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Golpes A Mi Puerta PDF
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GOLPES A MI PUERTA
PRIMER ACTO
Introito
Luz en el altar. El Obispo (Monseñor), de pie ante él y de frente al público, besa el ara y,
juntando sus manos, introduce la misa.
En la casa brilla apenas, en un rincón, una pequeña lámpara de aceite. Un tiempo y vagas
luces se encienden en el interior. Ana llega por fin desde allí, echándose la bata con
premura, sobre su austera ropa de dormir. Enciende la luz que alumbra la entrada.
Da luz al ambiente, donde sólo hay una mesa, un par de sillas y, a un costado, en un pequeño
altarcito, un sagrario con flores naturales y la lamparilla de aceite. Cuando Ana se dispone a
ir al interior, llega la soñolienta Úrsula terminando de cubrirse.
Y se mete dentro sin más. Descolocada, Ana se vuelve a Severa con inquietud.
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Ana: Severa, usted sabe que a ellos no les gusta que llamen a esto "invasión". Tiene que
cuidarse...
Severa: ¿Y de qué sirve cuidarse? Usted no quiere que salga la hermana Úrsula... ¿Por qué?
Porque sabe que, a pesar del salvoconducto, apenas tropecemos con una patrulla, la van a
aterrorizar y a humillar.
Ana (angustiada por Severa): Severa, ¿qué le hicieron esas dos patrullas?
Severa: ¿Qué importan esas dos más? No son ni mejores ni peores que las de todos los días.
¡Estamos invadidos por extranjeros! Los compatriotas que vienen con ellos para disfrazar
todo esto de guerra civil, no son más que traidores.
Ana (tratando de calmarla): Severa, querida, escuche...
Severa: ¡Los odio! ¡Los odio! Y que Dios me condene, hermana, pero no puedo amar a esos
enemigos. ¡En cambio Dios parece quererlos mucho!
Ana: ¿Qué está diciendo, Severa?
Severa: Porque deja que nos masacren y nos denigren. ¿Por qué? ¿Qué mal hicimos nosotros?
(Silencio. Ana, obviamente es impotente para contestar.) Contésteme, hermana!
Ana (con serena tristeza): Esa pregunta no tiene respuesta.
Severa: Entonces, déjeme que odie a los enemigos. (Pausa.) De veras... confieso que me
asombraría mucho que usted pudiera amarlos. Vuelve Úrsula terminando de echarse un
abrigo sobre su ropa común pero austera y carente de toda coquetería.
Ana: Úrsula, está lleno de patrullas. A Severa la pararon dos desde su casa hasta aquí.
Úrsula: Tengo salvoconducto firmado por Cerone.
Ana: ¡Es peligroso!
Úrsula: Tan peligroso para mí como para ti. Y yo asistí a Cosme junto con el padre Emilio.
Yo soy quien debe ir.
Ana: ¡No vayas tú! Toda esa gente armada te mata de miedo.
Úrsula (enfrentándola): ¿Por qué perdemos el tiempo? ¡Un agonizante necesita comulgar!
(Baja la voz: íntima, pero fuerte.) Y es bueno sepas que esta protección tuya es realmente
cargante. Me desvalorizas, me anulas.
Ana (azorada): ¿Qué estás diciendo?
Úrsula (no puede parar, ahora): Me tratas como a una criatura. ¿No te das cuenta que eso me
humilla? ¡Apártate de ahí! (Ana ha bloqueado el acceso al sagrario.)
Ana: ¡Úrsula, querida! ¿Cómo voy a querer humillarte yo? Vete con Severa si eso es lo que
quieres. Toma, ¡vete ya! (Se dispone a abrir el tabernáculo)
Úrsula (sofocando un grito.): ¡Dije que te apartaras!
Ana se aparta, presurosa y sorprendida. Echa una mirada incómoda a Severa, que hace un
vago gesto de comprensión. Es Úrsula quien abre el sagrario. Las tres mujeres se arrodillan.
Úrsula saca un copón pequeño y una cajita metálica. Coloca en ella una de las hostias.
Úrsula coloca otra hostia en la cajita. La cierra, guarda el copón y cierra el tabernáculo.
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Úrsula: Vamos.
Ana (va tras ella, apremiante): Úrsula, perdóname, jamás pensé...
Úrsula: Ana, no hay tiempo ahora, ¿no crees?
Ana: No, claro... luego, cuando vuelvas... Tenemos que hablarlo.
Severa: Adiós, hermanita.
Ana lo hace. Luego viene adelante como vagando incómoda. Los incidentes con Úrsula y con
Severa se le han acumulado creándole un desasosiego angustioso. Su mirada se detiene, de
pronto en el sagrario.
Ana: Bueno... ¿qué dices?... (Pausa.) No vas a decir nada, por supuesto... (Se pasea y se
vuelve para dirigirse de nuevo al sagrario.) "¡Que yo la humillo!" ¿Oíste eso? Porque quiero
protegerla la humillo (nuevo paseo indignado; se detiene con redoblada angustia) ¿Y oíste a
Severa, no? ¿Cómo le saco esa idea horrorosa de que Tú amas a los invasores? Invasores, sí.
¡Invasión! ¡Qué guerra civil ni qué cuentos!
Ana: Ahí están, ¿los oyes? Vienen masacrando pobres para defender a los ricos. ¿Qué debo
hacer? ¿De qué lado estamos Tú y yo? ¿Con los ricos, con los que entrarán en tu Reino
después que el camello haya pasado por el ojo de la aguja? ¿O con los pobres, de quienes
dijiste que verían a Dios? (Silencio. Protesta desalentada.) No va a haber una señal, ¿no es
cierto? Somos la "generación malvada", que necesita señales... (Desesperada, se echa de
rodillas.) Por lo menos, quítame el miedo, como a Severa, aunque me guardes de la rabia.
Ana: Pronto, hagamos algo contra el miedo. En el pánico, las señales no se perciben.
Entra rápidamente. Pausa. En la calle, corridas y gritos. Luego silencio. Ana vuelve
sobresaltada: trae harina, una tabla, sal y agua. Se detiene auscultando el silencio tras la
agitación que alcanza a percibir.
Ana (desplegando los materiales sobre la mesa): Trabajemos. Estamos desveladas y con
miedo. (Vuelca la harina y la palpa) Harina gris, áspera. Ayer el pan me salió deplorable. Un
pan sucio y triste como el pecado. Como estos tiempos: tiempos de pecado.
En la calle nuevas corridas y gritos. Ahora, además, un par de disparos. Ana se paraliza.
Silencio.
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Corre, abre y sale a la calle. Se la ve alejarse alarmada, tratando de inquirir en la
oscuridad. Tiempo. Y por el lado opuesto a aquel por donde ella desapareciera, entra furtivo
y agitado un hombre joven. Al ver el sagrario se siente confundido pero se ampara en la
relativa sombra del lugar. Transpira y se ve que lo sostienen sus últimas fuerzas. Ana vuelve
sola y cargada de angustia. Cierra la puerta.
Ana: ¡Será posible! Y esa presumida por la calle. A ver qué hace ahora si escuchó los
disparos... Y tú, ¿me quieres explicar...?
Pablo: Yo sé que la comprometo gravemente. Pero cuando se hayan alejado las patrullas me
iré. Lo siento, lo siento de veras. Le juro que me iré enseguida.
Agotado, se sienta en el reclinatorio que está frente al sagrario y cierra los ojos. Ana
recuerda que no ha asegurado la puerta. Va a ella y pasa el seguro y la cadena. Al escuchar
los ruidos, Pablo se levanta de un salto temiendo algo. Ana regresa. Se miran. Silencio.
Ana se da cuenta que no debe preguntar más. Afuera, órdenes, marchas y el motor de un jeep
que pasa a velocidad. Los dos quedan en silencio.
Ana: ¡Vuelven!
Pablo: Sí... pero se alejan. Silencio.
Pablo: Una hora. Tal vez menos, y me iré.
Nerviosa y confusa, Ana sigue amasando. El no puede asociar esa tarea con el sagrario.
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Ana cede y sigue trabajando. Silencio.
El obedece. Ella trabaja y de pronto cree escuchar algo inquietante en la calle. Interrumpe,
escucha; él se pone de pie alarmado. Pero era falsa alarma. Ella sigue trabajando.
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Pablo: ¿Sin requisar?
Ana: Nunca lo han hecho. Hasta ahora.
Silencio.
Pausa.
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Largo silencio. Ana trabaja con ahínco. El se pasea inquieto.
Silencio.
Ana: Sí.
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Pablo: ¿Y eso no le parece retrógrado y reaccionario?
Ana: ¡Cuántas "erres"!
Pablo: Perdone.
Ana: ¿Quiere dejar de pedirme perdón a cada instante? Me resulta molesto.
Pablo: Sí, perdone.
Enmudece. No ve modo de liberarse de la culpa que siente con ella. Afuera se oye llegar y
detenerse un vehículo pesado; luego pasos, corridas, órdenes y golpes fuertes contra puertas
cercanas.
Los ruidos de afuera se hacen más inquietantes. Ana junta las manos y reza mientras, más
lejanos, se oyen otros grupos que llaman a otras puertas.
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aferró a ella con desesperación.)
Úrsula: Y perdóname... perdóname por lo que te dije antes de salir. Yo te quiero mucho, tú
sabes...
Ana: ¡Claro! Y yo a ti. Serénate. Ya pasó todo.
Úrsula: ¡No! ¡No pasó nada! Están ahí; ¡y van a venir aquí! ¡No soporto las armas, Ana! Son
algo infernal, calculado con refinamiento para matar. ¡Matar, Ana! ¿Qué es lo que les pasa?
El mundo se ha llenado de odio. ¡El mundo está condenado!
Ana (alterada): ¡No digas eso!
Úrsula (gritando): Dios nos ha olvidado.
Ana (grita): ¡Que te calles!
Úrsula (rebelándose): ¡No me grites!
Ana (gritando más): ¿Cómo voy a dejar que blasfemes sin gritarte?
Úrsula: ¡Que no me grites! ¡Ni soy tu hija ni soy una enferma ignorante del hospital!
Ana (al sagrario): ¿La oyes? ¡No es nada de eso! ¡Pero es una religiosa de mi orden!
Úrsula: Pero tú no eres la Superiora.
Ana: ¿Te has vuelto loca?
Úrsula: ¡No! Simplemente no soporto más tu altanería. ¡No quiero más órdenes ni protección
tuya!
Ana: ¡Úrsula! Empezaste por pedirme perdón por haberme dicho eso...
Úrsula: Eres tú quien debería pedirme perdón a mí. Me estás tratando otra vez como a una
idiota. Pero se terminó. Voy a pedir el traslado: ¡mañana mismo!
Ana: No lo dices en serio.
Úrsula (bajo, con hondo agravio): ¿Por qué eres tan soberbia?
Ana: ¡No!
Úrsula: ¿Que no qué?
Ana: No, querida, mi amor... Tú no puedes hacer eso...
Úrsula: Suéltame y apártate de ahí.
Ana: No puedes irte y dejarme sola... no puedes... Te pido perdón. Sí, querida, yo te pido
perdón a ti. ¡Perdóname, amorcito, mi tesoro!
Úrsula: ¿No ves? ¡Me hablas como a una niñita!
Ana (súbitamente, dominada también ella por el miedo, depone toda actitud protectora y
habla con impresionante sinceridad): Perdón, perdón, Úrsula, hermana querida... Perdón,
pero no me dejes sola.
Es tan sincero, profundo y angustiado su ruego, que Úrsula no puede dejar de impresionarse.
Quedan mirándose, conmovidas y cambiadas. Y de pronto, simultáneamente, se echan una en
brazos de la otra, llorando, abrazándose, llenas de ternura y de mutua compasión.
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Ana: ¿Qué nos pasa?
Úrsula: Estamos locas.
Ana: O somos simplemente mujeres... y afuera los hombres corren con cuchillos y fusiles
pidiendo sangre, aullando...
Úrsula: ¡Tengo miedo, Ana!
Ana: Recemos, recemos querida. El está con nosotros. Ven: recemos.
La lleva ante el sagrario y ambas se hincan. Pero apenas lo han hecho, suenan fuertes golpes
en la puerta. Las dos se paralizan, se miran, miran la puerta. Se ponen de pie.
La sola mirada de Úrsula, la detiene. Sonríe como pidiendo disculpas por lo que ha hecho
sin poder evitarlo, siguiendo el impulso de su sobreprotección. Úrsula va hacia la puerta.
Como al acaso, Ana se coloca custodiando la entrada que da al interior.
Apenas abre Úrsula, tres hombres armados, abrigados y de civil entran brutalmente. Ellas
apenas reprimen gritos de sobresalto. Pero no han terminado los hombres de invadir el
lugar, cuando Cerone, igualmente abrigado y con traje civil, entra rápido.
Cerone: ¡Señores... señores! ¿Qué modales son esos? Se trata de señoras. ¡Y de religiosas! Un
poco de educación, ¡caramba!
Cerone: Hermanas, hermanitas... mil perdones. Por fortuna alcancé a ver que entraban aquí y
me apresuré a intervenir. ¡Mil perdones! Mi gente está nerviosa, claro. Y cansada. Muchas
horas de aquí para allá, buscando y buscando y... nada.
Úrsula: Por favor, señor Cerone, ¡que no nos apunten de esa manera!
Cerone: ¡Muchachos! ¿Qué es eso? Asustando a señoras indefensas... Bajen esas armas... (De
pronto, por el sagrario.) ¡Caramba! ¡Un sagrario! Caballeros: más allá de las creencias de
cada uno, éste es un sitio de paz! ¡Y de respeto!
Cerone: ¡Así me gusta! ¿Ve hermana? Ahí tiene usted a un feligrés. Esta atmósfera tan
recogida impone respeto y serenidad. (Se dirige a Ana.) Caramba, hermanita, ¡qué pálida está
usted!
Ana: Estoy asustada, señor Cerone. ¿Puedo preguntarle a qué debemos esta visita tan...
intempestiva?
Cerone: A una formalidad, hermanita. El hombre se esfumó en esta cuadra. Lo tenían cercado
y... se esfumó. Y como nadie se esfuma, salvo en los milagros... (Se ríe.) Y como
comprenderá... yo no creo en milagros. Usted sí, por supuesto.
Ana: Por supuesto. Son inusuales, pero ocurren.
Cerone (se ríe): ¡Inusuales! ¡Qué palabra tan aguda! De todos modos, por inusual que fuese,
no podría tratarse, en este caso al menos, de un milagro. Porque los milagros ocurren por
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mediación divina, ¿no es cierto? Y pensar eso sería como afirmar que Dios está con los
rebeldes. Y Dios no se ocupa de política, ¿no es cierto?
Ana: No señor. Sólo de la justicia.
Úrsula se alarma ante la pregunta que considera una imprudencia de Ana. Y más ante el
sorprendido, espectacular silencio que hace Cerone y que él mismo rompe, finalmente, con
una carcajada.
Cerone (riendo): ¡Pero qué hermanita ésta!... Entiendo que no sepa que hay un delincuente
escondido en una casa de esta cuadra. Pero que ignore que hay rebeldes cometiendo sabotajes
y tropelías...
Ana: No... eso lo sé, claro... Me confundo porque usted los llama rebeldes y ellos... son más
bien leales...
Cerone: ¿"Leales"?
Ana: Leales sí... al gobierno.
Cerone: ¡Pero qué hermanita más ocurrente! Eso es cierto. Pero se rebelaron contra
nosotros... que ahora somos el gobierno de la zona liberada.
Ana: Ah...
Cerone: Bueno, lo dicho: no pudo haberse esfumado, ¿no es cierto?
Úrsula (inocente): Está bien, señor Cerone. Entiendo que tiene que revisar la casa. Hágalo de
una vez...
Ana desfallece...
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desgraciado! Un accidente de veras irreparable...
Ana (no se contiene): ¿Accidente?
Cerone: Hermana, ¡por favor! Se escaparon unos tiros y... ¡Una desgracia!
Ana: ¡Y los tres tiros que se le escaparon a su gente, le dieron en la nuca!
Cerone: Hermanita, ¡no fue mi gente! Fueron soldados del ejército de ocupación, cuando
todavía estaban por acá... Usted sabe bien que yo manejo sólo compatriotas. ¡Mire qué
muchachos tan sanotes! Aquel es de San Marcos de Ulloa; éste es de Fuente Alta; y el otro,
su feligrés, de la Capital. Compatriotas, hermana. Sumidos en la desgracia de una guerra
civil.
Ana: Así será.
Cerone: ¿No?
Úrsula: Sí.
Cerone: ¡Claro!
Cerone: Bien. Pero si algo no quiere este alcalde a quien cupo en suerte... o en desgracia, la
responsabilidad de regir esta zona liberada, es tener conflictos con la Iglesia. (Como
despidiéndose, con voz brillante y espectacular, haciendo señas a los hombres de salir.)
Hermanitas mías, ¡ninguna requisa! Confianza y colaboración. (Los hombres van saliendo; el
"feligrés" previa genuflexión) Les ruego hagan saber a su Obispo que yo me negué... ¡me
negué!, a requisar su casa. ero ¡colaboración, hermanitas! El hombre no pudo esfumarse.
¡Está escondido aquí! (Deja flotar el equívoco un momento), en una casa de esta cuadra.
Se encamina hasta la puerta. Pero se detiene, pues el que parecía el jefe de los irregulares a
sus órdenes está aún ahí, manifestando en la mirada terca que le dirige su disconformidad
con la frustración del registro. Las miradas de ambos se sostienen un momento desafiantes, y
el hombre se retira.
Cerone: Si saben algo, hermanas, no dejen de informar. (Pero antes de salir vuelve a mirar a
Ana) ¿De veras hay milagros, hermana?... No diga nada, usted es una religiosa; yo no. Buenas
noches y mil perdones.
Sale. Úrsula cierra con cadena y pasador y vuelve sobre Ana, indignada.
Úrsula: ¿Y tú me llamas loca a mí? ¿Cómo se te ocurre discutir si los rebeldes son unos o los
otros, si el gobierno es o no es? ¿Qué te importa a ti todo eso? ¡Y le insinuaste que lo del
Padre Ramírez había sido un asesinato!
Ana: Ahora resulta que los leales son rebeldes y los invasores, leales.
Úrsula: ¡Invasión no! Guerra civil.
Ana: ¡Eso dicen ellos! Esos muchachos tan sanos son mercenarios pagados en dólares.
Úrsula: ¿Y qué te importa a ti eso? Tú eres religiosa. ¡Te debes a todos! Lo que odiamos es el
odio y la guerra ¿O no?
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Silencio. Y Ana prorrumpe luego, vehemente.
Ana (reza con vehemencia): Señor, Tú eres más profundo que el mal...
Úrsula (evidenciando su real estado de miedo): ¡Esa frasecita! ¡Si alguna vez la entendiera!
Ana (indignada): ¿Y ahora sales con eso? Hemos reflexionado mil veces sobre ese
pensamiento.
Úrsula (terca): Pero yo no lo entiendo.
Ana: Hoy te ha dado por no entenderlo. hasta fuiste tú quien me lo hizo comprender a mí.
Úrsula (sumiéndose en el pánico): De pronto no entiendo nada. ¡Dios! Fortalece nuestra fe.
Ana: Luz, señor, renovada esperanza en tu justicia.
Úrsula: Y en tu amor...
Ana (aterrada y por eso distraída): Ese viejo argentino... ¿Cómo se llama?
Úrsula: ¿Eh?
Ana: El escritor... ése que dice cosas locas (Corre a buscar el periódico)
Úrsula: ¡Estamos rezando, Ana!
Ana (ubica la página y lee): Dijo que “un Dios omnipotente, omnipresente y qué, además,
nos ama, es el invento más delicioso de la ciencia ficción.”
Úrsula (angustiada, indignada): ¿Borges dijo eso?
Ana: ¡Entonces sabías quién era!
Úrsula: No sabía. Me di cuenta por la provocación.
Ana: ¡Bueno! Estamos rezando ¿no?
Las dos se recogen. Y es ahora Úrsula quien inicia la oración con profunda convicción.
Silencio. La oración las ha serenado. Y Ana parece, de pronto, comprender algo nuevo.
Ana: Señor mío y Dios mío. Me siento reconfortada por el soplo de tu Espíritu. Gracias por el
amor que en mi hermana me das.
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Úrsula: Y a mí en ella.
Ana: Sálvanos, Señor, del desamor...
Úrsula: De la desesperanza...
Ana: Y del desaliento. Y sálvalo a él. ¡Es tan joven!
Úrsula: ¿Quién?
Ana (sin cambiar su actitud orante): El hombre.
Úrsula: ¿Qué hombre?
Ana: El rebelde.
Úrsula: ¿Cómo sabes que es joven?
Ana (sigue orando): Eso es mentira, Señor. Los rebeldes son ellos. Y él tiene una mirada
inocente.
Úrsula: ¡Ana! ¿Qué mirada? ¿De que mirada estás hablando?
Ana: Aleja las patrullas de Cerone y que él pueda irse con los suyos...
Úrsula (casi gritando): ¿Irse de dónde?
Ana: De mi cuarto.
Úrsula (saltando): ¡Ana! ¿Qué dices?
Ana: Que está en mi cuarto.
Úrsula: Ana... (Apenas puede hablar.) No... no es cierto, no puede ser cierto...
Ana: Ojalá no fuera cierto. Pero está ahí.
Úrsula: ¿Qué pasó? ¿Ahí, dices? ¿Y cómo llegó ahí?
Ana: Entró.
Úrsula: ¿Cómo "entró"? ¿Te amenazó? ¿Entró apuntando con armas? ¡Dios mío!
Ana: No está armado. No me amenazó, me pidió asilo: lo perseguían.
Úrsula (bajo, llena de zozobra): No... tú te has vuelto loca, eso está claro. Ahora comprendo...
tus desequilibrios... tú estás enferma... Fusilan por esto, ¿lo sabías?
Ana (indignada): ¿Qué desequilibrios? ¡¿De qué hablas?!
Úrsula (tartamudeando por el espanto que siente): ¡Claro!... Cuando eras novicia... la
Superiora no creía que llegaras a hacer los votos... "Eras inestable", decía, "tal vez tu
vocación sea el matrimonio"...
Ana: ¡Hice mis votos! ¡Y llevo doce años como religiosa!
Úrsula (sigue en lo suyo): ¡Claro!... Tu autoritarismo, tu arbitrariedad... ¡Vivo con una loca y
recién me entero!
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Porque la mamá no tiene que consultar con su hijita una cosa así... ¡Pues enfréntalo sola!
¡Suéltame!
Ana: Por lo que más quieras... que Amanda tiene pegada la oreja a la pared.
Úrsula: ¡Que me sueltes, te digo!
La puerta interna se abre y sale Pablo, que, obviamente, no puede más. Úrsula lo mira
alelada.
Pablo: No me pagan por esto. Pero la guerra me hizo, sí... algo así como un técnico... un
profesional, como dice usted. Profesional del peligro y de la huida. Ni siquiera puedo llevar
armas porque si me sorprenden no puedo tenerlas encima.
Úrsula (feroz): ¿Qué clase de guerra hace usted sin armas?
Pablo: Comunicaciones.
Pausa.
Úrsula: Comunicaciones.
Ana: Cuanto menos sepas, mejor, ¿no te parece?
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Silencio. Eso es cierto. Úrsula no sabe qué hacer...
Pablo (sereno y tratando de serenar): Creo que... que sospecha, pero no sabe. Si tuviera la
certeza, a pesar del obispo, hubiera venido a buscarme.
Úrsula: Está bien. Entonces... ¡sospecha!
Silencio.
Úrsula (ofendida): ¡Pues me voy a dormir! Cuando vengan a buscarlo, no me avisen. Diré
hasta que me maten que yo dormía y no sabía nada.
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Pablo: De todos modos, aquí no hay ventana y en su cuarto, sí. Con la luz apagada puedo
observar la calle sin ser visto. (Breve pausa.) Encontraré la oportunidad, se lo prometo. Me he
visto en peores. Se encamina al interior y Ana lo detiene.
Ana: Espere. Voy por mi ropa.
Ella entra. El se queda mirando el sagrario, luego la harina que acaricia con los dedos. Ana
regresa y lo enfrenta.
Oscuridad.
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SEGUNDO ACTO
Gloria.
Monseñor:
Gloria a Dios en el Cielo,
y en la tierra paz
a los hombres que ama el Señor.
Por tu inmensa gloria te alabamos,
te bendecimos, te adoramos,
te glorificamos, te damos gracias.
Señor Dios, Rey celestial,
Dios Padre todopoderoso.
Señor Hijo único, Jesucristo.
Señor Dios, Cordero de Dios,
Hijo del Padre:
tú que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros;
tú que quitas el pecado del mundo,
atiende a nuestra súplica;
tú que estás sentado a la derecha del Padre,
ten piedad de nosotros:
porque sólo Tú eres Santo, sólo Tú, Señor,
sólo Tú Altísimo, Jesucristo,
con el Espíritu Santo,
en la gloria de Dios Padre. Amén.
Oscuridad.
Luz en la casa. El lugar está vacío. Ana llega desde el interior, ya vestida (en estilo muy
semejante al de Úrsula), caminando en puntillas y portando en una tabla un magnífico pan y
un cuchillo. Los deja sobre la mesa, mira su reloj pulsera y, tomando un paño, comienza a
limpiar muebles y sagrario.
Úrsula aparece desde el interior también, como vagando sin objeto, vestida como la vimos
entrar. Una cierta claridad comienza a crecer.
Un silencio. Úrsula sigue vagando mientras Ana limpia, descargando en ello energías
mayores de las necesarias.
Úrsula: Por lo visto, no encontró la oportunidad de romper la "tenaza". Duerme a pata suelta.
Ana (alarmada): ¡¿Entraste en su pieza?!
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Úrsula (corrige): ¡En tu pieza! ¿Cómo se te ocurre? Simplemente me asomé porque lo oí
roncar. No podía creerlo... Yo ni siquiera me pude sacar la ropa. No pegué un ojo, por
supuesto.
Pausa. Úrsula mira la tarea de Ana. Le habla como buscando hacer las paces.
Silencio.
En ese momento, como desde una claraboya alta en la pared, entra un tenue rayo de sol que
cae directo sobre la mesa con el pan.
Ana: Amanece.
Úrsula: Es la primera vez que no siento este momento como una bendición del Señor.
Ana (se arrodilla): El ángel del Señor anunció a María.
Úrsula (ídem): Y concibió por obra del Espíritu Santo.
Ana: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas
las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Las dos: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte. Amén.
Ana (con visible emoción): He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según su palabra.
Úrsula: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre
todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Silencio. Ana parece ahora transportada a otra realidad. Úrsula la observa y responde sola,
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esperando ser seguida.
Se levanta y se sienta en la mesa. Ana se concentra y reza sola, como poseída ahora de una
extraña alegría, una suerte de exaltación. Úrsula la observa. Parece como si el no sentirse
presionada permitiera su confesión.
Úrsula: Dios me perdone, querida mía... pero hace un rato... me amparé en mi indignación
para asomarme a ver roncar a ese muchacho. Pero de veras quería mirarlo. Como roncaba
tanto... me sentí segura. De veras así dormido resulta bello como un niño.
Úrsula: Me alegré de poder observarlo sin que me viera. Nunca había mirado así a un
hombre, salvo en el hospital. Pero allí están enfermos, tristes... como siempre me imagino a
los hombres.
Ana (sin dejar su actitud recogida): ¿Tristes?
Úrsula: Debe ser porque en mi casa los hombres... mi papá... mis hermanos... era como que...
que no existían... Silenciosos, apocados... Mi madre era la voz ahí. Y siempre los veo así...
como en el hospital. O brutales y toscos, como por la calle.
Úrsula: Pero ahí está ese muchacho... lleno de vida... roncando a pata suelta mientras treinta
asesinos lo esperar, para masacrarlo. Yes bellísimo. Y está lleno de alegría.
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Silencio.
Redoblan las carcajadas. Hasta que un golpe en la puerta las hace saltar y enmudecer.
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Úrsula: Abre.
Ana: Abre tú.
Úrsula: ¿Yo?
Ana: ¿Y ahora me cedes el puesto?
Úrsula: Yo voy a despertar al muchacho. Si llega a pegar un ronquido fuerte estamos
perdidas.
Ana: No busques pretextos para escapar, desde aquí no se oye.
Úrsula: Pero ¿y si sale de pronto?
Ana: No es idiota. No va a salir.
Ana va a abrir. Es, efectivamente, la tal Amanda. De primera intención no parece para nada
una bruja.
Amanda: ¿Qué me dice de esto? ¡Qué noche nos han hecho pasar! ¿Vinieron también aquí a
buscar a ese tipo?
Ana: ¿Eh?... Sí, vinieron...
Amanda: A casa también. Revolvieron todo. Imagínese, tratarla a una de esa manera... Cómo
si de veras pudieran pensar que iba a hacer una cosa así.
Ana: Tienen que cumplir sus órdenes.
Amanda: Cerone sabe muy bien de que lado estoy yo. ¿Por qué me va a complicar en esto?
¿Por qué no se meten donde saben que pueden encontrarlo? En lo de Correa, o en lo de Luisa:
ésa era muy amiga de Pancho Aztigueta.
Ana: ¡Amanda! Eso que dice puede comprometer a esa gente.
Amanda: ¿Por qué? ¿Usted lo va a decir?
Ana: ¿Yo? ¡Claro que no!
Amanda: Sin embargo, piden colaboración... y denunciar a los enemigos del régimen.
Ana: Pancho Aztigueta está muerto: usted sabe qué podría pasarle a los otros si...
Amanda: ¿Usted no simpatiza con este cambio, hermana?
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Amanda: Buenos días, hermana.
Úrsula (mientras prepara la inyección): ¿Supo que murió Cosme, Amanda?
Amanda: Primera noticia. Pero se veía venir. Ah... ¡claro! ¿Ustedes fueron a asistirle? Porque
las escuché hablar hasta tarde.
Ana (con forzada sonrisa): Ah...
Amanda: Y como... discutir.
Úrsula (ídem.): Ah...
Amanda: Y también... como entre sueños... Bueno, debo haber estado dormida...
Clava la aguja.
Amanda: Ay...
Ana: ¿Le dolió?
Amanda: No.
Úrsula: ¿Y entonces?
Amanda: Nervios.
Úrsula: Ya está.
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Ana le acomoda la ropa. Ella se aparta molesta, terminando ella misma su arreglo.
Ana y Úrsula la miran en silencio, como invitándola a irse. Ella parece desasosegada.
Silencio gélido.
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Amanda (de mala gana): Ah...
Silencio.
Pablo: No hay ninguna monj... ninguna religiosa, conocida de ustedes que... ¿que tenga
hábito? (Silencio.) ¿Hábito se llama, no?
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Ana (tartamudeando): ¿Cuál... cuál es la idea?
Pablo: Pues, si... si se trata de alguien tan... tan solidario como ustedes...
Úrsula (rompiendo el silencio): ¡De veras el mundo se ha vuelto loco!
Ana: Cállate la boca. Aún no sabes de qué se trata...
Úrsula: Lo sabes perfectamente también tú. (A Pablo.) Supongo que propone vestirse con sus
hábitos y escapar disfrazado.
Pablo (muy inhibido): No... no se me ocurre nada mejor.
Ana (súbitamente): ¡Corina!
Pablo: ¿Eh?
Ana (eufórica): ¡La hermana Corina! ¡Es buenísima gente! ¡La haremos venir! Y usted saldrá
luego con el hábito...
Úrsula: Pero, ¿cómo vas a desnudar aquí a Corina? ¡Antes se dejaría degollar! Escuche: la
hermana Corina tiene sesenta y cinco años. Y cuando la Orden decidió que vestiríamos como
laicos, se encerró a llorar tres días. La Superiora tuvo que autorizarla a conservar el hábito.
Ana: Úrsula, no se irá con el hábito de Corina, sino con el mío o el tuyo. El que le quede
mejor. No quieras ocultar al señor que los tenemos guardados como reliquias.
Úrsula: ¿Y qué harás con Corina? ¿La asfixiarás con una almohada y la enterrarás bajo el piso
de tu cuarto? Porque si entra una monja no pueden salir dos.
Ana: Pues... se quedará enferma en cama... por tiempo indeterminado.. Si alguna vez entran,
él ya no estará aquí y habrá una monja gorda tosiendo en la cama.
Úrsula: Y la otra monja, ¿qué?
Ana: ¿Cuál otra monja?
Úrsula: La que se fue.
Ana: ¿Qué sabemos nosotras de la otra monja? ¡Nosotros no hemos visto salir ninguna
monja!
Úrsula: No seas ingenua. ¡Nos van a quebrar los huesos!
Pablo: ¿Me permite? No lo creo. Si Cerone sospecha que estoy acá, en este momento debe
estar maldiciendo su suerte. Por los problemas con el obispado. Lo que menos querría sería
encontrarme acá.
Ana: Úrsula, no tenemos alternativa. Escúchame bien: vas a avisar en el hospital que estoy
enferma. Yo no puedo moverme de aquí; pero tenemos que aparentar normalidad...
Úrsula: ¡Dios nos asista! ¿Por qué termino diciendo a todo que sí?
Ana: Antes harás las compras de la casa. Toma. (Le da el dinero que dejara Amanda.) Para lo
que nos venden, con el racionamiento, alcanza y sobra. Y te irás luego a ver a Corina.
Úrsula: ¡Casi nada!
Pablo: ¿Es lejos?
Úrsula: Ochenta kilómetros.
Ana: Insisto: no tenemos alternativa.
Silencio.
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Ana (orando): Señor de la justicia, postrados ante Ti, rogamos tu protección y amparo, por la
sangre del Justo de los Justos, derramada con la mayor injusticia por la justicia de los
hombres. Por Cristo Nuestro Señor...
Úrsula: Amén.
Ana se levanta, abre el sagrario, toma el copón y muestra una hostia a Úrsula.
Ana: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Dichosos los llamados a esta
comida.
Úrsula: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para
sanarme.
Ana: El Cuerpo de Cristo.
Úrsula: Amén.
Ana: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para
sanarme.
Úrsula: El cuerpo de Cristo.
Ana: Amén.
Ana comulga. Úrsula guarda el copón y las dos permanecen luego de rodillas, en silencioso
recogimiento. Pablo ha asistido a la ceremonia con deslumbrado respeto. Bruscamente las
dos se levantan casi a la carrera.
Ana: Abrígate y vete. No sobra el tiempo. Mañana volverás con Corina. Pero todavía tienes
que hacer las compras y tu jornada normal de hospital.
Úrsula: Es todo un disparate.
Ana: Ya sé que es un disparate. Pero es lo único que podemos hacer, ¿no es cierto? (El
asiente.) Entonces, convenzámosla de que es la más brillante de las ideas.
Úrsula: Volveré con las compras. ¿No será cierto lo de la arpía? ¿No será todo un sueño?
Sería bonito, ¿no es cierto?
28
Ana (estirándose la ropa): Voy.
Úrsula: ¡Quieta ahí! Yo abro.
Cerone: Hermanita...
Úrsula se ha quedado con la puerta abierta, esperando que siga el cortejo. Pero Cerone se
vuelve a ella.
Largo silencio.
Cerone: Este sitio, con el sagrario iluminado allí... me produce una paz... Creo que, en
realidad, por eso vengo.
Ana no responde.
Cerone (abruptamente): ¿Usted sabe lo que significaría para esta ciudad que los rebeldes
lograsen dañar la destilería?
Ana: Perdón... no comprendo...
Cerone: Cómo no va a comprender... Una pequeña ciudad, casi un pueblo... cuya única fuente
de trabajo es esa destilería... todo el mundo en la calle... desocupación, miseria...
Ana: Por supuesto que eso lo entiendo, pero...
Cerone (sigue): Y, lo que es peor, el fracaso del acuerdo con el ejército de ocupación... Ellos
son un aliado interesante, a no dudarlo, pero... ¡qué modales tan poco comedidos tiene esa
gente! Será que ocupando tierra extranjera pierden sentido de la medida. Como están entre
extraños...
Ana: Me resulta difícil de creer eso. Antes de la inv... de la guerra... esos "extranjeros" venían
a pasar sus fines de semana con los familiares que tenían acá o a comprar un poco más barato
que allá. Y nadie podía decir al verlos quién era "extranjero" y quién compatriota. Como que
hace tiempo fuimos un mismo país. Nunca entendí por qué dejamos de serlo.
Cerone: ¡Una aguda observación! Pero usted sabe de los excesos que cometieron en Ulloa y
en Santa Cruz...
Ana: Si me permite... Creo más bien que esas tropas tienen expresas instrucciones de portarse
en esa forma... que usted llama descomedida... Para intimidarnos...
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Cerone: De cualquier manera usted no negará que es una bendición que aquí no los
tengamos...
Cerone: Contésteme, hermanita: ¿no es una suerte? Al considerar esta zona segura y liberada,
nos han confiado a nosotros su administración. Cuestión de imagen, ¿entiende? Quieren
aparecer como lo que son: libertadores, y no conquistadores. Por fortuna para nosotros, aquí
el gobierno es ejercido por hijos del país y la policía está integrada por hijos del país... en
fin... todo queda entre nosotros. Contésteme, hermana: ¿no es una suerte?
Ana (vacilante y presionada): Sí.
Cerone: Yo sabía que iba a ser comprensiva.
Ana: Yo de veras no entiendo por qué me dice eso.
Cerone: Porque todo eso se terminaría si el comando en jefe nos viera incapaces de mantener
el orden. Volverían los extranjeros, bueno... los vecinos... si le gusta más... El ejército de
ocupación, en fin. Y usted sabe... porque usted lo sabe... lo que eso significaría.
Ana: Está bien, lo sé. ¿Pero qué puedo hacer yo para evitar que eso ocurra?
Cerone: Hermanita... anoche, sin ir más lejos... anoche (Pausa. Espera en suspenso.) insinuó
usted que yo asesiné al Padre Ramírez.
Ana: Yo no insinué eso.
Cerone: Bueno... algo parecido. Pero no fui yo, e insisto: usted lo sabe. Fue el ejército do
ocupación. El mismo que sembró las calles de Ulloa de cabezas y de manos cortadas a los
resistentes... Ahora ya no están aquí porque se han ido; pero pueden volver, hermanita,
pueden volver... (La mira significativamente.) La doctrina de Cristo, es la doctrina del amor,
¿no es así? Y, dígame: si amamos a nuestros conciudadanos... si los amamos... ¿no es nuestro
deber protegerlos de la miseria, de la toma de rehenes, de los fusilamientos sumarios,
etcétera, etcétera...?
Cerone: ¡Qué pan tan bonito! (A Úrsula.) No me diga que hecho por sus manos...
Úrsula: Por las de ella.
Ana (cortando un trozo): ¿Quiere probarlo?
Cerone: Una escena casi eucarística. ¡Partir y compartir el pan! Empiezo a sospechar que
tengo un fondo místico.
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Cerone: Me siento... casi comulgando. (Come en silencio, recogido.) Su pan es excelente,
hermana. Y hacer este pan con la harina de que disponernos es una hazaña. ¡Mi esposa se
queja tanto de eso! (Pausa.) ¡Y el café! (Toma un sorbo.) ¡Qué bendición! Gracias,
hermanita. "Dad de comer al hambriento". Hermoso precepto.
Cerone (como reparando en una "gaffe" cometida con Úrsula): ¡Hermana, por favor! Su
abrigo colocado me indica que estaba por salir. Le ruego: haga lo suyo, no se sienta obligada
a hacerme los honores.
Úrsula: Sólo... iba al mercado a hacer... en fin, a comprar lo que pueda.
Cerone: El racionamiento, claro. Adelante, hermana. La hermana Ana me hará los honores...
si no tiene que ir al hospital.
Ana: Creo que no iré hoy... no me siento bien.
Cerone: Los sustos, las emociones... Adiós, hermana Úrsula...
Prácticamente la está invitando a salir. Úrsula, que no se atreve a dejar sola a Ana, recibe
de ésta una imperceptible orden de proceder.
Úrsula sale.
Cerone (confidencial): No sé por qué, siempre he sentido en usted la cabeza de esta casa. Por
eso prefiero hablar con usted a solas.
Ana (alarmada): ¿Conmigo? ¿Hablar de qué?
Cerone (regresa al tono anterior): De lo que hablábamos, hermana... Del mandamiento del
amor. ¿Está de acuerdo que sería un acto evangélico evitar tanto dolor a nuestros
conciudadanos?
Ana: Si se pudiera, claro.
Cerone (nuevamente confidencial): Se puede, hermana... se puede.
Cerone (en giro inesperado): Seguramente no va a creerme si le digo que soy un admirador
del Evangelio... Lo considero el fundamento de nuestra civilización, la muy bien llamada
occidental y cristiana. Sea o no Dios, Cristo —en mi modesta opinión—, es uno de los
grandes de la humanidad. ¿Usted que dice?
Ana: Como para mi fe, El es Dios, no puedo decirle sino eso.
Cerone: Claro... ¿Pero sabe?... Lo que yo más admiro en él es su gran creación, la Iglesia. Su
Iglesia, hermanita... (La señala.) El poder más antiguo y más inconmovible de la historia.
Ana (con cierto humor): Bueno... si hablamos de poder, el de la Iglesia se ha conmovido más
de una vez.
Cerone: Pero caído jamás. La Iglesia ha visto caer a todos los tronos, a todas las potestades. Y
ella está allí, instalada en el mundo, soberbia.
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Ana: A veces, demasiado soberbia.
Cerone (divertido): ¡No va a decirme que usted, hermanita, una religiosa, critica a la Santa
Iglesia!
Ana: Todos los cristianos somos la Iglesia, señor. Y nos criticamos con decisión. Hemos
cometido más de una barbaridad.
Silencio. Cerone mira su reloj y se pone de pie, mirando a la puerta que lleva al interior.
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Cerone: Amable casita la suya. ¿Cuántos cuartos allá?
Ana: Dos. Y la cocina y el baño.
Cerone: ¡Claro! ¿Sabe, hermanita? Cuando uno visita casas de mujeres solas, no puede evitar,
ante las puertas cerradas, preguntarse qué hay detrás. Imagínese cuando se trata de
religiosas...
Ana: Me imagino, sí.
Cerone: Y de religiosas guiadas por un obispo que participa de su misma pasión popular... Me
imagino que Monseñor debe tener tantos problemas con la misma jerarquía, como con
nosotros...
Ana: No comprendo.
Cerone: Él nos hace responsables de la muerte del padre Ramírez y de otros... incidentes...
Pero ¿qué le vamos a hacer? Más de un rebelde resultó salido de parroquias de esta diócesis...
El padre Ramírez mismo... parecía seriamente implicado. Pero como todo es cuestión de
imagen, ¿no cree?
Ana: Si no creo, ¿qué?, señor Cerone.
Cerone: La Iglesia cuida su imagen. Y nosotros la nuestra. No queremos incidentes con
Monseñor, porque la jerarquía... por una cuestión de imagen... hasta cierto punto, lo
defendería. Y nuestra imagen se vería afectada. Está de moda la imagen popular de la Iglesia.
Y nosotros tenemos que defender nuestra imagen ante el mundo. ¿Me comprende ahora?
Ana: Sí, pero...
Cerone: Quiero decir... Yo sería capaz de dejar escapar a ese rebelde si supiera por ejemplo...
es nada más que un ejemplo... que se aloja en algún lugar protegido por la Iglesia. ¿Entiende
ahora? Por no afectar nuestra imagen.
Ana: Entiendo perfectamente.
Cerone: ¡Yo, yo haría eso! Pero jamás lo diría afuera. Hay tanto bruto con ganas de hacer
méritos, por ahí. Yo, en cambio, prefiero cuidar nuestra imagen. Que ese hombre corra por
ahí... de todas maneras el rastrillo que instalé en la ciudad es tan fuerte que caería, más tarde o
más temprano. Pero evitemos los problemas con la Iglesia... Adiós, hermanita. Gracias de
nuevo por su pan y su café.
Ana le ha abierto y él sale. Luego ella viene a abrir la puerta que da al interior y se sienta
agotada por el esfuerzo. Un momento y sale Pablo.
Ana: ¿Oyó?
Pablo: Bastante.
Ana: Usted tenía razón. Es como si estuviera pidiendo que usted escapara con discreción.
Pablo: Así es.
Ana: Para cazarlo un poco más allá.
Afuera, súbitamente, ruido de varios motores que se ponen en marcha, órdenes y movimiento.
Pero es algo distinto de lo escuchado hasta ahora.
Pablo: ¿Y eso?
Ana: No sé. Demostración de fuerza, supongo.
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Ana: ¿Quién es?
Úrsula: Abre, pronto.
Un silencio pesado.
Úrsula (se da cuenta, pero quiere negarle importancia): ¿Cómo? Si lo hice, más que nada por
darle rabia a la arpía. Estaba ahí esperando y le dijo a don Braulio: "a mí véndame el paquete
de las hermanas; ellas no fuman". Y yo me di vuelta y le dije: "¿quién le dijo?". "¡Monjas
fumando!", se escandalizó ella... Ya mí me dio un placer...
Úrsula: ¿Qué pasa? Fue para darle rabia a Amanda. ¿Qué piensan? ¡No me miren así!
Ana: Ya está hecho, Úrsula. Vete ya al hospital. Ten cuidado con todo. Y por favor, dile al
padre Emilio si puede venir.
Úrsula: ¡No vas a meter al padre Emilio en esto!
Ana: No voy a meterlo en nada. Quiero confesarme. Y vete a Quiñones a buscar a Corina.
Ven mañana con ella.
Úrsula, deprimida, abre y sale. Ana pasa cadena y seguro. Se produce un instante de
silencio.
Pablo: Creo que ya no puedo esperar a esa hermana. Será mejor irme cuando sea de noche, de
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cualquier manera.
Ana (lamentando el error de Úrsula): ¡Cigarrillos! ¡Pero cómo se le pudo ocurrir!
Pablo: Quiso ser gentil conmigo.
Ana: ¿Pero usted cree?... Cerone levantó la vigilancia.
Pablo: Ahora tienen casi la prueba. A pesar de todo, por lo menos tendrían que requisar en
serio.
Ana: Cerone habló de otros... "con ganas de hacer méritos"...
Pablo: Otros... que pueden venir a buscarme. Me iré.
Ana: Tal vez no haya otra salida.
Pablo: Si se sienten demasiado provocados, a pesar de todo van a venir a buscarme.
Ana: Eso creo.
Pablo: ¿No convendría detener a su amiga? ¿Para qué irse hasta allá?
Ana: Prefiero alejarla y que no tenga nada que ver con esto. Mejor para ella, ¿no cree?
Silencio. El la mira.
Pablo: Sí, saldré esta noche. (Pausa.) Hubo un héroe bíblico que obligó a detenerse el sol,
¿no? Yo quisiera ahora poder empujarlo hacia la noche ya mismo.
Ana: El Señor ayudará, estoy segura.
Pablo: ¿De veras su fe nunca la abandona?
Ana: Compadezco de veras a los que no tienen fe. ¿Sabe qué quiere decir eso? La posibilidad
de decirse siempre: "estoy en manos de Dios; nada malo puede pasarme".
Pablo (intencionado): ¿El padre Ramírez se diría a sí mismo eso, también?
Ana: Lo conocí mucho: estoy segura.
Pablo: A pesar de eso le pasó algo muy malo.
Ana: ¿Cómo lo sabe?
Pablo: Tres tiros en la nuca.
Ana: Por dar testimonio de la justicia. No es nada mala muerte para un cristiano.
Fuertísimos golpes en la puerta. Ambos se miran, con la sensación de que van a enfrentarse
a lo definitivo.
Ana: ¡Entre!
Pablo: ¿No tiene un arma?
Ana: ¿Cómo se le ocurre?
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puerta que da al interior.)
Ana: No... ¡pero esos golpes tan fuertes!...
Amanda: ¿Supo? Bueno, habrá escuchado los motores. Se fueron. Sin embargo decían que el
tipo estaba escondido en esta cuadra. ¡Imagínese si esos malditos nos arruinan estropeando la
destilería! Pero antes que lo logren, una tiene que hacer lo que pueda contra ellos.
Sorpresivamente irrumpen los hombres armados que empujan a Ana. Esta lanza un grito.
Uno de ellos se le abalanza y la apresa. El que comanda la patrulla (el mismo que
pareciera antes en desacuerdo con Cerone), ordena señalando la puerta.
De un golpe abre la puerta y con veloz eficacia irrumpen desapareciendo hacia el interior. El
ruido de otra puerta interna que es pateada y enseguida tres disparos rápidos.
Ana (a Amanda, con horror): ¿Pero qué hacen? ¡No está armado!
Amanda: ¿Y por qué me mira a mí? ¿Yo que tengo que ver?
Y, no soportándose a sí misma, huye hacia la calle. Salen los hombres arrastrando el cuerpo
de Pablo. Lleva el pecho ensangrentado y su peso muerto cae en los brazos de los que lo
arrastran.
Se llevan a Ana. Escena vacía. La luz decrece. Sólo un rayo de luz permanece un momento
sobre el sagrario. Luego, oscuridad...
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TERCER ACTO
Cuadro primero
Se ilumina un recinto al que da acceso una reja. Hay una mesa con dos largos bancos que la
flanquean. En uno de ellos, Ana, silenciosa, con frío, que cruza los brazos para contener su
temblor.
Una mujer, con bata gris y rostro helado y feroz, la mira manteniéndose cerca de la reja.
Cada vez que las miradas de ambas se cruzan, Ana la desvía con franco desagrado. De
pronto, lejanos gritos, una orden, una descarga. Silencio. Ana se demuda: pero su mirada
interrogante nada obtiene de la vigilancia seca de su guardiana. Por fin irrumpe Cerone. La
mujer abre la reja y él entra, clavando una mirada glacial en Ana. Una seña y la mujer sale,
cerrando tras ella. Apenas ha desaparecido Cerone cambia totalmente su actitud y viene
hasta Ana con inesperada solicitud.
Cerone: ¡Hermana, hermanita! Apenas supe que estaba en dificultades, volé. ¿Cómo está,
hermana? (Ella se ha puesto de pie y él le ha tomado su mano con ambas suyas: parece
alguien que estuviese dando un efusivo pésame.) Lamento que la situación no me permita
decir "qué gusto verla", pero créame que verla es siempre un gusto para mí, con perdón de la
fea situación en que estos torpes nos han colocado... Caramba, ¡qué frío hace aquí! Usted
tendrá frío, hermanita...
Ana: Sí, estoy helada.
Cerone: ¿No ve? ¡Y cómo no! Y todo por una torpeza. Usted horas aquí detenida y yo ajeno a
todo, se lo juro hermanita, no sabía nada de esta detención. Pero en cuanto lo supe, vine
corriendo. Lo lamento, lo lamento de veras. ¿Recuerda que le dije: "mucho bruto por ahí con
ganas de hacer méritos"? ¡Ahí tiene! Un procedimiento de veras inoportuno. Si justamente
acabábamos de levantar la vigilancia. Un exceso de celo, indudablemente. Pero siéntese,
siéntese, hermana, póngase cómoda. De veras este lugar es helado. ¿Puedo sentarme,
hermana?
Ana (confundida por esa obsequiosidad.) Claro... (Él lo hace.)
Cerone: Pero por fortuna, pude encargarme yo de indagar a ese hombre... me refiero a su... al
que se metió en su casa...
Ana: ¿Indagar? ¿Pero está con vida?
Cerone: Sí... y hasta puede conservarla si contesta todas nuestras preguntas.
Ana: ¡Gracias a Dios! ¡Es increíble!
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es alguien que me envidia. ¡Imagínese! Envidiar una situación de responsabilidad como la
mía; tan dolorosa... ¡en fin!...
Silencio.
Pausa. El la mira, súbitamente serio. Pero no quiere dejarse llevar a la irritación. Se para y
se pasea golpeándose.
Cerone: ¡Pero demonios! ¡Qué frío hace aquí adentro! (Se vuelve a ella tratando de sonreír).
Hermana, yo no sé si usted tiene conciencia de su situación... Un rebelde condenado a muerte
fue encontrado en su casa. (Enseguida, como corrigiendo.) Sí, sí... afortunadamente ese
hombre... gracias a que yo exigí hacerme cargo personalmente del interrogatorio... al primer
apremio nos explicó que la amenazó de muerte para obtener protección, de modo que...
Ana (resuelta): No me amenazó.
Cerone: Otra vez la veo pálida, hermana. Claro, el frío... Esos brutos ni siquiera le dieron
tiempo a recoger un abrigo. Pero tomé la precaución de pedirle a su compañera que le traiga
algunas cosas...
Ana: ¿Úrsula? ¿Dónde está?
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Cerone: Ahí afuera, esperando para darle un abrazo y entregarle sus cositas. Por suerte ella no
estaba en casa cuando el procedimiento...
Ana: ¡Ella no sabía nada!
Cerone: Claro, claro, eso dijo... Y corno estamos tan dispuestos a comprender. ¿Para qué
complicar las cosas? Ella no sabía nada. Y usted, imagínese: ¡amenazada! Todo saldrá bien,
no se preocupe. Confíe en mí y seamos lógicos. El la amenazó y...
Ana (terca): Si dijo eso, miente para protegerme. No estaba armado.
Cerone (en su límite): Está bien, hermana, que bromeemos un poco usted y yo, pero en un
momento vendrá el escribiente a recibir su primera declaración ¡y usted no puede decir eso!
Por ahora —para eso tomé la precaución de quedarnos solos— podemos... en fin... charlar
libremente. Pero vayamos ajustando las ideas, le ruego. El la amenazó con una pistola...
Ana: No tenía arma ninguna.
Cerone: ¡Tiene gracia! "Arma ninguna". ¿No se da cuenta que si usted afirmara eso, la lógica
indicaría que habría sido usted quien le hubiera proporcionado el arma con la cual enfrentó a
la comisión que fue a detenerlo?
Ana: Abrieron y dispararon. No se fijaron si estaba armado o no. Y no lo estaba.
Cerone (por primera vez da un grito): ¡Hermana! Usted está cansada, evidentemente: ¡repito
que no disparamos contra gente desarmada!
Silencio. Ana calla, por supuesto. No alcanza a comprender lo que está pasando, aunque lo
viscoso de la situación le hace intuir algo desagradable...
Cerone (se sienta, conciliador): Caramba, hermana, perdone mi exabrupto, pero es que yo
también estoy cansado. (Se pasa el pañuelo por la cara.) ¿Ve? Fiebre debe ser. Cómo se
explica si no: ¿helado y transpirando? (Pausa.) Hermana, yo la creía a usted más... aguda, si
me permite. Supongamos que las cosas fuesen de esa manera tan... original, como usted las
describe —supongamos, nada más, ¿eh?—. ¿No le extrañaría el esfuerzo que estoy haciendo
por salvarla? ¿No queda claro que si por mí hubiese sido, este desgraciado procedimiento no
hubiera tenido lugar?... ¿No fui dos veces a su casa... en fin... a facilitarle las cosas? ¿No me
entendió ni entonces ni ahora? No puedo creer eso.
Ana: ¿Dice que quiere salvarme, señor Cerone? ¿Salvarme de qué?
Cerone: ¿Debo repetírselo? ¡Del fusilamiento! ¿No ha escuchado descargas estando aquí?
Son disposiciones inapelables del ejército de ocupación: se toma declaración al detenido y si
hay méritos suficientes, una hora después... se acabó todo. ¡Una hora! ¿Soy claro?
Ana (ingenua y asustada): Yo sólo ejercí un acto de caridad, señor Cerone.
Cerone: ¿Caridad? ¿Dijo caridad? ¡Tiene muchísima gracia! ¿Dónde dice que proteger a un
delincuente es un acto de caridad? ¡Dónde, por Dios! ¡Pero qué hermanita ésta! (Se ríe como
dando por terminada la cuestión.)
Ana: En el Evangelio.
Cerone (con sonrisa estúpida ahora): ¿Dónde dijo?
Ana (cita directamente): "Bienaventurados los que sufren persecuciones por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos".
Cerone: ¡¿Justicia?! ¡¿Dice "justicia"?! ¿Usted está afirmando que la causa de los rebeldes es
justa? No responda, hermana. ¡No complique más las cosas!... Y colabore, ¡por favor! Ya no
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sé cómo pedírselo... Si no hubo amenaza, hubo encubrimiento consciente. ¿Quiere ser
fusilada?
Ana (de veras aterrada): ¡No!
Cerone: ¡Claro que no! Ni nosotros querríamos un desenlace tan... exagerado, para una cosa
tan insignificante. Porque ya el asunto del padre Ramírez, ese desgraciadísimo accidente,
afectó nuestra imagen. Y no queremos enfrentamientos con la Iglesia, ¿me comprende? ¿A
quién beneficiaría eso sino a las fuerzas más oscuras? Pero si la Iglesia no colabora...
Comprenda que usted tiene una responsabilidad. No arrastre a su amada institución a un con-
flicto sin salida, hermanita. Ni a nosotros a perder toda posibilidad de... en fin... ¿me
comprende?
Ana: No.
Cerone: De contar por lo menos con la prescindencia de la Iglesia.
Silencio.
Cerone (se sienta, agotado, secándose la persistente transpiración): Más claro no puedo ser.
¡Qué frío insoportable, caramba!
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Largo silencio.
Cerone (se seca la transpiración): Usted me arrastra a unas claridades casi... obscenas... con
perdón de la palabra.
Silencio.
Cerone: El yugo matrimonial, el sagrado vínculo, sirve también para llamar a la guardia.
¿Qué cosa, no? (Se acerca la mujer de gris.) Consulte, hermana, ya que, como religiosa, no
puedo pedirle que piense en su marido y en sus hijos.
Ana: ¿Pero con quién?
El habla por lo bajo con la mujer quien, luego de escuchar la orden, se retira.
La mujer de gris introduce a Úrsula que trae un abrigo y un paquete deshecho que sostiene a
duras penas. Se abrazan largamente, en silencio, emocionadas, después de dejar Úrsula las
cosas sobre la mesa.
Úrsula: ¡Ana!
Ana: ¡Hermana, querida!
Cerone: ¡El afecto!... Conmovedor... Tal vez el amor... ¡Tal vez!
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Cerone: Medidas de seguridad... lo lamento. La requisa, usted sabe... Hermana Úrsula: temo
que su situación tienda a complicarse.
Ana: ¿Cómo?
Cerone: A usted, hermana Úrsula, le consta que yo estaba dispuesto a creer en su versión.
Ana: ¿Y por qué no va a creerle? Ella no estaba, ¡no sabía nada!
Cerone: Le ruego, mantengamos esto con discreción... no hace falta enterar al personal de
guardia, ¿no cree? (Pausa.) Cuando yo estuve a visitarlas, usted estaba ahí. Y es de presumir
que ya ese hombre estuviera dentro. Digo: se puede presumir. Y yo estaba dispuesto a
presumir lo contrario. Pero si la hermana Ana no colabora, usted que vino aquí como visita,
quizá deba quedarse en calidad de acusada.
Ana: ¡Usted no puede hacer eso!
Cerone: ¡Eso es lo que debo hacer! Las dejo solas, hermanitas. Y usted, hermana Ana, medirá
el alcance de su caridad.
Ana se echa a llorar, desconsolada, asustada ahora por ese exabrupto que hace desbordar
todas las defensas que ha desarrollado.
Úrsula (espantada por lo que ha hecho): Ana, Anita mía, mi hermanita querida... No, no
llores... perdóname... estoy nerviosa yo también, estoy asustada.
Ana (abrazándose a ella como una criatura a su madre): ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Úrsula: Sí, mi amor, lo entiendo: ¡te han asustado mucho!
Ana (corrigiéndola): ¡Tengo miedo por ti!
Úrsula (conteniendo su reacción): ¡Será posible!
Ana: ¿No te das cuenta? Si yo no digo lo que ellos quieren, te acusan a ti también.
Úrsula: ¿Y qué quieren que digas?
Ana: Que no tengo nada que ver: que soy inocente.
Úrsula: ¡No entiendo nada!
Ana: Quieren que acuse al muchacho de haberme amenazado con armas.
Úrsula: ¿Cómo así?
Ana: Porque entonces yo no sería su cómplice.
Úrsula: Ana, ¿eso quieren? ¿Y por qué no se lo dices?
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Ana: Porque el muchacho, según dice, confesó.
Úrsula: Pero... ¿no estaba muerto? Los vecinos me contaron que lo sacaron muerto.
Ana: Estaba malherido. Sigue vivo todavía. Y lo siguen interrogando. ¿Y tú sabes para esta
gente, qué quiere decir interrogar?
Úrsula: ¡Madre Santa! ¿Así, malherido?
Ana: Y sé también que no han podido sacarle ni su nombre, hasta ahora. Pero sí que me
amenazó. ¿Te parece creíble?
Úrsula: No suena claro.
Ana: Hay dos posibilidades. O mienten y no dijo nada pero no les importa porque no van a
dejarlo vivo. O lo torturan para protegerme.
Úrsula: ¡Por Dios! ¿Y por qué?
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Al grito se acerca la mujer de gris. Las observa y chista suavemente, como a manera de
advertencia que en su sobriedad tiene algo de feroz. Ellas se han inmovilizado. Se retira la
mujer.
Úrsula comprende: se calla, palidece. Tiene un escalofrío. Eso le recuerda el abrigo de Ana.
Se lo echa encima a su amiga.
Silencio. Las dos toman como conciencia del espanto que eso significa. Se sienten
abrumadas. Ana parece, de pronto, lomar una resolución.
Ana: No, claro... Dios no puede pedirme tanto... Algo, algo... está equivocado. Cerone tiene
razón...
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Úrsula: ¡¿Que Cerone tiene razón?! ¿En qué?
Ana: ¿Dónde está mi caridad? Si tú eres lo que más quiero en el mundo...
Úrsula: ¿De qué hablas?
Ana (artificial e insegura, se empuja a una gran seguridad): Yo, ¡claro que no!... Yo no
puedo dejar que... ¡por supuesto que no puedo!
Úrsula (alarmada): ¿Qué no puedes qué?
Ana: Dejar que te maten, tengo que decirles... sí, es eso: tengo que decirles lo que ellos
quieren que les diga.
Úrsula: ¿Cómo dices?
Ana: ¡Úrsula! Yo estoy equivocada. Van a seguir cayendo sobre este muchacho, diga yo lo
que dijere. El está condenado. Lo van a matar de todos modos. ¡Voy a decirles todo! (Corre a
la reja y grita.) ¡Señor Cerone!
Úrsula: ¡Cállate!
Ana: ¡Señor Cerone!
Úrsula: Pediste luz al Señor y yo no voy a dejar que te confundas.
La mujer se retira.
Cerone: ¡Quieta!
Cerone (se acerca lentamente a Ana): Veamos, hermana... (Señala a Úrsula.) ¿Ella dice la
verdad?
Ana: No.
Úrsula: ¡Ana!
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Cerone: ¡He pedido silencio! (Pausa.) Ella lo sabía todo...
Ana: ¡No!
Úrsula: Sí. Silencio.
Cerone: ¿Sabía qué, hermana? ¡A usted, hermana Ana! ¿Qué es lo que la hermana Úrsula
sabía? ¿Que el muchacho las amenazó de muerte? ¿Eso es lo que sabía?
La mujer arrastra a Úrsula fuera. Pero ahora las dos gritan exaltadas y como llenas de
entusiasmo.
Oscuridad.
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Cuadro segundo
Evangelio
Luz en el altar.
Monseñor anuncia persignándose:
Monseñor: Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (lee). "En aquel tiempo dijo Jesús a
sus discípulos: Miren que yo los envío como ovejas en medio de lobos. Sean, pues, prudentes
como las serpientes y sencillos como las palomas. Guárdense de los hombres porque los
entregarán a los tribunales y los azotarán... Mas cuando los entreguen no se preocupen de
cómo o qué van a hablar... Porque no serán ustedes quienes hablarán, sino el Espíritu del
Padre será quien hablará en ustedes". Es palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
Oscuridad.
Luz sobre el recinto enrejado y ahora desierto. Tiempo. Entra la mujer de gris que trae a
Ana. Demacrada y débil, se la ve ya habituada a la disciplina carcelaria, porque, aunque con
actitud ausente, lejana y claramente melancólica, espera de pie la autorización para todo
gesto. La mujer, consciente de su poder, se complace en retrasar su señal. Por fin la autoriza
con un gesto apenas perceptible y Ana se sienta, protegiéndose del frío con su abrigo.
Silencio.
Ana: ¿Para qué me traen otra vez acá? ¿Usted sabe algo? Por supuesto, la única respuesta es
el silencio. Y alguien introduce a Úrsula. Si bien se ve que ha sido menos presionada que
Ana, las huellas del miedo y del encierro también son evidentes en ella.
Úrsula: ¡Ana!
Corre y abraza a Ana. Pero ésta permanece estática. Úrsula percibe enseguida que la
atención de su compañera no está con ella.
Pausa. Ana mira a Úrsula por primera vez y con rara intensidad.
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Pausa. Ana trata de volver a la realidad que Úrsula significa; pero no le es fácil.
Ana: ¿Ella? Sólo me va a buscar y me trae. Son los gritos que... (Se calla.)
Úrsula: ¿Gritos?
Ana: ¿Tú no oyes gritos?
Úrsula: Más bien un silencio que asusta.
Ana: Dejan abierta la puerta de mi calabozo. Y yo oigo.
Úrsula (se asusta, porque empieza a darse cuenta de que su estado no es normal): ¿Qué cosa,
Ana?
Ana: Los gritos de la gente que... (Se calla.)
Úrsula: ¡Sigue!
Ana: Los torturan muy cerca mío. Y dejan abierta la puerta para que yo oiga.
Úrsula: ¡Por Dios, Ana!
Ana: Y las descargas en el patio, ¿las oyes?
Úrsula: ¿Dónde hay un patio?
Ana: Entonces, todo es conmigo. Hay una ventana alta en mi celda. Tiene rejas y da a un
patio. Yo no la alcanzo. Pero oigo. Fusilan ahí.
Úrsula: ¡Dios del Cielo!
Ana: Y lo peor son... las parodias.
Úrsula: ¿Parodias?
Ana: Todas las órdenes, los cerrojos que se alistan, pero en lugar de la última voz, la de
fuego, una carcajada. Algunos gritan pidiendo piedad, se convierten en bestias humilladas.
No sólo los torturan, los destrozan y los matan. También los denigran.
Úrsula (temerosa): No levantes la voz, ¡por favor!
Ana: ¿Dónde estaban?
Úrsula: ¿Quiénes?
Ana (por la mujer): Ella y los que torturan y los que se divierten matando y denigrando. No
nacieron de pronto, como un hongo inmundo generado por la invasión. Estaban aquí,
esperando su momento. Pero no los veíamos. ¡Son compatriotas, Úrsula!
Úrsula: Tal vez, Ana, pero escucha...
Ana: Dios quiso que yo viese y escuchase esta realidad. Este horror existía antes, pero no lo
veíamos. ¿Por qué no sabíamos que ellos existían?
Un momento de pausa y la reja se abre. Cerone, silencioso y algo hierático entra y se detiene
mirándolas. Tiempo.
La mujer regresa acompañada por el obispo: sencillo "clergy man " gris con un pectoral de
metal nada rico.
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Úrsula: ¡Monseñor!
Cerone: El pastor acude a sus ovejas. Cuánto agradezco al señor obispo que se haya dignado
acercarse a nosotros. Bien: y como soy un ferviente partidario de la separación de la Iglesia y
el Estado, los dejo: "Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".
Monseñor (resuelto y ejecutivo): Hermanas, firmen las declaraciones que ellos han preparado
y saldrán inmediatamente. La suya, Úrsula, afirma que nada sabía de todo esto, porque no
estaba en la casa cuando ese hombre...
Úrsula (defendiendo su posición): ¡Pero si yo estaba!
Monseñor (enternecido por lo que considera una ingenuidad): Ellos están dispuestos a creer
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lo contrario.
Úrsula (mirando indecisa a Ana): Si Ana acepta que el hombre la amenazó...
Monseñor (ídem): ¿Cómo si acepta? Tendrá que aceptar y firmar.
Ana: Tal vez, los gritos de ese hombre están entre los que me hacen escuchar por las noches.
Monseñor: Ana, el hombre murió esta mañana. Cerone tuvo buen cuidado de hacérmelo
saber. Y que sostuvo hasta el final que fue él quien la amenazó.
Monseñor: Ana, ¿qué es lo que pretende? Ignoro quién y cómo le dijo eso mismo. Pero es la
verdad. El hombre ha muerto y protegiéndola. Y yo voy a hacer lo mismo. Mataron al padre
Ramírez y a Pancho Aztigueta, que también eran mis amigos. Pero ustedes van a contar
conmigo quieran o no. Como este pueblo supo siempre que podía contar conmigo.
Ana: Perdóneme, Monseñor, perdóneme. Es que... (Inesperadamente, se echa a llorar, presa
de pánico.) tengo miedo, tengo miedo, Monseñor: ¡sáqueme de aquí! Quiero irme a mi casa...
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con todos ellos?
Monseñor (lleno de doloroso angustia): Hermana: puedo hacer algo por ustedes. ¿Me
propone que las deje morir porque no puedo ayudar a los demás?
Ana: ¡Úrsula! ¡A nosotras! ¡Sólo a nosotras!
Monseñor (ya está gritando en su desesperación): Me pondría yo frente al pelotón de
fusilamiento si pudiera salvar a uno solo de ellos. ¡Y usted lo sabe! Pero soy el obispo: me
guste o no, tengo que sufrir el serlo. Sencillamente ellos no aceptarían el cambio.
Ana (no puede ya detenerse): ¡Sólo a nosotras! ¡Y ni siquiera nos han tocado!
Monseñor: Ana, ¡basta! (Silencio.) Es inútil prolongar esto. Haré traer las declaraciones. ¡Les
ruego firmarlas ya! Cerone me hizo saber que el comando en jefe no le da más tiempo: firman
o... bueno, ya lo saben.
Pausa.
Monseñor: ¡Guardia! (Entra la mujer de gris.) Diga al señor Cerone que las hermanas
firmarán las declaraciones.
Monseñor: No sólo sé lo que está sintiendo, Ana. Lo comparto, además: usted lo sabe. Pero
yo también... tendría que decirles que... las quiero y las necesito... más de lo que puedo
decir...
Una pausa.
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Ana: Úrsula, nos temen, ¿te das cuenta? Porque detrás nuestro está la Iglesia. Tú y yo no
usamos hábito, pero lo tenemos marcado en la frente...
Monseñor: ¡Cállese, Ana!
Ana (no puede parar): No veíamos todo eso... porque somos las "hermanitas", como nos dice
la gente: criaturitas a quienes se quiere y se respeta, pero a quienes se debe ocultar la realidad,
demasiado terrible para nuestra inocencia. Pero Dios, en estas noches, me hizo conocer la
realidad.
Monseñor: Silencio, ¡Ana! ¡Vienen!
Cerone: ¡Monseñor! Era de imaginar que el pastor amoroso podría lograr lo que la ley y el
orden, fríos y autoritarios, no hubiesen podido. Mujeres al fin, las nobles hermanas, para bien
de este pueblo, han cedido a la dulce pasión del amor. Monseñor: mi emocionado
agradecimiento. Y el del país, al que contribuimos a ahorrar un enfrentamiento inútil y
peligroso. ¿No lo cree así?
Monseñor: No.
Cerone (totalmente descolocado): No comprendo...
Monseñor: Señor, dejemos las fórmulas. Las declaraciones, ¡por favor!
Cerone (tomando los papeles): Claro, claro... para eso estamos... Las declaraciones... a ver, a
ver... (Lee.) "Yo Úrsula Delrío, religiosa..." Sírvase, hermana Úrsula. (Le tiende declaración y
lapicera.)
Úrsula: ¿Yo? ¿Y por qué primero yo?
Monseñor: Úrsula...
Cerone: Pues... simplemente porque su declaración estaba antes. ¿Quiere dignarse firmar,
hermana?
Ana (por fin, se dirige a Úrsula): Úrsula... ¿por qué nuestra Orden decidió no usar más el
hábito?
Úrsula (tras una mirada furtiva al obispo): Para que no nos diferenciáramos de la gente.
Ana: La gente, en este lugar, muere; pero antes es torturada y denigrada.
Cerone: ¿Qué significa esto, Monseñor?
Monseñor: Ana, ¡firme eso, por favor!
Ana: Usted sabe, Monseñor, que no puede ordenarme nada contra mi conciencia.
Cerone: ¡Hermana! ¡El pelotón de fusilamiento espera! ¡Monseñor, que respete su autoridad!
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Úrsula: Ana, por lo que más quieras...
Ana: Sabe, ¿señor Cerone?... mi padre amenazó con suicidarse cuando yo me hice monja. Y
ahora, cuando voy a visitarlo, se vuelve loco porque me ve sin hábito. "¡Tengo que saber a
qué atenerme!", grita: "¿Qué eres, hija? ¿Qué es lo que eres?" Y le dan las palpitaciones y
tienen que acostarlo. Pero yo sé muy bien quién soy. Lo sé mejor que nunca. Una mujer de
pueblo. Y una religiosa.
Cerone: ¡Monseñor!
Úrsula (se abalanza sobre los papeles; la contienen): ¡Ana, no! ¡No me dejes!... ¡Déme mi
declaración! ¡Suéltenme! ¡Es mentira! ¡Rómpanla! ¡Es mentira!
Cerone: ¡Tengan a esa loca! ¡Y sáquenla de aquí! ¡Échenla a la calle! ¡Échenla!
Úrsula: Ana, no quiero vivir si tú mueres. ¡No quiero! ¡No quiero!
Oscuridad.
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Ofertorio
Luz en el altar.
Monseñor levanta al Cielo la patena con la hostia, ante Úrsula y Severa, que están de
rodillas.
Monseñor: Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo
del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos. El será para nosotros
pan de vida.
Las mujeres: Bendito seas por siempre, Señor.
Una lejana orden y una descarga. Todos se paralizan y se miran. Con dificultad, ahogado
por el llanto que reprime, Monseñor levanta el cáliz.
Monseñor: Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo
del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos. El será para nosotros
bebida de salvación.
Las mujeres (con la misma conmoción del oficiante): Bendito seas por siempre, Señor.
Monseñor: Recemos, hermanos, para que este sacrificio sea agradable a los ojos de Dios.
Úrsula: El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre,
para nuestra salvación y la de toda su Santa Iglesia.
Caracas, 1983
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