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La dama de blanco

es una obra de producción


colectiva creada y diseñada
Proyecto y dirección editorial: por el Departamento Editorial
Raúl A. González y de Arte y Gráfica de Estación
Mandioca de ediciones s.a.,
Directora editorial:
bajo proyecto y dirección de
Vanina Rojas Raúl A. González.
Subdirectora editorial:
Cecilia González
Directora de Arte:
Eugenia San Martín Vivares
Director de la colección:
Matías H. Raia

Edición: Matías H. Raia

Corrección: Ramiro Altamirano

Diagramación: Soledad Ponce

Tratamiento de imágenes, archivo y preimpresión: Liana Agrasar


Producción industrial: Leticia Groizard

ISBN: 978-987-1935-85-7 Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723.


Impreso en la Argentina. Printed in Argentina.
© Copyright Estación Mandioca de ediciones s.a.
José Bonifacio 2524 - C1406GYD - Buenos Aires - Primera edición: octubre de 2018
Argentina
Tel./Fax: (+54) 114637-9001 Primera impresión: octubre de 2018

Barrantes. Guillermo Este libro no puede ser reproducido total ni


La dama de blanco / Guillermo Barrantes. - la parcialmente por ningún medio, tratamiento
edición para el alumno. - Ciudad Autónoma de Buenos o procedimiento, ya sea mediante reprografía,
Aires: La Estación, 2018 fotocopia, microfilmación o mimeografía. o
80 p : 14 x 20 cm. - (La máquina de hacer lectores cualquier otro sistema mecánico, electrónico,
azul) fotoquímico, magnético, informático o electroóptico.
Cualquier reproducción no autorizada por los
ISBN 978-987-1935-85-7 • editores viola derechos reservados, es ilegal y
constituye un delito.
1. Narrativa Juvenil Argentina. I. Título.
CDD A863.9283
W ’ii c e

Biografía del autor.........................................................4

En el bar llamado “Prólogo''............................................. 5

Zona mítica cero: Ectoplasmosis.................................7

Primer círculo mítico: Fantasmas pacíficos..............19

Segundo círculo mítico: Fantasmas enfadados...... 33

Tercer círculo mítico: Monstruos.............................. 39

Cuarto círculo mítico: Muertos vivos....................... 45

Quinto círculo mítico: Vampiros.................................51

Sexto círculo mítico: Estatuas mágicas.................... 57

Séptimo círculo mítico: Brujas...................................61

Octavo círculo mítico: Demonios.............................. 65

Noveno círculo mítico: La otra Buenos Aires........... 71

En el bar llamado “Epílogo'1...........................................78

f
kS

U tá

Guillermo Barrantes

Nació en Buenos Aires, en 1974. Terminada la escuela


secundaria, a los 17 años ingresó en la carrera de
Astronomía en la Universidad Nacional de La Plata. Si
bien más adelante cambió la ciencia por la escritura,
nunca dejó de indagar en los misterios del universo. De
hecho, Cosmos, de Cari Sagan, sigue siendo uno de sus
libros favoritos.
Entre sus obras publicadas se encuentran las novelas
El temponauta, Enrique Enríquezyel secreto de San Mar­
tín y Encallados, los libros de cuentos Gritos lejanos y Las
vueltas de la Muerte, la novela Los malditos de Dios, y el
ensayo Crónicas mundiales.
Además, escribió junto con Víctor Coviello la saga Buenos
Aires es leyenda.
También es el autor del guión de la película Ecuación,
dirigida por el argentino Sergio Mazurek.
El bondi espacial: Textos ReCreados en la ciencia ficción.
ya ha sido publicado en esta colección.
La dama de blanco • 5

£.n e\ V>ar ^amaJo


ltPró\o<Jo,)

a cucharita se sumergió en el café y comenzó

L a moverse en círculos; lentamente, la espuma


flotante fue tom ando la forma de una espiral
giratoria, de una galaxia. El líquido oscuro parecía ha­
berse convertido en una porción de espacio intereste­
lar y Fabián no podía dejar de mirar ese mundo dentro
de otro, ese portal a otro universo.
Entonces, sacó la cucharita y el café se fue aquie­
tando. La galaxia se fue desarmando y, cuando el café
se detuvo, quedó hipnotizado con la superficie aquie­
tada. La mirada de Dios sobre aquel cosmos...
¿Un Dios? ¿Él? Si ni siquiera era capaz de controlar
su destino.
Se bebió de un sorbo el café. Estaba frío. El mozo, casi
de inmediato, se llevó aquel cadáver y le dejó otro, uno
nuevo, rebosante. Fabián creía que lo atendían muy bien
en ese bar.
Mientras vertía dos sobrecitos de azúcar, Fabián
volvió a pensar en la decisión que debía tomar. Se tra ­
taba de hacerlo o no, de volver a verla u olvidarla. Pero
¿podía olvidarla? Ya sabía qué hacer. Era volver a verla
o no verla jamás.
6 • Guillermo Barrantes

La cucharita obró nuevamente su magia. Se hundió


en el café, giró y creó otra galaxia. Esta vez no dejaría
que se enfriara.
Fabián vació aquel flamante universo en su gargan­
ta. Le habían advertido que tuviera cuidado, que no
convenía pasarse de la raya. Pero sin Rufina...
Cuando el pocilio, ya sin su contenido, tocó la mesa,
Fabián tuvo la rara sensación de que lo observaban.
Miró para un lado, para el otro. Ahí estaban. Eran dos
hombres, ambos de traje, sentados a una mesa, la
más cercana al baño. Uno tomaba un café en pocilio,
como él; el otro, un submarino. Cuando los descu­
brió, aquellos dos le sostuvieron la mirada por unos
segundos. El del café sonrió. El otro, incluso, se animó
a señalarlo con esa cuchara larga típica de los subma­
rinos. Luego, retomaron su conversación.
¿Eran ellos? ¿Al fin se mostraban? Malditos. Lo ha­
bían atrapado, lo tenían a su merced. Aquel era su
momento. Tenía que decidirse. Verla o no verla. Ir a
buscarla o quedarse ahí, sentado. La primera opción
lo condenaba a esos hombres de traje, los que lo se­
guían, a su constante amenaza. La segunda... ¿no ver-
la nunca más? Era la peor de las condenas.
Sin que Fabián se diera cuenta, el mozo ya había
retirado el pocilio vacío y le había dejado un tercer
café. Entonces, le puso azúcar y hundió la cucharita
en café. Esta vez revolvió en sentido contrario, como
si así volviera el tiempo atrás, un año y dos días atrás,
cuando la conoció.
La dama de blanco • 9

ra una noche muy fría de fines de julio en Bue­

E nos Aires. Fabián caminaba por las veredas


del barrio de Recoleta. Iba rápido, pateando el
piso de vez en cuando para que no se le congelaran
los pies. También se tiraba aliento sobre las manos,
para calentarlas. Entre el vapor que exhalaba y aquella
manera de caminar, parecía una especie de locomo­
tora humana. Hacía rato que no se cruzaba con nadie.
Pocos se animaban a enfrentar una perfecta noche de
invierno como esa. Se subió el cuello del saco y bajó la
cabeza, buscando protegerse del aire helado, impla­
cable. Estaba bien vestido, pero no lo suficientemen­
te abrigado. Se dio ánimo pensando que no le faltaba
mucho para llegar a la casa de Hernán. Eran unas siete
u ocho cuadras. Veía que las calles de esa zona eran
medio retorcidas y costaba sacar una cuenta exacta.
Concentrado al máximo en apurar el paso para
acortar esa tortura, no se dio cuenta que caminaba
junto a uno de los muros del cementerio. Hasta que
percibió un llanto. Se lo trajo el viento, una ráfaga, la
más helada de todas las que había soportado. Tiritó.
Entonces, se tapó más la cara con el cuello del saco.
Así y todo, la vio. Estaba allí adelante, de pie, en la es­
quina de Vicente López y Azcuénaga. Una chica con
el vestido blanco y el pelo negro hasta los hombros,
que se tapaba la cara con las manos. El llanto, sin du­
das, provenía de ella.
10 • Guillermo Barrantes

Era imposible no detenerse. Los sollozos eran real­


mente desgarradores.
Cuando Fabián llegó a la esquina le puso la mano en
el hombro.
—¿Estás bien? —le preguntó, y de inmediato se dio
cuenta que se trataba de una pregunta estúpida. Era
obvio que no estaba bien—. ¿Te puedo ayudar en...?
Fabián no pudo terminar de formular aquella segun­
da y más acertada pregunta. Al escucharlo, la chica
sacó las manos de la cara y lo miró. El frío, el apuro...
El mundo pasó a ser un recuerdo, un eco lejano. Esa
cara, esos ojos marrones llenos de lágrimas, clavados
en él, fueron, por un instante, lo único real, lo único
vivo para Fabián.
Aquella chica era linda, aunque no la más linda que
jamás hubiera visto; y tam poco la más bronceada.
Pero esa palidez enmarcando esos ojos algo achina­
dos y ese pelo negro enmarcando esa palidez... Y por
dentro escuchaba un único grito: No la pierdas...
Cuando Buenos Aires volvió a existir, ella seguía ahí,
llorando. Intentaba contestarle a Fabián, decirle algo a
través de las lagrimas, de la angustia, pero le costaba
mucho. Entre sollozos y gemidos, apenas pudo enten­
der su nombre, Rufina, y que algo terrible le había ocu­
rrido, no una sino dos veces.
—Dos veces... dos veces... no es justo.
El cabello y el vestido de la chica parecían moverse
de manera caótica, como si desafiaran las direcciones
impuestas por el viento.
—Estoy yendo al cumpleaños de un amigo —le dijo
La dama de blanco • 11

Fabián—. ¿Por qué no me acompañás? Te va a hacer


bien olvidarte un poco... de eso...
Ella lo miró, primero sorprendida, después con cier­
ta duda.
No la pierdas...
—Es un lindo grupo —continuó, tratando de trans­
mitirle seguridad—. Me refiero a mis amigos. La vas a
pasar bien conmigo. Con nosotros, digo.
Ella parpadeó. Nuevas lágrimas rodearon su peque­
ña nariz. Pero ya no lloraba. Hasta pareció esbozar
una sonrisa.
Era el momento de arriesgarse.
—¿Vamos? —le preguntó Fabián, ofreciéndole la
mano abierta.
Ella volvió a dudar. Miró a su alrededor, luego a él.
Con la punta de los dedos se secó las últimas lágri­
mas. Al fin apareció en su cara una sonrisa completa.
Y Rufina lo tomó de la mano a Fabián.
—Vamos —le dijo—. Confió en vos. Sos mi guía.
Fabián pensó que si todo lo que había vivido, desde
que nació hasta ese momento, lo llevaba hasta aquella
esquina, hasta aquella noche... Si era así, valía la pena.
Caminar con esa chica siete u ocho cuadras le daban
sentido a su existencia.
Era la voz de ella preguntándole sobre varios de­
talles de la ciudad, como si acabara de llegar de un
pueblo lejano. El contacto de sus manos, todavía hú­
medas por las lágrimas. Su mirada, el marrón de sus
ojos... Ya no podría olvidarlos.
También fue su risa. Después de escucharla por
primera vez, a la 1:34 de la madrugada, de aquel 29
12 • Guillermo Barrantes

de julio, el día del cumpleaños de Hernán, Fabián supo


que ese sonido sería su condena. No podría ser feliz
sin esa risa. Sus días sin esa risa serían fríos y oscuros
como una cripta abandonada en medio de un bosque.

Si, aquella sola noche le bastó para enamorarse de


Rufina. Por eso, le costó dejarla cuando comenzaba a
amanecer, en la misma esquina donde la había encon­
trado, sabiendo que no la vería por... ¿cuánto tiempo?
No, no... Tenía que lograr que ese lapso de tiempo fue­
ra lo más breve posible.
—¿Cuándo nos volvemos a ver? Mañana yo puedo...
Ella le puso un dedo en los labios, para callarlo. A él
le corrió un escalofrío por la espalda.
—Pronto —le respondió—. Eso espero.
—¿No querés que te lleve a tu casa? —le preguntó
por enésima vez—. Mirá que no tengo drama con...
—No, gracias, Fabián. Este sitio es el adecuado. Fue
una velada magnífica.
Cómo le gustaba esa manera “antigua" que tenía de
hablar. Podría quedarse escuchándola meses, años
enteros.
—Mágica —dijo él—. Fue una noche mágica.
El viento seguía helando Buenos Aires. Fabián vol­
vía a tener esa sensación de que el pelo y los volados
blancos del vestido de Rufina se movían de una mane­
ra extraña, como mecidos por otro viento. Entonces,
le puso el saco sobre los hombros de ella.

—Aunque sea dame tu número de celular —le supli­


có—, Y no me vuelvas a decir que nunca usaste uno.
La dama de blanco • 13

No la pierdas...
—Rufina... no quiero perderte.
—Yo tampoco, pero debo irme. Confío en vos.
Y ella, de pronto, le dio un beso. Duró un segundo,
aunque bien pudieron ser mil años. Para Fabián, du­
rante ese lapso, pasado, presente y futuro se mezcla­
ron en un único momento, en una fugaz eternidad. Fue
como si el universo naciera y muriera con aquel beso.
Y cuando se recuperó, vio que Rufina ya corría a varios
metros de él con su saco aún puesto.
—¡Rufina! —le gritó.
Pero ella no solo no se dio vuelta, sino que rodeó el
muro... ¡y entró al cementerio!
¿Qué pretendía hacer en ese lugar y a esa hora?
Tenía que averiguarlo, así que corrió tras ella.
Aunque los primeros rayos de sol ya acariciaban la
ciudad, ahí adentro, entre las tum bas aún reinaba la
noche. Una bruma gris se arremolinaba alrededor de
las cruces y las lápidas. Y allá iba Rufina, convertida
en un jirón más de esas tinieblas, con los mechones
de pelo y los volados de su vestido retorciéndose con
el viento.
Un chillido com o de demonio quebró el silencio
m ortuorio y dejó a Fabián, por un momento, inmóvil y
a punto del infarto. Enseguida, el dueño de aquel que­
jido emergió del vapor helado. Era un gato que huía a
toda velocidad y se perdía entre las sombras del ce­
menterio. Sin dudas, Fabián le había pisado la cola.
Cuando quiso localizar nuevamente a Rufina, solo
alcanzó a ver un últim o atisbo de la tela de su vesti­
do, desapareciendo por un pasillo del cementerio.
14 • Guillermo Barrantes

Al llegar a la boca del sendero, Fabián se dio cuenta


de que aquel sector era de los más imponentes. Los
mausoleos y criptas a ambos lados de la galería eran
tan altos y complejos que parecían casas. Un barrio
residencial dentro de aquella ciudad de muertos.
Había perdido a Rufina.
Trotó por aquel sendero, bajo la mirada de los ánge­
les y querubines que se erguían en las terrazas de las
bóvedas familiares.

Entonces, vio eso oscuro que se mecía sobre la en­


trada de uno de los mausoleos, justo al final del corre­
dor. Tenía que ser su saco.
Confío en vos, le había dicho Rufina cuando aceptó ir
con él a la fiesta. Confío en vos, le repitió al despedirse.
¿A qué se había referido? ¿Por qué escaparse así de
alguien en el que se deposita tanta confianza?
Era su saco, efectivamente. Colgaba sobre una es­
tatua, cubriéndole la cara. Fabián se puso el saco y, de
inmediato, retrocedió, horrorizado.
No era posible... Se restregó los ojos varias veces.
La cara de piedra que acababa de descubrir era la
de ella. Toda esa estatua era idéntica a la chica que
perseguía, que amaba, que ya extrañaba.
Aquella chica petrificada estaba de pie frente a la
entrada del mausoleo, con la mano apoyada en el pi­
caporte que abría la cripta... su cripta. Tras la estatua,
sobre el umbral, podía leerse, en letras igualmente pá­
lidas e inmóviles, "Rufina Cambaceres”.
La dama de blanco • 15

pesar de la cara de piedra y del nombre en el

A mausoleo, Fabián siguió buscándola por las


calles del cementerio.
—¡Rufina! —gritaba.
—¡Rufinaaaaa! —parecía que le contestaban los
muertos desde el interior de las bóvedas, burlándose
de él; aunque alguien menos enamorado diría que solo
se trataba del eco.
Después de un rato, creyó verla en una encrucijada,
con un gato negro jugando entre las piernas.
—¡Rufina!
—¡Rufinaaaaa!
Pero no, era su estatua, otra vez. Había andado
en círculos.
De pronto, una sombra se movió. Fabián la percibió
por el rabillo del ojo. Era alguien vestido de negro, de
pies a cabeza. No le hubiera extrañado entrever los
huesos de una calavera bajo su sombrero o la hoja de
una guadaña entre los pliegues de su traje.
Aun así, lo siguió. Si se trataba de la misma Parca
recorriendo las habitaciones de uno de sus “ hoteles",
haciendo el inventario m atutino de los huéspedes,
16 • Guillermo Barrantes

bien podría conducirlo al más allá, donde Rufina ya no


sería de piedra.
La oscura silueta se detuvo frente a otro mausoleo,
no muy lejos. Allí también se alzaba la estatua de una
chica, aunque esta no parecía de piedra. Tenía cier­
ta apariencia metálica, como de bronce. Junto a ella
había otra estatua, la de un perro. La chica se encon­
traba acariciando eternamente a su mascota. La fi­
gura vestida de negro lanzó tal suspiro que pareció
estremecer a un ángel con el ala izquierda mutilada,
ese que Fabián veía posado sobre una bóveda familiar
en ruinas.
La sombra sacó una flor de su bolsillo, un jazmín,
y lo colocó en la mano libre de la chica y, luego
de lanzar un nuevo suspiro, dijo:
—Yo no puedo llevarte hasta ella.
El viento helado sopló por los corredores del ce­
menterio y amenazó con llevarse la flor de la mano
de la chica.
—A vos te hablo —pronunció la silueta, pero ahora,
la misma mano que había puesto el jazmín entre los
dedos inmóviles de la chica, lo señalaba a él, a Fabián.
El dedo índice que, estirado en su dirección, asomaba
por la negra manga del sobretodo, si bien se veía flaco
y pálido, tan solo eran huesos desnudos. Se trataba de
un hombre lo que habitaba dentro de aquel traje.
—¿Se refiere a mí? —preguntó Fabián, como si no
contemplara el dedo acusador.
—Te vi perderla, igual que yo perdí a Lili. Fabián ob­
servó que a los pies de la estatua unas letras góticas
rezaban: “ Liliana Crociati”.
La dama de blanco • 17

—En realidad, no la perdiste de la misma manera


-continuó hablándole el otro. Su índice había retrocedi­
do al interior de la manga— Yo la perdí en un accidente.
Me la quitó un alud de nieve en plena luna de miel. Pero
ahora la estás buscando, así como yo busqué a mi Liliana.
—¿Y la encontró? Digo... después de...
—¿Después de muerta? Por supuesto. Tuve que
atravesar cada uno de los círculos míticos para llegar
a ella, pero no me bastó. ¿A quién le bastaría?
—Lléveme, por favor —Fabián se aferró a esas pala­
bras, a esa absurda posibilidad. Pero ¿no era ya absur­
do todo lo que había vivido esa noche?
—Te repito que yo no puedo guiarte.
—¿Quién, entonces? ¿Quién lo guió a usted hasta
Liliana?
—No lo hagas. Es muy peligroso. Si no lográs
sortear los círculos, si algunos de los seres míticos te
vence, te atrapa... será peor que la misma muerte.
—Necesito ver a Rufina, aunque sea una vez más.
—Si conseguís alcanzar el Otro Lado, como lo conse­
guí yo, te aseguro que no te alcanzará una vez. Volve­
rás, volverás y volverás. Y mientras más vuelvas, más
peligros habrá. Te convertirás en lo que yo soy ahora.
—No me importa. No me detendré.
—Lo sé. Eso mismo dije yo ante la advertencia.
Escuché con atención: lo que viviste se trata de un
fenóm eno de ectoplasm osis. Sucede cuando un
puente de ectoplasma se tiende, por un instante,
entre ambos mundos, entre ambas Buenos Aires, la
natural y la sobrenatural. El punto exacto donde ambos
planos se tocan, se conoce como “Zona mítica cero”.
18 • Guillermo Barrantes

—El lugar donde vi a Rufina por primera vez...


—Claro. Lo menos riesgoso sería esperar otra ecto-
plasmosis. Pero podrías estar décadas enteras aguar­
dando. No, ahora vas a bajar vos mismo, sin im portar
que tan largo y terrible sea el camino, ¿verdad?
Sí.
—Bien, todo comienza con el cuidador de este ce­
menterio. Su nombre es David Alieno. Si pronunciás la
palabra correcta, él te dirá...
Se interrumpió. Su vista se desvió hacia un par de
figuras sombrías que, de pronto, aparecieron por
detrás de una sepultura. Eran dos señores enfundados
en sendos impermeables oscuros, aunque no tan os­
curos como el sobretodo del amante de Liliana. Ambos
sujetos caminaban hacia ellos.
—¿Lo ves? No me dejan en paz. Debo irme...
El hombre de negro acarició el hocico metálico del
perro, la mascota de su amada, y empezó a correr, ale­
jándose por el corredor.
—Espere —le rogó Fabián—. ¿Palabra? ¿A qué pala­
bra se refiere?
El hombre le gritó algo así como ¡Ana...ilil!, y dobló,
perdiéndose tras un monolito fúnebre.
Los dos señores con impermeables pasaron junto a
Fabián y se perdieron tras los pasos de aquel hombre.
Dos extraños tras un extraño.
Entonces, el jazmín cayó de la mano de bronce que
lo sostenía. Amanecía en el cementerio.
TV»mer círculo mífctco
Fantasmas pacíficos
La dama de blanco • 21

alvo por el hombre de negro y sus dos perse­

S guidores enfundados en impermeables, Fa­


bián no había visto a nadie más en el cemen­
terio. ¿Dónde estarían los sepultureros, los serenos,
los cuidadores?
El sol, lejos de com batir las tinieblas que se arremo­
linaban alrededor de los sepulcros, que se demoraban
sobre los escalones de los mausoleos, solo se dedica­
ba a alargar las sombras de las lápidas, de las cruces,
de los ángeles petrificados.
Al rodear un mural de piedra que representaba una
procesión de monjes encapuchados, Fabián creyó
encontrarse ante una nueva escultura: un ángel con las
alas plegadas, sentado sobre una saliente de mármol,
apoyado contra una pared, dormido; y había un hom­
bre pequeño, con ropa de trabajo, un pañuelo anu­
dado que le cubría la garganta, y un sombrero de ala
mediana, empuñando una escoba. Cuando la escoba
se movió para un lado y para el otro, barriéndole los
pies al ángel, y un manojo de llaves tintineó en la cintu­
ra de aquel hombre, Fabián supo que el sujeto no era
parte del monumento.
—Perdone... estoy buscando a un cuidador —se ani­
mó a decirle—. David, se llama... David Salerno o algo así.
22 • Guillermo Barrantes

—David Alieno, querrás decir —lo corrigió aquel


hombre sin dejar de barrer—, ¿Para qué lo andás ne­
cesitando, si se puede saber?
—Me dijeron que él podría guiarme a... cierto lugar.
El hombre detuvo el vaivén de su escoba y miró a
Fabián con detenimiento.
—¿No te advirtieron? —le dijo—, A él, a David, le gus­
tan mucho los juegos de palabras.
—¿Es usted? —arriesgó Fabián—, Usted es David
Alieno, ¿no?
—Buen comienzo, muchacho —asintió el cuida­
dor—, Buen comienzo. Pero antes de ayudarte, hay
algo que me gustaría escuchar.
—Debo pronunciar la palabra, ¿no?
Fabián trató de recordar lo dicho por el hombre de
negro. Ahora David, con un plumero, sacudía la tierra
pegada a las alas del ángel dormido. El tintineo de sus
llaves retumbaba en los pasillos solitarios.
—Ana... ¡Anailil! —exclamó Fabián.
—¿Qué cosa? ¿Estás seguro que eso es lo que quie­
res decir?
El cuidador caminó hasta un sepulcro, donde se
marchitaban dos margaritas en un pequeño florero
de plástico. David retiró las flores muertas y las reem­
plazó por dos nuevos pimpollos. De alguna parte, sacó
una regadera, llenó el florero con agua y regó una fran­
ja de pasto alrededor de la tumba.
—Yo voy a andar por acá —le dijo el hombre —. Creo
que te conviene pegar una vuelta, refrescar la mente
y volver a buscarme. La palabra debe ser la correcta.
La dama de blanco • 23

Tenés que tom arlo como la primera prueba que has


de superar.
La vuelta no fue muy larga. Fabián regresó al mau­
soleo de su amada y ahí se quedó, como esperando
que la escultura de Rufina cobrara vida. Y sucedió que,
en cierto momento, recorriendo con la vista el nombre
tallado sobre la entrada a la bóveda, se dio cuenta de
la clave.
Fabián, entonces, corrió hasta el sector del cemen­
terio donde había conversado con David, pero no lo
encontró, solo estaba el ángel, sentado en el mismo
lugar, soñando con sus días en el cielo.
—Buen día —escuchó Fabián a sus espaldas, y dio
un respingo. El corazón le saltó en el pecho.
Se trataba de un guardia de seguridad. Por las arru­
gas y los mechones canosos que brotaban por debajo
de su gorra, calculó que tendría más de sesenta años.
—Hijo, ¿qué haces acá? —le preguntó el guardia.
—Estoy buscando a David Alieno, un cuidador. Ya
tengo la palabra.
—¿La palabra? No sé de qué estás hablando, m u­
chacho; pero, si me seguís, puedo llevarte hasta él.
El guardia lo condujo a través de un par de corre­
dores hasta un angosto sepulcro. Allí, de pie sobre la
tumba, se encontraba Alieno. Pero no la estaba lim ­
piando: esa era su tumba. El cuidador con el que hacía
unos instantes había conversado, al que había visto en
plena tarea de limpieza, se hallaba rematando aque­
lla lápida, retratado en piedra, como Rufina. Vestía
tal cual lo había visto Fabián, con sombrero y pañuelo
24 • Guillermo Barrantes

incluidos. Hasta la escoba, el plumero y la regadera


lucían junto a él, esculpidos en la misma piedra. De
una de sus manos colgaba el manojo de llaves, pero
ya no tintineaban, eran parte de la estatua. A sus pies
se leía: “ David Alieno, cuidador de este cementerio de
1881 a 1910”.
Fabián buscaba a un hombre que llevaba m uerto
más de cien años...
—Hay muchos que visitan la tum ba de David —le
dijo el guardia—. Cuentan que amaba tanto este ce­
menterio que un buen día se com pró esta pequeña
parcela, se mandó a construir su sepultura y, ansioso
por estrenarla, se suicidó. Algunos dicen que ven su
fantasma, pero yo no creo en esas cosas.
—Gracias —murmuró Fabián.
—De nada —replicó el otro y se alejó entre las criptas.
Fabián esperó que el guardia se perdiera en el pai­
saje fúnebre, para hablarle a la estatua del cuidador:
—Anifur.
A David Alieno le gustaban los juegos de palabras,
el mismo David (o su espectro) se lo había confesado.
Y aquello que el hombre de negro había gritado era
“Anailil”, el nombre de la mujer que amó y perdió, Lilia­
na, pero invertido. "Anifur” era la inversión de Rufina.
Entonces, sucedieron dos cosas: primero, sopló un
viento helado, que recordó lo fría que había sido la no­
che. El viento trajo una hoja amarillenta que se posó
junto a la regadera de piedra. Al levantarla, vio que te­
nía un mensaje escrito:
La dama de blanco • 25

^ o no te te tñ <pueu fe to fn e d o p u te te fo daZ&u é i

jdeSeZ L?l cu ¿o m áZ aJ$5 <$e£(SaSixcco SBaA¿>&>. -^/Ide

te- eZconden daZ ce/u^aZ dk ¿J)asi£ í u/i

foedcu ¿ÉctÁa/w (jjue-. dxece- nuccÁo Úe/nfo.^¡ua- (fttia d o

a£d/n^(¿nno. S e dóen- &te, no e z tñ djeZ&no. dol casnc-

no¿ tefcu tecen . & ttezd'uZ &¿oaÁ&. SSedeZ ¿noocaJiÉo

me^cdccnJo ¿uZ cetofa Z con nn fo c o (A teÉóf&Usna,

(jjice, conZe^oteiáZ en dcc^-oncc /ru&ecu ceno. Suen£¿.

$ Lcu A Z Z > d u S fó & si+ xn -

Lo segundo que ocurrió fue que una de las llaves


que eran parte de la escultura del cuidador, de pronto,
dejó de ser de piedra, cobró el brillo del metal, y cayó
del manojo. Fabián miró hacia un lado, hacia el otro,
tomó la llave y la guardó en su bolsillo. Luego, se dirigió
hacia la salida del cementerio. Antes de irse, le dio un
beso a la escultura de Rufina.
—Fiasta pronto —le dijo.
26 • Guillermo Barrantes

l día resplandecía fuera del cementerio.

E Lo prim ero que hizo Fabián al salir fue co­


nectarse a internet con su celular y escribir
ectoplasma en el buscador. Leyó dos definiciones:
emanación visible del cuerpo del médium” y "sustan­
cia blanquecina que representa al espíritu o fantasma
manifestado”. La segunda parecía ser más acertada.
Rodeó, entonces, los muros del cementerio, hasta
llegar a la esquina de Vicente López y Azcuénaga, al
sitio exacto donde contempló por primera vez a Ru­
fina, la “Zona mítica cero”, según el hombre de negro
y David Alieno. No vio ninguna “sustancia blanqueci­
na”, salvo los restos de lo que parecía haber sido una
geométrica telaraña. Aquellos hilos colgaban, entre­
lazados, de varias hendiduras de la pared exterior del
cementerio. Pero cuando Fabián los tocó, supo que no
habían sido formados por una araña. Al mínimo con­
tacto, los filamentos le rodearon los dedos, como si
estuvieran vivos.
Le costó despegar el ectoplasma de su mano, pero
consiguió meter unos hilos de la sustancia en el bolsi­
llo del saco.
La dama de blanco • 27

Luchó contra su ansiedad y se obligó a pasar por su


rasa. Tenía que descansar un rato, sobre todo, si se
disponía a hacer semejante viaje. Tardó en relajarse,
pero finalmente logró dorm ir seis largas horas
Extrañamente, no soñó nada. ¿Sería porque la re­
gión de su mente encargada de los sueños no podía
competir con lo que había vivido aquella noche? Ape­
nas se despertó pensó en otra posibilidad: ¿y si lo que
él creía haber vivido en las últimas horas se trataba de
un sueño? Tal vez nunca fue a la fiesta de Hernán. ¿Se
habría quedado dormido y solamente soñó que lleva­
ba a Rufina a la casa de su amigo, que la perseguía por
el cementerio, que hablaba con un hombre vestido de
negro y con un cuidador muerto hacia cien años?
Se levantó de la cama, fue hasta la silla donde había
dejado su saco y metió la mano en uno de los bolsillos.
La llave, esa que cayó del manojo de Alieno, continua­
ba allí. Por si no bastara, buscó en el otro. El interior
estaba pegoteado, como si hubieran metido en él un
poco de algodón de azúcar. Pero Fabián sabia que, en
realidad, eran los hilos del ectoplasma. Una vez más,
los filamentos le envolvieron las puntas de los dedos.
Luego de quitárselos y dejarlos en el bolsillo, supo que
existía otra evidencia.
Además, aún aleteaba sobre sus labios el frío beso
de Rufina.

Una vez que subió al colectivo, Fabián volvió a bus­


car información con el celular. El Palacio Barolo, inau­
gurado en el año 1923, era un libro hecho edificio. Luis
28 • Guillermo Barrantes

Barolo, un productor agropecuario italiano, lo pensó de


esa forma. Su compatriota, el arquitecto Mario Palanti,
lo construyó. Ambos buscaban traer las cenizas del mí­
tico poeta italiano Dante Alighieri a la Argentina y guar­
darlas en el interior del palacio. Por eso, la construcción
del edificio se inspiró en la gran obra de aquel poeta: la
Divina Comedia. De ahí que los cien metros que terminó
midiendo corresponden a las cien partes, o “cantos”, en
que se divide el libro. Además, sus veintidós pisos coin­
ciden con las estrofas de los versos que lo componen.
La Divina Comedia relata, entre otras cosas, aquello
que David Alieno le anticipó en la nota: el descenso al
infierno de su autor, Dante Alighieri.
Fabián ingresó al palacio por la entrada de Avenida
de Mayo al 1300, en pleno centro de la ciudad, y fue
directamente hacia un hombre de uniforme azul que
se asomaba por sobre un alto mostrador de madera.
—Buenas tardes —dijo.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte?
Fabián decidió aprovechar la amabilidad de aquel
sujeto para no andarse con vueltas.
—Necesitaría un poco, tan solo una pizca de las ce­
nizas de Dante Alighieri. Es para un experimento... di­
gamos... científico.
El hombre se dobló de la risa. Su carcajada reverbe­
ró por todo el edificio como si fuera una multitud la que
se reía.
—Muchacho —le dijo cuando se repuso—, ese es
un mito urbano. Las cenizas de Dante nunca llega­
ron a la Argentina. Lo único que puedo ofrecerte, en
La dama de blanco • 29

(('compensa por el buen rato que me hiciste pasar, es


(jue subas a visitar el edificio, incluso, podés sacar al­
gunas fotos con tu celular.
I .ibián aceptó la propuesta y subió por las escaleras
hasta el nivel más alto. Había leído que en la cima del
palacio había un faro, como esos que guían con sus
luces a los barcos. Era verdad, ahí estaba. Le sacó
una foto. Sin embargo, él buscaba otra cosa. Según lo
escrito por Alieno, las cenizas de aquel que lo llevaría
hasta Rufina debían estar allí, en algún lugar. Repasó
la otra parte de la nota:

¿A, cu mdÁ- aJ$d c¿e£Ú^ci&lcío CBaJiofó.


u , eúconc&n, &u¿- cem^cuL

¿Y si el hombre de la recepción tenía razón? ¿Y si las


cenizas aún continuaban en Italia? ¿Y si el espectro de
aquel cuidador del cementerio de la Recoleta se estaba
burlando de él?
Entonces, en medio de aquel mar de dudas, el faro se
encendió. Fue solo un momento, como si alguien lo hu­
biera prendido y apagado, pero bastó para que el haz de
luz iluminara un panel de madera, justo donde terminaba
la escalera. Algo había brillado en el panel en ese instante
fugaz. Fabián fue hasta él. El techo era muy bajo en ese
sector, y estaba todo muy oscuro. Ahora se alumbró con
su celular. Y cuando la luz de la pantalla volvió a iluminar
el panel, aquello brilló una vez más. Eran los rebordes
metálicos de una cerradura. Fabián, de inmediato, pensó
en la llave de Alieno. La sacó de su bolsillo, la metió en la
30 • Guillermo Barrantes

cerradura y cerró los ojos. La llave giró y el panel se abrió.


Emocionado, introdujo las manos lentamente, hasta que
tocó un objeto. Lo tomó con delicadeza y lo llevó a la luz.
Era una urna dorada del tamaño de una caja de zapatos.
La tapa representaba una serpiente enroscada en sí mis­
ma, mordiéndose la cola.
Entonces, Fabián sintió que le arrebataban la urna.
Pensó en el recepcionista vestido de azul. También
podía ser el espectro de Barolo o del arquitecto Palan-
ti, o una combinación de ambos. Pensó en el mismísi­
mo demonio. Todo esto pasó en uno o dos segundos.
Hasta que vio quién era. 0 más bien qué: los hilos de
ectoplasma habían brotado de su otro bolsillo, se ha­
bían pegado a la base de la urna, y ahora la sostenían
en el aire. La tapa cayó... y sucedió.
Las cenizas brotaron de la urna y se unieron a los hi­
los de ectoplasma en un remolino fenomenal, form an­
do primero un contorno, luego una figura, y finalmen­
te un cuerpo... el cuerpo de un hombre. Algunos hilos
de ectoplasma todavía colgaban de una de las manos
del hombre.
—Toma —le dijo el hombre recién formado, hacien­
do que aquellos filamentos sobrantes regresaran al
bolsillo del que habían salido—. Tal vez los necesites
más adelante.
—Gra... gracias.
—Mi nombre es Dante —se presentó el caballe­
ro—. Dante Alighieri. Y si estás aquí es porque necesitas
un guía. ¿Tu nombre?
—Fabián, señor.
La dama de blanco • 31

I abián, no me trates de señor. A los poetas no nos


Hir,la. Además, como llevo muerto setecientos años, no
>y oficialmente un señor. ¿Quién de todos te mandó?
Alieno. David Alieno. El cuidador del cementerio de
Recoleta.
- Sí, sí. Hace mucho que no me mandaba a nadie. ¿Y
I), it a qué quieres ir al infierno?
No... yo solo busco a una chica...
-Una chica en el infierno —lo interrumpió Dante.
-N o creo que Rufina...
—¿Rufina cuánto? —lo volvió a interrumpir el poeta.
—Cambaceres.
—Claro, la dama de blanco. Muy bien. Entonces, debe-
i (irnos recorrer otros círculos.
—¿Círculos? —De pronto, Fabián recordó que el hom­
bre de negro le había nombrado unos círculos, pero ne­
cesitaba más información.
—Así como para llegar al Averno hay que atravesar
nueve círculos infernales, para volver a ver a Rufina de­
beremos atravesar la misma cantidad de círculos, pero
estos son círculos míticos. Tendrás que demostrar que
eres merecedor de vislumbrar el Otro Lado de Buenos
Aires. ¡Vamos, no perdamos tiempo! Debemos aden­
trarnos en el segundo círculo.
—¿Segundo?
—Sí, Fabián, acabas de atravesar el prim ero,
el de los fantasmas pacíficos, como David Alieno o como
yo. Ahora las cosas se pondrán un poco más peligrosas.
34 • Guillermo Barrantes

abián siguió a Dante escaleras abajo, y luego por

F un pasillo que terminaba en una puerta. Cuan­


do la abrieron salieron al exterior. Caía la tarde
y las sombras se enrojecían en Buenos Aires. El poe­
ta le hizo señas a un taxi. El vehículo que se detuvo
dejaba bastante que desear. Era un modelo viejo y el
traqueteo de su carrocería pedía una visita urgente al
taller mecánico. Igualmente, subieron.
—Al Parque Rivadavia, por favor —indico Dante.
El chofer gruñó, el taxi chirrió, y arrancaron.
Entonces, Fabián reparó en las manos del conduc­
tor. Aquellos dedos en el volante no solo mostraban
la palidez de los huesos... ¡Eran solo eso! ¡Huesos!
Falanges apenas cubiertas con unos colgajos de
carne putrefacta.
Se tra tab a de las manos de un m uerto. O de
la Muerte.
Fabián desvió la vista hacia Dante. El poeta, adivi­
nando en su mirada la pregunta, sonrió y asintió con
la cabeza.
Ese era el taxi del que hablaban las leyendas urba­
nas, ese que era manejado por la misma Parca, ese
cuya tarifa era un alma.
—Ella es una vieja conocida —lo tranquilizó Dante—.
La dama de blanco • 35

Nos llevará gratis. Me adeuda un par de favores. De la


que debes preocuparte es de nuestra próxima visita,
ln guardiana del segundo círculo mítico.
I ,i Muerte aceleró y Fabián se hundió un poco más
«mi el asiento.
Hace unos ciento cincuenta años, donde hoy está
••I Parque Rivadavia, en pleno barrio de Caballito, se
.il/aba la mansión de la familia Lezica —continuó el
poeta—. En aquel tiempo, todos los martes se daban
) -,i andes fiestas en la casona; y en esas celebraciones,
se le asignaba a cada sirviente una función específi­
ca... salvo a la planchadora. Esta esclava negra se des-
ompeñaba en un patio exterior, totalmente sola, plan­
chando pilas y pilas de ropa con una plancha a carbón.
—¿Por qué hacían eso con la mujer? —quiso
saber Fabián.
—Se dice que la planchadora era muy hermosa,
y las mujeres de la casa no querían competencia a la
hora de coquetear con los galanes invitados. Así fue
hasta que cierto martes, cuando la fueron a buscar
luego de terminada la fiesta, y la encontraron muerta
al pie de un ombú del patio.
—¿Qué le pasó?
—Puedes preguntárselo a ella.
Con un nuevo gruñido de su conductora, el taxi
se detuvo. Habían llegado al Parque Rivadavia.
—A los fantasmas pacíficos les siguen los fantas­
mas enfadados —continuó Dante—. Y la planchadora
los representa muy bien. Pocos resisten un encuentro
directo con ella, pero si anhelas llegar a Rufina...
36 • Guillermo Barrantes

Dante estiró la mano y abrió la puerta para que Fa­


bián bajara. Entonces, respiró profundo y salió del
auto. Antes de cerrar la puerta del vehículo, Dante
le regaló un verso:

Así como es de esperar


que pueda atacarte el asma,
volverás a respirar
si recuerdas el ectoplasma.

El parque estaba desierto. No había chicos corrien­


do, ni artesanos vendiendo sus creaciones, ni perros.
Fabián juraría que incluso no había pájaros sobre los
árboles, ni uno solo cantándole al crepúsculo. Lo único
que hacía algún tipo de sonido era el viento. Corrien­
tes de aire helado aullaban entre los troncos, entre los
restos descascarados de un muro, tal vez una parte
de la desaparecida mansión de los Lezica.
Lo primero que vio fue una sombra ardiente, a lo le­
jos, que parecía acercarse. Luego, despareció... para
volver a materializarse, de repente, a unos diez metros
de Fabián. Ahora la sombra mostró contornos propios
de un cuerpo femenino.
Tuvo miedo.
Sí, era la esclava asesinada de la que le habló Dante.
Aún llevaba la plancha en la mano. Fabián, a través de
su terror, vislumbró que algo andaba mal con aquella
silueta, algo... como un vacío.
Pero la figura volvió a desaparecer sin darle tiempo
a descubrirlo.
La dama de blanco • 37

l Jno, dos segundos de soledad, de aquel aire gélido


i ■chalado por el parque. Bastó un pestañeo para verla
i Jo nuevo... ¡a tan solo cinco o seis pasos de él! Enton-
<:<% lo supo: aquel amante celoso no se conformó con
m.liarla... ila había decapitado! Ese vacío que pudo
I icrcibir era la falta de una cabeza sobre los hombros.
I abián hubiera preferido que aquel espectro gritara,
maldijera o, al menos, que arrastrara unas ruidosas
cadenas tras él. Porque lo que hacía aún más aterra­
dora semejante aparición era la ausencia de sonido,
•‘I silencio que la acompañaba. Ese fantasma quería
gritar su locura, pero no tenía boca...
Aunque no podía gritar, el espíritu de la esclava lleva­
ba en lo alto la plancha de carbón al rojo vivo, lista para
(lujarla caer sobre la temblorosa humanidad de Fabián.
Ante el avance de la planchadora decapitada, Fa­
bián retrocedió y tropezó con las raíces de un ombú
y cayó de espaldas. El suelo del parque parecía una
capa de hielo.
Como Fabián sí tenía boca para gritar, lanzó un alari­
do tremendo ante ese espanto del más allá que iba en
camino de abalanzarse sobre él.
Pero la desesperación, la profunda desesperación
del que sabe inminente su final entre los vivos, siem­
pre produce una última opción, como el manotazo
que lanza aquel que está a punto de ahogarse. El ma­
notazo de Fabián consistió en meter la mano en el bol­
sillo de su saco y extraer el último resto de ectoplas-
ma que aún guardaba. Y sucedió que los filamentos
blanquecinos saltaron de los dedos de Fabián hacia
38 • Guillermo Barrantes

el vacío sobre el cuello cercenado de la planchadora,


y reptando en el aire, uno sobre el otro, fueron tejiendo
la cabeza faltante de la mujer.
Como bien supuso Fabián, la planchadora gritaba,
pero recién ahora, gracias a su flamante cara de ecto-
plasma, pudo escuchar ese grito. Era atroz. Una mez­
cla de graznido y llanto desgarrador.
A pesar de que se trataba de una máscara blanque­
cina que imitaba la cabeza original, a pesar del gesto
extraño, se notaba que había sido hermosa.
La plancha cayó a un costado y empezó a quemar el
césped. Las dos manos de la mujer palparon la nueva
cara. Enseguida, dejó de gritar y se puso a reír.
—Al fin —murmuraba entre carcajadas, sin dejar de
tocarse los filamentos que formaban su cara—. Al fin.
Fabián aprovechó la distracción de la planchadora
para ponerse de pie y correr hasta el taxi, que perma­
necía en el mismo lugar donde él había bajado.
—Casi te perdemos, hijo —comentó Dante apenas
Fabián subió al vehículo—. Aquí, con mi amiga, apos­
tamos acerca de si eras capaz de lograrlo. Ahora ella
me debe un poco más que antes.
La Muerte gruño y el taxi se puso en marcha.
—Tu verso, el del ectoplasm a, lo recordé justo
—le dijo Fabián al poeta—. Gracias.
Lo últim o que vio Fabián a través de la ventanilla
fue una imagen pesadillesca: la planchadora seguía
riéndose, seguía palpándose las facciones, mientras
las llamas que ahora brotaban del pasto comenzaban
a abrazarla.
Terc©r círculo mítico
Monstruos
40 • Guillermo Barrantes

tro gruñido. Otra frenada. Otro parque.

O La noche había caído en Buenos Aires.


Noche de luna llena.
—Estamos en el barrio de Versalles —anunció Dante—,
más precisamente en la plaza Ciudad de Banff.
—Qué nombre extraño —comentó Fabián.
—No tanto como llegar a ella en un taxi manejado
por la Muerte, junto con un poeta fallecido hace cien­
tos de años —Dante sonrió y continuó—: Banff es el
nombre de una pequeña ciudad escocesa donde San
Martín fue declarado ciudadano ilustre.
—¿San Martín?
—Sí, don José de San Martín, el Libertador. Aquel via­
je a Escocia en 1824 por parte del general fue muy mis­
terioso. Pero esa es otra historia. Aquí, en esta plaza,
hay otra cosa misteriosa, y deberás enfrentarte a ella.
Dante le puso en la mano un revólver y lo cargó con
dos pequeños proyectiles plateados.
—Balas de plata —dijo Fabián—. No me digas que...
—Si —lo interrumpió el poeta—. La condecoración
de San Martín en Escocia no es el único lazo entre esta
plaza y Gran Bretaña. La leyenda urbana asegura que,
hace varias décadas, a Versalles llegó un cargamento
proveniente de Inglaterra. El cargamento incluía parte
La dama de blanco • 41

<|r |,i estructura de lo que luego fue el Mercado Muni-


i ip.il Lo que nadie sabía era que, escondido en aque-
II,«estructura, había un hombre maldito, un inglés que
\n convertía en lobo en noches como estas. Hoy sigue
. i|), ii ociándose en esta plaza y odia el metal plateado,
poro recuerda:

Si bien es sabido
que la plata mata hombres lobo,
también es conocido
que la goma los deja bobos.

Dicho esto, Dante estiró el brazo y abrió la puerta


del lado de Fabián, quien guardó el arma y bajó.
La noche se sentía un poco menos fría que la última
en el cementerio. Tal vez fuera por el disco entero de
la luna que flotaba allá arriba, en ei cielo oscuro, y que
con su luz interrumpía el aire negro y helado.
En la plaza, creyó ver a un niño o una niña jugando,
aunque un instante después reconoció que era muy
tarde para que alguien de esa edad estuviera ahí solo.
Además, al fijarse mejor, vio que aquella sombra era
muy grande. Además, los niños no suelen aullarle a la
luna. Porque eso fue lo que sucedió: ahí, subida a lo
más alto del tobogán, la sombra le aulló a la luna llena.
Entonces, volvió a pasarle lo m ism o que en el
Parque Rivadavia: retrocedió, asustado y, al tropezar,
cayó al suelo, pero ahora, en vez de raíces de ombú, lo
que le provocó la caída fue uno de los tachos de basu­
ra del parque.
42 • Guillermo Barrantes

Con el golpe, el arma se disparó no una, sino dos


veces. Las balas surcaron la noche sin un blanco de­
finido. Así que ahora estaba desarmado, tirado en el
piso y con el contenido del cesto sobre el regazo y las
piernas. Había papeles, envoltorios de todo tipo de go­
losinas, botellas de plástico y hasta una ojota.
Cataplum, cataplum, cataplum...
Aquel retumbar era peor que el aullido.
Cataplum, cataplum, cataplum...
Fabián no tuvo dudas: los disparos habían reve­
lado su presencia. Eso que retumbaba eran las pa­
tas de una bestia sobrenatural corriendo hacía él, la
misma que había aullado a la luna. Y a la única bestia
sobrenatural que se le daba por hacer esas cosas era
al lobizón.
Cataplum, cataplum, cataplum...
Derribando dos árboles con sus garras, apareció
aquel monstruo mitad hombre, mitad lobo. Erguido,
mediría un poco más de tres metros. Su espeso pelaje
brillaba bajo la luz lunar, aunque no tanto como la sali­
va que le chorreaba de las fauces.
La bestia le clavó los ojos rojos, se pasó la lengua
por los colmillos y...
Cataplum, cataplum, cataplum...
Paralizado por el terror, el único músculo que podía
mover era su cerebro. Así que pudo recordar el verso
de Dante. Como ya no tenía balas de plata, pensó en lo
que habría querido decir el poeta con eso de "la goma
los deja bobos”.
Cataplum, cataplum, cataplum...
La dama de blanco • 43

I o único de goma que tenía a mano era...


I I lobizón saltó para dar la dentellada fatal y enton-
e \ I abián tom ó esa ojota de goma media rota que
ubí.i caído del cesto de basura y alcanzó a pegarle
u \!o entre los ojos.
¿Qué podría hacer un "ojotazo , por más fuerte y
r r i tero que fuera, contra un monstruo en pleno salto
••obrehumano? Pues, lo anunciado en el verso de Dan-
I,. cuando el lobizón tocó tierra ya se había convertido
,.n un hombre. La cara de aquel caballero era la de al­
guien desconcertado. Los deja bobos...
Excuse me —le dijo el hombre en un perfecto in­
glés. Y luego se fue corriendo.
I abián guardó la ojota salvadora en uno de sus bol-
?úlíos y, respirando aliviado, regresó al taxi.
Cuarto círculo mítico
Muertos vivos
46 • Guillermo Barrantes

l taxi se detuvo en la esquina de Sarm iento

E y Salguero, en el barrio de Almagro. Esta vez


la Parca no gruño y Dante se mantuvo en silen­
cio. El semáforo estaba en rojo. No había otro auto, ni
siquiera algún caminante nocturno a la vista. Pero, de
pronto, apareció un mimo.
Lo vio aparecer avanzando por la senda peatonal.
Se detuvo justo frente al taxi y, sin perder un momen­
to, comenzó a desplegar su show.
Fabián no era un fanático de la pantomima, pero
tenía que reconocer que el otro era realmente bueno.
Con sus manos, palpaba paredes que no existían, con
sus pies subía escaleras invisibles, como haría cual­
quier mimo; pero sus movimientos eran... diferentes.
Daba la sensación de que era capaz de adquirir casi
cualquier postura, como si sus huesos fueran flexibles.
El artista terminó su rutina arqueándose hacia atrás,
como si su columna vertebral fuera de hule, haciendo
parecer una pavada las piruetas de Neo en la película
Matrix. Cuando el semáforo cambió a amarillo, Fabián
imaginó que el mimo vendría a buscar su recompen­
sa, lo que ellos tres como espectadores quisieran pa­
garle por el show. Y la verdad era que se lo había gana­
do. Sin embargo, el mimo, simplemente, dejó el centro
La dama de blanco • 47

de la calle, y se perdió por el mism o costado por


(‘I que había aparecido.
El semáforo se puso en verde. La Muerte no gruñía.
I I taxi no arrancaba.
Pero Dante rompió el silencio lanzándole a Fabián
una pregunta:
—¿Lo conocías a Xavier, el mimo?
—¿El de recién? No.
—Nunca escuchaste su historia, entonces.
—Jamás.
-Pues, el mito urbano asegura que aquí, en la esqui­
na de Sarmiento y Salguero, un artista de la pantomi­
ma, que dicen que se llamaba Xavier, hacía su rutina ca­
llejera frente a los automovilistas que se detenían frente
, il semáforo. Pero cierto día, uno de estos conductores,
tan impaciente como impiadoso, no esperó la luz verde,
y menos que Xavier terminara su show. Apretó el acele-
i , idor y atropelló al mimo, quien quedó tendido sobre el
asfalto, con los huesos rotos, sin vida.
—Entonces, el mimo que vimos recién...
—Es el guardián del cuarto círculo mítico, el repre­
sentante de los muertos vivos.
—¿Muertos vivos?
—Exacto. La leyenda cuenta que un grupo de ami­
gos de Xavier, mimos también algunos de ellos, lleva­
ron el cadáver del malogrado artista a la casa de un
chamán, un brujo que mediante un ritual despertó la
conciencia de Xavier a la pseudovida de un zombi.
—Un mimo zombi... en Buenos Aires —Fabián no
dejaba de sorprenderse.
48 • Guillermo Barrantes

—Y aquí viene lo peor: se dice que Xavier sigue


realizando su número de pantomima, en la esquina de
siempre, pero ahora lo hace con otra intención.
En ese preciso instante, una cara maquillada de
blanco y rojo se pegó a la ventanilla del lado de Dan­
te. ¡Era el mimo, era Xavier! Fabián notó que lo blanco
era pintura, pero lo rojo... lo rojo era sangre. Incluso
podían percibirse trozos de hueso asomando entre la
carne de las mejillas. Por eso sus movimientos eran
tan extraños: su cuerpo continuaba tan roto y desco­
yuntado como después de ser atropellado. Los ojos
del muerto vivo tenían un brillo líquido, como los de un
pez. Y giraban de aquí para allá, como intentando ver
algo a través del vidrio, algo dentro del taxi.
Ahora Xavier da su show —continuó Dante— para
luego fijarse en cada auto que se detiene frente al semá­
foro, para mirar en su interior en busca de su asesino y
darle su merecido. Y como todos los zombis son medio
miopes... suele creer que cualquiera es ese hombre.
Entonces, los ojos del mimo dejaron de bailar en sus
cuencas deformadas y coincidieron en observar a Fa­
bián. Dante estiró la mano para poder abrirle la puerta
una vez más.
—Corre —fue el único consejo que le dio el poeta.
Y Fabián obedeció de inmediato. Corrió por las ca­
lles de Almagro, y a pesar de algún que otro tropie­
zo y de su desesperación, en esta ocasión su nuevo
perseguidor, aunque se movía bastante rápido para
ser un zombi, no era tan veloz como los anteriores.
Para term inar de despistar a Xavier, Fabián se metió
La dama de blanco • 49

mi un pasaje. Cuando llegó al final del callejón, se dio


i urnta de su error: no tenía salida. Podía intentar tre-
I mi H alto enrejado que daba a las vías del tren, pero
<n.i (lemasiado tarde: Xavier acababa de descubrir su
e ,<:ondite y ya arrastraba sus destrozados pies por el
ii igosto corredor. Se acercaba a Fabián con sus ojos
i li ■pez nadando en el poco maquillaje blanco que aún
le quedaba en la cara.
Otra vez acechado por un ser mítico, pero ahora no
li'iií.i con qué defenderse. Ni balas de plata, ni ecto-
I >|, r.ma, ni siquiera una de esas advertencias en forma
i !<1poema de su guía. Solo guardaba la ojota encontra-
11,i en la plaza de Versalles. Veía difícil que aquel viejo

t , il/ado también ahuyentara mimos zombis.


Fabián sintió una vibración en la pierna. Primero
pensó que se trataba del tem blor propio del miedo.
I ’ero no, era su celular. Lo extrajo del bolsillo pensan­
do más en usarlo como arma arrojadiza contra aquel
muerto vivo que en atender el llamado. En la pantalla
se leía “ Número desconocido". Xavier seguía acortan­
do la distancia. Seis... cinco... cuatro metros.
—Fióla, hola
Sin querer, con sus dedos vacilantes, Fabián había
atendido la llamada. Juraría que era la voz de Dante la
que sonaba al otro lado de la línea. El poema a través
del teléfono le confirmó que se trataba de su guía:

En el pasillo de Pedro,
podrás, amigo, salvarte,
si te das cuenta, en serio,
que la clave está en el arte.
50 • Guillermo Barrantes

La llamada se cortó. Fabián guardó el celular y


levantó la vista. Allí, en el muro, justo arriba suyo, un
cartel indicaba el nombre de aquel pasaje: Pedro La-
redo. En el pasillo de Pedro.
Tres metros... dos... el mimo ya casi lo atrapaba.
El arte... la clave está en el arte.
¡Claro! Era absurdo, pero... ¿qué otra cosa podía
hacer?
Fabián, como si él también fuera un mimo, dibujó en
el aire, con sus dedos, entre él y Xavier, una pared; en
el interior de esa pared dibujó una puerta, y luego hizo
la mímica de cerrarla con llave.
Y sucedió que, justo cuando el muerto vivo exten­
día sus brazos descoyuntados hacia él, ¡chocó contra
su pared invisible!
Era ahora o nunca.
Fabián trepó el enrejado, mientras el mimo zombi
parecía querer forzar con desesperación el picaporte
de aquella puerta imaginaria, sin poder transponerla.
Fabián saltó a las vías férreas y, cuando encontró un
paso, volvió a las calles. Allí lo esperaba el taxi.
—No sabía que tenías celular —le dijo Fabián a Dante
apenas subió al auto.
—No era mío —le respondió el poeta— Ella me pres­
tó el suyo.
Ella era la Muerte y estaba al volante.

%
t, v1»
■*

* "m * vt
52 • Guillermo Barrantes

i había algo peor que caminar solo por el inte­

S rior del tren fantasma de un parque de diver­


siones, era caminar solo por el interior del tren
fantasma de un parque de diversiones... ¡abandonado!
El taxi que llevaba a Fabián y Dante había llegado al
Parque de la Ciudad, también conocido como Intera-
ma, un enorme parque de diversiones abandonado
del barrio porteño de Villa Soldati.
Fabián se acordaba de él. Sus padres lo habían
llevado cuando tenía seis o siete años. Las m onta­
ñas rusas, los carruseles, los autos chocadores...
seguían funcionando en su memoria, en el recuerdo
de aquel día. Ahora, el Parque de la Ciudad era un
manojo de juegos en ruinas abrazados por el óxido
y la vegetación.
Lo que Fabián acababa de enterarse era que según
la leyenda urbana una familia de vampiros, chupasan-
gres como Drácula, aunque estos serían descendien­
tes de uno que azotó la provincia de Tucumán entre
1950 y 1960, vivían allí, entre los esqueletos de los di­
ferentes juegos mecánicos. Más específicamente, en
el interior de lo que fue el tren fantasma.
La dama de blanco • 53

Así que ahí se encontraba ahora, caminando por las


vías retorcidas de aquel tren, iluminado por la linter­
na de su celular, al que no le quedaba mucha batería,
y recordando el poema que su guía le recitó antes
de bajar del taxi:

Cuando creas que perdiste


con esta gente draculesea,
el único juego que resiste
te salvará de la gresca.

Una mujer decapitada que no era la planchadora de


Parque Rivadavia, un lobizón que no era el de Versa-
lles, un zombi que no era el mimo de Almagro... todo
eso alumbró su celular. Eran figuras que se alzaban a
ambos lados de la vía, y que a pesar de ser de cartón
pintado, metían miedo, o al menos generaban escalo­
fríos en la espalda de Fabián. Luego de un sector don­
de hilos de algodón colgaban del techo a manera de
telarañas, Fabián llegó a una escenografía que simula­
ba un cementerio. Y allí, posadas en tres lápidas dife­
rentes, había un trío de gárgolas, menos deterioradas
y más realistas que los monstruos anteriores.
La linterna de su celular se apagó. Fabián lo sacudió
y volvió a prenderse. En la pantalla, leyó que estaba
casi sin batería. Pronto necesitaría recargar su celular.
Apuntó el haz de luz nuevamente hacia las lápidas... y
las gárgolas ya no estaban. O sí, pero paradas delante
de él, mirándolo fijamente, mientras sonreían mos­
trando unos filosos colmillos.
54 • Guillermo Barrantes

Fabián corrió como un poseído, volviendo sobre


sus pasos, alumbrando con la cada vez más tenue luz
de su celular, mientras oía el batir de alas, los chillidos,
las risas de los vampiros a su alrededor.
Cuando salió del tren fantasma, tenía a uno de ellos
posado sobre los hombros, como antes lo había visto
sobre aquellas lápidas de cartón. A punto de que el
maldito le hincara sus colmillos, Fabián utilizó la últi­
ma energía de la batería del celular para sacarse una
sel fie. El flash hizo chillar al vampiro. El monstruo alzó
vuelo y se alejó, pero tanto ese como los otros dos no
tardaron en contraatacar.
De noche, no había sol que ahuyentara a esas cria­
turas, y Fabián no tenía carga para otra foto. Tampo­
co guardaba en los bolsillos algún crucifijo o ajos para
repelerlos. La ojota no le parecía un arma realmente
adecuada. Lo único que tenía era el verso del poeta.
Pero esta vez el consejo de su guía parecía inútil. Allí
todo se hallaba en ruinas, no había ningún juego en
buen estado que pudiera salvarlo.
Aunque...
Justo frente al tren fantasm a, Fabián divisó una
puerta desvencijada, y sobre ella un cartel que reza­
ba “ Laberinto de espejos”. Corrió hasta la abando­
nada atracción y traspuso el pórtico cubierto por la
herrumbre.
Esta vez, la luna llena jugó a su favor. A través de
las ventanas rotas, los rayos lunares alumbraban el
interior del recinto, multiplicados por el rebote en los
diferentes espejos del laberinto. Fabián percibió que
La dama de blanco • 55

la mayoría de los cristales de esos espejos, salvo al­


guna que otra rajadura, estaban intactos. O sea, po­
dría decirse que aquel juego del parque de diversiones
aún resistía.
Cuando Fabián oyó un rechinar terrible, como si hu­
bieran arrancado de cuajo la puerta de entrada, supo
que los vampiros habían ingresado al lugar. También
sintió sobre los hombros nuevas y bestiales garras.
Lo que lo salvó de la mordida, en esta ocasión, fue el
primer espejo del laberinto: el vampiro no soportó ver
su imagen reflejada en el cristal y cayó al suelo con
un chillido.
Fabián corrió por aquellos corredores retorcidos, y
cada vez que alguno de los vampiros estaba por darle
caza, un espejo volvía a salvarlo, reflejando al maldi­
to y dejándolo fuera de combate por un rato. Terminó
saliendo por una puerta lateral, igual de desvencija­
da que la primera. Vio el taxi estacionado junto a la
base de la Torre Espacial, una torre altísima, de más
de ciento cincuenta metros, que aún se mantenía
de pie en el parque.
Subió al vehículo para escapar definitivam ente
de aquellas criaturas de ultratumba.
Nunca estuvo tan contento de tener tan cerca
a la Muerte.

\¡> • ’ <j > f/


<
§>e*fco c»rcu\o mítico
Estatuas mágicas
58 • Guillermo Barrantes

abián miraba por la ventanilla cuando escuchó:

F —Te mereces un descanso —le dijo Dan­


te m ientras el taxi avanzaba hacia su próxi­
ma parada—. Has enfrentado valientem ente a los
representantes de cada círculo y has descubierto
la clave para vencerlos.
—Entonces, ¿no iremos ahora hacia el próximo círculo
mítico?
-S í, pero este es diferente. La representante del
sexto círculo entrelaza los destinos de todos los habi­
tantes de Buenos Aires. Ella es quien me dio los con­
sejos que te di, aunque luego yo los convertí en verso.
Es un trabajo en conjunto. Pero este último consejo
te lo debe dar ella, sin intermediarios.
—¿Y cuál es el desafío?
—Solo puedes form ular una pregunta. Ella te res­
ponderá. La utilidad de esa respuesta dependerá de
lo que le hayas preguntado. Por eso, el desafío es for­
mular la pregunta correcta.
El taxi se detuvo junto a un nuevo espacio verde.
—Hemos llegado —anunció Dante y volvió a abrirle
la puerta . Debes hallarla en el interior de este jardín
inmenso: el Parque Avellaneda.
La dama de blanco • 59

—¿Y cómo la encuentro? ¿Cómo la reconozco?


—Te darás cuenta. La encontrarás tejiendo el porve­
nir de cada uno de nosotros.
Los faroles que asomaban entre los árboles crea­
ban un oasis de luz amarillenta en medio de la noche,
dándole a los senderos del parque tonalidades sepias.
Fabián se sentía caminando dentro de una foto anti­
gua. En una de las tantas encrucijadas, divisó una figu­
ra blanca sentada sobre un bloque de piedra. Se acer­
có hasta ella. Era una anciana, una anciana indígena
con un tejido sobre su falda. Lo miraba a él como si lo
hubiera estado esperando.
En otro momento de su vida, aquel encuentro hu­
biera sido, como mínimo, inquietante, extraño. Sobre
todo, porque esa mujer que lo miraba era una esta­
tua. Pero como en las últimas dos noches lo extraño
se había convertido en algo familiar, Fabián formuló su
pregunta. Si ya había recibido una nota procedente de
la escultura mortuoria de un cuidador, ¿por qué no es­
perar una respuesta de una tejedora de piedra?
—¿Volveré a ver a Rufina? —fue su pregunta.
Sopló una brisa, aunque bien pudo haber sido el
suspiro de la tejedora. ¿No había pestañeado, ade­
más? ¿Sus manos no se habían movido levemente,
acomodando el tejido?
Entonces, una voz sonó dentro de la cabeza de Fa­
bián. De inmediato, supo que era la voz de la tejedora.
La verás en el próximo círculo, mas solo si la contem­
plas podrás mantener la esperanza, dijo.
60 • Guillermo Barrantes

La brisa se detuvo. Fabián hubiera jurado que el


mismo tiempo había dejado do correr. Cuando entró
al taxi, Dante se alegró.
—Excelente, hijo —le dijo el poeta mientras el gru­
ñir de la Parca y el quejido del m otor poniéndose en
marcha se confundían—. Has hecho la pregunta
adecuada.
—¿Cómo lo sabés?
—Porque hubo un pequeño detalle que evité con­
tarte: cualquier otra pregunta hubiera enfurecido
a la tejedora y te hubiera matado.
Séptimo círculo mítico
Brujas
62 • Guillermo Barrantes

e pronto, Dante le preguntó:

D —¿Qué es una salamanca?

—Me suena a una ciudad —arriesgó Fabián.


—Muy bien. Es una ciudad española. Pero también
se le dice asi a un tipo de cueva donde se reunían anti­
guamente las brujas. En el interior de estas cavernas,
hechiceros y hechiceras de todo el mundo compar­
tían pócimas, brebajes nefastos y nuevas maldiciones
mientras comían y bailaban sin parar.
El taxi se detuvo. Lo primero que Fabián observó
por la ventanilla fueron los carteles que indicaban
que era la esquina de Rodríguez Peña y Paraguay. Y
lo segundo...
—En este preciso lugar —continuó Dante—, junto a
aquel ombú...
Pero Fabián ya no lo escuchaba. La tejedora ha­
bía tenido razón. Ahí, en esa esquina, con el mismo
vestido blanco, con las mismas lágrimas en los ojos,
estaba Rufina.
Bajó del auto y fue directamente hacia ella. Estaba
junto al ombú, ese mismo ombú del que le había em­
pezado a hablar el poeta. Le puso la mano en el hom­
bro y ella lo miró. Otra vez esos ojos achinados, esas
mejillas pálidas, ese pelo negro. Y otra vez esas pala­
bras en su cabeza:
La dama de blanco • 63

No la pierdas...
De pronto, reconoció aquella voz en su cabeza: era
la voz de la tejedora, siempre lo había sido.
—No voy a perderte —dijo Fabián y Rufina sonrió.
Quería besarla, era lo que más ansiaba.
La dama de blanco cerró los ojos para recibir aquel
beso, y justo cuando Fabián se disponía a cerrar los
suyos, sucedieron dos cosas. La primera fue ese olor.
Un tufo ácido, como de algo podrido, que parecía salir
por entre los labios entreabiertos de Rufina. Y fue ese
hedor lo que lo alertó y le permitió apreciar la segunda
cosa. Por detrás de la chica pasó una sombra y luego
dos más. Fabián tardó un segundo en darse cuenta de
que esas figuras sombrías eran el hombre de negro,
aquel que había conocido en el cementerio de la Reco­
leta, y sus dos incansables perseguidores. Uno de es­
tos últimos, al pasar, giró la cabeza hacia Fabián, para
luego volver a dirigir la atención hacia su presa. Aquel
hombre llevaba anteojos espejados.
La voz de la tejedora volvió a sonar en su mente:
La verás en el próximo círculo, mas solo si la contem­
plas podrás mantener la esperanza.
Así como "salamanca” no era lo mismo que “sa­
lamandra", ver” no era lo mismo que contemplar .
Contemplar algo involucra una mirada más profunda
de ese algo, más diversa, desde otro ángulo.
A Fabián, ese otro ángulo se lo dieron los anteojos
de aquel hombre. En ese instante fugaz en que pa­
reció mirarlo, Fabián pudo verse reflejado junto a su
amada en esos cristales espejados. Pero en el reflejo
no estaba a punto de darle un beso a Rufina... sino a
64 • Guillermo Barrantes

un engendro, a una cosa flaca y peluda, con una nariz


monstruosa emergiendo de lo que parecía una cara
tan alargada como arrugada.
Fabián retrocedió de inmediato, y a pesar de que
ahora volvía a ver a la hermosa Rufina delante de él,
sabía que no era ella.

—Si llegabas a besar a esa maldita, te hubiéramos per­


dido para siempre —le dijo Dante apenas subió al taxi.
—La tejedora me ayudó —Fabián hablaba aún im ­
presionado—, La tejedora y unos anteojos espejados.
¿Qué era aquella cosa?
—Antes de bajar del auto como poseído, te estaba
contando que ese ombú que se alza en la esquina de
Rodríguez Peña y Paraguay es lo único que queda de
un bosque donde, hace muchos años, cuando Buenos
Aires recién nacía, se abría una de estas cuevas llama­
das salamancas. Floy la cueva ya no existe, pero las
brujas siguen llegando guiadas por antiguos mapas.

—Entonces, esa...
—Esa que casi besas era una bruja que te hechizó
valiéndose de tus recuerdos.
—Casi lo consigue.
—Casi te perdemos.
—Casi la pierdo.
No la pierdas...
66 • Guillermo Barrantes

sta vez el taxi se detuvo en la esquina de Triun­

E virato y Avenida de los Incas.

—Lo que resta de camino deberás seguirlo


a pie —anunció Dante y le señaló una calle—. Aquella
es Cádiz.
Otra ciudad española —comentó Fabián, recor­
dando uno de los significados de "Salamanca”.
—Es verdad. Parque Chas es un barrio donde muchas
de sus calles y pasajes llevan nombres de ciudades euro­
peas. Por Cádiz ingresarás a él. Pero debés ir con mucho
cuidado: allí adentro podés perderte para siempre.
—Es cierto. Escuché muchas historias acerca de
gente que, supuestamente, nunca pudo salir del barrio.
—Exacto, es un laberinto urbano. Sus calles pare­
cen trenzadas entre sí por la misma tejedora. Por eso
te dejamos aquí. Ningún taxi, ni siquiera el que maneja
la Muerte, se anima a entrar a Parque Chas.
Su guía le abrió la puerta para que bajara y continuó:
—Caminando por Cádiz llegarás a la esquina de
Baunessy Bauness.
—La esquina de Bauness y... —Fabián creyó haber
escuchado mal el nombre de la segunda calle.
—Bauness y Bauness —repitió el poeta.
La dama de blanco • 67

—Pero... una esquina formada por la misma calle


es absurdo.
—En Parque Chas todo puede pasar. Se dice que el
mismo Diablo perdió el poncho en algún lugar de este
barrio. Y hablando del Señor de las Tinieblas: uno de
sus demonios maneja el único colectivo que se anima
a entrar ahí. Debes tomarlo en esa esquina imposible.
Es el único que puede llevarte al último círculo mítico,
donde se alza la otra Buenos Aires.
—O sea, que... aquí nos separamos.
—Exacto, Fabián. Lo has hecho muy bien.
—¿No hay un último consejo? ¿Un verso final?
—El último consejo te lo dio la tejedora en persona,
o mejor dicho, en piedra. Y el verso final deberás escri­
birlo vos mismo.
—Y ahí... en esa otra Buenos Aires... ¿estará ella?
—Eso espero. Te lo merecés. Se nota que la amás.
Fabián abrazó a Dante. Sentía tan real a aquel hom­
bre, le había tomado tanto cariño que le parecía men­
tira que hubiera muerto hacía tantos años.
—Gracias por ser mi guía —le dijo al poeta, y luego
miró hacía el asiento de adelante—. Y gracias a usted
también... señora.
La Muerte gruñó. Fabián lo tomó como un “ de nada .
La puerta se cerró y el taxi arrancó. Fabián observó al
vehículo alejarse hasta convertirse en un fragmento
más de noche, de esa larga noche.
Cádiz, Bauness y... Bauness. Era verdad, la esqui­
na existía. No había transcurrido ni un minuto cuando
escuchó el ruido de un motor. Por Bauness (¿por qué
68 • Guillermo Barrantes

otra calle si no?) se acercaba un colectivo. El número


que llevaba impreso en el frente era el 187. A un cos­
tado del número decía en letras rojas “ INFIERNO”, al
otro costado, “ LA OTRA BUENOS AIRES”.
Alzó el brazo ante aquel colectivo de la misma ma­
nera que lo hacía cuando paraba el 12 casi todas las
mañanas. El vehículo se detuvo con un crujido de
hierros estrangulados y un chisporroteo multicolor.
Fabián subió.
El interior estaba repleto. Gente sentada, gente
parada, gente trepada a las paredes, colgando del
techo. Y también, mezclados entre las personas, ha­
bía otro tipo de criaturas. Todas parecían igualmente
peligrosas.
—No hace falta que saque boleto —le dijo el demo­
nio de piel escamosa y cuernos amarillentos que con­
ducía el colectivo—. Eso sí, avíseme cuando quiera
bajar porque el timbre no funciona.
¿Avisarle? ¿No lo llevaría directo a su destino?
Fabián no tardó mucho en darse cuenta de que el
recorrido de aquel colectivo incluía varias paradas. Y
en esas paradas algunos seres bajaban y otros tantos
subían. Lo que se apreciaba a través de las ventanillas,
allí afuera, cada vez que el colectivo se detenía, no era
nada alentador. Aquellos eran lugares infernales: ár­
boles de fuego, ríos de lava, lluvias de ojos, personas
desesperadas huyendo de todo tipo de monstruos. Y
entonces supo que el verdadero peligro no se encon­
traba allí, entre los pasajeros, sino al bajarse en la pa­
rada equivocada.
La dama de blanco • 69

El colectivo se detuvo una vez más, y entonces Fa­


bián observó que, en realidad, lo que veía a través de
los cristales roñosos del vehículo no era tan terrible.
Divisaba la orilla de un lago de aguas muy tranquilas y
lo que parecía ser nieve cayendo desde un cielo entre
gris y azul.
Tendría que ser su parada. Debía decidirse, y asi
lo hizo. Se acercó a la puerta trasera del colectivo,
que aún se mantenía abierta, y comenzó a bajar por
la escalera. Entonces, sintió que lo tomaban de los
hombros por detrás, y lo volvían a arrastrar al interior
del vehículo.
La puerta se cerró, el chofer hizo entrechocar sus
cuernos y el colectivo se puso en marcha.
Aquel que le impidió bajar volvió a ocupar el último
asiento de la fila doble. Fabián se apresuró a sentar­
se junto a él. Era el hombre de negro del cementerio
de Recoleta.
—Si bajabas en ese lugar —le explicó— hubieras su­
frido el frío más atroz durante dos o tres eternidades,
dependiendo de tu conducta. Ese lago que viste lleva
congelado desde antes que existiera el mundo.
—Gracias —dijo Fabián—, gracias otra vez. ¿Y los
dos hombres que te persiguen? Me pareció verlos
tras tus pasos en la esquina de Rodríguez Peña y Pa­
raguay, cerca de un ombú.
—Ellos no pueden subirse a este colectivo —le res­
pondió poniéndose de pie—. Tu parada es la próxima,
igual que la mía.
UoVeno cífcü\o mítico
La otra Buenos Aires
72 • Guillermo Barrantes

llos dos fueron los únicos en bajar en la siguien­

E te parada.

—Este es el último círculo mítico, el reverso de


la ciudad —le dijo el hombre de negro—. O también pue­
de decirse que es el primero, depende de cómo lo veas.
A simple vista, se encontraban en una esquina de
Buenos Aires. O algo parecido a Buenos Aires. Justo
frente a ellos, cruzando la calle, dominaba el paisaje
un parque de diversiones. Pero este estaba en ruinas,
como aquel que servía de hogar para criaturas mitad
gárgolas, mitad vampiros. Todo lo contrario. En medio
de la noche, sus luces resaltaban como una galaxia en
el espacio. En ese momento, Fabián pudo ver cómo
el carrito de una montaña rusa caía desde lo más sal­
to. El viento, además de acercarle el olor a algodón de
azúcar, a pochoclo y a manzanas acarameladas, le
trajo los gritos y las posteriores risas de los em ocio­
nados pasajeros.
-E s ta es la esquina de Callao y Avenida del Liber­
tador. Y ese parque es el mítico Italpark. En nuestra
Buenos Aires cerró allá por 1990, en cambio, de este
lado, abrió en ese mismo año.
—Entonces, todo lo que muere allá, de alguna ma­
nera, nace acá —dedujo Fabián.
La dama de blanco • 73

—No es tan sencillo. No todo. No todo.


Los ojos del hombre de negro, de pronto, se hicie­
ron tan brillantes que se confundieron con las luces
del parque. Era un brillo que vibraba, un brillo líquido,
de lágrimas contenidas. Aun así continuó:
—No estoy seguro todavía sobre cómo funciona
esto exactamente, pero una de las cosas que descu­
brí es que los habitantes de esta otra Buenos Aires, en
la nuestra, no son más que historias, mitos urbanos.
Como tu Rufina o como mi Liliana.
—¿Rufina, en nuestra Buenos Aires, es un mito urba­
no? —preguntó Fabián. Entonces, se dio cuenta que ni
siquiera había investigado a su amada en internet. Nun­
ca se detuvo a pensar que detrás de su estatua podía
ocultarse una historia de ese tipo.
—¿No conocés su leyenda? Los porteños convirtie­
ron a Rufina en un gran relato. Ellos cuentan que allá
por fines de mayo de 1902, a punto de salir a festejar
su cumpleaños número diecinueve, Rufina Camba-
ceres se desvaneció en su cuarto, mientras se ves­
tía. Cuando los médicos la revisaron y vieron que no
tenía signos vitales, concluyeron que la joven había
fallecido. Horas después fue ubicada dentro de la bó­
veda familiar de los Cambaceres en el cementerio de
la Recoleta, junto a sus parientes muertos, encerra­
da en un flamante ataúd. Sin embargo, un cuidador
no tardó en escuchar sonidos extraños en la bóveda,
por lo que más tarde entraron al mausoleo, abrieron
el féretro de Rufina, y así descubrieron algo espanto­
so: la cara de la joven se hallaba petrificada en un grito
74 • Guillermo Barrantes

de horror, los ojos abiertos, las manos ensangrentadas


y casi sin uñas, pues estas últimas estaban clavadas en
la madera de la tapa del ataúd. Si, mi querido amigo, la
pobre fue encerrada en aquel cajón... iviva! El desma­
yo en su cuarto habría sido provocado por un ataque
de catalepsia, un trastorno repentino que deja prác­
ticamente sin signos vitales al que lo padece. Por eso
Rufina fue tomada por muerta. Se despertó cuando ya­
cía atrapada en el interior del ataúd y luchó intentando
abrirlo hasta que, ahora sí, murió a causa de la deses­
peración, del terror. Desde entonces, su fantasma se
aparece en una de las esquinas del cementerio, lloran­
do desconsoladamente.
—Qué terrible —repetía Fabián una y otra vez—.
Qué terrible...
—Te servirá pensar que aquella tris te historia,
aquel horroroso desenlace, mantiene viva y joven a tu
amada Rufina de este lado del mundo, en el noveno
círculo mítico.
—Qué terrible...
El hombre sonreía luego de secarse las lágrimas con
una de sus manos.
—Y otra cosa que descubrí —siguió explicando el
hom bre— es que no podemos permanecer mucho
tiempo aquí. Unas tres o cuatro horas, como máximo.
Encima, hay acciones que aceleran la partida, todo
lo que te emocione... Y cuanta más emoción sientas,
más rápido tendrás que irte.
Acabo de darme cuenta que no sé cómo volver
se sorprendió Fabián—. ¿Qué hago para regresar?
La dama de blanco • 75

¿Tomo el mismo colectivo?


—Ni se te ocurra. El colectivo no sirve para regresar.
Escuchá bien: debés entrar a ese bar y tomar un café.
El hombre le señaló un bar cruzando la calle.
—¿Y después?
—Hacé lo que te digo, solo hacelo. Y ahora vamos,
el tiempo corre.
Fabián siguió, entonces, al hombre de negro.
Muchos tiem pos parecían convivir en aquella Bue­
nos Aires: gente que lucía ropas de diferentes épocas,
carretas tiradas a caballo junto a algunos automóvi­
les, pequeños castillos com partían medianera con
casas coloniales o caserones de varios pisos. A pesar
de toda esa mezcla increíble, Fabián creía saber hacia
dónde estaban yendo.
—Allí adelante... ¿no debería estar el cementerio?
se animó a preguntar.
—De este lado, mi amigo, los cementerios son barrios.
Era verdad. Acababan de llegar al sitio de su en­
cuentro con Rufina, a los alrededores del cementerio
de la Recoleta. Salvo que, en vez de un cementerio, lo
que se alzaba ante los ojos de Fabián era un enorme
complejo de casas y calles peatonales, un lugar donde
bullía la vida.
El hombre de negro no dijo nada más, simplemente,
se perdió en aquella ciudadela. A Fabián no le importó.
Ya sabía lo que tenía que hacer.
Caminó por los pasajes angostos de ese lugar ma­
ravilloso. De estar más atento hubiera distinguido en­
tre los transeúntes a antiguos presidentes, a héroes
76 • Guillermo Barrantes

militares, a personalidades de la historia argentina.


Es que Fabián solo podía pensar en el lugar al cual
se dirigía. Incluso, aquel cuidador tuvo que ponerle
una mano sobre el hombro para que lo reconociera.
—David... —murmuró Fabián.
—Bienvenido. Y suerte.
Cuando llegó al lugar donde, en su Buenos Aires,
se hallaba la bóveda m ortuoria de la familia Camba-
ceres... encontró una casa, una más de aquel barrio,
y a una chica con su vestido blanco al viento, a punto
de entrar, girando el picaporte de la puerta.
—Rufina... —dijo Fabián.
Ella giró la cabeza hacia él.
Sí, era ella. Esta vez, sí.
Fabián tem ió que Rufina, en aquella posición, se
convirtiera, de pronto, en piedra, imitando su propia
estatua en el cementerio de la Recoleta. Pero el terror
se rompió con su voz.
—Fabián.
Ella entonces dio dos pasos hasta quedar frente a él.
—Sabía que podía confiar en vos —le dijo Rufina.
Al fin, podía volver a ver esos ojos, ese pelo. Al fin,
podía volver a oler su aliento. Un único verbo llenó
su mente, besar, y no pudo contenerse.
La besó. Se besaron. Pasado, presente y futuro jun­
tos, en un único tiem po sin nombre. Ahora sí podrían
ambos convertirse en piedra. Fabián hasta lo deseó
para poder besar a Rufina por siempre.
Entonces, lo inundó esa sensación, una mezcla
de angustia y urgencia que le estalló en el pecho.
La dama de blanco • 77

Ahora, a su mente llegaron otras palabras, aquellas


dichas por el hombre de negro.
hay acciones que aceleran la partida, todo lo que
te emocione... Y cuanta más emoción sientas, mas ra-
pido tendrás que irte.
Fabián separó sus labios de los de Rufina.
—Debo irme —le dijo.
—¿Ya? —Rufina parecía desconcertada.
-T ie n e que ser así, pero volveré.
No la pierdas. ,
Volvía a escuchar las palabras de la tejedora, ahora.
Fabián acercó su boca al oído de Rufina, e per e
ría en las delicadas vueltas de aquella oreja pequeña
perfecta, como los que se extraviaban en el mágico
Parque Chas.
—No voy a perderte —le susurró.
Y comenzó a correr.
78 • Guillermo Barrantes

£jn ej bar llamado

a sensación en el pecho se había transformado en

L dolor. Salió de aquel barrio, siguió corriendo por


las calles de esa otra Buenos Aires y llegó al bar.
En una de las mesas, divisó al hombre de negro.
Todavía agitado, Fabián se sentó frente a él. Mientras
revolvía un café humeante, el sujeto le dijo:
—Ha valido la pena, ¿no?
Él asintió con la cabeza, sonriendo.
—Diga lo que te diga, no me vas a hacer caso. Lo veo
en tus ojos: vas a querer regresar. Tarde o temprano
volverás a tomar el colectivo del diablo en Parque Chas.
Volvió a asentir con la cabeza.
—Aun así no debo dejar de advertirte —continuó el
hombre de negro—. Entre más regreses aquí, a la otra
Buenos Aires, más te irás convirtiendo en lo que yo
me convertí.
-¿ V oy a empezar a vestirme con ropa negra?
—Ojalá fuera solo eso.
-A h o ra elegí una mesa y pedite un café —le orde-
nó . Yo debo tom ar más de diez para poder retornar.
—¿Nos volveremos a ver?
—Seguramente, aunque no sé en cuál de las dos
Buenos Aires.
Se dieron la mano. Fabián fue a la mesa de al lado y
pidió su café.
—¿Azúcar o edulcorante? —le preguntó el mozo.
La mesa del hombre de negro ya estaba vacía.
La dama de blanco • 79

—Azúcar —respondió.
En el reverso de aquellos sob recito s se leía
“ Bar Epílogo”.
Fabián se tomó de un sorbo su café. Y de repente, todo
se apagó, todo se hizo... negro, y al instante el bar volvió
a estar ahí, como si el universo hubiera pestañeado.
Observó nuevamente el reverso del sobrecito de
azúcar. “ Bar Prólogo", decía ahora. Supo que había
vuelto a Buenos Aires, a su Buenos Aires.
Y ahí estaba de nuevo, en el bar Prólogo, después de
un año y dos días de aquella noche, después de perder
la cuenta de las veces que había regresado a visitar
a su amada. Fabián se decidió y se levantó de la mesa.
En esa otra mesa, la más cercana al baño, seguían
esos dos. Uno estaba con un café; el otro, con un
submarino. Dos escritores, dos investigadores de le­
yendas urbanas. Antes, perseguidores del hombre
de negro; ahora, perseguidores de ese nuevo mito, de
ese nuevo rumor que ganaba las calles de la ciudad.
Fabián los escuchó hablar con uno de los mozos
mientras él salía del bar rumbo a Parque Chas:
—Hemos escuchado que aquí suele tom ar café un
hombre misterioso, uno que, dicen, busca a la mujer
que ama, una mujer muerta, una dama de blanco.
¿Oyó algo así? ¿Tiene alguna sospecha?

Guiado por el gran Dante,


Fabián cumplió ya su sueño
y ahora como mito andante,
camina entre los porteños...
Con \a ayu4a de un V'r$JiV>o
urWano de leyenda, este V'Wro se
terminó de imprimir en octuUre
de 2 0 1 8 , en \oS talleres «JráPicoS
de Crápica Pinter, Buenos Aires,
Argentina.

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En tonos naranjas: a partir de los 6 años


La Reina dfi lsS NieVeS, de HansChristianAndersen.
(Versión de Cecilia Maugeri).

En tonos verdes: a partir de los 9 años


Tres deseos y otros retatos aterradores,
de Juan José Burzi.

Romeo y Julieta. La comedia, de William Shakespeare.


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En tonos azules: a partir de los 12 años


La cruz azul y Las estrellas errantes.
de Gilbert K. Chesterton. (Versión de Raúl González y Matías Raia).
M au s o leo de
Ru fina C a m b a c e r e s en el
CEMENTERIO DE LA RECOLETA
(B u e n o s A ir es , A r g e n t in a ).

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