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Opiniones

Roberto Rodríguez Guerra

Abominar del franquismo

(27/05/2010)

La Ley de Memoria Histórica, pese a sus insuficiencias (no nulidad de las sentencias
dictadas por los tribunales franquistas,...) y más recientemente el caso del juez Garzón (hoy
injustamente acusado de «prevaricar» precisamente por alguna de las insuficiencias de la
mencionada Ley), han reavivado entre nosotros un debate que algunos quieren enterrar. A tal
efecto, la insistente consigna del PP de «olvidar» todo lo ocurrido, «pasar página» como si nada
significativo hubiera pasado en España durante los cuarenta años de franquismo, persigue borrar
de nuestra conciencia toda referencia a ese funesto pasado. Ni siquiera los más conspicuos
representantes del neoconservadurismo actual han llegado tan lejos. Nada más y nada menos que
Samuel P. Huntington -el teórico del «choque de civilizaciones» que propugnaba imponer, incluso
manu militari, los intereses estadounidenses en el mundo- sostenía que, ante el problema de las
torturas y crímenes cometidos por los funcionarios y militares de los regímenes dictatoriales y a fin
de favorecer la transición a la democracia, lo más adecuado era "no procesar, no castigar, no
perdonar y, sobre todo, no olvidar". Frente a tal propuesta cabría recordar que en no pocas
ocasiones la solución a tales problemas ha sido más bien procesar, castigar y no olvidar. Al menos
así ocurrió inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial con los juicios de
Núremberg. También está ocurriendo ahora, aunque de forma más compleja y con menor éxito, a
través de los juicios contra diversos representantes de dictaduras latinoamericanas (juicios a
Augusto Pinochet, Alfredo Stroessner, Jorge Rafael Videla,..., y muchos otros altos funcionarios y
mandos militares que colaboraron con ellos).
El mensaje era y es claro: los crímenes de lesa humanidad no pueden quedar impunes.
Pero en España todavía existen quienes (María Dolores de Cospedal, Secretaria General del
Partido Popular, lo ha expresado recientemente sin el menor rubor en diversas ocasiones)
pretenden que perdonemos y olvidemos. Perdonar exige antes que los responsables de lo que se
ha de perdonar reconozcan lo que se quiere que se perdone. Pedir perdón es entonces una cierta
forma de arrepentimiento, es reconocer una cierta responsabilidad por lo hecho o consentido. ¿Ha
habido en España alguna petición de perdón por los crímenes y violaciones de derechos humanos
durante el franquismo?, ¿lo han pedido aquellos que formaron parte activa y directa del mismo,
aquellos que en su día juraron lealtad al caudillo?, ¿y sus consentidores, beneficiarios o
herederos? Ese perdón podría asentarse sobre una clarificación de lo sucedido (las «comisiones de
la verdad»). Si se hiciera algo a este respecto, estaríamos ante la posibilidad de ofrecer una
mínima reparación moral y un evidente reconocimiento social a las víctimas del franquismo. Sería
recuperar y dignificar «la memoria de los vencidos», que son aquellos que lucharon por preservar
la legalidad democrática establecida y contra la imposición de un régimen dictatorial. Pero no es
eso lo que se propugna hoy desde ciertos sectores de la clase política, jurídica y empresarial
española. En aras de la «reconciliación» proclaman el «deber de olvidar».
Pero si algún deber es reclamable en tales asuntos, ése no es otro que «el deber de
recordar» (Paul Ricouer) Recordar es en este caso rememorar, traer a nuestra memoria y
conciencia los crímenes e injusticias cometidas para que no se repitan de nuevo. Y ésta es, además
de una tarea individual, un esfuerzo colectivo por preservar en nuestra memoria colectiva lo
sucedido. Sólo aquellos no tienen la más mínima mala conciencia por la mal llamada guerra civil

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española (denominar «guerra civil» a lo que ocurrió en España tiende a equiparar normativamente
a los dos bandos y a hacernos olvidar que lo que hubo fue un levantamiento militar contra una
República democrática) se atreven a pedir, tanto a los «vencidos» como a las generaciones
posteriores, que olviden. Pero precisamente ahí reside buena parte del problema: la ausencia de
arrepentimiento y de mala conciencia por el franquismo implica, por parte de aquellos que
solicitan que olvidemos, que se cree que no hay nada que corregir. Implica la negativa a condenar
(hecho por lo demás harto frecuente en España) la dictadura franquista y sus severas
consecuencias internas y externas. Solicitar esta suerte de amnesia colectiva es, además de
imposible, abiertamente indeseable. Olvidar tales hechos es negarse a aprender de las
barbaridades de ese nefasto pasado y, con ello, lastrar severamente la posibilidad de consolidar la
democracia y construir un futuro de forma adecuada. Que no se castigaran tales crímenes en los
momentos inmediatos a la muerte del dictador acaso tuviera alguna débil justificación prudencial.
Por lo demás las políticas de «compromiso» y «reconciliación» que se consideraron necesarias
para facilitar la transición auspiciaron ciertos acuerdos hoy a todas luces excesivos. Pero solicitar
hoy el perdón judicial y el olvido social, tras más de treinta años de democracia, indica la evidente
pervivencia en nuestra sociedad de fuertes y preocupantes valores autoritarios. Señala la negativa
a romper definitivamente con una etapa oscura y siniestra de nuestra historia y, en suma,
contribuye a difundir dudas sobre la credibilidad y fortaleza de la democracia.
Muchos de aquellos que vivimos durante el franquismo recordamos, con mayor o menor
intensidad en función de la etapa que nos tocó vivir, la dictadura en todos sus aspectos:
fusilamientos, represión, juicios sumarísimos, fosas comunes y ocultas, persecuciones,
enriquecimientos ilícitos,... Sin llegar a estos extremos (nací ya en las etapas postreras del
franquismo), aún recuerdo el diario temor de mi padre, un pequeño comerciante de campo, a que
lo detuviera la Guardia Civil cuando salía de madrugada a vender papas, frutas, etc. Su temor no
era solo que le requisaran arbitrariamente algunos de los productos que llevaba o que le
recordaran que cada cierto tiempo había que «aportar algo para sus familias», que también tenían
necesidades. También temía, interna y calladamente indignado, la detención arbitraria y la
violencia implícita en tales circunstancias, la inseguridad sobre su persona y su familia, la carencia
de los más mínimos derechos y libertades. Recuerdo igualmente los relatos de mi madre -
ocasionales y con miedo: la política era entonces un tema prohibido- acerca de los republicanos
que habían huido barranco arriba para esconderse, sin nada, pidiendo comida y refugio, sin tener
siquiera a donde ir. Recuerdo cuando participar el movimiento vecinal o estudiantil era una
actividad vigilada, sospechosa. Recuerdo cuando militar en la izquierda canaria era una tarea
clandestina. Recuerdo todo ello y mucho más (Sima de Jinámar, los pozos de Arucas, la prisión de
Fyffes). Y todo ello vuelve hoy, con dolor, a mi memoria. Pero esa misma memoria constituye un
referente negativo, una imagen de lo que querría que «nunca más» volviese a ocurrir.
Quienes nacieron bajo la democracia carecen generalmente de esas experiencias,
recuerdos y referentes normativos. Tropiezan así con dificultades para comprender lo que aquello
supuso y, de esta forma, para tomar postura crítica frente a ese pasado. De ahí, además de para
recuperar y dignificar «la memoria de los vencidos», la urgente necesidad de proseguir con el
debate público sobre el franquismo. Un debate que, sin sed de venganza, debe conducir al
progresivo esclarecimiento y conocimiento público de los hechos. Rememorar y esclarecer esos
hechos puede resultar doloroso, pero seguro que contribuirá decisivamente a crear una memoria
colectiva y una sensibilidad social que minimicen las posibilidades de un retorno a la barbarie.
"Aunque el recuerdo no asegura un futuro apacible, el olvido no ayuda a su construcción" (Pablo
de Greiff).

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Pero el franquismo no solo supuso fusilamientos, represión, caciquismo, absoluta carencia
de libertades y derechos,... También supuso un largo periodo de aislamiento internacional del que
sólo comenzamos a salir a partir de los 60. También supuso largas décadas de atraso económico,
de pobreza, de hambre y de miseria. Véase si no el pavoroso y conocido documental de Buñuel
sobre Las Hurdes. Léase también El corazón helado de Almudena Grandes, donde en diversos
pasajes se rememora con toda crudeza no solo el abandono de la República por parte de la
comunidad internacional (con escasas excepciones como México) y especialmente por las muy
pragmáticas y democráticas potencias europeas (algunas de las cuales organizaron campos de
concentración en los recluyeron y humillaron medio millón de republicanos españoles y
brigadistas internacionales que huyeron de la represión franquista), algo que tampoco parece
políticamente correcto recordar. También se ofrece un excelente retrato de esa pobreza y miseria
durante los años más duros del franquismo. Y esto último, aunque parece que tampoco lo
percibimos adecuadamente, aún sigue teniendo importantes y decisivas consecuencias en nuestro
presente. No en vano España sigue siendo uno de los Estado con sistemas de bienestar más
débiles de toda Europa.
En todo caso, conviene insistir en que abominar del franquismo es parte de la tarea
pendiente para cierto sector de la clase política, judicial y empresarial española, en especial para
aquellos que aún siguen ocupando cargos públicos relevantes y que juraron lealtad al caudillo.

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