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l o s mu t a n

t e s

p a b l o wi l s o n
© Pablo Wilson, [2019] – @19pablowilson

ISBN-13: [9781983350788]

Fotografía de portada: Jan Sijbrand Toren Cristóbal

Agradecimientos: Eva González, Carla Miranda, Cira Carlota


Pérez, Ernesto Sarrias, Gela García.
También gracias a Lucía, a Marta, a Helena, a Uxía y a Chloé.
Y al bisabuelo, André Edipo, por llevarme a ver a Os Mutantes.

Todos los derechos reservados.


Para Antía
No iê iê iê bem dançado
Hey boy
Viver por viver
Hey boy
Viver por viver
Hey boy
Viver por viver

OS MUTANTES – Hey boy


p r ól o g o
Al descolgar el teléfono, escucho unos ge-
midos de animal. No es la primera vez que sucede,
pero eso es otra historia diferente, de otra persona,
de otro tiempo, de otros matices, de otra realidad,
incluso, si nos aprovechamos de la situación, de
otro escritor. Ya, ya sé lo que vas a decir, pero no
lo digas.
–Cloe, ¿eres tú?
El teléfono que ha llamado es el suyo, sin
embargo, tardo unos segundos en recibir alguna
palabra. No, no son gemidos de animal sino inter-
ferencias, interferencias de la línea telefónica o de
mi cabeza, pero lo que imagino es un enorme ele-
fante bufando, malherido, desangrándose, incluso
aunque no sea ese el ruido que hacen los elefantes.
Desde hace algún tiempo (y desde antes) sólo
imagino a elefantes, pingüinos, cerdos y tortugas
cuando en mi cerebro se activa el subgrupo anima-
les. Como si me hubiera olvidado de todos los
demás. Lo de los pingüinos, los cerdos y las tortu-
gas lo contaré en otro momento pero sí, supongo
que podría no ser un elefante sino un cerdo, un
cerdo que, camino del matadero, ya ha dejado de
chillar y solo bufa resignado y, en parte, con acep-
tación.
–¿Hola?
–¿Cloe?
–Sí, es que se cortaba.
"No", pienso, "es que el cable del teléfono
se cruzaba con el camino a un matadero. Pero
tranquila, ahora ya no hay nada, sólo el rastro de
sangre, y eso no hace interferencia nunca."
Y la proyección de Cloe en mí contesta:
"Los teléfonos móviles no tienen cable".
Y yo: "Ya. Me refería al cable entre los
postes que ves a toda velocidad por la carretera.
De todas formas, es un cable imaginario."
"¿Y el cerdo también es imaginario?"
"No he dicho nada de un cerdo."
"Ya lo sé, pero estás hablando solo."
"No, no es imaginario. El cerdo no."

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–¿Hola?
–Sí, dime.
–¿Qué haces?
Pienso de verdad en qué imagen quiero dar
de mí mismo. Estoy desnudo, tumbado en la cama,
con el ventilador en la velocidad mínima (¿venti-
lador en octubre?) y sumido en una oscuridad que
sólo dialoga, y casi obligada, con las rayitas de luz
naranja que se cuelan por la persiana bajada. Llevo
dos días así, o quizá sólo uno, da igual; en cual-
quier caso, más tiempo del que debería.
–Cenar.
–Son casi las dos de la mañana.
–Ya. ¿Y tú?
–Hablo por teléfono. ¿Sabes por qué el bo-
te de gazpacho es naranja y el de salmorejo es ver-
de? Es bastante obvio.
–¿Por marketing?
–Sí, bueno, aparte de eso.
–No creo que sea tan obvio si no se me
ocurre.
–No seas tan flipado.
–A ver, dime.
–Es fácil: porque el salmorejo tiene pan y
el gazpacho no.
–No lo entiendo y tengo sueño, Cloe.

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–Es la diferencia más clara que hay entre
ambos, así que es obvio que esa es la razón.
–No, no es obvio, joder. ¿Qué tiene que ver
el naranja o el verde con el pan?
–No he dicho que la explicación sea obvia.
Es obvio el motivo, que es la ausencia o presencia
de pan, pero ya está. Es obvio; pero no es tan ob-
vio que sea obvio. No sé si me explico.
–Como el culo.
–Las explicaciones también pueden tener
explicaciones, y a veces es eso lo que estamos
buscando. La razón del porqué, no el porqué en sí.
Así que ahora, sal de tu casa corriendo y no me
preguntes por qué. Nos vemos en Delicias en
quince minutos.
–¿Qué?
–Si pueden ser diez, mejor.
–¿Por qué?
–Joder, no ha servido de nada. Sal de casa.
Corre.

14
u n o
1

Cuando no hay nada, no tienes nada que


abrazar. Puede que eso sea lo más duro, pero se
arregla con otras cosas. La nada tiene mucho que
ver con la indolencia, y siempre he pensado que
indolencia es una palabra muy suave, muy cómo-
da, muy amable, sobre todo cuando, después de
pronunciarla o pensarla, lo que le sigue es un si-
lencio. La indolencia y el silencio tienen mucho
que ver, pero no hablan entre ellos.
Nacho Vegas dice que la indolencia es un
castigo, pero Nacho Vegas dice muchas cosas y no
creo que se acuerde de la mayoría de ellas. Yo no

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pienso que la indolencia sea un castigo. Es una
cualidad y, como todas las cualidades, a veces
puede ser buena y a veces mala.
Hoy he pensado en la palabra indolencia
viajando en metro. Nadie parecía atento a nada,
nadie parecía despierto, nadie parecía clínicamente
vivo. Había muchas pantallas. Yo intentaba leer
pero no dejaba de distraerme la nada, que me to-
caba de vez en cuando el hombro.
–Vale, ¿qué quieres?
Señalaba a la gente en el vagón.
–¿Qué quieres?
Me costó entenderlo, pero la nada se estaba
señalando a sí misma para que la mirara. Y no
experimenté ningún tipo de sentimiento hacia esa
gente, sólo indolencia. La tristeza de un momento
concreto no podía ser más que una fortaleza para
superar las reacciones extensivas de la gente. El
pudor no te lleva más lejos que la antipatía, pero sí
que te coge de la mano para decirte:
–Mira, mira esto.
–¿El qué?
La nada. La nada hacia sí misma y la indo-
lencia hacia la nada.
Me he dormido la siesta en el sofá del
salón y he notado algo que me abrazaba, justo en

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ese momento de duermevela en el que no sabes
qué está ocurriendo.

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2

Necesitaba charlar por la misma razón por


la que uno necesita charlar: primero todo
está bien y luego, lo que está bien empieza
a estar menos bien. Luego no hay nada
bien, pero te conformas con darle a me
gusta a algo divertido. Las cosas están ba-
lanceándose hacia estar menos bien, pero
hay gente muy ingeniosa en internet.
También está lo que dice siempre mi madre
de que hay muchas bolsas de plástico en el
mundo, pero eso ya es otro tema. Aunque
tampoco está bien. Bajo a hacer la compra
a estas horas.

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Cuelgo este texto en Instagram y la gente
lo que pilla es que uso demasiadas bolsas de
plástico y me recomienda usar una reutilizable. Lo
que no saben es que el supermercado está a siete
metros de mi portal y que no elijo ninguna de las
dos opciones. En cambio, hago malabarismos para
cruzar la acera con la compra en los brazos.
La cajera me pregunta si necesitaré una
bolsa, digo que no, ella mira todo lo que tengo en
la cinta y me dice:
–¿Seguro?
–Seguro.
En el camino quizá se me cae el pan al sue-
lo, o una botella de Pepsi que revienta en la acera,
y ahí es cuando me acuerdo de que pertenezco a la
generación más preparada de la historia. Proba-
blemente, la más preparada y la más deprimida,
pero eso lo salvamos siendo también la generación
más formada en disimular.
Así que subo del súper, compruebo que
hay cuatro o cinco nuevos me gusta en el texto y
veo que no hay nada. Nada en la nevera, nada en
el salón, nada en la cama, nada en los cristales de
la terraza, nada en el aire, nada en la mesa del des-
pacho, nada en la lavadora, nada en las libretas,
nada en el bote de doscientas cuarenta cápsulas

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monodosis de maca y arginina, nada en el rincón
de la aspiradora, nada en el mueblecito del baño,
nada en la impresora, nada en el radiocasette que
todavía uso, nada en la taza de té y, en general,
nada en ningún sitio. Primero me pregunto si todo
se ha torcido de verdad o es sólo una época rara, y
después intento averiguar en qué momento se tor-
ció todo.
Vale, lo más seguro es que no sea tan gra-
ve, pero ése es el problema: nunca nada es grave
últimamente, y aquí no hay nada. Así que me sien-
to con ganas de charlar pero no con la disciplina
para mantener el orden de una conversación.

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3

Cloe ahora se pone un punto negro de ma-


quillaje debajo de cada ojo. A veces, también se lo
pone en el párpado. Nunca le he preguntado por
qué lo hace. Estamos bebiendo en casa. Se va muy
pronto, o al menos muy pronto para mí, porque
hubiera preferido que durmiera conmigo. En cual-
quier caso, se va.
Como tengo que cubrir de alguna manera
el sábado, llamo a Eduardo y me dice que vaya a
las fiestas de Lavapiés. Cuando llego, me lo en-
cuentro a él, a Mario, a Nacho y a una amiga suya
que me conoce pero no recuerdo su nombre. Habla
del tiempo que lleva sin follar. Como me veía ve-
nir, la noche se acaba muy pronto otra vez y vuel-

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vo a casa sin ganas de cambiarme de ropa para
dormir.
Ahora que lo pienso, nunca he dormido
con Cloe. Si alguna vez nos hemos acostado, nun-
ca hemos dormido después. No sé entonces por
qué tenía ganas de que durmiera aquí, pero era lo
que sentía. Es lo que ocurre cuando empiezas a
sentir cariño hacia alguien. Pero el cariño no extra-
limita la intimidad física. Me gusta acostarme con
ella y también me gustaría dormir con ella.
Cuando rompe el teléfono, un vecino quie-
re pensar que ha sido una broma. La broma es la
siguiente: si tuvieras tuberías, ¿tú verías tuberías?
Al día siguiente, Cloe tiene que trabajar y
vuelvo a no tener ganas de quitarme la ropa para
dormir.

24
4

Necesito encontrar una manera de superar


los bloqueos, porque definitivamente no la tengo.
Creo que la novela que tengo entre manos puede
funcionar más o menos bien, pero estoy com-
plicándome el final de una manera muy tonta.
Quizás he perdido algo en el camino. Voy a tener
que corregir cosas y odio cuando eso ocurre.
Intento leer a Ronja van Rönne pero termi-
no el capítulo a trompicones y ni siquiera presto
atención al último párrafo. Intento empezar una
conversación por chat con Cloe, pero ya es muy
tarde. Intento descifrar qué sucede con mi vida
social, pero no me preocupa lo suficiente. Las
cápsulas monodosis de maca se han acabado hace

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días y no las he repuesto. Leo en internet un artí-
culo sobre el ayuno intermitente y pienso que cada
vez es más fácil colarnos trolas, pero a lo mejor lo
pruebo. No, no creo que lo pruebe.
Necesito superar los bloqueos, llevo días
sin escribir. No me gusta bailar y es lo que más he
hecho últimamente. Pensaba que había conseguido
tener la actitud necesaria para que no me importara
no bailar cuando todo el mundo está bailando,
pero siempre acabo haciéndolo y no estoy seguro
de que sea por voluntad propia. Tengo ganas de
ver a gente. Tengo ganas de no volver a ver a cier-
tas personas. Tengo ganas de volver a ver a gente
que sé que no voy a volver a ver.
No consigo enlazar un párrafo con otro. Es
lo primero que te enseñan en las clases de escritura
creativa: las ideas de un párrafo se unen con las
del siguiente. Nunca he estado en una clase de
escritura creativa pero sé que eso es lo primero
que te enseñan.
La verdad es que se me está alargando mi
paso por aquí. No estoy seguro de saber a dónde
estoy yendo. Voy a intentar meter un pequeño
aliciente para seguir escribiendo. Marco el número
de Julia. Sé que está despierta pero no está atenta
al WhatsApp. Me coge el teléfono llorando.

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–¿Qué te pasa?
Me cuenta algunas cosas y mi respuesta es
decirle que no haga caso de lo que le dice el gili-
pollas de su novio. Nunca había sido tan claro,
pero siempre lo he pensado. Julia se enfada y aca-
ba colgándome. No ha sido buena idea.
Son las dos y treinta y cuatro de la mañana
y no he superado el bloqueo. Tengo que hablar
con alguien que no me obligue a mantener una
conversación ordenada. La nada está llamando
desde la cama. Tengo que poner las sábanas lim-
pias y no creo que ni eso ni quitarme la ropa me
apetezca. Tengo que encontrar una manera de su-
perar los bloqueos. Al menos, he conseguido re-
afirmarme en esa idea. Ese es el primero paso.

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5

Voy a donar sangre pensando en que puede


hacer falta si pronto hay algún atentado en Madrid
y por el camino me doy cuenta de que la sangre
del grupo A+ es la más común, así que me limito a
ser un ciudadano adecuado. Yo no cuento nada de
mis razones en el hospital, pero cuando estoy con
la jeringuilla enchufada y mi sangre ya está lle-
nando la bolsa, me desmayo en el sillón médico.
Me despierto con una de esas camisas que
te ponen el culo al aire y me hacen pasar a la con-
sulta del médico. Me hace preguntas que no vie-
nen a cuento para mí y no responde las mías. Re-
sulta que me han hecho un TAC mientras estaba
inconsciente y parece que tengo la meninge un

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poco inflamada. Cuando dice:
–Puede ser un tumor, pero tenemos que
hacer pruebas.
yo lo que escucho es:
–Tiene toda la pinta de que lo es.
Así que ahora nada de ejercicio, nada de
alcohol, nada de fumar, nada de malos hábitos y
visita al doctor cada semana para que me chuten
no sé qué mierdas. Me pregunto si follar entra de-
ntro de eso que llama ejercicio.
Todo esto pasa antes de que suba el texto
de las bolsas de plástico a Instagram. Y no, no es
una causa del bloqueo. Me devuelven mi ropa y
me dicen que puedo irme a casa. Que si lo necesi-
to, puede llevarme una ambulancia. No, claro que
no. Ahora hay una masa nebulosa en mi cerebro,
así que tengo compañía.
De camino a casa, pienso en lo que signifi-
ca morir, pero luego dejo de pensarlo y, cuando
me voy a acostar, ya no me acuerdo de que lo
pensé.

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6

Han pasado dos o tres semanas de eso y no


ha ocurrido nada. Nadie lo sabe, ni mis amigos ni
mi familia. No lo hago por no preocuparles, sino
porque creo que esto es algo que me merezco vivir
yo solo. Merecer como algo bueno. Es mi masa
nebulosa y yo la disfruto. El doctor me dice cada
semana que la cosa va a mejor, pero la nada que
me está abrazando me echa algunas miradas que
no entiendo y, como no las entiendo, me temo lo
peor. Alguien no va a salir vivo de aquí, me dice.
Tonterías.
Conocí a Cloe cuando salí de la primera
sesión con el doctor. Está haciendo las prácticas en
el hospital y me ayudó a elegir el bocadillo de la

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cafetería. Resulta que vive más o menos cerca de
mi casa, así que no nos pareció difícil a ninguno
de los dos acabar en la cama. Pero siempre se
vuelve a su casa si estamos en la mía, o me echa si
estamos en la suya.
Tampoco le he contado bien qué ocurre.
Pero cuando la gente deje de reconocerme, le
tendré que pedir ayuda en serio.

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7

Despertarse en una cama del hospital tiene


un punto peligroso: creer que estás en tu casa. Una
alegoría bastante interesante si se tiene en cuenta
que nada, pero nada de nada, de lo que hay en la
habitación de ingresados tiene relación con mi
cuarto. Es lo de menos. Las ventanas de mi habita-
ción son pequeñas y las estanterías a los lados no
dejan que las cortinas se corran del todo, así que,
técnicamente, nunca entra toda la luz que podría
entrar. Aquí, sin embargo, tengo una pared entera
acristalada que, si bien también tiene cortinas,
algún gracioso o graciosa ha debido de dejar abier-
tas.
Entonces, el problema es ése: de repente, te

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despiertas y piensas que estás en tu cama, que es
un día más sin nada extraño. El efecto no tendría
que durar más de unos segundos, pero intentas
levantarte para mear y te das cuenta de que estás
atado por los brazos. Bueno, eso es lo que piensas;
en realidad, tienes un vial enchufado en la parte
anterior del codo que te pega unos pinchazos
horrorosos con sólo tocarlo. Ahí es cuando empie-
zas a pensar que no es una pesadilla en la que estás
amordazado y todo se va volviendo más y más
realista pero, de cualquier manera, tu cabeza tarda
en ubicarte en otro sitio que no sea tu habitación.
La ventana está orientada hacia el Este, así
que este sol que está entrando debe ser el de las
siete de la mañana. Intento analizar lo que está
sucediendo con un único objetivo: hacer pis. El
vial está conectado, por la otra punta, a una bolsa
con líquido transparente que cuelga de un gotero.
Me levanto de la cama intentando que mi codo no
haga movimientos bruscos porque cuando lo miro
me doy cuenta de que ya está sangrando. Muy
bien. Agarro con mi mano útil el gotero y lo arras-
tro conmigo. No estoy solo en la habitación. Mi
compañero es un señor de unos sesenta años que
aún está dormido porque la cortina que separa mi
cama de la suya le tapa el sol. La tripa que se su-

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giere debajo de la sábana es bastante atrapante.
Cuando consigo dejar de mirarla y seguir avan-
zando, descubro en un sofá reclinable a un, imagi-
no, familiar suyo dormido. Bastante más joven,
será su hijo. Avanzo por la habitación en un relati-
vo silencio y consigo llegar al baño. El ambiente
allí dentro es bastante más frío, y por eso me doy
cuenta de que tengo el culo al aire. No entiendo
del todo estos vestidos que te dan en los hospitales
que sólo te cubren por delante. Me miro al espejo
y no veo ningún signo de debilidad en mi cara, ni
cansancio, sólo un poco de confusión que yo mis-
mo me provoco porque, claro, no estoy en mi casa
ni este tampoco es mi baño.
Me siento en la taza y me pongo cómodo,
pero el vial no llega desde el gotero hasta mis ma-
nos cruzadas sobre las rodillas, así que olvido lo
de estar cómodo y me centro en no sentir pincha-
zos en el antebrazo. Deshago el camino y vuelvo a
dormirme, con las cortinas echadas. Como tampo-
co espero encontrar respuestas ahora, dejo que el
día avance un poco más y, cuando vuelvo a des-
pertar, por lo menos el sol no me pega de frente, lo
cual agradezco muchísimo, pero en cambio tengo
a un señor con bata delante de mí.
Nada, que resulta que había venido a hacer

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el tratamiento y de repente me caí al suelo incons-
ciente, y hasta ahora. El tema médicos en general
me da un poco de pereza. Me dice que puedo irme
cuando quiera a casa, que parece que estoy estable
y que ya me llamarán mañana cuando tengan los
resultados del TAC.
–Es la segunda vez que me pasa esto –le
digo–, ¿seguro que está bien que me vaya a casa?
Pasa unas hojas de su tablilla y me respon-
de:
–Bueno, según leo aquí, las dos veces le ha
pasado aquí en el hospital, ¿no?
Asiento.
–Pues ya sería mala suerte que la próxima
fuera en algún momento comprometido.
Hostia, menudo gilipollas.
–Es broma –continúa–. Le van a dar una
receta de vitaminas para que tome y no le volverá
a pasar. Ya verá.

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8

¿Sabes lo complicado que es aceptar que


nadie tiene tiempo para preocuparse de que las
paredes de tu salón de repente tengan engranajes
ocultos que hacen que la habitación empiece a
menguar poco a poco, mientras te manda un men-
saje claro de que no va a parar hasta que los cuatro
planos de las paredes se hayan convertido en una
arista vertical? Bueno, siempre queda el techo. Él
dice que si hay algo que no podemos expresar ni
estando callados1, no lo expresamos, así que no
tengo de qué preocuparme yo.
Después del médico apareció ella, diciendo

1
En realidad, creo que esto lo dice alguno de los personajes
de Ronja von Rönne.

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que había visto mi nombre en los ingresos de ur-
gencia y había aprovechado el descanso para acer-
carse a verme, pero no me preguntó qué me pasa-
ba. Me imaginé que ya lo habría leído, o lo sabría,
porque todas las personas relacionadas con la me-
dicina saben todo lo relacionado con la medicina,
o eso presuponemos el resto de la sociedad.
–Me van a dar un ticket para comprar un
bocadillo.
Cloe rio. Dijo que sólo tenía un descanso
para comer ahora.
–¿Y qué haces aquí?
–Venir a preguntarte que qué vas a cenar.
–O sea, que pierdes el tiempo para comer
intentado cerrar tu plan de la cena.
Asintió.
–Podemos ir a la zona de Matadero.
A mí me pareció bien y a ella también.

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9

Se estableció un decreto de silencio a las


doce y treinta y siete minutos de la mañana. Las
guaridas, en apariencia vacías, se resolvieron fi-
nalmente como los únicos núcleos de resistencia
de la cordura. A la vista de todos quedó claro que,
aunque no fuera suficiente, la honradez con uno
mismo siempre resulta ser el mejor camino; el
mejor y el más doloroso. Me retracté en mi opi-
nión. Aquellos días resultaron ser lo más conmo-
vedores por mi parte para con el barrio y las calles
que, si bien no me habían visto crecer, me habían
visto madurar y sentar las bases de la persona en la
que, más tarde, en esta u otra línea temporal, aca-
baría convirtiéndome.

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La sensación fue de completa desazón a la
vez que profundamente esclarecedora. El silencio
se prolongó durante más de cuarenta minutos en
los que yo, sentado en el banco del parque infantil,
me limité a mantener la esperanza de que el mun-
do no se había detenido, lo cual ya suponía un
esfuerzo intolerable. Todo, todo estaba en silencio.
Se había silenciado el ruido de los engranajes fal-
tos de aceite que columpiaban a los niños, se hab-
ían silenciado las risas, también los pájaros, los
motores de los coches, el rozamiento de las ruedas
contra el suelo (el de los coches y también el de
los carritos), se habían silenciado los murmullos,
las pisadas, las conversaciones, el viento, se había
silenciado la ciudad. ¿Por qué todo había enmude-
cido de repente y por qué a nadie le sorprendía?
Yo tampoco reaccioné de una manera violenta, tan
sólo asistí con cierto estupor a lo que se podría
denominar como un breve interludio del tiempo
que, como todas las cosas, a veces necesita des-
cansar. Quizás, igual que todo lo demás, yo tam-
bién me había detenido, como prueba fehaciente
de que nadie estaba a salvo de la compleja maqui-
naria de la vida.
Encontré una guarida en la observación. Vi
cómo un niño de siete años que corría detrás de su

39
pelota era atropellado por un Mercedez–Benz que
no pudo frenar a tiempo y salía volando varios
metros, luego rodaba por la carretera ante los ojos
atónitos y silenciosos de los viandantes, y se que-
daba quietecito, bocabajo, con la pierna derecha en
una posición inhumana, mientras el conductor
volvía a acelerar y le pasaba por encima, huyendo
a toda velocidad, girando a la izquierda en la pri-
mera calle que encontró. Vi a varias personas co-
rriendo hacia el cuerpo del crío con rostros desen-
cajados y reconocí a la madre por las monstruosas
arrugas que su boca, abierta como una enorme
cueva en la montaña, provocaba en el resto de la
cara. Ahí fue cuando advertí que, además del
tiempo silenciado, también había sucedido algo
más extraño aún: el tiempo se había ralentizado, lo
cual entendí como una virtud para poder observar
con más detalle mi alrededor mientras las demás
personas trataban de mantener su ritmo normal. La
cara de la madre era grotesca en silencio.
Cuando llegó la ambulancia, la situación
no se había normalizado. Por lo que pude entrever
desde la cómoda y alejada distancia, el niño aún
seguía vivo, pero la madre no pudo abrazarlo en
todo el tiempo, ya que, aun estando bocarriba, una
de las piernas del crío se erigía perpendicular al

40
suelo. Estaba inconsciente, no sé si por el golpe o
por el dolor.
La confianza ciega que tenemos en los
médicos, y por tanto en los enfermeros, en los ca-
milleros, y en cualquier persona relacionada con el
cuidado de la salud, es tal que incluso a mí me
pareció alarmante ver a los miembros del Samur
vacilar, al bajar de la ambulancia, ante la situa-
ción. Fue sólo durante un segundo o dos (lo que,
con la velocidad del tiempo, quizá fuera en reali-
dad medio segundo o menos), pero me hizo estre-
mecer. Luego volvieron a su labor, sacaron la ca-
milla, todo en silencio (lo único que recibía yo era
un pitido lejano, casi imperceptible), la colocaron
junto al niño para ponerle sobre ella, y lo metie-
ron, junto a su madre, dentro de la ambulancia.
Con la avidez de las necesidades, todo vol-
vió a la normalidad en cuanto dejó de verse, a lo
lejos, las luces intermitentes de la ambulancia, en
cuanto esa historia se disolvió en el tiempo.2

2
La historia del niño que crecería sin una pierna, que sería
un adolescente sin una pierna que no se atrevería a pedir
una cita a la chica que le gusta, que se convertiría en un
adulto responsable con trabajo estable que resbalaría de
vez en cuando delante de gente desconocida que no sabría
cómo reaccionar, que luego sería un solitario anciano sin
una pierna, sin hijos ni nietos, en una residencia pública

41
Tosí y encontré en mi mano restos de san-
gre.
El tiempo volvió a su velocidad normal, si
es que eso existe de verdad, y el silencio, como
más tarde descubriría, se deshizo para siempre.
Cerré los ojos y, cuando los abrí, ya era de noche.
Oí los pasos de Cloe por la hojarasca del parque,
acercándose.

donde las enfermeras pasarán poco tiempo con él porque la


vida le habrá hecho un cascarrabias, y que finalmente mo-
riría por alguna enfermedad sin relación alguna con su falta
de pierna. Esa historia había desaparecido.

42
10

Así se lo cuento a Cloe, obviando detalles


específicos sobre la cinematografía de mis pensa-
mientos. Ella me mira todo el rato y asiente, sin
cortarme, sin hacer ningún gesto.
–¿Y bien?
–He escuchado la ambulancia.
–Así que crees lo que te cuento.
–Bueno, no creo que se trate de creerte o
no.
–Entonces, piensas que es una alucinación.
–No todo es negro o blanco, Pedro.
Y se ríe.
–A veces, las cosas pasan sin más
–continúa–. Y cuando ocurren las cosas, siempre

43
hay versiones subjetivas de lo ocurrido.
–¿Y cómo encuentras la verdad, lo objeti-
vo?
–No lo sé. A lo mejor no existe.
–Escucha esto otro.

44
11

Toqué el timbre dos veces. Era tarde, pero


quería despertarla. Contestó, cuando ya estaba a
punto de irme, con voz cansada.
–¿Sí?
–Soy Pedro.
–¿Pedro?
–Quiroga.
–¿Qué ocurre?
–¿Puedo subir?
–Sí, claro.
Sonó un chasquido y el portal se abrió.
Subí por las escaleras de la corrala a oscuras. Los
peldaños de madera crujían a cada paso que daba.
Conozco a Laura desde hace más de tres años,

45
cuando entró en la misma universidad que yo, pero
nos acercamos al descubrir que éramos vecinos.
Su acento dulce gallego se podía entrever incluso a
través del megáfono.
Estaba esperándome en la puerta. Bueno,
esperando a quien ella pensaba que era yo, porque
fue obvio descubrir que no era a mí a quien espe-
raba. La cosa fue un poco extraña de describir.
Primero se pensó que era un vecino y me saludó
sin más reparo; luego, cuando me paré en su puer-
ta y no seguí subiendo, ella empezó a sentirse in-
cómoda y yo, en ese momento, tampoco tenía mu-
cha idea sobre lo que estaba ocurriendo. Luego
empezó a decir que, por favor, me fuera; primero a
decirlo y después a gritarlo. Después cerró la puer-
ta de un portazo y lo siguió haciendo desde el otro
lado y yo, que soy bastante introvertido y en las
situaciones inesperadas no sé reaccionar, me fui de
allí y, antes de llegar a mi casa, me puse a llorar.

46
12

Aquí obvio lo de llorar.


–¿Has intentado ir a verla otra vez?
Niego con la cabeza.
–¿Y estás seguro de que no te equivocaste?
–¿De que no me equivoqué?
–De portal, no sé. De piso, de persona.
Me río porque ¿qué otra cosa voy a hacer?
Salimos del restaurante y paseamos por el
río. En Matadero nos encontramos una fiesta ita-
liana que, igual que la fiesta africana que hay en
Tabacalera, no es más que una reunión de estereo-
tipos y de gente que no sabe muy bien de qué va la
cosa pero tiene la necesidad de colgar su foto en
las redes sociales. Porque una fiesta étnica, sea la

47
que sea, es bastante guay. Cloe coincide conmigo
y decidimos volver a casa. La suya queda más
cerca, así que hacemos una parada allí. Ella saca
una botella de whisky ya abierta mientras me pre-
gunto si será esa clase de enfermera que no lleva a
cabo sus propios consejos de salud que da a los
demás, y me habla de algo que yo le comenté hace
unos días.
–No somos una generación preparada.
Quiero decir, no como la gente se piensa. No nos
estamos preparando para obtener enormes benefi-
cios gracias a nuestros conocimientos, sino para
encontrar maneras rápidas de conseguir dinero sin
realmente hacer nada.
–¿Y no es lo mismo?
–No.
–Bueno, lo dice una enfermera ya en
prácticas. No es lo que se dice una manera rápida
ni tampoco hacer nada.
–Estudiamos porque tenemos que hacer al-
go, pero no te creas que tenemos la voluntad.
–¿Y por qué enfermería?
–Se me da bien.
Me sirve un vaso largo.
–¿Cómo te encuentras?
–¿Vives sola? Nunca te lo he preguntado.

48
–Sí.
–Yo también.
–Ya lo sé.
–Entonces da igual la casa. Pero mi cama
es mucho mejor para dormir.
–Para dormir.

49
13

El trece es siempre un número complicado


porque está al alcance de cualquiera de una forma
muy sencilla. Si empiezas a contar: uno, dos, tres,
cuatro, cinco, siete, seis, ocho, nueve, diez, once y
doce. Y ya lo tienes. No importa en qué tengas el
ojo, el trece es un número que siempre llega, tarde
o temprano. Si sólo estás contando, no necesitarás
más de unos segundos, pero incluso contando días
no te debería de tomar ni siquiera dos semanas.
Pero si das un paso más y piensas en trece años,
sigue siendo muy sencillo de encontrar. Si cual-
quier persona intentara trazar una línea de recuer-
dos entre su nacimiento y el día de su decimoter-
cer cumpleaños, no tardaría ni cinco minutos en

50
contar todo lo que recuerda. Así de fácil, en cinco
minutos habrás recorrido trece años de tu vida.
Los siguientes trece hasta los veintiséis son igua-
les, puesto que en la vejez no tardaremos más de,
no digo cinco, sino dos o tres minutos en contar
todas las cosas que recordamos. Podemos expla-
yarnos más o menos, contarlas como batallitas
añadiendo detalles que sólo imaginamos pero, si
fuéramos honestos, como si hiciéramos la lista de
la compra, creo que ése es el tiempo que nos lle-
varía. La mala suerte está más cerca de lo que pen-
samos.
O quizás Cloe tenga razón: el tiempo es
una forma subjetiva de racionar nuestra vida en
momentos vividos. Pero, ¿qué momento no es
vivido? ¿Acaso la vida no es una línea recta, o
curva o sinuosa o montañosa, pero línea al fin y al
cabo, que recorremos en su debido orden? Recor-
dar algo es un proceso que se me asemeja al que
realizamos cuando tomamos una fotografía; quiero
decir, una fotografía con una cámara antigua, de
las que tenías que mirar por el objetivo, no con un
teléfono móvil. Cuando miras por el objetivo, de
forma automática te desentiendes del mundo que
te rodea. Irónicamente, te estás perdiendo el preci-
so instante que fotografías y, por una milésima de

51
segundo, tu línea vital, única e irrepetible, se des-
dobla para volver a unirse al momento siguiente.
De repente, no estás en ese lugar sino que te con-
viertes en la fotografía: eres (recuerda, sólo por un
instante) todos los ojos que durante toda la eterni-
dad mirarán alguna vez esa fotografía que estás
sacando y, a la vez y sin embargo, también eres la
fotografía, siendo observada para toda la eterni-
dad. Y esto sólo ocurre en un instante; al siguiente,
vuelves a ser un punto sin importancia recorriendo
una línea, tenga la forma que tenga, sea lo larga
que sea, y de manera constante e inexpugnable.
Así como al tomar una fotografía, cuando
recordamos ocurre un proceso semejante. Nos
desdoblamos y viajamos al pasado, recordamos
tiempos más felices o más tristes (porque sólo se
recuerdan emociones), y los revivimos tanto cuan-
to queramos. Esto sucede siempre que el suceso es
feliz, y sólo con los recuerdos tristes cuando el
sujeto es un alma cargada de una pena que no pue-
de liberar y espera, inútilmente, que alguna vez la
historia sea diferente. Pero el pasado, salvo cuando
no sucedió, no se puede cambiar. Y es entonces
(cuando la cinta de la película empieza a gastarse
después de rebobinarla una o incontables veces)
cuando volvemos a ser el punto en la línea y des-

52
cubrimos algo que, en ese momento y casi siem-
pre, no nos disturba ni incomoda, pero que se des-
velará, más tarde, como una verdad que, al igual
que todas las verdades, resulta ser irreparable: el
tiempo no ha dejado de pasar y el punto no ha de-
jado de avanzar por la línea, mientras se acerca a
un inevitable final.

53
14

El nuevo SuperCor que han abierto enfren-


te de mi casa fue lo primero que utilicé para des-
ahogarme; una manera muy sutil pero efectiva, al
menos durante un par de horas. Llevaban ya diez
días abiertos, o más, y todavía ponían, cada día,
globos rojos en la puerta. Yo, desde hace algunos
años, vengo desarrollando un pánico terrible a los
globos y a la incertidumbre de que puedan explo-
tar en cualquier momento. No es una fobia, y tam-
poco un trauma infantil, pues es algo que siento
más ahora que antes3.

3 Aunque, si lo pienso, ¿la definición de trauma infantil no


es un miedo que se origina en la infancia pero no desarro-
llas hasta la edad adulta? Aun así, debería ser capaz de

54
Lo que hice fue acercarme a los globos.
Eso, en una ocasión normal, hubiera supuesto un
esfuerzo enorme para mí, pero no fue lo que sentí.
Me acerqué como un imprudente, como quien se
acerca a una persona famosa que no conoce. Re-
cibía un aura extraño, de poder, el poder que los
globos tenían sobre mí. Una sombra como un
hacha que…
Corté el cordón de papel que los ataba a la
puerta, sin comprobar que nadie me viera, y dejé
que los globos rojos de helio subieran hasta el cie-
lo y se perdieran. Uno se pinchó al chocar contra
un alféizar. Resonó en toda la calle, pero eso pasa-
ba tres o cuatro veces al día desde que abrió el
SuperCor, así que nadie se extrañó, ningún vecino
se asomó. Otro explotó sin razón aparente, cuando
el grupo de cinco globos (entonces ya cuatro)
había ascendido más allá del edificio más alto de
la calle. Los tres supervivientes consiguieron al-
zarse hasta que yo, absorto y en silencio, con la
cabeza echada por completo hacia atrás, fui inca-
paz de seguirles el rastro.
Luego, por la noche, pensé en mis ex no-
vias muertas, que es sólo una, pero tiene una som-

recordar dónde se originó, si fuera ese el caso. No, no es un


trauma infantil, de verdad.

55
bra tan alargada como un ciprés y tan pesada y fría
como las oraciones en los cementerios. ¿Sabes qué
es lo que comen las hormigas del cementerio? Las
tumbas nunca están bien cerradas. Di una cabeza-
da y era yo quien estaba en el coche que se es-
trelló. Las oraciones en los cementerios. Nunca he
rezado por elección propia, pero el día que lo
haga, será en un cementerio y bajo un cielo tan
gris que se confunda con el granito. O quizás haga
sol, no lo sé. Para eso habrá de servirme la fe: para
todo lo que no me sirve la realidad. Para comuni-
carme con los muertos, para desearles un buen
viaje, para decirles que, si ha sido una broma, ya
fue suficiente.
Y después volví al supermercado, que no
cerraba hasta medianoche. Volver, como un asesi-
no, a la escena del crimen, haciéndose pasar por
un simple civil. Compré la cena y compré alcohol
que no llegué a beberme. Las palabras Premium,
Deluxe, o Extra son las nuevas maneras del capita-
lismo para inflarte el precio. Manzanas royal pre-
mium, pollo al horno deluxe para microondas,
lonchas de pavo extrafinas. Esa fue mi cena.
Me pregunté algunas cosas. ¿Dónde
estarían ahora los globos? ¿Dónde van a parar los
trozos de plástico cuando un globo explota a cien-

56
tos de metros de altitud? ¿Dónde están los muer-
tos? ¿Dónde está el alma de los muertos? ¿En los
recuerdos? ¿Esa es la simpleza a la que tenemos
que aferrarnos? Tendría que haber algo mejor,
pero no creo que lo haya.
¿Dónde estarían ahora los globos?
Por suerte, me dormí antes de tener que
responderme a ninguna de esas preguntas.

57
15

No creo que el mundo esté mal. Si echa-


mos la vista atrás, puede que en ningún momento
de la Historia hayamos estado tan bien, al menos
en lo que se refiere a comodidad salubre y todas
esas cosas. Antes había enfermedades sin cura,
longevidad cuestionable y muchas formas de mo-
rir sin importarle a nadie. Bueno, no creo que eso
haya cambiado, pero me refiero a que, en aspectos
generales, no estamos tan mal. Antes teníamos
limitaciones físicas, y ahora las tenemos mentales,
pero eso es una consecuencia más del progreso.
Avanzar significa pensar en cosas, y pensar se
puede hacer bien o mal. Razonar se puede o no se
puede hacer. Tenemos estados, naciones, culturas,

58
tecnología, diversidad de opinión y opiniones para
todo, sean o no correctas, tenemos la deformidad
de los fascismos y tenemos, sobre todo, la capaci-
dad de mirar hacia otro lado y seguir viviendo.
La superación de las limitaciones físicas
fue gracias al conocimiento, y es el conocimiento
el que nos ha traído otro tipo de limitaciones. Aho-
ra existe la credibilidad, y cuando te has ganado
eso, puedes defender cualquier idea. Tenemos
aviones, pero tenemos dictaduras, a la vista o es-
condidas, en oriente o en occidente. Tenemos de-
mocracia, y sirve para lo que sirve.
Llevaba puesto un calcetín de cada color.
–Hay un error en tu ficha, se ha colado otra
foto.
El médico todavía no me había mirado a
los ojos. La lista de cosas fue:
No puedes fumar.
No puedes beber.
Por supuesto, nada de otras drogas.
Controla tu alimentación. Como si fuera yo
el gordo.
No puedes hacer ejercicio extremo. No
creo que dijera extremo, pero no recuerdo exacta-
mente qué palabra usó. ¿Follar es ejercicio extre-
mo?

59
Ven a revisión cada dos semanas, empe-
zando por hoy.
Pero lo importante era la foto. Y yo seguía
intentando que entre nosotros hubiera una relación
noble entre médico y paciente y conseguir que me
tratara de usted.
–¿Perdone?
–Mira.
Nada, no hay manera.
Giró la pantalla (una de las antiguas, nada
de pantallas planas) del ordenador y, con el bolí-
grafo la golpeó en la esquina superior derecha. Era
mi ficha personal; todo estaba correcto: nombre,
apellidos, edad, fecha de nacimiento (¿no sobra
alguna?), lugar de nacimiento, DNI, historial y
otras muchas cosas que supongo que debe tener
una ficha médica. Y también tenía una foto, pero
no era la mía.
Era un chico rubio; sí, de mi edad, supon-
go, pero no era yo. Mi pelo es moreno, no me pei-
no hacia atrás como el chico de la foto, y tengo
barba en casi todas mis fotos porque casi siempre
la llevo sin afeitar.
–Será un error.
Luego supe que no era un error, pero en
aquel momento me importaba bastante poco. Mi

60
masa nebulosa era un poco de mi meninge infla-
mada, que podría derivar en tumor cerebral, que
podría derivar en cáncer, que podría derivar en
muerte. Gracias a los avances en la medicina, pod-
ía saber todo aquello.
Por tanto, no, no estamos tan mal como
humanidad y sociedad, pero yo, como individuo,
estaba bastante jodido, así que me dediqué a mirar
a los ojos a la gente. Y la primera persona a la que
miré a los ojos fue a Laura.

61
16

–¿Sabes que en el idioma islandés hay co-


mo veinte formas de decir cuatro?
–Te escucho.
Paseo con Cloe por la ribera del río Man-
zanares. Son casi las doce de la mañana pero aun
así la reminiscencia del frío nocturno no acababa
de irse. Después de unos días calurosos durante los
cuales se han podido escuchar en los telediarios
informes catastrofistas (y oportunistas) sobre el
cambio climático, la llegada de octubre ha conse-
guido acallar, gracias a una bajada drástica de las
temperaturas, esas voces del Apocalipsis hasta que
no produzcan nueva y hambrienta audiencia.
–Para una persona islandesa, no es lo mis-

62
mo decir "tengo cuatro ovejas" que decir "ese niño
tiene cuatro años". Y en realidad, es que no es lo
mismo.
–¿El sujeto tiene que ver? –pregunto, ima-
ginando que la respuesta será negativa.
–Si sabes que la respuesta es negativa, ¿por
qué preguntas? –ésta no es Cloe.
–¿Qué? –ésta sí.
–"Yo tengo", "el niño tiene" –y éste soy yo
poniendo un ejemplo.
–No, joder, pero no quería usar a un pobre
niño de la estepa islandesa como sujeto activo de
mi ejemplo.
–¿En Islandia hay estepa?
–Sí, ¿no? O algo que se le parezca.
–Bueno, lo de los números, di.
Cruzamos el puente de vuelta a casa. Cloe
tiene que ir a la hora de comer al hospital y yo
también quiero hacer algunas cosas.
–Vale. Creo que es clara la diferencia entre
cuatro ovejas y cuatro años, ¿no? Es decir, no es lo
mismo contar elementos tangibles que medidas de
tiempo que, por otro lado, están establecidas aza-
rosamente.
–¿Azarosamente?
–Sí, bueno… ¿qué es un año? ¿Qué es un

63
día?
–A ver, pero eso… –medito mi contesta-
ción un instante– Eso tiene una razón. La rotación
de la Tierra, la traslación,… Las estaciones, las
horas de Sol,… No es azar. Que en una zona del
planeta haya más o menos horas de luz no quita
que un día dure lo que dura. Todos estamos en el
mismo sitio, al final.
Cloe vuelve con su tono despectivo:
–Ya, claro, pero desde el principio te estás
atando a conceptos preestablecidos. ¿Por qué un
año es un año y no tres años? Cualquier concepto
temporal es tan azaroso como el mismo tiempo.
Suponemos que el tiempo es el que es porque to-
dos nuestros relojes, móviles, calendarios y demás
están sincronizados en base a una medición anti-
gua y olvidada de lo que es un segundo. Pero ¿y si
desde que el primer hombre o mujer que dijo: "es-
to es un segundo" hasta hoy se han producido alte-
raciones imperceptibles pero constantes? ¿Y si un
segundo ahora dura menos de lo que duraba cuan-
do se midió por primera vez? Eso explicaría que la
gente cada vez tenga más prisa, y el estrés y toda
esa purria.
–Sigo en lo mismo. Los elementos natura-
les no cambian.

64
En el mismo instante que lo digo, sé que le
he dejado en bandeja una réplica fácil e hiriente
pero, para mi sorpresa, se limita a dejar de andar,
mirarme y arquear una ceja.
–Ah, ¿no?
Pienso en el cambio climático y sé que ella
también está pensando en eso y también que ella
sabe que estoy pensándolo.
–Tengo otras cosas sobre números.
–Adelante.
–Y ya te dejo tranquilo, que te veo muy
poco espabilado por las mañanas.
–Está bien. Adelante.
–Existe un pueblo asiático que, para contar,
usa diferentes palabras en función del grupo de
palabras que denomina. Por ejemplo: se usa la
misma palabra para contar cuatro ríos, cuatro pan-
talones, la carretera número cuatro, cuatro cuer-
das,… Etcétera. Porque todas esas son cosas largas
y ondulantes. Es un ejemplo, a lo mejor me co-
lumpio. Pero digamos que ese cuatro que se usa no
es la misma palabra, a lo mejor, que la que se uti-
liza para contar cuatro cuchillos, cuatro tijeras,
cuatro destornilladores,… porque eso son herra-
mientas y útiles.
–Es interesante.

65
–¿"Es interesante"? ¿Ya está?
–No sé, no tengo nada que añadir. Me pa-
rece interesante, me parece una idea bastante más
cercana al mundo occidental que la islandesa.
–¿Por qué?
–Porque es una manera de contar eficiente,
entre comillas.
–Vale, pues escucha esto, que es todo lo
contrario: hay otro pueblo en el Amazonas, creo,
que no sabe qué es un número. Le preguntas a una
madre cuántos hijos tiene y te mira extrañada, co-
mo para responderte: "¿Cómo que cuántos hijos
tengo? Pues no lo sé, son Tangana, Bad Gyal y
Yung Beef, pero no sé cuántos son."
–O sea, no saben cuántas cosas tienen pero
sí qué cosas tienen.
–Y no sólo con la posesión. Para ellos las
cosas son grandes o pequeñas. Un niño es un adul-
to pequeño y un adulto es un niño grande. Un
montón de trigo es una semilla grande y una semi-
lla es un montón de trigo pequeño.
–Supongo que eso tiene que ver con que no
tienen que ir a hacer la compra.
Se ríe.
–Claro. Nuestro lenguaje, el lenguaje, di-
gamos, capitalista, no es sino una forma de atarnos

66
a la producción efectiva y a la perfección de todo.
Por eso decía antes lo del tiempo. Han conseguido
que cuestionarnos la veracidad de las medidas de
tiempo sea algo impensable, pero todo es cuestio-
nable y todo entra a debate. Podríamos vivir sin
dinero.
Nos estamos acercando a la boca de metro.
Cuando llegamos, nos paramos en las escaleras.
–¿Qué tiene que ver el dinero ahora?
–El dinero es solamente la manera en la
que el mundo nos tiene atadas a la producción.
Tenemos que conseguir dinero para comprar co-
mida y para eso necesitamos un trabajo. Pero no
suele ocurrir que podamos trabajar de lo que nos
gusta, ¿verdad? Verdad. Entonces trabajamos de lo
que podamos, y eso acaba haciendo que nos abu-
rramos. Así que o te aburres de tu vida y dejas el
trabajo y te conviertes en lo que les gusta llamar
un desecho social, o sigues con una mierda de vida
que sí, has elegido, pero entre opciones más mier-
das aún.
–Pero si todos trabajáramos de lo que nos
gusta, quedarían un montón de cosas que hacer.
No creo que mucha gente quiera trabajar, por
ejemplo, cambiando las llantas de los neumáticos

67
en un taller4.
–Aquí hay dos respuestas: la primera es
que, en el momento en que no hubiera mecánicos,
cuando alguien necesitara un mecánico y no en-
contrara, él mismo aprendería a cambiar eso que
has dicho.
–La llanta.
–La llanta.
–¿Y la otra opción?
–Pues fácil. Si ahora mismo, ahora mismi-
to, elimináramos el dinero, ¿no hay acaso ya
mecánicos? El mecánico seguiría siendo mecánico
porque es lo que sabe hacer y se lo enseñará a sus
hijos, y sus hijos harán lo que quieran. No cobrará
dinero porque el panadero le dará pan gratis, el
panadero dará pan gratis porque sabe que el frute-
ro le da frutas y verduras gratis. ¿Me explico?
Tengo que irme.
–Te entiendo, pero hay cositas aún. ¿Y si el
que es mecánico ahora no quiere ser mecánico?
–Alguno habrá. Me voy.
–Ya continuaremos.
–Tú, que eres escritor, puedes volver atrás
y reescribir la conversación, así a lo mejor puedes
espabilarte y dar respuestas más interesantes.
4
Respect mecánicos; es sólo un ejemplo.

68
–¿"Interesantes"?
Los dos reímos. Nos despedimos; ella, con
una palmada en mi espalda y yo, agarrándole sua-
vemente el brazo.
–¿De dónde sacas todo esto?
–Lo leí en un libro.
–Todo se puede leer en un libro.
–Daniel Tammet, no recuerdo el título. Lo
he cogido de tu casa.
–Ya lo sé –contesto.
Compré ese libro hace varios meses, pero
ni lo había abierto. Ella lo habrá devorado en una
semana y seguro que llenado de anotaciones. No
sé por qué, pero sé que ha hecho eso y que no vol-
veré a ver el libro. Cloe es una persona fascinante.
Tengo miedo de no hablar lo suficientemente bien
de ella.

69
17

El tiempo que paso con Cloe es cansado


porque me obliga a estar atento en cada momento,
a no fallar ni perder ningún detalle, a dar lo máxi-
mo de mi capacidad intelectual. Es, digamos, ale-
gremente cansado. Leí una vez que, si te sometes a
un esfuerzo mental extremo y constante, se te
amarillean los dientes, no te crecen las uñas, se
seca tu piel y el pelo se te vuelve poco a poco
blanco. También leí –en el mismo artículo– que el
pelo puede perder su color por otra razón: el mie-
do.
Estoy frente al espejo de mi baño, después
de dejar a Cloe en el metro de Legazpi, examinan-
do con minuciosidad mi pelo. Todo está correcto.

70
Mientras lo hago, me pregunto si esto lo estoy
haciendo por miedo a estar sometido a un esfuerzo
mental continuado o por miedo al miedo, o si esas
dos cosas son iguales. No soy yo. De alguna ma-
nera, por alguna razón, para la gente, para el mun-
do, yo no soy yo, y eso es lo único que sé. En mi
DNI hay una foto que no es la mía, como en la
ficha médica, pero todos los demás datos son co-
rrectos. Todo. No hay nada que pueda darme una
pista. Comienzo a pensar de otra manera, trato de
enfocarlo, de mirar el asunto desde otro punto de
vista. ¿Es la definición correcta: yo no soy yo? ¿O
quizás sería mejor decir: otra persona es yo? Ana-
lizadas así, sin más, ambas parecen ser lo mismo.
La realidad es la que es, pero en los detalles es
donde vive el demonio y quizás, en todo este asun-
to, sea determinante la manera de acercarse al ob-
jeto y no el objeto en sí.
No hay ninguna cana.
En una semana tendré que presentarme en
el médico para comenzar el tratamiento. ¿Tengo
miedo de eso? Tengo miedo a la masa nebulosa.
No es respeto, es miedo, pero consigo disimularlo.
¿Y si esto que me está pasando no es más que una
jugarreta de mi subconsciente para mantenerme
entretenido y distraído? Así no tendría que pensar

71
en la c mayúscula. La gran palabra: Cáncer. Eso
queda muy lejos, pero pensar se piensan las cosas
que no se imaginan. Soy capricornio, aunque eso
no me ayuda. ¿Y si esto que me está pasando no es
una manera de mi subconsciente para distraerme,
sino algo que sí, provoca mi subconsciente, pero
sin razón alguna? Si esto sucede de verdad en mi
cabeza, ¿qué salida tengo? Alguien tiene que juz-
garlo. Yo tengo confianza en la realidad más tan-
gible y no en la experimentación mental autóno-
ma, por eso estoy aquí. Lo que ocurra, ocurrirá de
verdad.

72
18

Me fijo en uno de esos carteles pegados en


las paredes del metro que reproducen fragmentos
de novelas u obras de teatro. El que tengo delante
de mí es una obra de José Luis Sampedro. Hay un
dibujo con unos jornaleros trabajando entre tron-
cos en un río, pero no sabría decir qué está ocu-
rriendo. Habla de la esperanza, eso sí lo sé; sea
cual sea la historia que narra, habla de esperanza,
de la esperanza que sienten esos jornaleros y cam-
pesinos cuando se acaba el invierno, como viejos
que se sientan en los bancos de los parques, flan-
queados por montones de cáscaras de pipas, a ver
jugar a sus nietos.
Pienso en mi aguacate. Tenía en la encime-

73
ra de mi cocina un hueso de aguacate metido una
tacita de cristal, pinchado con alfileres para que se
sostuviera, y con una lámina de agua de tres
centímetros de grosor por debajo. Siempre había
oído hablar de los aguacates; de que si los ponías
en agua, aunque tarden en hacerlo, acabarían de-
leitándote con unas maravillosas hojas verdes, con
un enorme tallo alto igual de verde. Pero el mío,
mi hueso de aguacate, debía de llevar en la enci-
mera de mi cocina más tiempo del que sería capaz
de reconocer. El tiempo es tan variable a veces…
Ya no lo recuerdo, cómo voy a recordarlo ahora,
pero sé que había pasado mucho tiempo y mi hue-
so, mi hueso de aguacate, seguía siendo esa bolita
calva y rígida, del color de las avellanas por la
parte superior y del color del nogal por la mojada.
Tenía un pequeño agujero en la cima, como una
boca para respirar (se asemeja, de hecho, a la boca
de los lenguados, o eso me parecía a mí), por el
que, al principio, pensé que emanaría esa esperada
hoja verde que traería alegría a mis esperanzas,
pero que ya sólo desprendía un horroroso olor a
rancio y podrido. Tenía que aceptarlo: mi hoja de
aguacate había muerto. En realidad, la hoja nunca
llegó a existir; lo que murió fue mi hueso de agua-
cate.

74
"Tengo esperanzas en mi literatura, pero no
en mí."
Eso le he dicho a Cloe. Tengo esperanzas
en aquellas cosas que dependen de mí, pero no en
mí como productor de ellas. Tengo esperanza en
mi literatura igual que tenía esperanza en mi agua-
cate, pero no la tengo en mí como escritor ni como
cuidador de plantas. No tengo esperanza en la per-
sona que soy yo al cuidar y hacer florecer una
planta y esa planta es mi literatura.
Mi intención no es crear un debate, pero
quizás sí esperaba una respuesta diferente al sar-
casmo cínico y a veces –aunque no lo reconozca–
doloroso de Cloe.
"¿Vas de escritor triste?"
No. No soy un escritor triste, lo pienso de
verdad. Es sólo que, cuando quiero ponerme a
escribir… me entristezco. Cuento una historia, una
historia de mi vida, de las tantas que hay y a la vez
tan pocas, sólo por la luz que mantiene viva la
esperanza en mis letras; pero escribir me entriste-
ce. Y eso es algo necesario para mantenerme con
vida: sería tan, tan desagradable aguantar toda esa
felicidad falsa y vacía que se tiene que soportar en
una sociedad así, que probablemente todas las his-
torias acabarían con un suicidio rudimentario, seco

75
y sucio, con el mando del televisor en la mano y a
oscuras. Dejo que las cosas fluyan. Hay algunas
personas que me hacen feliz, feliz de verdad, pero
esas personas ya no me reconocen. Me miran a los
ojos y no me reconocen. Y yo, poco a poco, dejo
de saber quiénes son al hablar de ellos. Las histo-
rias de mi vida, como ésta, se deshacen en el ca-
mino entre la realidad y la ficción, y se desenmas-
cara, así, el filtro que uso para vivir. De repente,
las historias no tienen voluntad propia ni –por su-
puesto– tengo yo control alguno sobre ellas. De
repente, la esperanza se convierte en la única ma-
nera de mantenerte en pie bajo la soga con la que
te van a ahorcar.

76
19

Al descolgar el teléfono, escucho unos ge-


midos de animal. No es la primera vez que sucede,
pero eso es otra historia diferente, de otra persona,
de otro tiempo, de otros matices, de otra realidad,
incluso, si nos aprovechamos de la situación, de
otro escritor. Ya, ya sé lo que vas a decir, pero no
lo digas.
–Cloe, ¿eres tú?
El teléfono que ha llamado es el suyo, sin
embargo, tardo unos segundos en recibir alguna
palabra. No, no son gemidos de animal sino inter-
ferencias, interferencias de la línea telefónica o de
mi cabeza, pero lo que imagino es un enorme ele-
fante bufando, malherido, desangrándose, incluso

77
aunque no sea ese el ruido que hacen los elefantes.
Desde hace algún tiempo (y desde antes) sólo
imagino a elefantes, pingüinos, cerdos y tortugas
cuando en mi cerebro se activa el subgrupo anima-
les. Como si me hubiera olvidado de todos los
demás. Lo de los pingüinos, los cerdos y las tortu-
gas lo contaré en otro momento pero sí, supongo
que podría no ser un elefante sino un cerdo, un
cerdo que, camino del matadero, ya ha dejado de
chillar y solo bufa resignado y, en parte, con acep-
tación.
–¿Hola?
–¿Cloe?
–Sí, es que se cortaba.
"No", pienso, "es que el cable del teléfono
se cruzaba con el camino a un matadero. Pero
tranquila, ahora ya no hay nada, sólo el rastro de
sangre, y eso no hace interferencia nunca."
Y la proyección de Cloe en mí contesta:
"Los teléfonos móviles no tienen cable".
Y yo: "Ya. Me refería al cable entre los
postes que ves a toda velocidad por la carretera.
De todas formas, es un cable imaginario."
"¿Y el cerdo también es imaginario?"
"No he dicho nada de un cerdo."
"Ya lo sé, pero estás hablando solo."

78
"No, no es imaginario. El cerdo no."
–¿Hola?
–Sí, dime.
–¿Qué haces?
Pienso de verdad en qué imagen quiero dar
de mí mismo. Estoy desnudo, tumbado en la cama,
con el ventilador en la velocidad mínima (¿venti-
lador en octubre?) y sumido en una oscuridad que
sólo dialoga, y casi obligada, con las rayitas de luz
naranja que se cuelan por la persiana bajada. Llevo
dos días así, o quizá sólo uno, da igual; en cual-
quier caso, más tiempo del que debería.
–Cenar.
–Son casi las dos de la mañana.
–Ya. ¿Y tú?
–Hablo por teléfono. ¿Sabes por qué el bo-
te de gazpacho es naranja y el de salmorejo es ver-
de? Es bastante obvio.
–¿Por marketing?
–Sí, bueno, aparte de eso.
–No creo que sea tan obvio si no se me
ocurre.
–No seas tan flipado.
–A ver, dime.
–Es fácil: porque el salmorejo tiene pan y
el gazpacho no.

79
–No lo entiendo y tengo sueño, Cloe.
–Es la diferencia más clara que hay entre
ambos, así que es obvio que esa es la razón.
–No, no es obvio, joder. ¿Qué tiene que ver
el naranja o el verde con el pan?
–No he dicho que la explicación sea obvia.
Es obvio el motivo, que es la ausencia o presencia
de pan, pero ya está. Es obvio; pero no es tan ob-
vio que sea obvio. No sé si me explico.
–Como el culo.
–Las explicaciones también pueden tener
explicaciones, y a veces es eso lo que estamos
buscando. La razón del porqué, no el porqué en sí.
Así que ahora, sal de tu casa corriendo y no me
preguntes por qué. Nos vemos en Delicias en
quince minutos.
–¿Qué?
–Si pueden ser diez, mejor.
–¿Por qué?
–Joder, no ha servido de nada. Sal de casa.
Corre.

80
d o s
1

A esto me refiero cuando digo que somos


una generación bastante preparada: el ascensor ha
dejado de funcionar conmigo dentro. Oigo pasos
por la escalera pero no van corriendo, así que pue-
den ser vecinos. Vivo en un tercer piso y el ascen-
sor se ha detenido en el piso uno y medio. Me doy
cuenta de que me creo lo que me ha dicho Cloe
porque, para no llamar la atención, no pulso el
botón de emergencia que tiene una campanita
amarilla y un código en braille que, supongo,
querrá decir campanita amarilla. Calculo que los
pasos se detienen en el tercer piso. Da igual, pue-
den seguir siendo unos vecinos. También le doy
vueltas al hecho de que en mi edificio la gente es

83
bastante mayor y tres pisos son bastantes para sub-
irlos por escaleras, pero da igual. Pienso en positi-
vo. Cierro los ojos y me imagino un meme de ga-
tos. Luego pienso en el gatito enfadado que grita:
–He dicho que buenos días, joder.
Y un golpe que suena muy parecido a abrir
una puerta a la fuerza me despeja esos pensamien-
tos. Pulso la campana con fuerza. Sé que no es lo
adecuado, pero es el único botón que responde. El
sonido que produce no es el que me imaginaba. Es
más como la bocina de un camión que como una
campanita amarilla. Entonces las luces de la panta-
lla que indica el piso donde se encuentra el ascen-
sor se vuelven a encender y marcan una flecha
hacia arriba. Los engranajes chirrían pero no me
muevo. Cambió de botón y pulsó el cero con fuer-
za. El ascensor comienza a subir. No me jodas. No
he llegado a la segunda planta cuando se vuelve a
parar el ascensor, como si recalibrara y empieza a
bajar. Cuando estoy llegando a la planta baja, em-
piezo a escuchar de nuevo pasos en la escalera y
ahora sí corren. Digo que empiezo a escuchar, no
que empiecen a sonar, porque sólo me doy cuenta
de ellos cuando me fijo. Así que no sé qué ventaja
tengo.
Abro la puerta del ascensor antes de que la

84
puerta metálica se haya abierto del todo y corro
hacia el portal. La puerta de la calle es automática:
hay un botón que acciona un mecanismo para que
se abra sola. Supongo que está bien para los yayos
que no pueden ni tirar de una puerta que, mecáni-
camente, está pensada para que no sea complicado
hacerlo5, pero no tiene mucho sentido cuando
estás huyendo de algo.
Bueno, que a todo esto, a lo mejor me es-
toy flipando e imaginando todo, como a veces
cuando vuelvo a casa de madrugada, que me creo
que hay gente persiguiéndome.
Después de que la puerta, con toda su cal-
ma, se abra, salgo a la calle. Es de noche y me
asusta que ni siquiera el SuperCor esté abierto.
Eso lo hace más noche aún. Pongo un pie en la
acera y una mano me agarra del hombro.
–Diez minutos y ni has salido de casa, tío.
Cloe me empuja calle abajo y ni se preocu-
pa en decirme que corra: cuando veo que lo hace y
que empieza a cogerme distancia, pongo de mi

5
Me refiero a que para abrir una puerta no tienes que le-
vantarla a peso, joder, sino que sólo tienes que tirar en el
sentido favorable a los engranajes, lo cual tampoco lo hace
una tarea muy complicada, pero bueno. En fin, los seres
humanos hemos pasado de animales a dioses y nos hemos
estancado ahí.

85
parte y me digo que para estas cosas voy al gimna-
sio todos los días. Giramos en la esquina con To-
rres Miranda. Se me acumulan las preguntas que
hacerle a Cloe y, con la falta creciente de oxígeno,
no encuentro ni la pregunta ni el tono adecuado.
Creo que estoy enfadado. Sea como sea, hago una
pregunta estúpida.
–¿Qué vamos a hacer?
Ella se gira (todavía me lleva ventaja) con
cara de esperaba más y sin bajar la velocidad.
–Correr más que ellos.
De repente, oigo un ruido que me es fami-
liar por la televisión pero que nunca había vivido
en directo.
–¿Han disparado? –le grito.
–Vale, creo que correr más que ellos no es
lo único que vamos a hacer.
Empezamos a bajar Jaime el Conquistador
mientras intento acordarme de quién era Jaime el
Conquistador y qué conquistó.6
Dos disparos más. Veo las hojas de un
árbol explotar y caer de una manera que, si tuviera

6
Jaime I de Aragón, tuvo a su cargo las Baleares, Valencia y
Murcia. Creo que era medio catalán, así que a más de uno
no debe de hacerle mucha gracia que tenga una calle en
medio de Madrid, y más siendo un conquistador.

86
tiempo de mirarla con detenimiento, diría que es
bonita.
–Escucha –me dice Cloe–. Las personas in-
teligentes también hacen trampas, ¿vale?
¿Qué?
–¿Qué?
–Y, además, las hacen mejor que los de-
más.
Aquí baja un poco la velocidad y, sin dejar
de correr, me pasa la mano por la espalda y debajo
del brazo y
estamos volando.
Real.
Quiero decir, no es una metáfora de nada.
Mi reacción es, en este orden:
1. Mirar hacia abajo y ver el suelo alejarse
después de perder contacto con él.
2. Cerrar los ojos.
3. Gritar sin abrir la boca, lo cual acaba pa-
reciéndose mucho a un estertor. Si ahora me al-
canzara una bala, no querría morir gritando.
El vuelo dura, como mucho, dos segundos,
de los cuales yo me pierdo más de la mitad. El
aterrizaje es brusco y, obviamente, sea donde sea,
no es en la acera. Hago contacto con la horizontal
rodando por el suelo y, cuando me paro, ya tengo

87
a Cloe agarrándome otra vez y levantándome.
–Lo siento, hace mucho que no lo hago.
Voy a abrir la boca para, en principio, pre-
guntar que a qué se refiere o cualquier otra cosa
más estúpida, pero ella me corta.
–Luego. Vamos.

88
2

Estamos en un edificio bastante normal.


Escaleras normales, paredes normales, ascensor
normal. No cogemos el ascensor, lo cual me pare-
ce una idea fantástica, pero mientras empezamos a
bajar pisos después de entrar en el edificio por la
azotea, me pregunto que a dónde vamos. Me refie-
ro a lo siguiente: hemos subido, vale, ya hablare-
mos de eso cuando paremos en algún sitio, pero
sea como sea hemos subido. Así que ahora, ¿para
qué bajar?
–Ellos están arriba.
No sé si lo he preguntado en voz alta, pero
Cloe me responde. Entonces, la gente que nos está
persiguiendo, no sólo puede disparar, sino que

89
también puede hacer eso de subir. Casi preferiría
no saberlo. Al menos, ahora bajo las escaleras con
más decisión. Cuando llegamos a la planta baja,
estoy casi sin aire.
–Pedro.
Cloe se gira hacia mí y, por fin, se para un
momento.
–¿Has hecho meditación alguna vez?
Mindfulness o alguna mierda de esas.
Niego con la cabeza porque no tengo mu-
cho aire en los pulmones.
–Da igual. Tienes que escucharme con
atención –asiento y ella continúa–. Sé que no es el
mejor momento, pero necesito, bueno, necesita-
mos que no pienses en nada. Que pongas la mente
lo más en blanco que puedas.
–¿Eh?
En realidad intentaba decir “¿Qué?”, pero
es dar demasiado de mí en este momento.
–Ve practicando.
Y vuelve a correr, sin avisar y sin tirar de
mí. Salimos del portal, que por suerte no tiene una
puerta automática, y volvemos a estar en la misma
calle de antes, pero sin disparos ni zancadas
acercándose. Miro a mi alrededor. Cloe me coge
del brazo y me lleva calle abajo. Corremos unos

90
trescientos metros y veo las luces intermitentes de
un coche encenderse dos veces. Ella tiene el man-
do en la mano. Me dice que suba y yo lo hago,
porque qué otra cosa voy a hacer.
Cerramos las puertas casi a la vez y no es
hasta ese momento cuando me doy cuenta que lo
que pensaba que era silencio en la calle no lo era
tanto. Ahora hay una especie de vacío de materia,
como un silencio que casi parece que va a empezar
a hacer pitar los oídos. Un silencio que no parece
poderse quebrar con ninguna voz.
–Échate el asiento para atrás –me dice, pe-
ro lo empieza a hacer ella. Gira la rueda y mi es-
palda empieza a reclinarse.
–Cloe…
Estoy casi en posición horizontal. Me apo-
yo sobre mis codos y ella me agarra de los hom-
bros.
–Pedro. Te prometo que te lo cuento todo.
Pero necesito que hagas eso. Vacía lo que sea que
tengas en la cabeza. No pienses en nada. ¿Me
oyes?
–Sí, pero…
–No, sin peros, por favor… Ahora, no.
Noto su voz un poco cansada o un poco
desanimada, y no sé cuál de las dos me asusta

91
más. Tengo muchas preguntas.
–Sé que tienes muchas preguntas, pero no
hay tiempo ahora. ¿Me puedes hacer caso?
La miro a los ojos para intentar así enten-
derla un poco más, pero no lo consigo. Decido
hacerle caso, aunque no sé lo que puede significar
eso, ni sé cómo hacer lo que me pide.
–Tienes que imaginarte una pared blanca
enorme. Una habitación con paredes enormes y
todas blancas. Y pensar que ahí estás seguro.
Cierro los ojos.
–Una habitación blanca.
–Eso es.
–Sin puertas.
–Exacto.
–Así no puede entrar nadie.
–Muy bien.
Tengo un poco de sueño. Seguro que lo es-
toy haciendo bien.
–Lo estás haciendo bien, Pedro. Ahora,
dime, ¿cuál es tu opinión sobre los dinosaurios?

92
3

Hay un teatro romano. Creo que es el de


Mérida. Es un teatro, aunque ahora mismo no es-
toy seguro de que sea romano, la verdad. Los di-
nosaurios me descolocan. Los dinosaurios existie-
ron antes que los romanos, así que es poco proba-
ble que este teatro sea romano. Aunque también es
poco probable que ocho triceratops tengan un gru-
po de teatro y estén interpretando Ubú Rey. Pero
ahí están, en el primer entreacto. La grada está
llena. Han venido todos, aunque no sé exactamen-
te a qué colectivo me refiero con ese todos. Hay
velocirraptores en las gradas de arriba y tiranosau-
rios en las laterales, sentados como si fueran pelu-
ches infantiles en la cama vacía de un niño. Tam-

93
bién hay muchas otras clases de dinosaurios de las
que no conozco el nombre pero que he visto en
Jurassic Park. Recuerdo que los raptores en reali-
dad tenían plumas pero en las películas salen sin
ellas, así que es así como están aquí. Los más pe-
queños echan miradas de reojo a los más grandes,
pero al final de la obra todos se han emocionado.
Es un final con lágrimas de dinosaurio. Todos em-
piezan a aplaudir. El estruendo es enorme. Los
tiranosaurios no pueden aplaudir así que agitan las
manos. Quizás fueron ellos quienes inventaron
eso. Están emocionados e inquietos. Son tres pare-
jas de tiranosaurios.

Parpadeo un instante.

La ovación ha terminado y los dinosaurios


han desaparecido. Hay sangre por toda la grada y
un poco también en el escenario. Alguien se ha
enfadado. Ahora el final se ha convertido en un
final con lágrimas de dinosaurio y con sangre de
dinosaurio. Bajo las escaleras centrales de la grada
y me siento a media altura. Huele a tierra mojada.
Creo que así huele la sangre, pero también huele a
podrido aquí. La sangre se ha vuelto parda, luego
marrón, luego gris y luego incolora. Ahora huele a

94
ceniza. Paso mi dedo índice por encima de una
mancha pero el fluido ya está incrustado en la pie-
dra. Han pasado años, miles de años, no sé si mi-
llones. Alguien se sienta a mi lado. Es la nada. Me
pasa un brazo por encima del hombro y apoya mi
cabeza en él.
–¿Has entendido algo de todo esto? –me
pregunta.
–No.
Me ofrece un cigarro encendido. Lo cojo y
la nada levanta el brazo y señala a lo lejos. Un
grupo de turistas con gorras y cámaras se acerca.
–Vámonos antes de que vuelvan –dice.
–Antes de que vuelvan ¿quiénes?
–Los dinosaurios, claro.
–Hace mucho tiempo que se fueron
–contesto, pero me doy cuenta de que le estoy
hablando al aire. La nada ha desaparecido. Está
amaneciendo, pero no es aquí.

95
4

Sino aquí. Abro los ojos con mucha difi-


cultad. Al principio, todo son manchas brillantes
de aceite. Luego empieza a aclararse mi visión,
pero tardo un momento en recordar que estaba
tumbado en un coche. Giro la cabeza, Cloe me
está mirando.
–Fascinante –dice.
Por la ventanilla del coche entra el sol de la
mañana: naranja, tímido, cuestionando. Agito la
cabeza para intentar entender dónde estoy, pero no
lo consigo. Me incorporo sobre mi asiento y miro
afuera. Estamos en un descampado de tierra clara
y poca vegetación. No veo nada que me llame la
atención. De frente, a lo lejos, están las cuatro to-
rres de la Castellana.

96
–¿Por qué me he quedado dormido?
–Porque puedes.
Cloe sigue mirándome con una sonrisa a
medias.
–Tengo que decirte que al principio me
asusté con lo rápido que lo hiciste, y cuando me
desperté y vi que seguías así, volví a asustarme.
–¿Cuándo te despertaste? –pregunto.
–Hombre, claro, no iba a estar esperando
toda la noche a que te despertaras. Yo también
tenía sueño.
–¿Y esos que…?
–No te preocupes por ellos.
–¿Qué les has hecho?
–¿Yo? Nada. Sólo escapamos.
Trato de salivar pero mi boca está seca y
seguro que maloliente. Cloe me ofrece una botella
de agua. La cojo y me bebo más de la mitad. No
voy a preguntar por el desayuno.
Estoy descolocado. Se me agolpan imáge-
nes en la cabeza que no consigo enlazar unas con
otras. Pero hay algo que sí que recuerdo.
–Ayer volamos.
Ella suelta una carcajada y exprime el mo-
vimiento todo lo que puede.
–¿Volar? No, no estábamos volando.

97
–¿Entonces?
–Déjame buscar una manera de explicárte-
lo sin que te explote la cabeza mientras hago unas
cosas.
Entonces abre su puerta y se baja del co-
che. La sigo. El frío matinal me rasca las piernas.
Cierto, a todo esto no tuve la buena idea de pensar
en qué ponerme de ropa y sigo con lo que uso para
estar por casa. Lo cual es bastante mejor que estar
desnudo. Un pantalón corto de baloncesto y una
camiseta.
Cloe empieza a caminar por la tierra hacia
la parte trasera del coche, donde descubro que sí
que hay algo que puede llamar la atención en este
descampado. En medio de la nada hay una cabina
de teléfono. Creo que hacía años que no veía una.
–Con lo peliculero que es esto –me dice
Cloe– seguro que esperabas que fuera una cabina
londinense.
No contesto, pero la verdad es que tiene
razón. La imagen es tan potente que, por un mo-
mento, se me pasa por la cabeza la idea de sacar
una foto para Instagram. Decido no hacerlo para
que Cloe piense que estoy realmente enfadado y
que necesito que me cuente lo que está pasando.
En realidad, lo estoy y quiero saber qué cojones

98
está pasando, pero no me gustaría dejar pasar la
oportunidad.
Vale, cojo el móvil. No tiene batería. Vaya.
–Cuando Telefónica empezó a retirarlas,
nosotros encontramos una manera de darles otro
uso –sigue hablando Cloe.
¿Nosotros? ¿A quién se refiere?
–Bueno, está claro que ya no hay ningún
nosotros, pero vaya, ya me entiendes.
Debe de estar hablando sola, porque no me
entra en la cabeza que me diga eso de ya me en-
tiendes. Claro que no lo entiendo, no entiendo na-
da. Creo que la gente como yo estamos muy acos-
tumbrados a pensar cosas que sonarían muy bien
en situaciones de realidades alternativas pero que
no nos atrevemos nunca a decir, así que decido
romper un poco con eso y le digo:
–Claro que no lo entiendo, no entiendo na-
da. Por favor, ¿puedes explicarme…?
–Ah, sí, claro. Te lo cuento de camino.
–De camino, ¿a dónde?
Cloe descuelga el teléfono de la cabina y se
lo pone al oído, pero cuelga rápidamente. Luego
pasa la mano por el lateral y por la parte de abajo
del teclado, como si buscara algo que no encuen-
tra.

99
–Nada. Vaya mierda –luego, me mira y
responde–: A tu casa no, si es lo que estás pensan-
do.

100
5

–¿Te parecen bien tres preguntas?


–No, obvio.
–Bueno, di.
–Lo primero: ¿dónde estamos yendo?
–A ver a un amigo.
–¿Qué amigo?
–Pasapalabra.
–En serio. Qué amigo.
–Una persona que nos puede ayudar. No
necesitas saber más sobre eso, la verdad.
–¿Quién era la gente de anoche?
–Personas que querían matarnos, segura-
mente.
–Eso lo entendí con los disparos.
–¿Para qué es la pregunta entonces?

101
–Porque sabes más.
–Bueno, sí, sé algunas cosas más.
–Cuéntame.
–Joder, tío, no puedo ponerme así a contar
cosas random, pregúntame qué quieres saber.
–Quiero saber todo.
–Mhé.
–¿Por qué venían a por mí?
–No estoy segura de que fueran a por ti.
–Me llamaste para avisarme.
–Vale, sí, creo que sí iban a por ti, pero no
lo sé con seguridad.
–¿Por qué lo sabías?
–Porque lo sabía, la verdad.
–Cloe.
–¡Es verdad! Nadie me avisó, nadie me
llamó a mí, simplemente lo supe.
–No estás siendo sincera.
–Pero no estoy mintiendo.
–¿Por qué vuelas?
–Por qué o cómo.
–Da igual.
–Bueno, a ver… técnicamente, no es volar,
¿vale? Eso ya te lo he dicho.
–¿Entonces?
–Es complicado de explicar…

102
–Dale.
–Todo es con la mente.
–¿Con la mente?
–¿No has oído nunca eso de que si utilizá-
ramos el cien por cien de nuestro cerebro, bla, bla,
bla?
–Sí.
–Pues hay gente que sí puede utilizar un
porcentaje bastante alto de su cerebro. O algo así.
–¿O algo así?
–Sí, o algo así.
–¿Y tú eres una de esas personas?
–Algo así.
–Joder.
–¿Qué pasa? Estoy siendo más sincera que
antes.
–Y la gente que nos perseguía ayer, ¿tam-
bién?
–Pensaba que sí, pero no estoy del todo se-
gura ahora, porque no nos han seguido hasta aquí.
Bueno, mentira, creo que sí son de ellos, pero bas-
tante débiles.
–¿Débiles?
Cloe se ríe y me da una palmada en la
pierna. Luego me coge la mano justo en el mo-
mento en el que yo pienso en cogérsela.

103
6

–¿A partir de qué hora es la zona verde?


–pregunta Cloe.
–Creo que las nueve.
Mira su teléfono y yo recuerdo que tengo
que cargar el mío, aunque no sé para qué. Es lo de
siempre: tenemos que mirar el móvil pero no sa-
bemos muy bien para qué.
Nos acercamos al parquímetro. Lo primero
que hay que hacer es meter tu matrícula. Cloe
chasquea la lengua y vuelve al coche.
–¿No te sabes la matrícula de tu coche?
–No es mío.
Bueno. Para qué pregunto. Después de po-
ner los cuatro números y las tres letras del Opel

104
que, me imagino, alguien pronto va a estar bus-
cando, toca meter monedas. Cloe rebusca en sus
bolsillos y saca algunos céntimos. Luego, se gira
hacia mí, pero antes de que diga nada, sacudo la
cabeza.
–Bueno, esto valdrá.
Estamos en Lavapiés, en la calle Argumo-
sa. Dos preguntas. La primera: ¿por qué hemos ido
a las afueras de Madrid para volver casi al mismo
sito en el que estamos? Lavapiés está a dos o tres
paradas de Delicias. La segunda: ¿cómo de seguro
es volver a un sitio tan cercano a dónde nos han
estado persiguiendo personas desconocidas con
armas?
–Tenía que comprobar una cosa y poco.
Espera.
–¿Sabes lo que estoy pensando?
–Si no proteges tus pensamientos –me di-
ce–, es muy fácil. Casi sin querer.
No se me ocurre nada que decir.
–Pero tranquilo, no eres el único.
Caminamos por la acera. Nos cruzamos
con gente que va de camino al trabajo. Cuando me
pasa eso y estoy volviendo de fiesta a casa, me
siento culpable, pero ahora me siento observado.
Cloe se detiene enfrente de un bar.

105
–Es aquí.
Tengo un instante para mirar el cartel antes
de que Cloe vuelva a retomar su paso para entrar.
Leo el nombre del bar: Los Mutantes.

106
7

Cuando entramos, noto un pitido en la ca-


beza. No, no en el oído, sino dentro de la cabeza.
Me llevo una mano a la frente y cierro los ojos con
fuerza. Cuando los abro de nuevo, Cloe está
hablando con la camarera, que es la única persona
en el local aparte de nosotros dos.
El sitio es pequeño. Tiene unos cuadros
colgados detrás de la barra y una nevera para hela-
dos vacía. La camarera es una señora mayor y pe-
queña, con la piel morena y arrugada, y el pelo
gris recogido en un moño. Al final del local hay
una especie de tarima.
Cloe y ella se saludan con especial cariño,
pero la dueña del bar no parece estar preocupada

107
en disimular que lleva años mostrando simpatía
hacia todo el mundo y que ya está cansada.
–Hace meses que no te veía, niña.
–He estado ocupada en el hospital
–responde Cloe.
–Espero que no sea nada grave.
–Trabajo allí, Yoli.
–Ah, es verdad. Qué olvido.
Hay un silencio extraño guardado por son-
risas. Cloe se gira hacia mí.
–Yoli, este es Pedro, un amigo.
Yoli asiente con la cabeza y no deja de
sonreír. La sonrisa hace que las arrugas parezcan
colocadas en su sitio, como si hubieran surgido en
su piel por no dejar de hacerlo.
–Encantada.
–Igualmente.
–Estamos buscando a Elvis.
–No puedo ayudarte. A veces está aquí an-
tes de que abra, a veces no aparece en todo el día.
–¿Podemos esperarle aquí sentados? –dice
Cloe.
–Por supuesto. ¿Habéis desayunado?
Por favor.
–No, la verdad.
–Entonces, sentaos y dadme diez minutos

108
que os saque algo. Acabo de abrir.
Cloe y yo nos sentamos en una de las dos
mesas que hay preparadas. Yoli desparece detrás
de unas cortinas de plástico, pero Cloe le grita:
–Oye, Yoli, ¿y la música?
–Ya te he dicho que acabo de abrir –se es-
cucha desde la otra habitación.
En pocos segundos, está sonando en el bar
Hey boy, de Os Mutantes. Lo sé porque Cloe lo
sabe y creo, creo, que porque me lo dice.

109
8

El tipo que va a entrar ahora se llama Elvis


y se dedica a imitar a Elvis en los bares que aún
están abiertos a las tres de la mañana los días de
diario. También lo hace aquí, en Los Mutantes,
pero Yoli le obliga a cumplir un calendario, lo cual
le sienta bastante mal a Elvis.
–Entonces –miro a Cloe–, hemos venido a
ver a un imitador de Elvis.
La taza de café que sostiene entre sus ma-
nos crea una pantalla de humo entre nosotros. So-
pla una última vez y deja la taza en la mesa sin
probarlo.
–No es cualquier imitador. Probablemente
sea el peor imitador de Elvis de España. O de Eu-

110
ropa, no lo sé…
Arqueo una ceja.
–¿Puedes decirme de verdad por qué
hemos venido?
–No me ha gustado esa cara.
–No sé.
–Si no puedes ser el mejor en algo, sé el
peor. Elvis lo sabe bien.
–¿Es de los tuyos?
–¿De los míos?
–Sí –me llevo un dedo a la sien y hago
círculos–. De los tuyos.
Cloe se ríe porque piensa que he intentado
ofenderla, pero ciertamente estoy empezando a
pensar que todo esto es cosa de locos.
–Ya no. Antes sí era… –repite mi gesto.
–¿Y por qué ahora ya no?
–Era uno de los mejores. No se limitaba a
capacidades que tú y yo o incluso cualquier neuró-
logo pudiéramos imaginar. Elvis veía el futuro.
–No.
–Sí. Él, simplemente, no era un punto de-
ntro de una línea, como tú o como yo. Él veía la
línea desde fuera. Hacia delante y hacia atrás. Era
un pez gordo.
–¿Un pez gordo? ¿De qué?

111
–La línea significa el tiempo.
–Ya lo he entendido, Cloe.
–Pero un día, dejó de funcionar. Y así se
quedó.
–¿Dejo de funcionar?
–Y ahí empezó con las imitaciones. Puede
que sea un poco complicado hablar con él, pero
hay que escucharle con atención y paciencia.
–Cloe, ¿puedes por favor hacerme caso
cuando te pregunto?
–También suma que el mismo día que él
dejó de funcionar murió su hijo. Y no fueron cosas
aisladas, por lo que sé.
–Cloe.
Doy una palmada sobre la mesa. Las cu-
charillas tiemblan sobre los platos de las tazas. De
repente, nos encontramos en medio de un silencio
que no me parece nada cómodo. Miro a la barra y
Yoli nos está observando fijamente.
–¿Todo bien? –pregunta, mirándome, por
primera vez, sin sonrisa.
–Sí, Yoli –responde Cloe, tranquila–. No te
preocupes.
Ella se gira hacia mí y me dedica una mi-
rada de reproche.
–Pocas cosas puedo decirte que vayas a en-

112
tender bien –me dice–, pero vale, pregunta.
Ya no recuerdo cuál era la primera pregun-
ta que hice, y mientras intento acordarme, oigo las
campanillas de la puerta y veo cómo ésta se abre
para que entre un tipo corpulento, con barba des-
cuidada y vestido como un Elvis Presley de bazar
chino, con una corona de flores tropicales al cue-
llo.

113
9

Tiene algo que decir, pero no lo escucha-


mos. Estamos distraídos con los sonidos de la ca-
lle, o con los sonidos del interior de nuestro cuer-
po, o distraídos sin más. Cloe tarda unos diez mi-
nutos en conseguir que se siente y, cuando lo hace,
se gira hacia fuera de la mesa, como si no estuvié-
ramos allí.
–Elvis –le susurra.
–¿Quieres un bocadillo? –él ni siquiera se
dirige a Cloe.
Veo que Yoli atiende desde la barra, con la
mirada fija pero con la expresión de alguien que
ve algo que con certeza sabía que iba a ocurrir.
Limpia la barra con una gamuza gris, sin bajar la
vista.

114
Elvis es una persona estéticamente descui-
dada: una barba larga y rala, negra pero con bas-
tantes canas, que parece una extensión más de su
pelo. Le veo bolitas blancas en las comisuras de
sus labios y él, en general, huele a algo que no
logro identificar, pero sé que no es a limpio.
–Elvis –repite Cloe.
Sigue con la mirada en otro lado. Saca un
papel amarillo de algún bolsillo interior de su dis-
fraz y lo ojea con la atención que Cloe le está re-
clamando para ella.
–Hay manchas en la mesa pero si quieres
un bocadillo...
Miro a Cloe y encuentro una expresión
confiada, lo cual no deja de sorprenderme. Asiente
con la cabeza, como si yo tuviera que entender
algo con ese gesto. Después, vuelve a centrar su
atención en él y lo dice de nuevo:
–Elvis.
Y, por un momento, él levanta la cabeza
hacia ella y muestra algo parecido a la atención,
pero rápidamente vuelve a su papel amarillo. No
acierto a ver qué hay escrito en él, pero parecen
números y letras distribuidos de manera aleatoria
por el papel. Como si fuera lo contrario a un TOC
del orden. No sé si eso existe. Como una contrase-

115
ña wifi escrita por alguien con un TOC contra el
orden.
Por detrás aparece Yoli con un bocadillo de
tortilla en un plato y se lo sirve a Elvis. Observo
cómo empieza a comérselo mientras me siento un
poco más impaciente, ligeramente impaciente.
–Hemos estado en Eurovegas.
Con la boca llena de tortilla y la barba
manchada de aceite, Elvis por fin dice algo más o
menos relevante.
–Te han dicho que han ido a Eurovergas.
Es innecesario que vayan a ese lugar.
Hay gente que habla en tercera persona y
parece idiota, como los escritores que se hacen su
propia biografía para las solapas pero, si no lo en-
tiendo mal, este tío se habla a sí mismo en segunda
persona. Cloe me mira y asiente. También parece
idiota.
–Estábamos huyendo –explica Cloe.
–¿Te han dicho de qué huían?
–Ya sabes de quién.
–Tú estás bien escondido.
–Sí, Elvis, tú estás bien escondido, y todos
lo estamos, creo –levanta una mano y me señala
con el pulgar–. Pero creo que están buscándole a
él.

116
Elvis me mira por primera vez desde que le
conozco e investiga visualmente todos mis rasgos.
Ahora estoy impaciente e incómodo.
–No te han dicho quién es, pero el chico no
parece importante.
Vale.
Cloe me pone una mano en el brazo para
que no responda y le hago caso.
–No sé si lo es o no, seguramente no, pero
ayer por la noche fueron a por él a su casa y, desde
entonces, hasta aquí.
–No sabe que Eurovergas ya no funciona.
–¿Qué?
–Ni Eurovergas ni ningún otro sitio.
–¿Por qué? ¿Por qué no funciona?
–Dile que ya no sirve el suicidio, quieren
convertirnos en animales.
–Elvis.
–Quieren convertirnos. Tito lo sabe.
–¿Quién es Tito? –pregunto, girándome
hacia Cloe.
La respuesta se hará esperar porque una
explosión en la acera, justo en la puerta de Los
Mutantes, nos tira al suelo en el medio de un
huracán de cristal y humo. O algo así.

117
10

A nivel emocional, existen dos maneras de


diferenciar una mentira: que no lo sea o que sea
útil. Nunca me había dado cuenta de que la sangre
estaba tan caliente aunque, por otra parte, nunca
había tenido tanta en la boca. Cuando expiro, es-
cupo sangre sin querer. Tampoco sabía a ciencia
cierta que tendría este marcado sabor a hierro, lo
cual no es de extrañar si sabes que el setenta por
ciento del hierro que hay en nuestro cuerpo está en
la sangre. Hay dos cuerpos cerca de mí pero tengo
unas manchas blancas, como pelusas, en los ojos,
así que no puedo ver quiénes son, aunque sí lo
puedo adivinar.
Volviendo a las mentiras, está la nada pre-
guntándome:

118
–¿Estás bien?
Aunque en realidad no es la nada quien lo
pregunta.
Tengo a mi lado a Cloe. Noto sus manos
agarrándome la cara y moviéndola de un lado a
otro. No sé cómo decirle que eso no ayuda.
–Pedro, ¿me oyes?
–Me estás mareando. Para.
Las manchas comienzan a desaparecer, o
bien a transformarse en elementos más nítidos y
reales. Cloe me ayuda a incorporarme y me quedo
sentado en el suelo. Un pitido en el oído se con-
vierte en sonido de campanillas. Como bien podía
adivinar, en el suelo están los cuerpos de Elvis y
Yoli. No se mueven mucho. Cloe se acerca a ellos
mientras me grita que corra a esconderme detrás
de la barra. Me levanto del todo y una punzada de
dolor en la rodilla casi me tira de nuevo. Me lim-
pio la sangre de la boca con el dorso de la mano
porque me estaba empezando a costar respirar.
Cruzo la barra por el hueco de los camareros y, al
mirar hacia atrás, veo a dos tipos de traje entrar en
el local. Y ni rastro de Cloe. Lo más seguro es que
esa gente sea la misma gente que la gente que ano-
che llevaban pistolas y disparaban contra nosotros,
así que es muy probable que sigan siendo gente

119
con pistolas. No me gusta que la gente que me
persiga sea gente con pistolas.
Entro en la cocina: una habitación pequeña,
blanca e iluminada con fluorescentes también
blancos7 y avanzo hacia la única puerta que veo.
De camino cojo un cuchillo de deshuesar, con una
hoja fina y alargada, que encuentro en uno de los
barreños donde se escurre la vajilla. El dolor de la
rodilla me hace cojear cada vez más. Pienso en esa
teoría que escuché a un señor contar una vez: en
las películas, si hay una persecución, el persegui-
dor nunca alcanzará al perseguido hasta que este
último no esté listo para pelear.8
Bueno, pues sepa una cosa, señor:
1. Esto no es una película.

7
Éste sí es un lugar adecuado para las luces blancas, igual
que las carnicerías o los pasillos subterráneos de los hospi-
tales. En mi calle (y en todo el barrio) han cambiado las
luces naranjas de las farolas por luces blancas, pero alguien
les tendría que haber dicho que ése no es lugar para una luz
blanca. La naranja estaba bien. Esto ya lo he dicho alguna
vez.
8
Seré más específico: ese señor era el dueño de un bar de
carretera entre Ourense y León. Lo escuché cuando paré en
su bar a comer tortilla y beber agua con gas en un viaje
entre Os Blancos y Xixón. En el televisor estaban poniendo
La jungla de cristal 3. Me quedé a verla casi entera porque
me gusta mucho esa película.

120
2. No sé pelear.
3. He cruzado la puerta de la cocina y ya
escucho bastante cerca a esos dos tíos; es decir,
que, eludiendo el hecho de que el punto 1 ya echa
al traste toda su teoría, no creo que tuviera tiempo
para prepararme a pelear antes de que me alcanza-
ran. No sé si me explico.
La puerta que sale de la cocina, para mi
sorpresa, no lleva a ningún lugar cerrado, sino al
patio de corrala del edificio. De repente, tengo más
espacio para andar, así que sigo hacia delante, y la
primera idea que me surge en ese momento es que
podría encontrar las escaleras, subir a los niveles
superiores e intentar que algún vecino me abriera y
refugiarme en su casa. Aunque con la cara llena de
sangre, las ropas deshilachadas y una cojera impo-
sible de disimular, tendría que encontrar a alguna
persona muy enrollada.
Y entonces:
–¿Pedro?
No suena a voz de tío con pistola.
Ojo a la gilipollez que acabo de soltar. Lo
repito:
No suena a voz de tío con pistola.
Tampoco suena a Cloe. Levanto la vista y,
asomada a una ventana, veo a Laura.

121
11

En lo que tardo en reaccionar, Laura ya ha


salido de su casa y baja las escaleras hasta la plan-
ta baja del patio, con sólo una camiseta ancha a la
vista. Recuerdo que deben de ser las nueve o así
de la mañana y que la gente sigue llevando una
vida más o menos normal.
–¿Qué te ha pasado, tío?
Sigue bajando las escaleras y yo me acerco
a ella cojeando, recordando nuestro último en-
cuentro. Ella me coge la cara y mira mis heridas.
No hay tiempo para esto, en realidad.
–Tenemos que irnos.
La agarro el brazo y tiro de ella hacia la es-
calera por la que ha bajado.

122
–¿Te han pegado?
No digo nada. Los escalones de madera
crujen bajo mis pies y los de Laura. Entonces, al
hacer el giro de la escalera, me paro un momento y
veo que aquí podemos estar escondidos.
–Para, para. Vamos a quedarnos aquí.
Me siento en las escaleras y ella hace lo
mismo. Intento prestar atención a cualquier ruido
pero aún hay campanillas. Laura mira el cuchillo
que aún llevo en la mano.
–El otro día vino a casa un tío que... –hace
una pausa– Bueno, que decía que era tú.
–Ya –respondo, seco. No sé bien cómo ac-
tuar, la verdad.
Miro el cuchillo yo también, luego veo la
cara de extrañeza y miedo de Laura e intento cal-
marla.
–No pasa nada. No he hecho nada, tranqui.
–El tío que vino a casa... no eras tú.
Antes de que termine la frase, veo dos si-
luetas aparecer delante de nosotros. Son dos tipos
en traje y uno de ellos lleva una pistola en la ma-
no. Uno es moreno de piel y el otro blanco, casi
albino. Me tiemblan la piernas y eso me impide
levantarme, pero uno de los dos, el moreno, dice:
–No es él.

123
Y se dan la vuelta.
Mi primera reacción es pensar: "¿Seguro
que no soy yo?" Y lo siguiente que siento es el
dolor de escuchar algo que venía temiendo. No
soy yo. Yo no soy yo.
Cuando se dan la vuelta para irse, intento
incorporarme con toda mi rabia y el cuchillo en la
mano porque, de verdad, me cabrea que alguien
que ni siquiera conozco tenga los huevazos de
decirme que yo no soy yo, sea lo que sea lo que
eso signifique y aunque no sepa qué significa; pe-
ro, no me jodas, no me jodas. No soy una persona
muy violenta, pero no me jodas.
Y ahí es cuando un objeto metálico aparece
en escena y golpea en la cabeza a los dos tipos,
que caen al suelo y dejan ver a Cloe con una sartén
en la mano.
–¿Qué coño ibas a hacer?
Me quedo quieto y sin respuesta. Cloe mira
a Laura y yo también me giro hacia ella, que está
pegada a la pared, mirándome horrorizada y con
una expresión desfigurada.
–¿Quién... eres? –susurra.
–¿Qué?
Cloe pone los ojos en blanco, tira de mí y
me hace bajar la escalera a trompicones.

124
–Un mutante, chica –le grita Cloe con sar-
casmo cuando ya la hemos perdido de vista–, un
mutante con piel de lagarto que viene a destrozar
tu civilización.
Luego se gira hacia mí y me dice, en voz
baja:
–En otro momento arreglamos esto, ¿vale?
ahora tenemos que irnos.

125
12

–Oye –paro a Cloe en mitad de la calle Mi-


guel Servet, cuando pienso que ya nos hemos ale-
jado lo suficiente.
Ella ha decidido que lo mejor era irse del
sitio antes de que llegaran policía y ambulancias, y
no es mala idea, claro, pero es que a mí me vendr-
ía bien un médico.
Se para a mi lado.
–¿Qué pasa? –pregunta con impaciencia.
¿Con impaciencia? Por favor.
Veo que ella sonríe, y sé que no es muy
buen momento, pero pienso que tiene una sonrisa
más o menos bonita.
–A ver. Tengo varias peguntas nuevas que
se suman a la lista de preguntas que espero que me

126
respondas pronto de una puta vez, pero –levanto
una mano para que no tenga ni que pensar una
excusa ni decirme que tenemos prisa o que no es el
momento– eso puede esperar. Al menos diez mi-
nutos. O quince. La cosa es que mi rodilla... Me
duele.
–Ya lo sé. Tranquilo. Estaba pensando en ir
a tu casa, que está más cerca que la mía.
Tuerzo el gesto.
–¿En serio? ¿A mi casa?
–Sólo será un momento. No creo que pien-
sen que vamos a ser tan...
–¿Gilipollas?
–¿Previsibles? Gilipollas sí que eres un po-
co a veces.
Me sale la risa casi sin quererlo.
–Por eso nos caemos bien –contesto.
Cloe me coge de la cara, me limpia un po-
co de sangre que aún me quedaba y me da un beso.
–Venga, vamos.
Seguimos caminando Miguel Servet y lle-
gamos a Embajadores.
–Oye, en serio, ¿dónde te has metido ante-
s? -digo, sin pararme.
–¿No decías que las preguntas podían espe-
rar?

127
–Bueno, no hay mucho más que hacer aho-
ra que caminar.
–Mentira. Podemos comprar tabaco.
Aquí me deja solo y entra en un estanco
que yo ni siquiera conocía, a pesar de ser mi ba-
rrio. La sigo, disimulando mi cojera como vengo
haciendo desde que salimos del bar, y pensando
que eso no sirve de nada si la gente empieza a fi-
jarse en mi ropa.
–Al menos, dime una cosa, ¿eres enfermera
de verdad?
Cuando termino la pregunta, Cloe ya está
dentro del estanco y lo único que recibo es una
sonrisa, otra vez bastante agradable, que entiendo
como un sí.
Espero.
Sale.

128
13

Un globo de humo se infla desde la boca de


Cloe y lentamente se deshace en su intento de al-
zar el vuelo. Al chocar contra el techo, lo poco que
queda de él explota a cámara lenta, como si un
vaso de agua se cayera en algún lugar con la gra-
vedad invertida. Ella tiene los ojos cerrados y,
después de expulsar el humo, apoya su cabeza
contra el pulgar.
–¿Tú estás bien?
Levanta la mirada y casi creo encontrar en
ella algo de sorpresa, como si no supiera que yo
estoy aquí, como si éste no fuera mi salón, como si
la hubiera interrumpido en algún lugar sagrado.
–Estoy pensando.

129
Nada más llegar a casa y después de com-
probar que no hubiera nada raro, me ha curado la
rodilla con calmante y las heridas con Betadine.
Luego hemos venido al salón, nos hemos sentado
en el sofá y encendido unos cigarrillos. De repen-
te, hemos acordado, sin decirlo expresamente, que
podíamos tomarnos un descanso antes de mover-
nos. De cualquier modo, ¿movernos? ¿A dónde?
–Y qué piensas.
Cloe vuelve a repetir el proceso del globo
de humo y suspira profundamente.
–Esta gente no es fácil de parar. Hemos es-
tado bastante tiempo bien escondidos, pero...
–¿Hemos? –pregunto.
–Gente como yo, como Elvis, Yoli,...
–¿Elvis y Yoli?
–Sí, ellos también.
–¿Están...?
–No, no. Les he dejado ahí porque lo mejor
que podían tener era una ambulancia. Con ellos no
va la cosa, creo.
Nos miramos fijamente.
–¿Y con quién va la cosa?
–Conmigo, contigo, o con los dos –una
pausa–. No entiendo muy bien por qué, pero algo
tienes que ver.

130
–Pero yo... ¿yo?
Cloe sonríe.
–Sí, tú. Por alguna razón, estás desarro-
llando ciertas capacidades, y cuando estas capaci-
dades se manifiestan... tienen como un aura, ¿sa-
bes? No es algo que se vea, ni se oiga, ni se huela,
pero entre nosotros... nos sentimos.
No encuentro palabras para expresar lo que
pienso, aunque tampoco encuentro bien lo que
quiero expresar como idea general. Cloe sigue
hablando.
–Esa chica de antes, en el patio... ¿la co-
nocías?
Asiento.
–Es Laura. Te hablé de ella, ¿recuerdas?
–La chica que no te reconocía.
–Sí. Pero ahora sí sabía quién era. Y, sin
embargo...
–La gente que nos perseguía pasó de ti
–termina Cloe.
Vuelvo a asentir.
–Nunca había visto a alguien hacerlo tan
rápido.
–¿Hacer el qué? –pregunto.
–Influir en otra gente.
Murmuro vocales sin sentido porque no sé

131
a qué se refiere Cloe.
–Más o menos, es como si cambiaras la
imagen que otra gente tiene de ti. No es que tú
cambies, sino que cambia la forma en la que te ven
los demás.
–¿Como en Instagram?
–Como en Instagram –repite, y se ríe.
–Pero yo no he hecho nada de eso.
–Voluntariamente, no. Pero estabas en una
situación de peligro y lo hiciste sin querer. Así
podrías haber salido de allí. Bueno, si no te hubie-
ra dado la vena de atacarles de repente porque...
¿Por qué ibas a atacarles? –pregunta, medio rien-
do.
–Nada, mis cosas.
–Bueno. La cosa es que aún no puedes con-
trolarlo ni focalizarlo, por eso creo que tu amiga
estaba tan asustada. Creo que cuando cambiaste tu
imagen para los tíos de traje, no pudiste concen-
trarlo sólo en ellos y le hizo efecto también a tu
amiga. Entonces vio cómo una persona cambiaba
de aspecto delante de sus narices.
Guau.
–¿Esto es en serio?
Cloe ríe.
–Claro que es en serio.

132
–Y... ¿qué hacemos ahora? Esto no cambia
nada, no sé por qué nos persiguen.
Ella se acerca a mí y toca mi rodilla.
–El calmante ya está seco. Vamos al baño,
que te vendo –se queda en silencio–. Después, me
doy una ducha y pienso en qué hacemos ahora.
Tengo alguna idea.

133
14

Me coge la rodilla sin tener cuidado con


sus manos frías. La envuelve con una gasa limpia
y después con una venda de color beige e hilos
rojos. Por el patio entra el eco de la sinfonía 95 de
Haydn. Lo sé porque siempre suena esa pieza,
pero no sé mucho más de música clásica. Tengo
algún vecino un poco phsyco. Cloe se levanta y
me ayuda a hacerlo a mí. Me pide que flexione la
rodilla para ver si me cuesta. Todo bien. Ella me
mira y asiente.
Después, empieza a quitarse la ropa poco a
poco y yo me fijo en cómo cada prenda se des-
prende por su piel y vuelvo a fijarme en los tatua-
jes que tiene. Dos líneas en el brazo, unas palabras

134
en el cuello, y un símbolo que no conozco en la
cadera. Esta escena es un poco weird: yo aquí mi-
rando, sentado en la taza del váter, medio desnudo
también y con una venda cubriéndome gran parte
de la pierna. Me levanto y salgo del baño.
La cocina está igual que la dejé anoche,
aunque parece que han pasado meses. Y la verdad
es que tampoco me acuerdo exactamente de cómo
la dejé, pero ahora al verla sé que es así. Me da
curiosidad esa sensación: la de reconocer cosas en
el tiempo pasado por cómo las encuentras en el
presente. No sé si ése es el enunciado correcto,
pero creo que más o menos me explico. Como
encontrarte a una persona que llevas años sin ver y
de repente te das cuenta de que lo pasabais bien
juntos. Pues bueno, a lo mejor no es así, y si dejas-
teis de veros durante años, por algo sería. Creo que
me estoy alejando del ejemplo de la cocina.
En la nevera tengo una botella de cristal
reciclada9 llena de agua fría. Por lo menos no es-
toy en el punto de tener botellas de cocacola llenas
de agua, que me parece algo de gente asquerosa

9
Antes era una botella de cristal de zumo caro de arándano
y grosella con manzana. Pone eso en la etiqueta. Lo que no
entiendo es la diferencia entre zumo de arándano y grosella
con manzana y zumo de arándano, grosella y manzana.

135
porque el agua nunca termina de tener el color del
agua y siempre tiene como una sugerencia marrón.
Cojo la botella de cristal y saco del armario una
cajita de cartón que contiene sobres para hacer té
de melocotón. Nestea, vamos. Es la versión que
nos ofrece Mercadona para olvidarnos del Tang,
que vamos, tenía toda la pinta de darte cáncer.
Hablando de eso, tengo un médico que visitar.
El caso es que, como estoy con la adrenali-
na bajando y empiezo a estar en una sensación
parecida a la resaca, ahora empiezo a filosofar
sobre gilipolleces.
Un sobre, medio litro; dos sobres, un litro.
Lo del Tang. Que creo que es una bonita
comparación con otro montón de cosas que se han
renovado y cambiado de nombre pero que siguen
teniendo fieles seguidores que prefieren la versión
antigua. Solo por llamar la atención, claro.
Abro dos sobres y los vierto en el agua fría
de la botella.
La gente que llama ultramarino al chino.
Esa gente seguro que bebe Tang y dice que es por-
que es un zumo diferente. Y seguro que esa misma
persona llega a su nueva casa y se mete en una
mini reforma innecesaria por cambiar el váter para
que cuando tire de la cadena realmente tire de una

136
palanca en vez de apretar un botón. Porque esa es
otra: la gente de ese rollo es así porque tiene pasta
para serlo10.
Agito la botella hasta que se diluyan los
polvos de té.
De verdad, que no tengo nada en contra de
esa gente, pero a alguien que hace una reforma
para cambiar el tirador del váter habría que que-
marle la puta casa. Menos mal que ya no pueden
entrar en Tuenti.
Llega Cloe cuando estoy abriendo la bote-
lla, una vez agitada, y empezando a beber.
–¿Es lo del té del Mercadona?
–Sí.
–¿Ya no hacen Tang?

10
Igual que los hippies.

137
15

–Vale, he pensado lo siguiente. Dos pun-


tos. Tus padres viven en Badajoz, ¿verdad?
Asiento.
–¿Qué quieres decir?
–Que creo que deberías ir allí.
–¿Y tú?
–Yo tengo unas cosas que hacer aquí aún.
Estamos en la cocina. Mi Tang moderno no
se ha diluido tan bien como yo pensaba y tiene
grumos extraños, como barro. Cloe se rellena el
vaso y lo que era un litro de té termina siendo un
poso en la botella.
–Pero a ver, Cloe,…
–Ya has visto cómo van las cosas de rápi-
do.

138
–Pero lo que dices es que esa gente puede
ir a por mis padres.
–Lo veo probable, pero no es seguro.
Cierro los ojos y le doy vueltas un poco a
todo, con una perspectiva general y sin centrarme
básicamente en nada. Tomarse las cosas un poco a
cachondeo por llevar el rollito nihilista de me la
suda todo tiene su punto, pero creo que no soy del
todo nihilista como para que me dé igual que pue-
da estar en peligro mi familia. Si es que tenemos
que vivir solos. Mandar todo a la mierda y dedi-
carse cada uno a sí mismo. El tema de mi masa
nebulosa ya era suficiente, el tema de que Cloe de
repente sea una especie de mutante ya era suficien-
te, el tema de que haya una red extraña de mutan-
tes que ni siquiera consigo entender era suficiente,
el tema de que resulte que yo también puede que
sea una especie de mutante era suficiente, pero
ahora encima tener que preocuparme de esto otro
es más que suficiente. Mucho más.
–Tampoco veía seguro que tú tuvieras que
ver algo en todo esto, pero al final ha resultado
que sí.
–Pero llego allí, ¿y qué? ¿Qué les digo?
–Nada. Tú estate allí y yo llegaré después.
Pero por si acaso, está bien que andes por allí.

139
–¿Cuánto es después?
–Poco.
–No me vas a contar nada de lo que vas a
hacer, ¿verdad?
Cloe suspira. Está en ropa interior bebien-
do agua con té de melocotón. No sé si eso es una
imagen nihilista, pero tiene rollo.
–Esa gente puede meterse en tu cabeza,
Pedro, y no creo que estés preparado para cerrarles
la entrada. Así que creo que mejor cuanto menos
sepas.
Asiento.
–¿Pero lo entiendes?
–Sí.
Lo entiendo, pero no me gusta.

140
16

Cloe dice que esta gente que nos persigue


tiene suficiente poder como para preocuparse de
pinchar teléfonos o leer conversaciones de What-
sapp, así que nos comunicaremos por ahí. Dice
que pare a mitad de camino para decirme que es-
toy bien, eche un pis, y siga. Que no me pare mu-
cho. Que si veo algo raro, la avise. Sí, sargento.
Así que salgo de casa, bajo en el ascensor
igual que anoche pero con menos prisa, salgo al
portal y, ya que voy sin prisa, no insulto en mi
cabeza a quien se le ocurriera poner una puerta
que se abre sola, luego salgo a la calle, doy tres
pasos a mi derecha, abro la puerta del garaje, cru-
zo un pasillo con franjas blancas y negras en el

141
suelo, bajo unas escaleras hasta la primera planta,
entro en el aparcamiento, me subo al coche, arran-
co, salgo del garaje y joder, qué pereza ahora cua-
trocientos kilómetros de coche.
Paro en la gasolinera de al lado de casa a
repostar y a comprar algo con cafeína. Un enorme
muestrario de bebidas más o menos energéticas se
me pone delante. Lo primero que hago es decidir
que tengo sueño pero tampoco como para enchu-
farme un Red Bull o un Monster. Así que doy un
pasito a la izquierda y tengo que decidir entre Pep-
si o Coca–Cola, de medio litro, de un litro, de litro
y medio, o de dos litros. Cojo dos botellas de un
litro de Pepsi, porque pienso que ya me jode de-
masiado la mierda de sistema como para encima
yo echarles una mano. Luego me acuerdo de que
leí una vez o que alguien me contó que el dueño
de Coca–Cola es el mismo que el de Pepsi y me
cago en la mierda de sistema. También me cago en
mí por tener un pensamiento tan de niñato, como
si elegir una en vez de otra sirviera de algo. Así
que tiro las dos botellas que tengo en las manos al
suelo, esperando que exploten, que ensucien todo
y que el tipo de la gasolinera tenga que echarme de
allí y así tener una salida por todo lo alto, pero no.
Caen y ya está. Aunque el tío me está mirando

142
desde el mostrador. Vuelvo a la nevera y veo que
la alternativa es un café prefabricado de Starbucks.
Hay que joderse, de verdad. Cojo las botellas del
suelo, me acerco al mostrador, y pago.

143
17

No sé cómo ha entrado esta mosca aquí.


No he abierto ni puertas ni ventanillas en la hora y
media que llevo conduciendo, pero aquí está, mo-
lestándome mientras intento tomar la salida dos-
cientos para hacer una parada y llamar a Cloe.
Trazando recorridos invisibles delante de mí, justo
entre mi cara y el parabrisas. Trato de espantarla
con la mano y desaparece tres segundos. Luego
vuelve. Abro la ventanilla pero supongo que, ni
aunque esté aminorando la velocidad, la fuerte
corriente que entra por el hueco no la atrae. Intento
olvidarme de ella.
Bajo el volumen de la música y me percato
de que llevo sin prestarle atención desde que salí

144
de Madrid. Cojo el móvil para ver qué está sonan-
do y ni conozco el grupo. Hay que centrarse. No
estoy centrado. Ni la cafeína ni los chicles me han
ayudado y estoy a punto de dar cabezazos contra
el volante. Cabezazos de sueño, digo, aunque tam-
bién podrían ser cabezazos para ver si así entiendo
un poco más todo esto que está pasando. Hay que
centrarse.
Llego al aparcamiento de la gasolinera, pa-
ro el coche y apago el motor. Intento recapitular
un poco desde el principio. En mi cabeza todo se
empieza a ordenar muy, muy, muy lentamente
como en una lista.
No sabría qué poner en el número uno.
1. Mi vida es una mierda sin propósitos.
Las mierdas no tienen propósitos más
que oler mal, ensuciar si alguien la pi-
sa, dejar rastros en el váter, o sorpren-
der cuando te la encuentras en el
césped en el que estás a punto de sen-
tarte. Bueno, visto así, sí que tiene
propósitos, pero son propósitos de
mierda. He hecho un chiste. El caso es
que no creo que este sea un buen punto
número uno porque no es algo que pase
puntualmente sino que es algo recu-

145
rrente. Lo primero que tienes que hacer
cuando estás en un agujero es dejar de
cavar. De todas formas, lo que iba a
decir es que, aunque la mierda a priori
no tiene propósitos, nos han enseñado
que para las cosas no hay que tener ta-
lento sino trabajar duro y quererlo y te-
ner confianza en uno mismo y dedicar
todo tu tiempo a eso; por tanto, una vi-
da de mierda con propósitos podría
acabar convirtiéndose en una vida a se-
cas. Pero la mía no. En cualquier caso,
éste no es un buen punto número uno.
Empiezo de nuevo.
1. Tengo la meninge algo inflamada, lo
cual puede acabar en tumor o cáncer si
las cosas se ponen chungas y, visto lo
visto, las cosas sí se ponen chungas, o
raras al menos. Esto lo sé desde que me
desmayé un día en el hospital cuando
fui a donar sangre. En teoría, estoy si-
guiendo un tratamiento que debería cu-
rarme11 pero tampoco le estoy haciendo
mucho caso porque de repente empie-
zan a suceder cosas más raras, como
11
O, al menos, no empeorarme.

146
bien cuentan los siguientes puntos de la
lista.
2. Conozco a Cloe en la cafetería del hos-
pital. Es una enfermera en prácticas12
que me cae bien y a la que acabo
cayéndole bien. Es un poco extraña la
relación porque llevaba mucho tiempo
a medias entre el no me veo estando en
una relación y el hace tiempo que no
estoy en una relación. Lo que tenemos
ella y yo no es una relación pero ella
me mola y lo pasamos bien y podemos
meternos con la gente que no nos cae
bien y nos reímos y nos acostamos y
bebemos y nos fotografiamos desnudos
y tal. También hay que recordar que en
este punto me acabo de enterar de que
mi vida ha colgado un cartel de war-
ning así que tampoco me preocupo mu-
cho de las cosas, en general.
3. El tercer punto es lo que podemos lla-
mar el punto de las cosas extrañas. Las

12
Más otras muchas cosas.

147
cosas en sí son irrelevantes13 pero lo
que sí es importante es eso, que son ex-
trañas.
4. Cloe vuela. Antes de eso, unos matones
con pistolas, ojo, con pistolas, vienen a
mi casa, me rompen la puerta y Cloe y
yo tenemos que huir y ahí es cuando
vuela. Vuela.
5. Vamos a un descampado con una cabi-
na de teléfono a hacer algo que no sé
qué es y que Cloe no me ha contado.14
6. Nos vemos con un puto loco disfrazado
de Elvis que ni siquiera sabe diferen-
ciar entre las personas del verbo y
vuelven los matones y hay una explo-
sión. Volvemos a huir y me vuelvo a
encontrar con Laura15.
7. Cloe dice que soy un mutante como
ella y que esa es la explicación a las
movidas del tercer punto. Dice que mu-
tante no es una palabra que le guste, pe-
ro hay tantas cosas que a mí tampoco
13
No es que sean irrelevantes, pero tampoco hay que ser
turras. Por si acaso, me estoy refiriendo a la movida con
Laura y la movida en el parque con el accidente del niño.
14
Nota: preguntar.
15
Movida con Laura #2.

148
me gustan de la vida que habrá que jo-
derse. Me dice también que vaya a Ba-
dajoz para ver que mis padres están
bien. Y que llame a mitad de camino,
justo donde estoy ahora.
Me bajo del coche, lo cierro y llamo a
Cloe.

149
18

Ojala tuviera un papel para apuntar la lista


que me he montado porque me vendría súper bien
si algún día tengo que explicarle esto a alguien.
Dos tonos de llamada y lo descuelga.
–¿Qué tal?
–A mitad de camino.
–Bien. ¿El viaje bien?
Entro en el bar a través de unas puertas gi-
ratorias. No hay mucha gente a esta hora de la
mañana y siendo un día entre semana, pero ya sólo
los camareros son demasiados como para intentar
ficharlos a todos. Además, quién me creo que soy
fichando a gente con la vista.
–Sí, todo bien. Cansado.
–No pares mucho.

150
–Un pis y sigo. ¿Tú qué?
–Voy a ver a la persona que te dije. En
cuanto sepa algo, te cuento. Escucha.
–Dime.
–Hay un contacto en Badajoz, quiero que
te encuentres con él.
–¿Cómo que un contacto?
–Una persona que te puede ayudar.
–Ayudar en qué.
Oigo un suspiro al otro lado.
–En cualquier cosa en la que puedas nece-
sitar ayuda.
Entro al baño. No me doy cuenta de que en
el bar había tanto ruido hasta que no estoy en el
cubículo del váter en silencio. Sujeto el móvil con
el hombro y me pongo a ello.
–¿Es otro de los tuyos?
–Si es uno de los míos, también es uno de
los tuyos.
–Lo que tú digas.
Un silencio. Tiro de la cadena.
–Salud.
–Gracias.
–Me ha dicho que os reunáis esta noche a
las doce en el antiguo Ifera.
–Ifeba.

151
–¿Qué?
–Que se dice Ifeba.
–Vale, lo que sea. No he estado en mi puta
vida en Badajoz.
–No eres la primera.
–¿Sabes dónde está?
–Sí.
–Pues ve allí. A las doce. Cuando estés con
él, me llamáis.
–¿Cómo es?
–Se llama Vioque. Es mayor, de unos se-
senta o setenta. No sé más porque nunca le he vis-
to.
–Bien.
Tanto secretismo me toca las narices.
–Escucha –dice Cloe cuando estoy a punto
de colgar y subirme al coche.
–Dime.
–¿Qué tal la rodilla?
–Me duele un poco, pero bien.
–Si no estuvieras cojo, podríamos haber
echado uno antes de irte.
Me río.
–Si no estuviera cojo y si no nos estuviera
persiguiendo gente que quiere matarnos.
–Eso, eso.

152
19

Badajoz tiene tres entradas feas y una bue-


na. Por orden, según las encuentras si vienes por la
A5 desde Madrid: la primera cruza una zona llena
de concesionarios, almacenes, zonas recreativas
para críos, urbanizaciones satélite a medio llenar16,
y un McDonald’s. Si bien luego se mete en el cen-
tro, una vez has pasado la estación de autobuses y
los Maristas, el momento concesionarios no te lo
quita nadie. La segunda la dejo para el final, que
es la buena. La tercera entra por un polígono in-
dustrial llamado El Nevero. Básicamente, es lo
mismo que con los concesionarios pero con gran-
des almacenes chinos de ropa, superficies de bri-
16
“medio”

153
colaje y gasolineras. Y la última roza la frontera
con Portugal, pero no tiene nada de emocionante,
porque lo que te encuentras es un centro comercial
enorme, un Decathlon, carteles que nunca he visto
cambiar pero siempre están actualizados y la uni-
versidad. Supongo que esto pasa en todas las ciu-
dades, eso de que para llegar a lo interesante tienes
que pasar las afueras, pero bueno, si en alguna
ciudad no he dejado nunca de llegar ha sido en
Badajoz.
Estoy entrando por la segunda. Tengo que
pasar algunas rotondas y cruzar el pabellón Las
Palmeras. Después una carretera que quedaría muy
bien al borde del mar, porque a la derecha tienes la
montaña17 del Fuerte de San Cristóbal y a la iz-
quierda, el río. Y, cuando pasan los árboles, ves al
otro lado la Alcazaba. Tengo muy visto todo esto
como para decir que es bonito, pero me gusta. Una
vez oí a alguien decir que desde la Alcazaba se
ven los mejores atardeceres de todo Occidente.
Quizás exagerara, porque Occidente es muy gran-
de, aunque no están mal. Quizás la gente, fuera de
aquí, infravalora esta tierra. Quizás sea mejor así y
la ciudad se quede para la gente de aquí. Hubo un
tiempo en que mis amigos y yo pensábamos que la
17
“montaña”

154
ciudad era nuestra y fueron tiempos felices, peli-
grosos y rápidos. Rápidos pasando y rápidos ol-
vidándose. Cuando nos dimos cuenta de que no
era así, de que la ciudad no era nuestra, algunos
nos fuimos. A todo el mundo le pasa.
Cuanto más te paras a pensar al volver,
más necesitabas volver. Hay cosas de las que ale-
grarse. Eso también le pasa a todo el mundo. Estoy
en casa.

155
156
t r e s
1

Llamo al timbre. Durante el tramo que he


recorrido con el coche una vez que ya estaba en mi
barrio me ha invadido una sensación extraña y que
no sé si era pertinente o no. Me he sentido como
un preso que sale de la cárcel y recoge sus cosas a
la salida, justo antes de salir al mundo otra vez, al
mundo civilizado, al mundo que no tiene las reglas
de la cárcel sino otras más o menos parecidas pero
mejor escritas. Pero eso no tiene que ver: el punto
era justo en el que recojo unas cosas que ahora sí
me van a servir y que han estado mucho tiempo
olvidadas en una caja de cartón. Nunca he estado
en la cárcel pero lo he visto en la televisión, como
me pasó cuando oí por primera vez un disparo,

159
que me cuesta (y me duele) pensar que fue ayer
mismo. En toda esta enorme metáfora sin sentido,
intento hacer una relación con la realidad pero no
lo consigo. Entiendo que yo soy el preso que sale
libre, pero ¿y si soy el carcelero que saca las cosas
de una caja para dárselas al preso, algo que hace
casi a diario y a lo cual da poca o ninguna impor-
tancia? En el eje central están las pertenencias de
la caja, con significados tan contrarios para uno y
para otro.
Como digo, no entiendo bien mi propia
metáfora, pero me siento así, y mientras pienso
todo esto sigo parado en la verja del adosado de
mis padres sin que nadie me abra. Espera, espera.
¿Esto es para preocuparse? Mierda.
Saco de mi bolsa de tela mi copia de las
llaves. Abro la verja y paso hasta la puerta. La
abro también. La llave está echada. Dentro, todas
las luces están apagadas y la persiana de la cocina,
al fondo, bajada.
Salta la alarma. Un sonido doloroso en los
oídos y los flashes de las cámaras echando fotos.
Corro a apagarla. Meto el código, que espero re-
cordar, y vuelve el silencio.
–¿Hola?
Menuda estupidez acabo de hacer. Está cla-

160
ro que no hay nadie en casa. Vuelvo a la puerta
para cerrarla y, cuando lo hago, me doy cuenta de
que el silencio no era completo y ahora sí lo es.18
Respiro. Quiero decir que respiro y soy
consciente de que lo hago y expulso el aire notan-
do cada gramo de dióxido saliendo por la boca.
Bueno, ¿y ahora qué? Me gustaría ver
cómo un narrador externo y omnisciente introduce
algo parecido a lo que ocurre a continuación te
sorprenderá, pero esto es la vida real así que me
siento en el sofá del salón y cierro un momento los
ojos.

18
Me ha pasado varias veces, ¿verdad?

161
2

Hola, qué tal?


Llamar a mi madre sería demasiado impru-
dente porque con el cansancio que tengo no sé si
sería capaz de disimular que estoy en Badajoz ya
que de primeras se me da un poco mal mentir, así
que le escribo por WhatsApp.
Tiro el móvil sobre el sofá mientras espero
a que me responda y voy a la nevera a ver si hay
algo de comer, pero está casi vacía. Sólo saco en
claro un par de yogures y pan de molde.
Cojo un plato del armario y un cuchillo de
untar del cajón. Lo hago todo mecánicamente por-
que esta, al fin y al cabo, es mi casa. Subo la per-
siana de la cocina y me asomo al patio. Hay niños

162
jugando al fútbol con dos porterías improvisadas
entre papeleras y árboles. Hace unos años, yo era
uno de esos niños.
Pongo dos rebanadas de pan en el plato y
vuelco un yogur en cada una. Luego las cubro con
otras dos rebanadas y ya estaría. Lleno un vaso
con agua y salgo al patio. Lo primero que hay es
un patio particular, como el que tiene cada vecino,
separado por una verja del patio comunitario. Me
siento en nuestra mesa de cristal. Se me ha olvida-
do el móvil, mierda. Vuelvo a por él y salgo otra
vez.
Bien, llegando a Málaga. Y tú??
Joder, claro, se han ido a la playa. Hoy es
viernes y debe de ser puente o algo así. Mis padres
tienen una casa muy pequeñita en Málaga. La casa
está bien y en verano pasamos mucho tiempo allí
pero es que a mí, de verdad, no me gusta la playa.
Y menos en verano. Es decir, ¿a quién fue el pri-
mero que le pareció buena idea ir en verano a la
playa? En verano. Con el calor que hace. Antes lo
flipábamos porque teníamos un pulgar oponible
para agarrar cosas y ahora lo flipamos porque nos
parece una muy buena idea ir en verano a la playa.
Como digo, nos hemos debido de estancar como
especie en alguna parte.

163
Todo bien, cansado.
Las respuestas generales siempre funcio-
nan. Cierro el chat y busco el número de Cloe.
Llamo. Un tono, dos tonos, tres, cuatro. No me lo
coge. Está bien. En la muñeca tengo apuntado:
IFEBA doce Vioque. No recuerdo habérmelo
apuntado, pero le doy las gracias a mi yo borroso
del pasado. Estaría bien también apuntarme que mi
vida es una mierda porque con tanto trajín para
arriba y para abajo casi se me olvida.
Me termino los sándwiches y me dejo caer
hacia atrás en el asiento. Cuando me despierto, no
es que sea de noche, pero la luz ha disminuido
considerablemente. Miro el teléfono: son las nueve
menos diez. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?
Lo necesitaba. Tengo dos llamadas perdidas de
Cloe. Vuelvo a llamarla y vuelve a no cogerlo.
Pues vale. Me voy a dar una ducha.

164
3

Aún no había subido a mi cuarto. No es un


golpe de nostalgia porque creo que estuve aquí
hace un par de meses, pero hay un silencio que
diferencia esta ocasión de las anteriores. La estan-
tería de libros es para reírse, llena de novelas juve-
niles que, o bien me obligaban a leer en el institu-
to, o bien compraba yo y acababa por no leer por-
que no era suficiente para mí. Ese era yo, a los
quince intentando enchufarme Los pilares de la
tierra. Me paro en mitad de la habitación, resoplo,
pienso que esto no es una película de Antena 3 y
me meto en el baño. Vuelvo a acordarme del
móvil y voy a por él.

165
4

Lo irremediable me asusta. No tener que


agilizar los trámites en pos de una libertad que, en
realidad, no es tal. Me estoy acordando de cuando
se paró el tiempo, o se ralentizó, y creo que la li-
bertad tiene poco que ver con el tiempo o con el
espacio. La libertad tiene que ver con el movi-
miento, con las manos levantadas pensando que
sujetas algo. Esa es la libertad, la acción para la
inutilidad. Escupir diez veces al cielo y que te cai-
gan tres en la cara. Hablé muchas veces con since-
ridad sobre eso, pero no quedé con nadie para que
me escuchara. Lo hice mirando por el balcón, pen-
sando en las luces blancas de la calle que deberían
ser naranjas y en todo lo que conlleva ese tipo de

166
cambios. Ahora estoy alerta de que pueda pasar
cualquier cosa intolerable para sentirme ofendido
y callármelo, para ver si así tiene sentido ofender-
se. Creo que tengo dos soluciones irreverentes y
una más o menos lúcida pero me parece demasia-
do fácil acordarme de la buena. Las dos soluciones
extrañas pasan por caminos diferentes pero acaban
en lo mismo. O no sé si esa es la lúcida. Ahora
tengo dudas. El tiempo, sea el que sea, es el que
es.
Son las nueve y media, vamos a la movida
esta.

167
5

El antiguo IFEBA es una nave enorme que


se solía usar como recinto ferial, luego pasó a estar
abandonada durante un tiempo, luego fue un par-
que de bomberos, y ahora no sé exactamente qué
es. La verdad es que creo que no he entrado nunca
dentro, pero sí he pasado mucho tiempo en el
aparcamiento, cuando veníamos de pequeños a
jugar a la pelota19. Cuando se abandonó, vallaron
toda esa zona y ya nunca más se volvió a pisar,
aunque hay un pequeño camino que cruza desde el

19
Cuando seguíamos siendo pequeños pero ya lo suficien-
temente mayores como para salir a la calle y dejar de jugar
en el patio de la urbanización, y que eso reforzara nuestra
idea de que, exactamente, éramos mayores.

168
hospital hasta las primeras casas de mi barrio,
atravesando un lateral de la nave. Lo siguiente que
hay es un descampado de tierra y árboles. Tampo-
co sé con seguridad qué tipos de árboles son por-
que no tengo ni idea de esas cosas.
Vuelvo a mirar el reloj. Quedan veinte mi-
nutos para las diez. Se nota que Cloe no es de aquí
porque eso de ve al IFEBA es algo poco exacto. A
ojo, deben de ser unos cincuenta metros de nave
en el eje transversal y otros doscientos en el longi-
tudinal. La cosa es así, de sur a norte:
1. Conquistadores, un centro comercial
con ocho salas de cine.20
2. Más adosados en proceso de construc-
ción.
3. Doscientos metros de nave más el par-
king.
4. Camino que cruza.
5. Descampado casi tan grande como la
nave.
Y cualquiera de esos sitios valdría, para los
que somos de aquí, para decir quedamos en el
IFEBA.
Doce minutos para las diez. Voy a ver si se

20
Ojo al iluminado que decide llamar así a un centro comer-
cial en Extremadura.

169
me ocurre alguna gilipollez más. Rodeo la nave
por la parte norte y llego al aparcamiento. Sigue
vallado, aunque supongo que este tipo de vallas se
saltan con facilidad. O ni siquiera hay que saltar-
las. Con levantar uno de los barrotes de sujeción,
habría espacio suficiente para pasar. Miro a mi
alrededor. No parece que haya nadie paseando.
Efectivamente, con lo del barrote bastaba.
Hacía años que no estaba en este sitio. El
suelo está lleno de polvo y restos de obra, y las
pocas plantas que hay (que antes eran muchas
más) están secas. A pesar de seguir a cielo abierto,
estar rodeado de vallas y telas me da la sensación
de haber entrado en algún lugar con techo. Cruzo
el aparcamiento, observando todo, y doy otra vuel-
ta más. Quedan seis minutos para las diez. Ya ha
terminado de anochecer.
Subo unas escaleras hacia la pasarela de
entrada y encuentro una puerta abierta. Bueno, en
realidad no es que esté abierta sino que no puede
estar cerrada. El metal de las hojas está quebrado y
oxidado y no encaja una con la otra. Miro adentro
y la oscuridad es casi total salvo por los reflejos
naranjas que entran de las farolas de la calle. De-
ntro huele a humedad. Vale. Entro, ¿no? Hay que
tomar una decisión.

170
Si quieres que Pedro entre en una nave
abandonada, oscura y húmeda, pasa a la siguiente
página. Si, por el contrario, querrías que volviera
a casa para encerrarse y ver si todo esto pasa de
una vez a base de no hacer nada, pues a joderse.

171
5

El aire denso de la nave es muy dentro.


Mis pisadas tienen ecos en varias direcciones que
seguramente servirían a un murciélago para obte-
ner información sobre este sitio, pero no a mí.
Comienzo a avanzar hacia el interior. Encuentro
un par de camiones que parecen abandonados. Por
el suelo hay tirados algunos posters de ferias que
debieron de celebrarse hace mucho tiempo. La
feria de la infancia y la juventud de 1999, la feria
del caballo y el toro 2001, la feria hispanoportu-
guesa 1998. ¿En esto ha quedado?
Viendo cómo está por fuera, no me espera-
ba nada mejor. La acera que lo rodea estaba me-
llada, con baldosas arrancadas, las paredes pinta-

172
das, las puertas abiertas. Las puertas abiertas, pero
todo abandonado. Metros y metros cuadrados de
nada.
Por un agujero del techo entra la luz de la
luna. Sigo adelante mientras vuelvo a mirar el re-
loj. Ya son las diez y un minuto. Quizá debería
llamar a Cloe. Me detengo. Cojo el teléfono otra
vez y marco su número. Teléfono apagado. Chas-
queo la lengua y me doy la vuelta para irme. Este
lugar es un poco creepy y yo no soy una persona
valiente. Si hay algún guionista que se ocupe de
esto, que me escuche: no soy una persona valiente.
Espero no tener que demostrarlo nunca.
Oigo un ruido. ¿Ves? A esto me refiero.
Hago como que no lo he oído y sigo para adelante
hacia la puerta, pero el sonido se repite. El sonido
me recuerda a una puerta abriéndose y cerrándose,
como un chirrido grave. No logro expresarlo me-
jor pero, en cualquier caso, la puerta que me estoy
imaginando no es, para nada, el tipo de puertas
que hay aquí. La puerta que tengo en la cabeza no
es metálica, ni oxidada, ni frágil, sino de madera,
gruesa y pesada.
Le doy otra oportunidad a la vida para que
me deje en paz. De momento, silencio. Y vuelve el
sonido. Cierro los ojos, intento controlar el miedo

173
(porque tengo algo de miedo), y me doy la vuelta.
Lo primero que se me pasa por la mente es pre-
guntar si hay alguien, pero lo hemos visto mucho
en las películas y eso no funciona. Seguramente
sea una corriente de aire moviendo algo, pero es
que además de no ser valiente, soy un peliculero.
Son dos cosas que no casan bien en situaciones
como ésta.
Sigo caminando. Creo que pronto llegaré al
final de la nave y me extraña la poca cantidad de
muros y habitaciones que hay. Veo un camión más
y una mesa de madera desnuda. Al otro lado, una
máquina que parece una impresora y otra muy
parecida junto a ella. Un poco más adelante, en-
cuentro el origen del sonido, que sigue repitiéndo-
se. Es una forma extraña, como un bulto de som-
bras, y no hay corriente.
Me acerco. La cabeza es lo primero que in-
tuyo. Una forma oscura que se balancea. Saco el
móvil mientras me acuerdo de todo eso que pen-
saba antes sobre que no soy una persona valiente y
me reafirmo en ello porque estoy bastante cagado.
Enciendo la linterna del teléfono y me encuentro a
un tipo sentado en una silla, amordazado, atado
por los pies a las patas y por las manos a sus pro-
pios muslos. No, no, no, no. Por las manos no, por

174
los brazos. No tiene manos sino unos muñones
chorreando sangre.
El sonido es él. No es que respire fuerte, ni
que intente hablar, ni se queje. Hay un sonido que,
literalmente, emana de él. Y ahora me doy cuenta
de que no es el único sonido idéntico en la nave
sino que me parece identificar dos o tres más.
El que está en la silla es un hombre mayor,
con el pelo canoso y gafas. Tiene la cara amorata-
da y heridas en los pómulos, en la barbilla, y en el
cuello. su ropa está destrozada. Me pongo de cu-
clillas e intento quitarle las cuerdas que le atan los
brazos. Mis manos empiezan a mancharse de san-
gre que no es mía y creo que esto es la primera vez
que me pasa en la vida.
Un silbido cogiendo fuerza y aumentando
de volumen.
Eso es lo que escucho mientras estoy des-
atándole y, cuando me giro, veo una bala frente a
mí, suspendida en el aire, titilando como una
lámpara en alguna situación macabra. Tengo frío.
La bala sigue ahí. De hecho, puedo fijarme que en
realidad no es una bala como tal, sino que es más
bien una especia de dardo, como una jeringuilla en
miniatura.
Y ahí sigue, flotando. No han pasado ni

175
dos segundos pero esto se está haciendo eterno.
Estoy paralizado y lo único que se me ocurre es
girarme hacia el hombre amordazado, como si
fuera a darme algún tipo de respuesta. Ya no pro-
duce ningún sonido, pero los demás me dan la
sensación de estar cada vez más cerca.
Oigo una voz conocida, gritando:
–¡Pedro, aparta!
Como mi no-valentía ha detenido casi por
completo mis fuerzas, en lugar de levantarme, me
tiro al suelo hacia un lado, como si de repente
hubiera explotado una bomba cerca. El dardo si-
gue flotando un instante más. Después, sigue su
trayectoria, ligeramente desviada, y se estrella
contra el suelo, en algún lugar que no alcanzo a
ver.
No sé qué hacer, así que voy a echar a co-
rrer, a ver si puedo. Pero, una cosa, ¿esa era Cloe?

176
6

Tengo parqué hasta en la terraza. En Ma-


drid, digo. Vale que es una terraza cerrada y que es
parqué falso, pero hay parqué en la terraza. Desde
ahí puedes ver, muy de madrugada, a tipos arras-
trando carros de la compra con basura útil rescata-
da de los contenedores y hablando solos, y puedes
darte cuenta de lo cerca que estamos todos de aca-
bar así y lo poco conscientes que somos. No sé por
qué pienso en eso ahora.
Estoy fuera del IFEBA. Corriendo por la
acera hacia el centro comercial, por ejemplo, por-
que no he decidido ningún destino en especial,
solamente he echado a correr. Y estoy corriendo
mucho. Mucho. Respiro muy fuerte y noto cómo

177
me voy quedando sin oxígeno o, más bien, cómo
mi cuerpo no es capaz de recibir el suficiente para
seguir a este ritmo. Pero, como sea, sigo corrien-
do, mucho. Doblo la esquina y bajo las escaleras,
hacia las traseras del Conquistadores. Hay un ca-
mión haciendo una descarga. Sigo hacia delante y
llego a la puerta principal. Mucha gente saliendo
del cine, o de cenar, o de ambas cosas, y yo, por
una vez, tranquilo de estar rodeado de gente des-
conocida. Entro.
Subo las escaleras mecánicas sin tener
ningún plan pero tratando de mantener la calma.
Hay un guardia de seguridad en la planta baja y,
conforme llego a la superior, veo que otro en ésta.
Me detengo enfrente del Burger King. Salen mil
niños con coronas de cartón. Me apoyo en la ba-
randilla y trato de recuperar el aliento. Alguien me
agarra del hombro.
–¿Qué haces aquí? –intento gritar.
Es Cloe.
–De nada. Vamos.
Y echa a correr hacia las escaleras mecáni-
cas que suben a las salas de cine y a la azotea. Es
la segunda vez que pasa esto en poco más de vein-
ticuatro horas.

178
7

Nos encontramos las escaleras atestadas de


gente que sale de una sesión o entra a la siguiente.
Nada más salir de ellas, tienes que decidir entre ir
hacia el cine o salir al aparcamiento de la azotea.
Dejo que Cloe decida, lo cual es un eufemismo
para ocultarme que en realidad quien manda es
ella. Nos paramos para lo haga.
–¿Por qué no me avisas de que vienes?
–No empieces con las preguntas, te lo pido
por favor.
Que te jodan, Cloe, en serio.
–Que te jodan a ti, cariño.
Y me da un beso, la tía.
–Es que con cariño siempre entra un beso,

179
¿no? –sonríe–. Además, estamos un poco jodidos
y nunca se sabe lo que...
–¿Puedes dejar de verme lo que pienso?
Espera, ¿qué ibas a decir?
No hay respuesta. Decide salir a la azotea,
donde hay un poco menos de gente, y vuelve a
detenerse. Me agarra del hombro y me habla rápi-
do.
–Te soy sincera. No conozco Badajoz y, en
cualquier otra situación de mi vida, te lo juro, en
cualquier otra puta situación de mi vida me daría
igual no conocerla. Pero ahora necesito tu ayuda.
Levanta el brazo y señala hacia el sur don-
de, más allá del final de la azotea y detrás de unos
árboles que vuelvo a no saber qué son, hay un car-
tel enorme de McDonald’s. La miro sin saber qué
decir.
–¿Qué hay hacia allá? –pregunta.
–El McDonald’s, el Puente Real, no sé… Y
luego Valdepasillas.
–¿Eso qué es?
–Un barrio.
–Y el puente, ¿qué cruza?
Abro los ojos y extiendo las manos como si
la respuesta me pareciera demasiado obvia.
–El río, claro.

180
Cloe se queda meditabunda un instante.
–Vale, vamos para abajo.
Echa a andar rápido hacia la puerta por la
que hemos salido a la azotea pero la cojo del bra-
zo.
–Por allí mejor –le digo, y me encamino
hacia la rampa de entrada al parking, que baja di-
rectamente a la calle.
Corremos hacia allá pero algo nos hace de-
tenernos a los dos en seco. Hay tres tíos de cha-
queta parados en mitad de la rampa. Bueno, creo
que técnicamente son dos tíos y una tía. Como sea.
Un segundo, menos de un segundo después, y
están corriendo hacia nosotros. Lo seguro es que el
uno contra uno no nos va a funcionar.
–Ni lo que fuéramos a intentar –dice Cloe,
justo antes de echar a correr en el otro sentido.

181
8

Lo ha vuelto a hacer. Me cago en Dios que


lo ha vuelto a hacer. Hablando de eso, siempre me
he preguntado si el cielo existe. No de una manera
religiosa, sino como una forma de escapatoria.
Tampoco como dualidad con el infierno, sino co-
mo un siguiente paso. La vida, el concepto de la
vida, es algo extraño. La cantidad infinita de ca-
sualidades que tuvieron que darse para que yo es-
tuviera aquí, o Cloe, o cualquiera, es tan grande
que te hace pensar y pensar, y sólo llegas a una
conclusión: sí que fueron casualidades. Dios no
existe, así que no entiendo el cielo como una sal-
vación donde nos espera San Pedro, sino un nivel
más avanzado. Algo que no se ve con los ojos. Es

182
decir, si la vida existe, si los planetas orbitan alre-
dedor de otros elementos enormes, si existe el es-
pacio infinito y no morimos nada más nacer, si
existen los alienígenas (porque existen, pero no
creo que lleguemos a saberlo nunca), y si existen
las dimensiones, ¿por qué no se puede pensar que
el tiempo que pasamos vivos no es más que un
paso más dentro de un gran proceso? Imagínate
que te mueres y te das cuenta de que eres sólo un
adolescente del futuro en un videojuego de reali-
dad virtual. El Age of Empires del futuro, o así. Y
que eres una simulación, terriblemente real, sí,
pero que sólo sirves para enseñarle a un veinteañe-
ro cómo era el pasado.
Bueno, pues si tuviera que imaginarme el
cielo de alguna manera visual, sería así. Tal cual
estoy ahora. Una sensación eterna de caída, todo
negro e impenetrable a mí alrededor.
–¿Eres un mutante?
Me lo pregunta la nada, que llevaba un
tiempo sin hablarme, aunque sé que siempre ha
estado ahí.
–No he sido yo, ha sido ella –le respondo.
–¿Qué dices? –esta voz sí es de Cloe, aun-
que no me había fijado lo parecida que son las dos.
–Nada.

183
Me maravilla ver que estoy de pie. He
abierto los ojos y el mundo ha vuelto a mi campo
de visión. Por eso todo era negro e impenetrable,
estaban cerrados. Volvemos a estar en la puerta
principal, por fuera. Cloe tira de mi brazo y co-
rremos.
Me fascina, como digo, estar de pie, sa-
biendo que lo último y lo único que me ha dicho
ella antes de saltar desde la azotea al suelo, lo que
supone un desplazamiento de unos treinta metros
hacia abajo y otros veinte hacia delante, ha sido:
–Cuando estemos cerca del suelo, flexiona
las rodillas. Voy a intentar que no sea muy jodida
la caída.
Y hasta aquí. Una sensación eterna de caí-
da y vuelta al suelo y vuelta a correr.
–¿No lo ves? Yo no hago estas cosas. La
mutante es ella.
Cloe, que me lleva unos dos metros de dis-
tancia, se gira hacia mí sin pararse y con rostro
extrañada.
–Tío, tienes que dormir más, eh.

184
9

Pasamos el McDonald’s y empezamos el


puente. La acera es estrecha y los árboles dema-
siado bajos, tanto que acaban por golpearme en la
cabeza. Por supuesto, no sé qué árboles son. Me
giro y veo a los tres que nos persiguen a unos
veinte o treinta metros. Me preocupo por eso, pero
más me preocupa el no saber si Cloe tiene un plan.
Y, como si me escuchara, salta a la carretera y
empieza a correr por el medio de los dos carriles,
pero claramente no me refería a esto. Quiero decir,
esto para mí no es un plan.
–¡Qué haces!
–¡Ven por aquí!
Dudo un instante y me quedo en la acera.

185
Ella se gira hacia mí y me hace gesto con la mano.
–¡Que sí que es un plan, coño!
Vuelvo a mirar hacia atrás y los tres siguen
detrás de mí. ¿Eso puede significar, a lo mejor,
que soy yo el que les interesa? Lo que sea. Pego
un grito, espero a que pase un coche, y me pongo
detrás de Cloe.
No hay un tráfico muy denso pero digamos
que pasa un coche cada dos o tres segundos y por
ambos carriles. Empiezan a pitarnos y ella les in-
sulta cuando lo hacen, con un ingenio sorprenden-
te pero digno de ella. Noto la adrenalina subirme
por el pecho y extenderse por los brazos hacia el
pecho, y me empiezo a descojonar un poco por
dentro. Un coche pasa rozándome el cuerpo y
vuelvo a centrarme.
–¿Por qué van tan lentos? –me grita.
–Hay un radar ahí atrás.
–Ah, ¿sí? ¿No os llegan los trenes pero sí
los radares?
En realidad sí que llegan, pienso, pero mal.
Da igual.
–Pensaba que no estabas al tanto de la ac-
tualidad extremeña.
Cloe se gira y me sonríe, pero luego echa
la vista más allá de mí y deshace el gesto. Pienso

186
que lleva sin mirar hacia delante demasiado tiem-
po cuando de repente, a mi espalda, noto un flas-
hazo, un golpe seco, ruedas chirriando, y golpes de
coches contra coches. Me giro pero unos faros me
dan un aviso y vuelvo la vista hacia delante.
–¡No pares!
–¿Qué ha pasado?
–Alguien se ha saltado el radar –contesta.

187
10

Al llegar la biblioteca, justo al acabar el


puente, me veo con la necesidad urgente de parar.
Le grito a Cloe que espere y me detengo, apoyo
mis manos en las rodillas y trato de coger todo el
aire que pueda, porque sé que en cualquier mo-
mento tendremos que retomar la carrera.
Cloe me acaricia el pelo, me incorporo, y
la veo mirando hacia atrás.
–No les hemos retrasado mucho.
–¿Les ves?
–No.
–Bien.
–No sé si eso es bueno –me coge la cara
con las dos manos y me mira a los ojos–. Creo que

188
lo estamos haciendo bien, ¿vale? Creo que lo es-
tamos haciendo bien.
Nunca la he escuchado decir algo con tan
poca seguridad.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –le pregunto.
–Déjame pensar. Mi batería de ideas para
deshacerme de gilipollas se está acabando.
–¿Ideas? ¿Has sido tú la que…?
–Se ha saltado el radar, y punto.
La agarro de los brazos.
–Cloe, ¿qué has hecho?
Ella baja la mirada y, por un momento, pa-
rece que mi enfado, que se prolonga desde ayer
pero nunca hace efecto en ella, consigue hacerlo
ahora. Pero vuelve a levantar la mirada, convenci-
da, y dice, seria:
–Sólo hice que un conductor quisiera pisar
más el acelerador, ¿vale? Es lo que necesitábamos.
Y gracias a eso estás descansando y no teniendo
un infarto.
La suelto.
Sé muchas y pocas cosas de Cloe.
Ha provocado un accidente que a lo mejor
ha podido ser mortal.
Esa era una de las cosas que no sabía.
Suspira fuerte, chasquea la lengua, y se ale-

189
ja de mí andando.
–Bah, gilipollas.
Espera, ¿le ha dado la vuelta a la situación
y se está haciendo la ofendida?
–Oye. ¡Oye!
No se detiene, pero me habla.
–Si quieres decirme algo, hazlo andando.
Me pongo a su altura. Como dice, vamos
andando, pero a cierta velocidad. Nos dirigimos
hacia el otro lado de la biblioteca, en dirección al
centro y el resto de puentes.
–Estoy enfadado.
–Que te jodan, tío.
–Pero te agradezco todo esto.
–Vale.
–Pero yo no cargo con eso, ¿vale?
–Okey, valiente.
Yo no soy una persona valiente. Eso no sé
si lo digo o lo pienso, pero sé que Cloe lo recibe.

190
11

–Hay que volver a casa –dice–. Cogemos


mi coche, y nos piramos.
–¿Por qué estás aquí?
–Luego. Y no me vengas con gilipolleces.
¿Cómo volvemos a tu casa?
–¿Dónde tienes tu coche?
–Al lado de tu casa. Repito pregunta.
–Hay que cruzar el río. El puente que
hemos cruzado es uno, pero es el primero. Hay
tres más allí delante.
–Vamos a cruzar por el tercero.
–¿El tercero?
–Sí. Si siguen buscándonos, pensarán que o
daremos la vuelta o cruzaremos por el siguiente.

191
Así que vamos por el tercero.
–Vale. Es el Puente de Palmas. Es peato-
nal.
–Me da igual.
Lo está haciendo. Lo está haciendo. Se está
haciendo la ofendida pero acaba de hacer que
atropellen a tres personas. Tres personas que nos
estaban siguiendo para dispararnos, sí, pero…
Bueno, qué hostias, esa gente nos quiere matar.
–Gracias.
Es Cloe.
Seguimos caminando. Pasamos al lado del
centro joven, dejamos de lado el puente antiguo, el
segundo, y seguimos, seguimos caminando. No
hablamos mucho por el camino. Aunque estemos
andando, vamos bastante rápidos y aún no he re-
cuperado todo el aire que me gustaría. Veo el río.
Es enorme y siempre me ha gustado. Desde hace
unos años está lleno de patos a los que la gente va
a tirar pan aunque haya carteles que lo prohíban
expresamente. Bueno, siempre ha habido patos,
creo, pero desde que reformaron las orillas e hicie-
ron unos paseos con parques y bares parece que la
gente les presta atención. De hecho no son patos
todos. Lo miré en Wikipedia y el término correcto
es anátidas, que engloba a patos, gansos y cisnes.

192
–¿Te gusta?
La voz de Cloe me sorprende.
–¿El qué?
–Badajoz.
–Sí, claro. He crecido aquí.
–¿Pero?
–No hay ningún pero. No sé. Tiene sus co-
sas, como todos los sitios.
–No me hablaste mucho de ella.
–Bueno, no sé. Pensaba que algún día pod-
íamos venir, a lo mejor.
–Aquí estamos.
–No de esta manera.
–Ea, las cosas son como son.
–Sí. Supongo que sí.
–Otro día venimos con más calma. Y me
enseñas tus sitios.
–¿Mis sitios?
–Sí, claro. Todo el mundo tiene sus sitios.
Los sitios donde bebes, donde vas a bailar, donde
te fumaste el primero, no sé.
–Sabes que no me gusta bailar.
–Ya, y también sé que siempre acabas bai-
lando. Estás en casa.
Me coge la mano un momento, la acaricia
con el pulgar, y la suelta.

193
12

Hola, me llamo Pedro. A veces no hago las


cosas bien. De hecho, suelo no hacerlas bien. Una
vez, cuando era pequeño, unos amigos y yo le ro-
bamos a otro chaval sus tazos. Fuimos a buscarle a
su casa y no estaba, así que entramos y los busca-
mos. Tenía un arsenal y, para nosotros, aquello era
como ser ricos. En otra ocasión, le di una patada a
un chico mientras nos peleábamos, con tan mala
suerte de que le di en una herida que tenía en la
pierna. Desde que le conocimos, no dejaba de con-
tarnos que tenía un agujero en esa herida y que era
muy grave. Yo lo sabía y apunté a dar, pero nunca
habíamos visto ni llegamos a ver ese agujero, así
que seguramente fuera mentira. Éramos niños.

194
Aunque el dolor lo fingió bastante bien. Por estas
cosas se empiezan: ser amable hasta que llegas a
tu límite pero, claro, la bondad de cada persona
reside en cuán lejos se encuentre ese límite.21 En

21
Mira, verás qué fácil es.. Sales de tu casa a las 8.11 a.m. y
te cruzas con ese vecino que se parece a Kiko Veneno en el
ascensor. Le dices: Buenos días. No hace falta más. No hace
falta preguntarle qué tal le pinta la mañana, ni cómo se
encuentra con el tiempo este tan raro que tenemos, ni si
cambió la hora el fin de semana, ni tampoco hace falta
preguntarle que qué tal está su hijo porque ni siquiera sa-
bes si tiene hijos. Buenos días.
Luego te montas en el metro y en Sol, donde tanta gente se
sube, te echas a un ladito o te vas al centro del vagón, así
las personas pueden entrar sin problemas y tú no estarás
tan apretado. No hace falta hacer reverencias ni llevar en-
cima una alfombra turca para recibirles.
Luego, en los baños de la universidad, intentas apuntar
cuando meas.
Después te pillas un café en la máquina de la biblioteca y
buscas con urgencia una papelera para cartón. Ni siquiera
sabes si el vaso es de cartón o de plástico. No recicles si
luego vas a ir con el cuento al Facebook de que en el camión
lo mezclan todo junto. Tienen compartimentos diferentes,
pero si no te lo crees, no recicles, capullo. Sé consecuente.
Igualmente, no encuentras la papelera para el cartón ni
para el plástico porque nadie recicla por la mañana.
¿Ves qué fácil es? Otra más. Te cruzas con una persona que
parece no tener un buen día. Lo primero es preguntarte a ti
mismo: ¿será que es muy temprano y no le sienta bien ma-
drugar? Si, por lo que sea, crees que puedes ahondar en el
tema, te preguntas otra cosa: ¿conozco a esta persona lo

195
cualquier caso, a lo que quiero llegar es a lo si-
guiente: me parece bien que, si existe, el karma
equilibre las cosas a su manera, pero no creo que
me merezca esto. Un disparo en el hombro, ¿en
serio? Pues que os jodan, de verdad, estaba vol-
viendo a ser amable últimamente pero como salga
de esta os van a joder bien a todos.
–¡Vale, esperad! –oigo gritar a Cloe.
Lo que me ha dado en realidad es uno de
esos dardos. Cuando me ha alcanzado, casi caigo
al suelo pero no sé si era por el dardo en sí o por-
que me he pensado que era una bala y eso me daba
más ganas de tirarme al suelo. Cloe me lo ha
arrancado corriendo y me ha sentado en el suelo.
Aquí estoy.
Veo que a quienes se dirige son dos de los
tíos, que vienen por el otro lado del puente. Noso-
tros estamos más cerca de ellos que de la otra sali-
da. Al final sí han adivinado lo que íbamos a

suficiente como para sentarme a su lado y preguntarle que


qué tal está, que qué le pasa, que si necesita ayuda? ¿O es,
en cambio, una persona conocida sin más a la que no le
apetece que te metas en su vida solo por cumplir con tu
karma? Una sonrisa vale.
¿Lo ves? ¿Has visto qué simple? ¿Has visto qué fácil es ser
una persona amable? Pues no entiendo por qué la gente
tenemos la manía de ser tan gilipollas.

196
hacer, vaya.
–¿Le queréis a él?
Los dos que se acercan siguen con sus pis-
tolas en alto. Ahora sí que son dos tíos. Me pre-
gunto que le habrá pasado a la otra.
–¿Eh? Que si le queréis a él.
Cloe me ha dicho que me quitara rápido el
dardo porque seguramente fuera para dormirme,
pero aun así mi visión se está emborronando un
poco.
–A él le queremos vivo.
La voz me llega pero no veo quién lo dice
porque la cabeza se me está cayendo y no puedo
evitarlo. De verdad, espero que Cloe pueda solu-
cionarlo.
Oigo dos disparos (estos sí son de bala),
golpes y gritos. Odio esto, odio oír las cosas y no
verlas.

197
13

Al rato, alguien me agarra y me intenta le-


vantar.
–¿Estás bien?
Cloe. No la veo pero la reconozco.
–No lo sé. ¿Estoy bien?
Hay que ver lo complicado que es hablar
cuando estás drogado.
–Sí, estamos bien.
Me levanto por fin, aunque mis rodillas son
como dos churros de gomaespuma. Espero no me-
arme encima. Me apoyo en las barras laterales del
puente y vomito hacia el agua. Cloe se ríe e inten-
to darle un puñetazo en alguna parte de su cuerpo,
peor fallo y acabo golpeando la barra.

198
–¿Dónde?
–¿Qué?
–¿Dónde están? –pregunto.
Ella señala hacia abajo. Abro los ojos todo
lo que puedo, intento enfocar y subir el nivel de
luminosidad de la visión. Para hacerlo, me imagi-
no el Ctrl+U de Photoshop. Veo dos figuras en la
orilla del río. No me es difícil hacer asociación de
ideas.
–Oye, ¿y esto…?
–Esto qué.
–¿Esto no podías haberlo hecho antes?
–Quería evitarlo.
Pienso en una cosa.
–¿Qué hora es? –le pregunto.
–Las once y pico. ¿Por qué?
–Va a haber guardias todavía. Ya me ex-
traña que no haya gente aquí ahora, pero los guar-
dias del paseo lo van a encontrar.
–Tranquilo.
Me apoyo en la barra. Un estruendo de
animales estalla debajo de nosotros. Vuelvo a abrir
los ojos y a enfocar y veo que los patos están ro-
deando los cuerpos. Las anátidas, perdón. Hunden
los cuellos y revolotean alrededor.
–¿Están…?

199
–Vámonos, Pedro.
–No, ellos no… Los patos no hacen eso.
No atacan a gente.
–No están atacando.
–Se los están comiendo, Cloe.
–Venga. Ya estás bien.
Se da la vuelta y empieza a caminar por el
camino que seguíamos.
–Cloe.
No se detiene.
–Cloe –repito–. ¿Lo estás haciendo tú?
¿Estás haciendo… que hagan eso?
Sigue caminando y responde sin pararse.
–Pedro, tenemos que irnos ya.
–Y una mierda, Cloe. Yo no me muevo de
aquí –me siento otra vez en el suelo; la amabili-
dad, como digo, tiene un límite–. Te agradezco
todo esto, pero ya vale. Vas a contarme las cosas
de verdad y en serio, y me las vas a contar ahora.
Porque si no, no me voy a mover de aquí. Te juro
que no me muevo de aquí.
Ella se gira, me mira, y sigue andando. Yo
no me muevo. Vuelve a girarse, duda un instante,
y se da la vuelta, pero no se avanza ni retrocede.
–¿En serio, tío? ¿Vas a hacer esto ahora?
Me encojo de hombros.

200
–Se merece que le digas algo –dice la nada,
pero esta vez creo que no se dirige a mí.
Cloe echa a andar hacia donde estoy senta-
do.
–Sé las preguntas que tienes. Las sé desde
el principio y las sé conforme te van surgiendo. Es
sólo que me parecía buena idea que supieras lo
menos posible, al menos por el momento. Y lo
sigo pensando. Déjame buscar una manera de em-
pezar.

201
14

–Conozco a esta gente desde que tenía do-


ce años. Lo mismo que hago contigo es lo que
hicieron conmigo durante años: mejor saber lo
menos posible. Pero ha sido mucho tiempo traba-
jando con ellos y sé más o menos de qué va la vai-
na.
>>Para empezar, deja esa gilipollez de los
mutantes. No nos llamamos de ninguna manera, ni
nos referimos a nosotros mismos de ninguna ma-
nera, y mucho menos como mutantes. Somos gen-
te con capacidades especiales, capacidades que
van un pelín más allá de lo que una persona nor-
mal puede imaginar. Capacidades que son más
fuertes en algunas personas que en otras. Capaci-

202
dades que vienen dadas de nacimiento o surgen sin
más en algún momento y que, como todo, tienen
que entrenarse. Así empecé yo.
>>Cuando era pequeña, siempre le ganaba
a mi madre a los dardos. Ella me llevaba al bar
donde trabajaba y, antes de abrir o después de ce-
rrar, nos poníamos a jugar porque yo se lo pedía.
Y siempre ganaba. ¿Sabes por qué era? Porque
sentía que podía dirigir el dardo donde yo quisiera.
Era lo que sentía y se lo decía a mi madre como si
nada. También se lo decía a mis amigas, a mi pa-
dre. En el fondo, creo que estaba casi segura de
que era mentira, que en realidad lo que pasaba es
que era buena o simplemente tenía suerte. Pero me
gustaba pensar que era eso: que yo podía guiar los
dardos. Después, poco a poco, me di cuenta de que
era mentira. Esas cosas no existen. Como tú con
los mutantes, ¿sabes? Piensas que no existen.
¿Quieres un plotwist? Sí que existen. Y, efectiva-
mente, al final resultó que sí que los guiaba yo e
incluso acabé tirando los dardos sin ni siquiera
cogerlos con la mano. Pero eso fue mucho más
tarde.
>>Con doce años, me reclutaron. Es una
palabra un poco fuerte. Vinieron a mis padres y les
ofrecieron internarme en un colegio de superdota-

203
dos o alguna cosa por el estilo. Tampoco me
acuerdo mucho de qué palabras usaron. Al final,
mis padres lo aceptaron y acabé en una especie de
centro como de súper seguridad, donde me daban
clases por la mañana, y por la tarde hacía mierdas
de espiritualidad y controla tu mente y gilipolleces
de esas. Meditar, yoga, en fin. Como era una niña,
esas cosas me hacían gracia. Ahora me asusta que
sigan haciéndolo con críos.
>>No puedo decirte el alcance que tiene
todo esto. La organización, o como quieras llamar-
lo. Sé que están por todo el mundo, eso seguro. No
es algo de España. Bueno, no creo que te imagina-
ses que algo tan sci–fi pueda ser solamente espa-
ñol, pero por si acaso. Como te digo, no sé que
alcance tienen, pero es muy grande y tienen manos
por todos lados. Tampoco sé cuál es su finalidad
realmente, pero sí sé que hubo un momento en el
que esa finalidad era buena. Correcta, acertada,
dilo como sea.
>>Están en la sombra. No pienses en cosas
conspirativas. No son gente famosa, ni megaem-
presarios, ni políticos, ni nada. En plan, ni Felipe
González ni Zuckerberg son mutantes, para que
me entiendas. Ni siquiera Aznar o Berlusconi o
Cyndi Lauper o Bonnie Tyler. No son gente cono-

204
cida, pero es probable que sean la gente que está
detrás de la gente conocida. En cualquier caso,
tienes que tener una visión más global: esto que
nos persigue es algo a escala mundial. Es una es-
tupidez huir de ellos, pero aún peor sería intentar
atacarles.
>>Como te decía: hubo un momento en
que las intenciones eran buenas. Supongo que en
los comienzos. Cuando estuve dentro, conocí a
gente muy honrada y buena. Y a gente que no lo
era. Sea como sea, te lo voy a contar del tirón y tú
lo asimilas. La tarea que tiene esta organización, y
por tanto la gente que la integra, es mantener a
raya la población. Ayudar a la gente. Te explico.
El ser humano, por ser humano y ser animal, sólo
tiene un último fin: la supervivencia. Lo entiendes,
¿no? Lo que más en el fondo queremos es sobre-
vivir, porque al fin y al cabo somos animales. ¿Y
sabes qué entra en conflicto con eso? El suicidio.
¿Qué sentido tiene quitarse la vida cuando tu obje-
tivo más visceral es vivir a toda cosa? Por eso, el
ser humano no puede suicidarse. Quiero decir, que
no puede suicidarse por sí mismo, motu proprio.
Ahí es donde entrábamos nosotros.
>>Sé que tienes muchas preguntas, ya te lo
he dicho. Y sé que preguntas te están surgiendo.

205
Déjame seguir.
>>Nos repartíamos en grupos de dos y, a la
vez, había dos tipos de trabajadores. Esto fue
cuando empecé a trabajar seriamente, con dieciséis
años. Entre los doce y los dieciséis hubo una épo-
ca un poco weird para mí que prefiero reservarme.
No te interesa. Como digo, cada cual teníamos un
compañero. El mío se llamaba Enric. La forma de
trabajo era la siguiente: los buscadores trabajaban
en conjunto y se encargaban de encontrar a gente
que estuviera pensando en suicidarse o bien a
aquellos a los que les hubiera llegado el momento.
Siento ser tan poco clara, pero yo no era buscado-
ra y no sé cómo lo hacían. Pero, una vez que loca-
lizaban a alguien, se ponían en contacto con algu-
na pareja de filtradores. Por si eres un poco lento
uniendo conceptos, yo era filtradora. Enric y yo lo
éramos. Cuando se ponían en contacto con noso-
tros, nos asignaban una localización, que solía ser
un bosque, una cala abandonada si estábamos en la
costa, o un descampado. Allí siempre había una
cabina de teléfono esperándonos mientras sonaba.
Llegábamos, cogíamos el teléfono, nos decían el
nombre del objetivo, y nos íbamos. Y empezába-
mos el trabajo. No es relevante cómo era el traba-
jo. Simplemente, le investigábamos, trabajábamos

206
en él, y le implantábamos la idea que necesitaba.
No matábamos a nadie, sólo le dábamos un em-
pujón.
>>Luego todo se acabó. Hubo un relevo en
el mando, en el mando nacional, digo. No tengo ni
idea de quién manda más arriba, pero hay gente
que manda en cada país. No lo sé seguro, pero
creo que es así. El caso es que hubo un cambio en
la organización y la cosa se puso chunga. Empeza-
ron a prescindir de la gente, y cuando digo pres-
cindir quiero decir prescindir de verdad. Ya me
entiendes. También pasó que surgió una especie de
rebelión en contra de las maneras en las que se
hacían las cosas y por eso mucha gente se fue por
sí misma. Esto es importante también: la rebelión
fue en contra del cómo, no del qué. Los que nos
fuimos, los que lo dejamos y nos escondimos, se-
guimos pensando que lo que se hacía es necesario.
Pero todo era demasiado poco transparente como
para fiarse.
>>Así que, bien, no sé del todo por qué nos
persiguen ahora, pero me lo puedo imaginar. Elvis
dijo que nos quieren convertir en animales. Elvis
es siempre un poco ambiguo, pero nunca dice las
cosas por decir. Quiero averiguar a qué se refiere,
porque se supone que, según ellos, ya somos ani-

207
males. Por eso estoy aquí. Te están persiguiendo a
ti, no sé bien por qué, pero te están persiguiendo a
ti y no a mí. O, mejor dicho, más a ti que a mí. Les
interesas más. Por eso te hice venir a Badajoz,
para comprobarlo. No te enfades. Había que hacer-
lo.
>>El que estaba en la silla era Vioques.
También estuvo metido en todo el jaleo que te
acabo de contar, pero nunca le conocí en persona.
Conozco a poca gente en persona, la verdad. Creo
que podríamos volver a por él. Quizás sepa algo
más que nos pueda servir de ayuda. No sé si te
parecerá bien o mal. Después iremos a Barcelona.
Allí está Tito, el padre de Enric. Sé que podemos
confiar en él. Quiero decir, espero que podamos
confiar en él, porque si no sí que vamos a estar
jodidos.
Silencio.
Silencio.
Si len cio.
Me levanto, aunque todavía veo algo bo-
rroso, como si hubiera estado llorando. Me lo pre-
gunto: ¿he estado llorando? Me alejo de Cloe.
–Pedro… ¿Dónde vas?
–Quiero beber.
–Tenemos que ir a por Vioques.

208
Me sigo alejando. Cojeo un poco. Empe-
zamos a gritar en lugar de hablar.
–No. Ves tú. Te espero en un bar que se
llama El Koala. Búscalo en el móvil. Haz lo que
quieras con él y ven luego, si te apetece.
–Te acaban de enchufar un calmante que a
saber qué es. Si lo mezclas con alcohol, a lo mejor
tienes un mal viaje.
–A ver si es verdad.
Me sigo alejando.
–Se dice ve –me grita.
Me detengo.
–¿Qué?
–Que se dice ve. Ve tú, no ves tú.
Vuelvo a caminar y me sigo alejando.

209
15

Mientras la noche se hace más consciente


de que lo es, yo voy recuperando una visión nítida
y un paso decente. No necesitaría unos calmantes,
o lo que sea que ahora tengo en el cuerpo, para que
esto fuera un día normal en mi vida. La noche sue-
le volverme más lúcido. No sé cuándo empezó a
ocurrir eso, pero las mañanas son para gente que
tiene un perro que pasear, no para quienes tenemos
cosas que arreglar. Esa frase es de Laura. Me
acuerdo de ella y de todo lo que tendré que expli-
carle en algún momento. Atravieso el parque de
Castelar en silencio. En silencio yo y todo lo de-
más. Al pasar por delante de El Corte Inglés, cam-
bio de acera porque veo un grupo de chavales

210
hablando en voz alta que se interponían en mi ca-
mino. No me gusta cruzarme con gente así.
El Koala no se ha llenado aún pero dentro
de un rato no se podrá hablar sin gritar. Hay más
gente fuera que dentro. El tipo de la puerta me
abre mientras me pregunto si eso será lo único que
hace. Veo a Mati al final de la barra y levanto la
mano. Ella se sorprende y la veo primero desapa-
recer por una cortina de tela y después reaparecer
a este lado de la barra.
–¿Qué haces aquí?
Me da dos besos y un abrazo.
–He venido a pasar el fin de semana.
–Qué bien –sonríe–. ¿Y qué tal todo?
Este es el tipo de preguntas que se hace por
cortesía y que intentas responder de la manera más
concisa posible porque, si tuvieras que ser sincero,
quizás perderías una noche hablando antes de de-
cir: “¿Y tú?”
–Bien, bueno. Como siempre. ¿Y tú?
Ella se encoge de hombros y vuelve a son-
reír.
–Igual. Ninguna novedad.
–Bueno.
Intento responderle con otra sonrisa pero
no sé si se la creerá. Conozco a Mati desde el insti-

211
tuto, pero hace tiempo que nos hemos distanciado.
Es normal. Si nos hemos distanciado físicamente,
cómo no nos íbamos a distanciar en cualquier otro
sentido. Pero me gusta venir aquí siempre que
estoy en Badajoz.
–¿Has venido solo?
Asiento con la cabeza.
–Pues tú dirás.
–Una jarra.
Me siento en un taburete de mitad de la ba-
rra y dejo a Mati trabajar mientras escucho la
música e intento no recapitular otra vez más lo que
ha pasado últimamente. Un tío al final de la barra
está fumando con su vaper. Charla con una chica.
Lo siento por pensar así, pero no estoy seguro de
que si estuviera solo estuviera fumando. Y me
parece bien idiota pensar que por estar vapeando
alguien se va a fijar en ti de manera positiva. Me
entran ganas de focalizar todos mis problemas en
su cara. Dos jarras después, sigo sorprendido por-
que el tío siga igual y porque aún no haya apareci-
do alguna persona conocida.

212
16

El bar ha ido llenándose poco a poco, y la


conversación con Mati se ha reducido hasta con-
vertirse en comentarios entre risas cuando pasa por
delante de mí. Aquí aparece Cloe y se sienta a mi
lado. No me refería a esto con persona conocida.
–No sabía si ibas a venir.
–¿Por qué no iba a venir?
No contesto. Cloe pide un gintonic a Mati
y ella me mira.
–Ella es Cloe, una amiga.
–Yo soy Mati.
–Encantada. Pedro me habla mucho de ti.
–Ah, ¿sí? –se gira hacia mí.
La verdad es que no. Sonrío.

213
–¿Tienes Beefeater?
Mati dice que sí y se gira a buscarlo.
–Si pide Larios, es que es secreta –me dice
Cloe.
–¿Qué has hecho con Vioques?
–Nada –contesta.
–¿Nada?
–No estaba allí.
–¿Cómo que no estaba?
–Pues eso, que no estaba. He llegado y es-
taba la silla tirada en el suelo, y todo igual, pero ni
rastro de él.
Arqueo una ceja.
–Tío, en serio. Que no había nadie allí.
–Ese tío no podía ni hablar cuando le vi.
–No es nuestro problema.
–Ya, no es nuestro problema –susurro.
Mati vuelve y le sirve su copa a Cloe.
Cuando se va a atender a otra gente, Cloe se acer-
ca a mi oído.
–Me gusta tu amiga.
Me encojo de hombros.
–Pero no me pita el gaydar.
Me encojo de hombros nuevamente.
–Entonces, ¿cuáles son nuestros proble-
mas?

214
–¿De verdad quieres hablar de eso ahora?
Entonces, un piloto de luz se enciende en
mi cabeza cuando veo entrar a alguien en el bar.
Alguien que no quiero ver. Su nombre es Lola, y
mi historia con ella es larga y me da pereza. Es
una persona demasiado joven para haber hecho
todo el daño que puede llegar a hacer, pero sabe
quedarse en silencio cuando duele. Y hace mucho
tiempo que no me responde ningún mensaje. Sé
que me ha visto porque no he girado la cabeza con
suficiente velocidad. Suspiro, rezando porque no
venga hacia mí. Le pongo la mano en la pierna a
Cloe.
–Vámonos.
–¿Qué?
–Venga.
–Tengo la copa sin tocar.
–Cógela y escóndetela.
Conseguimos salir sin que Lola me vea
huir, porque eso es lo que estoy haciendo. Tampo-
co me avergüenzo, ya he dicho que no soy una
persona valiente. Más que eso, soy una persona
cobarde. Una persona que no es valiente puede no
ser cobarde tampoco, tener un punto medio. No es
mi caso.
–¿Qué pasa, Pedro?

215
–Había una persona ahí con la que no quer-
ía hablar.
–¿Y no es más fácil girar la cabeza y hacer
que no la ves?
–No.
–Tío, ni nos hemos despedido de Mati.
–La veré pronto.
–Pero yo no.
Un silencio.
–¿Quieres hablar?
–No. ¿Tú quieres ir a otro sitio o estás can-
sada?
Me levanta el vaso que lleva en la mano.
–Ni he empezado la primera copa.

216
17

Después de que nos cierre el Jueves, se me


acaban las ideas y acabamos con nuestras últimas
cervezas en la cuesta de los Cañones. Me siento
cansado y bastante borracho, por eso me agobia la
pregunta de Cloe y, por eso también, la respondo.
–¿Te parece bien que salgamos mañana?
–No hay otra opción, ¿no?
–No lo sé. Pienso que no, pero quiero que
lo entiendas.
–Me cuesta entender muchas cosas. Vamos
a ver a un tipo, ¿verdad? A otro más.
–Es la última persona que se me ocurre que
nos puede ayudar.
–Eso no suena bien.

217
–Ya he contactado con él. Pedro, yo quiero
protegerte.
–No sé de qué.
–Yo tampoco lo sé muy bien, aunque me
hago una idea. Y, de todas formas, lo has visto tú
mismo.
–Tampoco tengo otra cosa mejor que
hacer.
–De momento, eso me vale.
–¿Por qué viniste tan pronto a Badajoz?
–No importa.
–Sí, sí que importa. No tenías que hablar
con nadie en Madrid, ¿verdad?
Un silencio.
–No.
–¿Me usaste de cebo?
–No es así.
–Sí que lo es. Sí que lo es, ¿verdad?
–Pedro, sólo quería comprobar que real-
mente es a ti a quien quieren. Lo tenía todo contro-
lado, te lo prometo.
–Yo no llamaría tener controlado algo que
acaba conmigo medio drogado, un accidente de
coche y unos patos comiéndose a dos tíos a pico-
tazos.
Otro silencio.

218
–Me dijiste que la gente como nosotros –
me duele usar ese nosotros– nos podemos encon-
trar fácilmente. Es por eso que nos conocimos en
el hospital, ¿verdad? No fue casualidad. La casua-
lidad no existe y no ha existido nunca entre tú y
yo, ni en nada de esto. ¿Verdad? ¿Verdad que no,
Cloe?
Otro silencio más.
–Lo siento.
Oigo que dice eso, pero no mueve su boca.
Es la primera vez, creo, que veo llorar a Cloe. Le
paso un brazo por encima del hombro y apoya su
cabeza en la mía.
–No pasa nada.
Y aquí nos quedamos en silencio de nuevo,
y en silencio caminamos hasta mi casa, y en silen-
cio entramos, y en silencio nos quitamos la ropa y
nos tumbamos.
–Ya has visto mis sitios.

219
18

Al día siguiente, nos despertamos desnudos


en la cama de mi cuarto y lo primero que pienso es
que hacía cinco o seis años que no me acostaba
con alguien en esta cama. Cuando me levanto,
Cloe sigue tumbada y, sin girarse, lo dice:
–Si te esfuerzas, puedes ver todo lo que
hay dentro de mí, igual que a veces yo puedo ver
lo que tienes dentro. No siempre. No puedo siem-
pre, Pedro, sólo a veces.
Y esto es lo último que recuerdo hasta aho-
ra.

220
19

Es una habitación blanca. La persona que


está en el centro de la habitación tiene una capa
de media altura negra y debajo un vestido car-
mesí. Está en el suelo, sentada de rodillas. Los
ojos están cerrados. Las arrugas en la cara no son
por sobresaltos o angustia sino por edad. Por
edad y por haber vivido mucho. En algún momen-
to, se levanta y se queda de pie sin abrir los ojos.
Delante de ella, en el suelo, el cuerpo de un hom-
bre lleno de sangre seca y oscura, con barba des-
cuidada y un collar de flores al cuello. En el estó-
mago, una herida abierta que deja entrever cosas
del interior. Como cualquier herida. No ha ensu-
ciado el suelo. La habitación está impoluta.

221
La única puerta de entrada y salida se
abre y entra un hombre negro.
–Están viniendo. Vienen a Barcelona –dice
la mujer, sin abrir los ojos.
El hombre asiente, sin decir nada.
–Es importante traerlos vivos, pero lo
prioritario es traerlos. Como sea –una pausa–. Y
deshaceos de éste. Si la vieja ha escapado, ya la
encontraremos. Ahora los que importan son mi
hija y el chico que va con ella.
El hombre vuelve a asentir, otra vez sin
pronunciar ninguna palabra, y sale de la habita-
ción. Un rato después, aún con los ojos cerrados,
lo hace la mujer, después de escupir sobre el
cuerpo de Elvis, con cuidado de no manchar el
suelo.

222
u a t r o
1

Desde lo alto de la cabaña, Barcelona es


sólo una intención envuelta en el resplandor naran-
ja y blanco de las luces nocturnas. Los grandes
edificios emergen del asfalto como vigías silencio-
sos a la entrada de la ciudad, y pueden intuirse, a
lo lejos, mucho más allá del mosaico de colores de
Sant Adriá, los aviones que aterrizan y despegan
como las luces intermitentes de un tiovivo. Los
árboles del bosque forman siluetas sugerentes que
el viento acompasa a su ritmo lento. La carretera
que conduce hasta este lugar está por completo
desierta; los animales descansan refugiados entre
los arbustos, en sus madrigueras de tierra excava-
da, o posados en las recias ramas de los árboles.

225
El viejo parece el único ser despierto en
varios kilómetros a la redonda y la madera del
balcón crujiendo bajo sus pies, el único sonido. Ni
siquiera puede apreciarse el crepitar de las hojas
que se mecen a causa del viento. Cuando el viejo
se apoya con los dos antebrazos en la barandilla y
con un pie en el travesaño inferior, la madera
vuelve a quejarse. En una ocasión normal, le gus-
taría ese silencio. Siempre sale aquí, cada noche
después de la hora de cenar desde hace ya…
¿cuántos años lleva aquí solo? Sacude la cabeza.
No quiere pensar en el paso del tiempo.
Asocia el silencio a la calma, al descanso, a
la parsimonia, al cuidado y la tranquilidad con los
que sus movimientos se complementan con él. El
silencio significa que todo va bien, que no hay
nada de qué preocuparse, pero esta noche es dife-
rente.
Desde que ha dejado la taza de té que toma
en ritual antes de acostarse y ha salido al balcón de
su cabaña, una extraña e inconsciente sensación de
malestar ha invadido su cuerpo. Primero la achaca
al frío, pero ni la chaqueta de pana blanca que ha
sacado del armario ni el calor del tabaco prendido
se han conseguido deshacer de ella. El silencio y la
oscuridad ya no son señas de que todo se encuen-

226
tra en su sitio, sino que se han convertido en cata-
lizadores de un suceso cercano. Y el escalofrío que
recorre ahora el cuerpo del viejo, desde el corazón
hasta las rodillas, deja entrever que no será algo
bueno.
Se mantiene a la espera, mientras en el
horizonte un punto de luz parpadea y se eleva por
el cielo. Otro avión. Como respuesta, un pájaro
echa a volar con brusquedad desde un árbol cerca-
no, batiendo las alas con aplomo, y desaparece en
dirección a la carretera. Con él, también lo hace el
ruido templado del aleteo.
–Tú también lo notas, ¿verdad?
Descubre que el punto de luz no es un
avión sino una luciérnaga despistada. Es la prime-
ra que ve en aquel lugar, y está seguro de que será
la última. No es frecuente encontrar luciérnagas en
este bosque. Aquella visión le transporta a un
momento de su niñez, rodeado de una vegetación
muy parecida a la que ahora le protege, en el cam-
po, y muchos, muchos años atrás.
Le gustaba salir de la casa donde vivía con
sus padres y hermanos, cuando ya había anocheci-
do, a observar los campos de luciérnagas que se
formaban, como sábanas, en el prado detrás de la
casa. Las encontraba posadas en las flores; él se

227
acercaba en silencio y descalzo, y trataba de si-
tuarse lo más cerca posible de ellas. Era como si,
por las noches, el prado se convirtiera en un espejo
y reflejara en él las estrellas temblorosas del cielo.
Después de un largo de rato de observación, echa-
ba a correr hacia ellas y las veía huir a su paso,
elevarse a su alrededor, y confundirse con las ver-
daderas estrellas.
O con aviones.
La luciérnaga perdida se esfuma por entre
las hojas del roble que ha plantado enfrente de la
cabaña. Vuelve a estar solo y en silencio, pero la
sensación de peligro no desaparece. Un ataque de
tos le lleva ambas manos a la boca, y luego baja
una hasta el pecho. Hay algún ruido de movimien-
to entre los árboles, y una voz.
(Papá.)
Los rasgos de la cara del viejo se desfigu-
ran y se arañan algunas arrugas más en ella. Aprie-
ta los labios finos y pequeños que asoman bajo la
barba rala y canosa, sin poder evitar un ligero
temblor, y parpadea tres veces con fuerza, mirando
al cielo.
¿Has oído bien? Nadie ha pronunciado esa
palabra cerca de aquí. No, el origen de la voz no
está en el bosque, ni en la cabaña, ni en la carrete-

228
ra que atraviesa el bosque y llega hasta la cabaña.
Él tan sólo la siente. Se lleva una mano de nuevo
al pecho, ahora por razones muy diferentes, y sus-
pira, dejando caer los hombros cansados al mismo
tiempo. Un brillo apagado de preocupación se en-
ciende en sus ojos azules.
Tenía razón. No son buenas noticias.
La llamada, o el aviso, o la mención, o
aquella simple palabra aislada, significa que él está
cerca, de alguna manera, pero también que estará
en problemas, así que espera otra señal que sirva
de indicación. Una señal que indique hacia dónde
dar el siguiente paso, porque salir en su busca sin
ninguna otra información sería cometer un error
grave. Además, él ya está muy viejo como para
volver a enfrentarse a las luces de la ciudad cara a
cara y en solitario. Piensa en su antiguo compañe-
ro y luego una mano imaginaria borra esa idea de
la pizarra que hay en su cabeza.
Sus últimos años, exiliado en esta cabaña
alejada de la ciudad, le han hecho ser más cons-
ciente que nunca del poder inexpugnable que tiene
el paso del tiempo, y no pensar en ello no lo hace
menos poderoso. Sin embargo, puede ser que aho-
ra no exista otra opción.
–Para el tiempo no hay otra opción que pa-

229
sar.
Quince minutos más tarde, el viejo ha apa-
gado las brasas de la chimenea y baja los peldaños
de la escalera de madera, abrigado con su chaqueta
de pana blanca y desprendiendo a su paso un olor
a tabaco de pipa, mientras el crujir de cada escalón
se confunde con el eco del anterior.

230
2

El destello de luz hace que cierre los ojos


con fuerza, y la oscuridad en la que ha estado su-
mida vuelve a aparecer en el interior de sus párpa-
dos, con la diferencia de que ahora le invaden pe-
queños puntos de color que se transforman y mu-
tan, desde el verde hasta el morado. Cuando los
abre, lo primero que ve es una estrella blanca en lo
más alto de la habitación y, muy lenta, se va disol-
viendo en la pintura gris. Oye el ruido de una
puerta cerrándose y un candado bloqueándose;
después, unos pasos que se acercan y un ruido
metálico que no consigue ubicar. Aun sin poder
ver nada puede llegar a entender lo que está ocu-
rriendo.

231
Intenta mover las manos a su espalda, pero
la cuerda que las ata está amarrada con firmeza y
tensión a la silla. De igual manera, sus pies per-
manecen inmóviles en cada una de las dos patas
delanteras, reduciendo así su movilidad al simple e
infantil movimiento oscilante de su cabeza. Trata
de calmarse y se queda quieta un instante. No hay
que mostrar debilidad o confusión. Lo más impor-
tante es estar serena, dar la impresión de que no
está desubicada.
La luz blanca de la estrella se ve eclipsada
por una silueta oscura que se detiene a un metro de
ella. Es una silueta alargada, borrosa y sin defini-
ción. A su alrededor, el negro comienza una tran-
sición hacia el gris y la completa hasta el blanco
nuclear de la estrella. Detrás de ella, sigue estando
la pintura, también gris. En este momento descu-
bre que la estrella de luz también es alargada, co-
mo la silueta, y que tiene la forma de dos tubos
fluorescentes paralelos encajados en sus huecos,
como una bandeja de hielos colgada del techo.
No puede ver con claridad todavía. Su vi-
sión se reduce a las manchas de color amorfas que
resultan del procesado que su cerebro hace de los
estímulos. Sus pupilas comienzan a dilatarse. Un
mechero se enciende. Lo oye, y también ve una

232
pequeña mancha naranja parpadear en algún lugar
de la silueta. Después, poco a poco, puede enten-
der que todo allí está quieto salvo las casi imper-
ceptibles líneas blancas de humo que emanan del
punto naranja cuando éste se ilumina con más in-
tensidad.
Una gota de sudor le recorre la frente, des-
de la raíz de los primeros pelos hasta las cejas.
Saca la lengua y se humedece los labios, que están
agrietados como la tierra seca. Comienza a recupe-
rar, poco a poco, la visión.
El hombre que está de pie tiene la piel ne-
gra. Es bastante alto y atlético, con el pelo corto,
casi rapado, aunque afloran algunas canas entre el
negro. Debe de tener unos cuarenta años. En el
blanco de sus ojos, la mujer sentada encuentra una
sensación de seguridad en sí mismo que intenta
imitar. Viste con una camisa azul, una chaqueta
vaquera y pantalones del mismo tejido. En la ma-
no izquierda sostiene un cigarrillo a la altura de su
pecho. La otra mano la guarda en el bolsillo de la
chaqueta.
Frente a él, la mujer que está sentada y ata-
da a la silla le mira directa. El pelo revuelto le cae
casi hasta su ojo izquierdo, algo por encima de la
herida cicatrizada que tiene en el moflete. Es el

233
suyo un rostro afilado, inexpresivo, carente de
cualquier tipo de ilusionismo. La camiseta y los
pantalones, ambos de tela, están hechos jirones
pero, aun así, en otro momento, podría pensar que
esa vestimenta es apta para salir a comprar el pan
o tabaco.
El hombre negro da un paso al frente y se
pone en cuclillas, con un movimiento lento pero
decidido. Saca del bolsillo su mano libre y la colo-
ca sobre la pierna de apoyo. La chaqueta cae con
sutileza y le cubre casi la totalidad de los pantalo-
nes. Se lleva el cigarrillo a la boca, aprieta los la-
bios e inspira.
–A quien te busca –susurra, con un tono de
voz sereno– le da igual que estés viva.
Las miradas se cruzan y cada una encuen-
tra en el reflejo de la otra una pirotecnia de grises
silenciosa. El hombre negro espira contra la cara
de la mujer sentada y, por un instante, una seta de
humo se interpone entre ambos.
La mujer en la silla aparta la cabeza,
haciéndola rotar sobre su mentón, y parpadea dos
veces. Nota cómo sus ojos empiezan a llorar y su
visión vuelve a ser borrosa. Abre y cierra los ojos
muy rápido y sacude la cabeza. Cuando vuelve a
mirar a su interlocutor, acepta que no va a conse-

234
guir ver mejor que como ya lo hace. Necesita fro-
tarse los ojos. Aun así, puede percibir detalles co-
mo el pendiente en forma de aro que el hombre
negro tiene en su oreja izquierda. De refilón, sigue
teniendo a la vista los tubos fluorescentes, que su
visión había traducido como una gota de aceite
cayendo sobre una olla llena de agua.
Abre la boca para hablar, pero el hombre
negro levanta la mano con la que sostiene el ciga-
rrillo y eso la detiene.
–No importa –dice, con el mismo tono de
voz que antes–, no importa lo que tengas que de-
cir. Ya te he dicho cómo están las cosas. Sólo he
venido por curiosidad. Quería saber a qué clase de
persona buscan con tanto interés.
La mujer sentada hace caso omiso de las
palabras y, sin juntar los labios, habla.
–No te haré daño.
La boca del hombre negro se abre en una
amplia sonrisa que deja a la vista sus dientes lige-
ramente amarillos y el brillo de su premolar de
oro. Por un momento, la mujer se abstrae de la
situación y trata de dilucidar qué clase de trata-
mientos bucales requerirá algo así. Si valdría con
la pasta de dientes y el enjuague bucal corrientes.
Después, llega al tono amarillo del resto de dientes

235
y desecha aquel pensamiento de su cabeza.
–¿Qué? –pregunta el hombre negro, vol-
viendo a la expresión seria que ha mostrado antes.
–Que si me sueltas ahora, no te haré daño
–hace una pausa, mientras su interlocutor arquea
una ceja sin, como hubiera esperado, sonreír–. De
verdad. Lo prometo.
La mujer sentada se llama Cloe.
(Eso ya lo sé.)
Mantiene la mirada fija en la persona que
tiene enfrente hasta que ésta se levanta, le mira
desde lo alto sin alterar su gesto, da otra calada al
cigarro y lo tira contra ella. La colilla, aún encen-
dida, choca contra su frente y cae en el regazo.
Cloe trata de apartarla moviendo con rapidez la
cadera pero ya está empezando a traspasarle la tela
del pantalón.
Para cuando consigue deshacerse de ella,
un pequeño círculo de su piel, en la cara interior
de su muslo izquierdo, se ha abrasado. Observa la
colilla en el suelo, como tratando de asegurarse de
que no se mueve de allí.
–¿Incluso después de esto me lo prometes?
Cloe levanta la vista de nuevo hacia él in-
tentado borrar de su mente la quemadura. Piensa
que, de esa manera, pronto empezará a dejar de

236
notarla y que, cuando vuelva a ella, la piel ya es-
tará fría.
–Bueno, a lo mejor tengo que pensármelo.
El hombre negro se da la vuelta girando
sobre una de sus piernas y comienza a andar hacia
la puerta. Cloe advierte entonces una pequeña ven-
tana de cristal abierta de la que no se ha percatado
y por la que entra el aire concentrado y frío de un
patio interior. A través de ella, puede advertir que
es de noche. Eso no siempre es una buena señal.
Por primera vez, se pregunta cuánto tiempo habrá
pasado desde que le amordazaron en aquella silla.
(Intento gritar algo, pero no hay manera.)
Antes de que el hombre negro llegue a la
puerta, vuelve a hablar, alzando la voz para que se
le oiga claro. La voz de Cloe es suave, directa, con
un acento neutro pero con un deje que, a pesar de
su situación, se hace escuchar.
–Vale, sí. Si me sueltas, no pasará nada.
Me voy de aquí, y listo. De verdad.
–Cállate –le grita el otro, sin girarse.
Cloe suspira, cerrando los ojos. Durante un
par de segundos debate consigo misma si realmen-
te existe una alternativa, pero es probable que in-
cluso pensando aquello esté perdiendo tiempo.
–Viva el rey.

237
El otro hombre se gira cuando tiene la ma-
no sobrevolando el manillar de la puerta. Lo hace
con una mueca de cansancio en la cara, dispuesto a
decir la última palabra antes de marcharse de la
habitación.
–Qué dices ahora, puta...
No puede terminar el apelativo.
(Creo que no hay ningún apelativo que
terminar. No te iba a llamar puta gilipollas, ni puta
niña. Te ha llamado puta, sin más.)
La línea entre ambas miradas se salva de la
oscuridad, pero todo a su alrededor se convierte en
un vacío frío y denso. De repente, flotan en la na-
da. Así se siente el hombre, en medio de un espa-
cio intangible y sin poder retirarle la mirada a
Cloe.
La habitación ha desaparecido por comple-
to. No siente el contacto de los pies con el suelo, y
eso sólo puede significar dos cosas: o no tiene
pies, o no existe el suelo. Le costaría llegar a ima-
ginar que son las dos cosas a la vez. Lo único que
se mantiene intacto son las miradas, pero no por
ello los ojos.
Algo les une, y Cloe es la dueña.
El hombre está empezando a congelarse.
No podrá aguantar mucho tiempo, piensa Cloe, ni

238
yo tampoco. Mientras el otro se congela, a ella le
hierve la cabeza por dentro. Las gotas de sudor
comienzan a sucederse por su frente, con más fre-
cuencia cada vez. Hace mucho tiempo que no ex-
perimenta algo así. Cierra los ojos y aprieta los
párpados con fuerza. Da igual tenerlos cerrados, la
conexión vive entre las miradas y no entre los
ojos. Abre la boca para proferir un grito de dolor
pero no se escucha ningún sonido. Al otro lado, el
hombre sigue sin reaccionar, con los ojos bien
abiertos y un punto negro en el centro de cada mar
blanco, como los ojos de un cerdo en la cola del
matadero.
(Eso me lo has copiado, pero agradezco la
referencia, aunque no creo que sea a propósito.
Cloe, vas a matarlo. Supongo que es tu intención,
pero si vas a hacerlo, hazlo ya o te matarás tú tam-
bién.)
Entonces, el vacío oscuro que les envuelve
emite un destello de luz cegadora y todo aquello se
detiene.
La línea ha desaparecido. Mientras sigue
con los ojos cerrados, Cloe se pregunta si se ha
roto. Escucha un golpe seco en la habitación, co-
mo el de un trozo de mármol quebrándose y, se-
guido, un ruido similar a un saco de arena que se

239
deja caer. Una voz susurra en su cabeza, pero es
un susurro a todo volumen que hace que las yemas
de sus dedos sientan un ligero temblor.
Abre los ojos, y esta vez no necesita tiem-
po para definir las formas y los colores que su ce-
rebro procesa. El hombre está tumbado en el suelo,
con los ojos aún muy abiertos, sin respirar. De su
frente emana un arroyo de sangre que cae por el
lateral derecho de su cabeza y se bifurca al llegar a
la oreja. Un hilillo se desvía y cae dentro del pa-
bellón auditivo, pero la mayor parte del líquido,
rojo oscuro y viscoso, sigue su curso calmado por
detrás de la oreja hasta el suelo.
La brecha es grande. Si se pudiera acercar,
podría ver una pequeña astilla de hueso sobresalir
de la herida. La fuerza humana, pensaría al verlo,
está a veces infravalorada.
En la pared hay una flor de sangre y unos
puntitos de salpicadura, como un mapa astral.
Cloe respira con tranquilidad, aunque de
forma entrecortada. Se siente débil, muy débil.
Tiene los labios secos otra vez, pero ahora también
está seca la lengua. Escupe la poca saliva que tie-
ne, pensando que aquello puede remediarlo, y sa-
cude la cabeza. Tiene que darse prisa. Si hay al-
guien más por aquí, seguro que habrá oído el gol-

240
pe. Calcula que tendrá unos quince o veinte se-
gundos de margen, siendo generosa, antes de que
alguien abra la puerta y entre en la habitación. Y
todo parece indicar que cuando lo haga, lo hará
armado.
(Esta no es una situación para ser genero-
sos, Cloe.)

241
3

Hola. No sé si tengo que empezar de nue-


vo. Me llamo Pedro y mi vida últimamente es un
sinfín de aventuras. Un carrusel de emociones.
Ahora, por ejemplo. Me acabo de despertar atado a
una silla en una habitación que parece la de un
niño con problemas. Enfrente de mí tengo una
estantería con libros ilustrados sobre volcanes.
Sólo de volcanes. En la mesa hay una libreta gara-
bateada abierta por una hoja con dibujos de volca-
nes en lápiz y con trazo infantil. Todo esto, sin
moverme de esta silla. A saber qué te encuentras si
abres los cajones del escritorio. Esto es para que se
vea que cuando digo las cosas, las digo con pro-
piedad. Aquí hay alguien un poquitín obsesiona-

242
do.22
A todo esto, no estoy muy seguro de dónde
estoy, pero creo que es Barcelona. O algún lugar
cercano. Cloe y yo estábamos viniendo en el coche
cuando nos pillaron en una gasolinera. Resulta que
el dependiente del mostrador no era realmente un
dependiente sino uno de estos tíos que no nos de-
jan en paz últimamente. Ahora que lo pienso, es-
pero que el dependiente verdadero esté bien. El
caso es que nos durmieron de la hostia y hasta
aquí. Hasta hace un rato, vaya. Supongo que estoy
un poco jodido, así que no me hago ilusiones con
que Cloe aparezca de repente otra vez más.
Además, la última vez que la vi estábamos enfa-
dados. La noche anterior habíamos parado en un
hotel de carretera y yo me había vuelto antes de
cenar a la habitación. Cloe no llegaba, no llegaba,
y me puse un poco nervioso porque las cosas no
están para bromas, hasta que al final resultó que
estaba en otra habitación con una tía que había
conocido en el bar. Que me parece muy bien, pero
me di cuenta de esto a las tres de la mañana y ya

22
En Islandia hay un volcán que se llama Eyjafjallajökull.
Muy poca gente será capaz de recordar el nombre, pero
seguro que la persona de esta habitación sí. Yo lo leí en un
workbook de inglés.

243
estaba a punto de coger el coche y volver a Ma-
drid. Al día siguiente, dio a entender que lo que
pasaba era que yo estaba un poco celoso. Vale, en
parte sí, pero era secundario. No suelo tener ata-
ques de ansiedad pero esa noche casi me toca.
Entonces, claro, por un lado está el tema de
que hay pocas posibilidades de que Cloe llegue
hasta donde sea que ahora esté yo, y por otro lado
está eso de que reencontrarte con una persona con
la que lo último que has hecho es discutir no mola.
¿Qué le dices cuando la vuelves a ver? ¿Hey?
Bueno, lo que sea.
Me esfuerzo e intento ver lo que hay dentro
de Cloe, esperando con fuerza que esté cerca de
mí. Anímicamente, me vendría muy bien que es-
tuviera cerca.

244
4

La silla se rompe en mil pedazos al impac-


tar contra el suelo. Las astillas vuelan en todas las
direcciones, se estrellan en las paredes, y acaban
esparcidas por el suelo. Es un golpe sordo, y des-
pués vuelve el silencio a la habitación. Sin embar-
go, eso no es suficiente para Cloe, que durante el
último medio minuto ha tratado de encontrar una
manera menos ruidosa de deshacerse de sus atadu-
ras.
(No sé qué esperabas.)
Cualquier otro intento más silencioso de li-
berarse habría requerido a saber cuánto tiempo
más, y el tiempo es algo que en ese instante corre
en su contra.
Así que ha optado por incorporarse todo lo

245
que le permitían las cuerdas que le atan de pies y
manos, impulsarse hacia arriba usando la fuerza de
sus gemelos y su torso, y lanzarse en la caída con-
tra una de las aristas que unen el suelo y la pared
de la habitación, con cuidado de no golpear su
cabeza al hacerlo. La madera de la silla, vieja y
carcomida, no ha resistido y ha cedido, pero por
poco no ha estado Cloe cerca de sufrir un acciden-
te fatal. El respaldo de la silla ha quebrado y se ha
partido en dos y, si hubiera caído con más fuerza,
su columna vertebral habría seguido ese mismo
camino. Un crujido seco que abre las compuertas
para que el líquido espinal se filtre hacia el resto
del cuerpo.
Cloe se levanta. Nota las rodillas entume-
cidas al estirarlas. Aún tiene las patas unidas a
cada una de sus pantorrillas con una soga, aunque
no le dificultan el movimiento; se han reducido a
unos simples maderos astillados. En cambio, las
manos aún siguen atadas en su espalda. No consi-
gue librarse de la cuerda a pesar del que nudo ha
cedido bastante. Forcejea, intenta soltarse.
Sólo un poco más, sólo un poco más…
El traqueteo de un manillar accionándose
cruza la estancia. Cloe dirige su mirada hacia la
puerta con la misma rapidez con la que un conejo

246
reacciona a los faros de un coche al deslumbrarle.
Calcula que deben distanciarle unos tres metros de
la puerta y su primer pensamiento, y el que termi-
na llevando a cabo, es correr hacia ella, de frente y
con la cabeza agachada. Mientras lo hace, visuali-
za una disputa entre rinocerontes por el liderazgo
de la manada, pero luego cree que la imagen más
idónea para describir su situación es la de un toro
recorriendo el pasillo oscuro que le separa de la
arena en la plaza de toros. Un toro que desconoce
qué le espera fuera, pero que lo único que quiere
es salir de la oscuridad.
La puerta se abre antes de que Cloe la al-
cance y por ella aparece otro hombre negro y ro-
busto, de dos metros de altura y otro tanto de an-
cho. Cloe no podrá verle hasta más tarde. Eso
quizás le habría hecho reconsiderar su idea de co-
rrer hacia él, porque ahora parece que el toro va a
estamparse contra un muro de hormigón. No está
siendo un día de ideas geniales, pero la suerte a
veces se decanta a favor de las acciones más visce-
rales.
La colisión es, efectivamente, como topar-
se con un muro de hormigón. Acolchado, pero
hormigón al fin y al cabo. Antes de alcanzar la
puerta, levanta la cabeza, a fin de evitar que su

247
cuello sufra una rotura. Tiene los ojos cerrados, y
un impulso, cuyo origen se encuentra en lo más
profundo de su instinto animal, le hace gritar, es-
perando que eso signifique un plus de fuerza,
energía, o valor.
Primero, el golpe le hace frenar en seco y
desestabilizarse; después nota el tambaleo del
cuerpo contra el que había impactado; y lo último
que llega es el suelo, liso y frío, aplastando sus
pómulos y su frente. Al caer, siente un crac en su
nariz.
Se levanta por segunda vez todo lo rápido
que puede y un pinchazo en la parte posterior del
muslo le hace albergar un instante de duda, pero
continúa en su movimiento. El hombre que ha
tumbado tiene el aspecto de un gorila.
(Espero que sea por el tamaño y no porque
es negro, racista occidental.)
Estira una pierna hacia atrás, la carga con
fuerza, y golpea la cabeza del gorila, que todavía
se está levantando, aturdido y con unas formas
muy poco elegantes. El gesto casi hace que Cloe
pierda el equilibrio de nuevo.
El gorila está a cuatro patas, así que el pun-
tapié le alcanza en la parte final de la mejilla, por
debajo de la oreja. La cabeza parece desentenderse

248
del resto del cuerpo y realiza un movimiento que,
al principio, encuentra la resistencia del cuello y el
torso, pero que la hace inclinarse con brusquedad
hacia el otro lado. Cloe está convencida de que la
otra oreja ha encontrado contacto con el hombro.
En ese momento suena otro crac, diferente
al que ella ha experimentado en su nariz. Es un
crujido dividido en dos tiempos; el primero, al
impactar el pie en la cara, y el segundo, al llegar al
máximo ángulo de inclinación. El gorila se de-
rrumba cuando sus brazos fallan. Uno termina
estirado y el otro, doblado contra su pecho. Las
rodillas no ceden, dejando así al cuerpo en una
postura antinatural, con el culo en pompa y la ca-
beza desencajada hacia un lado.
(Guau. De verdad, si pudiera, aplaudiría.)

249
5

Creo que consigo entrar dentro. No es la


Cloe que conozco, es una persona más violenta,
más directa, más resolutiva. Bien. Eso debe de
significar que de verdad estamos en apuros. Creo
que está cerca. Miro mi silla. Es la silla en lo que
estoy atado, así que es mi silla. No es de madera,
como la suya, así que no puedo intentar lo que ha
hecho ella. De todas formas, ni de coña sería ca-
paz. ¿Que Cloe de repente es una especie de Ram-
bo? Okey. Lo compro. Pero yo no tengo esas ideas
tan brillantes. Encima a mi alrededor no hay nada
que sea útil. No creo que dejen a un niño
(o a una niña, idiota)
con una navaja o un cuchillo en su habita-
ción para cortarse las cuerdas con las que le han

250
atado a la silla. De todas formas, la imagen de un
niño
(o niña, coño)
pequeño atado a una silla en su habitación
es bastante turbia.
¿Qué? ¿Cloe?

251
6

Consigue soltarse las manos.


Tiene un bulto en la nariz, y al tacto le pa-
rece bastante feo; lo más seguro es que se haya
roto por el tabique, como un cocas novato y prin-
gado. Un hilillo de sangre caliente brota de los
agujeros nasales y desciende por el surco central
de sus labios. Al saborearla de manera involunta-
ria, puede notar su calor y el regusto ácido y seco.
Sin embargo, no es lo que más le preocupa en lo
que se refiere a su salud física. En el muslo dere-
cho, una astilla de considerable tamaño ha atrave-
sado su piel, y la sangre empieza ya a empapar su
pantalón, alrededor de la herida. Agarra con el
índice y el pulgar el trozo de madera y trata de
sacarlo con suavidad pero, nada más desplazarlo,

252
un calambre le asciende por el cuerpo.
Levanta la mirada. Se encuentra en un pa-
sillo iluminado con los mismos fluorescentes que
la habitación de la que acaba de salir. Oye los pa-
sos que el eco del pasillo le sugiere. Se da un par
de segundos para decidir. Si retira la astilla, es
posible que la hemorragia sea aún más caudalosa y
eso le obligará a detenerse para taponar la herida si
no quiere morir desangrada, así que piensa que la
mejor idea es dejarla donde está y preocuparse
después. Eso le hará caminar o correr más lento,
está segura, pero al menos la hemorragia estará
algo más contenida que con la herida al descubier-
to, como una botella de vino, bocabajo y descor-
chada.
Ha tardado más de dos segundos en aquel
debate. Ahora consigue ubicar los pasos, pero eso
no es una buena noticia. Significa que están más
cerca. Aparecerán al final del pasillo, a unos siete
u ocho metros de él, armados y superándole en
número.
(Claro, estás tú sola. Es normal que sean
más que tú.)
A su lado, tiene el cuerpo del gorila que
acaba de abatir. Se agacha a su lado, tratando de
cargar el peso en la pierna izquierda, pero a pesar

253
de sus esfuerzos la herida chilla. Empuja el cadá-
ver hacia un lado y cae. La expresión del hombre
es inexistente. Los ojos cerrados han convertido su
rostro terso y duro en una delicada sábana marrón
oscuro, pero el ángulo que su cuello forma con el
hombro le hace perder cualquier rastro de humani-
dad, decencia y naturalidad. Palpa los bolsillos de
la chaqueta en busca de un arma, pero la encuentra
en la cadera, metida en los pantalones y amarrada
con el cinturón. Mientras inspecciona, el cuerpo
muerto parece decirle:
–Trátame con cuidado, mira lo que me has
hecho.
Es una pistola semiautomática de calibre
45. Cloe nunca ha sido una experta en armas, y los
últimos tiempos de huida sólo le han servido para
aprender los conceptos básicos. Ésta es una de las
que ella llama pistolas normales. Libera el carga-
dor y comprueba que tiene ocho balas, más otra en
la recámara. No cree que sean suficientes para
salir con vida de allí, pero al menos sí para aumen-
tar de forma considerable las posibilidades de
hacerlo. O las esperanzas. Vuelve a meter el car-
gador y quita el seguro del arma.
En uno de los bolsillos del pantalón encue-
tra un mechero y un paquete de tabaco Malboro, y

254
en otro, un teléfono móvil. Se guarda el mechero y
deja sobre el cuerpo, sin querer para nada darle un
aire ritual o funerario, el móvil y el tabaco.
Se levanta, y otra vez la pierna le chilla. Al
final del pasillo, en un recodo que se intuye como
la continuación del mismo, atisba unas sombras
acercándose. Mira en rededor y decide correr en
dirección contraria. A tres metros de donde está,
puede ver unas escaleras de subida. Echa a correr,
pero en el primer movimiento que hace nota que
su pierna no se lo va a permitir, así que intenta ir
todo lo rápido que puede con esa cojera.
Ha dado cinco pasos cuando una bala silba
muy cerca de su oído. Escucha gritos detrás de
ella. Se gira, con la pistola levantada, y dispara al
aire. Luego continúa en dirección a la escalera y
sube el primer tramo mientras dos balas más des-
trozan algunos peldaños, que estallan a pocos
centímetros de ella. Se refugia en el descansillo de
la escalera, segura de que allí no está a tiro de sus
perseguidores. Mira hacia arriba, pero no hay lu-
ces en la escalera que le puedan dar ninguna pista
de adónde conducen. En un rápido movimiento, se
agacha y trata de apuntar con la pistola. No quiere
desperdiciar la munición, así que espera a tener un
tiro fácil; de lo contrario, no gastará otra bala al

255
aire.
Su límite de visión es el techo. Piensa en
algo: la altura siempre te da ventaja; pero no cree
que eso sea cierto en todas las circunstancias. Ya
no puede ver el cadáver del gorila y los pasos se
han ralentizado. Es probable que ellos también se
hayan atrincherado en algún lugar al ver que va
armada. O, a lo mejor, han decidido retroceder,
subir al piso de arriba por algún otro acceso, y
sorprenderla por detrás.
Aguza el oído y mira de nuevo hacia arri-
ba. Allí no hay movimiento, y tampoco ha escu-
chado los suficientes pasos como para pensar que
hayan podido dar media vuelta. En ese instante,
por el pasillo, una sombra se acerca hacia donde
ella se encuentra. Primero ve la sombra, sí, y lo
siguiente son las zapatillas de deporte, y luego el
pantalón vaquero se va descubriendo poco a poco.
Cloe intenta calcular cuánto tardará en verle allí
escondida.
(No mucho.)
Apunta con su pistola normal lo más arriba
que puede. Cuando en el límite de su visión, que
es el techo, comienza a aparecer una camiseta roja,
aprieta el gatillo y el arma escupe una bala que
impacta en la cadera del tipo. Lo ve caer al suelo,

256
emitiendo un profundo grito de dolor. Luego los
demás intercambian algunas palabras en un idioma
que Cloe desconoce, y decide que es el momento
de echar a correr.
A correr, o a lo que su muslo le deje.
Se detiene en la tercera planta. Ha subido
todas las escaleras a oscuras y en ninguno de los
rellanos ha encontrado ninguna luz. Tampoco en
esta tercera planta, pero aquí acaba la escalera.
Palpa las paredes en busca de un interrup-
tor. Escucha los pasos corriendo por los peldaños,
así que decide adentrarse en la oscuridad. La única
medida que encuentra es el resplandor que puede
ver debajo de una puerta al final del pasillo. Corre
hacia ella, jadeando, y sin preocuparse por los
obstáculos que pueda encontrar a su paso. Respira
de manera entrecortada, y la herida en su pierna
cada vez le dificulta más los movimientos. Arras-
tra el pie, intentando así minimizar el ejercicio de
los músculos afectados. El ruido de la zapatilla
rozando el suelo es el único sonido en medio de
aquella oscuridad tan vehemente. Rebota contra
las paredes, pero eso no es suficiente para intuir la
anchura del pasillo.
–Un momento.
Cloe se queda quieta, y entonces el silencio

257
es total.
¿Este es el único sonido? ¿Y los pasos en
la escalera?
–Joder.

258
7

Vale. En silencio. Cloe, estoy aquí. Al otro


lado de la puerta. Lo siento por no ser más útil,
pero sigo atado. No se me ha ocurrido nada. Dime
que traes un cuchillo. Mierda, sé que no lo traes.
Al menos espero que sepas deshacer un nudo con
las manos. También espero que no me vayas a
dejar atrás si no puedes deshacer el nudo. Bueno, y
también espero que tengas un plan para salir de
todo esto.

259
8

La oscuridad se afila. Una respiración neu-


tra tambalea en mitad de la nada. Cloe no mueve
ni un músculo. Aguza el oído. El silencio es tal
que el palpitar de la sangre en su pierna herida
retumba en el pasillo. No gira la cabeza; tan sólo
se limita a escuchar. Su intensidad sensibiliza los
pies hasta el punto de pensar que podría percibir
cualquier movimiento por la vibración que le lle-
gara a través de las suelas antes que por el oído.
No ocurre nada.
El muslo palpita. La contusión de la nariz,
que casi había olvidado, vuelve a tomar protago-
nismo en mitad de aquel devastador silencio. Res-
pira por la boca porque, al hacerlo por la nariz, el
aire silba en sus orificios nasales debido a la in-

260
flamación de su tabique. El dolor incluso contami-
na los ojos. Se humedece los labios y el chasqueo
de la lengua se le asemeja a una explosión incon-
trolada.
Decide que tiene que moverse. Levanta,
despacio, la pierna herida. Trata de alargar la zan-
cada lo máximo posible y apoya de nuevo el pie
con cuidado. La goma de los zapatos emite un
sonido agudo al entrar en contacto con el suelo.
Vuelve a prestar atención con su oído. El silencio
es total. Escucha un crujido fuera de aquel pasillo
y, por primera vez, se pregunta si será buena idea
cruzar al otro lado de la puerta. Después, escucha
a alguien chasquear los dedos por detrás. Esa es la
confirmación, pero no la necesita para saber que
los tipos que le perseguían antes están detrás de
ella. El chasquido resuena a lo largo del pasillo y
luego vuelve el silencio.
Calcula que necesitará tres pasos más para
alcanzar la puerta, pero eso será en el caso de ir en
línea recta, lo cual no es una buena idea porque las
sombras de sus pies en el resplandor la podrían
delatar. Levanta el pie trasero y vuelve a repetir la
acción. El eco de la pisada es como una…
(No es el eco.)
Como una respuesta involuntaria, siente el

261
frío metálico de la pistola en su mano y cambia de
estrategia. Lanzará un disparo al aire hacia su es-
palda al tiempo que echa a correr hacia la puerta.
Con suerte, el tiempo que les tome reaccionar y
disparar sus armas será mayor que el que ella ne-
cesite para llegar a la puerta y cruzar al otro lado.
Ha perdido la cuenta de las balas que le
quedan. Contó nueve cuando cogió el cargador, y
está segura de sólo haber gastado dos. Eso le da
una renta de siete balas. En la escalera de la planta
de abajo ha creído contar a cuatro tipos que le per-
siguen, y uno de ellos ya es una baja, pero el re-
cuento lo ha hecho sólo con las sombras que ha
visto antes. De cualquier manera, tendrá que ad-
ministrar con inteligencia la munición.
Amolda su cuerpo, girando el torso, para
apuntar a la oscuridad de su espalda. Toma una
bocanada de aire que infla sus pulmones y la ex-
pulsa poco a poco. Contará hasta tres, y a la vez
que aprieta el gatillo, echará a correr hacia delante,
con la otra mano preparada para agarrar el pomo
de la puerta. ¿Sería un pomo o un manillar?
Uno.
Apunta hacia un lado. Si son lo bastante in-
teligentes, no se estarán aproximando por el centro
del pasillo. Pero si lo están haciendo, si se están

262
acercando por el centro del pasillo, un disparo
contra la pared les distraerá y moverá el foco de
atención, aunque sólo sea por un instante.
Dos.
Desvía sus pensamientos y los aleja del
madero astillado en su pierna, con la esperanza de
que eso disminuya el dolor. En lo más profundo de
su subconsciente, sabe que no servirá para nada.
Levanta la cabeza y dirige su mirada un metro más
arriba del resplandor de la puerta. Hasta ahora, no
ha barajado la posibilidad de que esté cerrada.
Tres.

263
9

Cloe, no está cerrada, pero si vas a entrar,


entra de una puta vez.
¿Hey?

264
10

El disparo ilumina por un momento el pasi-


llo. Si Cloe echara la vista hacia atrás ahora, en-
contraría, durante una milésima de segundo, tres
siluetas irradiando luz blanca y las sombras pro-
yectadas en las paredes, como fantasmas errantes
en el vacío. Pero ella no está en eso, sino corriendo
hacia la puerta. No lo llega a saber nunca, y aun-
que el disparo no ha acertado en carne, al impactar
el proyectil en la pared, los restos de azulejos que
han saltado de ella han herido en el brazo a uno de
sus perseguidores y ha hecho que soltara el arma.
Tarda un segundo en alcanzar la puerta,
que por suerte no está cerrada. Acciona el manillar
y empuja. Una bala pasa muy cerca de su oreja
izquierda y se cuela dentro de la habitación. Cruza

265
el marco de la puerta y la cierra, con cuidado de no
colocarse de primeras apoyada
(con la espalda apoyada)
en la puerta,
(en una puerta cerrada)
pues podría alcanzarle cualquiera de los
proyectiles que han comenzado a agujerearla.
Se encuentra en una habitación con el suelo
de parqué. No se detiene a inspeccionarla, tan sólo
agarra una cama que tiene al lado y la arrastra para
bloquear la entrada. Los disparos ensordecen el
ambiente. Le quedan seis balas contra tres, aunque
duda que aquellos tipos sean los únicos a los que
se tenga que enfrentar si quiere salir con vida de
este sitio.
Al otro lado de la puerta, y aunque no lo ve
ni lo verá, la luz se filtra por los agujeros de las
balas.

266
11

–Hey.
–Hey.
–No tienes buena pinta.
–Por lo menos no estoy atada a una silla.
–Bueno, hace un rato no era yo el único.
–¿Eras tú el de los comentarios graciosi-
llos?
–Estoy aprendiendo, ¿eh?
Sonríe, y me parece un logro que lo haga
para lo jodidos que estamos. Y también por lo del
enfado, claro.
–¿Qué tal?
–Bien. ¿Tú?
–Bien.
–Guay.

267
–¿Tienes un plan?
Esto se lo pregunto mientras me desata el
nudo que tengo en las muñecas. Cuando me suelta,
agito los brazos para que entren en actividad otra
vez y me doy cuenta de que el izquierdo se me ha
quedado un poco dormido. Cuando se te empieza a
dormir el brazo izquierdo es que te va a dar un
infarto, ¿no? O algo así. Imagínate. Ja, ja, lol.
–Bueno, no exactamente.
–¿Entonces?
Cloe se asoma a la ventana de la habitación
mientras la gente de fuera empieza a aporrear la
puerta, que está cerrada (ahora sí) con candado y
con una cama que la bloquea.
–Tengo una aproximación.
–¿Una aproximación?
–Una aproximación a un plan.
–O sea, que aproximadamente tienes un
plan.
–Dicho así –Cloe se gira hacia mí– suena
mejor de lo que es.
Los golpes siguen subiendo de volumen y
suena un disparo. Creo que han intentado reventar
la cerradura y mucho me temo que lo han conse-
guido. Al volverme hacia la puerta, veo que, efec-
tivamente, la hoja está empezando a abrirse. Por

268
ahora, la cama parece resistir, pero no apostaría
mucho por ella en un concurso internacional de
camas que aguantan golpes para evitar que se abra
una puerta.23
–Vamos a descolgarnos por aquí. Hay una
escalera de emergencia.
Ella señala hacia el exterior de la ventana
sin tener en cuenta que yo no siquiera me he aso-
mado, pero nada más terminar la frase, comienza a
cruzar una pierna por el alféizar, luego la otra, y
luego la veo desaparecer hacia abajo. Vale.24 Co-
rro hacia la ventana antes de que me maten. Prime-
ro paso una pierna y luego la otra, imitando a
Cloe. Lo que veo fuera es un patio interior a unos
diez metros de altura. Hay una puerta de garaje y
23
El CICAGEAP, por ejemplo. Es un chiste.
24
Me gustaría aquí usar una expresión bastante divertida:
antes de que me maten. Es decir, lo que hago ahora es co-
rrer hacia la ventana antes de que me maten, lo cual es
técnicamente cierto porque la gente que está al otro lado
de la puerta quiere matarnos, antes o después. Me imagino,
vamos. Pero lo que me hace gracia de la expresión es lo
siguiente: por un lado, si hacer una cosa antes de que te
maten puede evitar que te maten, ¿qué otra cosa vas a
hacer? ¿No? Y por otro, si ese antes se refiere a un momen-
to de tiempo anterior a que ocurra otra cosa, en realidad,
no te estás dando muchas esperanzas. Es decir, vas a correr
antes de que te maten y luego te van a matar. Pues vaya
mierda.

269
dos coches aparcados. Cloe está casi llegando aba-
jo por una escalera de metal roja que se descuelga
desde el piso superior hasta el suelo. Me siento en
el alféizar y echo un último vistazo atrás. De mo-
mento, la cama aguanta pero la hoja se ha abierto
bastante, bastante más. Bueno, adiós, habitación
de niño con problemas. Suerte con los volcanes.
Me agarro a la escalera y empiezo a bajar
con una rapidez que me asombra y enorgullece a
la vez. También me asombra lo aparentemente
poco firme que es la escalera, ya que mi primera
sensación al asirme a ella es que va a caerse en
cualquier momento. Desde abajo, escucho a Cloe:
–Es la habitación de una niña, no de un ni-
ño.
Termino de bajar la escalera y me encuen-
tro frente a Cloe.
–¿Qué pasa? ¿Que a una niña no le pueden
gustar los volcanes?
Y, al decirlo, echa a correr a refugiarse
detrás de uno de los coches. La sigo y nos senta-
mos en el suelo, apoyando la espalda en el lateral
del vehículo y esperando no sé a qué.
–¿Esa era tu habitación? –le pregunto.
–Más o menos.
–¿De verdad?

270
Desde lo alto nos llega el sonido de un gol-
pe fuerte. Seguramente hayan abierto ya la puerta.
Veo que Cloe saca la pistola y se asoma por enci-
ma del capó. Un disparo rompe una ventanilla.
Aquí estamos a salvo, pero no creo que sea buena
idea refugiarse de las balas detrás de un coche que
puede estar lleno de gasolina. Cloe se gira hacia
mí y me da un golpecito en el pecho.
–Esa es la aproximación, máquina.

271
12

No me sorprende que Cloe de repente sea


Rambo. Ya lo he dicho. Quiero decir, es algo que
más o menos se podía prever viendo cómo se iban
desarrollando los acontecimientos. No es que se
pudiera prever muy claramente, pero lo ves y di-
ces: bueno, pues sí.
Ahora la veo rodar de nuevo hacia la zona
del capó. Yo aprovecho para asomarme también
por encima del coche y veo que uno de los tíos se
está descolgando por la escalera. Cloe dispara, mi
oído pita como nunca y veo cómo el tío cae en
picado hasta el suelo. Un flash subconsciente me
lleva a las imágenes de la gente tirándose de las
Torres Gemelas, pero en un rollo más minimalista.
–Oye, Cloe.

272
–Dime. Si me vas a venir con el cuento de
que matar está mal, que sepas que…
–No, no –la interrumpo.
Matar está mal, sí, pero hay que sobrevivir,
y yo no le he hecho nada a esta gente para que me
trate así. En serio, si algún día tengo la oportuni-
dad de ver esto con perspectiva, lo primero que
pensaré es que es una falta de respeto hacia mi
persona.
–Te iba a preguntar si no podrías… Em…
–a ver si encuentro las palabras.
–Venga, dale, tío.
–O sea –gesticulo con las manos como
siempre cuando no sé expresarme–, en vez de…
esto, ¿no podrías usar tus… poderes y tal?
Cloe se ríe. Vuelve a asomarse y yo la imi-
to. De momento la gente sigue arriba, supongo que
con miedo a bajar, al ver el camino que ha seguido
su compañero.
–¿Te acuerdas cuando estabas en Badajoz
y te dispararon el dardo?
–¿Cuál de las dos veces?
–Touché. La primera, la que no te dio.
Ahora Cloe se mueve hacia la zona del ma-
letero y abre el depósito de gasolina. Mete la nariz
y husmea.

273
–Sí. Se quedó como flotando en el aire y…
fuiste tú, ¿no?
–Ajá. La movida es la siguiente –continúa–
: podemos hacer cosas así, como detener un objeto
en su trayectoria. Pero ese objeto tiene una energ-
ía, ¿entiendes? Energía mecánica. Lo habrás estu-
diado, seguro.
Asiento con la cabeza mientras veo cómo
se quita la camiseta y empieza a hacerla un gurru-
ño.
–¿Qué haces?
–Espera, paso a paso –y sigue–. Entonces,
cuando detienes un objeto en su movimiento, lo
que estás haciendo es, por así decirlo, detener du-
rante un momento su energía. La energía no se
detiene, vale, pero es una forma de hablar.
Parece que habla sola. Mete un pico de la
camiseta en el depósito del coche.
–Así que eso puedes hacerlo durante un
tiempo limitado. Cuando dejas de, entre comillas,
actuar sobre el cuerpo, para que lo entiendas, ins-
tantáneamente su energía se recupera y continúa
su camino. ¿Me sigues?
–Sí.
Ahora se saca algo de su bolsillo. Un me-
chero. Intenta encenderlo pero sólo saltan chispas.

274
–¿En serio? –dice para sí.
A la tercera, funciona.
–Vale, entonces –continúa diciéndome–, en
realidad esa energía no puede detenerse para
siempre. Puedes ralentizarla, o pararla por comple-
to, aunque sólo durante un rato. Pero, pero, ¡pero!
–levanta el dedo y las cejas–. Pero siempre puedes
canalizarla. Eso es, canalizarla. Y así es como fun-
cionamos. Canalizamos energía externa para reci-
clarla en otras cosas.
–Para volar, ¿por ejemplo?
Vuelve a reírse.
–Técnicamente, no se puede volar. Es un
término que no existe. Puedes saltar o planear,
pero no volar como tal.
–¿Y tú qué es lo que haces?
–¿Yo? Ambas. Soy la mejor.
Vuelve a encender el mechero y veo que lo
acerca a la camiseta, que asoma desde el depósito
de gasolina.
–Espera, espera, Cloe, ¿qué vas a hacer con
eso?
–¿Ahora? Canalizar mucha energía.

275
13

–Vale, a ver, nueva aproximación al plan.


Un pasito más.
Cloe tiene en la mano un ladrillo roto que
ha cogido del suelo. Vuelvo a mirar hacia la ven-
tana y veo dos siluetas, pero ninguna amagando
con bajar.
–Coge esto –me da el ladrillo–. Cuando
cuente hasta tres, lo tiras todo lo fuerte que puedas
contra la pared. No contra la ventana, pero más o
menos en esa dirección. Y luego echas a correr
hacia aquella puerta.
Veo que Cloe señala la puerta del garaje
que sale del patio y que tiene una más pequeña al
lado para peatones.
–¿Y tú?

276
–Mi parte ya me la sé. Es fácil, ¿no?
–Sí.
Sostengo el ladrillo con la mano derecha y
trato de encontrar referentes motivacionales para
hacer mi mejor lanzamiento. Esto es parecido al
rugby, ¿no? A mí me gusta el baloncesto, pero
creo que la mejor comparación es con el rugby.
Bueno, no tengo ni idea de si en el rugby hay que
lanzar la pelota así. ¿Beisbol? En el beisbol hay
que lanzar una pelota. Algo es algo. Sigo pensan-
do que lo mejor es el rugby. ¿Lanzamiento de ja-
balina? Lanzamiento de martillo no, porque creo
recordar que ahí tienes que dar vueltas sobre ti
mismo antes de tirar el martillo, que no sé ni si-
quiera si es un martillo o si tiene forma de marti-
llo. El caso es que si me pongo ahora a dar vueltas
sobre mí mismo para tirar este ladrillo probable-
mente quede como un gilipollas y encima conse-
guiré que me disparen. Vale, entonces es como
una mezcla entre rugby, beisbol y lanzamiento de
jabalina. Bien. ¿Conozco a alguien famoso que
haga algunas de esas cosas para tenerlo de referen-
te? Seguro que en Estados Unidos conocen a miles
de jugadores de rugby y de beisbol, pero esto no es
América, aunque la verdad que varias de las cosas
que están pasando últimamente son un poco ame-

277
ricanadas, si no fuera porque son verdad. Creo que
hay un lanzador de martillo famoso que es del
pueblo de mi padre, pero ni idea. Además, hemos
dicho que de martillo no vale.
–¡Tío! ¿Puedes parar?
La voz de Cloe.
–Sí, perdón. Lanzo el ladrillo y corro. ¿Y si
la puerta está cerrada?
–Más vale que esté abierta –dice.
–Eso no me ayuda.
–Russell Wilson, quarterback de los Seattle
Seahawks.
–¿En serio?
–Tuve un novio de Seattle. Y confundes
todo el rato rugby y fútbol americano.
–Es posible.
–¿Estás listo?
Digo que sí con la cabeza. Agarro con toda
la fuerza que puedo el ladrillo. Clavo una rodilla
en el suelo y la otra pierna en ángulo recto, listo
para levantarme y echar a correr.
–A la de tres.
Cloe vuelve a encender el mechero y pren-
de la camiseta. Al principio la llama es tímida y
parece que no va a funcionar, pero rápidamente
una lengua naranja empieza a consumir la camise-

278
ta. Me preparo para la cuenta atrás.
–¡Tres!
Hostia. Me levanto todo lo rápido que pue-
do mientras cargo el brazo hacia atrás y lanzo el
ladrillo en diagonal hacia un lado de la ventana de
la manera más Russell Wilson que se me ocurre.
No sé quién eres, pero va por ti, Russell Wilson.
Entonces, me desentiendo de cualquier otra cosa
que pase y echo a correr hacia la puerta en una
carrera que se me hace eterna y, al llegar, agarro el
manillar de la puerta y lo acciono. Nada.
La puerta está cerrada.
Hay un disparo que cae muy, muy cerca de
mí. Cargo con el hombro contra la puerta porque,
sinceramente, me parece que está hecha de hojala-
ta, pero no consigo nada. Me giro para buscar res-
puestas en Cloe pero Cloe no está. La encuentro a
lo lejos, al lado del coche. Pensaba que venía
detrás de mí, pero no se ha movido de su sitio.
Intento gritarle antes siquiera de encontrar
las palabras, pero

279
14

280
15

Gris.
El sonido es gris.
Me tiro al suelo y me hago una bola.
Tapo mis oídos para evitar que me revien-
ten por el ruido.
El sonido es gris. Pero no es gris oscuro, ni
es gris cálido. Es un gris doloroso.
Nunca antes había presenciado tan de cerca
una explosión, pero la verdad es que…
Espera.
Una cosa.
¿Y la explosión?
Levanto la cabeza. Todo se ha silenciado:
los gritos, los disparos y cualquier cosa que estu-
viera pensando. Salvo esto, claro.

281
No veo nada.
¿Estoy muerto? Creo que estoy muerto.
¿Una persona muerta puede pensar que está muer-
ta?
Vale, en serio, fuera bromas, ¿estoy muer-
to? ¿Este era el plan?
Un claxon.
Me giro hacia mi izquierda y oigo arrancar
un coche. Se encienden las luces y veo dentro a
una persona haciendo gestos con la mano para que
me aparte. Bien. Me aparto. El coche da marcha
atrás, frena y acelera, directo hacia la puerta del
garaje. La atraviesa sin mucha dificultad. Sabía
que no tenía pinta de ser muy dura. Los engranajes
ceden a la mínima, y eso que el coche no había
cogido mucha velocidad. Las luces de la calle em-
piezan a entrar por el agujero. Ya fuera, veo cómo
el coche se detiene y se abre la puerta del conduc-
tor.
Cloe asoma la cabeza.
–Venga.
Corro hacia el otro lado y entro en el asien-
to del copiloto. Cojo aire. Bueno, a ver por dónde
empiezo.
–Esto… Guau.
Pero Cloe no sonríe. Miro su pierna y veo

282
que tiene un trozo de madera clavado y que la
herida no deja de sangrar. Por la ventanilla entran
las mismas luces todo el rato, pero sigo sin ubi-
carme. Cloe acelera más. Gira a la derecha, a la
izquierda y otra vez a la izquierda.
–Escucha, ¿puedes conducir? –me pregun-
ta–. Esta herida me está jodiendo pero bien.
–Sí, claro.
–Vale.
Se detiene en doble fila en una calle de un
solo carril y abre la puerta. La imito y nos cruza-
mos por delante del coche, iluminados por los fa-
ros. Me siento y ajusto rápido los espejos.
–Tú dirás.
–Yo te guío.
Sigo las indicaciones de Cloe y empiezo a
ver edificios altos a lo lejos. Veo indicaciones de
la Fira de Montjüic, del puerto y de l’Hospitalet.
–¡Lo sabía! Sabía que estábamos en Barce-
lona.
–Enhorabuena, genio. Sigue por esta carre-
tera hasta que te diga.
No hay mucho tráfico. El reloj del coche
indica que son las cinco y cincuenta y nueve de la
mañana, así que supongo que el resto de coches no
tardarán en aparecer para ir al trabajo, ni tampoco

283
los camiones de reparto, ni los taxis, que también
son coches pero con otro nombre. Como los VTC,
que también son taxis pero con otro nombre.
Buah, menuda hostia me soltaría un taxista ahora
mismo.
Aunque no estoy seguro de qué día es hoy,
así que no sé si será de diario o fin de semana.
–Oye, ¿y la explosión? Pensaba que todo
iba a reventar.
–A ver –me dice Cloe, girándose hacia mí–
. Yo tenía un mechero, ¿verdad?
Asiento con la cabeza. Cloe tiene las ma-
nos en su pierna, presionando alrededor de la heri-
da. Me doy cuenta ahora de que está en sujetador y
debe de tener frío.
–Y estaba encendiendo la camiseta que
tenía metida en un sitio, ¿verdad?
Vuelvo a asentir.
–¿Qué sitio era ese?
–¿Hm? El depósito de gasolina, ¿no?
–El depósito de gasolina de qué.
–El depósito de gasolina –pienso la res-
puesta aunque me parezca obvia– de un coche.
Cloe suspira.
–¿De qué coche?
–De este coche, ¿no?

284
–Y estás conduciendo este coche ahora,
¿verdad?
Asiento por tercera vez.
–Pues entonces, tío, claramente no ha
habido explosión.
Joder. Cloe rozando sus picos máximos de
ser borde. Me quedo en silencio, sin esperar nin-
guna palabra más de ella. Me indica que salgo por
la siguiente salida, la tomo, y un rato después es-
tamos en Tetuán. Giramos a la derecha por la Gran
Vía y subimos Sicilia hasta la Diagonal. Volvemos
a girar a la derecha, cruzamos Lepant y giramos a
la izquierda. No sé por qué me sé tan bien las ca-
lles. Un momento después, tras un par de indica-
ciones más, estamos en una carretera lejos de los
grandes edificios del centro, más allá de la Meri-
diana. Tres giros más y la carretera suburbana se
ha convertido en un camino que no deja de subir y
de atravesar un bosque.
–Es por aquí.
Señala a la derecha y tomo el desvío. Unos
cien metros más adelante, encontramos una cabaña
de madera con la luz del porche y de la planta baja
encendidas.

285
16

Los focos alumbran la cabaña. Tiene un te-


jado a dos aguas y un balcón en la planta superior.
Arriba no hay ninguna luz, así que, cuando paro el
motor y apago las luces, dejo de ver tanto el tejado
como el balcón. Cloe abre la puerta y sale del co-
che con mi chaqueta puesta encima y abrochada
hasta arriba. Antes de hacerlo yo, miro por la ven-
tana del coche y guardo las llaves en mi bolsillo.
Salgo del coche. Los árboles recortan la luz de la
luna en la tierra. Cuando cierro, se espantan unos
cuantos pájaros.
Cloe echa a andar hacia la puerta y la sigo.
Sube dos escalones hasta el porche y abre la puer-
ta, sin dudar en la posibilidad de que esté cerrada.

286
Últimamente, han existido muchas dudas sobre si
alguna puerta estaba abierta o cerrada. Lo pienso
así, sin más, como dato.
Entramos. Cruzamos un pasillo con una al-
fombra alargada mientras la madera cruje bajo
nuestros pies. La única luz que se intuye está
detrás de un marco sin puerta a nuestra derecha.
Cloe llega hasta él y se detiene.
–Hola, Tito.
Yo no veo nada de lo que hay en la habita-
ción porque también me he parado a unos pasos de
ella. Voy a imitar todo lo que haga Cloe porque ya
he aprendido que es ella quien manda. Da un par
de pasos hacia dentro y la sigo. Por fin, entro en
una especie de salón-comedor lleno de muebles
antiguos y oscuros, y con otra alfombra a juego
con la de la entrada, pero esta vez totalmente cua-
drada. En una silla, junto a la lámpara que ilumina
toda la estancia, está sentado un hombre. Es ma-
yor, bastante mayor. Viste con una chaqueta de
pana y un sombrero de cowboy. ¿En serio aquí
todos tienen que parecer secundarios de Kill Bill?
Pienso en Elvis y en si habrá aprendido a conju-
gar.
Intento hacer algo que he aprendido en las
películas y series de detectives: buscar cuadros o

287
fotos. No. Sólo encuentro a la vista una pintura al
óleo que no tengo ni idea de quién es.
–Cloe, cariño.
El viejo está fumando. Deja su cigarro en
un cenicero que hay en una mesita a su lado y se
levanta. Se acerca a Cloe y la abraza. Al pasar su
cabeza por encima de su hombro, me mira direc-
tamente a los ojos.
–Hola –me dice, sin terminar su abrazo.
–Ah, este es Pedro.
–Hola, Pedro.
Se acerca a mí, esbozando una sonrisa de
poca confianza y me ofrece la mano. Se la estre-
cho. Él lo hace con fuerza y yo no.
Tito vuelve a su sitio en la silla.
–Cuánto tiempo sin vernos, ¿no, Cloe?
–Mucho.
–Sentaos, sentaos –nos dice, ofreciendo
con su mano dos sillas, una frente a él que usa
Cloe y otra a mi lado–. Perdonad que no os ofrez-
ca nada de beber.
Vuelve a sonreír. Las arrugas se hacen y
deshacen constantemente en su piel clara.
–No te preocupes, Tito.
–Estoy ya mayor, niña, y ya… No soy el
que era –se ríe–. Cuánto tiempo sin vernos, ¿ver-

288
dad?
–Mucho –hace una pausa–. Nos ha traído
aquí Elvis. ¿Te acuerdas de él?
–Ah, Elvis. Claro.
No veo en el rostro de Cloe mucha con-
fianza pero, como siempre, dejo que hable ella.
–Le vimos en Madrid. Hay gente que nos
está persiguiendo y él…
–¿Persiguiendo? ¿Por qué?
–No lo sé. Elvis dijo que ya no servía el
suicidio, que nos querían convertir en animales.
¿Sabes a qué se refiere?
Tito coge otra vez su cigarro y echa una ca-
lada.
–Elvis nunca es muy claro.
–No –Cloe se ríe pero de una manera
autómata.
–Yo ya no sé nada, Cloe, yo ya… Estoy
viejo, ya te he dicho. La única cosa que me
preocuparía ahora sería recuperar a mi hijo.
–Tito…
–Y tú, mejor que nadie, sabes lo complica-
do que es eso.
–Tito, yo, de verdad…
–Hoy le he escuchado, ¿sabes?
–¿Qué?

289
Sube el tono de voz.
–Hoy he escuchado cómo me llamaba. Me
decía: ¡Papá, papá! ¿Y sabes que es lo que he
hecho yo? Dime, Cloe, ¿sabes lo que he hecho yo?
–Tito –susurra Cloe de nuevo–. Tu hijo no
está…
–Yo le he escuchado. Le he escuchado y
nada más. ¿Y sabes por qué? Porque no puedo
hacer otra cosa. No hay nada que pueda hacer,
sólo escucharle.
–Tito, tu hijo no está muerto.
La voz de Cloe suena ahora más fuerte y
decidida, lo cual sería una buena noticia si no fue-
ra por la tercera voz que entra en la conversación,
a mi espalda, y que hace que tanto Cloe como yo
demos un respingo:
–No, pero está en un sitio del que es muy
difícil volver.

290
17

Es una voz de mujer adulta. Me giro, sin


levantarme de la silla y encuentro a una señora en
pie, suficientemente cerca como para preguntarme
cómo no he podido oírla llegar, con un traje blan-
co y una especie de capa sobre los hombros. Vuel-
vo a mirar a Cloe, que tiene los ojos abiertos como
platos, y a Tito, que no ha mutado ni su posición
ni su expresión.
–¿Qué haces tú aquí? –pregunta Cloe, antes
de girarse de nuevo–. ¿Tito?
–Ya está bien, ¿no?
La voz de la mujer es ronca. Creo que debe
de tener más o menos la misma edad que Tito,
pero ella tiene la piel más firme. Rasgada, sí, pero
tersa. Su pelo se recoge en un moño con forma y

291
tamaño de pelota de balonmano.
–Ya está bien, Cloe –continúa–. Ha sido
suficiente.
–Que qué haces tú aquí, he dicho.
Cloe se levanta y veo que, cuando lo hace,
su pierna le recuerda que tiene un madero clavado,
porque se tambalea un instante. Palpa los bolsillos
y su cintura y no encuentra lo que sea que estuvie-
ra buscando.
–La pistola está en el coche –dice la mujer,
al tiempo que saca la mano de dentro de la chaque-
ta, con otra pistola diferente en la mano. No es que
sepa distinguir entre pistolas, pero sé que la de
Cloe era negra y esta es plateada.
Cloe cierra los ojos y suspira.
–Me lo tendría que haber imaginado. Tito,
no tienes que ayudarla. Ella no tiene nada para
ayudarte a ti. Si lo que quieres es recuperar a
Enric,…
–No, Cloe –le corta la mujer–. No es lo que
quiere. Ya sabemos que aquí nadie tiene deseos
personales, sólo nos ajustamos al bien común.
–¿El bien común? Se te llena la boca di-
ciendo gilipolleces.
Entonces, Tito, que ha cogido una vara de
metal de la chimenea apagada, azota a Cloe en la

292
herida de la pierna. Chilla y cae sobre la silla. Mi
reacción es correr a ayudarla pero la mujer, con un
toquecito de su pistola en el hombro, me detiene.
–No le hables así a tu madre –dice Tito,
cuando vuelve a su silla.
¿Qué? ¿La madre de Cloe?
–El bien común –sigue la, de repente, ma-
dre de Cloe– es saber cuándo se tiene que prescin-
dir de un ser querido. Tito sabe lo que es eso,
¿verdad?
Tito asiente.
–Y tú no dejas de dar problemas.
Cloe se incorpora. Tiene los ojos llorosos.
–¿Dar problemas? Mamá, yo sólo he inten-
tado mantenerme al margen. ¿Es que no lo entien-
des?
–Mantenerte al margen intentado ayudar a
este chico. Bueno, ayudar no. Crees que le ayudas,
pero no lo haces.
Entonces se gira hacia mí.
–Siento que te hayas cruzado con ella. Ha
conseguido que dejes de ser útil.
Le mantengo la mirada sin responder.
–¿Útil? –pregunta Cloe–. Útil, ¿para qué?
–Útil para el bien común, Cloe, ¿o es que
no lo entiendes? Hace ya tiempo que nos dimos

293
cuenta de que nuestros métodos estaban dejando
de ser efectivos. La población crece y crece, y no
podemos asumir el riesgo de actuar más de lo que
resultara normal.
Cloe se mantiene en silencio. Vuelvo a de-
jar de ser el centro de atención.
–Por eso necesitamos toda la ayuda posi-
ble. Necesitamos toda la gente posible, necesita-
mos a este chico y tantos más. Necesitamos salvar
al ser humano.
–Estás loca.
Tito vuelve a pegarle y esta vez Cloe cae al
suelo.
–Si el ser humano no es capaz de salvarse
por sí mismo, tendremos que hacerlo nosotros.
Este planeta no puede soportar a tantos de noso-
tros.
Ato un par de cabos y me decido a hablar.
–Por eso queréis convertirnos en animales.
La mujer se gira hacia mí, sorprendida, y
arquea una ceja.
–Vaya. Seguro que no sabes de qué estás
hablando.
–Yo no –respondo–, pero seguro que su
hija sí lo sabe.
La mujer se ríe en voz alta. La carcajada si-

294
lencia cualquier otro ruido que pudiera haber en la
habitación.
–No, no lo creo.
Levanta la pistola y apunta a Cloe.
–Lo siento, hija, ya no eres útil. Y, además
de no ser útil, te interpones en nuestro camino.
(Pedro.)
–Mamá…
(Pedro, ¿me oyes?)
–Mamá, ¿vas a matar a tu propia hija?
(Pedro, atiéndeme. ¿Me oyes?)
¿Cloe? Sí, te oigo.
–Lo siento, hija, pero así es como tiene que
ser. Me gustaría que no hubieras aparecido.
La madre acciona el gatillo y la bala sale
disparada del cañón hasta que se detiene, enfrente
de Cloe, suspendida en el aire.
(¿Te acuerdas de lo que te conté sobre el
salmorejo y el gazpacho?)
¿Qué?
(Que si te acuerdas de lo que te conté sobre
el salmorejo y el gazpacho, Pedro.)
Sí, sí, me acuerdo.
La bala se mantiene en el aire. Cloe la mira
fijamente, desde el suelo, y la madre también.
Ambas con el rostro serio, concentrado. Puedo

295
notar la fuerza de cada una de ellas en el artefacto
de metal, una en cada dirección.
(Todo eso de que las explicaciones también
tienen explicaciones, ¿sí?)
Sí. Cloe, ¿qué está pasando? Dime algo
que pueda hacer para ayudarte.
–Es obvio que tiene que ser así, mamá.
Eres una hija de puta. Lo que no es obvio es por
qué es tan obvio.
(Pues eso. Las explicaciones también tie-
nen explicaciones, Pedro. No tengas miedo.)
–¿Eso es lo último que tienes que decirme?
¿Llamar a tu propia madre hija de puta? Claro que
es obvio. Ya te he dicho que no eres útil.
–No, mamá. No es que no sea útil, es que
soy la mejor. Siempre me decías eso. ¿Ves? Has
conseguido que me lo crea. Soy mejor que tú, pero
eso me da igual porque soy la mejor. No necesito
compararme con nadie, y mucho menos contigo.
La mejor.
(No tengas miedo. Te lo digo porque sé
que no te vas a acordar, pero creo que te quiero.
No sé de qué manera, pero te quiero algo.)
–Niñata creída.
Yo tampoco sé bien por qué, pero…
( )

296
¿Cloe?
( )
¿Cloe?
( )
¿Hola?
Ya no noto a Cloe, y en el momento en el
que me doy cuenta de eso, ella cierra los ojos y
sonríe, y la bala sigue el camino hacia su ojo dere-
cho, atravesándole la cabeza de una manera que no
quiero describir.

297
18

Apenas tengo tiempo de reaccionar antes


de que la pistola esté apuntándome a mí. Estoy
llorando y no puedo evitar mirar el cuerpo de
Cloe, tirado en el suelo, quieto, muy quieto, y la
sangre en su cara, en mi chaqueta, y en la alfom-
bra.
La mujer se ríe.
–No, no, no.
Es lo que se me ocurre decir. Cloe, por fa-
vor, dime que me escuchas. No sé qué hacer ahora.
Si echo a correr me van a pegar un tiro pero no sé
qué otra cosa se te ocurriría. Joder, a ti se te ocu-
rriría algo. Me cago en la puta, Cloe, hazme caso.
La mujer no para de reír.
Es verdad que soy un cobarde. Porque una

298
persona que no fuera cobarde podría tener alguna
idea. Cloe la tendría, joder, Cloe tendría una puta
idea para hacer o decir o lo que sea. Aprieto toda
mi cara con fuerza y me entran ganas de gritar
para que Cloe pueda oírme.
Pero Cloe no está. Lo que queda es carne.
Las explicaciones tienen explicaciones.
Eso ha dicho. No lo entiendo. De verdad, no lo
entiendo. La necesito a ella para que me explique
las cosas claritas, porque sin ella no entiendo nada.
–Siento mucho que te hayas metido en todo
esto –dice la mujer–. Ella no era de fiar.
¿Cloe? Cloe, por favor. ¿Qué hago?
La madre recarga la pistola. Me duele que
hable de ella en pasado.
Salmorejo. Gazpacho. Verde. Naranja. Es
obvio. El pan. Es obvio, pero no es obvio que sea
obvio. Las explicaciones también tienen explica-
ciones. Las explicaciones también tienen explica-
ciones. Las explicaciones. Es obvio.
No lo entiendo. Joder, no lo entiendo, Cloe.
Va a disparar. ¿Echo a correr? ¿No vas a
parar la bala esta vez? Yo no puedo hacerlo. ¿Ver-
dad? No, no puedo. Necesito que lo hagas tú. Te
necesito a ti, Cloe.
Las explicaciones también tienen explica-

299
ciones. Es decir, que algo es obvio pero no es ob-
vio que sea obvio.
No puedo hacerlo. No sé cómo hacerlo.
Pongo todas mis fuerzas en la bala. Me la imagino,
con su forma alargada y redondeada en la punta.
De color dorado. A punto de salir.
Las explicaciones también se pueden ex-
plicar. Pero ¿cuál es la primera explicación aquí?
Cloe está muerta y yo voy a estarlo en un segundo.
El gatillo suena como una explosión retar-
dada. Lentamente, el cañón se acciona y veo salir
la bala de él. El tiempo se ha ralentizado de nuevo.
La bala se acerca, flanqueada por una nube de
humo.
Cloe está muerta, ¿esa es la explicación?
Es obvio que lo está, porque no está viva. Pero
¿qué es lo que explica eso? ¿Qué es lo que no es
tan obvio?
Trato de imaginar la bala quieta. Intento
notar su energía para detenerla.
No, no puedo. La veo a pocos centímetros
de mí y sigue su camino.
¿Salmorejo? ¿Gazpacho?
La bala entra en contacto con mi frente y
empieza a hundirse en la piel. Noto el dolor de una
herida que se abre lentamente. Grito. Grito su

300
nombre, como si aún creyera que puede venir a
salvarme.
Naranja. Verde.
El crujido que noto en la cabeza cuando la
punta de la bala toca el hueso de mi cráneo es in-
soportable. Como un martillo que, aunque ataque a
una superficie muy dura, no necesita repetir el
movimiento. Con un golpe le basta. Lo siguiente
es el cerebro y su masa nebulosa.
Pan. Obvio. Explicación. Cloe.
Cloe.
Cloe.
Ah, espera.
Espera, espera.
Espera.
Creo que ya empiezo a entend

301
19

302
303
e í l o g o
Gris.
El sonido es gris.
Me tiro al suelo y me hago una bola.
Tapo mis oídos para evitar que me revien-
ten por el ruido.
El sonido es gris. Pero no es gris oscuro, ni
es gris cálido. Es un gris doloroso.
Nunca antes había presenciado tan de cerca
una explosión, pero la verdad es que…
Espera.
Una cosa.
¿Y la explosión?
Levanto la cabeza. Todo se ha silenciado:
los gritos, los disparos y cualquier cosa que estu-
viera pensando. Salvo esto, claro.
No veo nada.

307
¿Estoy muerto? Creo que estoy muerto.
¿Una persona muerta puede pensar que está muer-
ta?
Vale, en serio, fuera bromas, ¿estoy muer-
to? ¿Este era el plan?
Un claxon.
Me giro hacia mi izquierda y oigo arrancar
un coche. Se encienden las luces y veo dentro a
una persona haciendo gestos con la mano para que
me aparte. Bien. Me aparto. El coche da marcha
atrás, frena y acelera, directo hacia la puerta del
garaje. La atraviesa sin mucha dificultad. Sabía
que no tenía pinta de ser muy dura. Los engranajes
ceden a la mínima, y eso que el coche no había
cogido mucha velocidad. Las luces de la calle em-
piezan a entrar por el agujero. Ya fuera, veo cómo
el coche se detiene y se abre la puerta del conduc-
tor.
Cloe asoma la cabeza. ¿Esto me suena?
–Venga.
Corro hacia el otro lado y entro en el asien-
to del copiloto. Cojo aire. Bueno, a ver por dónde
empiezo.
–Esto… Guau. Estoy teniendo un déjà vu
de la hostia.
Cloe sonríe, pero miro su pierna y veo que

308
tiene un trozo de madera clavado y que la herida
no deja de sangrar. Por la ventanilla entran las
mismas luces todo el rato, pero sigo sin ubicarme.
Cloe acelera más. Gira a la derecha, a la izquierda
y otra vez a la izquierda.
–Escucha, ¿puedes conducir? –me pregun-
ta–. Esta herida me está jodiendo pero bien.
–Sí, claro.
–Vale.
Se detiene en doble fila en una calle de un
solo carril y abre la puerta. La imito y nos cruza-
mos por delante del coche, iluminados por los fa-
ros. Al llegar al punto medio, me da un abrazo y
un beso. Luego sigue. Yo me siento y ajusto rápi-
do los espejos.
–Tú dirás.
–Te guío.
Sigo las indicaciones de Cloe y empiezo a
ver edificios altos a lo lejos. Veo indicaciones de
la Fira de Montjüic, del puerto y de l’Hospitalet.
–¡Lo sabía! Sabía que estábamos en Barce-
lona.
–Enhorabuena, genio.
Me da una palmada cariñosa en la pierna.
No hay mucho tráfico. El reloj del coche
indica que son las seis y trece de la mañana, así

309
que supongo que el resto de coches no tardarán en
aparecer para ir al trabajo, ni tampoco los camio-
nes de reparto, ni los taxis, que también son co-
ches pero con otro nombre. Como los VTC, que
también son taxis pero con otro nombre. Buah,
menuda hostia me soltaría un taxista ahora mismo.
Aunque no estoy seguro de qué día es hoy,
así que no sé si será de diario o fin de semana.
–¿Te duele? –señalo su herida.
–Es jodida. Vamos a tener que buscar una
farmacia abierta o algo.
–Sí, eh… O sea, eso corre prisa, pero ¿esta
peña no va a venir a por nosotros?
Cloe sonríe.
–No, de momento creo que no.
–¿No? Ah, y oye –continúo–, ¿la explo-
sión? Pensaba que todo iba a reventar.
Otra vez, Cloe sonríe y me gustaría enten-
der por qué.
–No recuerdas nada, ¿verdad?
–¿Cómo?
Silencio.
–O sea –sigo–, estábamos ahí en el patio y
tú a punto de quemar el depósito de un coche, y…
–No, no –me dice, y vuelve a pasarme la
mano por la pierna–, da igual.

310
Veo una lágrima que cae por su mejilla.
–¿Cloe? ¿Estás bien?
Ella asiente y deja caer algunas lágrimas
más, sin dejar de sonreír.
–Sí, Pedro. Todo bien.
Miro a la carretera de nuevo.
–Vale, entonces, una farmacia –digo para
mí, como intentando hacer una lista que, de mo-
mento, tiene un solo punto–. ¿Tienes Google
Maps?
–Lo que no tengo es móvil.
–Bueno, da igual. Buscamos –hago una
pausa–. Y luego, ¿qué?
–La frase no te va a gustar.
–Verás.
–Vamos a ver a alguien.
–No me jodas, Cloe.
–Pero va a ser un viaje un poco extraño.
–¿Cómo que extraño?
–Es un sitio en el que yo no he estado nun-
ca, pero sé que él está allí.
–¿A quién vamos a ver? ¿A Tito? Pensaba
que estaba aquí en Barcelona.
–No –dice Cloe, en un susurro y bajando la
mirada–. A Tito no. Vamos a buscar la farmacia,
luego salimos de esta puta ciudad y dormimos en

311
algún sitio. Y te cuento.
Pausa.
–Pero ¿entonces? ¿Con quién vamos? Si se
puede saber.
Cloe me mira. Tiene los ojos de cristal y
las mejillas brillantes. Me atusa el pelo y deja una
mueca que se parece bastante a una media sonrisa.
No me gusta que llore porque solemos asociar el
llanto a la tristeza, pero creo que lo que no me
gusta es no saber por qué lo hace, ya sea un moti-
vo triste o feliz. Todo esto en lo que nos hemos
metido es un follón de la hostia, pero pienso que
echaría de menos a Cloe. Preferiría haberla cono-
cido de otra manera, o que todo se hubiera queda-
do como al principio, cuando sólo nos fotografiá-
bamos después de follar e insultábamos a la gente
gilipollas, pero sé que prefiero esto a nada. Termi-
na de revolverme el pelo, recoge su mano y mira
hacia el frente.
–Sube por aquí, por la Diagonal. Por ahí
tiene que haber algo y, si no, a ver si encontramos
a alguien para preguntar.
Supongo que eso significa que la respuesta
va a tener que esperar.

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