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JACQUES DERRIDA DECONSTRUCCIÓN

por Cristina de Peretti

 
Cuando, a finales de los años 60, Jacques Derrida (pensador francés
nacido, en 1930, en El-Biar, Argelia) utilizó el término
«deconstrucción» en De la grammatologie, uno de sus primeros
textos, jamás pensó ni que dicha palabra terminaría «tipificando» su
quehacer filosófico ni que dicho término tendría tanto éxito, en Europa
y en Estados Unidos, para designar unos giros de lectura ). de
escritura que, atentos al pensamiento de Derrida, inciden en lugares
tan diversos como son no sólo la filosofía, sino también la crítica
literaria, la estética y, asimismo, la arquitectura, el derecho, el análisis
de las instituciones o la reflexión política. En algunos textos, bastante
posteriores (como, Por ejemplo, L’oreille de l’autre, Mémoires, pour
Paul de Man, «Lettre à un ami japonais» [en Psyché]), Derrida explica
que empleó el término «deconstrucción», término poco usual en
francés, para retomar en cierto modo, dentro de su Pensamiento, las
nociones heideggerianas de la -Destruktiom» de la historia de la
ontoteología (que hay que entender no ya como mera destrucción,
sino como «desestructu-ración para destacar algunas etapas
estructurales dentro del sistema») y de la «Abbau» (operación
consistente en «deshacer una edificación para ver cómo está
constituida o desconstituida»).
«Deconstrucción» no era una palabra a la que Derrida concediese una
importancia: no era sino una palabra más dentro de toda una cadena
de muchas otras palabras, una palabra susceptible de sustituir a y de
ser sustituida y determinada por otras tantas palabras en un trabajo
que, además, no se limita sólo al léxico. Pero tampoco encontraba
Derrida esta palabra especialmente «bonita» ni
«afortunada» (Psyché, p. 392). Hoy, sin embargo, Derrida parece
empezar a cobrarle un cierto afecto, tras haber tenido que explicarse,
que defenderse, con mucha frecuencia, desde hace ya unos cuantos
años (cfr.. por ejemplo, Mémoires, pour Paul de Man), de los crispados
ataques que se viene lanzando, en los ámbitos académicos y
periodísticos norteamericanos y europeos, contra la deconstrucción.
Utilizado por Derrida hacia finales de los años 60, el término
«deconstrucción» no puede por menos que insertarse perfecta aunque
polémicamente en el campo de ese discurso estructuralista que, en
esos años, domina el panorama cultural francés: «El estructuralismo
dominaba por aquel entonces. “Deconstrucción” parecía ir en ese
sentido, ya que la palabra significaba una cierta atención a
las estructuras( que, por su parte, no son simplemente ideas.
ni formas, ni síntesis, ni sistemas). Deconstruir era asimismo un gesto
estructuralista, en todo caso era un gesto que asumía una cierta
necesidad de la problemática estructuralista. Pero era también un
gesto antiestructuralista. Y su éxito se debe, en parte, a este
equívoco» (Psyché, p. 389). No resulta, pues, extraño que, a menudo,
se recurra a operaciones como la desedimentación, el desmontaje o la
desestructuración para explicar y/o entender cómo incide la
deconstrucción en las estructuras logofonocéntricas del discurso
tradicional de Occidente, en los entramados conceptuales de todo
gran constructo de pensamiento. Dichos procedimientos no son, sin
embargo, más que aproximaciones -y no siempre muy exactas- a la
tarea deconstructiva pues lo que (con) ella (se) pone en marcha no es
una operación negativa. Deconstruir consiste, en efecto, en deshacer,
en desmontar algo que se ha edificado, construido, elaborado pero no
con vistas a destruirlo, sino a fin de comprobar cómo está hecho ese
algo, cómo se ensamblan y se articulan sus piezas, cuáles son los
estratos ocultos que lo constituyen, pero también cuáles son las
fuerzas no controladas que ahí obran.
La deconstrucción trabaja, pues, no ya al modo de un análisis que, sin
«pillarse los dedos», se limita a reflexionar y/o a recuperar un
elemento simple o un presunto origen indescomponible de un
determinado sistema, sino como una especie de palanca de
intervención activa, estratégica y singular, que afecta a [o, como
escribe a veces Derrida, «solicita», esto es, conmueve como un todo,
hace temblar en su totalidad] la gran arquitectura de la tradición
cultural de Occidente (toda esa herencia de la que nosotros,
querámoslo o no, somos herederos), en aquellos lugares en que ésta
se considera más sólida, en aquellos en los que, por consiguiente,
opone mayor resistencia: sus códigos, sus normas, sus modelos, sus
valores.
Esto no significa, sin embargo, que la deconstrucción sea una crítica.
Y no lo es, en primer lugar, en el sentido apuntado por la instancia
del krinein, esto es, en el sentido de un juicio valorativo, de una
decisión que se establece a partir de una serie de primacías y de
jerarquías. Antes bien, si alguna ley puede atribuírsele a la
deconstrucción, ésta no es otra que la ley de la indecidibilidad. Pero
esta indecidibilidad, que va «más allá de todo cálculo y de todo
programa», no es «ese quedar en suspenso de la indiferencia, no es
la différance como neutralización interminable de la decisión. Por el
contrario, es la différance como elemento de la decisión y de la
responsabilidad» (Altérités, p. 33).
La deconstrucción tampoco es una crítica, en segundo lugar, en el
sentido de una operación negativa, nihilista, irracional o escéptica.
Frente a todas ellas, la deconstrucción acepta el riesgo y la necesidad
de asumir de forma positiva, afirmativa, la única racionalidad que se
da, es decir, una razón capaz de enfrentarse a su falta de garantías,
de renunciar a su supuesta universalidad y de acoger su «otro»
espúreo y conflictivo: la no-razón.
Por otra parte, operaciones del tipo de la destrucción, de la negación,
del aniquilamiento, de la transgresión, por su simplicidad misma, por la
mera inversión de valores que operan, no constituyen más que meras
regresiones o falsas salidas con respecto a aquello mismo que
pretenden transgredir o destruir. Situándose siempre en el borde,
manteniéndose siempre en un equilibrio inestable y, por ello mismo,
fructífero sobre ese retorcido margen que articula a la tradición
occidental con su otro, la deconstrucción cifra su eficacia,
precisamente, en la complejidad de su gesto siempre
desdoblado, nunca simple, el cual, a su vez, resalta la importancia de
la estrategia en esa actividad filosófica que es la deconstrucción.
Estrategia sí, pero no método.
En efecto, la deconstrucción no es, tampoco, en modo alguno un
método. No lo es, en primer lugar, porque la deconstrucción no es ni
puede ser jamás la operación de un sujeto: no sobreviene del exterior
ni con posterioridad al objeto concernido, sino que forma parte
integrante del mismo. «La deconstrucción -escribe Derrida- tiene lugar:
es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia
o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se
deconstruye. El ello no es. aquí, una cosa impersonal que se
contrapondría a alguna subjetividad egológica Está en
deconstrucción (Littré decía: “deconstruirse... perder su construcción”).
Y en el “se” del “deconstruirse”, que no es la reflexividad de un yo o de
una conciencia, reside todo el enigma» (Psyché. p. 391).
En segundo lugar, la deconstrucción no es un método porque la
singularidad (el idioma en su sentido más estricto, es decir, lo que
Derrida a veces llama el «efecto de idioma para el otro») de cada
texto, de cada una de sus lecturas, de cada escritura, de cada firma,
resulta irreductible. La deconstrucción, de hecho, es un acontecimiento
singular que tiene que replantearse en cada ocasión, que tiene que
inventarse de nuevo en cada caso. Por eso, no se debería hablar sin
más (como aquí-y-ahora estoy haciendo) de la deconstrucción en
singular, sino que habría que hablar de deconstrucciones en plural, de
deconstrucciones que se inscriben en la singularidad misma de lo
deconstruido.
Sabiendo, sin duda alguna, que el siguiente reproche sería algo así
como: «Entonces ¡todo vale! ¡La deconstrucción es un mero
pasatiempo irresponsable!», Derrida precisa que el hecho de que la
deconstrucción no sea un método «no excluye una cierta andadura
que es preciso seguir» (La dissémination, p. 303). Dicha andadura no
es otra que lo que Derrida denomina la estrategia general de la
deconstrucción. En el proceso significante general que es el texto para
Derrida y dentro de una compleja y diversificada trama de trabajo
siempre singular, un «suplemento de lectura o de escritura debe ser
rigurosamente prescrito, pero por la necesidad de un juego, signo al
que hay que conceder el sistema de todos sus valores» (La
dissémination, p. 72).
Y es, precisamente, en la rigurosa necesidad de ese suplemento de
lectura o de escritura en donde se plasma con más fuerza la gran
desemejanza que existe entre la estrategia deconstructiva y la práctica
hermenéutica tal y como ésta ha ido forjándose desde Schleiermacher
hasta nuestros días. Hago esta precisión porque el
término hermenéutica tiene una larga historia y su signo ha ido
alterándose constantemente en el transcurso del tiempo. Este
Diccionario es un buen ejemplo de ello.
A primera vista, en ambos casos existe una revisión de determinados
conceptos fundadores manejados por la tradición. Sin embargo, ni
dicha revisión, ni las hipótesis de trabajo que en ambos quehaceres se
ponen en marcha, ni los efectos que se pretenden desencadenar
permiten, en ningún momento, establecer semejanza alguna entre
ambos recorridos. «Por hermenéutica he designado el desciframiento
de un sentido o de una verdad resguardados en un texto. La he
contrapuesto a la actividad transformadora de la interpretación» («La
question du style», en AA.VV.: Nietzsche aujourd’hui. París, Union
Générale d’Éditions, 1973, p. 29).
En efecto, la ineludible necesidad de la búsqueda de la verdad, del
sentido último del texto que domina la actividad hermenéutica
difícilmente se conjuga con la lógica derridiana del suplemento cuya
tarea reclama, ante todo, «reinterpretar la interpretación», ser una
nueva escritura de la escritura.
En primer lugar, la búsqueda del sentido perdido del texto o, dicho en
términos más deconstructivos, la búsqueda del querer decir del autor
en el texto, sitúa a la Hermenéutica en la problemática de la
comprensión del pasado, es decir, en la línea de una concepción de la
historia como efectividad del sentido: el sentido deja una serie de
huellas que constituyen la trama de la historia, pero dichas huellas
serán siempre efecto de la historia. Para la deconstrucción, en cambio,
la historia carece de origen primigenio y de sentido teleológico. Regida
por el movimiento de la huella. por la différance (temporización y, a la
vez, espaciamiento), la historia es entendida como historia diferencial,
como efecto de la huella, que, por consiguiente, excluye la
indiferencia, esto es, la continuidad y linealidad del fluir temporal.
En segundo lugar, la búsqueda del sentido del texto, tarea
fundamental de la Hermenéutica, implica tanto una especie de
«perfección anticipada» del texto como esa «buena fe» del intérprete
que confía en el privilegio ontológico y semántico de dicho texto. Es
decir, la Hermenéutica se apoya en buena medida en el concepto de
pertenencia, en el discurso de asistencia recíproca entre el escribir y el
comprender como lectura que «escucha». Si leer es oír, escuchar, la
Hermenéutica se resuelve, entonces, básicamente en una labor de
mediación interpelativa destinada a asimilar el sentido, que ya está
ahí, de un texto y que, por lo tanto, sólo resulta preciso poner de
manifiesto, hacer presente. La deconstrucción, por su parte, requiere
«pillarse los dedos», escrutando entre las líneas, en los márgenes,
escudriñando las fisuras, los deslizamientos, los desplazamientos, a
fin de producir, de forma activa y transformadora, la estructura
significante del texto: no su verdad o su sentido, sino su fondo de
ilegibilidad y, a la vez, ese exceso, ese suplemento de escritura o de
lectura que, interrogando la economía del texto, descubriendo su
modo de funcionamiento y de organización, poniendo en marcha todos
sus efectos (inclusive lo reprimido, lo excluido), abre la lectura en lugar
de cerrarla y de protegerla, disloca toda propiedad y expone al texto a
la indecidibilidad de su lógica doble, plural, carente de centro, la cual
no permite jamás que se agote plena y definitivamente su proceso de
significación.
Ciertamente, la textualidad hermenéutica, a pesar de estar en cierto
modo borrada, encierra un sentido virtual, una potencia de verdad que
el intégrete ha de poner de manifiesto, aún sabiendo que dicha
donación de sentido no consigue explicar más que algunas unidades
de sentido, sin abarcar nunca exhaustivamente la totalidad. Por su
parte, la deconstrucción otorga una relevancia estratégica a una
textualidad heterogénea pero «re-marcada» (la cual, constituida por el
complejo y laberíntico juego de los injertos textuales, de la paleonimia
o cuestión de los viejos nombres, de esos artilugios textuales que son
los términos indecidibles, de los efectos de constantes reenvíos, teje
un entramado, un tejido, una red diferencial que remite a y se
entrecruza con otros tantos textos) contraponiendo a la polisemia
hermenéutica una polisemia universal (semántico-sintáctica e, incluso,
gráfica): la diseminación.
En la Hermenéutica, la polisemia explota el contenido temático y/o
semántico de las palabras. Esto supone, ciertamente, un paso
importante frente al mero comentario literal y lineal de un texto. No
obstante, no hay que olvidar que su horizonte último es la
recuperación de la unidad del sentido, de la verdad. Por el contrario, la
diseminación, operador de generalidad gobernado por la lógica del
ni/ni, esto es, del «entre», y que trabaja los términos y los textos, no
explota ningún contenido temático-semántico de éstos, sino que,
inseminándolos, los hace estallar: «Abre el camino a “la” simiente que
no (se) produce, por consiguiente, no se adelanta más que en plural.
Plural singular que ningún origen singular habrá precedido jamás.
Germinación, diseminación. No hay inseminación primera. La simiente,
en primer lugar, es dispersada. La inseminación “primera” es
diseminación. Huella, injerto cuya huella se pierde. Ya se trate de lo
que se denomina “lenguaje” (discurso, texto, etc.) o de siembra “real”,
cada término es un germen, cada germen es un término. El término, el
elemento atómico, engendra al dividirse, al injertarse, al proliferar. Es
una simiente, no un término absoluto» (La dissémination, pp. 337-
338). El proliferante trabajo de la diseminación da lugar no sólo a que
aquello que es afectado por ella no retorne nunca al «padre», es decir,
a que ningún término, ni ningún texto trabajado por ella se justifique
nunca, en última instancia, por una referencia al querer-decir al logos o
a cualquier otro origen supuestamente inquebrantable, sino que,
además, impide cualquier posibilidad de saturación del contexto.
Porque tampoco hay que olvidar que si, por su parte, la logica
deconstructiva reclama la carencia de ,entro y, por consiguiente, de
organización temática, de palabras-clave (por ser dichas instancias
indisociables del prejuicio metafísico de la primacía de la presencia). a
su vez, el límite tampoco posee una estructura perfectamente nítida y
tajante sino que ésta, por el contrario, es sinuosa y retorcida como la
de una lima. En ocasiones, Derrida habla de invaginación para aludir a
la compleja relación entre interior y exterior, a la imposibilidad de
zanjar de una vez por todas entre el dentro y el fuera. a la
indecidibilidad que, de hecho, afecta a todas las presuntas categorías
delinutadoras. Y esto es lo que releva la textura del texto, su espesor.
El texto es un entramado de textos, un tejido de diferencias,
indecidible, diseminado al infinito. Resulta imposible decidir dónde
acaba un texto y dónde comienza otro. «Il n’y a pas de hors-
texte», afirma Derrida. Lo único que hay es texto «à perte de vue»...

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