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Autoridades

presidenta de la nación
cristina fernández de kirchner

ministra de cultura
teresa parodi

jefa de gabinete
verónica fiorito

secretario de políticas socioculturales


franco vitali
Héroes, la Historia la ganan los que escriben : antología de ficción /
Horacio Roberto Fernández ... [et.al.]. 1a ed. Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación, 2015.
190 p. ; 22x16 cm.

ISBN 9789873772405

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Fernández, Horacio Roberto


CDD A863

Fecha de catalogación: 15/07/2015

• Coordinación editorial: Inés Kreplak


• Asistencia editorial: Juliana Portilla
• Diseño gráfico y diagramación de tapa e interiores: Pablo Kozodij
• Ilustraciones de tapa y logo: Lula Urondo
• Ilustraciones color Microrrelatos: Diego Figueroa
• Ilustraciones color Cuentos: Pablo Pérez

• Agradecimientos: A los prejurados del concurso Nina Jäger, Agustín Montenegro y Matías Raia. A Martín
Smoje, Gaby Comte y a todos los compañeros de la Secretaría de Políticas Socioculturales que colaboraron
con la realización del Concurso Federal de Relatos: Héroes "La Historia la ganan los que escriben".

• Coordinador Programa Letras Argentinas: Daniel Mapelli


Es una extraordinaria alegría impulsar desde el Ministerio de Cultura de
la Nación la edición de esta antología de relatos finalistas del concurso federal:
“Héroes, la Historia la ganan los que escriben”. Tres mil historias participaron y
hoy, a través de la Secretaría de Políticas Socioculturales, treinta de ellas se publi-
can por primera vez para llegar a nuevos lectores. Sin duda fue un desafío reali-
zar la selección entre relatos escritos por miles de argentinos y argentinas desde
tantos y tan distintos puntos del país. Historias intensas, imaginadas, soñadas,
susurradas, transitadas, historias que en todos los casos necesitan ser contadas y
merecen ser leídas. Por eso agradecemos el esfuerzo del jurado, compuesto por
Leonardo Oyola, María Pía López, Félix Bruzzone, Juan Diego Incardona, Marina
Mariasch, Damián Selci, Cristian Alarcón, Mariana Enríquez y Cecilia Palmeiro,
que tuvo a su cargo la responsabilidad de elegir entre extraordinarias historias,
narradas en forma de cuento, microrrelato o crónica, de acuerdo con las bases
del certamen. Y agradecemos de todo corazón el aporte de quienes nos honraron
con su participación; no todos ganaron esta vez el concurso pero ganamos todos
cuando los argentinos escriben sus historias.
Los relatos llegaron desde Alta Gracia, Laprida, Plottier, Resistencia, Be-
razategui, Martínez, San Fernando del Valle de Catamarca, San José del Rincón,
San Miguel de Tucumán, San Juan, Campana, La Plata, Mendoza, por nombrar
solo algunos de los lugares de donde provienen las voces que aquí se presentan.
Voces que se dieron permiso para dejar el ámbito de la intimidad y salieron a
circular. Voces que encuentran, como nunca antes, espacios colectivos donde
pueden completar su sentido toda vez que son leídas por un otro que vuelve a
recrearlas en cada lectura. Es maravilloso comprobar hasta qué punto ha vuelto a
tener valor la palabra: el valor de ser compartida, de ser sostenida y también de
ser discutida porque, sin dudas, esto es necesario para continuar construyendo la
Argentina que siempre hemos soñado ser: plural, inclusiva y solidaria. El acceso
cada vez más igualitario al ejercicio de la palabra y su difusión es un derecho
conquistado. El impulso y el fortalecimiento de voces antes excluidas de la esfera
social ha sido una política permanente del Estado nacional. Los presidentes Nés-
tor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner nunca dejaron de trabajar en esa
dirección por el país que hoy tenemos, implementando políticas socioculturales
con las que logramos sacar fuerzas de nuestras propias cenizas para recorrer el
camino de los héroes, que saben que el sentido es siempre colectivo.
Es imprescindible que la palabra sea de todos y cada uno de nosotros. Con
mucho esfuerzo volvimos a ser protagonistas de nuestra historia; sigamos escri-
biéndola para no dejar que unos pocos la escriban en nombre de todos. Sigamos
escribiéndola para continuar viviendo con paz, con crecimiento, y sobre todo
con el gran amor hacia el otro que significa construir la justicia social. Porque
solos somos muy poco, pero juntos podemos continuar escribiendo una historia
de la que podamos estar orgullosos cuando, dentro de muchos años, nuestros
nietos se la cuenten a sus hijos.

teresa parodi
ministra de cultura de la nación
das agua 14 roberto alejandro chuit
los eximidos 20 maría alejandra araya
vivencias 28 patricio alberto cullen
el cartógrafo en 34 lucas dal bianco
su laberinto
xs/m/xl 42 nöel volonté

en el tiempo que tarda en 48 fernando raúl álvarez


abrirse una flor
fuego / mujer 56 diego schnabel
herencia de luz 62 laura scaccheri
meses 68 nuria inés giniger
tres siglos: carne, 78 cintia mannocchi
filo y espíritu
trincheras 88 horacio r. fernández
san vicente 96 diego miceli
en la boca del río 108 diego fernando suárez
wandergúman 120 flavia pantanelli
cosa funesta 132 eduardo fernández
juan "palomo" 142 aldo gabriel garcía
el capitán escarlata 154 leonardo garcía pareja
eulalia 160 claudia orefice
el último inca 168 gustavo provitina
ese hombre cualquiera 176 débora mundani
córdoba (1992). Obtuvo el primer premio
en la categoría microrrelato del Concurso Fede-
ral de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los
que escriben”.
Estudia Letras Modernas en la Universidad
Nacional de Córdoba.

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Bajaron de las naves los célebres hijos del Padre blanco. Vinieron de Ex-
tremadura a perlar el imperio, a hacerse dueños de cuanto abarcara el ojo desde
las terrazas del mundo bautizando las costas, hendiendo la tierra, sometiendo al
toloache y la coca en nombre del que a veces es tres y a veces uno.
Cuauhtémoc, el Alto Jefe, despertó entre el sopor argentino. Había en el
aire la furia de esos hombres con sed de fama, llegados de la tierra de donde na-
cen los corceles, cubiertos con placas, invulnerables.
Su hijo —que por armas había escogido la flecha, el arco y la aljaba de cace-
ría, y que guardaba en viales de madera, para hacer más letales los disparos, los
venenos de las fuerzas de la selva— entró en la tienda, agitado y a los gritos. Las
huestes estaban listas. Cuauhtémoc negó con la cabeza, sonriendo. Se vistió y sa-
lió a la noche. En la plaza abrazó al sauce, un milagro breve, y caminó luego hacia
el mar, con la solemnidad de la sierra al encuentro de los bravos, practicando una
reverencia; y en un instante, como un pasado resuelto, la sangre parda se somete
a la fiebre; la tierra abre el pecho para la estampida de los sementales; las niñas
se doblegan a los nuevos graves péndulos. La pluma del Quetzal en la aureola de
Cristo; la impotencia, más al sur, del astro inca.
Los monos lloran en las copas de los árboles.

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La Orden baja en caballo por una colina, ahora ennoblecida por el oro de
los uniformes. No son más de veinte y en la punta desfila el capitán. Lo patricio
de su armadura se distingue a la legua: grabada, como ciertos géneros ricos, con
motivos religiosos y bélicos, y adornada con pedrería turca. Está enamorado, sin
que nadie sepa, de las dos hijas púberes del verdugo de la capital, y las corteja
siempre discreto y por separado. Levanta la mano derecha y ordena, así, que se
detengan. Desmonta y camina hasta el arroyo: trago fresco del agua Mosela.
Baja también de su caballo el segundo en armas, el pastor-de-lobos, y se
arrima a la rivera en calma. Ya cerca, pone una mano sobre el hombro del ca-
pitán, se encorva para decirle unas palabras al oído, y con la otra lo apuñala,
cuchilla grande de matarife justo debajo de la axila, donde las placas de metal
no llegan. Lo desviste y vuelve al sendero. Se reanuda la marcha. Los soldados,
por mandato, ni se quejan ni vitorean, se quedan en silencio. El cuidador-de-ca-
narios, ahora segundo en armas, se pone al flanco del nuevo capitán y le estira
una bolsa de cuero con el dinero que los amotinados ofrecían al primer valiente;
monedas de ese reino y de otros, por ingenio hidráulico labradas con Atreo y De-
mofonte, con los portones de Solaris, con flores de lis, con escarabajos y tigres.
En el centro del dolor, yéndose en sangre en el arroyo, un hombre casi
desnudo sabe ahora que sólo la más chica, Jimena, vale tres Jerusalén, con sus
montañas y santuarios, con sus faunos, sus cardos, sus postres hechos con leche
de oveja y nueces. Comprenderlo vale una muerte. El verdugo sabrá entender.

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Refiere la historia que en el decimoprimer día del ramadán del año 1193
el capitán musulmán Ilhan al-Saad volvió a la ciudad de Izmir coronado de vic-
toria por la guerra santa, llevando a un flanco el legendario sable corvo que Sibt
Ibn al-Yawzi habría de historiar en los postreros capítulos de Miraat az-zaman.
Izmir, entonces, se jactaba de sus jardines tropicales, de sus bailarinas, superio-
res en audacia a las de Medina y El Cairo, y de sus mercaderes, que comerciaban
con relicarios que terminarían por adornar, tiempo después, los atuendos de los
mandarines. El héroe, todo un lujo viril, cruzó los portales y se abrió paso entre
las ramas de olivos que el pueblo tiraba a su paso.
Por la noche un relámpago bajó de los astros. Vieron los hombres la línea
violeta que dibujó en el cielo. Cuando los convidados se hundieron en el encanto,
se apagaron las lámparas y las calles de tierra se llenaron de una multitud que
marchó en silencio. Entendió el héroe que el gran dios lo quería a su lado; se
desembarazó así de la túnica, del cinturón, del gorro de fieltro azul y se sumó a
la muchedumbre, casi desnudo.
La procesión avanzó magnífica hasta las costas entre antorchas, aceites y
sahumerios y ahí, en un coro de boticarios, escribas, matronas y ladrones, Ilhan
al-Saad se hundió en las aguas a paso lento, para no salir jamás, sintiendo ya el
perfume dulce de las vírgenes que esperan arriba, dormidas, pacientes.

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san juan (1968). Obtuvo el segundo premio en
la categoría microrrelato del Concurso Federal de Re-
latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Es profesora en Letras (UNSJ). Trabaja como
columnista de El nuevo diario y coordina la ONG “El
arte nos une”. Publicó la novela Examen final (2008)
y el libro de cuentos Miradas (2012).

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“Siéntese y espere”, le dijo la empleada de mesa de entrada. Las 4 de la
tarde y a ella ni un sorbo de agua le pasaba. Gente sentada, caminando, médicos,
gente en silla de ruedas, gente con barbijo. Habían salido a las 8 de la mañana de
San Juan después del llamado: “Hay uno y sos compatible. ¿Podés estar en Bue-
nos Aires mañana a las 10hs?” “Sí”, dijo él y ninguno de los dos durmió.
Una heladerita de telgopor entra por la puerta del Hospital. Una heladerita
con faja de seguridad, sellos y firmas. El hombre que transporta la heladerita
aguarda ser atendido. Ella sale del sopor, advierte la presencia de la heladerita,
cofre de los deseos, pregunta qué lleva ahí y el hombre le contesta: “Un riñón
hay, un operativo de trasplante”. Ella le dice: “Ese riñón es para mi amor” y le
pide permiso para darle la bienvenida.
El hombre le aproxima la heladerita sin soltarla, ella le habla: Hola, no sabés
lo que te hemos esperado, ahí estás frío y oscuro pero hay un señor muy valiente
que te ha hecho un bolsillo calentito y te va a cuidar mucho.
Tiempo después, cuando el riñón arrancó, y todos festejaron la libertad
de haber cumplido la condena de cinco años de diálisis, cuando la ciencia apro-
xima la salud pero sólo la tatúa la fe, cuando agradecer al donante es la llave que
abre la cárcel, uno se da cuenta de que los sueños pueden viajar perfectamente
en heladerita.

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—La chica viene conmigo, oficial.
—¿Exposición?
—No, no, exposición no. La Meli viene a hacer la denuncia. De-nun-cia.
—No tiene nada.
—¡¿Cómo que no tiene nada?! Meli, sacate el pañuelo del cuello. Mire las
marcas: dos manos le estuvieron haciendo cariño. ¿Puede creer usté?
—¿Cómo se llama?
—¿Yo? Victoria López desde que me dieron mi DNI, tome, acá está. Victoria
porque lo considero un triunfo. ¿López? Por mi abuelita Encarnación, la madre
de mi papá que era policía como usté. La Encarna le dio de escobazos cuando
lo vio pegarme a los 7 añitos porque andaba con tacos jugando a las muñecas.
Por puto, pum, el cachetazo en la jeta que me tiró al piso y al quererme patear,
ahí vino la Encarna y santo remedio. De ella heredé eso de Mujer Maravilla y
defender a la gente. Mientras mi abuela vivió, estaba protegida, pero a los 15 me
echaron de mi casa. “A la cochina calle”, me dijo el viejo. “Cuando me llamen de
la comisaría, no voy, me entendiste, te dejo que te cojan por puto del orto”. Así
me dijo mi papá. ¿Puede creer usté?
—¿Domicilio?
—Barrio Manantiales, monoblock 3. Yo vivo abajo, la Meli arriba.
—¿A quién se denuncia?
—Al Torito, el verdulero que hace box, el morrudito pelo crespo, el que le
incendió la verdulería a la Carmela por la competición. ¡Y la Melina se mete con
él! Linda la Meli, terminó el secundario de noche. Pero se quedó embarazada del
Torito. ¡Ya tiene un año el nene!.
—Describa el hecho.
—Yo venía sintiendo escándalos y gritos hace rato, oficial, pero cada uno

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en su casa y dios en la de todos, decía mi abuela. Anoche, los gritos crecieron al
pedido de auxilio. En dos zancadas subí la escalera y eso que con taco aguja, la
Meli colgada de la baranda, y el Torito que la tenía del cogote como una gallina.
Soltala, le dije. “Salí de acá, puto del orto” Soltala, insistí, y pasó lo de la abuela
Encarna y los escobazos.
—Ah, entonces, usted intervino.
—¿Yo? Naaquevé. Fue la Mujer Maravilla. ¿Puede creer usté?

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Como chofer de la empresa de colectivos, el Sapo, unía el Centro con Mar-
quesado por la Libertador y paraba en la puerta del Regimiento.
—Sapito buenudo. ¡Cómo le vas a prestar la firma al Gómez para sacar un
crédito! ¡Te clava, seguro!
—Le quiere festejar los 15 a la hija… ¡Vos no tené sensibilidá! ¿Cómo te fue
con el nocturno?
—¡Callate, un movimiento! Operativo que le dicen. Me pasó un falcon que
entró arando al Regimiento. Pero en Buenos Aires es la cosa. ¿En San Juan? Y…
en San Juan, no pasa nada, Sapito.
El Sapo hacía nocturnos, horas extras, cubría los descansos de sus compa-
ñeros para juntar plata, quería comprarse un Siam di Tella. Esa noche de junio,
con el frío castañeteando los dientes, al dar vuelta frente al cuartel divisó una
sombra en la acequia.
—Señor, señor —una mancha de sangre con las manos atadas le hablaba.
—Subí, pibe, escondete en el último asiento —dijo el Sapo sin dudar.
A las dos cuadras, unos soldados, detuvieron el colectivo.
—Ah, es el Sapo. ¿Cómo andamos los de Boca?
—Y… ¡Con el Toto a la final! ¡Este año salimos campeones!
—¡Sapito agrandado! ¿Te estás robando el Mercedes?
—El patrón me lo deja llevar cuando al otro día me toca en la mañana.
—Ah, sos chupaculo, andá nomás.
Cuando el espejo retrovisor le devolvió la nada, el Sapo habló:
—Muchacho, la única solución es que te tiré al tren. Yo pongo el colectivo
pegado cuando haiga salido de la estación, vos te subí al capó y saltá, saltá, ¿me en-
tendé? Tomá, limpiate la cara. ¿Tenés hambre? Me sobró un sánguche de milanesa.
Las hace rica la Gladys, tenemos tres hijos. No sé quién sos, no quiero saber, vas a

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zafar. Shhh, nada, no me contés, no llorés, maricón.
El humo de la locomotora empezó a traquetear. El 1114 detrás de unos ár-
boles, arrancó. Un bulto de heridas y sueños se lanzó y cayó con los dedos en V.
El Sapo pensó que en julio se compra el Siamcito.

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santa fe (1944). Obtuvo el tercer premio en la
categoría microrrelato del Concurso Federal de Re-
latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Actualmente vive en Campana. Es Ingeniero Quí-
mico (UNL) y es Profesor en la Universidad Tecno-
lógica Nacional. Publicó Hacia el Renacimiento Edu-
cativo (2006) y Universidades para el Siglo XXI (2010).

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El bus parecía que se iba a parar. El camino era de tierra y el viento azotaba
la luneta. Las ventanillas no cerraban y entraba aire caliente y saturado de tierra.
Luis, el viajante, un auténtico héroe por sobrellevar ese ir y venir por los pueblos
de La Pampa en esos micros descangayados, conversaba con Zoilo y con Damián
que manejaba con una mano mientras cebaba mate.
Zoilo contaba que ya no podía trabajar, dominaba a los potros pero más de
uno lo tiraba y cuando la caída era sobre el pescuezo y a la izquierda, sobre el
hombro y brazo, donde los huesos estaban fuera de lugar y no se podían acomo-
dar, hacía que el dolor durara semanas.
Damián le preguntó qué iba a hacer y la respuesta fue un silencio triste se-
guido de “nada más que envejecer haciendo changas para comer”. Luis, que lo
había conocido de un viaje anterior sin tierra pero con lluvia, acollarados bajo un
paraguas, interrumpió para preguntarle por su hijo. Zoilo lo miró y dijo: desde que
no está Rosa, el pibe se las toma meses y vuelve cada tanto a ver si todavía vivo.
Siguieron en silencio respirando tierra hasta que entraron en un pueblo de
una docena de casas y pararon frente a la tienda que era también bar y ferretería.
Ahí Luis entregaría bulones, tornillos, cables, alpargatas y lamparitas, le pagarían
con un cheque a sesenta días, lo convidarían con un fernet con hielo y agua, irían
los tres al baño, Damián recibiría su paquetito con el sándwich y la coca helada y
Zoilo su salame casero semanal, pan y un bidón de jugo que el puestero le regalaba
porque le gustaban los caballos y lo había admirado. Cuando el bus arrancó, Luis
pensaba en su vida, que era una especie de epopeya tan solo transitarla, que quizás
estuviera contribuyendo a algo con su trabajo, mover la economía, que alguien pue-
da arreglar el velador, comprender que la patria pasa también por Zoilo y por quien
ahora le alcanzaba un mate, que no pudo tomar porque casi se había dormido.

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Esperé toda la semana para lo que estaba haciendo de la mano de papi. Cada
vez me sentía más rodeado de gente que caminaba como nosotros, nerviosos y
casi corriendo. Algunos con gorros, camisetas o banderas. Otros vestidos común
pero con la misma ansiedad que la mía. Mi abuelo me había contado que papi iba
sin ningún grande con dos pibitos de cinco como él. Yo había escorchado desde
los cinco, durante tres años, para hoy, al fin, poder ver un partido en serio, no
en la tele. Pasamos unas vallas con unos tipos grandotes que nos hacían levantar
los brazos para palparnos, buscaban bengalas o petardos. Pasamos otro control
y salimos al estadio que aullaba. No había visitantes pero yo sabía que algunos
se las arreglarían para gozar si no ganábamos. El empate era nada, valía ganar.
Nos costó subir y llegar casi a la mitad. Yo me veía más chico frente a tanto mu-
chachón desorbitado y empecé a sentir miedo. Papi se dio cuenta y me alzó en
brazos cuando entraron los nuestros y el estadio tronó muy fuerte con rugidos
que se entrecruzaban desde los cuatro costados.
Cuando sonó el pitazo ya temblaba. Abría grande los ojos cuando cruzá-
bamos la mitad de la cancha y me paraba en puntas de pie o pedía upa. Cuando
avanzaban los contrarios me acurrucaba contra las piernas de papi para no mirar
demasiado aunque espiaba y si llegaban al área sufría en un frenesí creciente de
desesperación si pateaban al arco. Después el alivio porque la teníamos nosotros
y así, oscilando mi ánimo, pasaron los 90 y dieron 3 más. El 0 a 0 parecía clavado
pero yo grité fuerte “vamos a hacer un gol vamos gol, gol, gol” y el grupo que nos
rodeaba empezó a seguirme “gol, gol, gol” y la ola creció “gol, gol, gol” y todo el
estadio rugía “gol, gol, gol” y de pronto, sí, un tiro a la ratonera desde 30 metros
gol, gol, gol y sentí que lo había hecho yo. Los de alrededor me alzaron en andas,
era el héroe impensado de la tarde en que el gol se celebró antes.

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“El fuego avanza” grité mientras me abría paso entre el calor y el humo ya
sin agua. Estaba de estreno con el traje ignífugo que permitía que me vistiera de
héroe y me mandé porque oía una voz desesperada pidiendo auxilio. Vi un hom-
bre mayor abrazado a un bebé. Atiné a tirarle una manta y a hablarle para tran-
quilizarlo mientras estudiaba cómo podría acercarme lo suficiente para sacarlos
de allí. Con el hacha rompí un mueble grande atravesado y ya estaba atándolo
por las axilas bien cubiertos con la manta ignífuga los dos dejándoles libre las
puntas de las narices. Empecé a tirar de la soga y llegué al balcón que crujía. Mis
compañeros desplegaban la otra manta, la elástica. Los tiré para que cayera el
viejo de costado con el bebé arriba. Cuando los sacaron y volvieron a desplegar
la manta me tiré yo y no recuerdo cómo caí.
Despertaba ahora en el hospital. Me sentía como en una nube cuando sonó
una voz cálida, era Beatriz, pero no pude verla. Tenía toda la cara vendada con una
oreja afuera. No pude tocarla ni tocarme porque mis dos manos estaban vendadas,
ni hablar pero sí oír como una melodía la voz de mi amor: “Estuviste dos días
inconsciente, te van a salvar un ojo y una estética te va a arreglar la cara, sobretodo los
labios y la boca”. Yo la miraba sin verla y pensaba que había hecho fuerza para sa-
livar mucho y mojar la carita del bebé bajo la manta. Ella seguía tratando de darme
ánimo: “Te pondrás bien, en una semana vas a empezar a notar cambios. Los injertos
van bien, disminuirán la medicación y los vendajes. Tus compañeros quieren verte pero
tendrán que esperar”. Siguió el silencio que ella hizo para comunicarnos mejor. Se
sentó a mi lado, apartó la sábana, masajeó con suavidad mi pecho, se inclinó sobre
mi oreja libre y dijo lo que esperaba: “Los dos están bien, vos los salvaste mi amor, mi
héroe”. Con un súbito palpitar acelerado seguido del ritmo suave que inducían los
remedios le trasmití emoción y paz y también que estaba feliz, muy feliz.

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*La historia de un clandestino

tres arroyos, buenos aires (1987). Es Li-


cenciado en Comunicación Social. Integra proyec-
tos de investigación sobre los estudios de comuni-
cación en la Argentina. Se especializa en violencia
política y DD.HH.

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La mañana oscura del 7 de agosto de 1974, un hombre camina con las ma-
nos enterradas en los bolsillos de su Perramus; es el encargado de abrir el local
de la JP de la calle 12, entre 45 y 46. El olor a pan caliente lo despabila, siente frío
y ganas de seguir durmiendo. Cuando dobla por 45 y alza la vista, una imagen lo
estremece, saca las manos del bolsillo y corre; frente al local, hay un cuerpo con
la cabeza despedazada por un escopetazo.
Gonzalo estaba buscando a su padre. Sabe que la noche anterior la Triple A
lo había ido a buscar a la casa —también se llevaron a su hermano—. Esa misma
mañana lo llaman del juzgado y le avisan que está muerto. Lo habían rematado
con un disparo de escopeta y arrojado frente a un local de la Juventud Peronista.

***

Llovió toda la noche. Sin embargo,desde temprano, jóvenes de distintas


unidades básicas de la ciudad, oficiales de la conspiración de 1956, miembros
de la vieja guardia de la resistencia peronista y familias enteras se acercan a la
capilla ardiente a rendirle homenaje.
Los primeros voluntarios cargan el féretro y dirigen la marcha fúnebre.
Delante de todos camina Gonzalo metido en un gamulán negro. Durante largas
horas, sólo se limita a asentir con la cabeza saludos de unos, abrazos de otros.
Pancho Molina que estuvo en el funeral cuenta: “Mirabas alrededor y era
impresionante la cantidad de gente. Nosotros avanzábamos por las calles y se
seguían sumando compañeros. Todos te contaban una historia, todos tenían una
historia con el Viejo Chaves”.
Gonzalo debe cerrar los discursos en el cementerio y despedir a su padre,
al pie de la tumba. Tiene que parecer fuerte, medir las palabras, estar a la altura

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de la multitud, del dolor, de las obligaciones.
—Los muertos no se lloran, se reemplazan. No hay tiempo para la resig-
nación —se convence. Y recuerda algo que escuchó de su padre: “Primero se
resiste, después se piensa”.

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La familia viene viajando desde hace días. De Colombia a Chile en avión; de
Santiago a Neuquén en ferrocarril. Entretanto, dedican algunas horas a recorrer
la capital chilena. Gonzalo observa el Palacio de La Moneda destruido, siente que
siempre será 11 de septiembre de 1973 e imagina a Salvador Allende resistiendo
entre los escombros, el fuego y la muerte, como ellos.
Durante su exilio —el primero— ya había tenido tiempo para sufrir la nos-
talgia de su tierra; ahora, en esa vuelta, después de visitar el Palacio de la Moneda,
entiende además que ellos, todos ellos que ahora resisten, son nostálgicos del fu-
turo, porque el desterrado vive pensando en volver y cuando vuelve se encuentra
con otro país. También sabe que en la lucha se resiste y después se piensa, esa idea
lo consuela, lo devuelve al mundo, al paso fronterizo Osorno-Villa La Angostura.
El guardia de la aduana revisa los pasaportes de la familia, contrasta la ima-
gen del documento con la cara de los viajantes, observa la fecha, los sellos. Gon-
zalo aprieta el hombro derecho de su hijo; el chico lleva una patineta que arrastró
durante todo su viaje y no soltó nunca. Esa patineta los mantiene vivos.
Los papeles están en orden y pasan; el viaje vuelve adonde se había iniciado
un año y algunos meses antes. Se fueron cuatro y regresan cinco: la compañera
de Gonzalo empuja el carrito donde duerme Julieta, que nació en el exilio, en
el Hospital Francisco Franco. La historia, a veces, tiene un sentido del humor
bastante particular.
En la patineta hay plata para vivir un año y dos juegos de documentos com-
pletos para cada uno. Julieta no necesita recordar todos sus nombres, tiene me-
nos de un año. Todavía no habla.

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Gonzalo levanta el brazo derecho y el colectivo gruñe antes de detenerse; el
chofer le corta el boleto sin dejar de mirar hacia el frente y acelera. Él se acomo-
da en uno de los últimos asientos, frente a la puerta de descenso. Una costumbre
que trae de antes, de cuando era clandestino.
Mira el reloj, sabe que salió con tiempo; había calculado el recorrido del co-
lectivo —eso también le venía de antes— había contado las dos cuadras a pie, un
minuto veinte cada 100 metros, y había sumado alguna imprevista demora a su
favor: el viaje no podía tardar más de 20 minutos. Esos números le dan seguridad.
Durante la mañana, cuando calculaba el recorrido y los tiempos de su via-
je, había estado pensando en un viejo compañero de la Juventud Trabajadora
Peronista, Zapata, que era delegado del subterráneo. Cuando estaba exiliado en
Madrid le había llegado una carta suya. Gonzalo la había leído muchas veces bus-
cando algo, un indicio que le permitiera entender eso que le contaba. Tanto re-
pasó esas líneas que ahora podía recitarla de memoria.
Toca el timbre y el micro vuelve a gruñir hasta detenerse; mira el reloj y los
carteles de la esquina. Algo salió mal, se subió al colectivo incorrecto o la línea
cambió de ruta. Cruza la avenida y espera el próximo.
Sentado en el banco de fierro sin respaldo, Gonzalo vuelve a la carta de
Zapata en donde le contaba que salía todas las mañanas de su casa, tomaba un mi-
cro, tomaba otro y bajaba. Y nunca llegaba a ningún lado. Es desgarrador, piensa.
Ojalá no se haya vuelto loco.
A las pocas cuadras se da cuenta que se ha equivocado de colectivo y se baja;
después otra vez y otra. Le voy a tener que escribir a Zapata, él me va a entender.

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buenos aires (1977). Es arquitecta y docente
de Proyecto Urbano y Diseño en la FADU (UBA).
Es poeta y realizó diversos talleres de escritura.

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Se posó sobre la púa haciéndola saltar apenas, suficiente como para impe-
dir que él siguiera con su siesta. Sabía que Sinatra no repetía lo que cantaba. Si
lo escuchaban bien, y si no allá ellos. “Come fly with me… come fly with me…” La
repetición le hacía rechinar los dientes. Le habían dicho que de tanto saltar los
discos se arruinaban y después no servían más. Ni que hablar de la púa. Desde
los ochenta no se conseguía una púa decente, todo trucho. Saltó de la cama y se
apuró hasta el living. A un paso del tocadiscos vio la mosca: gordita, tornasolada.
—Enfundada en lamé verde —pensó—. Está vestida de fiesta.
Se acercó un poco más para escrutarla. Se limpiaba la ¿cara?, se frotaba las
¿manos? Un asco. Se hacía la higiénica pero era un asco. Bajó su cara hasta tener-
la muy cerca de la nariz y se miraron. Era un reto.
Ella subió y desafiante lo envolvió en un vuelo frenético. Él la siguió con la
vista y el cuerpo hasta que mareado casi se desplomó. Apoyó la mano en una silla
y recuperando el aliento se zambulló en la cacería. Ella aterrizó en el ventilador
de techo, él trepó el sillón y estimando distancia ajustó el impulso y saltó con los
brazos extendidos. El aire anticipó el movimiento y ella despegó, él llegó al piso.
Ella esperó en un jarrón, él se incorporó de un salto y tiró de la carpeta haciéndo-
lo tambalear. Ella subió hasta un cuadro, él le revoleó un cenicero, ella lo esquivó.
Él manoteó y la rozó con el índice. Ella se posó en su hombro, él se lanzó contra
la pared queriendo aplastarla, ella voló hasta la punta de su nariz, el sopló por
instinto. Volaron hasta la cocina, primero ella después él. Se midieron. Caminó
en su dirección, ella. Pensó, él. Esperó ella. Pensó él. Comenzó a subir la mano
de a poco, arriba, un poco más. En el pináculo del envión, la mano se suspendió
y bajó a toda velocidad para atraparla en el huequito. Acercó su mano al borde de
la mesada, deslizó la otra debajo, se acercó a la ventana y la echó.

45
De un manotazo mató a la mosca. Con esto de que la vieja del B se la pasaba
encerrada cocinando pan de miel, el resto del PH se llenaba de insectos perdidos
en busca del santo grial. Abejas, avispas. Era como estar en una pradera pero
en el medio de Almagro. En el calor de enero todo se volvía más insoportable:
pegote de transpiración sumado al aire melaza sumado a la media de mujer que
evitaba que lo reconocieran. Eso lo había visto en las películas y era una precau-
ción que le había evitado más de un dolor de cabeza. Lo que le resultaba cada vez
más difícil era tratar de meterse en la casa de la vieja sin lastimarse. Parecía un
búnker. La puerta trabada con pasador. El ventilete del baño, tapiado. La ventana
de la cocina, sellada. Si en definitiva ese era el problema, la vieja estaba más pre-
ocupada por los ladrones que por respirar. Pero si uno hacía bien el camuflaje y
se encomendaba, dios siempre proveía. Entrar iba a entrar. Cuando terminó con
la media buscó los guantes quirúrgicos, no quería dejar huellas. Después tomó
las herramientas, subió a la terraza y trepó la pared divisoria desplomándose al
otro lado cerca de un malvón que zafó por poco. Había traído una soga de casi
cuatro metros y estimaba que si se descolgaba por el patio sería posible entrar
descalzando la puerta corrediza. Después habría que colocarla sin ruido en su
lugar, pero la vieja era medio sorda y solía quedarse dormida mirando la novela.
Así hizo. Ató un extremo de la soga a la escalerilla del tanque, la pasó por detrás
de las piernas y fue bajando pegado a la pared dando saltitos. Cuando llegó al
patio sacó una barreta del bolso, hizo palanca y descolocó la puerta. Ya estaba
adentro y andaba sigiloso como gato, cuando entrando en la cocina la vio: para-
da, en camisón, con la puerta de la heladera abierta. La tomó por los hombros la
zamarreó y le dijo:
—Es un asalto Doña Esther, siéntese acá y por favor no cocine más —. Ce-
rró la llave de paso de gas y con un portazo salió.

46
Otra vez no puedo dormir, el portazo de cada noche. El vecino del C cree
que va a poder pasar toda la vida salvando a la vieja. Escribir ayuda, sobre todo
cuando lo hago sin parar, como en un mantra. Las ideas se van acumulando en
esta hoja y a veces termina dándome sueño nuevamente.
Resulta curioso lo de este tipo. Le debe gustar verse como un salvador, un
elegido. Él quiere ser yo y yo quiero ser él: un tipo común. Si fuera él no me ocu-
paría de nada. Dejaría que los meteoritos llegaran a la tierra de una vez por todas.
Que cada vez que se descuelga un ascensor, llegara al piso y se hicieran todos
torta. ¿Por qué no pueden arreglarse solos y me dejan de joder? O como siempre
hablamos en terapia, si al menos yo pudiera decir no. No sé decir no. No tengo
ganas de sacar tu auto de la vía, estoy ocupado viendo la novela y tu auto con toda
tu familia adentro me importa un comino. Sería mejor no enterarse, sería más
fácil. Lo que los demás esperan puede volverse agobiante. A veces siento como si
los escuchara. Si los defraudara ya no podría mirarme al espejo. Parece como si
no tuviera opción y es ahí donde me pregunto: ¿si no tengo opción soy realmente
súper? ¿Si no puedo evitar hacer lo que hago, no soy solamente un autómata?
Programado para hacer lo que se debe. A veces pienso que no hay nada bueno
en mí, sólo actos reflejos que no puedo evitar. Ojalá fuera como los que van en
contra de su propia condición maligna. ¡Eso! Creo que sin esas peleas internas
no es posible ser realmente virtuoso. Como en esa viñeta que salió el otro día en
el diario (Nota: para la próxima sesión googlear “Limpito” de Paz). Lo que hacía
el tipo ahí sería exactamente lo contrario. Toda su mezquindad fluía libremen-
te. Ellos pueden ser mejor que yo, mucho mejor. Un tipo que frena un impulso
dañino, ése es un héroe. Y es probable que uno muy grande nazca cada vez que
alguien aguanta sus ganas de matar algo tan molesto y mínimo como una mosca.

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santa fe (1950). Actualmente vive en Bue-
nos Aires. Es realizador de Cine Documental. Rea-
lizó los documentales Compañeras reinas (2005),
De alpargatas. Historias de trabajo (2009), Histo-
rias del Barracas al norte (2011) y Campo de batalla.
Cuerpo de mujer (2013) con subsidio del INCAA.
Publicó el libro de cuentos Cuerpo de letra (2005)
y el poemario Texturas (2005). Y las crónicas y re-
flexiones en Cuando con otros somos nosotros (Mtd
y Peña Lillo, 2007) y El documental en movimiento
(Movimiento de Documentalistas, 2008).

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50
La vida pasa
Entre un abrir
Y un cerrar de ojos.

De Haikus contemplando el Riachuelo.


manuel sarratea

Cornelio se sueña pescando, de pie sobre una chata tirada por dos bueyes
en medio del Riachuelo.
Azuza a los bueyes que tienen el agua por la verija y el carretón empieza a
moverse. Sobre el piso de madera lleva un surubí no muy grande, alrededor de
30 kilos, sueña.
Siente sobre la cabeza descubierta el rigor del sol, un golpe de viento le ha
arrebatado el sombrero.
Ve al vapor que se levanta de las aguas menos profundas de la orilla.
Tiene que recorrer trescientos o cuatrocientos metros hasta llegar a la som-
bra de un ombú donde descansan, recostados en el tronco, dos negros que lo
esperan. Le resulta extraño, debieran ser ellos y no él los pescadores.
Qué vida regalada que se pasan estos, piensa.
La imagen que ve empieza a difuminarse, como si todo lo sólido se des-
vaneciera en el aire, siente temor de perder el sentido y apura a los bueyes
que se afanan enterrando y desenterrando sus patas en el fondo barroso. Las
ruedas se mueven lentamente, calcula que no debe haber avanzado más de
cincuenta centímetros.
—En el tiempo que tarda en abrirse una flor —piensa.
Sueña que ve puntos negros, siente que se hunde y escucha un ruido que

51
atribuye a que su cuerpo ha golpeado contra el piso de la carreta.
El médico deja de golpear el pecho de Cornelio y constata que no tiene pulso.
Mariano piensa que debería llorar mientras mira el cuerpo que alguna vez
creyó inmortal.

Los bueyes brillan,


¡Intensamente!
Tal como dos Carontes…

“In memoriam”
De Haikus esa pasión tan rioplatense
juan josé paso

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Locura de los
ángeles de Dios
¡en un puto infierno!

De Haikus en el atrio.
sor yacqueline

Juan José cruza la calle de la Virreina cuando ya la claridad del atardecer


es postrera.
Dentro de la casa de Francisco “el liberto” encienden una vela y él, Juan
José, a través de una ventana ve al párroco de Santo Domingo esconderse. Trata
de ocultar lo que toda la aldea conoce.
Registra el gesto aunque él no le da importancia a esas cuestiones.
Sí lo hace reflexionar acerca de que tanto él como ellos, algún día, van a
tener que arreglar sus cuentas con Dios.
Son ocurrencias que tiene últimamente. Las atribuye a los insoportables
dolores que siente en la garganta y a las tareas que imagina deberá emprender.
Para los dolores tiene opio, para la conciencia ideales. Igual cuesta.
Si todo se desarrolla como supone ¿Qué le dirá a Dios? “¡Los tuve que fusi-
lar, no había otro modo!”.
¿Y si a Él le importaran tres carajos todos estos menesteres? Los futuros fu-
silados, los amores del cura, la muerte propia y ajena… Pequeñeces en el decurso
inmemorial de los planetas.
Repara en que debe apresurarse, llega tarde a la cita con Manuel y eso lo
saca de sus cavilaciones. Desconoce que, ajeno a todo pensamiento metafísico,
este agradece el retraso ya que comenzó apoyándose a la cocinera junto al fogón

53
y culminó con sexo sobre la mesa. Ahora, conciente de su pose poco elegante,
se sube el pantalón después de haberse higienizado con el agua de la bacinilla.
Todavía se relame internamente pensando en esa hermosa morena.
A pesar de todo no ha podido relajarse. El deseo no le ha hecho olvidar su
cita con Juanjo y lo espera con cierta ansiedad para convenir las inmediatas, ne-
cesarias acciones, ahora que la contrarrevolución se ha apoderado de Córdoba.

Atormentada
independencia,
como obispo gay …¿y?

De Haikus patrióticos en ocasión de un nuevo


onomástico de la Revolución de Mayo
manuel moreno

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Cuando te da
Como un chucho
Y la vida pide cuero

De“La invención del haiku 4-5-8 en la Banda Oriental”


jaime roos

La gota desciende lenta sobre la cara morena, cae al pectoral izquierdo y


corre deslizándose sobre el húmedo cuerpo que brilla al sol.
María Josefa observa a José que trabaja en el huerto, lo hace desde la pe-
numbra de la cocina. Siente el temblor interno de su cuerpo.
Piensa que no puede ceder a la tentación. Nadie debe sospechar, menos
ahora que está embarazada. ¿Y si el bebé fuera negro? … Inspira profundamente.
Se da cuenta de que el deseo se esfumó cuando apareció el temor.
—Bernardino, Bernardino, por favor, sé rubio como un inglés —ruega al
feto o a Dios.

Mulato, negro,
Indio culiado
Peste del virreinato.

De Haikus a propósito de la pureza


benedictino carlés

55
martínez (1983). Estudió publicidad y se
desempeña como redactor creativo en una agencia.
Administra el blog La Página Que No Es De Papel.

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58
Fuega camina sin mirar atrás. Nada le importa más en este momento que
enfrentarse a ese futuro inminente que le choca de lleno la cara en forma de
viento. La revolución casi nos cuesta la vida, pero la vida no hubiese valido nada
sin la revolución. Todavía corren frente a mis ojos las imágenes confundiéndo-
se con el presente: el día que la conocí; la noche en la que, años después, nos
encontramos (¿existen las casualidades?); el sueño que me contó llorando; las
primeras manifestaciones; el primer discurso; la mañana en que todo empezó
a ocurrir; el bombardeo; los gritos y la sangre. Pero estamos acá. Caminando,
verticales al mar.
Sus huellas quedan impregnadas en el suelo; las baldosas nunca volverán
a ser las mismas. Las hormigas que las recorrían se esconden detrás de algunas
piedras y la persiguen con la vista, con respeto.
Y, de repente, frena sus pasos. Da una bocanada de aire que hace trabajar el
doble de rápido a los árboles, dejando la alquimia de lado y usando la más arcaica
manifestación de magia para generar oxígeno desde dióxido de carbono. Mira
hacia abajo. Se sienta en el suelo. Juega con una hoja seca. La rompe. Se para de
nuevo (toda la secuencia pudo haber durado una eternidad, no pude contar el
tiempo, pero ahora es casi de noche). Se da vuelta y me mira fuerte a los ojos.
Sonríe. “Ya pasó”, me dice. No sé qué es lo que pasó o lo que ya está pasando
en su mente o corazón, pero me alegro por ella, por mí, por todos. Hay cosas
de Fuega que nunca entenderé. Soy rehén de esas circunstancias. “Vamos”, me
agarra del brazo y caminamos en silencio por las calles en ruinas de esta capital,
la que nos tocó. Las hormigas se vuelven a animar a las baldosas y comienzan a
recuperar el tiempo perdido de trabajo, ellas también tienen una reina a quién
deben devoción. Ellas me entienden. Somos hermanos de una misma suerte.

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Somos la estela que un avión dejó antes de estrellarse; la última oración de
una novela jamás escrita; la constelación que dio origen a todo lo que nos rodea
y entendemos como real.
Mientras la mitad del mundo inhala oxígeno y el resto expira dióxido de
carbono. Mientras el equilibrio del universo pende de la concentración de un
profesional circense en cada movimiento dentro del sueño de Brahma. Mientras
el 99% de los mortales que caminan en dos patas y usan celulares, van a trabajar
para mantener los vicios secretos y explícitos del 1% restante, me alejo de la
historia de la que fui parte al lado de Fuega para liberar a los oprimidos. Abrimos
con los dientes la caja de Pandora donde yacía encerrado el latir revolucionario.
Lo hicimos realidad y aire para que entre en cada pulmón y viva.
Viva Fuega y el sueño eterno que al fin despertó, ayer, para siempre. Ojalá.
No volví a mirar hacia atrás por miedo a recular los pasos, el tiempo o la de-
cisión. Las palabras fueron dichas en voz alta y su vibración traspasó los límites
curvos de la tierra para perderse en el misterio del espacio y sus rincones. Ella
era fuerte como su nombre. Y así será recordada.
Hay aviones que tienen que chocar. Hay constelaciones muertas. Las fá-
bulas terminan para ganar sus moralejas. También hay personas… nobles héroes
anónimos de la historia que no serán recordados en nombres pero sí en ADNs.
Hay caminos que se repiten, en diferentes pies, para volver a darle sentido al mo-
vimiento…. Para que algunos cuerpos tengan la suerte de ganarse su alma. Fuega
ganó la suya y la quemó frente a nuestros ojos eternizándola, para que quienes
estamos hoy podamos sonreír sin culpas.
Somos quienes vemos en los espejos, y más.
Y, desde hoy, nos queda todo el futuro por delante.

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Estábamos esperando que el cielo de Buenos Aires se decidiera a llover
cuando sonó la primera explosión. Después vinieron las otras. Los pedazos de
edificio caían y sonaban secos contra el suelo. Después venían los ecos, más
graves. La gente se transfiguraba en heridos, y todo pasaba tan rápido que se
convertían al instante en estadísticas. En sangre. En dolor y olor. Los militares
estaban desquiciados y trataban de solucionar con muertes, los traumas colec-
cionados durante todos los años de su vida.
La plaza parecía una hoguera. El monumento elevaba las llamas y cubría en
negro todo el cielo. Comenzaba a llover ceniza. Y los aviones que pasaban sobre
esa capa espesa parecían pequeños meteoros con trayectorias rectas.
Salimos de aquel infierno con algunas heridas que no llegaron a sangrar
porque cicatrizaron antes. Nos sentamos en el cordón de la vereda. Ella se sacó
la campera que la protegía y dejó libre su cara. Los sobrevivientes que estaban
tirados en el piso, intentando meter todo el aire limpio posible en sus pulmones,
se levantaron hipnotizados y la rodearon. El silencio humano tapaba el ruido del
fuego. La reconocían aunque nunca antes la hubiesen visto. Era ella. Era Fuega.
La chica que había despertado de su sueño dormido revolucionario, la que había
hecho bombear la sangre con voz y palabras aquella tarde de abril, en esa plaza.
Quien les había hecho entender al fin la verdad y la que los había movilizado
hacia adelante, sin posibilidad de vuelta atrás. Jamás.
Y uno se paró y gritó: ¡Viva Fuega! Y todos se pararon y gritaron: ¡Viva!
El miedo de esa gente desapareció para siempre. El silencio no pudo conte-
ner el sonido. Y marchamos, todos, hacia adelante, hacia el futuro. Hacia la des-
trucción de aquel despotismo que nos había robado el aire durante demasiado
tiempo para recuperar nuestra esencia. A pelear. Y a ganar.

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buenos aires (1977). Es Maestra Nacional
de Dibujo. Realizó diversos cursos de restauración
de obras de arte y curaduría. Participó de obras co-
lectivas que reconstruyen la historia reciente de la
Argentina: “El Laberinto” en el Teatro San Martín
(1996); la muestra de arte “Nietos” organizada por
la O.N.U, Suiza (1997); la exposición de grabados
“Identidad hoy”, Villa Ocampo, Mar del Plata 2000.
Es Cofundadora del espacio de Arte “La Esquina”.

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Ian va a la escuela a la mañana y para llegar recorremos dos barrios.
Atravesamos una zona de pasajes con construcciones inglesas del S XIX.
Allí los pájaros cantan como en ofrenda al cielo.
Estiro mi brazo hacia el taxi, al verme enciende las luces.
El hombre al volante es mayor. Su cara está deshidratada y tiene una con-
gestión nasal.
Observo su camisa, lleva la manga doblada hacia arriba que deja ver un
brazo con tatuajes. Distingo una esvástica y me recorre un gran temor. En mi
interior aparecen imágenes de la Alemania Nazi, visualizo al dictador hablando
desde un podio, con violencia iracunda, todo en blanco y negro. A través del
espejo retrovisor escudriño los ojos del viejo.
Su mirada es oscura. Pareciera indicar la puerta de entrada o salida a un
pasado de horror. Pienso en mis padres, el día en que fueron secuestrados y su
inevitable destino: los campos de concentración argentinos. Evito volver a mi-
rarlo. Suena música clásica muy fuerte; vuelvo a los relatos de los sobrevivientes;
me siento en una cacería.
Me dejo llevar por las melodías de aquella música cortesana, en contraste
con la frenética ciudad, y con lo que mi mente ha pensado en segundos.
Vuelvo sobre Ian. Mira un mazo de cartas. ¿Ha percibido lo mismo que yo?
Se pega a mi cuerpo.
El taxi se detiene. Pago y al abrir oigo: “Que tengas buen día”
Camino shockeada y me pregunto: ¿fueron esas palabras un mensaje de
ironía criminal?

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Sigo con mi vista la curva de tiza verde, que la mano de Joaquín dibuja so-
bre el pizarrón improvisado; mi memoria selecciona de improvisto la historia de
los tres policías. Se juntaban todos los días en la esquina de la pizzería.
Como excusa cada uno llevaba un perro, y como la esquina era parte de mi
rutina, no los pude evitar.
Hacían mucho ruido pero sus carcajadas eran ante mis ojos como mudas.
Nunca me interesó de qué hablaban. Uno de ellos miraba siempre el suelo. La
mujer era impiadosa; sus ojos verdes rígidos como el juicio. El tercero era alto y
medio desbocado.
Era tal la ley de atracción que nos unía que casi enloquezco. A uno de ellos
me lo crucé en la panadería, salía con sus perritos. Mi curiosidad no se hizo espe-
rar e indagué graciosamente a la panadera. Al salir del comercio me fui con algo
más que pan en mi bolsa. Era un comisario retirado.
La parra luce fresca y radiante bajo el sol; miro a los niños jugar y el círculo
cierra en su perfección.
Eran policías retirados. ¿Por qué se juntaban todos los días a la misma hora?
La cúspide de su actividad laboral coincide con la dictadura. ¿Estaba llegando el
momento de elaborar mi perdón? Eran personas, cuidaban animales, charlaban
animadamente y se reían. ¿Buenos o malos? ¿Inofensivos o peligrosos?
Una mañana, exhausta de esta repetición, llegó a mí la claridad.
A 35 años del Golpe de Estado, recordando a mis padres, detenidos de-
saparecidos por razones políticas, les declaro a estos tres policías un toque de
queda moral.

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Cruzaba la avenida meciendo su pelo largo, legado hippie. Tenía un morral
cruzado por delante que subía y bajaba dando golpecitos en sus muslos; sus pa-
sos eran firmes como si tuviera que llegar a un lugar.
Se dirigía a la entrada del subte cuando la vi desde el taxi.
Me invadió una ola de felicidad y pensé: ¡está ahí caminando! ¡es ella! Ins-
tante seguido la confusión, y luego el miedo, me bloquearon.
Stella Maris, artista de alma y férrea militante peronista, fue secuestrada en
1977 por las Fuerzas Armadas, a solo cinco meses de haberme traído al mundo.
¿Qué hacía mi madre ese día, de vuelta en su cuerpo y a la vista de todos?

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buenos aires (1977). Es Doctora en Antro-
pología por la Universidad de Buenos Aires e in-
vestigadora del CONICET. Además de ser docente
en la Facultad de Ciencias Sociales, dicta cursos
de posgrado en la UBA y en la UNComa. Integra
proyectos de investigación sobre grandes empre-
sas y sindicatos. Escribió numerosos artículos para
revistas científicas.

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Andaba lento pisando los cerámicos fríos, casi congelados en julio. Se tam-
baleaba. Un pie descalzo adelante. La yema de los dedos, luego las almohadillas y
finalmente el talón, erizados. Ahí la temperatura se había hecho costumbre y no
dolía tanto. Lo que dolía mucho era la presión en el pie izquierdo. Su intuición le
decía que al movilizar el fémur, el congelamiento temporal no impediría en nada
aquella punzada ardorosa. Había perdido la cuenta de cuántos pasos hacía que las
yemas izquierdas, ¿o era solo el dedo gordo?, pinchaban al contacto.
Un pequeño movimiento de cabeza aún le permitía mantener el equilibrio
e intentar buscar los rastros, las pistas que le permitieran entender aquel tiro-
neo en la piel. Solo podía recordar y reconocer la puerta recién atravesada. Eso
había cambiado: la temperatura en las plantas de los pies. De un tibio y rugoso
homogéneo había pasado al heterogéneo helado. Eso era seguro y conocido: del
parquet a la cerámica se sentía así. Pero esta vez, la punzada, el dolor frío.
Al siguiente paso, la derecha se resistía, sabía que luego seguiría la izquier-
da. Pero quedarse quieto era un riesgo que era mejor no correr allí, en ese julio
invasor del piso. Terminaría todo congelado. Una sensación lo invadía con cierta
claridad: no convenía, a pesar del tormento que se avecinaba, dejarse llevar por
el deseo de quietud.
El pie izquierdo en puntita, apenas detenido frente al cerámico gélido y
rechazante, nuevamente aulló. Milésima de tiempo que movilizó el aullido desde
el dedo hasta la boca. Y se hizo señal.
Treinta y dos centímetros de diferencia. Una enormidad. Una eternidad.
Sentía que el micro tiempo de su dedo a su boca se reproducía fuera de sí, se
había corporizado en treinta y dos centímetros extras y con ellos el alivio. Julio

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se convertía en enero. La tibieza de la reparación, el calor de la respuesta. Allí
estaba, a instantes de su aullido, el Salvador.
—¡Mamá! ¡Simón aprendió a caminar y tiene una astilla en el dedo!

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Se suponía que estábamos preparados o al menos esperando que algo así
pasara. No exactamente así, pero de ese estilo.
Salimos por el ruido. No estábamos para nada con las cacerolas, nada que
ver. No nos gustaba eso de hacer ruidos con lo que hubiera. Hacía años que íba-
mos bastante organizaditos. Siempre un bombo y hasta un redoblante. Incluso
megáfonos y hasta a veces camión con micrófono amplificado. Eso sí, siempre
con banderas. No era que no supiéramos que estaban mal vistas. Al contrario,
formaba parte de la rebeldía. Nos daba bronca que nos dijeran "sin banderas" o
"bájenlas". Olía a claudicación.

Creo que no sentíamos que a veces generábamos distancia. Lo decíamos


cuando hablábamos o escribíamos: el "no te metás" y el "sálvese quien pueda".
Cada vez, explicábamos la historia por allí. Pero creo que en el fondo nunca nos
lo creímos del todo. No era lo que nos pasaba a nosotros.
Por eso fue una sorpresa rara. Lo esperábamos o lo deseábamos. Al final
ambas cosas se parecen o se confunden en la experiencia. Y salimos con los rui-
dos, tímidamente hasta la esquina.
No teníamos ni idea de qué quería decir "estado de sitio". Claro, nos sonaba
a dictadura, a terrorismo de Estado. Pero técnicamente no sabíamos. Así que
llegamos despacio, pero volvimos rápido a buscar algo, que después terminó en
chatarra con que acompañar el sonido a madera, metal y plástico que se mezcla-
ba en la vereda.

No sólo vimos nuestra esquina. Había miles de esquinas. Una sorpresa in-

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creíble. ¡Caminamos más de sesenta cuadras a eso de las nueve de la noche y no
había cómo organizar una columna! Risueño, hoy. Anticipaba.

Bajaban y bajaban; subían y subían. Eso se sentía: movimiento.


Y cambiamos en una noche.

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En la esquina de Bernardo de Irigoyen y Rivadavia, se olían intensos los
gases, pero no se veía nada. "¿De dónde estarán tirando?". Igual seguíamos e
igual seguimos. Otra corrida más y nos desencontramos. Casi no se veía nada, o
se veía pero no se entendía esa repentina soledad compartida. Un zapato suelto.
De mujer. En plena avenida. Nadie lo agarró. Y volvimos sobre nuestros pasos.
Avanzar. No éramos tantos y aparecían dudas sobre la cantidad. —¿Esto
servirá para algo? —nos preguntábamos. Podían, sí, podían hacernos mierda.
Avanzamos todo lo que pudimos, mientras nos reencontrábamos. Sentía-
mos una felicidad inmensamente incertidumbrada, que nos provocaba temor o
desconcierto.
Al rato, volvimos. Pero ahora cruzamos 9 de Julio y ya éramos de nuevo
muchos. Y la escalinata nos recibió como mirador. Éramos muchos. Y apareció
una bandera nuestra. Y la algarabía conocida, de cantos y aplausos y saltos y
abrazos y sonrisas y brazos y puños.

Algo pasó. No puedo recordar cuándo empezaron los disparos. Pero baja-
mos de las escalinatas, (como habíamos aprendido en el jardín de infantes, des-
pacito y sin empujar al compañerito) y cruzamos la plaza en diagonal.
Miré hacia arriba. Las ventanas —balcones franceses de por ahí— con miro-
nes. El calor del 19 de diciembre los hacía salir. Me parecieron estar a gusto con
la muchedumbre. Le pregunté al Flaco:
—¿Así fue el Cordobazo? —. Tendría ganas de estar haciendo historia,
supongo.
—Y… En cantidad de gente, capaz… —. Ridículo, no iba a ponerse en

75
esa situación a explicarme la enorme diferencia. Pero necesitaba oír su voz,
me tranquilizaba.
Ahí sí, ese sonido infame, tremebundo.
—Caminemos un poquito más rápido —me dijo con una tranquilidad con-
movedora. Ya no se respiraba nada, se escuchaban gritos, estruendos. Y me sen-
tía ciega con los ojos abiertos.
—No veo, no veo nada —intenté que sonara cierto, para que me protegiera.
—Si querés parar, paramos, sino, seguimos rapidito, yo te llevo del brazo
—me salvó.
—Sigamos.

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buenos aires (1985). Es Profesora y Licen-
ciada en Historia. Publicó artículos en Revista del
Instituto Gino Germani (UBA), Revista Archivos
Ciencias de la Educación (UNLP), Revista Questión
(UNLP), Anuario de la SAHE, Revista Sociedad y
Equidad (U. Chile). Fue premiada en certámenes
literarios de temáticas históricas y políticas. Actual-
mente se desempeña como docente en escuelas se-
cundarias e institutos terciarios de Hurlingham.

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Puedo dar fe del coraje de la negra porque aquel atardecer yo estaba ahí,
como otros, esperando por sus servicios en el campamento de Navarro, hacién-
dome el despistado, tomando mate. Doy fe porque me tocó matarla.
Según contaban, la negra venía con las tropas desde el Uruguay, aunque
muchos no la habían visto antes. Contaban que era muy buena en su trabajo,
higiénica y silenciosa. Entre las otras cosas, limpiaba, cosía y cocinaba. Sus ser-
vicios eran indispensables entre los hombres cansados y solos. Así que soldados,
cabos y sargentos la tenían en su consideración. Se decía incluso que los rangos
superiores la requerían por su delicadeza y suavidad que no eran de negra ni de
prostituta. Todo lo escuché y de manera lamentable no lo comprobé. Y me había
lavado especialmente.
Como se avecinaba tormenta, los soldados nos guarecimos bajo la línea de
toldos. Nos extrañó que la negra no saliera, pero por un raro sentido de digni-
dad ninguno habló. No hacía falta, nos acomodaríamos por orden de llegada.
La guerra parecía haber terminado, después supimos que estaba empezando. La
ansiedad daba lugar a la necesidad de un alivio rápido. Los grados superiores
también lo verían así porque de golpe escuchamos el grito del General. Un grito
de dolor. Inmediatamente salió corriendo de la carpa, a medio vestir, tomándose
sus partes íntimas.
Minutos después fui llamado junto a otros soldados. La negra fue arrastrada
de los pelos y llevada a la sombra de los sauces. Se corrió el vestido con fiereza
y dejó los pechos al aire. “¡Disparen!”, gritó. “¡Que sepan todos que la hija del
Capitán Antonio Videla hizo sangrar al cobarde asesino de Dorrego!”
La ejecución habrá sido cerca de las seis y media porque era la hora de pre-
parar el fuego. Joven e ignorante, no supe entonces quién era tal Capitán. Cuando

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con el tiempo me anoticié mejor, y el tiempo pasó, me vinieron las dudas. Ahora
ya soy viejo y no sabré nunca si luché en el bando equivocado.

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Uno de los inspectores, vestido con traje negro, golpeó insistentemente la
puerta plateada pidiendo que se le abriera de inmediato en nombre de la ley. Sus
zapatos no fueron los apropiados para un piso cubierto de sangre. Resbaló y cayó
con tan mala suerte que su nuca golpeó contra unos tambores llenos de huesos
y pezuñas. Murió. Del otro lado, los hombres con cuchillos empezaron a inquie-
tarse, a saber lo que les esperaba.
La acusación fue de desacato, resistencia y homicidio no premeditado. Mi
bisabuelo se declaró responsable absoluto de las consecuencias del atrinchera-
miento en su frigorífico, sin embargo los treinta obreros dijeron haber realizado
un pacto en conjunto, sin líderes ni órdenes, en defensa de la fuente de trabajo y
en lucha contra las injusticias del gobierno de Justo. Veinte años les dieron.
Como se suponía, el pequeño frigorífico pasó a manos inglesas que lo des-
montaron, tal era la intención de las corruptas inspecciones nada interesadas en
que mi bisabuelo pagase el doble de salario en comparación a otras empresas
extranjeras en el rubro.
No todos sobrevivieron a la cárcel y a la deshonra de ser llamados asesinos.
Y al salir, en 1954, el país se había convertido en otro, pero por corto tiempo.
Mi bisabuelo consiguió empleo en el frigorífico Lisandro de la Torre y en 1959
falleció de un infarto, unos días después de la famosa toma en la que, de nuevo,
agarró un cuchillo buscando defenderse.
Las medias reses colgadas y el filo ensangrentado no serían las imágenes
genealógicas más apreciadas por una persona como yo: amante de los animales,
pacífica, y biempensante. Allí se encuentra la razón por la que me resistí en mi
naif juventud a conocer mejor los hechos y a comprender lo que representa mi
bisabuelo. Ahora, ya adulta, quienes me hubiesen podido contar algo más han
muerto o, peor, han sido anestesiados por las injusticias.

83
Apenas con veintitrés Mario cantó envido, seguro de que Marcelo no tenía
nada. Anotaron los puntos y siguieron la partida simulando no escuchar lo que
decían en la radio. El agua ya estaba tibia, pero Marcelo no se atrevía a pedir
otra botella y obligar a Mario a que tomase el bastón y fuese a la cocina. Menos
se iba a animar a pedirle permiso para abrir la heladera y ver dentro lo que ya
sabía. Tantos años de conocerse y no lograba quebrarse la barrera entre vecin-
dad y amistad.
Marcelo se secó la frente sudada. Mario quedó mirando el reloj plateado
que en el movimiento se desprendió de la muñeca rolliza de su vecino, y Marcelo
lamentó la involuntaria ostentación de llevar puesto un regalo caro de su difunta
mujer; traía días malos y recordarla lo reconfortaba.
El as de espadas en la mesa y los palos y sirenas en la calle. Al escuchar unos
gritos Mario ocultó la mirada entre las cartas e intentó frenar las lágrimas que
terminaron por empañar sus lentes de cerca. Ya no pensaban en el juego ni en el
calor. Las noticias desde la radio se emitían de forma agitada, veloz.
—De acá a la estación son pocas cuadras —dijo Marcelo.
—No más de siete. Tardaríamos bastante, yo con esta pierna y vos con
tu peso —explicó Mario mientras disimuladamente tanteaba las monedas en
el bolsillo.
La joven voz de la locutora habló del estado de sitio. Mario se puso a contar
las monedas en la palma. Las manos le temblaban. Atento, Marcelo lo tranquilizó
acercándole el bastón y diciendo con sereno convencimiento:
—Vamos.
Nunca se movían del barrio y sólo salían de la casa a comprar.
Tomados del hombro se ayudaron en el paso. El corazón y los pies pesaron

84
en el camino, y de pie, en el tren, les pesó todo el cuerpo hasta que dos chicas
les cedieron los asientos. Luego, un colectivo. Llegaron extenuados. La Plaza de
Mayo les pareció tristemente hermosa: vallada; sucia; llena de gente unida, de
recuerdos de otras Plazas y de esperanzas.

85
87
quilmes (1960). Obtuvo el primer premio en
la categoría cuento del Concurso Federal de Relatos
“Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Es diseñador gráfico. Obtuvo varias distincio-
nes tales como el premio del Concurso IPS (2011),
el premio Biblioteca Mariano Moreno de Bernal
(2013), el premio “Ars Creatio - Una imagen en
1.000 palabras” (España, 2014); el premio SADE
Zona Norte (2014) y el premio Biblioteca del Pa-
raná (2014). En septiembre de 2014 editó su pri-
mera recopilación de relatos, Cuentos a escala.

88
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal
de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida.
julio cortázar, “La noche boca arriba”.

Era un verano de siestas interminables y noches aburridas. Mi amigo Juan y


yo le pedimos permiso a mis viejos para armar la carpa en el fondo de casa como
habían hecho los de al lado; para vivir la aventura del campamento de mentira,
sin tele ni luz tenue de velador ni colchón cómodo ni beso de buenas noches.
Papá estuvo revolviendo los estantes del desván hasta que encontró su equipo
de mochilero. Había pensado en regalarlo pero desistió, tal vez por la vergüenza
de hacerse el generoso con cosas inservibles: la mochila y la bolsa de dormir no
hubieran resistido ni un fin de semana en Chascomús. La carpa estaba vieja, rota,
apolillada; así y todo, para nosotros era más que suficiente. Mamá nos dio comida
para racionarla durante la estadía y llenó las cantimploras con gaseosa.
Fuimos hacia el fondo con la carpa. Juan creía que podíamos armarla por
nuestra cuenta, pero el intento resultó un fracaso. Después de un par de horas
sólo habíamos logrado meternos debajo del techo, que había caído sobre nues-
tras cabezas como si se arrojara un lienzo sobre un mueble arrumbado. Papá nos
ayudó a terminar con la tarea de forma más o menos decorosa y se fue a la casa,
ahí nomás, demasiado cerca para nuestros sueños de independencia. Cuando ce-
rró la puerta del fondo sentimos que había empezado la aventura.
La primera noche fue pura adrenalina; en la segunda, y en las que se su-
cedieron, la libertad sin límites que creímos haber ganado se fue empapando

91
de normalidad. Para combatir la monotonía nos imaginábamos en vísperas de
la batalla final. El desembarco enemigo era inminente y nuestro campamento
era la trinchera perfecta. Discutíamos estrategias de defensa, planificábamos
ataques devastadores y por un minuto nos sentimos tan héroes como los del
manual de quinto grado. Esas noches nuestros corazones latían con fuerza. Cos-
taba conciliar el sueño; algo parecido a la felicidad andaba rondando el fondo de
lo de mis viejos.
Cuando uno es chico cree que entre el fin de las clases en noviembre y
los primeros días de marzo hay tiempo suficiente para vivir varias vidas. Aquel
era un simulacro inocente, sin pretensiones. Los del otro lado de la medianera
siempre fueron más reos que nosotros; en el último enero se habían jactado de
dormir a la intemperie y sin que merodearan adultos. Juan y yo jugábamos a ser
tan valientes como ellos.
Una tarde, por hacer algo nomás, Juan revoleó una piedrita por encima del
muro y los de al lado contraatacaron con un terrón de humus fresco que se des-
hizo sobre nuestra tienda de campaña.
Cada tanto se arrojaba algo desde un lado y al instante llegaba el contraata-
que. A veces tirábamos bolitas de canto rodado inofensivas; el enemigo respon-
día con piedras arrancadas del contrapiso.
Una noche revolearon un cascotazo sobre la espalda de Juan. El moretón en
la clavícula se desdibujó en una semana. El intercambio de agresiones tenía un
lado positivo. Disparaba una fantasía: Juan y yo contra el mundo.
Después de aquella noche fuimos más cautos, al menos por un tiempo no
volvimos a tomar la iniciativa. Cuando los sapos callaban, hacíamos silencio para
escuchar las voces que llegaban del otro lado de la medianera. A veces no parecían
los pibes de siempre. No hablaban como chicos, discutían en tono castrense con
aires de grandeza, pasaban horas rememorando epopeyas que ni ellos se creían,
invocaban un pasado heroico y se erigían en súbditos de un reino con las asen-
taderas puestas en el mito de la invencibilidad. El cambio despertó curiosidad

92
en Juan, que cada tanto trepaba el muro para espiarlos. Como en la guerra de
verdad, empezaron a usar uniformes con estampados de camuflaje y unas répli-
cas demasiado perfectas de metrallas que seguramente eran de juguete. Otro día
ataron un trapo negro a un palo a modo de pabellón, con dos tibias y una calavera
pintadas de blanco. Para no ser menos, nosotros clavamos una banderita argen-
tina de las que se usaban para alentar a la Selección.
Entonces, vinieron tiempos de guerra fría. Entre Juan y yo crecía la con-
vicción de que los del otro lado del muro se estaban pertrechando para el ata-
que final.
Una noche de tormenta nos pareció escuchar un ruido extraño, como si
algo hubiera detonado cerca de la carpa, pero por precaución, o porque prefe-
rimos no enterarnos de lo que estaba pasando, decidimos no salir. Era raro que
mis viejos no vinieran a ver en qué andábamos; además, aunque no teníamos
forma de saber cuánto tiempo había transcurrido, calculábamos que las clases
ya deberían haber comenzado. Había cambios en el paisaje, como si el verano
hubiera muerto. El pastito húmedo de noches tibias ya era escarcha, el frío calaba
los huesos y ni Juan ni yo teníamos más que lo puesto: un pantalón corto, una re-
mera desteñida, una bandera celeste y blanca, unas zapatillas Flecha. La carpa no
era impermeable —nunca lo fue, había confesado papá aquella noche en la que
nos ayudó a armarla, pero en ese momento no nos pareció relevante—. A poco
de empezar a llover el techo de lona se cargaba de agua; unos minutos después
los charcos que se formaban en el interior la volvían inhabitable.
Una mañana nos despertó un ruido que no era habitual, como si un batallón
entero hiciera sonar los tacos al juntar los pies. Al rato izaron tan alto su bandera
que pudimos verla desde este lado de la medianera. Nosotros quisimos hacer lo
mismo. Improvisamos un mástil con una vara de paraíso pero al fin de sema-
na siguiente se desató un vendaval que volteó el palo mal clavado y desarmó la
carpa, que luego reconstruimos pobremente y sin ayuda. Miramos hacia la casa,
seguramente mamá tendría abrigos y comida, pero detrás de la bruma no se veía

93
nada; todo parecía estar demasiado lejos.
Desde aquel día, en cada amanecer, la bandera enemiga trepaba con frenesí
marcial por un mástil altísimo; escuchábamos himnos de guerra que cantaban a
viva voz dos gargantas roncas. En un inicio parecían dos, luego fueron diez, luego
cientos, más tarde, miles. A cada God save the Queen no sabíamos dónde meter-
nos: mirar hacia la pared nos infundía temor.
La aventura había dejado de ser divertida. Ya no se veía el sol, nos rodeaba
un velo blanco oprimido por el hielo que pisábamos y por un techo amenazador
y cerrado de nubes espesas.
Una noche se desató un viento fortísimo; parecía que la carpa no iba a
resistir más. Llegaron las luces del día: no habíamos podido pegar un ojo. En
medio del delirio por el hambre y el insomnio decidimos intentar el regreso.
Todavía quedaba algo de la comida que nos había dado mamá, pero la racioná-
bamos en porciones tan pequeñas que se nos había cerrado el estómago. A la
mañana siguiente salimos de expedición. Caminamos por senderos de aguanieve
y el terreno desparejo nos obligó a cambiar el recorrido; seguimos huellas que
parecían atajos y resultaron desvíos. Luego de mucho andar, volvimos a encon-
trarnos con la carpa. Sin darnos cuenta habíamos cerrado el círculo sobre noso-
tros mismos. No volvimos a intentarlo, era más seguro esperar allí que desandar
caminos inciertos.
A esa altura lo único que deseábamos era tener señales de vida, aunque
fueran del enemigo. Entonces le propuse a Juan: —Tirémosle una piedrita a los
de al lado. Juan fue a buscar las municiones. Encontró un canto rodado chiquito
que arrojamos por encima de la medianera. Cayó suavemente, como pidiendo
permiso. Dos minutos después recibimos una andanada de bombas que hicieron
cráteres en la escarcha del invierno más largo.
Juan trepa la pared y agota sus fuerzas en el intento. Yo ni siquiera soy
capaz de reconocer a mi amigo. Juan no parece un chico: tiene ojos vencidos,
barba de días, ojeras que parecen dibujadas en la cara. Expone ante mis ojos una

94
delgadez que asusta. Asoma la cabeza por encima del ladrillo más alto del muro
y lo bajan a ráfagas de metralla. Se desmorona sobre el hielo como esos muñecos
que se usan para reconstruir caídas al vacío. Entonces a la mierda con la bandera
del Mundial 78; levanto un trapo blanco tan alto como puedo, con el terror inva-
diendo mis tripas. Desde el muro asoman cientos de cascos gurkas.
Antes de convertirme en prisionero les pido un minuto. No conozco la
lengua de ellos, pero de alguna manera me van a entender; les pido un minuto
para cavar una fosa con mis últimas fuerzas, enterrar a mi amigo debajo de la
escarcha y clavar dos maderos, para tallar en ellos un nombre y una fecha: Juan,
junio de 1982.
Algún día vamos a juntar el coraje necesario para mirar hacia atrás. Bastará
con que alguien empiece. Al rato lo seguirá otro, y otro, y otro, hasta ser millo-
nes. Hasta que todos sepamos que, en el fondo de lo que era mi casa, la patria
ganó un héroe.

95
buenos aires (1985). Obtuvo el segundo premio
en la categoría cuento del Concurso Federal de Re-
latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Es veterinario y músico. Estudia Licenciatura
en Letras en la UBA y participa de talleres de escri-
tura creativa en Casa de Letras. Actualmente, está
trabajando en su primer libro de cuentos.

96
Para Rita,
estés donde estés

Es un hombre. Está sentado en un sillón, frente a un escritorio lleno de


papeles, trabajando. Es flaco, petiso, medio pelado, con grandes anteojos negros.
En una de sus manos cuelga un cigarrillo que no fuma. En la otra, una lapicera.
El hombre sale al jardín. Toma un jarrito con agua y se pone a regar sus
lechugas. Están saliendo los primeros rebrotes. El viento silba con rabia y hace
temblar las pequeñas hojas verdes. Es un otoño frío, desolador.
En el fondo de la casa hay un inmenso laurel, un aljibe seco y unos eucalip-
tus que murmuran como la lluvia fina. Atardece. El hombre termina de regar y
levanta la cabeza. Algunos pájaros sobrevuelan el terreno. El cielo está negro y
las nubes son tan espesas como impenetrables. Sin embargo, el hombre alza un
dedo y dibuja algunas constelaciones. Con un solo movimiento, delinea las cabe-
zas de Cerbero, el esqueleto del Dragón, la furia de Hidra, la espada de Perseo.
Luego vuelve a la casa. Toma unos papeles del escritorio y se sienta en el sillón,
preocupado (“invirtiendo”, “invirtiendo ese camino”, “han restaurado ustedes”,
“ustedes”, “la corriente de ideas”, “ideas e intereses de minorías derrotadas”).
La habitación está a oscuras, apenas iluminada por el sol de noche. No hay
luz eléctrica. El hombre estira su mano y tantea en la superficie del escritorio
hasta que encuentra una botella. Es un whisky escocés. Lo agarra con desgano
y toma un trago áspero. Después anota algunas líneas en unos papeles. Subraya.
Corrige. Piensa.

99
De pronto, alguien golpea la puerta. La casa entera retumba, como si fuera
una cueva. El hombre se sobresalta y asoma un ojo por la ventana: hay una som-
bra en la calle. Inmediatamente, abre el cajón del escritorio y saca una Walther
PPK, calibre 22.
—¿Quién es?
—Estoy buscando al profesor de inglés.
La voz del visitante es indecisa, oscilante, como si estuviera agonizando.
El hombre no contesta, duda por un instante, pero finalmente abre la puerta. Un
viejo de saco y corbata está parado en la vereda. Tiene la cabeza gris, el rostro
cansado y un bastón entre las manos. Su mirada es ingenua y parece perdida en
el tiempo.
—¿Norberto, no? —dice el viejo.
—Sí, pasá.
—Disculpe que no lo reconozca fácilmente. Apenas veo el amarillo, algunas
sombras y algunas luces.
El hombre le extiende una mano y lo guía con delicadeza por el interior de
la casa, como si fuera su lazarillo, hasta ubicarlo en una silla, frente al sillón. El
hombre también se sienta y apoya la Walther PPK sobre la mesa, junto al tablero
de ajedrez.
—Además, usted me hace acordar a esos personajes de las novelas rusas —
continúa el viejo— que cambian de nombre permanentemente. En pocas hojas,
Raskólnikov puede ser Rodión, Rodia, Ródenka y Rodka.
El viejo habla con soltura, como si estuviera hablando con un amigo de toda
la vida. Dice que una vez empezó a leer Guerra y Paz, y de repente se dio cuenta
de que esos personajes no podían interesarle, que no desea esforzarse cuando
lee, sino divertirse, y que si tuviera que elegir entre la literatura inglesa y la rusa,
se quedaría con la primera.
—Prefiero Dickens —sentencia el viejo.
El hombre no contesta. Sigue sentado en el sillón, con los ojos en la ventana,

100
persiguiendo constelaciones (“Colmadas las cárceles”, “las cárceles ordinarias”,
“crearon ustedes en las principales guarniciones”, “guarniciones del país”, “vir-
tuales campos”, “campos de concentración”). Luego sirve un poco de whisky en
un vaso y se lo ofrece al visitante.
—Cuando venía para su casa —continúa el viejo— me tropecé con muchas
palomas. Las reconocí por sus aleteos y por su olor. Defecaron sobre mi ropa.
—No son palomas —dice el hombre, con voz seria, ahuecada, como salida
del fondo de un pozo—. Son buitres.
El viejo se queda en silencio. Acaricia su bastón. Sonríe con una mue-
ca demorada.
—Disculpe mi ignorancia, pero no sabía que había buitres en Buenos Aires.
—Hay en todo el país.
—No estaba al tanto. Será porque no leo los diarios —el viejo toma un sorbo
minúsculo—. Nunca vi uno, ¿cómo son?
—Son despiadados. Comen carne humana, viva.
El viejo sigue acariciando su bastón, con impaciencia. Su mirada está con-
centrada en un punto indefinido, ubicado entre los papeles del escritorio y la
botella de la mesa. Mientras tanto, la noche avanza lentamente. En la casa ya no
se distinguen las personas de los objetos. El hombre se levanta y desaparece en la
oscuridad. A los pocos minutos, vuelve iluminado, con una lámpara de querosén
en la mano, deshaciendo sombras.
—¿Sabías que les gusta la música? —pregunta el hombre.
El viejo se queda pensando. Luego comenta, incrédulo:
—Eso lo leí en algún lado… —el bastón se eleva del piso y señala al hom-
bre. —¿Kafka?
—No te estoy hablando de libros, ¿me creés que les gusta?
El viejo no contesta.
—Te lo voy a demostrar.
Entonces se pone de pie y cierra todas las ventanas de la casa. Abre el cajón

101
del escritorio y saca un pequeño maletín. Lo apoya sobre sus piernas y, al levan-
tarle la tapa, desnuda una máquina de escribir. Una Olympia portátil. Después
enrosca una hoja en el rodillo y se pone a tocar las teclas:
Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto des-
pués que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos
casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud ge-
nocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.
Las teclas suenan con violencia como si fueran martillazos contra el papel.
Poco a poco, los buitres comienzan a aparecer. Los primeros dan vueltas alre-
dedor del jardín, sin acercarse demasiado a la casa. Son blancos y negros, con la
cabeza pelada y el cuello encorvado. Luego llegan los demás, en bandadas atrevi-
das, que se acumulan en las ventanas, en el techo y en las puertas. Rápidamente,
las aves se transforman en una masa voluminosa de bestias que tapan el cielo,
como una nube negra. Tan pronto como el hombre deja de tocar, los buitres se
alejan. Salvo uno, que permanece colgado del laurel.
—Nunca había escuchado nada semejante, ¿no le da miedo?
—A veces, sí.
—Usted me impresiona —dice el viejo, con su sonrisa tenue, remota— pa-
reciera estar disponible para cualquier aventura.
El hombre saca la hoja del rodillo y la apila junto a las otras. Cierra la tapa
del maletín y lo guarda en el cajón del escritorio. Antes de sentarse, toma otro
trago, con determinación.
—Yo también puedo contarle algo curioso —dice el viejo.
—…
—El hecho ocurrió hace unos días, a principios de marzo. Serían las once o
doce de la noche, yo estaba acostado en mi cama, con los ojos entornados, hundi-
do en pensamientos inconfesables. Me encontraba casi dormido, en esa frontera
imprecisa que separa el sueño de la vigilia, cuando de pronto, tuve una revela-
ción. Ignoro si fue un trance místico o si efectivamente fue un viaje en el tiempo,

102
a lo H. G. Wells. Lo cierto es que pude ver el futuro, en su compleja inmensidad.
El viejo suspira, acaricia su bastón, convida un poco de su sabiduría. Dice
que, en ese instante gigantesco, ha visto millones de actos deleitables y atroces
(y aclara: con absoluto predominio de los segundos). Dice que su memoria es
frágil, que no alcanza a recordar ni una fracción infinitesimal de todo lo que
vio y que tiene enormes dificultades para llegar al centro de su relato. El viejo
hace una pausa y toma un trago. Después retoma el hilo de la conversación con
verborragia, como si el último vaso de whisky le hubiera refrescado la memoria,
súbitamente. Entonces viene la lista: un catálogo prolijo de los sucesos más so-
bresalientes que ocurrirán en el porvenir. El viejo dice que vio la cólera del mar,
azotando pueblos; la cura para el cáncer, escondida en un cofre; las muchedum-
bres de América; un poniente en el Tánger; un titán resquebrajado (era México
D.F.). Dice que vio el collar de Al-Naseur VII, derretido por las llamas de un
volcán; el odio de los monjes Feyrïnes; el ocaso de un Imperio, de dos, de tres, y
el nacimiento de otros nuevos, más salvajes. Dice que vio al mundo repitiéndose
a sí mismo, dando vueltas en un círculo infinito. Así, el viejo enumera y enumera
por varios minutos hasta que se le seca la voz.
—Vi monstruos inefables, devorando herejes. Vi sangre fresca, en la esqui-
na de mi casa. Vi los sobrevivientes de una batalla.
Si el hombre le hubiera respondido “amén” o alguna frase equivalente, no
habría desentonado con la conversación. El viejo habla como si fuera un santo,
como si dominara el lenguaje de los dioses. Pero el hombre no dice nada. Está
absorto, mirando por la ventana, sosteniendo su cabeza con una mano. Luego
se levanta y comienza a caminar alrededor del visitante. Enciende un cigarrillo
y lo fuma con desprecio, amontonando el humo en el ambiente. Durante varios
minutos, nadie dice nada (“en la política económica”, “no sólo debe buscarse la
explicación de sus crímenes”, “de sus imperdonables crímenes”, “sino una atro-
cidad mayor”, “que castiga a millones”, “con la miseria”, “la miseria planificada”).
—¿Me estaba escuchando, Norberto? —reprocha el viejo, despejando el

103
humo de su rostro.
El hombre detiene su marcha, apaga el cigarrillo y se acomoda otra vez en
el sillón. No sabe si el viejo alcanza a verlo, pero igualmente lo mira fijo a los ojos.
—¿A qué viniste? —dice el hombre, severo.
El viejo se ofende, pero no pierde la cortesía:
—A conversar con usted. Acaso también, si me concede un último capri-
cho, a desafiarlo en una partida de ajedrez.
—No es momento para jugar —responde el hombre, con fastidio.
En el jardín, el buitre abre sus alas, de una punta a la otra, abrazando al
viento, y se deja caer. Ni siquiera aletea, más bien flota por el aire hasta posarse
en la ventana. Es todo negro. Parece una sombra camuflada en la opacidad de la
noche. Está inmóvil, en posición de alarma, pendiente de todo lo que sucede en
el interior de la casa.
—Tal vez estaba distraído, pero hace un instante le dije que vi a los sobre-
vivientes de una batalla —dice el viejo, su sonrisa ahora se mueve entre la ironía
y el enigma.
—Sí, te estaba escuchando.
El viejo hace una pausa artificial, ensayada.
—Bueno, debo confesarle que usted no estaba entre ellos.
El hombre levanta sus anteojos, frunce el ceño y se frota los párpados con
los dedos. Está inquieto pero no sorprendido. De modo instintivo, enciende otro
cigarrillo. Lo fuma con ganas, como si fuera el último. Al instante, el humo acu-
mulado se fusiona con el nuevo, inundando toda la habitación. El viejo sacude el
aire con su bastón. Se rasca la nariz. Tose.
—¿Podríamos abrir la ventana? —suplica el viejo.
—No sería muy conveniente.
Entonces el hombre se levanta y le sirve más whisky al visitante. Luego
da media vuelta y camina hacia la ventana, deteniéndose a pocos centímetros
del vidrio. El buitre sigue del otro lado, implacable, con las garras aferradas a la

104
pared. Su cuerpo es imponente y no permite contemplar el jardín, los árboles, el
cielo (“Reduciendo, congelando”, “congelando salarios”, “a culatazos”, “mientras
los precios”, “los precios suben en las puntas de las bayonetas”, “aboliendo toda
forma”, “toda forma de reclamación colectiva”)
El humo pronto se desvanece, aunque deja un olor residual, a tabaco que-
mado. El visitante recupera el aire perdido y saborea otro trago.
—¿Recuerda el caso Dreyfus? —dice el viejo, no sin soberbia.
El hombre ya ni lo mira.
—A Zola le valió el exilio, las calumnias y, desgraciadamente para sus lecto-
res, una muerte misteriosa. Esa fue su elección.
El hombre cierra los ojos. Respira hondo.
—Si usted empleara su ingenio en otra dirección, podría burlar su propio
destino y así continuar su obra. De ese modo, evitaría que su voz se evaporase
en el silencio.
El hombre balancea su cabeza de un lado a otro, en señal de negación. Está
agobiado, pero no tiene ánimos de discutir. Entonces se aleja de la ventana y
camina hacia la puerta. La abre sin disimulo, exagerando el ruido de las llaves. In-
mediatamente, una ráfaga de viento se entromete en la habitación y hace flamear
las cortinas. El viejo se estremece. Estornuda.
El buitre que antes se posaba en la ventana, ahora está en la calle, frente a
la puerta, vigilando.
—¿Leíste a Rulfo, no? —dice el hombre mientras se acerca a la mesa.
—Con fervor.
El viejo saca un pañuelo de tela y se limpia la nariz. Luego lo dobla con
prolijidad y lo guarda en su saco. Cuando el hombre llega al borde de la mesa,
extiende su mano por encima del tablero de ajedrez y agarra la Walther PPK. La
coloca en el bolsillo trasero del pantalón. Después se acerca al viejo y lo levanta
de las axilas.
—Tal vez no te acordabas, pero los muertos también pueden hablar —dice

105
el hombre mientras lo sujeta con fuerza de una mano.
El viejo se paraliza. No puede hacer otra cosa que descargar su peso sobre
el bastón y caminar en la dirección que le impone el hombre.
—Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare —improvisa el viejo— yo conver-
so con ellos a menudo.
El hombre vuelve a balancear su cabeza, resignado. Con indiferencia, acom-
paña al visitante hasta la puerta y lo suelta en la vereda. El viejo pierde el equili-
brio, pero no llega a caer. Mientras tanto, el buitre aprovecha para acercarse unos
metros. Sus pasos son lentos pero firmes y dejan huellas profundas en el camino.
—¿A qué tipo de inmortalidad aspira usted? —pregunta el viejo, desafiante,
desde la calle.
El hombre mete la mano en el bolsillo y saca la Walther PPK. La sostie-
ne con una mano, firme, perpendicular al piso. Del otro lado, el viejo espera,
desorientado, con los ojos llenos de inocencia, interpelando al vacío, mientras
el buitre sigue avanzando hacia la casa. Entonces el hombre levanta el arma y
apunta (“sin esperanzas”, “sin esperanza de ser oído, escuchado”, “con la certe-
za de ser perseguido”, “pero fiel al deber, al compromiso”, “al compromiso que
asumí hace mucho tiempo”, “de dar testimonio”, “testimonio en los momentos
difíciles”). Antes de que el buitre se metiera en la casa, el hombre se aferra a la
puerta y la empuja con todas sus fuerzas. Inmediatamente, la cierra con llave y
se queda detenido, durante un tiempo impreciso, sosteniendo el picaporte. Lue-
go se dirige al baño y se refresca la cara con agua helada. Está agotado, pero no
tiene sueño. Cuando vuelve a la habitación, mira por la ventana: no hay nadie en
la calle. Después abre el cajón del escritorio, saca el maletín y lo destapa sobre
la mesa. Afuera, ya se escuchan los batidos de las alas, merodeando la zona; los
aullidos de las bestias, cada vez más cerca; el crujido de las garras, sobre el techo
de la casa. El hombre no retrocede: toma asiento y enciende un cigarrillo; coloca
una hoja en la máquina y comienza a escribir.

106
107
rosario (1968). Obtuvo el tercer premio en
la categoría cuento del Concurso Federal de Relatos
“Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Es profesor de Historia, egresado de la UNR
y vive en Plottier, Neuquén, desde 1995. Es autor
de Cuentos de Historias…lejanas (Educo, 2009) y co-
laboró con el diario La mañana de Neuquén con la
serie Terra Incógnita. Imaginar la historia, pensar la
revolución. En 2015 publicó Los Gajos de la Mandari-
na, ficciones históricas para trabajar en nivel medio.

108
21 de febrero. 1811
Mi nombre es Juan Bautista Azorpardo, comando una flota de tres embar-
caciones y hace dos días zarpamos de Buenos Aires. Santa Fe será la primera
escala. Nuestro destino está más allá de Corrientes. Manuel Belgrano espera los
refuerzos prometidos para su expedición. Llevamos provisiones, animales, mu-
niciones, pertrechos, almas y voluntades. Cien hombres tripulan el Bergantín 25
de mayo; setenta la Invencible; apenas veinticinco puede soportar la América, la
balandra que no consigue mantener el ritmo de la flota.
Tengo órdenes de tomar los buques realistas que encuentre a mi paso y
sumar naves a la expedición. Ruego que esto nunca ocurra.

22 de febrero.
Las sogas están bien, las velas han sido correctamente desplegadas, la ve-
locidad del viento es aceptable, el color del cielo no amenaza tormentas pero
la fuerza de la corriente es un verdadero problema. El estado de los cañones es
deplorable. La pericia de los marinos para manejar los barcos no existe.

24 de febrero.
San Nicolás quedó unas millas al sur. La falta de vientos y la fuerza de la
corriente en los recodos nos tienen frenados. Ayer ordené soltar anclas. No de-
bemos retroceder un paso.

25 de febrero.
Los vientos contrarios empeoran la situación. No existe embarcación que

111
pueda remontar el río en estas condiciones.

26 de febrero.
Cinco de la tarde. Una columna de polvo indica la proximidad de un jinete.
Mando a cargar los cañones y la maniobra desnuda la falta de pericia del cuerpo
de artilleros.
El jinete se detiene en la costa y adivino la información que trae. Envío una
chalupa. De regreso me avisan que siete buques nos persiguen. Intuyo que debe
guiarlos Jacinto de Romarate. Y eso es grave.

27 de febrero por la mañana


No es sensato enfrentarlos. Hay que continuar. Pero la flojedad del viento
y la corriente nos obligan a maniobras estériles. Es inútil. Vencidos por la calma
completa y sin un plan alternativo, ordeno soltar anclas nuevamente. Estamos
dos leguas más arriba de San Nicolás.
Once y media de la mañana. Las noticias las envió el capitán de San Pedro.
A las ocho, y con buenos vientos, los buques de Montevideo pasaron frente al
pueblo. Ahora falta poco para el mediodía. Seremos alcanzados tarde o tempra-
no. Será mejor elegir dónde. La angostura de San Nicolás es el mejor lugar para
enfrentarlos. Ahí tenemos dos ventajas considerables: la corriente a favor y las
primeras brisas que soplan hacia el sur.

27 de febrero por la tarde


Al llegar a la angostura no vemos señales del enemigo. Doy órdenes al co-
mandante Hubac de abandonar la América e instalar una batería en tierra con
cuatro cañones de ocho libras. Le asigno dieciséis hombres de tropa y, en la reta-
guardia, San Nicolás provee cincuenta milicianos. Enfrentarán cualquier intento
de desembarco y buscarán lastimar a sus cazadores con todo el daño que puedan
causar desde la costa.

112
Fondeamos de costado a la Invencible. Situamos la América en la última lí-
nea de combate, en el paraje donde dobla el canal. Las dos embarcaciones quedan
con la proa aguas abajo y junto a las barrancas. La Invencible, en las riveras del
pueblo; el 25 de Mayo espera en la costa de enfrente. El lugar parece inmejorable.

27 de febrero por la noche.


La escuadra española espera en la isla de Tonelero. Los espías me informan
que navegan con Cisne a la vanguardia, el buque insignia. La otra nave es Belén.
Los faluchos son el San Martín y el Fama. Aranzazú es apenas una sumaca y los
dos buques restantes son embarcaciones menores.
Estamos anclados en el canal oeste, todavía no fuimos descubiertos. Ya es
noche cerrada. El comandante del 25 de mayo me sugiere soltar anclas y escapar
río abajo. Son palabras sensatas. Pero Romarate nunca abandonará la persecu-
ción. Tampoco hay tiempo de avisarle a Hubac ni de cargar la artillería.
La noche se ha detenido en su hora incierta. Algunos dicen que Dios está
dando vuelta la página del libro de los días y poniendo nuevamente el mundo en
marcha. Los primeros segundos son cruciales, marcarán el destino de la jornada
completa. Y así es. La hija del viento, esa brisa que no es más que una especie de
suspiro, infla las velas de los buques. Son los primeros rumores del nuevo día:
telas agitadas por la brisa y el mecer crujiente de las naves que parecen desper-
tar. La brisa es española, sopla favorable y le regala a la división de Romarate la
fuerza que necesita para llevar sus naves hasta la boca del canal.

28 de febrero
Jueves. Sin brumas, nieblas, ni rocíos, los enemigos se ven con nitidez. In-
tento adivinar sus movimientos y reconocer las naves. En la humareda del com-
bate las insignias no significarán nada porque no existe una bandera de la revolu-
ción. Ambos bandos buscaremos destrozarnos utilizando estandartes españoles.
Todavía no son las ocho. Una lancha se aproxima con el distintivo de

113
Romarate. La pequeña embarcación queda al alcance de nuestros cañones. Están
reconociendo y verificando nuestra posición. Los muchachos de la tripulación
disparan fusiles y arcabuces. Levantan el agua con chasquidos dispersos hasta
que una de las balas perfora una pierna enemiga. Ahora sacuden los remos y
ganan distancia. Pero nuestra posición ya está verificada.
Y la brisa caprichosa es solo eso, una intervención insolente. Porque se hizo
invisible y no volvió durante esa tarde pegajosa.
Son las cuatro. Cisne abre fuego y un cañonazo sin bala sobresalta la impa-
ciencia de propios y extraños. Incontables bandadas de pájaros estallan en las ar-
boledas y pajonales aleteando el aire entre cantos, chirridos y gritos. Solo es una
señal, un gesto, puedo comprender. No tarda en desprenderse un bote que rápi-
damente suelta los últimos aparejos a estribor. Se trata de un parlamento, segura-
mente una intimación. Formalidades, bravuconada, fanfarronerías del españolito.
Cuando la embarcación llega hasta nosotros para hacer oír la voz de los
remeros, se detiene. El griterío de mis hombres apenas deja entender el mensaje.
Elegí no acallarlos. Es mejor así. Los mosquetazos repiquetearon en el agua y la
torpeza de los remeros en retirada causó un tipo de gracia extraña, esa de las que
insufla valor en aquellos que se intuyen tan cerca del final.
Las palabras del manifiesto que no pudieron leernos deben ser las mismas
que escuché en Buenos Aires. Seguramente se declaraba traidores a todos los que
tomaran armas en defensa de la Junta "subversiva", así la llamaron. Para declarar-
nos traidores y sobre todo cobardes.
Por respuesta, bajé las banderas de España e icé banderas rojas en los más-
tiles al tope de trinquete, en cada buque. Son las señales que quiere Romarate, el
vizcaíno. Será un combate a muerte y sin cuartel.
Y nada más ocurrió. Anochecimos observándonos.

1 de marzo
Ahora los vientos son nuestros. Estas ráfagas, y la corriente a favor, nos

114
llevarían hacia Buenos Aires con la velocidad de un rayo. Pero no estamos aquí
para escaparnos.
La lucha se iniciará cuando los vientos caprichosos soplen desde el sur.
Cuando la división Romarate infle sus velas y sacuda los buques adormilados en
el sopor que preludia los combates. Y si los colores del cielo no me engañan, todo
eso ocurrirá mañana.

2 de marzo
Son más de las siete y media de la mañana. Cisne y Belén se mueven. Están
virando para tomar el canal por el medio y alcanzarnos exactamente por donde
planeo. Los dos faluchos siguen a la par de los bergantines. Las naves buscan
entrar en combate. Se desplazan con resolución sobre nuestra línea de batalla.
Ya estamos a tiro, ambas partes. Los primeros estruendos revientan desde
la costa. Hubac grita sus órdenes y sus carronadas retroceden escupiendo fuego
y metralla. Sus artilleros vivan y aplauden cada descarga aunque por ahora, los
proyectiles, levantan columnas de agua. Los bergantines de Romarate continúan
avanzando con la lentitud de las grandes máquinas de guerra. Nuestros buques
refuerzan la violencia de Hubac. Ahora ya no hay disparos y silencios. La armada
española truena de un extremo al otro en esa danza que generaliza un redoble de
todos los calibres. Hubac empieza el segundo ataque. Bouchard grita como loco
y el 25 de mayo tiembla hasta los mástiles con cada cañonazo.
Nosotros esperamos. El fuego se hace general, parece caótico pero es tan
calculado como mortífero.
Los buques españoles navegan muy próximos a las barrancas. La corriente
los empuja hacia la costa. Veo que los oficiales al mando gesticulan a sus mari-
nos en medio de la niebla ensordecedora de las descargas. Una y otra vez bajan
algunas de sus velas para que el viento no los arrastre contra las paredes de tie-
rra. La corriente los empuja con una fuerza ruidosa. Una bala de los cañones de
Bouchard alcanza el casco del Cisne. Las astillas revientan el aire y perforan parte

115
del velamen. Romarate lucha contra la tozudez del agua, los vientos revueltos y
una descarga de furia que no cesa. Las maniobras se complican y los berganti-
nes comienzan a frenar su retroceso. El grito de un marino asomado a la borda,
en la popa de babor, anuncia la información que Romarate ya tiene que haber
adivinado: los bancos de arena y el fango espeso de los riachos. El combate es
nuestro. Con sus buques varados, levemente inclinados a estribor y bajo el fuego
de nuestros cañones, Romarate debe imaginar el peor final.
Hipólito Bouchard agita banderas y me sugiere soltar anclas para iniciar
una ofensiva inmediata. No abandonaré mi posición. Bouchard no sabe nada.
Yo, sí. El esfuerzo de los españoles es formidable. Son animales enjaulados. La
corriente que los encalló en la arena también hace su parte para salvarlos. Si
tuviéramos artilleros diestros haríamos un desastre completo. Pero después de
las primeras descargas no tenemos coordinación, conocimiento ni pericia para
sistematizar cañonazos repetidos. La artillería de Hubac, desde la costa, perma-
nece en silencio desde que las naves vararon. No llegan hasta ellas sus cañones
de a ocho libras.
Primero se desprende Belén. Endereza sus mástiles inclinados a estribor. En
el acto pone sus aparejos en facha, para que el viento hiera las velas por la cara
de proa. Las maniobras son perfectas. Logra escapar del fuego y fondear lejos del
combate. El Cisne, menos feliz que su nave compañera, sigue sufriendo nuestros
disparos por más de dos horas. Cuatro balas se introducen en el casco y quiebran
algunos aparejos de la arboladura. Pero los hombres del Cisne no se dan por ven-
cidos. Trabajan en la cubierta como si la tormenta mortífera fuera una tempestad
en altamar. Con sogas tiradas desde la costa, palos hundidos en el fango, postes
clavados en la arena, cañonazos disparados al aire, movimientos de velas y un
hormigueo de marinos que saben qué hacer, Cisne consigue desencallar. Flota
herido río abajo, dándose prisa para reunirse con los faluchos y la Belén, que lo
esperan a la distancia, en el lado este de la isla.
Romarate ha retrocedido solo un instante. Los vientos continúan y no

116
tardarán en volver. Estiro el catalejo y observo. Confirmo lo que sospecho. Las
órdenes para los oficiales son replicadas en gritos de alerta. Todos en sus puestos,
recarguen los cañones, nadie abandone su lugar, reparen los daños, atiendan a los
heridos. Las banderas de señales se agitan claramente para Hubac y Bouchard.
Nada ha terminado.

2 de marzo por la tarde.


Son las tres. La escuadra de Romarate, con sus velas desplegadas a pleno,
vuelve al canal, las siete embarcaciones vienen juntas con una decisión que asus-
ta. Romarate ha cometido errores que no repetirá. El Belén trae la delantera y se
encamina directamente contra mi nave. Ahora nos quieren abordar.
Los proyectiles nos alcanzan por la banda de babor. Disparan con balas
calentadas al rojo vivo. Con algunas cubetas, mi tripulación intenta apagar el
incendio que amenaza con llevarse todo. Y el fuego se generaliza.
No estamos preparados para este choque. La revolución podrá improvisar
muchas cosas, pero en momentos como estos, la falta de coordinación es sinóni-
mo de desastre. La mitad de la artillería no sirve. La sordera provocada por los
primeros disparos cortó la comunicación entre los propios artilleros.
Los proyectiles españoles han comenzado a perforar el casco de la Inven-
cible. Los ataques de metralla que vomita el Belén lastiman, destruyen y matan.
Sangre y humo es todo lo que puede verse en la penumbra de los puentes y en la
luminosa cubierta de mi buque. El Cisne, tremolando el gallardetón de Romarate,
y con proa sobre el 25 de Mayo, sostiene una descarga de fuego y destrucción que
no tiene piedad.
Los proyectiles de Hubac no lastiman, no dañan, erran sus objetivos o no los
alcanzan y cuando dan en el blanco no parecen efectivos. Son calibres menores,
balas de tres kilogramos y se están terminando. Pronto sus baterías enmudecerán,
avergonzadas. Veinte disparos más y el oficial de la revolución es un espectador
de rodillas. Su América está recibiendo impactos que le abren un boquete en la

117
proa. Comienza a inundarse y su tripulación no tarda en abandonarla.
El fuego se ha concentrado en el 25 de Mayo. Los tripulantes de Cisne logran
abordarla. Es el fin.
Ahora es mi turno. Nuestro turno. Nos abordan desde todos los flancos. La
lucha en la cubierta se extiende por dos horas hasta que la situación es insoste-
nible. El combate es menos ruidoso. Comienzan a desaparecer los gritos. Somos
cada vez menos los que combatimos. Ocho hombres ilesos, de los cincuenta
con que había iniciado la lucha, son toda la tropa que me queda. Voy a volar la
Santa Bárbara pero los heridos me suplican que no lo haga. Estamos rodeados
en nuestra propia cubierta. Soltamos las armas y, sin rendirnos, logramos man-
tenernos dignos.
Romarate, quien alguna vez fuera mi amigo, se abre paso entre sus hombres
y, diciendo palabras que no quiero escuchar, me da un puñetazo. En un susurro
cercano al suelo oigo cuando dice “lo quiero encadenado”.

5 de marzo
Con sus buques pesados, los capturados y cinco de tráfico, pasamos al otro
brazo del Paraná. Allí se divide su escuadra. Romarate me lleva a Montevideo
mientras los faluchos navegarán libremente hasta Asunción.
Voy con sesenta y dos prisioneros. Río arriba, los faluchos abastecerán a los
enemigos de Manuel.

***

Leo estos escritos cuya última fecha es 5 de marzo. Por mi condición de coman-
dante me han permitido conservar el cuaderno. Lo terminé de escribir con un trozo
de carbón. Pero ya no queda y no me proveen tinta ni pluma. Así que el resto no hago
más que recordarlo y repetirlo.

118
Al llegar a Montevideo, fui enviado a bordo de la fragata "Proserpina" y bajo
partida de registro, a los calabozos de Ceuta, en donde permanezco cautivo compar-
tiendo la celda con el Inca Juan Bautista Tupac Amaru. Lamento que Belgrano no
haya recibido los auxilios prometidos. Sabe Dios, los mártires que se ha llevado a su
lado, los sobrevivientes y mis enemigos que, en la boca de aquel río, hemos hecho lo
imposible por cumplir esa misión.

119
olivos (1966). Estudió fonoaudiología en la
Universidad de Buenos Aires. Es ama de casa y es-
critora. Realizó talleres con diversos escritores de
renombre. Obtuvo distinciones en el concurso Ma-
ría Elena Walsh (2012), certamen literario Manuel
Mujica Láinez (2013) y los concursos literarios de
Lomas de Zamora y el Victoria Ocampo (2015).
Participó de la antología La frontera durante (Edi-
ciones Outsider, 2014) y publicó Haceme lo que
quieras (Ediciones Outsider, 2015).

120
Con cuidado, casi en penumbras, porque la nena duerme, Marga tira de la
media con las dos manos y la sube casi hasta la rodilla. El relámpago ilumina por
un momento la habitación y enseguida el trueno, tan cerca: los vidrios de la ven-
tana tiemblan. Todavía no empezó a llover, pero ya hay ese olor a tierra mojada
que dice que si no es acá, a dos cuadras o tres, deben estar cayendo las primeras
gotas. No importa lo que le digan, ella va a ir igual. ¿Qué tiene de distinto esta
noche de cualquier otra? Un poco de lluvia, nada más. ¿Acaso no son las noches
todas iguales para Alicia también, en donde sea que esté? ¿O ella tendrá descan-
so, tendrá esperanza, tendrá algo, por el hecho de que afuera llueva?
La media va subiendo por la pierna. Se tuerce, se gira y a la altura de la
rodilla es un bollo inmanejable. Marga se la saca con fuerza, casi se la arranca,
la arruga y la tira a un rincón. Después, la busca, la desenrolla y la mira un rato
largo, colgando de sus manos. Como las piernas de un ahorcado, piensa.
¿Qué diferencia hay en que llueva o no llueva?
¿O Alicia, donde sea que esté, se dará cuenta si llueve o no, si es verano o si
es invierno? Quién sabe cuál va a ser la noche. ¿Y si es justo esta la noche en que
alguna de las pibas de la parada, una nueva, recién llegada de algún otro lado, de
Tucumán o de Costa Rica o de San Fernando, reconozca la foto de su hija?
Se sienta con cuidado en la cama para no despertar a su nieta que duerme
atravesada, con un poco de fiebre. Marga se da vuelta, la mira. A pesar de la
suavidad de los movimientos, la nena se sobresalta, ronca una vez o dos porque
tiene la nariz tapada y gira sobre el colchón, dándole la espalda. Vuelve a poner
el pie en la embocadura de la media a tirar despacio, para arriba.
Lo mejor para una noche como la de hoy, piensa, es ir por Balvanera o

123
por San Cristóbal. Constitución también puede ser. Cualquier cosa, si se larga el
chaparrón con todo, se mete debajo de la autopista. La lluvia da para charlar con
las otras porque los clientes vienen menos, pero ellas igual se quedan, a cuidar
la parada.
Se inclina un poco hacia adelante y mete otro pie en la media, después la
va subiendo otra vez. Así, inclinada, el pecho contra las rodillas, gira la cabeza y
mira a su nieta dormir: suda, tiene el pelo pegado a la cara. La boca abierta, los
labios un poco paspados. Se levanta con cuidado y termina de subir las medias
hasta la cintura.
La nena no se parece en nada a la madre, dice siempre Marga. Es la cara del
padre. Completamente la cara del padre. No es que tenga cara de hombre. No.
Pero mejor, así no se le confunden, a ella, la nena, con Alicia: no corre el riesgo
de creer que la nieta pueda reemplazar a su hija. Así no se olvida, no se duerme,
no se resigna.
Acomoda bien la entrepierna de la media, la costura prolija en su lugar. Vuel-
ve a mirar a la nena que es la cara del padre. Mejor, piensa. Que sea fea. Muy fea.
Ella va a afearla. Cortarle el pelo. Hacerla gorda.
Que nadie la mire.
Después se arrepiente.
La ve dormir y se arrepiente.
Le corre el pelo y le mira la oreja. La hélice retorcida de la oreja, un poco
rígida, el lóbulo cortón, sin perforar, igual que el de Alicia. Le pasa una mano,
suave, por la cabeza, se acerca, la huele, se llena del perfume a frutillas, el perfu-
me inocente del champú de frutillas, y le da un beso. Entonces la ve así, tan linda,
con los labios rojos por la fiebre, y se arrepiente, se arrepiente, se arrepiente.
Y le da miedo.
Miedo de que sea linda como Alicia.
Corre un poco la silla, se sienta frente a la mesa con espejo y enciende el
velador. La luz tenue, amarillenta, dibuja un círculo sobre una foto protegida por

124
un vidrio: Alicia. Tiene a la nena en brazos, para las fiestas de hace tres años. Un
papá Noel de traje brillante y barba enrulada trata de darle un beso, pero la nena
llora, y se abraza con fuerza al cuello de la madre. Alicia mira a la cámara, sonríe.
Todavía tenía el pelo largo, todavía no se lo había cortado de un costado. Eso fue
el invierno siguiente.
Se recoge el pelo y lo aplasta dentro de la redecilla. Acerca la cara al espejo
y se mira de frente. Se pasa una mano por las ojeras. Suspira. Se lleva el deli-
neador a la boca, lo moja con un poco de saliva y dibuja en el ojo derecho una
línea gruesa, definida, que prolonga un poco hacia arriba. La habitación vuelve
a iluminarse por un relámpago: ahora el trueno es menos fuerte y caen las pri-
meras gotas. Marga las ve resbalar por el vidrio y un remolino de hojas secas y
rotas parece querer levantar vuelo en el balcón. Todos le preguntan lo mismo:
¿con esta lluvia? ¿Hoy también vas a salir? ¿No te da miedo dejar sola a la nena, que
te pase algo, que no vuelvas? Pasa el delineador por el otro ojo y, de a poco, Marga
va viendo en el espejo su transformación de cada noche en Wanda.
No le da miedo dejarla sola. No. Ella no está sola. Tiene a su padre y a la otra
abuela. Y también, un poco, la tiene a ella. Le da bronca que le digan que la nena
está sola. Qué sola ni qué sola. Sola está Alicia allá afuera, en algún lado.
Viva o muerta, pero sola.
Y ella también está sola, en la otra punta de este laberinto. Sola. Las dos
están solas, una en cada punta de este infierno, buscándose.
Qué va a estar sola esta nena.
Después se arrepiente.
La escucha respirar fuerte con su resfrío. Y se siente culpable. Tan chiquita,
primer grado. Sin madre. Porque madre no tiene.
Sí tiene. Sí. Se llama Alicia.
Alicia Barraza.
Se sube el short de lentejuelas azul. Con el short de lentejuelas ya es por
completo Wanda. Una Wanda a medio vestir, pero ya es Wanda. O al menos

125
mucho más Wanda que Marga.
No le teme a la lluvia ni a dejar a la nena sola. Solo le preocupa encontrar a
Alicia. Y no puede. Cada noche sale a encontrarla y no lo logra. No es que no la
quiera a la nena. Aunque se parezca al padre, aunque se parezca a Alicia: la quie-
re. Le tira los bracitos al cuello y le dice abuela. O Marga. Una vez le dijo mamá.
Salían de la escuela, de un acto del 25 de mayo y la nena le dijo “mamá”. Y ella le
dio un bife. Después se arrepintió. Pero ya estaba hecho.
Sí. La quiere. Pero Alicia la llama cada día. De noche cuando duerme. Y de
día le parece verla en cualquier lado: la de veces que casi se tiró del colectivo
porque le pareció verla en alguna esquina, entrando, saliendo de cualquier parte,
subiendo a un auto. Alicia la llama. No sabe desde dónde, pero la llama, le habla.
Casi todo el tiempo tiene la seguridad de que su hija no está viva. Y eso la
alegra. Y se siente terrible. Que esté muerta. Piensa que ojalá esté muerta. Porque
muerta no pueden hacerle ya nada. Pero se arrepiente.
Es posible que esté viva.
Ahora se pone el top de lurex, rojo y dorado, ajustado como una faja, sobre
el corpiño con relleno. Mira de reojo a la nena. Vigila que duerma. No le gustaría
que la viera así: le daría vergüenza. Qué se le puede explicar a una criatura de seis
años. La madre que no vuelve, que no está. Y ahora esto, la abuela vestida así, con
esas medias, ese short de lentejuelas. Y el top de lurex, brillante.
A veces sueña que Alicia está viva. Y que no está muy lejos de su casa.
Otras veces, no. Sueña que está lejos, en Catamarca, en Paraguay. Pero viva. De
una manera orgánica, viva. Porque no cree que su alma siga viva. Después de
tanto, no.
Pero quiere que esté viva.
Con todas sus fuerzas reza para que esté viva.
Quiere que esté viva.
Quiere y no quiere.
Afuera ahora llueve fuerte. Escucha el viento doblando los árboles, silban-

126
do en las rendijas. Ella igual va a salir. Como cada noche, ella va a salir a buscarla.
Desenrosca la máscara negra para pestañas y se pasa el cepillo por el ojo
derecho. Un mal movimiento y se le mete en el ojo: le duele, lagrimea. Se le hace
un manchón negro alrededor al frotarlo. Tiene que volver a empezar, se limpia el
delineador y otra vez, la máscara. Una vez, dos, muchas, hasta dejarse una costra
grumosa negra, compacta como un escudo.
Ya casi está listo el uniforme de cada noche, el disfraz de Wanda. El nombre
se lo puso Shyla, una travesti de Merlo. La vio llegar, así vestida, la primera noche
y gritó: “¡Cuidado que ahí viene Wandergúman!”
Wandergúman, gritaron todas, cagadas de risa, mirando de reojo a Shyla,
obedeciendo a Shyla.
Y de ahí le quedó Wanda.
Con el disfraz ese, con esa armadura, ella sale cada noche, desde hace die-
ciocho meses, a patear la calle, a chamuyar clientes, a sobornar canas, lo que haga
falta, hasta encontrar a su hija. A meterse en todos, en cada uno de los tugurios,
no dejar ni uno sin revisar, ni uno solo, porque Alicia en alguno tiene que estar.
Y la va a encontrar. A Alicia y a los hijos de puta que la tienen, la Yoli y el Sairi.
Se pasa varias capas de máscara por las pestañas del otro ojo. Ahora sí pa-
rece que tuviera los ojos abiertos. Sin esa raya, los ojos son como carne muerta.
Casi no miran. Casi no ven. Esos ojos huelen. Huelen cualquier señal de Alicia.
De la Yoli, del Sairi. Huelen los rastros, las señales, siempre entre piedras, en-
tre escombros, trapos sucios, colchones. Siempre de atrás. Pisándole los talones,
siempre tarde.
Cuando ya se fueron todos, los clientes, las Alicias y solo quedan trapos
sucios, colchones hediondos, botellas rotas. Ya se fueron todos, las Alicias y las
yolis, los sairis y todos los reverendos hijos de puta.
Los hijos de puta se vienen dando cuenta. Aunque la mayoría son mujeres,
los poronga, como el Sairi, no se ensucian. El laburo sucio lo hacen minas, como
la Yoli.

127
No la quiere ver muerta a la Yoli. No. Lo que quiere es que le agarre un
cáncer. Un cáncer lento. Que la mate de a poco. Que la queme por dentro. Que
duela. Pero antes que le diga dónde la tiene a Alicia.
Viva.
O muerta.
La lluvia golpea los vidrios. Una ráfaga abre con fuerza la ventana, el marco
golpea el velador, lo tira al piso, las cortinas se agitan, se retuercen, se empapan.
Wanda se apura a cerrar antes de que se despierte la nena; el aire es helado, los
árboles se sacuden con violencia, los flecos de los toldos hacen ruido a chicota-
zos, el farol se balancea en la bocacalle, hasta que el foco explota. La calle queda
a oscuras. Wanda se apura a cerrar la ventana y ve, a la luz de los relámpagos,
el auto azul estacionado otra vez en la esquina. Le parece ver la sombra de dos
personas adentro, pero no puede estar segura.
Vuelve a la mesa. Seca unas gotas sobre el vidrio que protege la foto de
Alicia. Ahora se acomoda la peluca negra con esos rulos de muñeca sobre su cara
de vieja.
Cuanto peor le quede, mejor. Así no la levanta nadie. Las noches en que no
la levanta nadie, ella trabaja tranquila. Puede acercarse a las chicas y, si da, cruzar
alguna palabra. Las chicas a veces le hablan; a veces, no. Casi siempre no. Ella se
les acerca, les da charla y saca de su cinturón una foto de Alicia, dos, tres. Y plata.
La plata que, a veces, ablanda las lenguas. Pero, en general, las pibas no hablan.
Wanda les ve el miedo en el fondo de esos ojos pintarrajeados como máscaras.
Hacen que se ríen, como si ella les hubiera contado un chiste, miran para todos
lados con disimulo, y se alejan unos pasos.
No sabe si le dan pena o no. Toda la pena es para Alicia. No tiene lugar para
más pena.
No es verdad.
Quince chicas lleva liberadas en estos dieciocho meses.
Cuidate, le dice la vecina cada noche que ella sale.

128
Destapa el lápiz de labios, lo hace girar y la barra colorada asoma del cartu-
cho como un glande. Con mucho cuidado va dibujando el contorno del labio con
esa masa grasosa que con el correr de las horas se derrite, le pinta los dientes, se
le mete en la boca, le llega hasta la garganta, le envaselina la lengua.
No le da asco.
Antes sí.
Tampoco le da asco la de pijas que tiene que chupar, la de semen que tiene
que escupir o tragar, para justificar, cada tanto, la presencia en la parada. Al prin-
cipio, sí. Vomitó la primera vez. Tal vez haya sido un reflejo, al tocar la campa-
nilla. Pero no. Sabe que no. Que fue el horror de pensarla a Alicia, en ese mismo
momento, en esa misma posición, arrodillada sobre un tipo, quién sabe dónde,
quien sabe cómo, tal vez drogada, encadenada a una cama, cagada a palos y la
pija entrando, saliendo en su boca, el semen saltándole, tocándole la campanilla,
igual que a ella, en ese preciso instante, disparado a su cuerpo, y después, otro, y
otro más, ¿Cuántos en un día? ¿Ocho? ¿Quince? ¿Cuántos?
De imaginarla a Alicia en la misma posición que ella.
Pensó en eso y vomitó.
Se levantó, se dio vuelta y vomitó.
¿Dónde?
Sobre todo dónde.
Piensa en eso y la náusea la vuelve a invadir.
Se lleva una mano a la boca, contiene el espasmo.
Agarra una de las botas rojas.
Se la pone en el pie izquierdo.
Tantas pistas, todas falsas. Falsas para Alicia pero no para las otras. Piensa
en las quince chicas que logró liberar, todas menores. Diez detenidos en la causa
Alicia Barraza, todos perejiles y un cabo. Pero la Yoli y el Saira se le escapan. Y,
más que todos, el Poronga Mayor, que trabaja para las fuerzas.
Se pone la otra bota. Por esas botas, Shyla le dice Wandergúman. Las botas

129
rojas, altas hasta la rodilla. Donde lleva la plata que ablanda las lenguas y para el
poronga, para que la deje laburar.
Abre el cajón de la mesa de luz. Saca una foto donde se ve a Alicia embara-
zada, otra en la que se la ve con el pelo corto de un lado, de ese año que se le dio
por hacerse la rolinga, y otra en la que está con la nena y el papá Noel, las guarda
en el cinturón dorado. Se acerca a la cabecera de la cama. Mira un rato largo a la
nena dormir. Acerca una mano y le acaricia el pelo: “ángel de la guarda”, mur-
mura, pero se interrumpe: la nena suspira y se da vuelta con un quejido. Wanda
retira la mano, se mira por última vez al espejo, apaga el velador, agarra las llaves
y cierra la puerta con cuidado.
Afuera, la noche está fría; la lluvia le corre por la cara. Wanda se agarra con
una mano la peluca, que se le vuela con el viento. Para el lado del río, los rayos
cortan el cielo como navajas. Ahí está, nomás, el auto azul parado en la esquina.
Wanda camina por la vereda con pasos largos, mete las botas en los char-
cos, en los pozos. Alguien al pasar le chifla, la gente en los autos le toca bocina.
Ella se acomoda el cinturón dorado, mete la mano, toca las fotos de Alicia y
sigue caminando.

130
131
buenos aires (1962). Es docente y coordinador de
talleres literarios de lectura y de escritura creativa.

132
La revolución es un sueño eterno.
andrés rivera

¿Cómo hacer para ganarle al viento?, se pregunta por segunda vez, turbado
hasta la obsesión, el negro Cirilo, mientras golpea con los talones los flancos del
animal que ya casi no resiste en su lucha por atravesar el centro del vendaval que
azotó durante ocho largos días el sur de Buenos Aires; el mismo que lo separa
de la Ensenada en donde, muy probablemente, un barco espera mejores condi-
ciones para poder deslizarse por las barrosas aguas hasta ganar el mar abierto.
A pesar de los malos augurios que lee tras cada tropiezo en su derrotero
y en cada uno de sus sueños premonitorios, el negro Cirilo no abandona la es-
peranza de llegar a tiempo. Esta renovada fe la fundamenta en el mismísimo
temporal que lo rodea por completo y que demoró la salida de toda embarcación
por más de una semana, según le confirmó el samaritano gaucho que lo socorrió
al costado del camino.
Quizás..., piensa; quiere creer. Aunque le resulta difícil obviar sus sueños.
Acaso porque siempre se cumplen. Su cara, tumefacta luego de la rodada, es un
ejemplo de ello: días antes, él se había soñado con el rostro bañado en sangre. La
caída en la que salvó la vida providencialmente lo mantuvo inconsciente por dos
días, ya le había hecho perder demasiado tiempo.
“¡ARRE!”
A su alrededor todo es viento y diluvio girando. Pega su untuoso cuerpo
al del caballo, igualmente empapados de sudor y de lluvia, lo aprieta entre sus

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piernas y vuelve a sujetarse de las crines por miedo a resbalarse y caer otra vez.
Mira hacia la izquierda y, entre tanta agua que lo ciñe, logra distinguir, a lo
lejos, la mancha plomiza en que se ha convertido el Río de la Plata, notablemente
crecido. Y pensar que él lo había visto —primero en sueños y luego con sus pro-
pios ojos— seco, ausente, retirado por más de una legua...
En aquella oportunidad había soñado que, así como pocos años atrás mili-
cias y vecinos habían participado conjuntamente en la Defensa y la Reconquista
de la ciudad, ahora todos tomaban parte nuevamente en el asalto a la fragata es-
pañola Mercurio, que en aquellos primeros meses de la Revolución se encontra-
ba bloqueando el Puerto de Buenos Aires: pero no lo hacían con botes y remos,
con barcos o a nado; no. Lo hacían caminando por sobre el lecho del río, bajando
apenas la barranca. Recuerda el negro Cirilo, y hace una mueca de sonrisa en
medio de este infierno de agua y viento y calor; recuerda y se sonríe cuando, en
medio de esa nada de campo mojado, la cara de su amigo don Mariano aparece
riéndose de aquella ocurrencia onírica y le dice que esa noche no lo acompañe a
la tertulia en casa de Castelli; que, mejor, descanse.
Y ahora, el negro Cirilo larga una risotada enorme, acostado como va, sobre
el caballo, al rememorar la cara que le puso luego, a las pocas semanas, cuando
aquel pampero que devino en huracán comenzó a soplar y empujó el río a más
de una legua, haciendo encallar a la Mercurio. “Eres el mismísimo Mandinga”, le
dijo don Mariano en ese julio del año de la Revolución, antes de romper en car-
cajadas y palmearlo varias veces en el hombro, con ese mismo cariño de siempre,
desde cuando eran niños —la parte del sueño que no se cumplió fue la del ataque
a la fragata, por decisión del indeciso presidente de la Junta—.
La madre del negro Cirilo había llegado a la casa del recién nacido Mariano
con dos invisibles meses de embarazo para ayudar a la joven madre primeriza en
las tareas domésticas. Debió hacerlo por trece veces más.
La cercanía dada por las edades y por la vida en común cimentó en ellos
una fraterna amistad, solo interrumpida en los años que Mariano pasó en

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Chuquisaca, aunque periódicamente recibía alguna carta a su nombre, que podía
leer gracias a que su amigo le había enseñado a hacerlo y a la que podía contestar,
ya que también en la tarea de escribir lo había aleccionado.
“La Revolución no es otra cosa que el movimiento de los criollos a ser pro-
tagonistas de su tiempo y de sus ideas, Cirilo. Y la educación popular es el medio
por excelencia para poder llegar a difundir esas nuevas ideas”, recuerda el negro
que le decía.
Por eso es que tiene que llegar a tiempo, antes que el viento. No vaya a
ser que sus sueños y algún rumor que había llegado a sus oídos fueran a resul-
tar ciertos.
Cuatro días antes de que don Mariano —como él lo llama desde su regreso
del Alto Perú, casado y graduado en leyes— embarcara en el “Milestoe” rumbo
al Puerto de la Ensenada, Cirilo había soñado que las próximas serían las últimas
jornadas en que se verían con su amigo. Cuando se lo dijo a don Mariano lo hizo
como si fuera una sensación que tenía, un presentimiento; pero el doctor le pre-
guntó si lo había soñado. Cirilo, como única respuesta, dejó caer su cabeza sobre
el pecho. Entonces, don Mariano le confesó también sus temores. “No sé qué
cosa funesta se anuncia en mi viaje”, dijo con una seguridad tal que le despertó
asombro y le sumó inquietud.
Por eso, en la agobiante y nubosa mañana del 24 de enero, nueve días atrás,
erguido sobre el muelle de piedra y viendo alejarse la nave con rumbo sur, cuan-
do escuchó el chillido de un cuervo romper el silencio de aquel momento y lo
vio interponerse entre él y el barco y atravesar por el medio de aquel cuadro gris
de río y viento, como rasgándolo, no pudo evitar que un frío helado le recorriera
cada uno de sus huesos.
Después fue que vinieron otros sueños que sobrevinieron en pesadillas,
con venenos manipulados por pusilánimes, hostiles conspiraciones y erráticas
conversaciones sobre la conveniencia de ciertas muertes.
El negro Cirilo sabe tan bien como don Mariano que, si hay algo que abunda

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cuando se llega a los talones del poder, son dos cosas: los amigos y los enemigos,
en cantidades iguales. Y, en ocasiones, hasta subyacen con una misma máscara.
Dentro y fuera del gobierno la imagen de don Mariano siempre gozó de mu-
chísimo prestigio debido a su alta capacidad e innato talento, y esas virtudes —se
sabe— suelen provocar recelos.
Por otra parte, no escapa a juicio de nadie que don Mariano se opuso desde
un primer momento a la conformación del nuevo gobierno. Muchos son quienes
dicen que el enviarlo a Londres en misión diplomática fue una estudiada argucia
de algunos miembros de la Junta Grande para alejarlo por un buen tiempo de
Buenos Aires.
Otro foco de hostilidad, preocupante ante la posibilidad de atentados, el
manifestado por parte de Montevideo en su declaración de guerra, tras la nega-
tiva unánime de la Junta, la Audiencia y el Cabildo a reconocer a Francisco de
Elío como nuevo virrey, nombrado por el Consejo de Regencia, que conlleva la
implícita desconsideración del propio Consejo.
Y por cierto que hay quienes no duermen desde que escucharon a don Ma-
riano prometer publicar un manifiesto no bien llegara a Inglaterra. “...Acerca de
mi conducta pública en toda mi carrera política y, particularmente, de mis moti-
vos en la transición que produjo los últimos disgustos”, se le oyó decir.
Cirilo cree que, tal vez, la Revolución no sea más que una sucesión de ma-
los presagios.
El calor abrasador que hostigó en sofocones a la gran aldea los días siguien-
tes a la partida de don Mariano, contribuyó a alterar el buen dormir y, por consi-
guiente, a alborotar los sueños, interrumpidos por el fastidioso malestar del calor
inalterable y constante, haciéndolos más variados. En uno de ellos estaba Cirilo
cuando lo despertaron: de la borda de un barco en movimiento, un féretro de
madera caía desde unas seis varas de altura, al mar.
La sirvienta de una casa vecina irrumpió en el cuarto del negro para hacerle
llegar a sus oídos el rumor que había escuchado en casa de sus amos.

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Un trueno resonó a lo lejos.
Ya era tarde. “¿Cómo hacer para ganarle al viento?”, se preguntó, por pri-
mera vez, el negro Cirilo.
Comenzó a llover. Y no paró.
El agua del cielo lavó las angostas veredas y la cal de todas las paredes de
cada casa, embebió calles por días enteros y profundizó pozos en los que varias
veces se han visto hasta caballos ahogados. La ciudad entera parecía un pantano.
Desde la rada, Buenos Aires no era más que una visión desconsoladora.
A pesar de las copiosas lluvias los lecheros armaron sus tambos bajo toldos
improvisados con palos y cueros, como cada verano, en el bajo, a la vera del río
crecido, entre resaca y cascajo, casas pobres y basuras, arena y pestilentes peces
muertos. Allí fue que Cirilo escuchó a un tambero decir que el mal tiempo había
provocado desmanes más al sur y que hacía varios días que no salía ningún barco
desde la Ensenada. El hombre no sabía con exactitud cuánto hacía de esto, pero
el negro Cirilo, lejos de lamentarse por el tiempo perdido, corrió entre resbalo-
nes, como pudo, pensando en que quizás aún podría llegar, rodeando el fuerte,
cruzando la plaza, dejando atrás la recova, a los tumbos, internándose en el ba-
rrio de casas al fondo de la Iglesia de la Merced.
Al rato, con un caballo tomado en préstamo sin demasiados preámbulos,
saltó a la playa para iniciar una carrera de pocas horas a máximo galope, que se
tornó en una fragmentada odisea que ya lleva dos días, una rodada, un considera-
ble tiempo de desmayo y dos corceles. Y aquí va; lo más rápido posible.
Ahora escampa. Sigue el calor. Sigue el viento. Aparentemente la tormenta
ha quedado atrás. Ahora debiera apresurarse más, pero sabe que es imposible, el
animal sigue dándolo todo y ya no puede más.
Varias leguas más adelante ya divisa lo que pudiera ser la ensenada. Cada
galope es una apuesta a la esperanza.
Pero, tal vez, como todo ocurre como debiera y no como el negro Cirilo
quisiera, ya bastante antes de llegar al borde del río, puede ver el barco de su

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enfebrecido sueño con la leyenda “Fame” pintada de blanco en la popa y las velas
henchidas, como de orgullo, lejos y alejándose más, todavía.
Detiene el caballo y se apea. Se deja caer de bruces y un llanto lento y pro-
fundo, como pensado, le brota de las entrañas al evocar a su amigo, don Mariano
Moreno, prisionero de los malos augurios. “¿Cómo hacer para ganarle al viento?”,
se pregunta por última vez, el pobre negro, sabiendo ahora que jamás encontrará
la justa respuesta.

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sáenz peña, chaco (1971). Es arquitecto y
docente. La participación en el Concurso Federal
de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los que
escriben” es su primera experiencia como escri-
tor profesional.

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Con las palomas, Juan “Palomo” tenía un raro metejón: las adoraba en esca-
beche, con mucho ajo, perfume de albahaca y un chorrito de vino blanco; pero
también saboreaba ver sus piruetas y sus atolondrados aterrizajes en el patio de
tierra, para picotear las sobras de comida. Paladeaba esos instantes en que se
quedaban suspendidas en el aire, con el sol de la siesta plateándoles las plumas,
tanto como el momento en que el escopetazo les destrozaba sus cuerpitos lívidos
por encima del sorgo maduro.
—Hola, Aldito… ¿Qué querés saber del babo? —. La voz de mi tío Chuchi en
el teléfono se iba aflautando; el nudo en la garganta se le cerraba truncando las
palabras. Jamás lo había oído emocionado, el Chuchi no se tomaba nada en serio.
—Mis recuerdos del Babo son intensos, pero no dejan de ser fragmentos…
Uno de estos días me invitás a cenar y me contás todo, ¿te parece? —le propuse.
Qué se yo, por ahí soy un tanto impresionable y magnifico las cosas y las
emperifollo un poco, pero de algo estoy seguro: Juan “Palomo”, el babo, no fue un
tipo cualquiera. Por ahí el Chuchi exageró un cacho en algunos detalles, pero no
iba a andar exigiéndole rigor científico cuando me estaba hablando de su viejo.

Juan “Palomo” tenía un sueño que iba y venía con empecinada recurrencia.
En esas noches en que la nostalgia lo adormecía con una lágrima arrinconada en
la comisura de los párpados, soñaba con su padre corriendo a campo traviesa;
veía a su rebaño alzar las cabezas y oler el miedo en el aire. Soñaba a Stana, su
madre, de rodillas junto a él, que no tendría más que año y medio, y a su hermana
María; la veía apretándolos contra su cuerpo desvalido, zamarreándolos entre sus
huesos convulsionados por la desdicha inevitable. Soñaba a un joven húngaro,

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rubio, de ojos azules y postura marcial, impecable en su uniforme gris. Con la
chacra en silencio, con toda La Montenegrina en silencio, oía el sollozo lejano
de su madre, suplicando sin esperanzas la misericordia que jamás conocería. So-
ñaba a su padre cayendo desparramado, arrastrándose sobre la hierba mutilada,
manoteando el viento en busca de una mano que lo ayudara a levantarse. Veía al
joven oficial húngaro detener a sus soldados con un gesto, fijar su mirada inex-
presiva en la presa que trastabillaba de nuevo.
En el sopor de esas noches, Juan “Palomo” sentía la respiración entrecorta-
da de Elías, su padre. Veía el ojo izquierdo del húngaro cerrarse con un gracioso
movimiento de pestañas, el derecho abrirse enorme y azul; veía aquel brazo que
se extendía en todo su largo, que sostenía con firmeza la Luger, que le apuntaba
con infinita paciencia y deleite. En silencio, los dormitorios de la casa; la Kika, en
silencio, dormida en su mitad de la cama. A esa altura del sueño, Juan “Palomo”
ya estaba despierto, con la cara desfigurada por el esfuerzo inútil de arrancar la
tristeza de su alma de posguerra.
¿A quién le importa si no es estrictamente cierta cada cosa que diga o si
el viento que desvaneció sus esperanzas es el mero producto de mi imaginación?
Al fin y al cabo, no asumí ninguna obligación con la historia de la humanidad;
solo me propuse acordarme del babo, que lo tenía medio olvidado. Usted puede
creer o no lo que le cuento, pero le juro que estoy seguro de que fue así, tal cual:
esa imagen de Juan “Palomo”, orejeando las cartas de truco; a sus espaldas, el
retrato de Perón de a caballo; sus ojos, que siguen mirándome; su sonrisa y su
voz atronadora.
—Nene, cuando sea grande, no sea gorila, un gorila es ¡flooooor de alcahuete!
—. A través de esos ojos, puedo verle los dientes a la vida hostil que le tocó vivir.
En Velje Me solo había pastores; una maestra, un cura ortodoxo y un médi-
co borrachín llegaron luego de Cetinje. Cada cual hacía su queso de cabra y su li-
cor; todos remendaban sus pantalones y abrían en la tierra pedregosa una sepul-
tura para sus padres. Había un bar, propiedad de un ruso desertor del ejército del

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zar; ahí, tres italianas entradas en años, entretenían a los soldados que pasaban
hacia el frente. En Velje Me, un poblado extremadamente pobre de Montenegro,
los hombres llevaban al hombro sus escopetas de caza; se hundían en la espesura
de los bosques cercanos en busca de ciervos y de liebres. Los jóvenes hacían si-
lencio para oír a los ancianos repetir una y otra vez las ancestrales dolencias de
la nación eslava.
Jovan nació en Velje Me, un 23 de septiembre de 1916, cuando los huérfa-
nos, muchos acribillados para entonces, se contaban por millones en Europa. Las
patrullas austro-húngaras vagaban por los caminos como manojos de nervios,
horrorizadas por las guerrillas invisibles que los acechaban. Las piedras salpica-
das de sombras; las ramas deshojadas de los árboles como manos de un nigro-
mante adivinándoles la mala suerte. A su alrededor, todo era presagio de muerte:
los escotes de las muchachas eran emboscadas en las que tarde o temprano cae-
rían. El arrogante invasor estaba ciego de miedo. Un bando imperial y real orde-
naba a la población entregar toda arma que obrase en su poder, so pena de ser
considerado un criminal enemigo de la corona, siendo castigado en el momento
y lugar en que fuere hallado.
Corría el año de 1918; en Velje Me solo había pastores desarmados, viendo
cómo el humo salía de las gargantas de sus viejas escopetas, perpetrada la infa-
mia de cazar con ellas a sus propios hermanos. Elías reconocía la suya en manos
del oficial que merodeaba su casa y miraba con ganas a Stana. Estaba decidido a
matarlo si se le ocurría acercarse a su mujer. Arrimaría la silla, escarbaría entre
la paja del techo, bajaría el bulto de tela raída, desataría los cordones y contem-
plaría por última vez la espléndida beretta, que le regaló su padre y que había
llegado a esconder antes del decomiso de armas; saldría decidido y le pegaría un
tiro en la cabeza. No pudo ser: un vecino rastrero lo denunció por un puñado de
kronen roñosos.
Allanaron su isba, pusieron un cuchillo en el cuello del pequeño Jovan y
Elías confesó. Lo sacaron a empujones; frente a Stana, horrorizada, le ordenaron

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correr a campo traviesa. Por encima del hombro de su madre, Jovan vio un des-
parramo de palomas asustadas huyendo del ruido seco del disparo.
El olor de la carne calcinada sobrevivió al cese el fuego y la rendición in-
condicional. Una viuda, dos críos y un rebaño que ya no daba leche. Los machos
se habían vuelto estériles por los sobresaltos causados por tanto bochinche; a
las hembras se les había puesto amargo el carácter y la carne. Y un día, Stana no
aguantó más y se mató. Jovan tenía nueve años y María un poco más; quedaron
al cuidado del tío Djuro que sobrevivía a duras penas entre las ruinas de Velje
Me. María iba a la escuela, mientras Jovan acompañaba a Djuro al campo yermo.
—¿Adónde van todos? —, le preguntó a su tío. El pasto crecía en los corrales
abandonados, en las habitaciones vacías de las isbas, crecía en los fogones fríos.
—Van para la América. Mirko y Petra están allá. Dicen que llueve a la maña-
na y a la tarde el sol calienta el suelo y brotan plantas sin que nadie las siembre.
El 29 de diciembre de 1928, en el puerto de Hamburgo, abordaron el tran-
satlántico Cap Arcona, con proa hacia la Argentina. En Buenos Aires, las con-
diciones del Departamento de Migraciones eran más laxas que en Nueva York.
Jovan, inscripto como Juan Kapetinich, llegó en enero del ‘29 a La Montenegrina,
una colonia agrícola fundada en el corazón del Chaco por un puñado de exilia-
dos, con la ilusión de reunir fuerzas para volver a la patria devastada.
Orgullosos, los eslavos. Curtidos por la civilizadora prepotencia que los
abrumó a lo largo de su sufrida historia. El temperamento de Juan maduró pron-
to; quizás en altamar, o mucho antes, cuando Stana degolló la última cabra, con
el mismo cuchillo con que más tarde se abrió las venas.
Las memorias de la guerra y el hambre, y el instinto de libertad, harían de él
un chúcaro. Una cachetada del tío Petra y otra y otra; y los ojos de Juan húmedos
de lágrimas, que se negaban a ser llanto, se clavaban en los de Petra, rojos de rabia.
Tuvo la temprana noción de dignidad del hombre que no se compra ni se vende.
Fue un peón errante, yendo de chacra en chacra, ordeñando vacas, echando maíz
a las gallinas, sacando agua de los aljibes. De todas, sus tíos lo corrían por retobado.

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De golpe se convertía en un hombre alto, flaco, de hombros anchos. Le sa-
lían bigotes y los dientes se le ponían prematuramente amarillos por el cigarro.
Fumaba tabaco “Defensa” y lo armaba en silencio. Tomaba el papel entre los
dedos, acomodaba un puñadito de hebras y lo enrollaba con los pulgares. Pasaba
la lengua sobre el borde y lo cerraba. Escupía alguna brizna negra de tabaco que
le quedaba sobre los labios y encendía un fósforo. El reflejo del fuego en sus ojos
era mucho más intenso que el fuego mismo; en sus ojos ardía Velje Me, ardía la
Yugoslavia que aún no era. Pitaba una, dos veces; soplaba el humo negro, suspi-
raba: en su fuero más íntimo, celebraba el milagro de haber sobrevivido. Pero lo
más asombroso era el tamaño que cobró su tórax henchido, como si contuviera
todo el tiempo la respiración. Por eso comenzaron a llamarlo Juan “Palomo” y así
sería por el resto de sus días.
La jornada de trabajo era extenuante y el jornal, unos créditos tramposos
escritos a pulso en papel vulgar. En el campo, los propietarios tenían moneda
propia y una contabilidad inopinable. Los peones eran tratados sin la menor
consideración. Juan “Palomo” sabía que no sería libre hasta no ser dueño de su
propia tierra. Según el Chuchi, para 1936 había juntado la plata suficiente para
comprar cincuenta hectáreas en Pampa Alsina. Sembró algodón por tres años; y
volvió, masticando su orgullo, a empuñar el arado en tierra ajena, a ponerse en la
fila de los peones para cobrar papelitos garabateados. Su fracaso estaba cantado:
le faltaba mucho por aprender.
Volvió a su chacra en el ‘41, cuanto su tío Antonio llegó para darle una
mano con la siembra, y ahí se quedó para siempre. De pie, frente a los primeros
brotes de su algodón, Juan “Palomo” se juramentó ser justo con los hombres que
trabajasen a sus órdenes.
La Kika era una gringuita de 16 años, hija de yugoslavos que huyeron de la
guerra. Era 1943 y, por entonces, un grupo de oficiales del ejército volteaban a
Ramón Castillo, en el ocaso de la Década Infame. Se casaron un año más tarde,
al tiempo que en la Casa Rosada se decretaba el derecho al descanso dominical

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de los peones. A la espera de los hijos, Juan “Palomo” mandaba a agrandar la casa
y a la Kika le parecía exagerado. Pasó la primera presidencia de Perón, el cáncer
se había llevado a Evita y ellos seguían solos. Recordaba entonces al rebaño de
su padre y lo angustiaba la idea de que también a él lo hubiera traumado tanto el
batifondo de la guerra, al punto de haberlo dejado estéril. El Chuchi nació el 23
de junio de 1953 y, años más tarde, sus hermanas.
—¡¿Cómo que dos pesos?! ¿Quién puede pagar dos pesos por estas alpar-
gatas de mierda? —. De pronto, a la mañana llovía y a la tarde el sol calentaba el
suelo y brotaban plantas sin que nadie las sembrara. El peronismo era una ilusión
que Juan “Palomo” se tomó muy a pecho.
—¿Qué pasa, compañeros? ¿Vamos a seguir regalándoles nuestra produc-
ción a estos chupasangres? —. Con los galpones llenos de algodón, los pobres
minifundistas estaban en manos de unos malandras que se hacían llamar aco-
piadores. No tenía caso empacarse, cada vez que porfiaban con ellos, les bajaban
más el precio.
—No, compañeros, el punto es que en el puerto pagan diez veces ese
precio. Yo prefiero quemar hasta el último capullo antes que seguir bajándome
los pantalones.
Juan “Palomo” enterró su escopeta en septiembre del 55; no iba a permitir
que los milicos la usaran para fusilar peronistas. Pasó los siguientes dieciocho
años desafiando al odio gorila, recordando a viva voz los días felices: hablaba de
Evita y la voz le temblaba.
Pasó los siguientes dieciocho años rumiando bronca y preguntándose por
qué Perón se entregó tan fácilmente. Pasó los siguientes dieciocho años subido
al tractor tirando del arado, inculcando a sus hijos el valor de la libertad y el
respeto al ser humano, apretando la mano de la Kika cada vez que se despertaba
con un desparramo de palomas y el eco de un tiro resonando en las montañas
de Velje Me.
Esperó dieciocho años para verlo volver y pensaba que: “Para esto, mejor

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no hubiera vuelto, mi coronel”.
Se escucharon unos bocinazos que venían de la tranquera. Unos tipos con
traza de cosecheros bajaron del Jeep.
—Buenas. Buscamos a Juan Kapetinich.
El peón negó con la cabeza, no conocía a nadie llamado de esa forma. Seña-
laron a lo lejos el tractor levantando polvareda.
—Aaaaaah, no, ese es Juan “Palomo”.
Las humillaciones ya eran intolerables, ni el gobierno popular se ponía de
su lado. Los estaban echando de sus tierras. Juan “Palomo” desenterró su esco-
peta para unirse a las Ligas; estaba harto de justificar traiciones en nombre de
los “días felices”.
En La Montenegrina Juan “Palomo” era un patriarca. Las razzias de la Triple
A evitaban el camino a su chacra y se quedaban con ganas de seguir pegando
cuando él llegaba a la comisaría a reclamar la libertad de campesinos presos. Iba
en su calidad de dirigente de la Federación Agraria, o de la Cooperativa, o del
Consorcio Caminero; iba como fundador de la Sociedad Yugoslava. No importa-
ba cómo pero, si era necesario, sacaba pecho e iba.
Si pudiera borrar y volver a empezar, seguramente no cometería de nuevo
la misma injusticia. Si esta noche volviera a cenar con el Chuchi, le preguntaría
cómo era la Kika, cómo sobrellevaba el peso de ser la esposa de Juan “Palomo” y
por qué hizo lo que hizo.
Llegó para el atardecer. Ese día se lo habían hecho difícil; encanaron al hijo
de un compañero que era estudiante de abogacía. La chacra estaba en calma,
estremecedoramente en calma. Ni siquiera volaron las palomas al cerrar la puer-
ta de la camioneta. Las ventanas de la casa estaban abiertas y era la hora de los
mosquitos. Podía distinguir en la oscuridad a la Kika sobre la cama, el vaso sobre
la mesita de luz. Fue derrumbándose de a poco; agarró el vaso y, más asustado
que nunca, lo acercó a su nariz.
—¡Ay, dios mío! —. El parathión era un veneno que usaban para curar a las

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plantas de una oruga. Juan “Palomo” comenzó a morirse ahí, arrodillado en la
oscuridad, llorando con la voz ahogada.
La dictadura terminó. La democracia volvió con la derrota del peronismo.
A Juan “Palomo” ya todo le daba igual. ¿Habrá adivinado lo que harían del pe-
ronismo en los años por venir? Solo los nietos y las palomas podían producir
altibajos en su estado de desánimo.
Las palomas también tenían con él un berretín inexplicable. La tarde que
el Chuchi abrió el portón del galpón de par en par para sacar el tractor, caminó
en la penumbra, achinó los ojos y se quedó ahí, estupefacto, frente a la lánguida
humanidad de Juan “Palomo” que se hamacaba levemente haciendo rechinar la
viga de madera... Ahí estaban las palomas, dormidas sobre sus hombros anchos,
sobre su ilustre cabeza ladeada y su pelo enmarañado como un nido, cagando
insolentes sobre su saco de lanilla negra.

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san juan (1966). Es Ingeniero Civil y Pro-
fesor en Ingeniería. Se desempeña como docente.
Obtuvo numerosos premios y distinciones a nivel
provincial y nacional. Ha publicado los libros de
cuentos La ira de los oficios, El amor en esas formas
tempranas y la novela Viaje a La Resurrección.

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Con esos ojos, que ya no eran ojos porque eran como pasas de uva, con esos
ojos pintaba las mañanas y me pintaba a mí. Con esos ojos secos. Es increíble
que ese hombre haya sido el Capitán Escarlata, hasta me cuesta decirlo: Capitán
Escarlata, Capitaáan Essscarlata. Esto es lo que quedaba del Gran Capitán.
Me acuerdo cuando armábamos el show, entonces todo parecía divertido, la
música, el disfraz, el público gritando… Pero había que verlo después, había que
lavar el traje desteñido, frotar los puños y el cuello contra la tabla, había que sa-
ber planchar y doblar la capa en dos y en cuatro triángulos perfectos, pero sobre
todo, había que rogar que el agua se llevara todo el maquillaje porque cuando el
Capitán Escarlata se iba por el desagüe quedaba un hombre huesudo y con unos
ojos de verde tristeza.
Y decían que había que ayudarlo, que estaba enfermo, a mí me lo decían,
pero es porque no sabían o porque no querían saber. Todos se iban a dormir y se
llevaban los pedacitos dulces del capitán de la tarde, se repartían sus hazañas y
a mí me dejaban a un Julio Sánchez amargo y mojado. Yo hubiera querido verlos
viajar por esos caminos y aferrarse un ratito a esos pueblos para no caerse. Había
que armar el escenario y vender las entradas a unas manitos cuarteadas por el
sol o a un montón de arrugas y canas despeinadas por los nietos y esperar que
saliera el Capitán por una esquina a los saltos, sonriendo, y mirar sus dientes
amplios, sus manos, mirar cómo se movían, cómo dibujaban aventuras, cómo se
agitaban en el aire, cómo inventaban. Hasta había que aplaudir porque sabía que
me estaba mirando. Y así un año y otro y otro. Había tantos pueblos y un solo
Capitán, una sola capa, una sola.
Algo de bueno tenía ese dejarse arrastrar, era cómodo, así lo decía él, así lo

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veía a través de sus pupilas rodeadas de musgo que debían endulzarlo todo o
casi todo.
Julio siempre había tenido planes, itinerarios, programas de gastos, hora-
rios, creo que en realidad yo no me había enamorado de él sino de sus planes.
Podía quedarme tranquila, podía dejar Villa Albertina, saludar a mi madre desde
la ventanilla de la casa rodante con una sonrisa exagerada para que ella la leyera
y la guardara en el bolsillo del delantal. Mi madre nunca se explicaba por qué
quería irme, por mucho que interrogara la borra del café. Es que esas son cosas
que ni el café puede entender.
Ya en la ruta comprobé, reconozco que disfrutándolo, que Julio observaba
su agenda antes de dar cada paso y me miraba a mí antes de escribir en ella con
tinta azul. Pero las ciudades nuevas en realidad eran como una parte más de la
casa rodante; eran como habitaciones. Eso lo fui descubriendo de a poco. Mi
madre no hubiera entendido que nunca logré salir del todo de ese vehículo des-
vencijado. Nadie lo hubiera entendido.
Llegamos a Junín, a Vicuña Mackena, anduvimos por Venado Tuerto y La-
boulaye. Las ciudades cada vez eran más parecidas, tenían una plaza principal,
una iglesia, una comisaría y una casa rodante con un Capitán Escarlata pintado
en la puerta y otro Capitán Escarlata adentro.
Recuerdo que nos detuvimos en Villa de Soto. Me llamaron la atención sus
árboles o sus niños. Era el lugar preciso para que Julio me escuchara. Y Julio se
sentó en una piedra a escucharme, a escuchar lo que yo no podía decir. Era un
pueblo demasiado chico, que no tenía suficientes ojos para alimentar al Capitán,
de todas maneras nos quedamos en ese lugar.
Así se fueron secando los días y el azúcar de sus manos se le fue asen-
tando en el pelo. En poco tiempo no quedó suficiente Capitán Escarlata para
repartir entre el público, apenas unas manchas rojas que, de rebeldes, me que-
maban las manos.
Mientras el Capitán moría, yo descorchaba el vino y plantaba geranios y

158
malvones en la tierra negra. Por si no era tarde para intentar ser otra vez yo. Ya
no recordaba bien cómo era. Quizá me había ido desmembrando, quizá cada pue-
blo se había quedado con un pedazo de mi alma. Las casas rodantes nunca dejan
de ser casas rodantes, aunque uno plante malvones y geranios entre sus ruedas.
Poco después supe que Julio me había seguido estafando, que el simulacro de
arraigo también figuraba desde hacía tiempo en alguna agenda no escrita con
tinta azul ni con palabras porque su misión de repartir felicidad era superior y
estaba muy por encima de mi tristeza o la suya.
Al comenzar a moverse otra vez aquel vehículo colmado de dolores escu-
ché una cantidad de crujidos que nunca llegué a distinguir si pertenecían a sus
amortiguadores o a mis huesos. Pero el pueblo de Almafuerte fue la última para-
da. Allí encendimos una gran hoguera y lo obligué a quemar el traje del Capitán,
los dos telones, las bambalinas, el escenario, la capa, los dos pares de botas, la
máscara y todo lo que estaba escrito en el inventario que también ardió. Ni si-
quiera me importó si eso también estaba en sus planes porque sólo podía estar
en la furia de los míos.
Entonces, con esos ojos tan arrugados como pasas de uva, Julio me pidió
que subiera a la casa rodante y que quitara el freno de mano. Vi cómo el armatos-
te se iba alejando despacio y zigzagueante contra el cielo mientras yo me queda-
ba buscándome, inútilmente, preguntándome si aún sobrevivía algo de mí en las
profundidades de mi ser.
Cuando nuestro hogar cayó por el precipicio, ni siquiera estalló, se deshizo
como una nube que se desintegra en el viento, ahí me di cuenta con terror de que
yo misma había desaparecido, de cómo mis años se habían evaporado en el humo
de su caño de escape y en el abismo de aquel silencioso barranco.

159
san fernando del valle de catamarca (1978).
Es profesora en Letras de la Universidad Nacional
de Catamarca y especialista en Ciencias Humanas,
mención Lectura, escritura y educación otorgada
por F.L.A.C.S.O. Ejerce como docente en Nivel Me-
dio y Terciario. Actualmente trabaja en talleres de
escritura para niños.

160
162
I

Sus manos eran demasiado fuertes para ser las de una dama. Manipulaba
armas con la misma destreza que bordaba. Esa noche eligió cuidadosamente una
pistola y un rifle como si eligiera un fino vestido. Su voz de mando retumbaba
como eco en las paredes de la capilla organizando la revuelta que cambiaría el
rumbo de la historia de la provincia de Catamarca. El alma se le escapaba del pe-
cho por hacer justicia. Había bajado la cuesta entre cóndores y quebradas con el
objetivo de hacerse escuchar en nombre del pueblo. El día había llegado. Sacaría
del poder a ese tartufo político y restablecería el orden como Dios manda. Ella,
incomparable, soberbia, siempre ella. Ella que desde joven fue la única mujer que
me arrancó un suspiro.
La primera vez que la vi fue en la cima de las sierras de Ancasti. Había ido
con mi familia, no recuerdo el motivo. El caso es que me la crucé por uno de esos
caminos inhóspitos como quien se cruza con la fatalidad. Cabalgaba como una
amazona con su melena azabache, resplandor de luna en el rostro y sus pechos
rebeldes al son del galope. Pregunté quién era y me contestaron que era la Eu-
lalia, la hija de Ares, un potentado de la zona, que ni se me ocurriera hablarle y
que jamás iba a ser correspondido. Efectivamente, ella nunca se percató de mi
existencia. La vi alejarse por la cuesta del Portezuelo, ensombreciendo con su
belleza un verde paisaje de ensueño.
Yo vendía santitos en un negocio que heredé de mi papá cerca de la plaza
principal. Una vez a la semana, Eulalia bajaba a la ciudad vestida de primavera.
Yo la esperaba. Sabía a qué hora vendría en su carreta y sabía en qué ángulo

163
pararme para verla pasar. Un día entró en mi negocio. Su perfume de azahar
circundaba todo a su alrededor y me erizaba la piel. La escuchaba hablar con ese
tono de mujer sin miedo, me estremecí tanto que me sudaron las manos. Compró
una imagen de la Virgen del Carmen. Era tanto mi nerviosismo que me limité a
hablar escuetamente de lo referido a su compra. Estuve tan cerca de ella… Sentí
que la oportunidad de hablarle se había esfumado… Hasta ahora.
Soñaba hacerla mi esposa e inundarla de besos cada mañana. Pero el tiem-
po pasó y nuestros caminos eran evidentemente paralelos. Ella se casó y tuvo
muchos hijos. Contrajo nupcias con un tal oficial Vildoza. Yo también me casé,
pero prefiero no referirme al tema. Seguir los pasos de mi Eulalia era mi manera
de soñar. Mientras tanto, ella soñaba con el bastión liberal de su marido unitario.
Mi amada creció como una distinguida mujerona patricia, más fuerte que
un roble. Los años pasaron, pero el correr del tiempo la llenaba de vida. Merced
a su conducta solidaria de vocación se había ganado el respeto de otras familias
tradicionales. Se involucró activamente en las cuestiones de la guerra civil. Asis-
tía a las tropas que encabezaba su esposo. En cambio yo, alfeñique de mostrador,
ni siquiera había podido infundir respeto. En todos lados me conocían como El
Pollerudo, título que me gané por ser obediente a mi mujer y nunca levantar la
voz más que un canario.
Pero las cosas cambiaron cuando, el día menos pensado, Eulalia, mi Eula-
lia, me pidió ayuda. La felicidad me embargó y sentí por primera vez una espe-
ranza a pesar de que habían pasado más de treinta años. Amarla con intensidad la
trajo a mí. Debo admitir que saqué provecho de los abusos de nuestro adversario
Moisés Omil, puesto que me permitió acercarme a quien siempre esperé. Este
tirano usufructuó mediante el fraude y la demagogia la gobernación de Ramón
Rosa Correa con sus triquiñuelas legislativas. El marido de Eulalia también fue
vencido por el rufián. Entonces fue cuando ella decidió actuar y tomar las rien-
das. Últimamente la había visto disfrazada de vendedora de frutas espiando los
movimientos del usurpador. Hasta que un día me sorprendió observándola y

164
como en secreto me tomó del brazo y me dijo aparte: “Venga que quiero hablar
con usted. Necesito que me dé una mano, debemos derrocar a este inmundo
traidor que nos quita la paz y el orden. Estamos rodeados de cobardes gallos de
corral, nadie se atreve a hacerles frente. Sé que puedo contar con usted”.
Esta vez pude hablar y me di cuenta de que siempre supo de mí y mis mi-
radas clandestinas, pero jamás había girado su cabeza para devolverme ni un
parpadeo. Sin embargo, no pude negarme a prestarle ayuda.
La cita fue en una iglesia junto con otras veintitrés mujeres adineradas de
cuello estirado como pavo real. Me sentí inhibido por la mirada escrutadora
de esas damas y aturdido por el murmullo de loros barranqueros. Habían in-
vertido su dinero en fusiles y municiones. Pensé que mi nombre se estaba rei-
vindicando. Mi fama de bonachón iba a terminar con la hazaña de ser el único
que ayudaría a tantas mujeres y a mi Eulalia. Sin embargo, después se unieron
otros hombres.

II

El día llegó, el mismo punto de encuentro, las mismas protagonistas. La


misma voz de trueno organizando estrategias. Un manto nocturno cubrió la ciu-
dad y cerca de la medianoche las damas cambiaron faldas por pantalones y aba-
nicos por armas. Oraron de rodillas a la Virgen del Valle y se encomendaron en
su manto. Yo conseguí los caballos y era el vigía en la plaza principal. Me sentía
lleno de vida y felicidad, aunque haya sido una pieza más de ajedrez para ganar el
juego. Esa noche las comadronas estaban más belicosas y bulliciosas que nunca.
“Amigas, es hora de hacer justicia. Yo me encargo del bicho rastrero de Omil”.
Eulalia llena de furia y dirigiéndose al cabildo, apuntó a los guardias ensillada en
su caballo negro, y secundada de un grupo de valientes señoras armadas, entró
a buscar al usurpador:

165
“¡Adelante!” Plantada en sus botas de cuero, rifle en mano, disparaba al
aire llamando al déspota hasta llegar a su dormitorio: “¡Queda usted detenido en
nombre de todas las leyes que ha violado!” En ese momento todo fue confusión
y gritos. El malhechor se fugó pantalones en mano por los techos. Dicen que los
frailes lo ayudaron y se escapó a Tucumán. Al fin y al cabo a Eulalia no le inte-
resaba acabar con su vida: “La vida de Omill equivale a una cucaracha muerta”,
decía la matrona. Apostado en lo alto de un viejo árbol de la plaza principal, yo
la observaba orgulloso. Cuando hubo un poco de calma entré al cabildo a buscar
a mi Eulalia. La encontré en soledad en uno de las salones. No me animé a ha-
blarle, la espié detrás de la puerta labrada. Estaba vestida de dama nuevamente y
con una sonrisa de satisfacción en los labios por haber cumplido su deber. Me di
la vuelta y me despedí en silencio. Se hizo cargo diez horas como gobernadora
de una provincia que había sido víctima del oprobio y los desmanes, para luego
devolver el mando a quien le correspondía.
Corrió la voz por un país machista que una dama con una turba de mujeres
vehementes vestidas de hombres, habían hecho valer los derechos del pueblo
y destituyeron a un dictador. Una tal Eulalia había sido la justiciera. Su nombre
quedó solapado en la historia transformándose casi en leyenda. El rumor llegó a
oídos del entonces presidente Bartolomé Mitre: “¿Una mujer gobernadora? ¿en
Catamarca? Que una mujer esté frente al gobierno es tan creíble como que las
vacas hablen”. Y se rió.

166
167
la plata (1971). Es Licenciado en Realización
Cinematográfica (UNLP). Se desempeña como do-
cente universitario. En 2007 recibió el premio al
mejor dramaturgo y mejor director por Shakes-
peare, la sombra en el laberinto del ciclo de teatro:
“Evocando al Picadero: teatro de la resistencia”
organizado por el Instituto Nacional del Teatro y la
Asociación Argentina de Actores. Obtuvo el pri-
mer premio del Fondo Nacional de las Artes en la
categoría ensayo por el libro El Cine-Ensayo. Co-
laboró en las revistas Contratiempo, Todo es His-
toria, La cueva de Chauvet, Pichuco, Guregandik y
El extranjero. Desde 2009 publica un blog: Contra-
plano71. Dirigió los films El Sur de Homero y La
sombra en la ventana.

168
170
La vasija se rompió antes de que el inca pudiera mojar los labios en ella. Se
rajó, inesperadamente, como si un rayo la hubiera partido desde adentro. Mala
señal. Atahualpa, perturbado por lo que creyó una advertencia funesta de la ma-
dre tierra, ordenó a sus sirvientes que trajeran otra cuba de chicha para agasajar
al invitado. Los ojos de Valverde miraron fiero. Bebió un sorbo fugaz, hizo un
buche y escupió con rabia. Un tenso reproche se le había incrustado en la quija-
da. El inca alzó las manos para perdonar la afrenta. El filo del hacha se detuvo a
dos dedos del cuello del colérico fraile. Una electricidad furiosa imantaba el aire.
Valverde subió la cabeza y, dejando al descubierto la pulpa de un desprecio no
menos extenso que las leguas de historia que los separaban, le ofreció al inca una
cruz y un misal. El sol se oscureció como si un velo mortuorio lo cubriera. Mala
señal, pensó Atahualpa. El fraile, con los ojos desorbitados, le imponía, exten-
diendo los brazos desdeñosamente, la cruz y el breviario.
Un tambor empezó a quebrar el incandescente silencio de la siesta, ente-
rrando entre golpes asimétricos, el clamor de las chicharras. La sombra de un
terror ancestral le asignó un ligero temblor a la intimación del cura. Atahualpa
bebió el conjuro rebelde de sus dioses y, luego de reducir la eternidad a un puña-
do de instantes, tomó los devotos enseres que se le ofrecían y les aplicó el mismo
tratamiento que Valverde había esgrimido contra la sagrada bebida de la provi-
dencia. Los hombres se miraron. El tambor se hundió en un candente silencio de
mal agüero. Los sirvientes del cacique se abrieron paso, trazando un círculo en
torno al fraile que empezó a recular, a los trompicones, con una indiscreta mez-
cla de temor y resentimiento. Bastó, una vez más, un gesto ronco del inca para
salvarle el pellejo. Valverde sentía que la salida se iba alejando de sus trémulos

171
pasos y que gritar hubiera sido atraer las habilidades del diablo. Dominando,
esforzadamente, el fragor de su sangre, Atahualpa pisoteó la cruz pero conservó
el misal, acaso atraído por esos signos dispuestos de manera ocurrente o quizá
por temor a que una horrible superstición estuviera aliada a la destrucción del
fúnebre adminículo.
La tarde ya era una flama cobriza, cuando el último inca le recriminó al
despavorido fraile los años de latrocinio y miseria que la conquista le había aca-
rreado a su imperio y, entre insultos y plegarias, mentó la clemencia de pretéri-
tas deidades. La voz de Atahualpa subía en un colérico espiral, flotaba entre las
piedras como un zumo picado que le agujeraba las venas y volvía a la tierra con
pertinacia de rizoma.
El sudor caía por la frente del fraile que miraba la salida como si fuera la
piedra que mató a Goliat; cuando estuvo próximo al dintel lo cruzó de una corri-
da dando voces de alerta y persignándose, tal vez, imaginando el estruendo de la
séptima trompeta. Valverde salió endiablado. Las huestes de Pizarro respondie-
ron con una ráfaga de fusilería tan precipitada como artera cuyo principal agente
fue un tal Pedro de Candia. Los caballos cruzaron al galope en una asonada de
piedras, sangre y fuego. Los cuerpos se confundían en un grito sordo de espanto
que les partía los huesos bajo el sol reseco de Cajamarca. Confiados en el rigor de
los arcabuces, los invasores se abrieron paso, mientras rodaban, deshechos, los
cuerpos de los guerreros mutilados. Los ejércitos de Pizarro, sin rastro de com-
pasión, masacraron por igual a hombres, mujeres y niños. La polvareda apenas
si dejaba ver las siluetas aturdidas de los corceles desbocados que atropellaban a
mansalva, con la ilimitada crueldad que incita el odio.
Es posible reconocer con cierta exactitud el momento inicial de una masa-
cre pero resulta improbable fijar el instante preciso del último disparo.
El ataque pasó como una tromba capaz de transmutar el valle de Cajamarca
y su periferia en un trágico reguero de osamentas. Atahualpa fue apresado por
los insurgentes y obligado a comparecer ante Pizarro.

172
El cacique, confinado a las geométricas soledades de una celda, se abocó
al aprendizaje de la lengua invasora con resignado fervor. No fueron pocas las
noches que pasó jugando al taptana con su carcelario. Las nueve filas del an-
cestral juego ecuatoriano le ofrecían al inca la única tentativa de vencer a los
invasores. Un sueño recurrente ardía debajo de la noche: la cabeza sanguinolenta
de su hermano Huáscar soplando desde las cenizas con fiereza vengadora. El
muerto no atendía razones; sus ataques de ira atormentaban al inca día y noche.
Atahualpa despertaba afiebrado, con la cara empapada y los pómulos hinchados.
Sus mujeres lo miraban sin acercarse, como si fuera un alma en pena clamando
por su salvación. Una de ellas, probablemente, se haya atrevido a susurrar algún
cántico de resurrección. El cacique deambulaba en círculos hasta que rayaba el
alba. Pizarro lo observaba desde lejos consultando con Valverde, lo sorprendía lo
inmutable de aquella posesión demoníaca. El fraile volvía una y otra vez al episo-
dio del misal para probarle a Pizarro que el inca no estaba poseído, sino que era
uno de los tantos hijos de Lucifer que habían nacido con el único fin de retrasar
la conveniente propagación de la cristiandad. “Sería mejor pasarlo a degüello y
regar con su sangre la tierra para que el demonio escarmiente y podamos traba-
jar en paz de una buena vez”, repetía Valverde. Pizarro lo escuchaba haciendo
cálculos. Las súplicas de Inés, la media hermana de Atahualpa, que el cacique
había presentado al conquistador con la esperanza de celebrar una alianza de
sangre, demoraron la decisión. En tanto, la voz de Huáscar era una imprecación
helada que mordía la espalda del inca todas las noches, empujándolo a la locura.
Reacio el insomnio a rescatarlo de esos trances, el sopor de las madrugadas per-
feccionó el sueño o la pesadilla, según se mire, demorándole al inca la voluntad
de despertar. Cada noche agregaba un nuevo artificio a la siniestra participación
del visitante. Cuando los dientes del hermano le rozaban la garganta, el cacique
abría los ojos dando gritos y arrastrándose, presa de exorbitadas convulsiones.
Los soldados respondían descargando baldes de agua helada y, algunas veces,
Pizarro debió intervenir para que no lo azotaran.

173
El testimonio de una de sus mujeres describió la noche exacta en que Ata-
hualpa, extraviado y acaso balbuceante, empezó a repetir la palabra oro “como
un perro ladrándole a un ahorcado”. Lo vio de refilón cortando el aire entre las
sombras. El inca se levantó al despuntar el alba y describió con su cuerpo un
rectángulo perfecto. Murmuraba la palabra oro al llegar a cada vértice y hacía un
extraño gesto similar al de un hombre que acumula piedras en un rincón. Pizarro
escuchó a la mujer, chasqueando la lengua nervioso y moviéndose como si tu-
viera hormigas en el cuerpo. Luego mandó a desalojar la celda y, con el pretexto
de disputarle al inca el invicto en los íntimos torneos de taptana, lo sometió a un
interrogatorio cargado de amenazas y acusaciones. Pizarro conocía el tormento
del cacique y cuando lo creyó oportuno mencionó las visitas nocturnas de Huás-
car clamando venganza. Le detalló las coléricas apariciones del que decía ser “el
legítimo heredero de los orejones del Cuzco” y los temores de Valverde frente
a ese enviado del mal, capaz de arrasar, sin miramientos, las bases mismas del
imperio incaico.
Atahualpa, que albergaba la esperanza de ser el prisionero de un mal sueño,
vio la demolición de la tierra de sus mayores, piedra sobre piedra. “Solamente
uno de los nuestros conoce la clave para arrasar con todo”, pensó mientras se
frotaba los ojos y maldijo una y otra vez la guerrera altanería de su hermano.
La tarde era un capullo que se iba cerrando entre vapores escarlatas. Acaso,
para conjugar los terrores del silencio, Pizarro empezó a murmurar la palabra
oro con un débil jadeo, como si fuera un rezo.
El inca concentró la mirada en las luces que improvisaban una chacana en
el centro de la celda. Recorrió con los ojos afiebrados los tres escalones de la
cruz. Pizarro, bordeando la exasperación, acariciaba la vaina de su espada con
más ambición que odio. El cacique vio brillar la codicia en los ojos de su adversa-
rio y, temiendo la disgregación del imperio de sus mayores, ofertó un apeadero
colmado de oro y plata a cambio de su liberación. Estaba dispuesto a pagar la re-
compensa que exigían los corsarios para rescatar a su pueblo y restituir los lazos

174
quebrantados con la madre tierra. Sellaron el trato sin mirarse.
El último inca cerró los ojos y se pensó al galope contra el viento, desafian-
do el vuelo de las águilas, otra vez al mando de sus hombres, libre de la codicia
de los filibusteros y de la acechante figura de su hermano consagrado a esparcir,
desde su tumba, los ancestrales venenos del odio. Pizarro, por su parte, se vio
colmado de honores y fijó los plazos para eliminar a su rehén una vez obtenido
el botín. Los aliados de Atahualpa hicieron cumplir la orden, tal vez con descon-
fianza. Acarrearon a fuerza de sangre y sudor innumerables toneladas de oro. Sin
embargo, los invasores, ajenos a toda conmiseración, le tenían reservada al inca
una última afrenta: la conversión a la fe que arrasó con las glorias de su pueblo.
El bautismo del cacique, propiciado por Valverde, consistió en una muerte
austera, cristiana, angelical. El instrumento sacro, que sugirió el vicario, fue el
garrote vil. Antes de bendecir la ejecución, Valverde pidió una jofaina con agua
fresca y se lavó las manos para remedar la costumbre de uno de sus más conspi-
cuos precursores.
El cuerpo del último inca reventó, bajo el cielo febril de Cajamarca, en lo
que dura un ultraje.
Las disputas que siguieron a ese crimen aún no han cesado.

175
buenos aires (1972). Es Licenciada en Cien-
cias de la Comunicación (UBA) donde enseña Teo-
rías y Prácticas de la Comunicación. Coordina ta-
lleres de narrativa y de lectura. Su primera novela
Batán (Bajo la Luna) obtuvo el 2do. Premio del
Fondo Nacional de las Artes 2010. Participó de la
antología Las dueñas de la pelota (El Ateneo, 2014)
y publicó la nouvelle Por cuarenta mil años (Expo-
sición de la Actual narrativa rioplatense, 2014). En
enero de 2015, obtuvo el 2° premio de novela Casa
de las Américas por El río.

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Ahora que está muerto, me encargan un homenaje.
—Dale, pibe —me dice el jefe— inspirate.
Como si fuera tan fácil. Después de todas esas líneas que alguna vez escribí
en su contra.
—Un homenaje como Dios manda, hoy estamos de luto —me aclara.
Todos no, pienso. Pero ahora el jefe nos pide atenuar el tono. Le huelo el
miedo. A tipos como este, la muchedumbre en la calle haciendo fila para tocar
el cajón, los desfigura. Vuelven los fantasmas del pasado, multiplicados por los
miles que esperan despedirse y rendirle sus condolencias y lealtad a la viuda.
Cientos de carteles de aliento embanderan las calles. ¡Fuerza Presidenta! Si no lo
conociera, podría pensar que el jefe estuvo llorando. Lo dice su semblante. Uno
de los ojos tiene un pequeño derrame y se le hinchó la cara.
Tengo un día para pensar. Me dieron demasiado espacio por ser de los más
jóvenes en la redacción. Me pregunto por qué, por qué yo.
La entrevista la arreglo unas horas después del pedido del jefe. Como una re-
velación me viene ese momento. Busco datos. Llamo al Colegio Militar. Después
de insistir mucho, de asegurarles quién está detrás de este suplemento, me pasan
su nombre y apellido. Levanto el teléfono y el hombre me dice sí. Por un instante,
tengo la sensación que desde aquel día, ese hombre está esperando este llamado.
Nos juntamos esa misma tarde en su casa al sur del conurbano. Una casa
baja con un jardín al frente. Rosales de un lado y del otro. Malvones cercando el
camino de tierra pisada que lleva hasta la puerta de entrada. El sol baja arañando
la medianera del vecino. Del otro lado de la calle, unos pibes juegan a la pelota.
—¿Nos sentamos acá? —pregunta.

179
—Sí —respondo. Y me acomodo en una silla de hierro a la que la pintura
blanca abandonó hace tiempo.
La galería está llena de macetas.
—Le debo una limpiadita de cara, se justifica el hombre cuando me ve
preparar la cámara.
—Me gusta el óxido —le digo sin tener muy claro por qué, mientras miro
a mi alrededor desde el lente buscando una buena toma y descubro herrumbre
por todos lados.
Temo que mis palabras suenen a burla.
—Gracias —me dice entre emocionado y sorprendido—. A mí no tanto.
Uno se va cansando de cuidar las cosas.
Ese hombre quiere hablar. Mueve las manos siempre en el mismo gesto.
Friega los dedos rítmicamente.
—¿Qué quiere saber? —pregunta.
Vuelvo a contarle sobre el suplemento. Un homenaje improvisado, pienso,
pero no se lo digo. ¿Para qué?, me pregunto. Nadie va a creerlo viniendo de mi
jefe. Sean originales, nos insistió a todos. Busquen donde nadie lo haría. ¿Qué
carajo quiere? ¿Qué se trae entre manos?
Detrás de la puerta, una mujer mayor, de pelo cano, me mira con recelo. No
le gusta que esté ahí. No quiere saber nada con esta nota.
—Lo que recuerde— digo — Algo de aquel día.
Quiero que me cuente del original. Si ese hombre cuidaba esos pasillos,
tiene que saberlo.
—El día ese —dice y me mira. Hace silencio.
Desde la silla, puedo ver a los pibes pasarse la pelota. Rueda unos cuantos
metros sin que nadie llegue a tocarla. El polvo queda flotando en el vacío.
Segundos después, el hombre retoma.
—En el Colegio a nadie se le pasa esa fecha. Si habremos celebrado más de
una vez.

180
Mi cara debe ser de espanto, o al menos de desaprobación porque ese hom-
bre se frena repentinamente. Intenta una explicación.
—Cuando se está ahí adentro uno debe convencerse de que siempre se
hace lo que corresponde. Si uno no está preparado para eso, mejor irse, tomar
otro rumbo si se puede. Día tras día pasan cientos debajo del arco de entrada de
una de las unidades tácticas. ¿Sabe qué dice ese arco?
No digo nada. Pregunta sin esperar una respuesta.
—Con la misión en la mente. En letras gigantes, para que no haya modo de
no verlo. Para cuando un cadete, oficial, general, soldado raso, o el cargo que
quiera, interviene, es porque ya hace mucho que esa acción está bien trabajada,
metida hasta en el alma. Si algo se aprende en el Colegio militar es que nunca
se improvisa.
Enfrente, los pibes gambetean, meten patadas, corren, retroceden, avanzan
hacia el arco rival.
—Cuando llegué al Colegio, esa mañana, ya había revuelo. Algunos oficia-
les se habían reunido en el patio grande alrededor de dos generales. Uno solo
hablaba y parecía dar un sermón. Yo hice como siempre: me puse el delantal y di
la primera recorrida. Se sabía poco del acto pero cuando echó a correr la noticia
que vendrían esas mujeres, no quedaron dudas.
Ese hombre me mira. Me mide. Mientras, juego con el lente. Acerco y alejo
el zoom de la cámara que duerme sobre mis rodillas.
—Cuando el Presidente entró, ya habían formado. Antes de hacer silencio
absoluto, algunos murmuraron, los conozco bien. ¿Quién se cree este?, andarían
pensando. ¿Cómo se atreven estas viejas? ¿Le soy sincero?, si no lo hubiera sabido
de antemano, si el teniente general no me hubiera dicho que contaba conmigo,
quizás a mí también se me daba por pensar cualquier cosa. Le mentiría si le dijera
que esperábamos ese día. No cabía en nuestra cabeza algo así, jamás. ¿Vio cuando
dicen que el aire se corta con una tijera?, peor… porque ni aire había.
Si bien miré todas las fotos publicadas de aquel día y las del archivo del

181
diario, no logro armar la escena. No hay ninguna donde se pueda ver el conjunto.
Solo fragmentos de los allí presentes. Reconstruyo como puedo a partir del relato
de este hombre y lo poco que encontré.
—En unos segundos, no se oyó nada más —continúa—. Todos esperábamos
atentos. Él nos miró, juraría que uno por uno. Después quedó de espaldas a no-
sotros, la vista al frente apuntando a los cuadros. Solo los cadetes y generales,
que estaban de costado, pudieron verlo. Había que ver las caras de quienes lo
miraban sin ser vistos. Algunos daban miedo.
El hombre me miró como esperando algo. Yo no llegué a decir nada cuando
él continuó:
—¿Sabe qué me decía mi padre cuando era chico?
Pensé en mi viejo, la falta que me hacía. Qué recomendación me hubiera
dado. Pero otra vez, no dije nada. Ante mi silencio, el hombre sentenció, como
supuse, lo habría hecho su padre:
—No se puede dar lo que no se tiene.
Y volvió a hacer una pausa, una vez más, a la espera de algo.
—Es cierto —dije. Solo eso. Podría haberle aclarado que nunca lo había
pensado así, que sonaba lógico.
—Esa gente tenía miedo. Y él lo sabía —me aclaró—. ¿Sabe qué es lo que
asusta a la gente?
—¿Qué gente? —le pregunté, sin decirle que nunca me convenció esa mane-
ra, tan actual, tan vacía, de nombrar y nombrarnos.
—Gente como usted, con respeto se lo digo —volvió a aclararme, y mientras
su voz comenzaba a sonar detrás de mis pensamientos como una música de fon-
do, gente como la que está en el Colegio, yo, sin ir más lejos, pensé en mis miedos.
Miré el grabador que había apoyado a un lado, la cámara sobre mis rodillas
y mi libreta completamente en blanco: ni un apunte, ni una idea, una mochila
de prejuicios y el eco de mi jefe retumbando en mis oídos. Nunca sería un buen
periodista, eso me asustaba.

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—Ella —dijo el hombre con una contundencia que no me quedó otra que
mirarlo y deshacerme por un instante de mi reflexión. Ese hombre señalaba ha-
cia la ventana donde se podía ver detrás de la cortina a su mujer.
Imaginé la foto que podría sacarle: su contorno a contraluz detrás de la tela.
Pero ni amagué a agarrar la cámara. Ese hombre me agarró del brazo y con un
leve movimiento giré el cuerpo hacia la calle.
—A los chiquilines esos, no —me dijo señalando a los pibes que jugaban a la
pelota—. Ellos todavía no se asustan.
—Seguro nos asustan cosas muy distintas —le respondí un poco aturdido.
—No crea, la gente tiene miedo de que le cambien las cosas de lugar, las
cosas que existen y las que no. Que le pongan en duda que la tierra gira alrededor
del sol. ¿O no le costó la vida a ese que quería convencer a todos de que la tierra
no se apoyaba sobre tortugas? Y ojo que cuando le hablo de gente no hablo de
pobres. Pobres dejamos de ser el día que nos llaman como a los demás. Casi toda
mi vida en el Colegio Militar, más de cuarenta años. Fui la esperanza de mi madre
y no creo haberle cumplido.
El hombre hace una pausa. Apenas un instante.
—Mírela —me dice y gira para ver a su mujer, que sigue allí, detrás de las
cortinas—. Ella es la que me hace dudar… ¿sabe?
Sin darme tiempo a responder, avanza en esa conversación que, diría, man-
tiene consigo mismo desde hace tiempo.
—La esperanza de mi madre también tiene que ver con el miedo. Mi trabajo
se lo fue quitando un poco. A ella se le iba y a mí me iba creciendo pero no me
daba cuenta. Si algo se termina aprendiendo en el Colegio, ya le dije, es que nada
se improvisa, nada —repite enfáticamente— pero sobre todo que nada puede
estar fuera de lugar. Iluminar la realidad, si lo habré escuchado tantas veces. Edu-
car para ser faros. Luces que no muestran solamente dónde están las cosas, sino
dónde deben estar. Te pareceré ingenuo, ya sé. Este viejo no entiende que matar es
otra cosa, pensarás. Claro que entiendo… pero para convencer a muchos hay que

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hablar el idioma de todos y todos creemos saber lo que es el orden.
Lo miro mientras habla. Tengo la cámara en una mano, en la otra una biro-
me que no llego a usar. Confío en el grabador, como si volver a escuchar la voz
de este hombre me asegurara una buena nota.
—El Presidente lo entendió o dígame, si no ¿para qué sacar ese cuadro? Por
algo había que empezar, ¿no?
Ese hombre deja de fregarse las manos y cierra ambas en un movimiento
único. Así apretaba los puños antes de hablar. Y miro mis manos. Quietas. Y a los
chicos que siguen jugando a la pelota en el baldío.
—Pero, ¿sabe? —me dice— se lo hicieron a propósito: llevarse el original y
ponerle una fotocopia ampliada.
Ahora sí, pienso, y sin darme cuenta me enderezo, me acerco con el cuerpo
hacia dónde él está. Lo sabía. Ese hombre sabía lo del rumor. Sería cierto, en-
tonces. Antes de que pueda preguntarle si sabe dónde está el original, continúa.
—Él lo supo a tiempo. Y no le importó. Auténtica o copia, ¿acaso hay dife-
rencia? El asunto era atreverse a tocarlos. El Presidente dio la orden.
Contundente: la mano extendida, la palma frente a sus ojos y la voz firme.
Proceda, escucho una y otra vez. Imagino a las abuelas, las madres. Imagino a los
que esperaron este momento. Pienso en mi viejo, su cara cuando le dije que sería
periodista. No te olvides de dónde venís, me dio cómo único consejo. Ese hombre
no dice nada. Yo tampoco. No nos miramos. Recordar lleva tiempo, pienso. Y
olvidar también, si es posible hacerlo.
Aprovecho a detenerme en las casas vecinas. Son todas bajas. Los techos de
chapa atajan los últimos rayos de sol y pintan el barrio de color anaranjado. Aho-
ra observo detenidamente a uno de los pibes: pisa la pelota con el pie y le amaga
al contrincante con una sonrisa provocadora. El rival se calienta. Intenta un co-
dazo y el otro lo esquiva, sin siquiera rozarlo, con pelota y todo. Sale corriendo
y a cuatro metros del arco, en diagonal, hace un gol definitivo. El hombre parece
no percatarse. Por unos segundos olvido por qué estoy ahí y quisiera meterme

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en la cancha.
—Mi madre quería algo grande para mí —me dice—. Ella me consiguió el
puesto en el Colegio. La patrona de su hermana era casada con un general y en-
tré antes de terminar el secundario. No nací para pasar a la historia. El teniente
general estaba subido a la escalera. El Presidente a unos pocos metros. No hubo
ensayo. Él no lo hubiera permitido pero yo lo necesitaba: me paré esa misma ma-
ñana, bastante temprano, a unos pasos del cuadro, hice de cuenta que el teniente
general me lo estaba pasando y despacio apoyé el cuadro en el piso. No podía
errar. Habría muchos allí. Funcionarios, personalidades, esas mujeres. Y las fo-
tos, cantidad de periodistas. Él me lo había dicho, ni una arruga, más impecable
que nunca lo quiero.
El hombre hace un breve silencio. Yo lo veo, lo imagino sosteniendo el cua-
dro apenas el teniente general se lo pasa. Me descubre en el pensamiento. Abre
las manos y tengo la sensación de que lo sostiene. Lo acomoda en el aire y avanza
por ese pasillo que nadie sabe a dónde conduce.
—Hice todo tal como había practicado —continúa—. Después, los aplausos.
Cuando el acto terminó, el teniente general me dijo llévelo a mi despacho.
Lo imagino apoyando el cuadro lentamente en el piso para que el marco
no se dañe. Lo imagino, también, dejando caer ese cuadro que revienta contra el
piso y el vidrio estalla en cientos de pedazos.
Los dos hacemos silencio. Quiero que me cuente qué hicieron después con
esos cuadros porque eran dos aunque yo lo imagine bajando solo uno.
Su mujer nos mira desde la puerta. Ya no se esconde detrás de las cortinas.
El hombre se levanta y mientras acomodo la cámara, me dice:
—Para un hombre, basta un gesto.
Me sonrío. Suena a frase de un tango. Pienso en mi jefe, su suplemento ho-
menaje. Me detengo en esas palabras que deslizó hace apenas unos segundos: no
nací para pasar a la Historia. Tengo el título de la nota.
—Eso también me lo decía mi padre —me aclara.

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—Me lo imaginaba.

Del otro lado de la calle, un pelotazo revienta contra la medianera de una


casa. El gol nos distrae a los dos. Algunos se agarran la cabeza, otros festejan.
—¿Cuándo sale? —me pregunta con cierta timidez—. Por ella, digo —y mira
hacia donde está su mujer—. Guardó todas las fotos de los diarios. Cada tanto las
vuelve a mirar. Nunca me dice nada.
Ante aquella confesión inesperada, me quedo atontado. Son apenas segundos.
—Este domingo —le respondo, ahora de pie, dándole mi palabra de que las
suyas no han sido en vano.
Aunque no sepa qué piensa hacer mi jefe, si lo convencerá esta forma de
homenaje. Si un hombre cualquiera alcanza para contar la historia.

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Ilustrador en "Microrrelatos"

colonia benítez, chaco (1975). Estudió


pintura con Oscar Sánchez y Eduardo Medicci.
Obtuvo becas de perfeccionamiento y producción
de obras de la Fundación Antorchas y el Fondo Na-
cional de las Artes.
Entre sus últimas exposiciones individuales
se destacan las realizadas en el Museo de Arte Con-
temporáneo de la ciudad de Bahía Blanca (2008),
en el Centro Cultural de España de Buenos Aires
(2009), en la Galería Braga Menéndez (2011) y en
el Muba de Resistencia (2014).

*Ilustraciones páginas: 15, 21, 29, 35, 43, 49, 57,


63, 69, 79.

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Ilustrador en "Cuentos"

buenos aires (1971). Inició sus estudios de


diseño y dibujo en la Escuela Técnica "Fernando
Fader", en el barrio porteño de Flores. En 1997 se
gradúo en la Escuela Nacional de Bellas Artes "Pri-
lidiano Pueyrredón" en la especialidad de pintura.
Desde 1995 trabaja como diseñador gráfico y se
especializa en el rubro editorial. Hace unos años
comenzó a incursionar el mundo de la ilustración.
Algunas de sus trabajos están publicados en:
> www.pabloefeperez.blogspot.com.ar

*Ilustraciones páginas: 89, 97, 109, 121, 133, 143,


155, 161, 169, 177.

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