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Guillermo Barrantes
No la pierdas...
—Rufina... no quiero perderte.
—Yo tampoco, pero debo irme. Confío en vos.
Y ella, de pronto, le dio un beso. Duró un segundo,
aunque bien pudieron ser mil años. Para Fabián, du
rante ese lapso, pasado, presente y futuro se mezcla
ron en un único momento, en una fugaz eternidad. Fue
como si el universo naciera y muriera con aquel beso.
Y cuando se recuperó, vio que Rufina ya corría a varios
metros de él con su saco aún puesto.
—¡Rufina! —le gritó.
Pero ella no solo no se dio vuelta, sino que rodeó el
muro... ¡y entró al cementerio!
¿Qué pretendía hacer en ese lugar y a esa hora?
Tenía que averiguarlo, así que corrió tras ella.
Aunque los primeros rayos de sol ya acariciaban la
ciudad, ahí adentro, entre las tum bas aún reinaba la
noche. Una bruma gris se arremolinaba alrededor de
las cruces y las lápidas. Y allá iba Rufina, convertida
en un jirón más de esas tinieblas, con los mechones
de pelo y los volados de su vestido retorciéndose con
el viento.
Un chillido com o de demonio quebró el silencio
m ortuorio y dejó a Fabián, por un momento, inmóvil y
a punto del infarto. Enseguida, el dueño de aquel que
jido emergió del vapor helado. Era un gato que huía a
toda velocidad y se perdía entre las sombras del ce
menterio. Sin dudas, Fabián le había pisado la cola.
Cuando quiso localizar nuevamente a Rufina, solo
alcanzó a ver un últim o atisbo de la tela de su vesti
do, desapareciendo por un pasillo del cementerio.
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^ o no te te tñ <pueu fe to fn e d o p u te te fo daZ&u é i
Si bien es sabido
que la plata mata hombres lobo,
también es conocido
que la goma los deja bobos.
En el pasillo de Pedro,
podrás, amigo, salvarte,
si te das cuenta, en serio,
que la clave está en el arte.
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No la pierdas...
De pronto, reconoció aquella voz en su cabeza: era
la voz de la tejedora, siempre lo había sido.
—No voy a perderte —dijo Fabián y Rufina sonrió.
Quería besarla, era lo que más ansiaba.
La dama de blanco cerró los ojos para recibir aquel
beso, y justo cuando Fabián se disponía a cerrar los
suyos, sucedieron dos cosas. La primera fue ese olor.
Un tufo ácido, como de algo podrido, que parecía salir
por entre los labios entreabiertos de Rufina. Y fue ese
hedor lo que lo alertó y le permitió apreciar la segunda
cosa. Por detrás de la chica pasó una sombra y luego
dos más. Fabián tardó un segundo en darse cuenta de
que esas figuras sombrías eran el hombre de negro,
aquel que había conocido en el cementerio de la Reco
leta, y sus dos incansables perseguidores. Uno de es
tos últimos, al pasar, giró la cabeza hacia Fabián, para
luego volver a dirigir la atención hacia su presa. Aquel
hombre llevaba anteojos espejados.
La voz de la tejedora volvió a sonar en su mente:
La verás en el próximo círculo, mas solo si la contem
plas podrás mantener la esperanza.
Así como "salamanca” no era lo mismo que “sa
lamandra", ver” no era lo mismo que contemplar .
Contemplar algo involucra una mirada más profunda
de ese algo, más diversa, desde otro ángulo.
A Fabián, ese otro ángulo se lo dieron los anteojos
de aquel hombre. En ese instante fugaz en que pa
reció mirarlo, Fabián pudo verse reflejado junto a su
amada en esos cristales espejados. Pero en el reflejo
no estaba a punto de darle un beso a Rufina... sino a
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—Entonces, esa...
—Esa que casi besas era una bruja que te hechizó
valiéndose de tus recuerdos.
—Casi lo consigue.
—Casi te perdemos.
—Casi la pierdo.
No la pierdas...
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E te parada.
—Azúcar —respondió.
En el reverso de aquellos sob recito s se leía
“ Bar Epílogo”.
Fabián se tomó de un sorbo su café. Y de repente, todo
se apagó, todo se hizo... negro, y al instante el bar volvió
a estar ahí, como si el universo hubiera pestañeado.
Observó nuevamente el reverso del sobrecito de
azúcar. “ Bar Prólogo", decía ahora. Supo que había
vuelto a Buenos Aires, a su Buenos Aires.
Y ahí estaba de nuevo, en el bar Prólogo, después de
un año y dos días de aquella noche, después de perder
la cuenta de las veces que había regresado a visitar
a su amada. Fabián se decidió y se levantó de la mesa.
En esa otra mesa, la más cercana al baño, seguían
esos dos. Uno estaba con un café; el otro, con un
submarino. Dos escritores, dos investigadores de le
yendas urbanas. Antes, perseguidores del hombre
de negro; ahora, perseguidores de ese nuevo mito, de
ese nuevo rumor que ganaba las calles de la ciudad.
Fabián los escuchó hablar con uno de los mozos
mientras él salía del bar rumbo a Parque Chas:
—Hemos escuchado que aquí suele tom ar café un
hombre misterioso, uno que, dicen, busca a la mujer
que ama, una mujer muerta, una dama de blanco.
¿Oyó algo así? ¿Tiene alguna sospecha?