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Para esa segunda arquitectura de la violencia y el dolor:

“(…) Para empezar el insulto es una de las herramientas preferidas de la discriminación social. Casi
diría que en el terreno del lenguaje la discriminación se reduce apenas a eso, a poner como figura
alguna de las variantes más o menos refinadas o brutales del insulto. Cualquier discriminación
contra un grupo social, al expresarse, al hacerse carne en el lenguaje, necesariamente insulta.
Después son muy importantes los modos. El insulto brutal supone una suspensión del pensamiento,
y correlativamente el que discrimina brutalmente no piensa.

(…) La discriminación seria esa reacción que al poner en exterioridad el orden propio consigue
evacuar ciertos malestares, y el insulto su rostro más visible. Hay una cuestión mas, el insulto
también es usado como una estratagema de la razón para rendirse aparentando vencer, para
detenerse sin dejar de pronunciar la última palabra, y en este sentido también encubre la defensa
ciega y violenta de un orden. En la enumeración de los sofismas hay uno llamado error in
personam, que consiste en contestar un argumento atacando al argumentador. No se rebate nada,
sino que se distrae de las discusiones, o se evita, o se les pone fin. Se interrumpe la actividad de
pensar. Estas es otra de las funciones negativas del insulto: ser en este caso el enemigo que se
hizo fuerte en nuestro intelecto. La razón insultadora es la que renuncio a pensar, la que renuncio a
la razón para entregarse a la violencia.

(…) Una manera de evitar que la mente quede tomada por el insulto, y opere subordinada a él, es
intentarla operación contraria, posicionarse ante el insulto observándolo, pensándolo conociéndolo,
esto es, teniendo dominio sobre él. En algún momento se me ocurrió una utopía, echar las bases
para la construcción de una ciencia del insulto. Se trataría no de expulsarlo sino de convertir el
objeto agresivo en objeto de estudio, en materia de aprendizaje. Una suerte de utopía política,
emparentada con esta ciencia y con el proyecto sarmientino de educar al soberano: hacer de la
Argentina un pueblo formado en el insulto para que su rebelión supere el estadio del insulto, o del
elogio, que es su pariente condescendiente, y pase a de las propuestas.

(…) La expresión “no seas mogolico”, dicha con el tono apropiado, suena como una mezcla de
consejo e insulto. En ese maridaje entre el cariño y la injuria, o entre la pedagogía y la
infantilización, hay una posible clave para entender la relación históricamente predominante de la
política, que es entre autoridad y subordinado. Un conflicto de atracción y rechazo, una suma
contradictoria de simpatía y desprecio, como en la famosa frase “mis queridos cabecitas” (o
“grasitas”, o “descamisados”) usada por Perón y sobre todo por Evita en algunos discursos.
Siempre que uno de estos adjetivos injuriosos se instituye dentro de una relación hay una
discriminación negativa en juego, un intento por disminuir al otro, incluso entre amantes, o entre
madre y su hijo, o cuando un líder querido por sus seguidores pronuncia “cariñosamente”.

(…) En cuanto a los objetivos tácticos, una gama amplia de los insultos apunta a atacar la
capacidad intelectual del otro. Este es uno de los puntos fuertes de concentración injuriosa. Boludo,
pelotudo, imbécil, idiota, tarado, mogolico, para no hablar de los más leves bobo o tonto, juegan
con la minusvalía mental para agredir al destinatario, o minusvaluarlo. Otros apuntan a alguna
deficiencia corporal. Otros a las creencias, a los orígenes, a la pertenencia social, racial, religiosa,
etc. En el ámbito político siempre me pareció notable que algunas palabras, como ¡fascista! y por
otro lado ¡comunista!, en vez de describir una adhesión partidaria o un ideario del otro, tiendan a
ser pronunciadas con una fuerte carga injuriante. Curiosamente se podría decir que insultar a
alguien autoritario llamándolo fascista, por su falta de rigurosidad e impropiedad, termina siendo un
acto autoritario, en sentido figurado una acción “fascista”.

(…) Otra característica del insulto. Se trata de que en principio, para que se constituya, tiene que
haber una intención de ofender. Per aveces, aunque esa intención falte, hay una sensibilidad
predispuesta a sentirse lastimada ante ciertas expresiones, incluso si son dichas con todo respeto.
Los judíos, lo negros, por dar un par de jemplos, están atentos a un posible uso ofensivo cada vez
que esas palabras son pronunciadas por alguien exterior a su grupo. Tienen la sensibilidad
exarcebada por décadas y siglos de maltrato. Entonces surgen los eufemismos como un recurso
que la gente respetuosa prefiere usar antes que ofender sin intención: en ves de negros dicen
gente de coor, que me parece terrible, y en vez de judíos israelitas, que no es lo mismo.

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