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El Giro Visual de La Teoría PDF
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Algunas digresiones1
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El presente texto no es más que un ensayo, pues mi intención no es otra que
aquella que alguna vez el mismo Alfonso Reyes defendió: “desatar o provocar una
conversación, sin pretender agotar el planteo de los problemas que se me ofrecen,
y mucho menos aportar soluciones”. Es el primer esbozo de unos pensamientos
que aguardan su desarrollo.
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Max Hokheimer ya había señalado que las ciencias del espíritu tienen
“un fluctuante valor de mercado” (“Teoría crítica” 226) y más de un siglo
antes Hegel hacía referencia –en sus Lecciones sobre la historia de la filoso-
fía– a las filosofías de moda (45).2 Sé que cada tiempo tiene sus propias
particularidades, y que a pesar de referirme a giros y retornos, estos nunca
son posibles, más que como tropos. Pero es necesario evitar algo así como
un narcisismo de actualidad para entrever no tanto una comprensión del
gobierno del presente, necesaria en todo caso, como vislumbrar las posibili-
dades de su transformación. Ninguna nostalgia lacera mi preocupación por
el pasado, simplemente no quiero repetirlo, pues pretendo, aprendiendo de
lo acontecido, un futuro distinto, un futuro donde la teoría se articule con
la virtud y contribuya también a la transformación de nosotros mismos.
2
“[E]l nombre de filosofía nueva, moderna, novísima, se ha convertido en una
especie de nombre de guerra, que se escucha a todas horas. Quienes creen decir
algo al pronunciar este nombre son, casi siempre, los que más se inclinan a san-
tiguarse y echar bendiciones ante la muchedumbre de las filosofías, tanto más
cuanto más propenden, bien a ver un sol en cada estrella y hasta en cada vela,
bien a considerar toda ocurrencia como una filosofía y a aducirla, por lo menos,
en prueba de que existen muchísimas filosofías y de que todos los días aparece una
que desplaza a las anteriores. Han inventado, al mismo tiempo, la categoría en que
pueden colocar toda filosofía que parece adquirir cierta significación y con la que,
al mismo tiempo, pueden deshacerse de ella; la llaman, simplemente, una filosofía
a la moda”, Lecciones sobre la historia de la filosofía, vol. I, p. 45.
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(El giro 50).3 Alrededor de una década más tarde dará cuenta Rorty de la
emergencia de una “nueva” forma del pensamiento que terminará siendo
llamada teoría: “Desde los días de Goethe, Macaulay, Carlyle y Emerson se
ha desarrollado un tipo de escritura que no es ni la valoración de los méritos
relativos de los producción literaria, ni la historia intelectual, ni la filosofía
moral, ni la epistemología, ni la profecía social, sino todas estas cosas entre-
mezcladas y reunidas en un nuevo género” (“Professionalized Philosophy”
763-765), un género que al poco tiempo acabó siendo llamado teoría.
Posiblemente debido a la centralidad del lenguaje para las principales
firmas de la teoría (Lacan, Foucault, Derrida, Barthes, etc.), fue la literatu-
ra el lugar donde tuvo su mayor desarrollo; pero también porque –y este es
un argumento de Jonathan Culler– “la literatura toma como asunto cual-
quier experiencia humana, y en particular la ordenación, interpretación y
articulación de la experiencia” (Sobre la deconstrucción 16). Como sea, no es
difícil percibir la importancia de los estudios literarios en la conformación
de la teoría, entendida ahora como un género heterogéneo que desafiaba
los límites disciplinarios al no plantearse ninguno, desfamiliarizándonos
así con lo conocido y lo dado. Desde las ciencias sociales (antropología,
sociología, psicología) a la geografía, pasando por el derecho, la filosofía,
la historia, el arte y la economía, hasta llegar incluso a la biología y la ar-
quitectura, no hubo disciplina que se resistiera a sus seducciones, y a los
franceses ya mencionados se sumaron los nombres de Edward Said, Fre-
dric Jameson, Gayatri Spivak, Wolfgang Iser, René Girard, Julia Kristeva,
Jonathan Culler, Raymond Williams, Geoffrey Hartman, Hélène Cixous,
Paul de Man, entre muchos otros, nombres que comenzaron a ser moneda
corriente en la escena académica internacional (o, con mayor propiedad,
metropolitana), ya se estuviera a favor o en contra de sus publicaciones,
incluso a favor o en contra de la idea misma de teoría.
Pero en el mismo momento en que Rorty la hacía emerger, la univer-
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Si bien aquí Rorty está pensando en la filosofía analítica y la del lenguaje, el
mentado giro lingüístico cobrará resonancia fundamentalmente a partir de los
trabajos de Michel Foucault, Derrida, Roland Barthes, entre otros, nombres que
tienen marcadas diferencias con la preocupación inicial de Rorty (y entre sí), como
muestra por ejemplo el debate entre Derrida y Searle. Al respecto, ver: Jesús Na-
varro Reyes, Cómo hacer filosofía con palabras. A propósito del desencuentro entre
Searle y Derrida (2010).
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sidad era fuertemente embestida por una ofensiva neoliberal que continúa
hasta nuestros días, golpeando, de paso, a la teoría. La crisis económica de
los setenta dio lugar a que se pensara de manera programática y simbiótica
universidad y mercado, lo que dio como resultado no solo una mutación
de la arquitectura académica, sino también una masificación de la matrícu-
la, dada la urgente necesidad de una fuerza productiva acorde a la sociedad
postindustrial, como muy bien lo señalara Jean-François Lyotard en su
ya clásico ensayo La condición postmoderna (1979).4 En este contexto, la
teoría fue duramente criticada por su “elitismo” y su supuesta desconexión
con los problemas de la gente, problemas como la descualificación de los
nuevos estudiantes, ahora devenidos en consumidores. En vista de estas
cuestiones más “serias”, se comenzaron a reducir presupuestos (universi-
tarios y humanísticos) y a reestructurar departamentos y programas, con
el fin de potenciar cursos que realmente necesitaran los nuevos clientes,
como los de composición y lectoescritura (tesis de Wlad Godzich), cursos
que terminaron no solo desplazando a la teoría sino a la literatura misma.
A este ataque neoliberal, realizado bajo un disfraz seudodemocrático,
contribuyeron figuras tan disímiles como Terry Eagleton, el mismo Ed-
ward Said (curiosamente uno de sus principales exponentes) o Anthony
Giddens, a la vez que se la comenzó a fetichizar (la idea es de Graciela
Montaldo), reduciendo, por necesidades comerciales, su inquietante y ne-
cesaria opacidad a la transparencia –cualidad que comenzará a ser exigida
al pensamiento crítico en nombre de un anti-elitismo–, transparencia que
la inscribirá en el sentido común a partir de la teoría “para principiantes”
4
Vale la pena recordar algunas de sus afirmaciones: “El antiguo principio de que
la adquisición del saber es indisociable de la formación (Bildung) del espíritu,
e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en desuso. Esa relación de los
proveedores y de los usuarios del conocimiento con el saber tiende y tenderá cada
vez más a revestir la forma que los productores y los consumidores de mercancías
mantienen con estas últimas, es decir, la forma valor. El saber es y será producido
para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva produc-
ción: en los dos casos, para ser cambiado. Deja de ser en sí mismo su propio fin,
pierde su ‘valor de uso’ […]. La pregunta, explícita o no, planteada por el estudi-
ante profesionalista, por el Estado o por la institución de enseñanza superior, ya
no es: ¿es eso verdad?, sino ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización
del saber, esta última pregunta, las más de las veces, significa: ¿se puede vender?”
(16, 94-95).
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que Pantheon Books masificó por todo el mundo, cuando tomó la posta
a For Beginners LLC (inicialmente conocida como Writers and Readers
Cooperative, fundada en 1974). Cito en extenso a Montaldo:
En formato de libro−folleto, a precios accesibles, con ilustraciones (muchas
caricaturas que demostraban el carácter “desacralizador” hacia los saberes más
herméticos) y una diagramación novedosa para el ámbito de la institución
teórica, estos volúmenes estaban dirigidos a un público joven que se iniciaba
en lo que se veía como un pensamiento alternativo […]. Fue la forma en que
el pensamiento de varios autores de cierta radicalidad [que llegó más tarde
al rey del rock, Elvis Presley] ingresó a un circuito de público ampliado y lo
hizo a través del mercado, manteniendo su cuestionamiento de las institu-
ciones formales. Las colecciones se declararon “para principiantes” pero bien
pudieron llamarse “para multitudes” (“Teoría en fuga” 267).
Que la teoría, en tanto género heterogéneo que hace del pensamiento
una resistencia, no ha muerto se evidencia en su reemergencia (si bien cada
vez más inserta en el mercado) a lo largo de los años noventa, pero no de
la mano del lenguaje, sino, como era de esperar, de la imagen, razón por
la cual, aventuro, nombres como los de Walter Benjamin, Aby Warburg y
Erwin Panofsky han logrado una (póstuma) resonancia que en vida nunca
imaginaron, y acompañan en el renacido panteón teórico a las firmas (nue-
vamente metropolitanas) de Hal Foster, Boris Groys, Nicolas Bourriaud,
W.J.T. Mitchell, Jacques Rancière, Hans Belting, Arthur Danto, Mieke
Bal (que también provenía de la literatura), etc., etc., etc. Por supuesto que
este escenario no es homogéneo (ni está libre de tensiones), ni la teoría se
reduce a las reflexiones sobre la imagen (ni antes a las de la letra). Por el
contrario, la amplia circulación de nombres como Alain Badiou, Slavoj
Žižek, Judith Butler, Ernesto Laclau, Giorgio Agamben, Quentin Meillas-
soux, Achille Mbembe, James Clifford o Donna Haraway, por nombrar
solo algunos, da cuenta de una descentralización disciplinar y temática; no
obstante, es innegable que la escena teórica (global) ha cambiado respecto
a la configuración de sus fuerzas y la literatura y sus críticos tienen en ella
un menor peso que hace veinte o treinta años. Lo que no ha cambiado,
eso sí, es la división internacional del trabajo intelectual, pues la teoría en
tanto género continúa siendo fundamentalmente metropolitana y afincada
en una lengua: el inglés.5 Por otra parte, para quienes se desenvuelven en
5
Para una visión crítica de la teoría, ver: Daphne Patai y Will Corral, eds., Theory’s
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Es más, no son pocos los libros que hoy se publican completamente formatea-
dos a partir de esa vieja idea de marco teórico (masificada en los años más fuertes
del estructuralismo): una introducción que plantea una discusión bibliográfica
o “teórica”, siempre a partir de los conceptos en boga (hoy tenemos animalidad,
afectos, precariedad, autoficción, campo expandido, anacronía, etc., etc., etc.), y
luego su aplicación a casos “ejemplares”, casos que en realidad podrían ser reem-
plazados por otros sin alternar en nada ese marco teórico disciplinante que hace de
la literatura un objeto vacío, un mero ejemplo de la teoría de moda.
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Figura 1. “La escritura y el tiempo”, frontispicio de J.-F. Lafitau, Mœurs des sau-
vages américains comparées aux mœurs des premiers temps, París, Saugrain l’Aîné et
Charles Étinne Hochereau, 1724.
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Por supuesto que este grabado no podía titularse de otra manera que
“La escritura y el tiempo”. A los pies de esa mujer —que representa a la
escritura y es la madre de ella y por tanto la que dará a luz esta compara-
ción de Europa con los salvajes y el hombre primigenio, y que mira a un
alado anciano que hace de tiempo— encontramos, dice el mismo Lafitau,
las primeras vestiduras y adornos de los hombres, que dieron lugar a las
fábulas de los sátiros y los dos figurados en el frontispicio representan a los
antiguos monumentos. Son cuarenta y dos láminas las que para este libro
se mandaron a grabar, y en conjunto forman, dice de Certeau,
un discurso icónico que atraviesa de lado a lado la masa del discurso escritu-
rario, a la que jalonan de ‘monumentos’ cuyo valor esencial es pertenecer al
orden de lo visible. Todavía hacen ver, o permiten creer que aún se pueden ver
los comienzos… Un contrapunto visual sostiene y fomenta la escritura. La
obra en su totalidad obedece a la estructura que plantea el frontispicio como
una relación entre la ‘visión’ y el libro” (El lugar del otro 100-102).
Esos vestigios de la antigüedad clásica, pertenecientes a sujetos sin
escritura y de diversos espacios, serán inscritos en una línea de tiempo que
los expulsará del tiempo compartido, a la vez que les negará su propio y
heterogéneo tiempo, poniendo así en juego, a partir de la emergencia de
la historia natural, la no contemporaneidad del resto de occidente. Lafitau
negará, por tanto, la humanidad que indefectiblemente le une y compar-
te, antes y después de 1724, con esos “salvajes” que guardan costumbres
supuestamente más cercanas a los hombres de Kibish que a los hombres
ilustrados, y, al hacerlo, también sustraerá de su presente, de su tiempo, el
espacio por ellos habitados. Esta ficción es la que hoy se ha desarmado, y
sus consecuencias es lo que habría que analizar detenidamente, pues aquí
tan solo estamos tratando de aventurar alguna de ellas.
Y si el espacio, como ha afirmado Jameson, ha logrado evadir la pesada
carga que le impuso la temporalización eurocéntrica, también ha desplaza-
do o subsumido (no borrado) al lenguaje y a la literatura, dando lugar, de
paso, “a la cultura visual, las imágenes, la société du spectacle, la publicidad,
etc., o sea, a series de imágenes que [a su vez] transforman el espacio”
(“Posmodernidad y globalización” 4).8 De manera que, arriesgo, el tiempo
8
Ello no quiere decir, como alguna vez se pensó a partir de Lessing y su Laocoonte,
que la literatura es temporal y el arte espacial. Como veremos más adelante, se
trata solo de pensar su rearticulación contemporánea. Basta recordar, una vez más,
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5. Retornemos ahora al tan mentado “giro” visual, pero con una pre-
via observación: tengo la costumbre de pensar borgeanamente, de trabajar
con “la certidumbre de que todo está escrito”, pero ello no me anula o
afantasma, como al narrador de “La biblioteca de Babel”, por el contrario,
me anima a comprender que lo común y no lo original e individual es lo
característico del pensamiento; en Un cuarto propio, Virginia Woolf señala
que las obras maestras no emergen por sí solas, sino gracias al “producto
de muchos años de pensar en común”. De manera que cuando percibí un
cierto giro visual en el ámbito de la teoría, navegué virtualmente para dar
con aquel o aquellos que ya lo habían identificado, pues estaba seguro de
ello. Así es como me encontré con W. J. Thomas Mitchell y su “giro pic-
torial” (ahora en su Teoría de la imagen) y con Gottfried Boehm y su “giro
icónico”. De manera independiente, pero compartiendo ciertas lecturas y
autores, si bien leyéndolos de forma completamente distinta, uno en Esta-
dos Unidos, otro en Alemania, a inicios de los años noventa, aunque con
un trabajo adelantado hacía más de una década, ambos diagnosticaron un
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de teoría y crítica. Boehm intenta fundar una ciencia respectiva, con el fin
“de comprender las imágenes desde su carácter implícito procesual, de una
‘diferencia icónica’ con cuya ayuda se articula el significado, sin tener que
recurrir a modelos lingüísticos como el de la sintaxis, ni a figuras retóricas”
(“El giro icónico. Una carta” 28). En cuanto a Mitchell, que toma distancia
de la pretensión cientificista de su colega alemán, le recuerda a Boehm que
su interés pasa por “mostrar la codeterminación entre ideología e iconolo-
gía” (“El giro pictorial. Una respuesta” 47), es decir, por “el reconocimiento
como vínculo entre la ideología y la iconología e s que traslada a ambas
‘ciencias’ desde un terreno epistemológico ‘cognitivo’ (el conocimiento de
los objetos por los sujetos) a un terreno ético, político y hermenéutico
(el conocimiento de los sujetos por los sujetos)” (Teoría de la imagen 38).
Estos dos acercamientos hacia la lógica de la imagen son los que proliferan
hoy en día, y han puesto en diálogo con ellos a los principales teóricos
del arte, desde Jacques Rancière a Hans Belting, pasando por Hal Foster,
George Didi-Huberman y otros.9 Y si desde la literatura se recurre a estas
firmas, es porque las reflexiones que han realizado a propósito de la visua-
lidad resultan capitales para pensar hoy la textualidad. Pero, aventuro una
vez más, tales reflexiones no habrían sido posibles sin los debates y muta-
ciones a que dio lugar el llamado giro lingüístico, y cuyas consecuencias,
sin embargo, parecen haber sido olvidadas.10
9
Al respecto, ver: Georges Didi-Huberman y Bernd Stiegler, eds., “Iconic Turn” et
réflexion sociétale, Trivium 1.1 (2008); Emmanuel Alloa, ed., Penser l’image (París:
Les presses du réel, 2011).
10
Ello se percibe, por ejemplo, en la importancia aún concedida a la biografía, a
la vida, cuando se trata de pensar a un “autor” y su “obra”, individualizado a la vez
que descontextualizado, como paradójicamente opera James Miller en La pasión
de Michel Foucault. Y digo paradójicamente, incluso paroxísticamente, pues Fou-
cault insistió tempranamente en la necesidad de obliterar la figura autoral: “Más
de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién
soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que
rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trata de escribir” (La
arqueología del saber 30). Pero en el libro de Miller (quien le otorga a “Foucault
un ‘yo’ permanente y animado por una finalidad”), como ha señalado espléndida-
mente Didier Eribon: “Todo el recorrido intelectual de Foucault quedaba expli-
cado por su gusto pronunciado por la ‘experiencia–límite’, todo su pensamiento
descifrado como una ‘alegoría autobiográfica’ donde se expresarían, más allá de las
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Mirzoeff también yerra cuando afirma que la visualidad es lo que “hace que la
época actual sea radicalmente diferente a los mundos antiguo y medieval” (21),
como si la escritura (que él no percibe como imagen o inscripción) hubiese sido
durante todos los siglos anteriores lo dominante o masivo, cuando en verdad ape-
nas la manejaba un pequeño grupo que ni siquiera deseaba compartirla, dejando
al resto vivir en la pura visualidad (baste recordar la condena del famoso becerro
de oro en Éxodo 20). Mitchell tampoco concuerda con tal reducción, razón por
la cual ha señalado “que ya se han producido con anterioridad ‘giros pictoriales’,
y que indefectiblemente han implicado cierta interacción entre los mundos de la
academia y de la esfera pública, desde las reflexiones de Platón y Aristóteles sobre
las artes visuales y la opsis (representación teatral), pasando por la invención de la
pintura al óleo y la perspectiva, y llegando hasta la invención de la fotografía” (“El
giro pictorial. Una respuesta” 38).
12
Sobre este amplio debate, ver: Rosalind Krauss y Hal Foster, eds., “Cuestionario
sobre cultura visual”, que incluye a Emily Apter, Carol Armstrong, Susan Buck-
Morss, Jonathan Crary, Martin Jay, Thomas Dacosta Kaufmann, entre otros.
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7. Tal interés por obras que desbordan sus “límites” (que ha benefi-
ciado muchísimo la performance), que cruzan texto e imagen o dan lugar
a un texto-imagen, parte entonces de la base de que lenguaje e imagen se
desenvuelven en espacios diferenciados, y que incluso se les puede oponer.
Pero ello oblitera que para acontecer la lengua debe inscribirse, ya sea que
se la piense a partir de aquello que Derrida llamó archi-huella o archi-
escritura, o más cotidianamente cuando se la debe leer o escribir, pues su
imprescindible soporte la visibiliza, la vuelve imagen (Don Quijote nunca
dice que anda escrito, sino en estampa). A su vez, una imagen solo existe
culturalmente mediante el discurso que la constituye como tal. Esta obvie-
dad que los estudios visuales han recordado parece seguir pasándose por
alto en los estudios literarios, pero no sé si solo en ellos: “Una afirmación
polémica de Teoría de la imagen”, afirmó Mitchell, “es que esta interacción
entre imágenes y textos es constitutiva de la representación en sí: todos los
medios son medios mixtos y todas las representaciones son heterogéneas;
no existen las artes ‘puramente’ visuales o verbales, aunque el impulso de
purificar los medios sea uno de los gestos utópicos más importantes del
modernismo” (12).
Y digo que no solo en ellos, pues una vez que Boehm ha insistido en
la lógica propia o autosuficiente de la imagen, también se pregunta por su
relación con el lenguaje –lo cual indica que para los iconólogos tampoco
es un tema que se haya resuelto–, proponiendo la noción de figuración
como el fundamento de su reunión. Ana García Varas, quien ha publicado
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uno de los principales libros que recoge en español las discusiones sobre
el giro visual, señala que para Boehm “es en la capacidad del lenguaje de
‘figurar’ el mundo, de crear imágenes (imágenes lingüísticas), esto es, me-
táforas, donde lenguaje e imagen se encuentran y tienen su fundamento,
que él va a localizar en nuestra primera capacidad de configurar la realidad”
(“Lógica(s) de la imagen” 56). Similar fue la propuesta que Louis Marin
comenzó a formalizar desde los años setenta y afinó durante la década si-
guiente, pues para él también la “figuralidad define la potencia de la apari-
ción de la imagen en el lenguaje […] o del lenguaje en la imagen” (Guidel-
doni, “Las teorías” 29-30), y ejemplo de ello serían tanto la autobiografía
como el autorretrato, por lo que la figurabilidad debe entenderse como
un trabajo “por el cual la obra no cesa de revelar su presentación y gracias
al cual las figuras, lejos de fijarse […], lejos de representarse, no cesan de
reenviar a la ‘virtus’ de la presentación de la obra, a la potencia (crítica) de
su presentación” (cit. Guideldoni 30). Para Marin, interesado en cómo un
texto emerge desde la escritura, así como en la forma en que la escritura
hace emerger una imagen, se hace imposible determinar finalmente qué
corresponde exclusivamente a cada uno de estos elementos.
Se podría señalar que la poesía, por lo menos desde Mallarmé en
adelante, ha reconocido el lugar de la imagen y el espacio en la escritura,
más allá de la écfrasis, por supuesto –término que también ha cobrado en
los últimos años un nuevo impulso–, aunque más interesante sería estudiar
el impacto de la emergente publicidad de la época en su poesía, con tal de
poner en duda la pureza de su lenguaje. Baudelaire reconoció en Poe una
poética heterogénea, posiblemente gracias a la emergente transformación
del periódico que, debido a las facilidades de nuevas formas de comunica-
ción, y aquí retomo la tesis de McLuhan, daba lugar a una “yuxtaposición
en una sola página de historias atrapantes y conmovedoras, provenientes
de todas las culturas sobre la faz de la tierra, [lo que] modificó la sensibili-
dad urbana por completo” (“Espacio, tiempo y poesía” 261).
Como sea, tengo la sensación de que la ansiedad con el lenguaje, por
lo menos por parte de algunos de los críticos que he venido mencionando,
estriba en que el reconocimiento de su fuerza durante los sesenta oblite-
ró –en nombre del signo– el lugar de la imagen, lugar que antes del giro
lingüístico se le reconocía sin problemas o por lo menos se le daba mayor
atención. Cuestión que ya se evidenciaba, por ejemplo, en El orador, de Ci-
cerón, cuando este nos relata el origen de una importante técnica de reme-
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8. “Las dos trampas que acechan al crítico y entre las que habría que
navegar son la autonomía, por un lado, y la disolución, por el otro”, señala
Agnès Guiderdoni en su presentación a Destruir la pintura de Louis Marin
(23), y en ello concordamos. De ahí que vea en lo que Josefina Ludmer o
Néstor García Canclini han llamado postautonomía no el desarme de la
utopía modernista, sino su confirmación (de la expansión de la autonomía
pasamos a la autonomía de la expansión), al tratarla como una especie de
epojé fenomenológica naturalizada. En lugar de cuestionarla, de mostrar su
imposibilidad, no solo hoy sino también entonces, la crítica que se presen-
ta como democrática, incluso populista, al desconsiderar la literatura (o el
arte) por su connivencia con el poder y el elitismo, por sus vínculos con la
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9. Creo que Martin Jay lo ha expresado muy bien, aunque sin referir
la idea de lectura y pensando más en la imagen que en el texto:
Ya no es posible adherirse de forma defensiva a la creencia de la especificidad
irreductuble del arte visual que la historia del arte ha estudiado tradicional-
mente de forma aislada respecto a su contexto más amplio. Para lo que se
ha autodenominado arte en el siglo XIX, ha llegado el momento imperativo
de preguntar acerca de su esencia y borrar sus reputadas fronteras. […] Para
ponerlo en términos sencillos, no puede haber vuelta atrás a la diferenciación
previa entre el objeto visual y el contexto porque el objeto de investigación
ha dejado de definirse y de marcar sus límites en la historia del arte misma
(101).
Mi interés en la teoría visual estriba, primero, en este reconocimiento
del que habla Jay, un hecho que la crítica literaria, creo, no ha tomado con
la debida precaución. La autonomía es un modo de lectura, una ficción,
no una esencia, y ya contamos con las herramientas conceptuales para ima-
ginar el modernismo o el realismo o cualquier ismo de otra manera. Pien-
so, por ejemplo, en cómo la idea de supervivencia (Nachleben) defendida
por Warburg y trabajada recientemente por Didi-Huberman ayuda a ello.
Como nos contó Borges, a un tal Baltasar Espinosa “se le ocurrió que los
hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de
un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida,
y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota” (“El evangelio según
Marcos” 446). Me interesa la primera y ello por dos razones. Una: el tema
del Ulises es una de las principales supervivencias con que cuenta la litera-
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tura, y va desde antes de Homero hasta Roberto Bolaño. Dos: imagino que
con el Ulises de Joyce se podría componer algo así como un atlas Mnemosy-
ne, leyéndolo expansivamente, relacionándolo no con los “modernistas”
de su tiempo, sino desanclándolo de ahí para reinsertarlo en el conjunto
heterogéneo de textos que le ayudaron a escribir su libro, textos que van
desde el habla popular, los diarios y mapas de Dublín, hasta Homero –a
quien posiblemente Dante, central para Joyce, no conoció cabalmente– y
de ahí a Vico y a Edouard Dujardin, escritor “simbolista” del cual tomó
Joyce la técnica más famosa de su Ulises, el llamado “monólogo interior”,
no sin antes leerlo junto a George Moore, Tolstoi, Freud, y el diario de vida
de su hermano Stanislaus.
En segundo lugar, la subsunción del tiempo por el espacio nos puede
ayudar a ver de otra manera algunas obras canónicas de América Latina.
En Sin retorno he mostrado cómo Cien años de soledad es una novela que
hace del tiempo su eje articulador (15 y ss). Pero si reparamos en Macon-
do en tanto topos, y nos preguntamos cómo ha emergido de las imágenes
oníricas de José Arcadio Buendía, para luego comparar su fundación con
otras realizadas durante la conquista, veremos que el mentado realismo
mágico oculta una violencia primigenia que el concepto de nomos devela
completamente, pues bajo su óptica, el realismo mágico (y lo real maravi-
lloso) cobra una extraordinaria desemejanza, dado que recupera un poder
ya ni siquiera moderno, sino medieval, ese mundo que formó al último de
los Buendía y al que se retorna en pleno siglo XX con la figura del Adelan-
tado en Los pasos perdidos.13 Toda fundación consiste en un acontecimien-
to completamente violento, pero en Los pasos perdidos y en Cien años de
soledad se lo presenta desprovisto de cualquier manifestación que empañe
la tranquilidad con la que los padres fundadores decidieron asentarse e
imaginar un origen mítico.
13
El nomos es el acto primitivo original de cualquier política que decida ense-
ñorearse con un determinado espacio. Schmitt lo señala de la siguiente manera:
“En la toma de la tierra, en la fundación de una ciudad o de una colonia se revela
el nomos con el que una estirpe o un grupo o un pueblo se hace sedentario, es
decir se establece históricamente y convierte a un trozo de tierra en el campo de
fuerzas de una ordenación” (El nomos de la tierra 36).
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10. En fin, creo que reconocer el trabajo que la literatura hace con
los fantasmas y las ruinas, reviviéndolos ante la reificación de la comedia
humana, es una política que no podemos desechar en nombre de lo post.
Trabajando espacial y anacrónicamente, la literatura puede insertarse en el
reparto de lo sensible, y desde la escritura visibilizar la escritura, inventar
un pueblo allí donde este ha sido proscrito. Para ello, y por ahora, los estu-
dios visuales son más que un buen aliado.
Referencias
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