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El conde Magnus (Count Magnus) es un relato de vampiros del escritor inglés M.R.

James
(1862-1936), publicado en la antología de 1904: Historias de fantasmas de un anticuario
(Ghost Stories of an Antiquary).

El conde Magnus, uno de los mejores relatos de M.R. James, narra la historia de un
viajero, el señor Wraxall, que llega a Suecia y descubre —por casualidad o nefasto
capricho del destino— una misteriosa figura: el conde Magnus, a su vez basado en un
personaje histórico: el conde Magnus Gabriel De la Gardie.

Muchos consideran que El conde Magnus es, en definitiva, una ficción que retrata un
acontecimiento realmente inquietante en la vida del autor, conocido como el episodio de
M.R. James y el demonio de la catedral.

Es importante señalar que El conde Magnus no es el clásico relato de vampiros del siglo
XIX; por el contrario, el cuento de fantasmas de M.R. James se caracteriza por integrar
varios elementos tradicionales de la novela gótica pero desde una perspectiva
completamente nueva para la época.

EL CONDE MAGNUS.
Count Magnus; M.R. James (1862-1936)

De qué modo llegaron a mis manos los documentos que me han servido para tejer una
historia coherente es algo que el lector averiguará al final. Sin embargo, es preciso que
estos extractos vayan precedidos de una aclaración sobre la forma en que obran en mi
poder.

Consisten en una serie de textos compilados para un libro de viajes, literatura de moda en
el siglo XIX, durante los años cuarenta y cincuenta. Un buen ejemplo es el Diario de una
estancia en Jutlandia y las islas danesas, de Horace Marryat. Por lo general estos libros
hablaban de alguna región poco conocida; ilustrados con xilografías, y daban información
sobre alojamientos y medios de comunicación como esperamos encontrar hoy en
cualquier guía turística, y consistían en entrevistas con hombres cultos, posaderos
ocurrentes y campesinos parlanchines; gente abierta en una palabra. La idea era compilar
material para un libro así.

Su autor es un tal señor Wraxall. Lo que sé de él procede de los datos que aportan sus
escritos, de los que infiero que era un hombre de mediana edad, posición acomodada, y
solo. Por lo visto carecía de residencia fija en Inglaterra y era asiduo de hoteles y posadas.
Es probable que abrigara la idea de establecerse en un futuro que jamás llegó para él; y
creo también que muy posiblemente el incendio del Panthecnicon de principios de los
setenta destruyó gran cantidad de material que habría arrojado abundante luz sobre sus
antecedentes, porque alude una o dos veces a las pertenencias que guardaba almacenadas
en ese establecimiento. Parece ser, además, que el señor Wraxall había publicado un libro
a propósito de unas vacaciones que había pasado una vez en Bretaña. Salvo eso, no sé
nada más de tal libro, porque después de buscarlo activamente en las bibliografías he
llegado al convencimiento de que debió de sacarlo a la luz de manera anónima o bajo
seudónimo.

En cuanto a su carácter, no es difícil formarse una opinión. Debió de ser un hombre


inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de entrar en el consejo de gobierno de su
Colegio de Oxford, el de Brasenose, según deduzco del calendario. Su principal defecto
fue una excesiva curiosidad; un defecto quizá positivo en un viajero, pero que éste en
concreto pagó bastante caro al final. Estaba elaborando el esquema de otro libro sobre la
que resultó ser su última expedición. Escandinavia, una región no tan conocida por los
ingleses hace cuarenta años, le había parecido un campo interesante. Debió de topar con
unos cuantos libros antiguos de historia o memorias de Suecia, y se le ocurrió que había
materia para una descripción del viaje por Suecia, entremezclado con episodios de la
historia de alguna gran familia sueca. Así que se proveyó de cartas de presentación para
personas importantes en Suecia, y partió a principios del verano de 1863.

No hace falta que hable de sus viajes por el norte ni de su estancia en Estocolmo. Sí debo
decir que cierto savant residente le puso tras la pista de una importante colección de
documentos familiares pertenecientes a los propietarios de una antigua mansión de
Vestergothland y le consiguió un permiso para examinarlos. Llamaremos a dicha mansión
Rábäck (pronunciado algo así como Roebeck), aunque no es ése su nombre. De los
edificios de su género, es uno de los mejores de toda la comarca, y el grabado de 1694
que lo reproduce en Suecia antigua et moderna, de Dahlenberg, lo muestra prácticamente
tal como el turista puede verlo hoy. Se construyó poco después de 1600, y en términos
generales es muy semejante a las casas inglesas de ese período en lo que respecta a
materiales —ladrillo rojo y de piedra—. El hombre que mandó construir esta mansión era
vástago de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes aún son dueños de ella. De
la Gardie es el apellido con que les voy a designar cuando tenga que hablar de ellos.

Acogieron al señor Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le insistieron en que se


alojara en la casa durante sus investigaciones. Pero prefiriendo la independencia, y
desconfiando de su capacidad para conversar en sueco, se instaló en la posada del pueblo.
Este arreglo suponía hacer andando todos los días, contando la ida y la vuelta, algo menos
de una milla hasta la mansión, que se alzaba en un parque y la rodeaban -diríamos que
ocultaban- unos cuantos árboles añosos y corpulentos. Cerca de ella encontrabas el jardín
vallado, y a continuación una apretada arboleda que bordea uno de esos lagos de que está
salpicado el país. Después venía el muro que cerraba la propiedad, y ascendías a un
empinado monte, y en la cima estaba la iglesia cercada de árboles altos y oscuros: era un
edificio singular para unos ojos ingleses. La nave central y las laterales eran bajas, y
estaban ocupadas con bancos y galerías. En la galería oeste se alzaba un órgano antiguo,
de colores alegres y tubos plateados. El techo había sido decorado por un artista del siglo
XVII con un extraño y horrendo juicio final lleno de llamas pálidas, ciudades que se
derrumbaban, barcos ardiendo, almas llorando y demonios marrones y sonrientes. Del
techo colgaban coronas de latón; el púlpito era como una casa de muñecas, y estaba
cubierto de pequeños querubines y santos en madera policromada; adosado al atril del
predicador había un estante con tres ampolletas. Cosas así pueden verse hoy en muchas
iglesias suecas, pero lo que distinguía a ésta era un añadido al edificio original.

Adosado al extremo este de la nave norte, el dueño de la mansión había erigido un


mausoleo para él y su familia. Consistía en un edificio octogonal alargado, iluminada por
una serie de ventanas ovaladas, y con el techo en cúpula, coronado por una especie de
calabaza que se prolongaba hacia arriba en espiral, forma que les gustaba enormemente a
los arquitectos suecos. La cubierta era de cobre y estaba pintada de negro, mientras que
los muros eran blancos. Este mausoleo carecía de acceso desde la iglesia; tenía su pórtico
y escalinata en la fachada norte. Pasado el cementerio que rodea la iglesia arranca el
camino del pueblo, y en sólo tres o cuatro minutos se llega a la puerta de la posada.
El primer día de estancia en Rábäck, el señor Wraxall encontró la iglesia abierta, y tomó
notas del interior que acabo de resumir. No pudo entrar en el mausoleo. Observó, mirando
por el ojo de la cerradura, que tenía bellas imágenes de mármol, sarcófagos de cobre y
abundantes ornamentos heráldicos, cosa que le puso muy ansioso en pasar un buen rato
inspeccionando. Los papeles que examinó resultaron ser del tipo que quería incluir en su
libro. Había correspondencia familiar, diarios y libros de los primeros dueños, todo
guardado y escrito con letra clara, lleno de detalles curiosos. El primer De la Gardie
aparecía en ellos como un hombre fuerte e inteligente. Poco después de construida la
mansión hubo un período de agitación en la comarca, los campesinos se habían levantado
y habían atacado varios castillos causando algún estrago. El dueño de Rábäck tuvo un
papel destacado en la represión de la revuelta, y se hacía referencia a la ejecución de los
cabecillas y a diversos castigos infligidos con mano implacable.

El retrato de este tal Magnus de la Gardie era de los mejores que había en la casa, y el
señor Wraxall lo estudió con interés. No da una descripción detallada de él, pero intuyo
que el rostro debió de causarle impresión más por su fuerza que por su belleza; de hecho,
dice que el conde Magnus era un hombre fenomenalmente repugnante.

Ese día el señor Wraxall cenó con la familia y regresó andando ya tarde, aunque aún no
era de noche.

Recordar preguntarle al sacristán —escribe— si puede dejarme entrar en el mausoleo


junto a la iglesia. Está claro que él sí puede porque le he visto esta noche delante de la
puerta.

Encuentro que al día siguiente, por la mañana temprano, el señor Wraxall tuvo una
conversación con el posadero. Al principio me sorprendió que la consignara con detalle,
pero en seguida me di cuenta de que los papeles que tenía ante mí eran, inicialmente al
menos, material para el libro que pensaba escribir, y que iba a ser de esas obras que
admiten la inclusión de entrevistas. Su propósito, dice, era averiguar si subsistía alguna
noticia oral del conde Magnus de la Gardie en el escenario donde desplegó sus
actividades, y si gozaba o no de la estima popular. Averiguó que el conde no era querido.
Si sus colonos llegaban tarde al trabajo se les ataba al potro, o eran azotados en el patio
de la mansión. Hubo uno o dos casos de dueños de tierra que adentraron su linde en los
dominios del señor, y cuyas casas habían ardido de manera misteriosa una noche de
invierno con toda la familia dentro. Pero lo que parecía tener más impresionado al
posadero —porque volvió sobre ello más de una vez— era que había tomado parte en la
Peregrinación Negra, de la que se había traído algo o a alguien.

Naturalmente, me preguntaréis —como hizo el señor Wraxall— qué es eso de la


Peregrinación Negra; pero vuestra curiosidad tendrá que quedar insatisfecha, como quedó
la del señor Wraxall. El posadero eludió darle explicaciones, o responderle siquiera; y al
requerirse su presencia en otra parte, se apresuró a marcharse con evidente alivio,
asomando la cabeza por la puerta unos minutos después para decir que tenía que salir para
Skara y que no estaría de vuelta hasta la noche. Así que el señor Wraxall tuvo que acudir
un poco frustrado a su trabajo diario en la mansión. Los papeles que tenía entre manos en
ese momento dieron muy pronto otro curso a sus pensamientos, ya que se trataba de la
correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima casada Ulrica Leonora,
de Rábäck, durante los años 1705-1710. Las cartas eran de excepcional interés, dada la
luz que arrojaban sobre la cultura de ese período en Suecia, como puede confirmar
cualquiera que las haya leído en el Boletín de Manuscritos Históricos de Suecia, donde
se publicaron en su totalidad.

Por la tarde había terminado con ellas, y tras devolver las cajas donde se guardaban a su
sitio en la estantería, procedió a bajar algunos de los volúmenes para decidir a cuál se
dedicaría al día siguiente. El anaquel con el que había dado estaba ocupado en su mayor
parte por una colección de libros de contabilidad, con la letra del primer conde Magnus.
Uno de ellos, no era de cuentas, sino de alquimia, escrito con otra letra del siglo XVI.
Como no está familiarizado con la jerga alquímica, el señor Wraxall dedica un tiempo
que habría podido ahorrarse a desentrañar los títulos y preámbulos de diversos tratados:
el libro del Fénix, el libro de las Treinta Palabras, el libro del Sapo, el libro de Miriam, el
Turba philosophorum y otros; y seguidamente expresa con gran entusiasmo su alegría al
descubrir hacia la mitad del libro, en una hoja originalmente en blanco, cierto escrito del
propio conde Magnus titulado: Liber nigrae peregrinationis.

Es cierto que eran sólo unas líneas, pero bastaban para demostrar que el posadero se había
referido esa mañana a una creencia al menos tan antigua como el propio conde Magnus,
y que probablemente éste compartía. He aquí la traducción del escrito:

...Si alguien quiere obtener una vida larga, si quiere asegurarse un mensajero fiel y ver la
sangre de sus enemigos, debe ir primero a la ciudad de Chorazin, y rendir allí homenaje
al príncipe... —aquí había raspada una palabra borrada, de manera Wraxall la sustituyó
por aeris (del aire). Pero no había más texto: sólo una línea en latín:

Qui ere reliqua hujus materiei inter secretiora.


(Ver el resto de esta materia entre las cosas más secretas)

Es innegable que esto arrojaba una luz siniestra sobre los gustos y creencias del conde;
pero para el señor Wraxall la idea de que a su poder hubiera podido añadir la alquimia, y
a la alquimia algo así como la magia, no contribuyó sino a hacérselo más pintoresco; y
cuando, tras contemplar su retrato en el vestíbulo, emprendió el regreso a la posada, lo
hizo absorto en el conde Magnus. No tenía ojos para ver a su alrededor, ni percibía las
fragancias vespertinas del bosque, ni la luz del crepúsculo en el lago; y cuando de repente
volvió en sí, se quedó asombrado al descubrir que se hallaba ya ante la reja del cementerio.
Su mirada se detuvo en el mausoleo.

— ¡Ah, estás ahí, conde Magnus! —Dijo— ¡Cómo me gustaría verte!

Como les ocurre a muchos hombres solitarios —escribe—, tengo el hábito de hablar solo
en voz alta; y a diferencia de las partículas griegas y latinas, no espero respuesta. Desde
luego, y quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni nada digno de tener en
cuenta: lo único que pasó fue que a la mujer que limpiaba la iglesia se le cayó al suelo
algo metálico, supongo, y el ruido me sobresaltó. El conde Magnus, creo, duerme
profundamente.

Esa misma noche, el posadero, que había oído decir al señor Wraxall que quería ver al
cura ó diácono (como suelen llamarlo en Suecia), le presentó a dicho personaje en el bar
de la posada. Al punto quedó acordada para el día siguiente una visita al panteón de De
la Gardie, y siguió una pequeña charla general. Al señor Wraxall —recordando que una
de las funciones de los diáconos escandinavos es instruir a los que van a recibir la
confirmación— se le ocurrió refrescar su propia memoria sobre una cuestión bíblica.

—¿Podría decirme algo —dijo— sobre Chorazin?

El diácono pareció sobresaltarse, pero le explicó de buen grado cómo ese pueblo fue
denunciado una vez.

—Seguramente —dijo el señor Wraxall—, hoy no quedarán de él más que ruinas.

—Eso espero —replicó el diácono—. Nuestros viejos sacerdotes dicen que el Anticristo
nacerá allí; y hay rumores.

—¿Y qué cuentan esos rumores? —preguntó el señor Wraxall.

—Rumores, iba a decir, que he olvidado —dijo el diácono, y poco después se despidió.

El posadero se quedó solo y a merced del señor Wraxall.

—Herr Nielsen —dijo—, he averiguado algo sobre la Peregrinación Negra, así que puede
contarme lo que sepa. ¿Qué trajo consigo el conde a su regresó?

Puede que los suecos sean lentos en contestar, o puede que el posadero fuera una
excepción, no sé; pero el señor Wraxall anota que se le quedó mirando al menos un minuto
antes de abrir la boca. Luego se acercó a su huésped y, tras un esfuerzo considerable, dijo:

—Señor Wraxall, voy a contarle esa historia, pero nada más: ninguna más. Así que no me
pregunte nada cuando termine: en tiempos de mi abuelo (o sea, hace noventa y dos años),
dijeron dos hombres: El conde ha muerto; se acabaron las preocupaciones. Esta noche
cazaremos a placer en su bosque. Es decir, el gran bosque que cubre el monte, que ha
visto usted detrás de Rabäck. Bien, pues los que les oyeron les dijeron: No vayáis; seguro
que si vais os encontraréis con alguien que no debería andar; con alguien que debería
reposar, no andar. Pero los dos hombres se echaron a reír. No había guardabosques que
vigilasen, porque nadie quería cazar allí, y la familia no estaba en la casa, de modo que
podían hacer lo que quisieran.

Fueron al bosque esa noche. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta sala. Era verano, y
con la ventana abierta podía ver el bosque, y oírlo. Estaba con dos o tres parroquianos,
escuchando. Al principio todos estaban en silencio; después oyeron a alguien (ya sabe la
distancia que hay) gritar como si le arrancaran el alma. Los que estaban aquí se
horrorizaron, y permanecieron así al menos tres cuartos de hora. Después oyeron a alguien
a sólo unas trescientas anas: le oyeron reír a carcajadas; no era ninguno de los que habían
ido a cazar, y lo cierto es que nadie de los presentes aquí se atrevió a decir que fuera una
risa humana. Poco después oyeron cerrarse una enorme puerta.

Esa madrugada, cuando salió el sol, fueron todos al cura, y le dijeron:

—Padre, vístase y venga a enterrar a Anders Bjórnsen y Hans Thorbjorn.


Como comprenderá, estaban seguros de que habían muerto. Así que fueron al bosque. Mi
abuelo jamás lo olvidó; contaba que iban muertos de miedo. El cura, también, estaba
blanco como el papel. Después de escucharles comentó:

—He oído un alarido en mitad de la noche, y después he oído una risa. Si no consigo
olvidar eso, no podré volver a dormir.

Fueron, pues, al bosque, y encontraron a esos hombres en la linde. Hans Thórbjorn estaba
de pie, con la espalda contra un árbol, y no paraba de empujar con las manos el vacío que
tenía delante. Así que no había muerto. Lo llevaron a Nykjoping; pero murió antes del
invierno; estuvo empujando con las manos hasta el final. También encontraron a Anders
Bjornsen; pero estaba muerto. De él le puedo decir esto: había sido un hombre guapo,
pero ahora no tenía rostro; le habían succionado la carne, dejándole los huesos. Mi abuelo
no lo olvidó. Cargaron a Anders Bjórnsen, le echaron un trapo sobre la cabeza, abrió la
marcha el cura, y se pusieron a cantar el salmo de difuntos lo mejor que sabían. Y cuando
iban por el final del primer versículo, tropezó uno de ellos, el que llevaba la cabeza de la
camilla, por lo que los otros se volvieron, vieron que los ojos de Anders Bjórnsen miraban
fijamente porque no tenían párpados que los cerrasen. No podían soportarlo. Así que el
cura volvió a echarle el lienzo encima, mandó traer una azada, y allí mismo le enterraron.

El señor Wraxall consigna al día siguiente, poco después de desayunar, pasó el diácono a
recogerle, y le llevó a la iglesia y al mausoleo. Observó que la llave del mausoleo colgaba
de un clavo juntó al púlpito, y se le ocurrió que, como al parecer no cerraban la puerta de
la iglesia, no le sería difícil efectuar una segunda y más reservada visita a los
monumentos. No dejó de encontrar imponente el edificio al entrar. Los monumentos, en
su mayoría erigidos en los siglos XVII y XVIII, eran dignos aunque recargados, y
abundaban los epitafios y los blasones. El espacio central de la estancia lo ocupaban tres
sarcófagos de cobre cubiertos de ornamentos. Dos de ellos tenían, como es frecuente en
Suecia y en Dinamarca, una gran cruz metálica en la tapa. El tercero, del conde Magnus,
al parecer, en vez de cruz tenía grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor varias
franjas que representaban diversas escenas. Una era una batalla, con un cañón escupiendo
humo, plazas amuralladas y tropas de piqueros. Otra representaba una ejecución. En una
tercera, entre árboles, había un hombre corriendo con todas sus fuerzas, el pelo flotante y
los brazos extendidos. Tras él iba una figura extraña; era difícil determinar si el artista
había pretendido representar a un hombre y no había sabido darle la semejanza necesaria,
o si la había hecho todo lo monstruosa que parecía.

Dada la destreza con que estaba trazado el resto de la escena, el señor Wraxall se inclinaba
por esta segunda posibilidad. Era una figura grotesca, envuelta en un ropaje con caperuza
que arrastraba por el suelo. La extremidad de la figura que asomaba no tenía forma de
brazo; el señor Wraxall la compara al tentáculo de un pulpo. Y añade: Al ver esto me dije:
evidentemente se trata de alguna representación alegórica; un demonio persiguiendo a un
alma acosada. Quizá sea el origen de la historia del conde Magnus y su misterioso
compañero. Veamos cómo está representado el montero: sin duda será un demonio
tocando el cuerno.

Pero, como descubrió a continuación, sólo encontró la forma de un hombre envuelto en


una capa en lo alto de un cerro, apoyado en un bastón, observando la persecución con un
interés que el grabador había tratado de expresar en la actitud.
El señor Wraxall observó los sólidos candados de acero que cerraban el sarcófago. Uno
de ellos había desprendido. Acto seguido, no queriendo entretener más al diácono ni
quitar más tiempo a su propio trabajó, continuó su camino hacia la mansión.

Es curioso cómo —anota—, cuando uno hace un trayecto familiar se abisma en sus
pensamientos al extremo de perder la noción de lo que le rodea. Esta noche es la segunda
vez que no me he dado cuenta a dónde me dirigía (es verdad que había planeado hacer
una visita secreta al mausoleo para copiar los epitafios), cuando de repente he vuelto en
mí, por así decir, y me he sorprendido abriendo la reja del cementerio y, creo murmurando
algo así cómo: ¿Estás despierto, conde Magnus? ¿Duermes, conde Magnus?; y algo más
que no recuerdo. Creó que llevaba un rato comportándome de esta manera insensata.

Encontró la llave del mausoleo, y copió la mayor parte de lo que quería; de hecho, estuvo
allí hasta que empezó a quedarse sin luz.

Creó que me equivoqué —escribe— al decir que había uno de los candados del sarcófago
del conde en el suelo; esta noche he visto que hay dos. Los he recogido y los he puesto
en el alféizar de la ventana después de intentar cerrarlos en vano. El tercero sigue firme,
y aunque supongo que es de resorte, no sé cómo se abre. De haberlo sabido creo que
habría cometido la osadía de abrir el sarcófago. Es extraño el interés que se me ha
despertado por la personalidad de este antiguo noble, me temo que algo feroz y siniestro.

El día siguiente resultó ser el último en que el señor Wraxall iba a visitar Rábäck. Recibió
cartas que le informaban de ciertas inversiones y que hacían aconsejable su regreso a
Inglaterra; había terminado su trabajo con los documentos, y el viaje era lento. Así que
decidió despedirse, añadir unos toques finales a las notas, y partir. Estos toques finales le
ocuparon más de lo calculado. La hospitalaria familia insistió en que se quedase a comer
—comían a las tres—, y eran cerca de las seis y media cuando traspuso la reja de hierro
de Rábäck. Se fue demorando a cada paso en su camino junto al lago, dispuesto a saturarse
de impresiones del lugar. Y al llegar al cementerio, en lo alto del monte, se detuvo unos
minutos a contemplar la ilimitada perspectiva de bosque, desde sus pies a la lejanía,
totalmente oscuro bajo un cielo verde líquido. Cuando se volvió finalmente para reanudar
la marcha, se le ocurrió que debía despedirse del conde Magnus cómo había hecho del
resto de la familia de De la Gardie.

La iglesia estaba a sólo veinte yardas, y sabía en dónde colgaba la llave del mausoleo. Un
momento después estaba ante el gran ataúd de cobre, y como de costumbre, hablando
consigo mismo en voz alta: Quizá fuiste algo bribón en tus tiempos, conde Magnus —
decía—; de todos modos, me habría gustado conocerte; o mejor dicho...

En ese instante —cuenta— sentí un golpe en el pie. Lo retiré instintivamente, y algo


pesado cayó en el pavimento. Era el tercero y último de los candados que mantenía
cerrado el sarcófago. Me incliné a recogerlo, y —el Cielo es testigo— antes de
incorporarme sonó un chirrido de bisagras metálicas, y vi con absoluta claridad que se
levantaba la tapa. Quizá tuve una reacción cobarde, pero por nada del mundo habría
permanecido allí un segundo más. Salí del terrible edificio en menos de lo que tardo en
escribir estas palabras... casi con la misma celeridad con que hubiera podido decirlas; y
lo que aún me asusta más: no pude echar la llave a la cerradura. Sentado aquí en mi
habitación, mientras consigno estos hechos (aún no hace veinte minutos de todo esto), me
pregunto si continuó el chirrido metálico. Sólo sé que hubo algo más que me alarmó
aparte de lo que he dicho, aunque no consigo precisar si se trataba de un ruido o de una
visión. ¿Qué he hecho?

¡Pobre señor Wraxall! Al día siguiente emprendió el regreso y llegó a Inglaterra sin
novedad. Sin embargo, como deduzco del cambio de letra y sus anotaciones incoherentes,
era un hombre psíquicamente destrozado. Uno de los varios cuadernos que me han
llegado, con anotaciones suyas, proporciona, no una clave, pero sí una especie de indicio
sobre su estado. Gran parte del viaje lo hizo en trasbordador, y encuentro no menos de
seis penosos esfuerzos por enumerar y describir a sus compañeros de viaje. Son del
siguiente tenor:

24. Sacerdote del pueblo de Skáne. Usual chaqueta negra y sombrero flexible negro.
25. Viajante de comercio que viene de Estocolmo y se dirige a Trollháttan.
26. Individuo con capa negra, sombrero de ala ancha, muy anticuado.

Esta última anotación está subrayada; y añade el siguiente comentario: Tal vez sea
idéntico al número trece. Aún no le he visto la cara. Respecto al número trece he
averiguado que es un sacerdote romano con sotana.

El resultado de la cuenta es siempre el mismo: de los veintiocho pasajeros que cita, uno
es siempre un hombre con una capa larga y sombrero ancho y otro una figura baja con
capucha oscura. Por otro lado, comenta que a las comidas sólo asisten veintiséis; falta
siempre el hombre de la capa, y desde luego nunca está allí el individuo bajo. Al llegar a
Inglaterra parece que el señor Wraxall desembarcó en Harwich, y que decidió ponerse
fuera del alcance de cierta persona o personas que no especifica, pero que evidentemente
había llegado a creer que le seguían. Así que tomó un vehículo —un coche cerrado—, ya
que no se fiaba del ferrocarril, y se dirigió a campo abierto al pueblo de Belchamp St.
Paul. Eran alrededor de las nueve de una noche de luna de agosto cuando llegó. Iba
mirando por la ventanilla cómo desfilaban veloces los campos y los arbolados. De repente
llegaron a una encrucijada, en una de las esquinas había dos figuras de pie, inmóviles; las
dos embozadas en ropas oscuras; la más alta llevaba sombrero, la más baja una caperuza.
No le dio tiempo a verles la cara, ni los personajes hicieron gesto alguno que él pudiese
reconocer. Sin embargo, el caballo se espantó y emprendió el galope, mientras el señor
Wraxall se echaba hacia atrás en su asiento presa del pánico. Los había visto
anteriormente.

Llegado a Belchamp St Paul, fue lo bastante afortunado para encontrar un alojamiento


amueblado y decoroso, y las siguientes veinticuatro horas las vivió, relativamente
hablando, en paz. Sus últimas notas las escribió ese día. Son demasiado inconexas y
exclamatorias para incluirlas aquí; pero su sustancia es bastante clara.

Espera la visita de sus perseguidores -no sabe cuándo ni cómo-, y su grito constante es:
¿Qué he hecho?, y ¿Acaso no hay esperanza? Sabe que los médicos le declararían loco,
que la policía se reiría de él. El sacerdote está ausente del pueblo. ¿Qué puede hacer, sino
cerrar la puerta con llave y encomendarse a Dios?

La gente de Belchamp St Paul aún recordaba el año pasado cómo un señor desconocido
llegó un atardecer de agosto, hace años, y le encontraron muerto al segundo día por la
mañana, y hubo una investigación; los miembros del jurado que vieron el cuerpo se
marearon al ver el cadáver, y ninguno quiso contar qué había visto; y el veredicto fue
designio divino, y cómo las personas que vivían en la casa la dejaron esa misma semana
y se fueron del lugar. Pero creo que ignoran que se haya arrojado nunca ninguna luz sobre
ese misterio. Y ocurre que el año pasado, esa casa vino a parar a mis manos como parte
de un legado. Llevaba desocupada desde 1863, y no parecía haber esperanza alguna de
alquilarla; de modo que la mandé derribar. Entonces aparecieron los papeles que acabo
de resumir en una alacena olvidada bajo la ventana del mejor dormitorio.

M.R. James (1862-1936)


LA DONCELLA VAMPIRO

La doncella vampiro (The Vampire Maid) es un relato de vampiros del escritor escocés
Hume Nisbet (1849-1923), publicado en la antología de 1900: Historias extrañas y
maravillosas (Stories Weird and Wonderful).

La doncella vampiro, probablemente uno de los cuentos de Hume Nisbet más


reconocidos, relata la historia de un joven artista, hastiado de la ciudad, que busca pasar
una temporada en una agradable casa rural en medio de los pantanos británicos. Ya
instalado en su cabaña, el narrador conoce a la hija de la casera, Ariadna Brunnell: una
doncella bella, misteriosa, y se enamora perdidamente de ella.

Como es de esperar, esta doncella es una vampiresa capaz de ejercer un irresistible poder
hipnótico sobre el protagonista.

Si bien se trata de un relato predecible, La doncella vampiro de Hume Nisbet es un


excelente ejemplo del relato romántico de vampiros donde la atmósfera lo es todo, al
menos hasta el final, donde se desvía un poco de sus intenciones iniciales. Más allá de
esto, el cuento es una evocación casi perfecta del motivo principal del mito de los
vampiros: la intoxicación sexual de la víctima.

La doncella vampiro.
The Vampire Maid, Hume Nisbet (1849-1923)

Era exactamente el tipo de residencia que había estado cuidando durante semanas, porque
estaba en esa condición de la mente cuando la renuncia absoluta de la sociedad era una
necesidad. Me había vuelto desconfiado de mí mismo, y cansado de mi especie, un
malestar extraño en mi sangre, como una escasez estéril en mi cerebro. Los objetos
familiares y las caras habían crecido desagradable para mí. Quería estar solo.

Este es el estado de ánimo que viene nos hemos sobrecargado de ocupaciones. Entonce
se impone salir en búsqueda de nuevos pastos. La señal de que la retirada se convierte en
algo necesario. Si no ceden, se descomponen y vuelven caprichosos e hipocondríacos, así
como hipercríticos. Antes de llegar a ésto, armé a toda prisa las maletas, tomé el tren a
Westmorland, y comencé mi vagabundo en busca de la soledad y un ambiente romántico.

Encontré muchos lugares que, al comienzo del verano errante, parecían reunir las
condiciones adecuadas, sin embargo, algunos pequeños inconvenientes me impidieron
decidirme. A veces era el paisaje lo que no veía con buenos ojos a. En otros, la gente.
Finalmente, el destino me condujo a la Casa en el Moro, y nadie puede resistirse a su
destino. Un día me encontré en un páramo sin caminos y cerca de la costa. Me había
dormido la noche anterior en una pequeña aldea, pero eso fue ocho millas atrás, ahora
estaba fuera de cualquier signo de la humanidad, con un cielo justo encima de mí y el
viento cálido que sopla sobre las piedras y túmulos.

Hasta dónde se extendía el páramo, no lo sabía. Apenas tenía conocimiento que al caminar
en línea recta llegaría a los acantilados del océano, y, tal vez, después de un tiempo a
algún pueblo de pescadores. Era joven y no temía una noche bajo las estrellas. De modo
que inhalé el aire estival, delicioso, y pronto recuperé el vigor y la felicidad que había
perdido. Las horas se deslizaron junto a mí. Recorrí unas quince millas desde la mañana,
cuando vi a lo lejos una casa de piedra, solitaria.

—Voy a acampar allí si es posible —me dije.

Para alguien que busca una vida tranquila nada pudo ser más adecuado que esta casa de
campo. Se encontraba en el borde de los acantilados elevados, con su puerta de entrada
hacia el páramo y su pared trasera con vista al mar. El sonido de las olas bailando golpeó
mis oídos como una canción de cuna. Pronto, atronó el cielo y los vientos se encendieron
y las aves marinas huyeron gritando a sus refugios. La casa tenía un pequeño jardín al
frente, rodeado por un muro de roca, lo bastante alto como para que uno descanse
perezosamente en caso de una tormenta. Este jardín era como una llama escarlata, con los
suaves matices de las amapolas en plena floración. Mientras me acercaba, advirtiendo la
singular variedad de amapolas y la limpieza ordenada de las ventanas, la puerta principal
se abrió y apareció una mujer que me ha impresionó favorablemente a medida que se
acercaba para darme la bienvenida.

Era de mediana edad, y de joven seguramente fue muy hermosa. Era alta y bien formada,
con una clara piel suave, facciones regulares y una expresión de calma que me trasmitió
una enorme paz. A mis preguntas respondió que me podía dar un dormitorio, y me invitó
a ver el interior. Mientras admiraba su pelo negro y liso, sus ojos marrones y fríos, sentí
que no iba a ser muy exquisito en mi valoración del alojamiento. Con una casera así,
estaba seguro de encontrar lo que buscaba.

Las habitaciones superaron mis expectativas: delicadas cortinas blancas y ropa de cama
perfumada con lavanda, una sala de estar familiar acogedora y vacía. Ella era una viuda
con una hija, a quien no vi durante el primer día, debido a que estaba enferma y confinada
a su cuarto, pero al día siguiente, ya recuperada, la conocí. La tarifa era simple, sin
embargo, me convenía exactamente también por otras razones, deliciosa leche y
mantequilla casera, huevos de campo y tocino fresco, después de un té delicioso me fui a
la cama en un estado de perfecta felicidad.

Sin embargo, feliz y cansado como estaba, no tendría una noche confortable. Esto lo
atribuí a mi extraña cama. Dormí, sin dudas, pero mi descanso estuvo lleno de sueños
inquietantes, y me desperté tarde con la sensación de no haber dormido. No obstante, una
buena caminata por el páramo me devolvió el ánimo, y volví con un buen apetito para el
desayuno. Ciertas condiciones de la mente, con circunstancias agravantes, se requieren
antes incluso de que un hombre joven pueda caer en el amor a primera vista, como
Shakespeare ha demostrado en su Romeo y Julieta. En la ciudad, ninguna dama me había
impresionado, sin embargo, pronto sucumbí ante los raros encantos de la hija de mi
anfitriona, Ariadna Brunnell.

Ella se sentía un poco mejor aquella mañana. Ariadna no era bella en el sentido
estrictamente clásico, su tez era demasiado lívida pero su expresión era bastante agradable
a primera vista, sin embargo, como su madre me había informado, había estado enferma
desde hacía algún tiempo, lo que agudizaba sus defectos. Sus facciones no eran regulares,
sus cabellos y los ojos parecían demasiado negros, y sus labios eran rojos como la sangre.
Quizás fueron mis sueños fantásticos de la noche anterior, seguidos de un paseo matutino,
los que me habían preparado a ser cautivado por esta curiosa belleza.
La soledad del páramo, con el canto del mar, se había apoderado de mi corazón con un
anhelo nostálgico. La incongruencia de las evanescentes flores de amapola y su
ostentación, corriendo los tintes vertiginosos en la cara de esa salud sobria, me tocó con
un escalofrío. Ella se levantó de su silla mientras su madre la presentó, y sonrió mientras
me tendió la mano. Palpé ese copo de nieve blanda y, mientras lo hacía, un
estremecimiento leve temblor cosquilleó sobre mí y se arremolinó en mi corazón,
silenciando sus latidos por un momento. Este contacto también parecía haberla afectado,
ya que una llama blanca iluminó su rostro, de modo que brillaba como una lámpara de
alabastro. Sus ojos negros se encendieron en negros delicados y húmedos cuando nuestras
miradas se cruzaron, y sus labios escarlata se suavizaron. Ahora era una mujer viva,
mientras que antes parecía la imagen de un cadáver.

Permitió que su mano delgada permanezca entre las mías, y luego la retiró lentamente.
Sus ojos eran aterciopelados e insondables, y antes de ser retirados de los míos parecían
haber absorbido toda mi fuerza de voluntad. Esa mirada me hizo su esclavo abyecto. Verla
era como contemplar una profunda oscuridad. Me llenó de fuego y me privó de fuerza, y
yo me hundí en ella casi tan lánguidamente como me había levantado de mi cama esa
mañana. Cuando volcó su mirada hacia otra parte, un ligero brillo asomó a sus mejillas,
antes níveas. Hasta parecía más joven, incluso más hermosa.

Yo había llegado en busca de soledad, pero al conocerla creía que estaba allí sólo por
Ariadna .Ella no estaba muy animada y, de hecho, pensando en volver, no puedo recordar
ninguna observación espontánea suya. Respondió a mis preguntas con monosílabos. Era
insinuante en su silencio y parecía llevar mis pensamientos constantemente hacia ella.
Sólo sé que apenas con verla, con tocarla, me había embrujado, y ya no podía pensar en
otra cosa.

Sus palabras eran rápidas, elusiva, devoraban mi entusiasmo. Orbité sobre ella todo el
día, como un perro, y por las noches soñaba con ese rostro resplandeciente, blanco, esos
firmes ojos negros, aquellos labios escarlata, húmedos, y cada mañana me levantaba más
lánguido de lo que me había sentido el día anterior. A veces soñaba que me besaba,
estremeciéndome al contacto de su sedosa cabellera negra que cubría mi garganta, otras,
que estábamos flotando en el aire, con sus brazos alrededor de mí y su pelo largo
envolviéndome como una nube de tinta, mientras yo yacía indefenso.

Ella me acompañó al páramo después del desayuno. Antes de regresar le hablé de mi


amor y lo aprobó. La sostuve en mis brazos y la besé. No me extrañó que todo sucediese
tan rápido. Ella era la mía o, más bien, yo era de ella. Balbucée que era el destino quien
me había enviado, porque no tenía dudas de que mi amor era sincero. Ella simplemente
dijo que la había devuelto a la vida. Actuando conforme al deseo de Ariadna, no
informamos a su madre de lo rápido que las cosas habían progresado entre nosotros, sin
embargo, no tenía duda de que la señora Brunnell podía ver lo absorto que estaba en su
hija.

Los amantes no se diferencian de las avestruces en sus modos de ocultación. Yo no tenía


miedo de pedir la mano de Ariadna, la señora Brunnell ya había demostrado su parcialidad
hacia mí, y había depositado en mí algunas confidencias sobre su propia posición en la
vida, y yo sabía que, por lo tanto, que ninguna diferencia social podía objetar nuestro
matrimonio. Ellas vivían en este lugar solitario por la salud de Ariadna. Mi llegada no
pudo haber sido más oportuna.

En aras del decoro, sin embargo, decidí retrasar mi confesión durante una semana o dos,
aguardando la ocasión propicia para hacerlo discretamente. Mientras tanto, Ariadna y yo
pasamos nuestro tiempo en el ocio. Cada noche me retiré a la cama meditando empezar a
trabajar al día siguiente, y cada mañana me levanté lánguido de los sueños perturbadores,
sin pensar en nada fuera de mi amor. Ella se fortaleció cada día, mientras que yo parecía
estar tomando su lugar como el enfermo de la casa.

Nunca nos alejamos demasiado en nuestras caminaras. Nos echábamos en el páramo a


escuchar las olas distantes. El amor me hizo perezoso, pensé, porque a menos que un
hombre no tenga todo lo que anhela a su lado, tiende a copiar los hábitos del gato
doméstico. Pero mi desilusión fue rápida, a pesar de que pasó mucho tiempo antes de que
el veneno salió de mi sangre.

Una noche, alrededor de un par de semanas después de mi llegada a la casa, había


regresado después de un paseo delicioso luz de la luna con Ariadna. La noche era cálida
y la luna estaba alta, por lo tanto abrí la ventana de la habitación para se renueve el poco
aire que había. Estaba más agotado que de costumbre. Sólo tenía la fuerza suficiente para
quitarme las botas y el abrigo antes de derrumbarme en el lecho. Tuve un sueño horrible
esta noche. Me pareció ver un murciélago monstruoso, con el rostro y cabellos de
Ariadna, y un batir de alas en la ventana abierta, algo con sus sus dientes blancos y labios
escarlata acercándose. Traté de superar el horror pero no podía, de hecho, parecía
encadenarme. Y la bestia, sedándome con el deleite del sueño, bebió mi sangre en un
rapto lujurioso y abominable.

Miré y vi en sueños una línea de cadáveres de hombres jóvenes en el suelo, cada uno con
una marca roja en sus brazos, en la misma zona donde el vampiro me mordía, justo donde
una marca había surgido en los últimos quince días. En un instante comprendí la razón de
mi extraña debilidad, y en el mismo momento un pinchazo repentino de dolor me despertó
de mi placer de ensueño.

En su arranque de sed, el vampiro me había mordido profundamente esa noche, sin saber
que yo no había probado mí copa, evidentemente narcotizada. Al despertarme vi,
plenamente revelada por la luna de medianoche, una cabellera negra fluyendo libremente,
y unos labios rojos incrustados en mi brazo.

Con un grito de horror la arranqué de mi piel, consiguiendo una última mirada de los ojos
de su salvaje y brillante rostro blanco y sus labios manchados de sangre. Luego corrí hacia
la noche, movido por el miedo y el odio. No me detuve hasta haber dejado muchas millas
entre mí y esa casa maldita.

Hume Nisbet (1849-1923)


H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)

LA FLORACIÓN DE LA EXTRAÑA ORQUÍDEA (1894)


(“The Flowering of the Strange Orchid”)
Originalmente publicado en Pall Mall Budget (2 de agosto de 1894);
The Stolen Bacillus and Other Incidents
(Londres: Methuen & Co., 1895, 275 págs.);
The Country of the Blind and Other Stories
(Londres: Thomas Nelson and Sons, 1911, 574 págs.)

LA COMPRA DE orquídeas siempre conlleva cierto aire especulativo. Uno tiene


delante el marchito pedazo de tejido marrón, y por lo demás debe fiarse de su
criterio o del vendedor o de su buena suerte, según se inclinen sus gustos. La planta
puede estar moribunda o muerta, o puede que sea una compra respetable, un valor
justo a cambio de su dinero, o quizá —pues ha sucedido una y otra vez—
lentamente se despliegue día tras día ante los encantados ojos del feliz comprador
alguna nueva variedad, alguna nueva riqueza, una rara peculiaridad del Labellum,
una sutil coloración o un mimetismo inesperado. El orgullo, la belleza y la ganancia
florecen juntos en una delicada espiga verde y puede que incluso la inmortalidad.
Porque el nuevo milagro de la naturaleza puede andar necesitado de un nuevo
nombre específico, y ¿cuál tan conveniente como el de su
descubridor? ¡Juangarcía! Nombres peores se han puesto.
Fue quizá la esperanza de un descubrimiento feliz de ese género la que hizo a
Wedderburn asistir con tanta asiduidad a esas subastas, esa esperanza y también,
quizá, el hecho de que no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer. Era un
hombre tímido, solitario, bastante ineficaz, con ingresos suficientes como para
mantener alejado el aguijón de la necesidad y sin la suficiente energía nerviosa que
le impulsara a buscar cualquier ocupación exigente. Podía haber coleccionado
sellos, monedas o traducido a Horacio o encuadernado libros o descubierto alguna
nueva especie de diatomeas. Pero de hecho cultivaba orquídeas y disponía de un
pequeño pero ambicioso invernadero.
—Tengo la sensación —dijo tomando el café— de que hoy me va a suceder
algo.
Hablaba, igual que se movía y pensaba, despacio.
—¡Oh!, no digas eso —dijo el ama de llaves, que era también prima lejana
suya. Pues suceder algo era un eufemismo que para ella sólo significaba una cosa.
—No me has entendido bien. No quiero decir nada desagradable… aunque
apenas si sé a lo que me refiero.
»Hoy —continuó después de una pausa—, en casa de Peter van a vender un
lote de plantas procedentes de las islas Andamán y las Indias. Me acercaré a ver lo
que tienen. Quizás haga una buena compra sin saberlo, puede que sea eso.
Le pasó la taza para que se la llenara de café por segunda vez.
—¿Es eso lo que coleccionaba ese pobre joven del que me hablaste el otro día?
—preguntó su prima mientras le llenaba la taza.
—Sí —respondió, y se quedó pensativo mientras sostenía un trozo de tostada.
»Nunca me pasa nada —observó al poco tiempo, empezando a pensar en voz
alta—. Me pregunto por qué. A otros les pasan bastantes cosas. Ahí está Harvey.
Sin ir más lejos, la pasada semana, el lunes encontró seis peniques, el miércoles
todos sus pollos tenían la modorra, el viernes su prima volvió a casa desde
Australia, y el sábado se rompió el tobillo. ¡Qué torbellino de emociones
comparado conmigo!
—Por mi parte preferiría pasar de tanta excitación —dijo el ama de llaves—.
No puede ser bueno para uno.
—Supongo que es molesto. Con todo… ya sabes, nunca me pasa nada. De niño
nunca tuve ningún accidente. Siendo adolescente nunca me enamoré. Nunca me
casé… Me pregunto qué se sentirá cuando te pasa algo, algo realmente notable.
»Ese coleccionista de orquídeas sólo tenía treinta y seis, veinte años más joven
que yo, cuando murió. Se había casado dos veces y divorciado una. Había tenido
malaria cuatro veces y una vez se fracturó el fémur. En una ocasión mató a un
malayo y otra le hirieron con un dardo envenenado. Finalmente lo mataron las
sanguijuelas de la jungla. Debe de haber sido todo muy molesto, pero también debe
de haber sido muy interesante, sabes, excepto quizá, las sanguijuelas.
—Estoy segura de que no fue bueno para él —dijo la señora con convicción.
—Puede que no.
Entonces Wedderburn miró su reloj.
—Las ocho y veintitrés minutos. Voy a ir en el tren de las doce menos cuarto,
así que hay mucho tiempo. Creo que me pondré la chaqueta de alpaca —hace
bastante calor—, el sombrero gris de fieltro y los zapatos marrones. Supongo…
Miró por la ventana al cielo sereno y al soleado jardín, y, después,
nerviosamente, a la cara de su prima.
—Creo que sería mejor que llevaras el paraguas si vas a Londres —dijo con
una voz que no admitía negativa—. A la vuelta tienes todo el trayecto desde la
estación hasta aquí.
Cuando volvió se encontraba en un estado de suave excitación. Había hecho
una compra. Era raro que lograra decidirse con la rapidez suficiente para comprar,
pero esta vez lo había hecho.
—Hay Vandas —explicó—, un Dendrobio y algunas Palaeonophis.
Repasó las compras amorosamente al tiempo que tomaba la sopa. Estaban
extendidas delante de él sobre el impoluto mantel y le estaba contando a su prima
todo sobre ellas mientras se demoraba lentamente con la comida. Tenía la
costumbre de revivir por la tarde todas sus visitas a Londres para entretenimiento
propio y de ella.
—Sabía que hoy pasaría algo. Y he comprado todas esas cosas. Algunas,
algunas de ellas, estoy seguro, ¿sabes?, de que algunas serán notables. No sé cómo,
pero lo siento con tanta seguridad como si alguien me lo hubiera dicho. Ésta —
apuntó a un marchito rizoma— no fue identificada. Quizá sea una Palaeonophis o
puede que no. Quizá sea una especie nueva o incluso un género nuevo. Fue la
última que recogió el pobre Batten.
—No me gusta su aspecto —dijo el ama de llaves—. Tiene una forma tan
fea…
—Para mí que apenas si llega a tener forma alguna.
—No me gustan esas cosas que asoman —dijo el ama de llaves.
—Mañana estará fuera en una maceta.
—Parece —continuó el ama de llaves— una araña que se hace la muerta.
Wedderburn sonrió e inspeccionó la raíz ladeando la cabeza.
—Ciertamente no es que sea un bonito pedazo de material. Pero nunca se
pueden juzgar estas cosas por su apariencia cuando están secas. Desde luego puede
que termine siendo una orquídea muy hermosa. ¡Qué ocupado estaré mañana! Esta
noche tengo que ver exactamente lo que hago con ellas y mañana me pondré a la
obra.
»Encontraron al pobre Batten, que yacía muerto o moribundo en un manglar,
no recuerdo cuál —continuó de nuevo al poco rato—, con una de estas mismas
orquídeas aplastadas bajo su cuerpo. Había estado enfermo durante algunos días
con cierto tipo de fiebre nativa y supongo que se desmayó. Esos manglares son muy
insalubres. Dicen que las sanguijuelas de la jungla le sacaron hasta la última gota de
sangre. Puede que se trate de la mismísima planta que le costó la vida.
—Eso no mejora mi opinión de ella.
—Los hombres tienen que trabajar aunque las mujeres puedan llorar —
sentenció Wedderburn con profunda gravedad.
—¡Mira que morir lejos de todas las comodidades en un pantano! ¡Anda que
enfermar de fiebre con nada que tomar más que específicos y quinina, y nadie a tu
lado más que horribles nativos! Dicen que los nativos de las islas Andamán son
unos desgraciados de lo más repugnante, y de todas formas, a duras penas pueden
ser buenos enfermeros sin haber tenido la preparación necesaria. ¡Y sólo para que
la gente en Inglaterra disponga de orquídeas!
—No creo que fuera agradable, pero algunos hombres parecen disfrutar con ese
tipo de cosas —continuó Wedderburn—. En todo caso los nativos de su grupo eran
lo suficientemente civilizados para cuidar toda su colección hasta que su colega,
que era un ornitólogo, volvió del interior, aunque no conocían la especie de
orquídea y la habían dejado marchitarse. Eso hace a estas plantas más interesantes.
—Las hace repugnantes. A mí me daría miedo que tuvieran restos de malaria
adheridos. ¡Y sólo pensar que un cuerpo muerto ha estado extendido sobre esa cosa
tan fea! No había pensado en eso antes. ¡Se acabó! Te digo que no puedo comer ni
un bocado más de la cena.
—Las quitaré de la mesa si te parece y las pondré en el hueco de la ventana.
Allí las puedo ver igual.
Los días siguientes estuvo, desde luego, especialmente ocupado en el pequeño
invernadero lleno de vapor yendo de acá para allá con carbón vegetal, trozos de
teca, musgo y todos los demás misterios del cultivador de orquídeas. Pensaba que
disfrutaba de un tiempo maravillosamente lleno de acontecimientos. Por la tarde
hablaba de las nuevas orquídeas a los amigos y una y otra vez insistía en sus
expectativas de algo extraño.
Varias de las Vandas y los Dendrobios fenecieron bajo sus cuidados, pero
pronto la extraña orquídea empezó a dar señales de vida. Estaba encantado y tan
pronto como lo descubrió hizo que el ama de llaves abandonara la elaboración de
mermelada para verlo de inmediato.
—Ése es un brote —explicó—, pronto habrá muchas hojas ahí, y esas cositas
que salen por aquí son raicillas aéreas.
A mí me parecen deditos blancos asomándose del tejido marrón —opinó el
ama de llaves—. No me gustan.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Parecen dedos intentando agarrarte. Lo que me gusta, me gusta, y
lo que no me gusta, no me gusta; no puedo remediarlo. —No lo sé seguro, pero
creo que ninguna orquídea de las que conozco tiene raicillas aéreas exactamente
como ésas. Desde luego pueden ser imaginaciones mías. ¿Ves que están un poco
aplanadas en el extremo?
—No me gustan —dijo el ama de llaves temblando repentinamente y dándose
la vuelta—. Sé que es estúpido por mi parte, y lo siento mucho especialmente
porque te gustan tanto. Pero no puedo por menos de pensar en ese cadáver.
—Pero puede que no fuera esa planta en particular. Eso no fue más que una
suposición mía.
El ama de llaves se encogió de hombros.
—De todas maneras, no me gustan —concluyó.
Wedderburn se sintió un poco dolido por su aversión a la planta, pero eso no le
impidió hablarle de las orquídeas en general y de ésta en particular siempre que le
apeteció.
—Pasan cosas tan curiosas con las orquídeas —le contó un día— …hay tantas
posibilidades de sorpresa. Darwin estudió su fertilización y mostró que toda la
estructura de una flor de orquídea común estaba ideada para que las polillas
pudieran llevar el polen de una planta a otra. Bueno, pues se conocen cantidades de
orquídeas cuya flor no puede ser fertilizada de esa manera. Algunos Cypripediums,
por ejemplo, no hay insecto conocido que pueda fertilizarlos, y a algunos jamás se
les ha encontrado semilla.
—Entonces ¿cómo forman las nuevas plantas?
—Con estolones y tubérculos y ese tipo de brotes. Eso tiene fácil explicación.
El enigma está en ¿para qué sirven las flores?
»Es muy probable que mi orquídea sea algo extraordinario en ese sentido. Si es
así lo estudiaré. A menudo he pensado en hacer investigaciones como Darwin. Pero
hasta ahora no he encontrado tiempo o alguna otra cosa me lo ha impedido. ¡Me
gustaría mucho que vinieras a verlas!
Pero ella respondió que en el invernadero de las orquídeas hacía tanto calor que
le daba dolor de cabeza. Había visto la planta una vez más y las raicillas aéreas —
algunas de ellas tenían ahora más de un pie de largas— desgraciadamente le habían
recordado tentáculos que se alargaban para agarrar algo. Se metieron en sus sueños
y crecían tras ella con una rapidez increíble. Así que había decidido con plena
satisfacción no volver a ver la planta y Wedderburn tenía que admirar sus hojas en
solitario. Tenían la forma ancha acostumbrada y eran de un verde profundo y
lustroso con salpicaduras y puntos de rojo profundo en dirección a la base. No
conocía ninguna otra hoja del todo igual. La planta estaba colocada en un banco
bajo cerca del termómetro y muy cerca había un dispositivo por medio del cual un
grifo goteaba sobre las tuberías de agua caliente y mantenía el ambiente lleno de
vapor. Ahora se pasaba las tardes meditando con cierta regularidad sobre la
floración ya próxima de la extraña planta.
Finalmente tuvo lugar el gran acontecimiento. Tan pronto como entró en el
pequeño invernadero supo que la espiga había eclosionado, aunque su gran
Palaeonophis Lowii tapaba la esquina donde estaba su nuevo encanto. Había un
olor nuevo en el aire, un perfume poderoso, de un intenso dulzor que dominaba a
todos los demás de aquel pequeño invernadero abarrotado y lleno de vapor.
Nada más advertirlo se apresuró hasta la extraña orquídea, y, ¡oh, maravilla!,
las verdes espigas trepadoras tenían ahora tres grandes manchas de flores de las que
procedía la embriagadora dulzura. Se quedó parado ante ellas en un éxtasis de
admiración.
Las flores eran blancas con vetas de dorado naranja en los pétalos, el
pesado Labellum estaba enrollado en una intrincada proyección y un maravilloso
púrpura azulado se mezclaba allí con el oro. Vio de inmediato que se trataba de un
género completamente nuevo. ¡Y la inaguantable flagrancia! ¡Qué calor hacía allí!
Las flores se balanceaban ante sus ojos.
Miraría si la temperatura estaba bien. Dio un paso hacia el termómetro. De
repente todo le pareció vacilante. Los ladrillos del suelo bailaban arriba y abajo.
Luego las blancas flores, las hojas verdes detrás de ellas, todo el invernadero
pareció extenderse por los costados y después curvarse hacia arriba.

A las cuatro y media su prima, siguiendo la invariable costumbre, hizo el té.


Pero Wedderburn no vino a tomarlo.
—Está adorando a esa horrible orquídea —se dijo a sí misma y esperó diez
minutos—. Se le debe de haber parado el reloj. Iré a llamarlo.
Fue directa al invernadero y, abriendo la puerta, voceó su nombre. No hubo
respuesta. Observó que el aire estaba muy enrarecido y cargado de un intenso
perfume. Luego vio algo que yacía sobre los ladrillos entre las tuberías del agua
caliente.
Durante un minuto quizá, se quedó inmóvil.
Él estaba tumbado con la cara hacia arriba a los pies de la extraña orquídea.
Las raicillas aéreas como tentáculos ya no se balanceaban libremente en el aire sino
que se habían apiñado todas juntas, una maraña de cuerdas grises, y se estiraban,
tensas, con los extremos bien adheridos a su barbilla, cuello y manos.
No lo entendió. Después vio que por debajo de uno de los exultantes tentáculos
sobre la mejilla corría un hilillo de sangre.
Con un grito inarticulado corrió hacia él y trató de apartarlo de las ventosas
semejantes a sanguijuelas. Rompió bruscamente dos de los tentáculos y de ellos
goteó una savia roja.
Luego el embriagador perfume de la flor hizo que le diera vueltas la cabeza.
¡Cómo se agarraban a él! Rasgó las duras cuerdas y él y la blanca florescencia
flotaron a su alrededor. Sintió que se desmayaba, pero sabía que no podía
permitírselo. Le dejó, rápidamente abrió la puerta más próxima y, después de jadear
un momento al aire libre, tuvo una brillante inspiración. Cogió una maceta y
rompió las ventanas del extremo del invernadero. Luego volvió a entrar. Tiró ahora
con renovadas fuerzas del cuerpo inmóvil de Wedderburn y estrelló
estrepitosamente contra el suelo la extraña orquídea. Ésta todavía se aferraba a su
víctima con la más obstinada tenacidad. En un arrebato los arrastró hasta el aire
libre.
Entonces pensó en romper las raicillas chupadoras una a una y en un minuto le
había liberado y le arrastraba lejos del horror. Estaba blanco y sangraba por una
docena de manchas circulares.
El hombre que hacía las chapuzas de la casa subía por el jardín asombrado por
la rotura de cristales y la vio emerger arrastrando el cuerpo inanimado con manos
manchadas de rojo. Por un instante pensó cosas imposibles.
—¡Trae algo de agua! —gritó ella, y su voz disipó todas sus imaginaciones.
Cuando, con desacostumbrada celeridad, volvió con el agua, la encontró
llorando de emoción y con la cabeza de Wedderburn sobre su rodilla limpiándole la
sangre de la cara.
—¿Qué pasa? —dijo Wedderburn abriendo los ojos débilmente y cerrándolos
de nuevo inmediatamente.
—Ve a decir a Annie que venga aquí fuera y luego ve a buscar al doctor
Haddon de inmediato —le dijo al hombre tan pronto como trajo el agua, y añadió al
ver que dudaba—: Te lo explicaré todo cuando estés de vuelta.
Pronto Wedderburn abrió de nuevo los ojos, y al verlo molesto por lo
sorprendente de su situación, le explicó:
—Te desmayaste en el invernadero. —¿Y la orquídea?
—Yo me encargaré de ella.
Wedderburn había perdido mucha sangre, pero aparte de eso no tenía ninguna
lesión grave. Le dieron brandy mezclado con un extracto de carne de color rosado y
le subieron a su dormitorio. El ama de llaves contó fragmentariamente la increíble
historia al doctor Haddon.
—Venga a ver el invernadero.
El frío aire exterior entraba por la puerta abierta y el empalagoso perfume casi
se había desvanecido. La mayoría de las rotas raicillas aéreas, ya marchitas, yacían
entre algunas manchas oscuras sobre los ladrillos. El tallo de la floración se rompió
con la caída de la planta y las flores crecían con los bordes de los pétalos mustios y
marrones. El doctor se inclinó hacia ella, pero vio que una de las raicillas aéreas
todavía se movía débilmente y dudó.
A la mañana siguiente la extraña orquídea todavía estaba allí, ahora negra y
putrefacta. La puerta batía intermitentemente con la brisa matinal y toda la
colección de orquídeas de Wedderburn estaba reseca y postrada. Pero el propio
Wedderburn en su dormitorio estaba radiante y dicharachero con la gloria de su
extraña aventura.
Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)

LA MUERTE DE HALPIN FRAYSER (1893)


(“The Death of Halpin Frayser”)
Originalmente publicado en el periódico de San Francisco The Wave
(19 de diciembre de 1891);
Can Such Things Be?
(New York: Cassell, 1893)

Porque la muerte provoca cambios más importantes de lo que


comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras
desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos
(encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha
ocurrido que el cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes
han sobrevivido a tales encuentros manifiestan que esas macabras
criaturas carecen de todo sentimiento natural, y de su recuerdo, a
excepción del odio. Asimismo, se sabe de algunos espíritus que,
habiendo sido benignos en vida, se transforman en malignos después
de la muerte. — Hali

UNA OSCURA NOCHE de verano, un hombre que dormía en un bosque despertó


de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y, después de fijar la
mirada durante un raro en la oscuridad que le rodeaba, dijo: «Catherine Larue». No
agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso.
El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa Helena, pero su paradero
actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el hábito de dormir en los
bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y tierra húmeda, arropado
únicamente por las ramas de las que han caído las hojas y el cielo del que la tierra
procede, no puede esperar vivir muchos años, y Frayser ya había cumplido los
treinta y dos. Hay personas en este mundo, millones, y con mucho las mejores, que
consideran tal edad como avanzada: son los niños. Para quienes contemplan el
periplo vital desde el puerto de partida, la nave que ha recorrido una distancia
considerable parece muy próxima a la otra orilla. Con todo, no está claro que
Halpin Frayser muriera por estar a la intemperie.
Había pasado todo el día buscando palomas y caza por el estilo en las colinas
que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada la tarde, el cielo se cubrió y Frayser
no supo orientarse. Aunque lo más apropiado hubiera sido descender, como todo el
que se pierde sabe, la ausencia de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió
en el bosque. Incapaz de abrirse camino en la oscuridad a través de las matas
de manzanita y otras plantas silvestres, confuso y rendido por el cansancio, se echó
debajo de un gran madroño donde el sueño le invadió rápidamente. Sería horas más
tarde, justo en la mitad de la noche, cuando uno de los misteriosos mensajeros
divinos que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba, abandonaría las Filas de
las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del durmiente la palabra
que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que no conocía.
Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de hombre de ciencia. El hecho
de que al despertar de un profundo sueño hubiera pronunciado un nombre
desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó lo bastante curioso para
analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un ligero escalofrío, en atención a la
extendida opinión del momento sobre la frialdad de las noches, se acurrucó de
nuevo y se volvió a dormir; pero esta vez su sueño sí iba a ser recordado.
Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura resaltaba en la
oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel camino ni
adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo más normal y
natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más allá del lecho las
sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a una bifurcación: del
primer camino partía otro que parecía intransitado desde hacía tiempo porque, en
opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar maldito. Empujado por una
imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo siguió.
Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por allí rondaban criaturas
invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos murmullos entrecortados e
incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una lengua extraña Frayser comprendió
en parte, surgieron de los árboles laterales. Parecían fragmentos de una monstruosa
conjura contra su cuerpo y su alma.
Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque interminable se
encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto de difusión, no
proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una carreta emitía un
reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y hundió la mano en él. Al
sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre! Sangre que, como pudo
observar entonces, le rodeaba por todas partes: los helechos que bordeaban
profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras sobre sus grandes hojas; la
tierra seca que delimitaba las rodadas parecía haber sido rociada por una lluvia roja.
Sobre los troncos de los árboles había grandes manchas de aquel color
inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas como si fuera rocío.
Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía incompatible con
la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello se debiera a la
expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya culpabilidad era
consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las amenazas y misterios
que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el momento de su pecado, pero
todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron confusamente imágenes de
escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar por ningún lado lo que tan
ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su espanto; se sentía como el que
asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por qué. Tan horrorosa era la situación
—la misteriosa luz alumbraba con un fulgor amenazador tan terrible, tan silencioso;
las plantas malignas, los árboles, a los que la tradición popular atribuye un carácter
melancólico y sombrío, se confabulaban tan abiertamente contra su sosiego; por
todas partes surgían murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan
manifiestamente ultraterrenas— que no la pudo soportar por más tiempo y,
haciendo un gran esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus
facultades al silencio y la inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus
pulmones. Su voz se deshizo en una multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose
por los confines del bosque hasta apagarse. Entonces todo volvió a ser como antes.
Pero había iniciado la resistencia y se sentía con ánimos para proseguirla.
—No voy a someterme sin ser escuchado —dijo—. Puede que también haya
poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les dejaré una nota con
una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones que yo, un indefenso mortal,
un penitente, un poeta inofensivo, estoy sufriendo.
Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo en sueños.
Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con pastas de piel, la mitad del cual
dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de que no tenía con qué escribir.
Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla en un charco de sangre, comenzó a
escribir con rapidez. Apenas había rozado el papel con la punta de la rama, una
sorda y salvaje carcajada estalló en la distancia y fue aumentando mientras parecía
acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito del colimbo
solitario a medianoche al borde de un lago; una risa que concluyó en un aullido
espantoso en sus mismos oídos y que se fue desvaneciendo lentamente, como si el
maldito ser que la había producido se hubiera retirado de nuevo al mundo del que
procedía. Pero Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había movido y
estaba muy cerca.
Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente tanto de su cuerpo
como de su espíritu. No podía asegurar qué sentido, de ser alguno, era el afectado;
era como una intuición, como una extraña certeza de que algo abrumador, malvado
y sobrenatural, distinto de las criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder,
estaba presente. Sabía que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y
ahora se aproximaba; pero desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas.
Sus miedos iniciales habían desaparecido y se habían fundido con el inmenso pavor
del que era presa. A esto se añadía una única preocupación: completar su súplica
dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el bosque hechizado, podrían
rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado. Escribía con una rapidez
inusitada y la sangre de la improvisada pluma parecía no agotarse. Pero en medio
de una frase sus manos se negaron a continuar, sus brazos se paralizaron y el
cuaderno cayó al suelo. Impotente para moverse o gritar, se encontró contemplando
el rostro cansado y macilento de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía
pálida y silenciosa en su mortaja.

II

En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus padres en Nashville,


Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había
sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las oportunidades
sociales y educativas propias de su época y posición, y habían desarrollado unas
formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin, que era el más joven y
enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía patente la doble desventaja del
mimo materno y de la falta de atención paterna. Frayser pare era lo que todo sureño
de buena posición debe ser: un político. Su país, o mejor dicho, su región y su
estado le llevaban tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo
podía prestar a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío,
incluido el suyo, de los líderes políticos.
El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente y bastante sentimental,
más amigo de la literatura que de las leyes, profesión para la que había sido
educado. Aquellos parientes suyos que creían en las modernas teorías de la herencia
veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su bisabuelo materno, quien de ese
modo volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a
ser un poeta de reconocida valía en la época colonial. Aunque no siempre se
observaba, sí era digno de observación el hecho de no considerar un verdadero
Frayser a aquel que no poseyera con orgullo una suntuosa copia de las obras
poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de un
mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la
disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual era más
bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra que podía deshonrar a todo el
rebaño en cualquier momento poniéndose a balar en verso. Los Frayser de
Tennessee eran gente práctica, no en el sentido popular de dedicarse a tareas
orientadas por la ambición, sino en el de despreciar aquellas cualidades que apartan
a un hombre de la beneficiosa vocación política.
Para hacer justicia al joven Halpin, hay que confesar que, aunque él encarnaba
fielmente la mayoría de las características mentales y morales atribuidas por la
tradición histórica y familiar al famoso bardo colonial, sólo se le consideraba
depositario del don y arte divinos por pura deducción. No sólo no había cortejado
jamás a la musa sino que, a decir verdad, habría sido incapaz de escribir
correctamente un verso para escapar a la muerte. Sin embargo nadie sabía cuándo
esa dormida facultad podría despertar y hacerle tañer la lira.
Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante inútil. Entre él y su madre
existía una gran comprensión, pues la señora era, en secreto, una ferviente discípula
de su abuelo; pero, con el tacto digno de elogio en personas de su sexo (algunos
calumniadores prefieren llamarlo astucia), siempre había procurado ocultar su
afición a todos menos a aquel que la compartía. Este delito común constituía un
lazo más entre ellos. Si bien es cierto que en su infancia Halpin era un mimado de
su madre, hay que decir que él había hecho todo lo posible porque así fuera. A
medida que se acercaba al grado de virilidad característico del sureño, a quien le da
igual la marcha de las elecciones, la relación con su hermosa madre —a quien
desde niño llamaba Katy— se fue haciendo más fuerte y tierna cada año. En esas
dos naturalezas románticas se manifestaba de un modo especial un fenómeno a
veces olvidado: el predominio del elemento sexual en las relaciones humanas, que
refuerza, embellece y dulcifica todos los lazos, incluso los consanguíneos. Eran tan
inseparables que quienes no los conocían, al observar su comportamiento, los
tomaban a menudo por enamorados.
Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su madre, la besó en la frente y,
después de jugar con un rizo de su pelo negro que había escapado de las horquillas,
dijo, intentando aparentar tranquilidad:
—¿Te importaría mucho, Katy, si me fuera a California por unas semanas?
Era innecesario que Katy contestara con los labios a una pregunta para la que
sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta inmediata. Evidentemente le
importaba y las lágrimas que brotaron de sus grandes ojos marrones así lo
indicaban.
—Hijo mío —dijo mirándole con infinita ternura—, debería haber adivinado
que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela, llorando, porque el
abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y guapo como en su retrato,
señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no pude ver tus facciones: tu
cara estaba cubierta con un paño como el que se pone a los muertos. Tu padre,
cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero, querido, tú y yo sabemos que tales
sueños no ocurren porque sí. Se veían, por debajo del paño, las marcas de unos
dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no estamos acostumbrados a ocultarnos
tales cosas. A lo mejor tú le das otra interpretación. Quizá significa que no debes ir
a California. O tal vez que debes llevarme contigo.
Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta, que esta ingeniosa
interpretación no fue completamente aceptada por la mente, más lógica, del joven.
Por un momento tuvo el presentimiento de que aquel sueño presagiaba una
calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica, que una visita a la costa
del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que iba a ser estrangulado en su
patria chica.
—¿No hay balnearios de aguas medicinales en California —continuó la señora
Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero significado del sueño— en
los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia? Mira qué dedos tan rígidos;
estoy casi segura de que hasta durmiendo me producen dolor.
Extendió las manos para que las viera. El cronista es incapaz de señalar cuál
fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar para sí con una sonrisa, pero se
siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos parecieron
menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad.
El resultado fue que, de estas dos personas con los mismos raros conceptos
sobre el deber, una se fue a California, tal y como demandaba su clientela, y la otra
se quedó en casa, obedeciendo así al deseo, apenas consciente, de su marido.
Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el puerto de San
Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio convertido en
marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y le arrastraron a
bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país lejano. Pero sus
desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en una isla al sur del
Pacífico y pasaron seis años antes de que los supervivientes fueran rescatados por
una goleta mercante y devueltos a San Francisco.
Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era menos orgulloso de lo que
había sido en los años anteriores, ya tan lejanos para él. No quiso aceptar la ayuda
de extraños, y fue mientras vivía con otro superviviente cerca de la ciudad de Santa
Helena, en espera de noticias y dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a
cazar y soñar.

III

La aparición del bosque —esa cosa tan parecida y, sin embargo, tan distinta a
su madre— era horrible. No despertaba ni amor ni anhelo en su corazón; tampoco
le traía recuerdos agradables de los días felices. En resumen, no le inspiraba ningún
sentimiento especial, pues cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo.
Intentó volverse y huir pero las piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar
los pies del suelo. Los brazos le colgaban inertes en los costados; sólo conservaba
el control de los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas órbitas del
espectro, del que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más espantoso que
aquel bosque hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En su mirada vacía no
había amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha lugar a
apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo atrás
aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio.
La aparición continuaba frente a él, a un paso, observándole con la torpe
malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo este momento que el universo
envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque, triunfante tras aquella monstruosa
culminación de terrores, desapareció de su mente con todas sus imágenes y sonidos.
De pronto, el espectro extendió sus manos y se abalanzó sobre él con terrible
ferocidad. Halpin recuperó sus energías, pero no su voluntad: su poderoso cuerpo y
sus ágiles miembros, dotados de una vida propia, ciega e insensata, resistieron
vigorosamente, pero su mente seguía hechizada. Por un instante vio ese increíble
enfrentamiento entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un simple
espectador; esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró
su identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó de
nuevo su voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su detestable rival.
Pero ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija de su propio sueño? La
imaginación que crea al enemigo está vencida de antemano; el resultado del
combate es su misma causa. A pesar de sus esfuerzos, de una fortaleza y actividad
que parecían inútiles, sintió cómo unos dedos fríos se aferraban a su garganta. De
espaldas sobre la tierra, vio, a un palmo de distancia, aquel rostro muerto y
descarnado. Al instante todo se oscureció. Se oyó el sonido de tambores lejanos y el
murmullo de voces bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y distante que redujo
todo al silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.

IV

Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció con niebla. El día
anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina de vapor —el fantasma de
una nube— que se acercaba a la ladera oeste del monte Santa Helena, a sus estériles
alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan parecida a una fantasía hecha
realidad que uno habría exclamado: «¡Miren, miren, rápido: en un momento habrá
desaparecido!».
Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa. Mientras un extremo se
adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más por encima de los cerros. Al
mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el sur y se fundía con pequeños
jirones de niebla que, con la sensata intención de ser absorbidos, surgían de las
laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer imposible la visión de la cumbre
desde el valle, que quedó cubierto por un dosel gris y opaco. En Calistoga, que se
extiende al pie de la montaña, donde el valle comienza, tuvieron una noche sin
estrellas y una mañana sin sol. La niebla se hundía cada vez más y se extendía en
dirección sur, cubriendo rancho tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa
Helena, a nueve millas de distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y
los pájaros estaban posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la
mañana era pálida y fantasmal, sin color o brillo alguno.
Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la ciudad de Santa Helena en
dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban escopeta al hombro, nadie les
habría confundido con un par de cazadores; eran el ayudante del sheriff de Napa y
un detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era
cazar a un hombre.
—¿Está muy lejos? —preguntó Holker, mientras sus pisadas dejaban al
descubierto la tierra seca que había bajo la superficie húmeda del camino.
—¿La iglesia blanca? Como a media milla —contestó el otro—. Por cierto —
añadió—, ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una escuela abandonada, gris por
los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era blanca, se realizaban en ella
servicios religiosos. Tiene un cementerio que haría las delicias de un poeta.
¿Adivina usted por qué mandé buscarle y le advertí que viniera armado?
—Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos temas. Sé que usted
siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata de hacer conjeturas, creo
que lo que usted quiere es que le ayude a detener a uno de los cadáveres del
cementerio.
—¿Se acuerda usted de Branscom? —preguntó Jaralson, respondiendo al
ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.
—¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me costó una semana de trabajo
y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de recompensa, pero no hemos
conseguido echarle la vista encima. No querrá usted decir que…
—Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este tiempo. Por las noches viene
al viejo cementerio de la iglesia blanca.
—¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.
—Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún día tendría la tentación de
volver.
—Es el último lugar que se nos habría ocurrido.
—Como ya habían rastreado todos los demás, al conocer su fracaso, le esperé
allí.
—¿Y le encontró?
—¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me tomó la delantera: se
me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una suerte que no acabara conmigo.
¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de la recompensa, si es que usted
necesita la otra mitad.
Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores estaban más impacientes que
nunca.
—Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar un plan con usted —
dijo el detective—. Creí que, aunque fuera de día, era mejor ir bien armados.
—Ese hombre debe de estar loco —dijo el ayudante del sheriff—. La
recompensa es por su captura y condena. Si está loco, no le condenarán.
El señor Holker, profundamente afectado por tal posibilidad, se detuvo
involuntariamente un instante y reanudó la marcha con menos entusiasmo.
—Bueno, lo parece —asintió Jaralson—. Debo admitir que nunca he visto un
canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo totalmente revuelto… Reúne todo
lo peor de la vieja y honorable orden de los vagabundos. Pero he venido a por él y
no se me escapará. La gloria nos espera. Nadie más sabe que está a este lado de las
Montañas de la Luna.
De acuerdo —dijo Holker—, Vamos allá e inspeccionemos el terreno donde
pronto yacerás —añadió empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas
en las inscripciones funerarias—. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a
cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí decir
que su verdadero nombre no es Branscom.
—Entonces ¿cuál es?
—No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese rufián y no lo grabé en la
memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que tuvo el mal gusto de degollar
era viuda cuando él la conoció. Había venido a California a buscar a unos parientes.
Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero bueno, usted ya conoce esa historia.
—Naturalmente.
—Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz inspiración encontró la
tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está grabado en la lápida.
—Yo no sé dónde está esa tumba —contestó Jaralson, algo reacio a admitir su
ignorancia acerca de un detalle tan importante en el plan—. He estado
inspeccionando el lugar, nada más. Precisamente identificar esa rumba es una parte
del trabajo que hemos de realizar esta mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca.
El camino había estado bordeado por campos hasta entonces. Ahora, a la
izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños, y unos abetos gigantescos
cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la niebla. Los arbustos, bastante
espesos, no llegaban a ser impracticables. Al principio Holker no veía el edificio
pero, al adentrarse en el bosque, sus vagos contornos, que parecían enormes y
distantes, aparecieron entre la bruma. Unos cuantos pasos más y ahí estaba,
claramente visible, oscurecido por la humedad y de un tamaño insignificante. Era la
típica escuela de aldea con un basamento de piedra y forma de caja de embalar.
Tenía el tejado cubierto de musgo, y los cristales y marcos de las ventanas rotos. Su
estado era ruinoso, pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos
californianos de lo que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado».
Tras un rápido vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió
hacia la parte posterior, llena de maleza húmeda.
—Le voy a mostrar dónde me sorprendió —dijo—. Éste es el cementerio.
Por todas partes surgían pequeños recintos con tumbas, en ocasiones no más de
una, entre los matorrales. Unas veces se las reconocía por las piedras descoloridas y
las tablas podridas que, cuando no estaban en el suelo, descansaban sobre sus
cuatro ángulos; otras, por las estacas carcomidas que las rodeaban y, más
raramente, por un montículo de hojarasca bajo la que se podían distinguir algunos
cascotes. En muchos casos el lugar que acogía los restos de algún pobre mortal —
quien, con el paso del tiempo, había sido abandonado por el círculo de sus afligidos
amigos— no estaba indicado más que por una depresión en la tierra, más duradera
que la de sus propios deudos. Los senderos, si es que alguna vez los hubo, no
habían dejado huella alguna. Entre las tumbas crecían unos grandes árboles que
arrancaban con sus raíces las cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa
atmósfera de abandono y decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y
significativa como en una aldea de muertos olvidados.
Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron los espesos matorrales;
de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras levantar la escopeta a la altura
del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció con la vista clavada frente a
él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza, le imitó y, aunque no había
visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera suceder. Un instante después
Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con Holker tras él.
Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo sin vida. Los dos hombres,
en silencio junto a él, examinaron los detalles que en un primer momento suelen
llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa: todo aquello que más rápidamente
responde a las mudas preguntas de una curiosidad sana.
El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas. Tenía un brazo
extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano cerca de la
garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de desesperada pero
inútil resistencia a… no se sabe qué.
Junto a él había una escopeta y un morral de cazador a través de cuyas mallas
se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor había rastros de una lucha
encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa aparecían tronchados, sin
hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus pies hojarasca en torno a sus
piernas. Unas huellas de rodillas humanas aparecían junto a sus caderas.
La ferocidad de la lucha era evidente con solo observar la garganta y el rostro
del cadáver. A diferencia del color blanco de su pecho y manos, aquellos tenían un
color púrpura, casi negro. Sus hombros descansaban sobre una leve prominencia
del terreno, lo que hacía que la cabeza cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos
en dirección contraria a la de los pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre
la espuma que llenaba su boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas
horribles: no eran las simples huellas de unos dedos, sino magulladuras y heridas
producidas por unas manos fuertes que debían de haberse hundido en la carne,
manteniendo su terrible tenaza hasta mucho después de producir la muerte. El
pecho, la garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa empapada y unas
gotas de agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote.
Los dos hombres observaron todo esto casi de un vistazo, sin hacer ningún
comentario. Después Holker rompió el silencio.
—¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.
Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el dedo en el gatillo,
inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.
—Esto es obra de un loco —dijo sin apartar la vista de la espesura—. La obra
de Branscom… Pardee.
Algo que había en el suelo, semicubierto por las hojas, llamó la atención de
Eíolker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo cogió y lo abrió. Contenía
hojas en blanco para anotaciones en la primera de las cuales estaba escrito el
nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y garabateadas a lo largo de varias
páginas, aparecían las siguientes líneas, que Eíolker leyó en voz alta, mientras su
compañero seguía vigilando los oscuros confines de aquel entorno y escuchaba con
aprensión el gotear de los árboles. Decía así:

Víctima de algún oculto maleficio, me encontré


entre las tinieblas crepusculares de un bosque encantado.
El ciprés y el mirto entrelazaban sus ramas
en simbólica y funesta hermandad.
El sauce cavilante murmuraba al tejo;
debajo, la mortal belladona y la ruda,
con siemprevivas trenzadas en extrañas formas
funerarias, crecían junto a horribles ortigas.
No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,
ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa.
El aire estaba estancado y el silencio era
un ser vivo que respiraba entre los árboles.

Los espíritus conspiradores murmuraban en las tinieblas,


de un modo inaudible, los secretos de Las tumbas.
Los árboles sangraban y las hojas exhibían,
; a la luz embrujada, un fulgor rojizo.

¡Grité! El hechizo, aún sin romper,


dominaba mi espíritu y voluntad.
¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,
luché contra monstruosos presagios de maldad!

Al fin, lo invisible…
Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito se interrumpía a mitad de
un verso.
—Suena a Bayne —dijo Jaralson, que, a su manera, era un hombre culto.
Había dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.
—¿Quién es Bayne? —preguntó Holker sin mucho interés.
—Myron Bayne, un tipo que escribió en la época colonial, hace más de un
siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo sus obras completas. Este
poema, por algún error, no aparece en ellos.
—Hace frío —dijo Holker—. Vámonos. Debemos avisar al juez de Napa.
Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero. Al pasar junto a la elevación
del terreno sobre la que descansaban la cabeza y los hombros del muerto, su pie
tropezó con un objeto duro que había bajo la hojarasca. Era una lápida caída sobre
la que, con dificultad, se podían leer las palabras «Catherine Larue».
—¡Larue, Larue! —exclamó Holker con excitación repentina—. Ése es el
verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!, ahora me acuerdo de
todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!
—Aquí hay algo que me huele muy mal —dijo el detective Jaralson—, No me
gustan nada estas historias.
De entre la niebla —y al parecer desde muy lejos— les llegó el sonido de una
risa sofocada y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que
ronda en la noche del desierto en busca de presa. Una risa que se elevó poco a poco
y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y terrible, hasta que pareció rozar los
límites del círculo de visión de los dos hombres. Era una risa tan sobrenatural,
inhumana y diabólica que les produjo un pavor indescriptible. No movieron sus
armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible sonido no era de
las que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que pareció sonar junto a
sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que sus débiles notas, tristes y
mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una distancia enorme.
La reina Isabel
[Cuento - Texto completo.]

Villiers de L’Isle Adam

Al señor conde d’Osmoy


El Guardián del Palacio de los Libros dijo: «La reina Nitocris, la Bella de rosadas mejillas, viuda de
Papi I, de la décima dinastía, para vengar el asesinato de su hermano, invitó a los conjurados a cenar
con ella en una sala subterránea de su palacio de Aznac, luego, tras desaparecer de la sala, HIZO
QUE ENTRARAN EN ELLA, SÚBITAMENTE LAS AGUAS DEL NILO.
-Manethon

Hacia 1404 (me remonto tan atrás para no ofender a mis contemporáneos), Isabel, esposa
del rey Carlos VI, regente de Francia, vivía, en París, en el antiguo palacio Montagu, una
especie de residencia más conocida por el nombre de la mansión Barbette.
Allí se proyectaban las famosas justas a la luz de las antorchas a orillas del Sena; eran
noches de gala, de conciertos, de festines, encantadores tanto por la belleza de las mujeres
y de los jóvenes señores como por el inaudito lujo que la corte desplegaba.
La reina acaba de innovar esos vestidos à la gore en los que se vislumbraba el seno a
través de un entramado de lazos adornados con pedrerías y unos peinados que obligaron
a elevar en varios codos el arco de las puertas feudales. Durante el día, el lugar de
encuentro de los cortesanos (que estaba cerca del Louvre) era la gran sala y la terraza de
naranjos del platero del rey, maese Escabala. Allí jugaban sin medida y, a veces, los
cubiletes de passe-dix arrojaban los dados en apuestas capaces de arruinar a toda una
provincia. Dilapidaban un poco los enormes tesoros amasados, tan penosamente, por el
económico Carlos V. Si las finanzas disminuían, se aumentaban a voluntad los diezmos,
tallas, servicios, ayudas, subsidios, secuestros, exacciones y gabelas. La alegría reinaba
en los corazones. Era en esos días, también, cuando, sombrío, manteniéndose apartado y
comenzando por abolir en sus Estados todos aquellos odiosos impuestos, Jean de Nevers,
caballero, señor de Salins, conde de Flandes y de Artois, conde de Nevers, barón de
Rethel, palatino de Malines, dos veces par de Francia y decano de los pares, primo del
rey, soldado que sería designado por el Concilio de Constanza como jefe único de los
ejércitos al cual debían obediencia ciega bajo pena de excomunión, primer gran feudatario
del reino, primer súbdito del rey (quien no es sino el primer súbdito de la nación), duque
hereditario de Borgoña, futuro héroe de Nicépolis y de la victoria de l’Hesbaie, en la que,
tras la deserción de los Flamencos, adquirió el sobrenombre de Sin Miedo ante todo el
ejército al librar a Francia de su primer enemigo; fue en esos días, decíamos, cuando el
hijo de Felipe el Atrevido y de Margarita II, cuando Juan sin Miedo, para salvar la Patria,
soñaba ya con desafiar, a fuego y sangre, a Henry de Derby, conde de Hereford y de
Lancaster, quinto de ese nombre, rey de Inglaterra, y que, cuando este rey puso precio a
su cabeza, sólo consiguió que Francia lo declarase traidor.
Se probaban torpemente los primeros juegos de cartas importados, desde hacía algunos
días, por Odette de Champ-d’Hiver.
Se hacían apuestas de cualquier clase; se bebían vinos que provenían de las mejores viñas
del ducado de Borgoña. Se oían los nuevos Tensones, los Virelais del duque de Orleáns
(uno de los señores de los Fleurs-de-Lys que han creado las más bellas rimas). Se discutía
de modas y de armaduras; a menudo se cantaban disolutas canciones.
La bija de tal rico-hombre, Bérénice Escabala, era una joven amable y de las más bonitas.
Su virginal sonrisa atraía el brillante enjambre de los gentilhombres. Era notorio que
dispensaba su graciosa acogida a todos por igual.
Un día, ocurrió que un joven señor, el vídamo de Maulle, que entonces era el favorito de
Isabel, empeñó su palabra (después de haber bebido, naturalmente) afirmando que
triunfaría sobre la inflexible inocencia de la hija de maese Escabala; resumiendo, que
sería suya en un corto plazo.
Ese reto fue lanzado en medio de un grupo de cortesanos. Alrededor suyo zumbaban las
risas y coplas de la época; pero este alboroto no ocultó la imprudente frase del joven. La
apuesta, aceptada en un brindis, llegó a oídos de Louis de Orleáns.
Louis de Orleáns, cuñado de la reina, había sido distinguido por ella, desde el primer
momento de la regencia, con un apasionado afecto. Era un príncipe brillante y frívolo,
pero de los más siniestros. Había, entre Isabel de Baviera y él, ciertas paridades de
naturaleza que asemejaban su adulterio a un incesto. Aparte de los caprichosos brotes de
una ternura marchita, él siempre supo conservar, en el corazón de la reina, un bastardo
afecto que tenía más de pacto que de simpatía.
El duque vigilaba a los favoritos de su cuñada. Cuando la intimidad de los amantes parecía
que podría llegar a ser peligrosa para la influencia que pretendía mantener sobre la reina,
era muy poco escrupuloso en los medios utilizados para provocar entre ellos una ruptura
casi siempre trágica; aunque fuese incluso la delación.
Esa conversación en cuestión fue narrada, por encargo suyo, a la real amiga del vídamo
de Maulle.
Isabel sonrió, bromeó sobre el asunto y pareció no darle mayor importancia.
La reina tenía médicos que le vendían los secretos de Oriente apropiados para exasperar
la llama de los deseos concebidos por ella. Moderna Cleopatra, era una gran disoluta, más
indicada para presidir unas cortes de amor al fondo de una casa de campo o dictar la moda
en provincias que para pensar en liberar del inglés el suelo de su país. Sin embargo, en
esta ocasión, ella no consultó a nadie, ni siquiera a Arnault Guilhem, su alquimista.
Una noche, algún tiempo después, el señor de Maulle estaba con la reina, en la mansión
Barbette. Era una hora avanzada; la fatiga del placer adormilaba a los dos amantes.
Repentinamente, el señor de Maulle creyó oír, en París, el sonido de campanas que
repicaban con tañidos aislados y lúgubres.
Se enderezó:
-¿Qué es eso? -preguntó.
-Nada. ¡Déjalo!… -respondió Isabel, risueña y sin abrir los ojos.
-¿Nada, mi bella reina? ¿No es el toque de alarma?
-Sí… quizás. ¿Y bien, amigo?
-¿Se habrá incendiado alguna casa?
-Justamente soñaba con eso -dijo Isabel.
Una perlada sonrisa entreabrió los labios de la bella durmiente.
-Además, en mi sueño -continuó ella-, eras tú quien lo había provocado. Te veía echar
una antorcha en el almacén de aceite y de forraje, querido.
-¡Sí! -Ella arrastraba las sílabas, lánguidamente-. Tú quemabas la casa de maese Escabala,
mi platero, como bien sabes, para ganar tu apuesta del otro día.
El señor de Maulle reabrió sus ojos a medias, preso de una vaga inquietud.
-¿Qué apuesta? ¿Aún no estás dormida, mi bello ángel?
-Pues… la apuesta de ser el amante de su hija, la pequeña Berenice, ¡qué bellos ojos
tiene!… ¡Oh!, qué buena y hermosa muchacha, ¿no es así?
-¿Qué decías, mi querida Isabel?
-¿No me has comprendido, mi señor? Yo soñaba, te decía, que habías prendido fuego a
la casa de mi platero para raptar a su hija durante el incendio y hacerla tu amante, para
poder ganar tu apuesta.
El vídamo miró alrededor suyo, en silencio.
En efecto, el resplandor de un lejano siniestro iluminaba los cristales de la habitación;
reflejos de púrpura hacían sangrar los armiños del lecho real; ¡las flores de lis de los
escudos y las que acababan de vivir en los jarrones de esmalte enrojecían! Y rojas también
eran las dos copas, sobre un velador cargado de frutas y vinos.
-¡Ah!… ya me acuerdo… -dijo a media voz el joven-; es cierto; pretendía atraer las
miradas de los cortesanos sobre la pequeña para apartarlos de nuestro goce. ¡Pero mira,
Isabel: realmente es un gran incendio, y las llamaradas se elevan por la zona del Louvre!
Ante estas palabras la reina se recostó en el lecho, observó muy fijamente, sin hablar, al
vídamo de Maulle y sacudió la cabeza; después, indolente y risueña, puso en los labios
del joven un largo beso.
-¡Uno de estos días, le contarás eso a maese Cappeluche cuando seas sometido a la rueda,
en la plaza de Grève! ¡Eres un vil incendiario, mi amor!
Y como los perfumes que salían de su cuerpo oriental aturdían y abrasaban los sentidos
hasta quitar la capacidad para pensar, ella se apretó contra él.
El toque de alarma continuaba; se distinguían a lo lejos los gritos de la multitud.
El respondió, bromeando:
-Habría que probar el crimen.
Y le devolvió el beso.
-¿Probarlo, malvado?
-Naturalmente.
-¿Podrías tú probar el número de besos que has recibido mí? ¡Es tanto como pretender
contar las mariposas que vuelan en una tarde de verano!
Él contemplaba a la ardiente amante -¡tan pálida!- que acababa de prodigarle delicias y
éxtasis de la más maravillosa voluptuosidad.
Le tomó la mano.
-Por otra parte, será muy fácil -continuó la joven-. Porque, ¿quién tendría interés en
aprovecharse de un incendio para secuestrar a la hija de maese Escabala? Solamente tú.
¡Comprometiste tu palabra en la apuesta! Y, puesto que no podrías decir nunca dónde
estabas cuando se inició el fuego… Lo ves, eso ya es suficiente como causa de
procesamiento, en Chatélet. Primero se instruye y luego… -ella bostezó dulcemente- la
tortura hace el resto.
-¿No podría decir dónde estaba? -preguntó el señor de Maulle.
-Sin duda, porque, estando vivo el rey Carlos VI, estabas, a esa hora, en brazos de la reina
de Francia. ¡Qué niño eres!
La muerte, horrible, se alzaba a ambos lados de la acusación.
-¡Es cierto! -dijo el señor de Maulle, bajo el encanto de la dulce mirada de su amiga.
Se embriagaba al rodear con su brazo ese joven talle acostado sobre una tibia cabellera,
rojiza como el oro fundido.
-Eso son sólo sueños -dijo él-. ¡Oh, vida mía!…
Durante aquella velada habían tocado algo de música; su cítara estaba posada sobre un
cojín; una cuerda se rompió sola.
-¡Duérmete, ángel mío! ¡Tienes sueño! -dijo Isabel atrayendo con dulzura la frente del
joven hacia su seno.
El ruido del instrumento le había hecho estremecerse; los enamorados son supersticiosos.

Al día siguiente, el vídamo de Maulle fue arrestado y arrojado a un calabozo del Gran
Chatélet. El proceso comenzó tras la prevista inculpación. Los hechos sucedieron
exactamente como se lo había anunciado la augusta encantadora, «cuya belleza era tal
que sobreviviría a sus amores».
El vídamo de Maulle no pudo encontrar lo que en términos jurídicos se denomina
una coartada.
Tras sufrir tortura, ordinaria y extraordinaria, durante los interrogatorios, se le condenó a
la rueda.
La pena de los incendiarios, el velo negro, etc., no se omitió nada.
Solamente se produjo un extraño incidente en el Gran Chatélet.
El abogado del joven le había tomado un profundo cariño; éste le había contado todo.
Ante la inocencia del señor de Maulle, el defensor se convirtió en culpable de una acción
heroica.
La víspera de la ejecución fue al calabozo del condenado y lo hizo escapar con el disfraz
de su ropa. En resumen: lo sustituyó.
¿Fue un noble corazón? ¿Fue un ambicioso que jugaba una terrible partida? ¡Quién lo
sabrá!
Todavía roto y quemado por la tortura, el vídamo de Maulle atravesó la frontera y murió
en el exilio.
Pero el abogado fue retenido en su lugar.
La bella amiga del vídamo de Maulle, al enterarse de la evasión del joven, únicamente
sintió una excesiva contrariedad.
Ella no quiso reconocer al defensor de su amigo. Para que el nombre del señor de Maulle
fuera borrado de la lista de los vivos, ordenó, a pesar de todo, el cumplimiento de la
sentencia.
De tal manera que el abogado fue ejecutado en la rueda en la plaza de Grève, en lugar del
señor de Maulle.
Rogad por ellos.
FIN
LUELLA MILLER

Luella Miller (Luella Miller) es un relato de vampiros de la escritora norteamericana Mary


Wilkins Freeman (1852-1939), publicado originalmente en la edición de diciembre de
1902 de la revista Everybody's Magazine, y luego reeditado en la antología de 1903: El
viento en el rosedal (The Wind in the Rose-Bush).

Luella Miller, uno de los grandes cuentos de Mary Wilkins Freeman, relata la historia de
Luella Miller, una mujer misteriosa, a quienes todos evitan en el pueblo. De hecho, nadie
se atreve a entrar en su modesta casa. La última persona lo sufcientemente desesperada
como aceptar un trabajo allí se retiró a la semana, muerta, y con un gesto horrorizado
impreso en el rostro.

Lo curioso de Luella Miller es que ella nunca realizó un trabajo manual, jamás, o por tal
caso ningún trabajo en absoluto. Son otros quienes deben realizar esas tareas por ella,
desde las más simples, como preparar el café, a otras más complejas, como mantener
limpia la casa. Esta excéntrica incapacidad de Luella Miller, lejos de ser algo macabro,
queda subsanada, naturalmente, por sus habilidades persuasivas.

En síntesis, Luella Miller es una vampiresa, capaz de absorber la energía vital de todos
los que se acercan demasiado a ella. En este contexto, Luella Miller de Mary Wilkins
Freeman es un relato de vampirismo, más cercano a los vampiros energéticos, también
llamados vampiros emocionales y vampiros psíquicos, que los clásicos chupasangres
victorianos.

En cierto modo, Luella Miller de Mary Wilkins Freeman es también un relato feminista.
La protagonista no solo es capaz de rehusarse a realizar cualquier tarea doméstica, sino
que además que consigue que otros las realicen por ella, en una clara inversión del ideal
de la mujer por aquellos años, básicamente una abnegada ama de casa.

Luella Miller.
Luella Miller, Mary Wilkins Freeman (1852-1939)

Cerca de la calle del pueblo estaba la casa de un piso en el que Luella Miller, quien tuvo
una mala fama en el pueblo, había vivido. Había muerto hacía años, sin embargo, hubo
algunos en el pueblo que, a pesar de la luz más clara que luego se echó sobre el asunto,
todavía creen en el cuento que vienen escuchado desde su infancia. En sus corazones
sobrevive el horror y el miedo salvaje de aquellos antepasados vivieron en la época de
Luella Miller. Y los jóvenes también observan con un estremecimiento la vieja casa, y
los niños jamás juegan alrededor de ella, como es costumbre hacerlo en torno a los
edificios abandonados. La antigua casona de Miller no tiene ni un cristal roto, todavía
reflejan la luz del sol por la mañanas en parches de esmeralda y azul, el pestillo de la
puerta nunca se levantó.

Desde la época de Luella Miller la casa sólo había tenido un inquilino, una vieja sin
amigos que no tenía posibilidad de elegir entre eso y la de refugiarse bajo el cielo abierto.
Esta anciana, que había sobrevivido a su parentela y amigos. Cierta mañana, debido a la
ausencia de humo saliendo por la chimenea, una partida de vecinos tomó coraje e ingresó
en la casa: la encontraron muerta en su cama. Hubo rumores oscuros en cuanto a la causa
de su muerte, y hubo quienes testificaron que vieron una expresión de miedo inenarrable
en el rostro cadavérico. La anciana había sido sana y fuerte cuando entró en la casa, y
sólo en siete días había sido abatida, una víctima más de aquel misterioso poder
sobrenatural. El ministro habló con gravedad en el púlpito contra el pecado de la
superstición. Ni un alma en el pueblo habría elegido quedarse alli. Ningún vagabundo
conciente del relato dejaría el frío bosque por ese refugio siniestro e impío.

Sólo había una persona en el pueblo que había conocido en realidad Luella Miller. Esa
persona era una mujer de más de ochenta años, un verdadero prodigio de vitalidad y
juventud. Caminaba por las calles recta como una flecha, y siempre asistía a la iglesia,
llueva o truene. Nunca se había casado, y había vivido durante algunos años al otro lado
del camino de la casa de Luella Miller.

Esta mujer no era un ejemplo de la locuacidad de la senectud, pero nunca en toda su vida
se había mordido la lengua para otro salvará la suya. Fue ella quien dio testimonio de la
vida y la maldad de Luella Miller. Cuando la vieja habló —y ella tenía el don de la
descripción, aunque sus pensamientos estaban vestidos en la lengua grosera y vernácula
de su pueblo natal— parecía que la imagen de Luella Miller cobraba completa entidad.
De acuerdo con esta mujer, Lydia Anderson, tal es su nombre, Luella Miller había sido
una belleza de un tipo bastante inusual en Nueva Inglaterra, de flexible y ligera criatura,
dispuesta e inquebrantable como el destino. Tenía el cabello largo, brillante, lacio, y lo
llevaba enrollado alrededor de un suave y hermoso rostro. Sus ojos eran azules, y sus
modales eran de una gracia maravillosa.

—Luella Miller se sentaba de un modo que nadie más podría —dijo Lydia Anderson— y
era un espectáculo verla caminar. Sólo los sauces, quizás, caminarían como ella. Tenía
un hermoso vestido de seda verde que solía llevar, y un sombrero con serpentinas y un
velo de encaje. Se casó con Erasto Miller. Su nombre de soltera era Hill. Erasto vivía
junto a mi casa, incluso fuimos juntos a la escuela. La gente decía que estaba enamorado
de mí. Yo nunca lo sospeché. Eso fue antes de que Luella haya venido a enseñar en el
distrito. Lottie Henderson fue su alumna preferida: una inteligente niña de fuerte raíz,
espléndida. Puso los ojos en Luella, como todas las chicas lo hicieron. Lottie murió
cuando Luella no había cumplido un año en el cargo de maestra.

»Tiempo después de la muerte de Lottie, Luella se casó con Erasto. Siempre pensé que
se apresuró. Las cosas en la escuela no marchaban bien, y Luella podría haber tenido que
renunciar a ella. El chico la ayudó. Era honesto y buen estudiante también. Y todos se
entristecieron al ver que se volvía más y más débil a causa de una extraña enfermedad.
Trabajó terriblemente duro hasta el último momento tratando de ahorrar un poco para
sacar a Luella de su situación. Cierto día hablé con él:
br /> —Siempre he tenido brazos fuertes —dijo.

Murió a la semana. Cayó en el suelo de la cocina mientras preparaba el desayuno. Pues


él se encargaba de estas cuestiones ya que Luella estaba en cama. De hecho, lavaba,
cocinaba y limpiaba diariamente. No podía soportar que Luella levantase su dedo, y ella
se lo permitía. Luella Miller vivió como una reina, afirmando que su dolor en el hombro
no le permitía trabajar como costurera. Lily Miller fue a vivir con Luella inmediatamente
después del funeral de Erasto.

Entonces esta mujer de edad, Lydia Anderson, quien recordó Luella Miller, iba a
relatarnos la historia de Lily Miller. Parece que aquella mudanza de Lily Miller a la casa
de su hermano muerto provocó toda clase de comentarios y rumores. Lily apenas había
pasado su primera juventud, y era robusta y floreciente, de mejillas rosadas, rizos y
brillantes ojos oscuros. No habían pasado seis meses en su nueva residencia cuando el
color rosado de sus mejillas se desvaneció. Sombras Blanco macularon sus cabellos, la
luz desapareció de sus ojos. Sus rasgos afilados se deshicieron, aunque todavía llevaba
siempre una expresión de dulzura absoluta, e incluso de felicidad. Ella se dedicó
servicialmente a su cuñada. No había duda de que la amaba con todo su corazón. Sólo
temía morir y dejar sola a Luella.

—La forma en que Lily Miller solía hablar de Luella bien podía volverte loco o hacerte
llorar —dijo Lydia Anderson—. He estado allí algunas veces en el pasado, cuando ella
estaba demasiado débil para cocinar. Siempre me preguntaba si la veía mejor, y siempre
respondía que se sentía mejor que ayer. Lo cierto es que se veía demacrada. De parte de
Luella no recibió ninguna clase de atención, sólo los vecinos se preocupaban. La pobre
Lily languidecía considerable. Cuando finalmente murió Luella se hizo cargo de Abby,
que vino de Mixter. Al llegar, era redonda y rosada como una flor, pero la pobre tía Abby
comenzó a caer del mismo modo que Lily. Supongo que alguien le escribió a su hija, que
estaba casada: la Sra. Samuel Abad, que vivía en Barre, ya que ella intimó a su madre por
carta a irse inmediatamente.

»Abby no iría. La pobre sólo tenía ojos para Luella, y sólo de ella se ocupaba. Su hija
continuó escribiéndole, pero no sirvió de nada. Por fin llegó, y al ver lo mal que estaba su
madre rompió a llorar. Habló con Luella. La acusó de haber matado a su marido y cada
persona que se acercaba a ella de buena fe. Luella se puso histérica, y la tía Abby estaba
tan asustada que me llamó después de que su hija se haya marchado. La Sra. Abad se fue
llorando, los vecinos la oyeron. Nunca más vio a su madre con vida. Esa noche la tía
Abby mandó a llamarme. Cuando llegué me encontré a Luella llorando, o riendo, o ambas
cosas juntas. Abbý estaba blanca como una sábana, sin aire. La amenacé, diciéndole que
no estaba en condiciones de estar fuera de la cama.

—Oh, no me pasa nada —dijo ella— No me siento tan mal.

—Déjela conmigo, señora Mixter, y volverá a la cama —dijo Luella.

—¿No será conveniente que llamemos al médico?

Y miré hacia la derecha directamente a Luella Miller, que reía y lloraba. Después de ver
eso nadie podría cambiar mi opinión sobre Luella Miller, y mucho menos engañarme. Por
último, muy ofendida, volví a casa por un poco de valeriana para el brote histérico de
Luella, y con ella me dirigí nuevamente a la casa.

—¿Qué es? —preguntó entre gritos.

—Pobre cordero, cordero pobre —decía la tía Abby, mientras yo trataba de lavarle la
cabeza con alcanfor.
—Traga esto —dije, sin ninguna clase de ceremonia— ¡Trágalo!

Luella Miller se apoderó de su barbilla y echó la cabeza hacia atrás.

—¡Nada de tragar! —aulló.

Y Luella, sin opciones, tragó.

Dejó de reir y llorar y me dejó su puesto junto a la cama. Abby permaneció despierta toda
la noche y me quedé con ella, aunque trató de no mostrarse enferma. Sin embargo, hizo
guardia, alimentando a Luella con una cuchara a lo largo de toda la noche. En la mañana,
tan pronto como salió el sol, corrí hasta la tienda y envié a Johnny Bisbee por un médico.
La pobre tía Abby no parecía entender nada. Cuando llegó el doctor difícilmente se podría
decir que respiraba. Y cuando se retiró, Luella entró en la sala mirando como un bebé en
su camisón de volantes. La puedo ver ahora. Tenía los ojos azules y su rostro estaba rosa.
Miró hacia la cama, entre inocente y divertida, y dijo:

—¿Por qué aún no se ha levantado?

—Porque está enferma —respondí.

—Pensé que alguien hacía café —dijo Luella.

—Creo que esta mañana podrás hacértelo tu misma —dije.

—Jamás me hice el café en toda mi vida —dijo ella, asombrada—. Erasto siempre lo
hacía, y luego Lily, y finalmente la tía Abby. No creo que pueda hacerlo, señorita
Anderson.

—No es difícil —dije yo, menos asombrada que furiosa.

—¿No va a levantarse en todo el día? —insistió Luella.

—Creo que no —dije calmadamente. Pero lo cierto es que estaba colérica.

Había algo en torno a lesa trivial conversación sobre el café que me inquietaba. Tres
habían muerto por sus caprichos. Incluso pensé que alguien debía terminar con ella antes
de que otros caigan bajo su influencia.

—No parece enferma —continuó Luella.

—Pues lo está —dije—. Va a morir, y tú quedarás sola. Deberás aprender a prescindir de


los demás y arreglártelas por tu cuenta.

Sé que fui dura, pero era la verdad.

Luella se puso histérica. Lo único que hizo fue irse del otro lado de la habitación, donde
la tía Abby no podía oírla. Cuando se enteró de que nadie estaba viniendo a ocuparse de
ella, su ataque se detuvo. Al menos supongo que lo hizo. Yo estaba ocupada en intentar
que la pobre tía Abby mantenga el aliento. El doctor me había dado una medicina en
forma de gotas. Cuando advertí que no duraría demasiado con vida, hablé con Luella. A
la tarde volvió el médico y la hija de Abby, la Sra. Abad Sam, pero llegaron tarde. Abby
había muerto.

—¿Dónde se metió Luella? —preguntó la señora Abad.

—Está en la cocina —dije—. Está en pleno ataque de nervios. Tiene miedo de que la
muerte sea contagiosa.

Entonces habló el doctor. Era un hombre joven. El viejo doctor Park había muerto el año
anterior, y se trataba de un joven recién salido de la universidad

—La señora Miller no es fuerte —dijo—, y ella tiene toda la razón en no agitarse.

Ella ya tendió sus garras sobre él, pensé, pero no dije nada. Lo cierto es que Luella estaba
demasiado asustada como para estar histérica. Parecía encogerse sobre esa silla de la
cocina, con la Sra. Abad hablándole verdades. Supongo que eso fue demasiado para ella.
Luella se desmayó. El doctor llegó corriendo y dijo algo acerca de un corazón débil.

—No hay nada débil en esa mujer —dijo la señora Abad—. Era mi madre quien estaba
débil. Ella tiene la fuerza suficiente para exprimir a los demás. ¿Débil? Mi pobre madre
era débil: esta mujer la mató con la misma eficacia de un cuchillo.

Pero el doctor no le prestó mucha atención. Sólo abrazó a Luella y sostuvo su mano. Me
pidió que traiga el aguardiente de la habitación de Abby. Ahora que la tía había
desaparecido, Luella ya había conseguido un nuevo sirviente.

Esperé hasta que la tía Abby fuese enterrada cerca de un mes después. El doctor visitaba
a Luella constantemente, y la gente comenzó a hablar. Cierto día, cuando supe que éste
se hallaba fuera de la ciudad, me acerqué a Luella. La encontré vestida con una muselina
azul con lunares blancos. Había algo acerca de Luella Miller que parecía clavarse en el
corazón. María Brown había estado ayudándola en toda clase de tareas inhumanas para
una mujer, pero Luella la consideraba capaz. María no vivió mucho tiempo. Comenzó a
desvanecerse de la misma manera que los otros.

—Supongo que has dejado que María vaya a su casa —dije.

—Sí —respondió—, una vez que termine de lavar los platos.

—También supongo que tiene trabajo que hacer en su propia casa —dije, tratando de
parecer casual.

—Sí —dijo Luella, realmente dulce y bonita—, ella dijo que tenía que hacer su lavado de
ropa.

—¿Y por qué no se quedó en casa en vez de venir aquí para realizar tus tareas?

Luella me miró como un bebé que se le quita un sonajero negó a ello. Se echó a reír como
una especie de inocente.
—Oh, no puedo hacer esos trabajos, señorita Anderson. Nunca los hice. María tiene que
hacerlos.

—¿Tiene? —pregunté, indignada—. Ella no tiene que hacerlo. Maria Brown tiene su
propia casa y lo suficiente para vivir. Ella no está en deuda con usted para venir aquí y
ser su esclava. La estás matando del mismo modo que a Erasto y los demás.

Me miró, pálida.

—Y María no será la última —continué—. También vas a encargarte del doctor Malcolm
antes de exprimirlo del todo.

Entonces un color rojo llameó en toda su cara.

—No voy a matarlo, ya sea —dijo, y comenzó a llorar.

—¡Sí, lo harás! —grité, y comencé a decir todas las cosas que jamás le había dicho.

Luella se puso cada vez más pálida, y en ningún momento me miró. Luego me fui a casa.
Desde la calle ví que su lámpara se apagó antes de las nueve, y cuando el doctor Malcolm
vió la oscuridad siguió de largo, creyendo que Luella dormía. Una semana después, María
murió. Surgieron toda clase de murmuraciones siniestras. La gente acusó a Luella de
bruja.

Una tarde vi al doctor corriengo por la calle con su botiquín. Luella estaba muy enferma.

Una chica se pfreció como enfermera, lo cual lamenté. Pensé en Erasto y los demás. Al
día siguiente la sra Babbit me informó que el doctor traído a una chica de las afueras, y
que estaba bastante seguro de que él se casaría con Luella. Pocos días después, Sarah
Jones, aquella muchacha traída para ayudar a Luella, fue vista caminando por la calle
como un espectro sin voluntad. Algunas malas lenguas dijeron algo sobre una relación
clandestina entre ella y el doctor. Lo que nadie adivinó es que la nueva víctimas sería el
pobre médico. Murió sin que el ministro le suministrase la extremaunción, dejándole a
Luella todo su patrimonio. Una semana después también enterramos a Sarah Jones.

Pareció el fin de Luella Miller. Ni un alma en todo el pueblo levantaría un dedo por ella.
Pronto se la vió yendo a la tienda de la señora Babbit, que tenía miedo de que Tommy ,
su hijo, y quien realizaba mandados, llevase las vituallas de Luella. De hecho, al poco
tiempo se lo vió andar como un fantasma, con los brazos colgando flácidamente junto al
cuerpo luego de llevar algunos paquetes a la casa de Luella.

Luella Miller pasó dos últimas semanas terribles, supongo. Estaba debilitada, pero nadie
se atrevía a acercarse. Babbit dijo que ya no se veía humo salir de la chimenea. Juntamos
coraje y entramos. Luella estaba en la cama, muriendo.

Ella duró todo el día y la noche. Luego de la muerte del doctor nadie más se atrevió a ir
allí. Cerca de la medianoche la dejé por un minuto para correr a casa y conseguir alguna
medicina que había comenzado a sentirme bastante mal. Fue una noche de luna llena, y
apenas salí de mi puerta para cruzar la calle hasta Luella, me detuve en seco al ver algo.
Vi lo que vi, y sé que lo vi, y juro por mi lecho de muerte que lo vi. Vi a Luella Miller y
a Erasto, Lily, Abby, María, el Doctor y Sara, todos saliendo de su puerta. Luego
desaparecieron. Me quedé un minuto con el corazón en la garganta, y huí.

Luella Miller había muerto en la cama...

Esta fue la historia que narró la anciana Lidia Anderson, y el cuento se ha convertido en
parte del folclore en el pueblo.

Lidia Anderson murió a los ochenta y siete años. Se había mantenido maravillosamente
sana y fuerte hasta aproximadamente dos semanas antes de su muerte. Una noche de luna
brillante estaba sentada junto a la ventana de su sala cuando hizo una exclamación
repentina. Salió fuera de la casa y cruzó la calle, antes de que el vecino que la estaba
cuidando de su pudiera detenerla. Se dice que poco después encontraron muerta a Lidia
Anderson tendida ante la puerta de la casa desierta Luella Miller.

Durante la noche siguiente algunos vieron llamas rojas entre las ventanas tapiadas de la
casa de Luella. Nadie se acercó para ver como la vieja casona era consumida por el fuego.
Nada quedó en pie, excepto algunas pocas piedras de los cimientos del sótano, ásperos
arbustos de lirios, y en el verano, un rastro desvalido de esplendor entre la hierba.

Mary Wilkins Freeman (1852-1930)


Vampiro
[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un
setentón vaya al altar con una niña de quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura
de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo
-distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso,
de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de
Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre
el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué
había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo
desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió
que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las
vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de
risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y
Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en
que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién
era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de
carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio,
caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien
ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de
duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que…. ¡pchs!,
¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen
tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y
fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando
ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta
por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba
Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de
tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.
-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e
indignos los concurrentes al Casino.
Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don
Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía
heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón,
llegaron al cielo: hablose de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas
como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras
sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando
su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada
sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de
sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron
cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una
ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se
retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una
semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y
en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto
pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz
se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de
Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos
del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los
incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los
reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle.
Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar
por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran
las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy
graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en
hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina
porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la
noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo
dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan
simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se
conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría
como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su
calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato
encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío,
querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el
sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno.
Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por
Dios, abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero
inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que,
puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un
misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta
provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de
éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos,
recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho
sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el
feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de
prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase a Inés,
absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal
de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía
para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando
la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado?
Pues Inés era suya.
Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando
notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba
indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en
el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos
temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al
medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un
hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las
hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen
hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie
de cómico terror:
-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los
periódicos.
El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió
-¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que
expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro
su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don
Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en
quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas
no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el
rabo de un puro.

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