante
en el sector no ayuda en absoluto: nunca vieron con buenos ojos el carrerón
emprendido y culminado por la investigadora Scarpetta. La doctora se
dispone a descifrar los asesinatos aportando todas las pruebas forenses que
sean necesarias, pero, como era de esperar, eso despierta la curiosidad del
asesino, que convierte a nuestra protagonista en su próximo objetivo.
Cornwell ha madurado mucho desde su primera novela. Ha madu-
rado al hacer madurar a la doctora Kay, a su sobrina Lucy y al oficial de
policía Pete Marino, pero lo cierto es que nada ha cambiado demasiado.
Triunfó con esta primera historia del mismo modo que ha triunfado con
todas las restantes. La culpa la tienen la experiencia y el saber hacer, como
de costumbre. Cornwell trabajó en un laboratorio forense antes de conver-
tirse en una escritora de éxito internacional. Lo único que ha tenido que
hacer es combinar sus destrezas técnicas con una prosa estricta y sólida que
maneja con soltura la tensión y el suspense. Le ha salido tan bien, de hecho,
que no paran de surgirle epígonos y plagiadores hasta de debajo de las
piedras.

233
Patricia Carroll Daniels, que es el verdadero nombre de la Cornwell, nació
en Miami en 1956. Licenciada en Filología Inglesa. Reportera, biógrafa,
analista informática y escritora técnica para el Jefe Médico Examinador de
Virginia durante seis años. Desde principios de los noventa, Cornwell goza
de una presencia abrumadora en el panorama literario internacional, como
ya saben.

James Ellroy
El asesino de la carretera (1986)

De James Ellroy ya he dicho todo lo que tenía que decir en la


entrada dedicada en esta guía a La dalia negra. Pero, si no les
importa, me gustaría reincidir un poco y recomendarles otra de
sus monstruosas creaciones, The Killer on the Road o El asesino de la carretera.
Esta novela evoca en mis delicadas mientes el nombre de dos amores de
juventud. El primero es Jim Morrison, cantante y líder del grupo
norteamericano The Doors, cuyos pósters, poemas, vídeos y demás
fetiches coleccioné con fidelidad y regocijo durante la adolescencia.
Recuerdo haber plagiado poemas de Morrison que nunca entendí y
recuerdo haberme escudado en aquella frase de Derrida que dice algo así
como que todo poema corre el riesgo de carecer de sentido y no sería nada
sin ese riesgo. Los míos, desde luego, no había por dónde cogerlos.
Cuando se me pasó la fiebre y comencé a escuchar de verdad la música de
The Doors, descubrí algo más que a un icono sexual y a una encarnación
mediocre del viejo Dionisos. Descubrí L. A. Woman. Descubrí a un hombre
gordo y destruido de apenas treinta años neutralizando todo mal y todo
bien en The cars hiss by my window. Y descubrí el temblor y la belleza pluvial
de uno de los mejores temas de todos los tiempos, Riders on the storm.
Recuerden el sonido de la lluvia y la voz de Morrison, oscura como la
garganta de un oso pardo:

234
«Riders on the storm / Riders on the storm / Into this house we’re
born / Into this world we’re thrown / Like a dog without a bone / An
actor out on loan / Riders on the storm / There’s a killer on the road /
His brain is squirmin’ like a toad / Take a long holiday / Let your chil-
dren play / If ya give this man a ride / Sweet memory will die /
KILLER ON THE ROAD, yeah».
El segundo amor de juventud es el pensador francés Michel Foucault,
que después se convirtió en un amor de madurez y, por fin, en el amante más
despiadado de todos los que me han traído a la cama un zumito de naranja.
Cuando aún no me atrevía con Las palabras y las cosas y El orden del discurso me
parecía un suplicio, recuerdo acudir con devoción a los escritos carcelarios y a
las lecciones sobre las prisiones y el poder de las instituciones. Un maestro de
cuyo nombre no quiero acordarme me presentó un escrito espléndido y
estremecedor: Moi, Pierre Rivière, el relato solar de un campesino francés que,
en 1850, mató a su madre, a su hermano y a su hermana y redacta por escrito
una memoria del por qué de sus acciones. Narrativa criminal en primera per-
sona, sin desdoblamiento, sin distancia estética… «Yo, Pierre Rivière, habien-
do degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…».
El asesino en la carretera es un homenaje a las biografías criminales de
comienzos del XVIII, pero tal vez sólo desde el punto de vista de la crítica.
Ellroy escribe a machetazos, como sabemos, y la jungla en la que se adentra
esta vez es el relato en primera persona del periplo vital y criminal del asesi-
no Martin Michael Plunkett. Acusado de cuatro crímenes sangrientos y
horrorosos y sospechoso de muchos más, Plunkett es detenido e internado
en prisión. Durante su reclusión, decide contactar con un agente literario
para contar su biografía criminal en unas memorias que, a juicio de las auto-
ridades, tal vez puedan ayudar a aclarar crímenes no resueltos. Los amantes
de Ellroy ya están condenados, así que no les importará que esta novela
rompa con ciertos hábitos narrativos del autor, sobre todo en lo referente a
los escenarios espacio-temporales. A diferencia de otras entregas, la ciudad
deja paso a la imaginación, el tiempo interior y la memoria. La psicología y
la soledad de la maquinaria cerebral se imponen en este libro a los lugares e
individuos magistrales a los que el estadounidense nos tiene acostumbra-
dos. Plunkett es un poeta delirante, un hado, un pastor beocio tocado por las
musas que, en forma de sombra, le recitan el contenido de la narración. Un

235
demonio metido en el cuerpo que funciona como mecanismo narrativo
para desactivar, de nuevo y sin compasión, la farsa del sistema norteameri-
cano, esta vez desde el prisma de un asesino en serie alentado por el sistema
para generar más y más espectáculo. Obra maestra. Punto.

Bret Easton Ellis


American psycho (1991)

Algunos vivieron los años 80 en Madrid y otros en Manhattan.


En Madrid llevábamos pantalones violetas y zapatillas J’hayber.
Los más comedidos fumábamos hierba, mientras nuestros cole-
gas del barrio caían como moscas a causa de la heroína o se las daban de
nietzscheanos chapoteando en las fuentes públicas. En Manhattan lo mismo,
pero no igual. Yuppies recalcitrantes vestidos con miles de dólares, coches de
lujo, brokers engominados y corbateados con jersey y nudo Windsor, niños
de Wall Street tan próximos al cielo como al ridículo. En Madrid tuvimos a
Nacha Pop, a Juan Madrid, a Alaska y a Almodóvar teñidos de transición. En
Manhattan, la comedia negra americana se despachó a gusto con aquella
generación de criajos prepotentes que no pensaban en nada que no fuera el
dinero, las marcas y la posición social. Patrick Bateman, el personaje de la
célebre American Psycho, de Bret Easton Ellis, es el prototipo perfecto de
aquella muchachada: graduado en la Escuela de Negocios de Harvard, vice-
presidente del departamento de fusiones de la empresa de su padre, aparta-
mento en American Gardens, novia y amante, inteligente, guapo, obsesiona-
do con el cuerpo y el aspecto físico… El único problemilla de Patrick es que,
además de la ropa cara y los coches de lujo, también le gusta partir cráneos,
descuartizar cuerpos y comer restos humanos. El chaval es un psicópata, qué
le vamos a hacer. Un psicópata americano que poco a poco descubre que su
verdadera pasión es el sexo ultraviolento, el asesinato sangriento y el caniba-
lismo. La novela avanza inexorable en una primera persona que termina por

236
neutralizar el escándalo del relato, un individuo aparentemente perfecto
que esconde una bestia en su interior y que se siente cada vez más motivado
según aumentan el peligro y el riesgo. American Psycho es la continuación de
un análisis literario de la década de los ochenta como metáfora de la deca-
dencia norteamericana y del carácter nocivo de sus valores (hincado con Less
than Zero y The Rules of Attraction). Ellis narra con fuerza adictiva, aunque tal
vez demasiada fuerza y demasiado adictiva en contraste con una cierta
carencia de método o de estructura que, quizás, busque enfatizar el carácter
grotesco de las descripciones violentas. Un engendro singular y digno de
atención, prescindible pero recomendable.

Bret Easton Ellis nació en Los Ángeles en 1964. Novelista, ensayista, perio-
dista y académico, ha sido tambaleado por la crítica norteamericana de un
lado a otro del espectro: desde máximo exponente de la Generación X y el
nuevo Hemingway de las letras americanas hasta un sucio sensacionalista,
una mente podrida y perversa que no busca más que la celebridad y la fama
mediante el exceso de sangre, tetas y culos. Millonario a los veintiún años,
Ellis mantiene un estilo crudo y violento que, si quieren que les sea sincero,
se ajusta de manera variable a los relieves del propio cuerpo. Hay días que
Ellis me repugna. Hay días que Ellis me deleita. Ellis nunca me aburre, lo cual
no puedo decir de casi nada y de absolutamente nadie. No me escandaliza. Es
como un niño travieso al que unos días contemplas con estupor y cierta
fascinación y al que otros días no prestas la más mínima atención.

Octavio Escobar Giraldo


Saide (1995 / 2007)

Recuerdo a Tomás Pradera, un colombiano nacido en Mede-


llín y experto en artes marciales con el que compartí piso
durante un par de años. Tomás tenía el cuerpo tatuado e invenci-

237
ble. Bebía infusiones de menta y hierbabuena y hablaba despacio, como si a
cada momento estuviera a punto de levantarse de un brinco y partirte el
cuello de un solo golpe. Me gustaba hablar con Tomás porque a Tomás sólo
le interesaban dos cosas en la vida: la violencia y la literatura. Algún día,
decía, me voy a cansar de tanto aprendiz de poeta y de tanto imbécil que
anda por ahí diciendo que la literatura es la vida, que literatura y vida se
confunden, que la vida es violencia, como la literatura. La literatura y la vida
no se parecen en nada, decía. La literatura y la violencia no se parecen en
nada. Por eso la literatura debe sumergirse en la violencia. La violencia no se
deja decir, te atraviesa el cuerpo como un proyectil incandescente. Por eso
hay que escribir sobre la violencia. Esa es la tarea de la literatura. Relatar la
trayectoria de un proyectil incandescente, narrar el desgarro de la piel y los
músculos, el chasquido de los huesos, el reventar sordo de los órganos inter-
nos. Daba miedo, Tomás, allí sentado, con la infusión y las piernas cruzadas,
grande y musculoso como el Coloso de Rodas. Una tarde me dijo: «En
Colombia hay dos tipos de escritores: los que saben que la vida y la violencia
son más jodidas que la literatura y los que siguen flotando en una nube de
celebridad y algodón de azúcar. Los primeros son casi todos buenos. Los
segundos también son buenos, pero no han entendido absolutamente nada
y eso les convierte en una panda de hijos de puta enormemente peligrosos».
No recuerdo todos los nombres que me dio Tomás en aquella lección
improvisada de literatura colombiana, pero sí algunos. Uno, en particular, del
que mi compañero de piso llegó a decir que bien pudiera haber oficiado de
maestro de ceremonias en un sacrificio azteca: coraje, precisión, instinto de
muerte, un hombre que conoce el sabor de la carne cruda y los ritos y sabe
cómo invocar a los dioses de la tribu. No entendí estas palabras hasta que leí
Saide, del colombiano Octavio Escobar Giraldo, un espejo descarnado y
preciso de la realidad colombiana de los años 80 y 90 que se adentra como un
puñal de obsidiana en la dimensión sociopolítica de la violencia, el narcotráfi-
co, la economía y la corrupción. Sin miedo. Sin embellecimiento ni culto a los
ídolos del criminal clásico, Escobar ha entendido que la violencia es una
modalidad de las relaciones socioeconómicas; que la violencia, como el
poder, nos atraviesa y nos destina; que, a diferencia de lo que ocurre en la
literatura y el cine más comercial, la vida cotidiana de millones de personas se
quiebra y se parte en dos bajo el peso de líneas de fuerza que nos atrapan

238
inexorablemente y que el fatalismo es, sin embargo, la moral de los esclavos.
Saide es una novela negra maravillosamente escrita y, en mi opinión, ajusta-
da al máximo a su propia estatura. Perfecta. Calibrada. Quiero decir que, en
efecto, la historia busca su canal, el contenido su expresión idónea, y Escobar
recurre a la novela negra y policial porque sabe que sólo en su interior, con
agilidad y sin tópicos, puede uno sumergirse en la violencia y la brutalidad
de la cotidianidad colombiana, la injusticia social, el crimen organizado y la
corrupción omnímoda «sin caer en el lamento, la denuncia explícita o la
desesperación». A través de la inmersión en el secreto insondable de los ojos
de Saide, Octavio Escobar Giraldo nos pasea por los parajes de los que oímos
hablar pero nunca visitamos, eso que intuimos y que no cesa, eso que queda
a un lado del camino, como la carroña, y que demanda un relato a la altura
de su propia descomposición.

Octavio Escobar Giraldo nació en Manizales, Colombia en 1962. Es médi-


co y profesor de Literatura en la Universidad de Caldas. Tras la compila-
ción de sus cuentos premiados en El color del agua, publicó El último diario de
Tony Flowers, un libro que los amantes de las clasificaciones definitivas han
calificado de literatura latinoamericana posmoderna. Ahí es nada. Es
autor también de otra novela negra, Destinos intermedios (2010). En 1997
recibió el Premio Nacional de Literatura por De música ligera, en 2002 ganó
el Premio Nacional de Cuento de la Universidad de Antioquía por Hotel en
Shangri-La, y la Bienal Nacional de Novela «José Eustasio Rivera» por El
álbum de Mónica Pont. Escobar tiene un cuento, El perro del guardián, cuyas
primeras líneas pueden darles una idea del talante al que se están enfren-
tando:
«Antes de recibir la corona, una de nuestras reinas de la belleza fue
importunada con la siguiente pregunta: “¿Si usted estuviera en un museo y
se declarara un incendio, qué salvaría: La Gioconda o al perrito del guar-
dián del museo?”. Es famosa la impecable respuesta de la futura soberana
de los colombianos: “Al perrito, porque también son seres humanos”».
Da gusto leer a Escobar Giraldo.

239
Graham Greene
Brighton Rock (1938)

Esta guía contiene ausencias notables. Algunas, supongo,


completamente imperdonables. Graham Greene no será una
de ellas, desde luego, pero sí su obra El tercer hombre. La mayoría
de ustedes pensará que Greene debe estar en esta guía. Yo les pregunto:
¿con qué obra? No con las de corte teológico, eso está claro. A todos nos
admira el británico y pocos dudan de la calidad de El revés de la trama, El
poder y la gloria o El fin de la aventura, pero esas piezas pertenecen al lado
salvaje de Graham Greene y quedan algo lejos de nuestros intereses. Gree-
ne debe estar en cartel con algunas de sus novelas de entretenimiento, tal
como él mismo gustaba de designarlas: novelas policiacas y de espionaje,
en las que el escritor británico homenajea a Eric Ambler decorando la intri-
ga y el suspense con un talento para el pliegue psicológico ciertamente
inusual. ¿Qué obra, entonces? Les oigo alto y claro diciendo al unísono: «El
tercer hombre, El tercer hombre… ¡Fantástica, El tercer hombre, redonda…!»
Pero me temo que no va a poder ser… Me quedo con Brighton Rock. ¿Cómo
dice? Que me quedo con Brighton Rock. ¿Por qué? Muy sencillo: llevo no sé
cuántas páginas peleándome con el cine y no voy a permitir que, precisa-
mente ahora y con Graham Greene, el celuloide me haga besar la lona. El
tercer hombre es una novela de Graham Greene. Es cierto. Una buena nove-
la. Pero la película de Carol Reed, con guión de Korda y del propio Greene,
protagonizada por Wells y Cotten es mucho mejor, y me niego a incluir en
esta guía un libro que esté por debajo de su versión cinematográfica.
Teniendo en cuenta que Graham Greene es uno de los mejores escritores
de literatura de espionaje de todos los tiempos, supongo que podremos
encontrar otro título que no esté supeditado a absolutamente nada. Ese
título es Brighton Rock. Por cierto, eso de que la película supera a la novela
no lo digo yo, lo dice Greene en el prólogo a una de sus ediciones inglesas:
«El filme, en realidad, es mejor que la novela, porque es, en este caso, la
novela en su forma definitiva». Greene escribió la novela para que se con-
virtiera en película. Y eso, amiguitos, siempre se nota.

240
Brighton Rock sigue siendo uno de los mejores ejemplos de literatura
criminal y urbana de la narrativa universal. Greene escribe para entretener,
o al menos eso dice, pero no puede evitar constantes escarceos con la fe
católica, la filosofía, la culpa, el resentimiento, las contradicciones del ser
humano y su extrema fragilidad, la violencia, el odio, el ansia. Pinkie, el
protagonista de esta obra, es un joven gánster que bucea como puede por
los bajos fondos de Brighton, y que pelea como un héroe griego por no
sucumbir a los designios de fuerzas mayores que lo bandean como a un
pelele. Un delincuente de altos vuelos aparece en la ciudad y amenaza con
poner en peligro su pequeño imperio. Pinkie asesina a un periodista en los
primeros compases de la novela y su poder parece estabilizarse, hasta que
entra en juego la figura magistral de Ida Arnold, una mujer decidida a desve-
lar la verdad y vengar el asesinato de un hombre al que alguna vez tuvo la
oportunidad de conocer. Un personaje redondo y ambiguo, confuso y con-
tundente, que equilibra la trama y hace de perfecto contrapeso al terrible
gánster Pinkie. ¿Lo mejor? Lo de siempre: el conflicto moral, la imposibili-
dad de salir vencedor en este juego perverso que unos llaman el universo y
otros la biblioteca y otros el viaje alucinante. ¿Lo segundo mejor? Que
Graham Greene se parece al inmenso Chesterton en un detalle importantí-
simo: mucho idiota se queda en el cliché y decide no abrir las páginas de un
escritor religioso y católico, no vaya a ser que se le contagie algo. Lo segun-
do mejor es el tratamiento de la fe desde el interior de personajes complejos
y maravillosamente elaborados, en cuyo interior la angustia (creyente y no
creyente) se perfila como un accidente de la miseria elemental que atraviesa
al género humano. Gran literatura sin proselitismo. Literatura de entreteni-
miento que, en manos de Greene, funciona como un laboratorio o un cua-
derno de viajes: la plataforma que nos permite pensar despacio sobre aque-
llo que nos incumbe y nos derrota.

Henry Graham Greene (Berkhamsted, Hertfordshire, 2 de octubre de 1904


– Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991) fue un escritor, guionista y crítico británi-
co, cuya obra explora la confusión del hombre moderno, tratando asuntos
política o moralmente ambiguos en un trasfondo contemporáneo. Sensible
e hiperestésico desde muy niño, Greene intentó suicidarse un par de veces
debido a sus experiencias en el internado. Estudió Historia Moderna en

241
Oxford, donde bebió hasta caerse muerto. Trabajó durante años como
periodista y, probablemente, toda su obra literaria proceda de su pasión por
la aventura y los viajes. Sus relaciones con los servicios de inteligencia britá-
nicos han dado lugar a las especulaciones más alucinantes. Tuvo numerosas
amantes en sus ratos libres y solía sentarse a conversar con T. S. Eliot, Her-
bert Read, Evelyn Waugh, Alexander Korda, Ian Fleming y Noel Coward.
Al final de su vida perdió la fe. Nos ha dejado algunas frases memorables:
«Nunca convencerás a un ratón de que un gato negro trae buena suerte».

Rodrigo Rey Rosa


Que me maten si… (1997)

Rodrigo Rey Rosa salió una tarde de su casa en Guatemala,


tomó un taxi en dirección al aeropuerto y se subió a un avión
con destino a Nueva York. Cuando llegó a Nueva York, Rey Rosa
se matriculó en un taller de escritura y conoció a Paul Bowles. Paul Bowles le
dijo:
—¡Madre mía, Rodrigo! ¿Qué llevas debajo del brazo?
—Estos son mis libros, Paul —dijo Rodrigo—. ¿Quieres leerlos?
—¡Claro! —dijo Paul Bowles—. Los leo y te llamo.
Y cuando por fin Paul Bowles levantó el auricular de su teléfono domés-
tico y llamo a Rodrigo Rey Rosa, le dijo:
—¡Madre mía, Rodrigo! Eres un maestro del relato y tus novelas pare-
cen salidas de un lugar en el que me gustaría pasar un par de meses antes de
morir o de seguir escribiendo. ¿Te importa que traduzca al inglés toda tu
obra?
—En absoluto, Paul —dijo Rodrigo—. Será un honor para mí.
—Lo mismo digo, Rodrigo.
Fin.
Supongo que no les basta con saber que la calidad literaria de Rodrigo

242
Rey Rosa convirtió al mismísimo Paul Bowles en un mediador y en un balse-
ro, que es lo que suele decirse de los traductores. Son ustedes exigentes. Lo
comprendo. En todo caso, si no se fían de Bowles ni de mí, fíense de Roberto
Bolaño, que es tan bueno como Bowles y que ha leído un poco más que cual-
quiera de nosotros y dice cosas como éstas: «Los cuentos de Rodrigo Rey
Rosa no los ha escrito nadie en lengua castellana. Antes que él hay grandes
cuentistas, incluso un cuentista genial, que es Borges, pero los cuentos de Rey
Rosa nadie los ha escrito. Son absolutamente propios. Creo que Rey Rosa es
un autor que será estudiado dentro de cincuenta años. Lo tendrán como un
verdadero renovador del relato corto. Los territorios donde se mueve son
territorios que únicamente le pertenecen a él y a su tradición, a lo que lleva
detrás. Porque, desde luego, él no nace sabiendo escribir».
Olvidémonos del futuro por un instante y centrémonos en el tiempo
muerto de la literatura, es decir, en el presente y en el pasado. Los territorios
de los que habla Bolaño son, desde luego, territorios formales, pero también
apuntan a una experiencia histórica concreta, la de Guatemala, y a un desti-
no inexorable, el de la literatura de denuncia que delata, condena, maldice y
escupe sobre los mecanismos de violencia brutal, corrupción política, bar-
barie, desinformación, ignorancia y abusos de poder que caracterizan el
pasado y el presente de la sociedad guatemalteca. Como en el caso de Esco-
bar Giraldo, Rey Rosa apuesta por los parámetros de la novela policial y la
intriga criminal para denunciar (lean El material humano, sentados, a ser
posible, y en un momento de agilidad vital) las múltiples ciénagas de su país
de origen, desde la matanza impune de civiles por parte del ejército hasta las
estrategias de manipulación de masas de los gobiernos. La historia nos lleva
desde Inglaterra a Guatemala mediante la voz entrecortada y plural de
varios personajes, entre ellos Emilia, una joven integrante de una red de
espías que investiga las actividades de oscuros personajes relacionados con
el poder. Del mismo lado que la espía trabajan tres jóvenes de escasos escrú-
pulos y una pareja de ancianos británicos. Emilia está rodeada por las histo-
rias de Ernesto, un militar que decide abandonar el ejército; su padre, que lo
anima a hacerlo debido a los rumores sobre abusos cometidos en terreno
marcial contra los civiles; Pedro, amigo de Ernesto involucrado en el tráfico
de drogas y diversas corruptelas y Lucien, escritor británico de libros de
viajes. Todos ellos son modificaciones de un mismo tempo, un idéntico

243
temblor de tierra bajo nuestros pies, una sacudida infame que Rey Rosa
llama brutalidad, corrupción y barbarie y de la que nunca nadie podrá
librarse.

Rodrigo Rey Rosa nació en Guatemala en 1958. Tras acabar los estudios en
su país, residió en Nueva York y posteriormente en Tánger. En Estados Uni-
dos, donde se instaló tras abandonar Guatemala debido al ambiente de vio-
lencia y crispación, se matriculó en una escuela de cine, pero no llegó a termi-
nar sus estudios. Conoció a Paul Bowles en su taller de escritura. Éste le tra-
dujo sus tres primeras obras al inglés, lo que le permitió darse a conocer en el
mundo anglosajón. Además de escritor, Rodrigo Rey Rosa se ha dedicado a la
traducción al español de obras literarias, entre otras, las de este escritor y
compositor norteamericano. Algunos títulos del escritor guatemalteco han
sido además traducidos a otras lenguas, como el francés y el alemán. Perdo-
nen que insista con Bolaño, pero es que le echo de menos y, además, sus
palabras tienen la precisión de un francotirador apostado en lo más alto de la
Bodleian Library: «Rodrigo Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi gene-
ración y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias
y el más luminoso de todos». Un hombre, al parecer, «que cree en la vida
como sólo creen los niños y los que han sentido la presencia de la muerte».

Patricia Highsmith
El talento de Mr. Ripley (1955)

Puedo prometer y prometo que Patricia Highsmith forma


parte de algunos de mis mejores recuerdos veraniegos. Patricia
es el sol, las tormentas del Pacífico, la resaca en los pies en las
playas de Acapulco, el paseo en barco hasta los riscos que sirven de trampolín
a los clavadistas mexicanos. El talento de Mr. Ripley me acompañó durante
años, cada uno de los veranos en que recorrí de parte a parte todas las costas

244
de México. No me pregunten por qué. Llegaba julio y yo empaquetaba mi
vida y me subía en un avión y procuraba no olvidar dos ejemplares leídos y
releídos durante años que, por alguna extraña razón, me reclamaban nada
más pisar el aeropuerto de Juárez en el DF: El talento de Mr. Ripley, de Patricia
Highsmith y la biografía de Raymond Chandler escrita por Frank Macshane.
La biografía la leía en la playa. La novela en cualquier parte. Conocía Extraños
en un tren, pero nunca sucumbí a su prosa del mismo modo en que sucumbí
al encanto dúplice y cómplice de esta criatura hedonista, impactante y amo-
ral que es el señor Tom Ripley. Tom es un vividor norteamericano de buenas
maneras, un preppy en toda regla, que viaja por encargo a Italia con el fin de
localizar al hijo de Mr. Greenleaf, Dickie, y persuadirle de que vuelva a casa
con su familia. Dickie vive en Sicilia y, a juicio de su padre, está desperdician-
do su vida y olvidando sus responsabilidades en Nueva York. Tom no lo duda
ni un instante y se embarca rumbo a Europa ilusionado con la idea de poder
aprovecharse del viejo y llevar en Italia una vida semejante a la de Dickie. Sin
embargo, poco después de encontrarse con él y con Marge, se crea entre
ellos una tensión creciente de crueldad emocional y sexual que termina con
el asesinato de Dickie a manos de Tom. Ripley se deshace del cadáver y asu-
me la identidad de Dickie, dispuesto a eliminar a cualquiera que pueda
desenmascararle. Cuando la policía comienza a sospechar, Ripley recupera
su identidad y comienza a construir el relato de lo que supuestamente le pasó
al hijo de Mr. Greenleaf. Un relato que es como un artefacto musical, hipnó-
tico e implacable, y que acaba por convencer de la inocencia de Ripley tanto
al lector como a cada uno de los personajes.
Tom Ripley aparece en novelas posteriores: La máscara de Ripley, El juego
de Ripley, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro. En mi opinión, ninguna de
ellas comparable con la primera, donde asistimos a la gestación de una de las
personalidades más desconcertantes de la historia de la novela negra, policial
y detectivesca. Este año he vuelto a leer El talento de Mr. Ripley. Un muchacho
mexicano estaba a punto de hacer un clavado en la roca de la bahía de Aca-
pulco, vertical de treinta metros, peligro de muerte, la tensión acumulada y
el mar golpeando la barcaza. Fui incapaz de separar los ojos del libro. Sucede
muy poco, pero a veces todas las cosas quedan subordinadas y en segundo
plano y se convierten en un accidente de la literatura. El peligro más próxi-
mo o la belleza no son más que un accidente de la narración.

245
Mary Patricia Plangman nació en Texas en 1921 y murió en Suiza en
1995. Alguna vez fantaseó con la idea de apuñalar a su madre, como
todos. La señora había intentado abortar ingiriendo aguarrás durante el
embarazo de Patricia. Conoció a su padre a los doce años. Se trasladó con
su madre y su padrastro a Nueva York y comenzó a escribir muy pronto,
asediada por los fantasmas de la vergüenza, la venganza, la culpa, el cri-
men y el castigo. Estudió Literatura Inglesa, Latín y Griego. Alcohólica y
misántropa, según algunos, Highsmith escribió más de treinta libros,
entre ellos dos gloriosos —Extraños en un tren y El talento de Mr. Ripley— y
nunca se cansó de repetir que prefería la compañía de los gatos y los cara-
coles a la de los seres humanos.

Ira Levin
Un beso antes de morir (1953)

Una vez me desperté borracho en la trastienda de un café berli-


nés. Un bar del Este dirigido por un grupo de intelectuales inso-
portables que había tenido la genial idea de combinar el alcohol, el ping-
pong y el cine independiente. Los viernes había sesión norteamericana. Max
y yo solíamos llegar a eso de las nueve de la noche. Bebíamos cerveza, jugába-
mos al ping-pong en la mesa situada en mitad del local con el resto de los
curiosos y, sobre las diez y media, nos adentrábamos en la parte trasera del
bar y nos acomodábamos en el habitáculo, un espacio pequeño e improvisa-
do con aforo para unas veinticinco personas. Las butacas eran sofás o sillones
enormes, muy antiguos, algunos verdaderamente sucios. Los clientes entra-
ban y salían durante la proyección. La pantalla era enorme. El Ping-Pong-
Bar. Un clásico del barrio turco. El caso es que una noche me quedé dormido
viendo una película en la que aparecía John Cassavetes, que años después se
convertiría en mi confesor y en mi hermano, mi única esperanza junto con
Bergman, Peckinpah y Woody Allen. Cassavetes interpretaba el papel de un

246
piloto de carreras enamorado de Angie Dickinson en The Killers, adaptación
cinematográfica de una novela de Hemingway realizada por Rod Steiger.
Recordé haber visto a ese tipo joven y guapo en un peliculón de Roman
Polanski, Rosemary’s Baby. Y recordé que Roman Polanski había leído un
libro de un tal Ira Levin antes de rodar lo que me pareció un pedazo del cielo
y del infierno al mismo tiempo, una pieza magistral del creador de El inquili-
no, Frenético y Repulsión. Abrí los ojos en la trastienda del Ping-Pong Bar y me
pregunté si existiría algún tipo de conexión invisible entre Cassavetes, Polans-
ki, Ira Levin y Berlín. Decidí leer el libro de Levin en busca de alguna respues-
ta. No encontré nada. Nada en absoluto. Pero leí el libro de Levin y me pare-
ció que Polanski tampoco era para tanto. Al fin y al cabo, el relato era una
obra maestra de proporciones olímpicas. Tan solo había que estar a la altura
e imitar el modelo. Jugar a ser Dios.
Ira Levin pasará a la historia del cine y de la literatura por Rosemary’s
Baby. Me parece muy bien. No tengo nada en contra. Ya les he dicho que el
libro me pareció un milagro. No obstante, me preocupa la posibilidad de que
los lectores caprichosos y los amantes del cine se queden en la superficie de
este libro y no descubran el que, a mi juicio, es el gran regalo del escritor
estadounidense a los lectores caprichosos, a los amantes del cine y a los con-
servadores del museo de la novela negra: Un beso antes de morir, de 1955, la
historia de Bud Corliss, un joven atractivo y extremadamente ambicioso que
asesina a su novia Dorothy Kingship haciendo que su muerte parezca un
suicidio. ¿Por qué la mata? Por dinero. Porque la chica se ha quedado emba-
razada y eso bloquea de inmediato todas las posibilidades del buscavidas de
acceder a la fortuna de los Kingship. El padre, en efecto, la hubiera deshereda-
do en menos de lo que canta un gallo (graciosa expresión). La hermana de
Dorothy, Ellen, no cree la historia del suicidio y comienza a investigar por su
cuenta. Pero entonces conoce a Bud, de quien ignora su pasado, e inicia una
relación sentimental con él. Una obra maestra que le valió a Levin el Premio
Edgar Allan Poe en 1954 y que ha sido llevada al cine en dos ocasiones. Me
hubiera gustado ver la versión protagonizada por Robert Wagner en aquella
trastienda. Aún no entiendo el papel de John Cassavetes en todo esto.

Ira Levin nació en Nueva York en 1929 y murió allí mismo en 2007. Hijo de
un comerciante judío. En la Universidad de Nueva York se licenció en Filoso-

247
fía e Inglés, tras lo cual se enroló en el ejército a comienzos de los cincuenta.
Empezó su carrera como guionista para televisión, estrenando después No
Time for Sergeants, una obra de teatro de Broadway que adaptaba la novela
homónima de Mac Hyman. Levin fue conocido principalmente por sus
novelas de intriga, como Bésame antes de morir. Trampa mortal, escrita poco
después, es su obra de teatro más famosa, con la que obtuvo un importante
éxito en Broadway. Otras dos novelas suyas, que fueron además llevadas al
cine con gran éxito, son Rosemary’s Baby y The Boys from Brazil .

Andreu Martín
Corpus delicti (2002)

Platón y yo nos hemos llevado a la gresca desde el instituto,


pero lo cierto es que el tipo sabía escribir. Escribía muy bien, sí
señor, y contaba historias preciosas. Supongo que la clave de
todos mis rencores está en que no soporto lo que me fascina. La clave, como
decían Emile Cioran, Javier Cercas y John Keats, está en saber si nos atreve-
mos o no a ser felices, si estamos a la altura de lo que nos gusta y nos seduce.
Platón me ha arruinado la vida, como el cine, pero la verdad es que el cabrón
escribía que da gusto. Todas las fantasías post mortem y muchas de las ante
mortem tienen calado platónico —la puñetera historia de la media naranja
también—. Antes de nacer, las almas lo saben todo. La existencia no es más
que sufrimiento y olvido, cárcel, tumba y prisión. Antes de nacer, las almas
de los hombres que serán perecederos pueden elegir sus propios destinos,
seleccionar sus vidas futuras como si se tratara de un coche, una casa o un
pantalón vaquero. A la gresca, ya les digo. Yo me imaginaba a un enjambre
de espíritus luminosos apelotonados frente a las moiras, una muchedumbre
enfurecida y en silencio batallando a codazo limpio por las más porciones
más jugosas. Me imaginaba las almas luchando cuerpo a cuerpo y me pre-
guntaba si alguna vez, en vida, si alguna vez más tarde y en el mundo de los

248
mortales, esas almas tendrían la más mínima posibilidad de reconocerse
entre sí; si, al cruzarse por azar en un paso de peatones, el alfarero y el médi-
co sentirían un escalofrío recorriéndoles todo el cuerpo. Me preguntaba, en
fin, si en esas dimensiones platónicas de la vida antes de la vida y la vida des-
pués de la muerte, nos topamos o no con quienes alguna vez, más tarde,
cumplirán un papel determinante en nuestra biografía.
Andreu Martín ha fantaseado alguna vez con los mitos de Platón. Entre
sus muchas y espléndidas creaciones, les sugiero que se fijen en Corpus delicti,
unas falsas memorias escritas por un personaje que fue tan real como su
enfermedad mental y todos sus crímenes: John George Haigh, conocido
como el vampiro de Londres. Haigh nació en Inglaterra en 1910 y murió
ajusticiado en la horca en 1949. Creció en el seno de una familia pertenecien-
te a la secta Playmouth, una hermandad extremadamente puritana que
consideraba cualquier implicación de modernidad como un instrumento del
demonio para corromper al hombre. Cuando era niño, John tenía un sueño
recurrente: se veía a sí mismo caminando hacia el interior de un bosque de
crucifijos que se transformaban paulatinamente en árboles. Las ramas des-
nudas derramaban gotas de rocío. John se acercaba a los árboles y comproba-
ba que, en realidad, las gotas no eran de lluvia sino de sangre. A su alrededor,
comenzaban a abrirse heridas en los troncos y de ellas manaban abundantes
flujos de líquido rojo y espeso. A lo lejos, una figura distorsionada sostenien-
do una copa se acercaba a él recolectando sangre de los árboles hasta llenarla.
Cuando por fin estaba llena, la figura siempre se la ofrecía a John y le ordena-
ba beberla. John estaba aterrorizado. Deseaba escapar pero, al mismo tiem-
po, sentía una poderosa sed, una sed insaciable que le empujaba a ingerir el
contenido de la copa. Esa sed le acompañó durante toda su vida. Muchos de
sus crímenes no tenían otro objetivo que el de degollar a sus víctimas para
poder beber su sangre directamente del cuello seccionado. Lo capturaron
después de que asesinara a una viejecita en una bodega, le chupara la sangre
e hiciera desaparecer su cuerpo en ácido sulfúrico. El cuerpo del delito.
¿Pero qué tiene todo esto que ver con Platón? El vampiro de Londres
fue ahorcado en 1949. Andreu Martín nació en 1949. El escritor catalán ha
declarado en alguna ocasión que Corpus delicti, «nació como un juego, el reto
personal de ponerme la máscara de John George Haigh, que fue ahorcado el
mismo año que yo nací, por lo que posiblemente nos cruzamos en el cami-

249
no». Posiblemente, como un alma que busca piso nuevo o pide un taxi a la
centralita. En cualquier caso, si unimos la fascinación propia de esta trucu-
lenta historia a la destreza narrativa y el oficio siempre excelente del escritor
barcelonés, lo que nos queda es uno de esos libros que podríamos leer una y
otra vez sin descanso, uno de esos libros que ya hemos leído y recordamos y
tenemos bien localizado en la biblioteca de nuestros hogares. Un libro que
acariciamos muy despacio con los dedos, cautelosamente, con miedo, un
libro afilado que visitamos de noche y que duerme como un animal giron-
diano: «noches en las que súbitamente se comprende que no hay ternura
comparable a la de acariciar algo que duerme».

Andreu Martín nació en Barcelona en 1949. Estudió Psicología. Domina la


obsesión, la psicopatía y la locura, al menos la de sus personajes. Desde muy
niño le fascinaron las historietas. Entre 1971 y 1979 trabajó como guionista
de cómic y colaboró en numerosas revistas. Terminándose ya la década de
los setenta escribe su primera novela, Aprende y calla, con la que inició un
largo camino en el género negro. Entre sus obras destacan Prótesis, Si es no es,
Espera, ponte así, Barcelona Connection, El hombre de la navaja y Bellísimas perso-
nas. Con el escritor y amigo Jaume Ribera ha escrito la inolvidable saga del
detective Flanagan.

Alan Moore / Eddie Campbell


From Hell (1998)

Yo he hecho muchas cosas durante el insomnio. La mayoría de


ellas desesperadas. Nunca he sabido sacarle partido a esas
noches blancas e interminables. Por lo general, soy incapaz de leer o
escribir. No quiero hablar por teléfono. Las películas me exasperan. El sexo
me entristece. Siempre salgo a la calle a caminar y a blasfemar y me fumo dos
o tres cigarrillos antes de volver a casa. No me consuelan las páginas de Cio-

250
ran. El insomnio es una mierda. Punto. El insomnio es un destino, el tormen-
to más sofisticado del catálogo. Cuando vivía en el Norte y era incapaz de
pegar ojo durante los meses de invierno, la idea de caminar quedaba inme-
diatamente descartada. El frío era insoportable incluso para un insomne. Me
quedaba en casa dando vueltas como las panteras en los sueños de H. y curio-
seaba entre los libros del dueño, que no era yo. El tipo tenía una buena colec-
ción de libros y, entre ellos, algunos cómics. A mí no me gustan los cómics.
No soy un buen lector de cómics. Tengo prejuicios y, además, carezco del
entrenamiento y el apetito necesarios para disfrutar de un cómic. Entre
aquellos títulos encontré un volumen más bien grueso firmado por Alan
Moore y Eddie Campbell: From Hell. Lo extraje de la estantería pensando en
las afinidades nocturnas, preguntándome qué es lo que procede del infierno
y de dónde procede el insomnio. Me puse a leer desordenadamente, como
un niño que escucha por primera vez a un grupo de extranjeros. Tardé en
comprender la textura visual y el entretejimiento narrativo del conjunto.
Cuando por fin lo conseguí, estaba dentro de una cueva oscura y rodaba
cuesta abajo por una pendiente dolorosa y deliciosa al mismo tiempo. Estaba
atrapado. El insomnio parecía un recuerdo del pasado.
Tendrán que perdonarme los puristas de ambos bandos. Los lectores
de cómics, por la intromisión y el abuso. Los lectores de novela negra y
policial, por el desliz y el capricho de colar entre mis páginas un volumen
con viñetas y dibujitos. Bueno, verán: a los adictos al cómic les diré que,
además de las bondades gráficas de From Hell, resulta que el guión de esta
historia y el modo de exponerla me parecen dignos de cualquier aproxima-
ción medianamente seria al universo del crimen y del relato del crimen.
Con eso debería bastar, pero voy a ir un poco más lejos. Uno se pone a escri-
bir sobre novela negra y se olvida sin querer de que, como ya enseñara
Walter Benjamin, el formato es la revolución. El cómic de Alan Moore y
Eddie Campbell no debería ser circunscrito a los límites del relato gráfico
por la sencilla razón de que desborda cualquier encasillamiento, porque,
precisamente gracias a su formato, consigue explorar regiones del género
negro y detectivesco a las que, obviamente, no llegan ni la literatura ni el
cine. A los adictos a la novela, en cambio, les aconsejo que dejen de fruncir
el ceño y que lean, que es lo que saben hacer y lo que en realidad les gusta.
From Hell es una novela gráfica donde los mejores rasgos del género coinci-

251
den en un escenario magistral e insólito para el lector ajeno al mundo del
cómic. Se ven más cosas. Se sienten muchas más cosas.
From Hell constituye una versión de la historia del célebre Jack el Destri-
pador, un asesino de identidad difusa que ha alimentado el bolsillo y el imagi-
nario de todo el siglo XX. Una versión, por cierto, bastante desquiciada, en la
que los asesinatos de las prostitutas londinenses deben ser encuadrados en
una estratagema masónica para encubrir el nacimiento de un hijo ilegítimo
del príncipe Alberto, duque de Clarence y nieto de la reina Victoria. Todo
ello de la mano del inspector Abberline, encargado de investigar el caso. El
propio Moore se distancia de la interpretación masónica en el prólogo del
libro, si bien reconoce que le sirvió como estímulo para poner el relato en
movimiento y contar lo que verdaderamente importa: el contraste radical
entre las clases altas de la Inglaterra victoriana y la pobreza infernal de los
trabajadores asalariados, así como el modo en que la brecha salvaje instalada
en la Inglaterra del siglo XIX se traduce en la brutalidad, el crimen y la barba-
rie. Londres es el infierno, y no solamente el hombre que empuña un cuchi-
llo para destripar a un grupo de prostitutas que, al parecer, conocen el secre-
to del príncipe Alberto. El relato es largo y tortuoso, los dibujos generan una
atmósfera angosta, asfixiante e irresistible. Cualquier alma cándida que
alguna vez haya pensado que un cómic es una obra ligera, facilona y menor
concebida para el deleite inofensivo de la mirada neutra o el puro entreteni-
miento, que abra From Hell y descubra el grado de sofisticación que pueden
alcanzar los canales expresivos que nos rodean.

Alan Moore nació en Inglaterra en 1953 y es uno de los guionistas más


importantes de la historia del cómic. Tras ser expulsado del colegio, Moore
pasó varios años trabajando antes de iniciar su carrera como historietista a
finales de los años 70. Hizo ilustraciones para publicaciones más o menos
underground y para revistas de música como Sounds y NME. En 1986 hizo
temblar los cimientos del mundo del cómic de superhéroes con una aproxi-
mación realista en la serie Watchmen, que se convertiría en una de las obras
más destacadas de la década. Posteriormente realiza varios trabajos para las
series de Batman, Wild C.A.T.S., Violador, Supreme, además de otros muchos
cómics independientes. Actualmente, Moore se ha convertido en una leyen-
da por su misantropía e inaccesibilidad. Es ciego de un ojo y sordo de un oído.

252
Eddie Campbell nació en Escocia en 1955. Es ilustrador y dibujante de
cómics. Creador, junto con Moore, de From Hell y mundialmente conocido
por Alec y Bacchus, una serie de historias sobre un puñado de antiguos dioses
griegos que viven entre nosotros y que voy a comprarme en cuanto salga de
aquí. Campbell ha sido sistemáticamente ensombrecido por la figura de
Moore y definido como el dibujante malo de From Hell, una novela gráfica
con un dibujo insoportable y un guión espléndido. Yo no tengo ni idea, pero
me parece que el tipo de historia, el tono de la narración, el contenido y la
agresividad tenebrosa del guión de From Hell sólo pueden ser retratadas con
un diseño como el de Campbell.

Manuel Vázquez Montalbán


Tatuaje (1974)

El doctor Nietzsche, gallardo e implacable, disertó en el prólo-


go a La Gaya Ciencia y Ecce homo sobre la necesidad de convertir
el vino, la comida, la lectura y otras maravillas cotidianas en obje-
to de reflexión filosófica y narración literaria. Hasta ahora, dice Federico,
todo lo que nos ha hecho vivir carece de historia. Fisiología del gusto, afir-
man los franceses. Gastronomía y letras o cómo justificar la existencia ante
un filetón argentino y un bacalao al ajoarriero. Cosas que valen la pena.
Pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena de ser vivida. Aprender a
designar el contexto propicio para relatarlas, mimarlas y consumirlas. Un
libro, por ejemplo. Una conversación. La lectura y el hambre reunidas en la
figura de un escritor o de un orador de olfato y buen paladar, omnívoro. Un
escritor debe ser omnívoro. Un lector, en cambio, selecto y cuidadoso.
Nietzsche siempre me pareció un escritor omnívoro. Se te come las manos
hasta el muñón mientras sostienes muchos de sus libros. Nietzsche me
recuerda a Manuel Vázquez Montalbán. Omnívoros, arrasando en la narra-
ción. Selectos, cuidadosos en la elección de los temas, los platos y las lecturas.

253
Nadie ha sabido integrar con tan buen gusto su pasión culinaria en el interior
de su obra escrita como Vázquez Montalbán. Páginas sublimes sobre el arte
del buen comer. Páginas de salivar, de mantelón y buen vino. Siempre me ha
fascinado que los excelentes pasajes culinarios de Vázquez Montalbán no
sólo sean un homenaje nietzscheano a todo aquello que nos hace vivir y
carece de historia, sino que, además, estén localizados en algunas de las mejo-
res criaturas engendradas por la novela negra de todos los tiempos. Como
Nietzsche, Manuel Vázquez Montalbán tampoco es un hombre. Es dinami-
ta, como lo es Carvalho, escuchen: «Dios ha muerto, el Hombre ha muerto,
Ava Gardner ha muerto, Marx ha muerto, Bromuro ha muerto y yo mismo
no me siento muy bien...».
Seamos humildes. La obra del maestro catalán es inabarcable. Olvíden-
se de Flaubert y de Joyce y de los siete volúmenes de Proust que dicen querer
llevarse a una isla desierta o a las vacaciones en la casa rural. Si quieren leer
como si estuvieran a punto de morir o como si fueran náufragos; si aún sien-
ten la necesidad infantil de responder a la preguntita por las lecturas que se
llevarían a una isla desierta, les propongo a don Manuel. Les propongo, ade-
más, las Reflexiones de Robinson ante un bacalao, para ir abriendo boca y burlar-
nos del destino como dios manda. Humildes, decía. Humildes y funcionales.
Es cierto que a Nietzsche no le gustaban en exceso los orígenes, pero vamos a
hablar de Pepe Carvalho, de modo que no me parece mala idea sugerirles
que, dado que van a entrar en las entrañas del omnívoro, lo haga con método
y concierto. Lo que se van a encontrar en la cueva es literatura con letras
mayúsculas, se lo advierto. Pero también encontrarán índices, símbolos y
termómetros; instrumentos de medición, detectores, comida, cultura a
borbotones, bibliocastia, tensión, suspense, ficción y mucha política. O,
como solía decir Montalbán, relatos de política-ficción. El vientre del omní-
voro está lleno de política ficción y Pepe Carvalho, además del detective
gallego más famoso del globo terráqueo, es, ha sido y será el barómetro de
los cincuenta últimos años de la España del siglo XX: «Los detectives privados
somos los termómetros de la moral establecida». Pocas veces el periodista y
el escritor radiografían y decapitan con tanta precisión el universo desde el
que escriben.
Tatuaje nos presenta el primer caso de Pepe Carvalho. De origen galle-
go, ex agente de la CIA y ex marxista, es un detective privado que vive y traba-

254
ja en Barcelona, mantiene una estrecha relación con una fabulosa prostituta,
Charo, y habita una casa en Vallvidrera donde para encender la chimenea (en
verano), va quemando libros de la biblioteca (tiene tres mil libros, ¡y llega a
quemar el Quijote! Bien hecho, Pepe). Después de nueve años con la CIA,
Carvalho ha decidido comenzar a trabajar por libre. No tiene ahorros. No le
gusta intimar con la policía. Adora el vino casi tanto como a las mujeres y la
buena mesa y, en esta ocasión, se topa con un cadáver que el mar ya no quiere
conservar. El cuerpo de un joven desnudo y desfigurado aparece en la orilla
con un extraño tatuaje grabado en la piel: «he nacido para revolucionar el
infierno». (Era hermoso y rubio como la cerveza / el pecho tatuado con un corazón /
en su voz amarga había la tristeza /doliente y cansada del acordeón). El dueño de
una peluquería contrata a Carvalho para que averigüe la identidad del cadá-
ver. El caso llevará al detective desde Barcelona hasta Holanda tras la pista de
un hombre que siempre tuvo buen ojo con las mujeres y que, como el propio
Carvalho, no ha hecho más que andar y sobrevivir.

Manuel Vázquez Montalbán es el referente de todos los referentes literarios


y periodísticos de este país. Un hombre que ha conseguido, además, cons-
truir un puente de décadas entre el auditorio y el personaje de Carvalho
elaborando una literatura deliciosa desde el punto de vista estético y cruda y
contundente desde el enfoque estrictamente social: desde el derrumbe del
Partido Comunista hasta la caída del felipismo pasando por los años de la
transición democrática, el auge del neoliberalismo o la anestesia generaliza-
da de los últimos lustros. Todo lo ha escrito, todo lo ha pensado. Carvalho no
ha sido más que uno de los canales que ha permitido al escritor catalán refle-
xionar sobre el statu quo y la condición humana. Vázquez Montalbán nació
en Barcelona en 1939 y murió de un ataque al corazón en el aeropuerto de
Bangkok, Tailandia, en 2003. Periodista, novelista, poeta, ensayista, antólogo,
prologuista, humorista, crítico, gastrónomo, culé y prolífico en general. Así
se definió en un par de ocasiones. Creció en un contexto familiarizado con la
cárcel y la represión intelectual. Su padre estuvo en prisión durante los pri-
meros cinco años de vida de Manuel por motivos políticos. Estudió Filosofía
y Letras y Periodismo en Barcelona. Fue condenado a tres años de cárcel por
sus colaboraciones con movimientos antifranquistas. En prisión escribió su
primer ensayo, Informe sobre la información, un texto insuperado hasta la fecha

255
en este país sobre el oficio de escribir y hacer periodismo. Colaboró en nume-
rosas revistas, escribió decenas de ensayos, poemas sin límite, novelas negras
y de otros colores. Su nombre ha pasado a la historia de la literatura española
y europea (por el momento) por su creación en el ámbito de la novela negra y
por la serie de Pepe Carvalho. Me imagino a Montalbán muriendo en el
aeropuerto de Bangkok pensando que la vida es una mierda y que es maravi-
llosa, que la vida es absurda, literatura, chuletón, vino tinto, marisco, críme-
nes, democracia, el Bulli, tele-basura. Me imagino al titán cayendo arrodilla-
do frente al monitor de las salidas y llegadas, enumerando por última vez el
catálogo del cielo y el infierno y los títulos que ya nunca tendría la oportuni-
dad de escribir. Un aeropuerto en Tailandia… La vida es una mierda, pero
existe Montalbán. Descansa en paz, maestro.

Jim Thompson
El asesino dentro de mí (1952)

Les confieso que soy un hombre con tendencia a la exagera-


ción y al verbo. Un tipo de fábula fácil. Carne de diván, de narra-
ción, carne de fotograma: un hombre débil de imaginación desa-
tada con amistades extremadamente peligrosas. Lo que en casa de mi madre
se viene llamando desde hace años un «peliculero». Soy un peliculero. Y por
si aún no se habían dado cuenta, ahí va eso: la primera vez que leí el nombre
de Jim Thompson estaba atravesando lo que me pareció un escenario cine-
matográfico inolvidable. Una mezcla entre el México de Sam Peckinpah y
los moteles de Jim Jarmusch; una habitación similar a aquella en la que
Warren Oates, inmenso, borracho y devastado, con las gafas de sol puestas
todo el tiempo, mete bajo el agua de la ducha la cabeza decapitada de Alfredo
García. Había quedado con Diego para tomar unas cañas. Me acerqué a su
casa. La puerta estaba abierta de par en par. Todo lo demás era innombrable,
restos de comida y platos sucios, botellas vacías, cigarrillos, colillas, cd's

256
blanquecinos, pelucas de mujer, Diego tirado en un sofá con una resaca de
proporciones bíblicas y sin la más mínima esperanza.
—¿Qué te pasa, Johny? —le dije.
—Jim Thompson, respondió.
—¿Quién?
—Jim fucking Thompson.
Tenía varios títulos del tal Thompson tirados junto al sofá. Uno de ellos
estaba pringado de pizza y de cerveza, daba asco mirarlo. El otro parecía más
limpio. Lo alcé del suelo y le pregunté al cadáver: ¿quién es Jim Thompson?
Diego salió corriendo hacia el baño, vomitó, se lavó la boca y las manos y
regresó al sofá. ¿Ves todo esto?, me dijo. Imagínate que Dios existe y que
acaba de crear el cielo y la tierra y toda esa mierda. Ha creado el universo
entero y a todos los animalitos y tal y cual. La cosa no está mal, pero hay un
problemilla. El problema es que Dios es un golfo y trasnocha, como decía
José Mercé, así que el día de la creación llevaba una curda que ni los Rolling,
¿me entiendes?, más ciego que Ramoncín. Así que el mundo existe, pero es
un desastre, un engendro prodigioso, el vómito cósmico de un borracho
omnipotente, omnisciente y moralmente perfecto. Respiró profundamente
y siguió hablando. Si uno aceptara estas premisas, tendría que aceptar tam-
bién que, dado que el borracho es Dios, algo habrá que podamos salvar de
este cocktail etílico que llamamos mundo. Al fin y al cabo, por muy borracho
que esté, es Dios, ¿no? Bien. ¿Y qué salvamos? Pues salvamos a Jim Thomp-
son. ¿Por qué? ¿Acaso porque es lo único puro que puede encontrarse en la
creación? ¡No, querido amigo! Lo salvamos porque no hay nada en este mun-
do que haya sido creado tan a imagen y semejanza de un borracho con pode-
res supremos como Jim Thompson.
Diego sabe lo que dice incluso muerto y yo soy peliculero, así que le
tapé con una manta, escribí una nota de agradecimiento y me llevé el libro
que mi amigo borracho y omnisciente acababa de recomendarme entre
arcadas y delirios: El asesino dentro de mí. Aquella escena sólo podía depararme
horas de placer ininterrumpido. Volví a casa y me senté a leer (nunca me
tumbo a leer, siempre me siento o camino). Si les soy sincero, nunca entendí
las palabras de Diego sobre el Dios ebrio y la creación. Lo único que entendí
aquella tarde es que hay muchas maneras de escupir y blasfemar sin rabia.
Aprendí que el hombre, más que un lobo, es un perro para el hombre: homo

257
homini canis. Un perro callejero, además. Aprendí que Jim Thompson era un
pesimista redomado pero no un llorón, un hombre que ha perdido toda
esperanza en el género humano y sabe que la vida no es más que un atajo de
fieras hambrientas peleándose por un trozo de carne humana.
Lou Ford es el sheriff adjunto en una pequeña localidad de Texas. Sus
vecinos le quieren. Sus colegas le respetan. Nadie sabe que Lou esconde un
secreto del tamaño de una tormenta eléctrica. El zumbido. La tormenta está
a punto de desencadenarse de nuevo en la vida de Lou y ese zumbido que
anuncia un desastre vuelve a los oídos del sheriff, un hombre que cometió un
horrible crimen en su pasado a causa de una extraña enfermedad. La enfer-
medad que se acerca ahora como un gigante haciendo temblar el suelo bajo
los pies de un hombre aparentemente amable, sereno y apacible.
Jim Thompson ha sido ignorado durante décadas. Después murió y las
cosas empezaron a cambiar misteriosamente. Jim Thompson podría seguir
enterrado y desconocido, pero su obra seguiría siendo igualmente grandiosa,
más de una veintena de novelas en las que el escritor estadounidense recoge
el testigo del pulp de los años 40 y 50 y le dota de un extraño toque personal:
una visión desalentadora de la condición humana, un retrato espectacular y
tenebroso de la América profunda, pueblos pequeños, borrachos, policías
corruptos, solitarios, psicópatas, el desierto, un desierto moral sin límites,
como el infierno, decorado con el talento de uno de los grandes maestros del
género negro. Si Jim Thompson no hubiera sido elogiado y llevado a la panta-
lla por mi adorado Peckinpah, es posible que mis palabras tuvieran menos
credibilidad y menos peso, pero les aseguro que serían exactamente las mis-
mas: Jim Thompson no se arrepiente de sus pecados. Sus libros pertenecen ya
al orden de lo sagrado, a la más fiel de las perversiones de un Dios borracho y
omnipotente que juega a las peleas de gallos con sus pobres criaturas.

James Myers Thompson nació en Anadarko, Oklahoma, en 1906. Su padre


era el sheriff del condado de Caddo, un hombre con problemas de juego y
alcohol, dilapidador de fortunas. En casa de los Thompson se fumaba y bebía
desde los diez años. Jim creció bajo la influencia de su abuelo, quien lo inició
en la lectura de los clásicos. Con trece años lo llevaría secretamente a algunas
actuaciones del cabaret burlesque y guiaría sus primeras experiencias de adoles-
cente. Empieza a escribir muy joven y cuando se instalan en Texas, en los

258
años 20, ya ha publicado algunos cuentos en revistas. Fue botones de hotel,
camionero, especialista en explosivos, camarero, vigilante. Afiliado al Parti-
do Comunista. Escribió mucho. Se alcoholizó rápido. Trabajó como guionis-
ta para Hollywood y fue traicionado por Stanley Kubrik en Atraco perfecto y
Senderos de gloria. Jim Thompson apenas recibió atención alguna por parte de
los ambientes literarios y la crítica de su tiempo. Murió en 1977. Una errata
en el anuncio de su funeral propició que no asistieran al sepelio más que un
par de gatos y algunos familiares y amigos.

259
260
ÍNDICE DE AUTORES

Allingham, Margery.....31 Crais, Robert.....118


Ambler, Eric.....203 Cross, Amanda.....208
Aparicio Belmonte, Juan.....204 Dexter, Colin.....120
Atkinson, Kate.....73 Dibdin, Michael.....121
Bardin, John Franklin.....181 Dickens, Charles.....19
Beckett, Simon.....182 Dickson Carr, John.....33
Bioy Casares, Adolfo.....76 Duffy, Stella.....83
Black, Benjamin.....184 Doyle, Arthur Conan.....16
Blake, Nicholas.....32 Dürrenmatt, Friedrich.....122
Block, Lawrence.....74 Ellis, Bret Easton.....236
Borges, Jorge Luis.....76 Ellroy, James.....124,234
Brown, Fredric.....185 Escobar, Octavio.....237
Bufalino, Gesualdo.....209 Estleman, Loren D......85
Burke, James Lee.....78 Evanovich, Janet.....187
Burnett, William Riley.....51 Faulkner, William.....188
Bustos Domecq, Honorio.....76 Fois, Marcello.....126
Cain, James Mallahan.....53 Fossum, Karin.....128
Camilleri, Andrea.....111 Fuentes, Eugenio.....86
Campbell, Eddie.....250 Gaboriau, Èmile.....21
Caspary, Vera.....112 García Pavón, Francisco.....129
Chandler, Raymond.....55 Gardner, Erle Stanley.....39
Chase, James Hadley.....58 Gerritsen, Tess.....190
Chesterton, Gilbert Keith.....35 Giardinelli, Mempo.....191
Child, Lee.....80 Giménez Bartlett, Alicia.....131
Christie, Agatha.....37 González Ledesma, Francisco.....132
Coben, Harlan.....206 Goodis, David.....59
Collins, Wilkie.....15 Gores, Joe.....61
Connelly, Michael.....114 Grafton, Sue.....88
Connolly, John.....81 Greene, Graham.....240
Constantine, K. C......116 Guelbenzu, José María.....133
Cornwell, Patricia.....233 Gur, Batya.....136

261
Hammett, Dashiell.....62 Nadel, Barbara.....155
Hiaasen, Carl.....192 Nesbø, Jo.....156
Highsmith, Patricia.....244 Nesser, Håkan.....157
Hill, Reginald.....137 Padura, Leonardo.....159
Hillerman, Tony.....138 Paretsky, Sara.....97
Himes, Chester.....141 Parker, Robert Brown.....99
Hornung, Ernest William.....22 Pelecanos, George.....101
Household, Geoffrey.....41 Poe, Edgar Allan.....25
Hume, Fergus.....23 Popp, Walter.....103
Indriðason, Arnaldur.....144 Rankin, Ian.....153
Innes, Michael.....42 Raymond, Dereck.....161
James, Phylis Dorothy.....145 Reichs, Kathy.....198
Kerr, Philip.....90 Reig, Rafael.....104
Khadra, Yasmina.....146 Rey Rosa, Rodrigo.....242
Larsson, Åsa.....196 Robinson, Peter.....163
Larsson, Stieg.....194 Sayers, Dorothy Leigh.....46
Leather, Stephen.....148 Schlink, Bernhard.....103
Leblanc, Maurice.....27 Sciascia, Leonardo.....164
Lehane, Dennis.....149 Silva, Lorenzo.....166
Leon, Donna.....151 Simenon, George.....167
Leonard, Elmore.....214 Sjöwall, Maj.....169
Levin, Ira.....246 Spillane, Mickey.....68
Levrero, Mario.....211 Subcomandante Marcos.....106
Macdonald, Ross.....65 Sullivan, Vernon.....221
Madrid, Juan.....92 Taibo II, Paco Ignacio.....106
Mailer, Norman.....216 Thompson, Jim.....256
Mankell, Henning.....152 Trapiello, Andrés.....224
Margolin, Phillip.....197 Vargas, Fred.....172
Márkaris, Petros.....153 Vázquez Montalbán, Manuel.....253
Marsh, Ngaio.....44 Vian, Boris.....221
Martín, Andreu.....248 Villar, Domingo.....173
McCall Smith, Alexander.....94 Wahlöö, Per.....169
McCoy, Horace.....67 Walsh, Rodolfo.....225
Mendoza, Eduardo.....218 Wambaugh, Joseph.....175
Millar, Margaret.....220 Wilson, Robert.....176
Moore, Alan.....250 Woolrich, Cornell.....228
Mosley, Walter.....95 Xiaolong, Qui.....177

262
ÍNDICE DE TÍTULOS

A de adulterio.....88 El eco negro.....114


Aguas profundas.....155 El expediente Archer.....65
American Psycho.....236 El hombre al que le gustaban
Animal acorralado.....41 los tomates tardíos.....116
Arsenio Lupin, caballero ladrón.....27 El hombre hueco.....33
Black & Blue.....160 El infiltrado.....148
Brighton Rock.....240 El interior del bosque.....86
Camino púrpura.....78 El lejano país de los estanques.....166
Cien dólares baby.....99 El loco de Bergerac.....167
Condenados al silencio.....176 El misterio de Edwin Drood.....19
Con las mujeres no hay manera.....221 El misterio del coche de punto.....23
Corpus delicti.....248 El mono bajo la lluvia.....118
Cuando el rojo es negro.....177 El percherón mortal.....181
Dejen todo en mis manos.....211 El secreto de Christine.....184
Di adiós al mañana.....67 El sueño eterno.....55
Disparen sobre el pianista.....59 El talento de Mr. Ripley.....244
Doble cuerpo.....190 El tigre de Londres.....31
El asesinato de Roger Ackroyd.....37 Estudio en escarlata.....16
El asesinato del sábado por la mañana.....136 Expedientes.....73
El asesino de la carretera.....234 From Hell.....250
El asesino dentro de mí.....256 ¡Hamlet, venganza!.....42
El caballero y la muerte.....164 Huye rápido, vete lejos.....172
El cadáver arrepentido.....133 Jackie Brown.....214
El camino difícil.....80 Jugando con fuego.....163
El cartero siempre llama dos veces.....53 La aventura del tocador de señoras.....218
El caso de la mecanógrafa asustada.....39 La bestia debe morir.....32
El caso Lerouge.....21 La chica del calendario.....83
El coche de bomberos que desapareció.....169 La chica del club.....137
El demonio vestido de azul.....95 La ciudad del motor.....85
El diablo vuelve a casa.....161 La dalia negra.....124
El disparatado círculo La falsa pista.....152
de los pájaros borrachos.....204 La inocencia del padre Brown.....35

263
La jungla de asfalto.....51 Muerte en un país extraño.....151
La justicia de Selb.....103 Muertos incómodos.....106
La lista negra.....97 Mystic River.....149
La llave de cristal.....62 Némesis.....156
La mujer del lunar.....157 No hay orquídeas para
La noche a través del espejo.....185 Miss Blandish.....58
La paciencia de la araña.....111 No se lo digas a nadie.....206
La piedra lunar.....15 Paisaje de otoño.....159
La playa de los ahogados.....173 Post mortem.....233
La primera águila.....138 Que me maten si… .....242
La primera detective de Botswana.....94 Qué vida esta.....187
La promesa.....122 Qui pro quo.....209
La química de la muerte.....182 Revolución en las calles.....101
La ventana indiscreta.....228 Ritos de muerte.....131
La voz.....144 Sabor a muerte.....145
Ladrón de guante blanco.....22 Saide.....237
Laguna muerta.....121 Sangre a borbotones.....104
Las hermanas coloradas.....129 Sangre derramada.....196
Laura.....112 Santuario.....188
Lazos mortales.....197 Seis problemas para
Los amigos del crimen perfecto.....224 don Isidro Parodi.....76
Los asesinatos de la calle Morgue.....25 Siempre caro.....126
Los atormentados.....81 Spade & Archer: antes de
Los hombres que no amaban «El halcón maltés».....61
a las mujeres.....194 Tatuaje.....253
Los muertos de Jericó.....120 Una historia sucia.....203
Los nuevos centuriones.....175 Una mujer en tu camino.....128
Los secretos de Oxford.....46 Una novela de barrio.....132
Los tipos duros no bailan.....216 Un beso antes de morir.....246
Luna caliente.....191 Un beso de amigo.....92
Lunes de ceniza.....198 Un caso perdido.....192
Más allá hay monstruos.....220 Un hombre ciego con una pistola.....141
Morituri.....146 Un paseo entre las tumbas.....74
Muerte de un payaso.....44 Variaciones en rojo.....225
Muerte en Estambul.....153 Violetas de marzo.....90
Muerte en la cátedra.....208 Yo, el jurado.....68

264
Guía de
la novela negra es un
libro editado fuera de colección.
Compuesto en tipos Dante, este texto
se terminó de imprimir en los talleres de
KADMOS por cuenta de ERRATA NATURAE
EDITORES en octubre de dos mil diez, poco más
de un siglo después de que Fernando Pessoa, que
con discreción abre y cierra este volumen,
pagara su primera cuota como socio del
Albatros Crime Club y comenzara a recibir
en contrapartida y por correo certifica-
do las últimas publicaciones inter-
n a c i o n a l e s d e n ove l a
detectivesca.

También podría gustarte