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Manifestantes enmascarados, tras una barricada improvisada durante una manifestación en

Sai Wan, el 28 de julio en Hong Kong, China. Foto: Laurel Chor/GETTY IMAGES.

MUTANTES DIGITALES

La batalla de los rostros: la resistencia en Hong Kong y el reconocimiento facial

Ante la presión autoritaria de Beijing, los ciudadanos de Hong Kong se han volcado a
las calles. Sin embargo, el control más agresivo de las autoridades no está ahí, sino en la
invisibilidad del mundo digital. Y el reconocimiento facial juega un papel crucial.

2019/08/26

POR SERGIO ROSAS ROMERO*

En las marchas, una de las formas de protesta más poderosas de las democracias, lo
que exigen los manifestantes debe ser tan importante como la manera en que lo dicen. En ese
sentido, durante cuatro meses los hongkoneses han dado un ejemplo muy valioso. Lograron
no solo organizarse masivamente –el 17 de junio dos millones de personas salieron a las
calles–, sino también llamar la atención exigiéndole más democracia al régimen de Beijing
con máscaras y sombrillas multicolores. Esto, sin embargo, tiene una razón mucho más
política que estética. Busca proteger la identidad de los manifestantes ante los lentes fisgones
de las cámaras de seguridad de la ciudad, activadas mediante una poderosa infraestructura
china de reconocimiento facial, compuesta de millones de cámaras, de bases de datos que el
Estado usa sin control ni transparencia y de un software que permite procesar la información
recolectada con fines represivos.

En las últimas semanas, más manifestantes han venido tapándose la cara y reforzando
sus proclamas. Y a pesar del riesgo de que las autoridades los identifiquen y, eventualmente,
los arresten, no han dado el brazo a torcer. ¿Qué despertó la furia de millones de hongkoneses,
capaces de enfrentarse a China, uno de los países más represivos y que más controla internet,
y a su sistema de identificación facial? ¿Y por qué el gobierno de Beijing no simplemente ha
aplastado las protestas, como lo ha hecho históricamente?

El proyecto de la discordia

Todo explotó en junio, cuando por iniciativa de la jefa de gobierno, Carrie Lam, el
concejo de Hong Kong impulsó un proyecto de ley para acordar un tratado de extradición
con China continental.

Desde 1997, cuando Reino Unido soltó las riendas coloniales, China y Hong Kong
establecieron una nueva relación bajo el principio de “un país, dos sistemas”, que le asegura
una gran autonomía a la ciudad al permitirle tener una constitución propia (The Basic Law)
y permanecer lejos de las leyes y el control del Partido Comunista chino. El proyecto de
extradición le daría a Beijing poder suficiente para exigir que personas condenadas a prisión
en Hong Kong paguen su pena en cárceles chinas y, así, resquebrajaría la autonomía de la
ciudad.

China argumenta que muchos criminales que han cometido, por ejemplo, asesinatos
o violaciones escapan a Hong Kong para recibir penas menos severas. Pero los activistas
prodemocracia de la ciudad señalan algo que consideran obvio: que el gobierno del presidente
Xi Jinping quiere usar esa grieta para perseguir a sus opositores políticos, que han encontrado
en Hong Kong un paraíso de libertad y un blindaje contra el ambiente opresivo que vive el
resto del país. La represión en China abarca incluso el uso de internet, en dimensiones que
no se conocen en países como Estados Unidos o Colombia. No solo bloquea la mayoría de
las páginas que se usan ampliamente en otras partes del mundo (Google es solo un ejemplo),
sino que también intercepta las pocas aplicaciones que la gente usa para comunicarse y así
controla contenidos y obtiene datos privados. En Hong Kong, por el contrario, esas
restricciones no existían y, por lo tanto, la libertad también alcanzaba el terreno digital.

Por eso, el temor dejó de tener que ver solamente con el proyecto de extradición, sino
que se extendió a la posibilidad de que el “leviatán chino” entrara con toda su potencia a
acabar con otras libertades. Por eso, los hongkoneses salieron a la calle. Al comienzo
protestaron pacíficamente –se organizaron incluso marchas “en familia”–, pero la violencia
rápidamente escaló. Desde entonces, la policía ha desplegado sus fuerzas antimotines, ha
usado gases lacrimógenos y ha disparado balas de goma, sin importar que haya niños y
ancianos. Esto no había ocurrido ni siquiera en las multitudinarias protestas de 2014, la
primera vez que miles de personas salieron a las calles con sombrillas.

Pero hay una diferencia más entre aquellas protestas y las de hoy: los manifestantes
de ahora no han bajado la presión, y eso ha llevado al gobierno chino a sentir desafiada su
autoridad.

En julio, Carrie Lam suspendió el proyecto de ley, pero no lo retiró del todo y dijo
que la ley “moriría en los próximos meses”, pues al estar suspendida no podría votarse en el
número de sesiones requeridas para aprobarla. Los ciudadanos, sin embargo, sabían que eso
no significaba su desaparición: en unos meses, Lam –que ha dado muestras de su cercanía
con Beijing– podría volver a proponerla. En ese caso, su aprobación sería casi segura.

Por eso, le han exigido retirar el proyecto de ley y comprometerse a nunca más
presentarlo; a garantizar transparencia en la investigación de los recientes abusos policiales;
a no estigmatizar a los manifestantes y a liberar a los detenidos. Pero ella, hoy atrincherada
en su despacho, decidió no volver a aparecer en público y ordenó desplegar a los trescientos
mil miembros de la policía de la ciudad. El diálogo desde entonces está roto.
El 12 de agosto, el aeropuerto internacional de Hong Kong, el octavo más frecuentado
del mundo, canceló todos sus vuelos cuando los manifestantes antigobiernistas, incluso con
el apoyo del personal, lo ocuparon masivamente. La escena terminó con heridos en ambos
bandos. Ese día, por primera vez en mucho tiempo, tanquetas salieron a desfilar por algunas
esquinas de la ciudad. Al cierre de esta edición, la tensión seguía aumentando.

Vigilar y castigar

En medio de la crisis, las acciones más agresivas del gobierno no se han dado por
ahora en las calles, sino en la invisibilidad del mundo digital. Conscientes de las libertades
políticas de Hong Kong, las autoridades se han cuidado de no ejercer represión abierta y
visiblemente violenta. Más bien, han acudido al control digital, que les permite actuar en
silencio, hackear cuentas, controlar celulares, interceptar comunicaciones e intimidar a la
población, sin que las cámaras de televisión lo puedan registrar, ni que pueda haber una
cruzada internacional contra la violación de derechos humanos. Así, el gobierno puede decir
que los violentos son los manifestantes y negar que ha cometido abusos de poder.

Pero los ha cometido. Si bien, como escribió Paul Mozur en un reciente reportaje
para The New York Times, las leyes de la ciudad han establecido límites para el uso de la
tecnología de reconocimiento facial, las líneas rojas parecen más borrosas con el paso de los
días. “La rápida expansión de la extensa red de cámaras y otras herramientas de seguimiento
han comenzado a incrementar sus capacidades sustancialmente”. Esto encierra una paradoja,
pues la policía de Hong Kong, por muchos años una de las más respetadas de Asia, ahora usa
los mismos métodos de seguimiento del Ejército Popular de Liberación, conocido en el
mundo entero por irrespetar los derechos humanos y emprender salvajes persecuciones a
grupos minoritarios.

Organizaciones independientes ya registran casos de ciudadanos detenidos por el solo


hecho de haber estado en una marcha. Las acusaciones se basan en las imágenes de alta
definición que las cámaras capturan, y en el trabajo de un software que compara los rasgos
definidos de las personas en esas fotografías con otras –provenientes de controles
migratorios, pero también, por ejemplo, de redes sociales– que reposan en los archivos
policiales. Al cierre de esta edición, se hablaba de setecientas detenciones en once semanas.

La presión del gobierno chino ha desatado, entonces, el juego sucio. Tal como pasa
en ciudades como Beijing o Shanghái, en Hong Kong ya algunos oficiales han salido a las
calles sin su placa policial u ocultando su número de identificación. Así pueden evitar
problemas con la justicia si llegan a acusarlos de usar la fuerza indebidamente. De este modo,
mientras millones de ojos digitales desperdigados por la ciudad los vigilan, los manifestantes,
en muchos casos, no saben quién los intimida, los persigue o los golpea.

Pero los opositores del gobierno chino no se han quedado quietos. Muchos de ellos,
además de cubrirse el rostro, usan láseres para protegerse de la vigilancia: apuntan la luz a
las cámaras y las desconfiguran. Otros más recurren a una vieja técnica: suben hasta las
cámaras y las vuelven inútiles con aerosoles de pintura. Y se defienden no solo atacando
el hardware. Para protegerse de la persecución en plataformas digitales, sobre todo al
comunicarse, han disminuido el uso de Facebook y WhatsApp (Twitter, históricamente,
nunca ha tenido muchos usuarios en Hong Kong), y se han volcado a plataformas como
LIHKG (que funciona como Reddit y que usan para comunicarse antes o durante las
manifestaciones) y aplicaciones como Signal y Telegram, que permiten el intercambio al
estilo de WhatsApp, pero bajo el blindaje de la encriptación y la autodestrucción. Solo en
julio, Telegram ganó ciento diez mil nuevos usuarios y las descargas de LIHKG se
multiplicaron por diez. Ese mismo mes apareció un “tablero” –lo que en Facebook equivale
a un grupo público– con el título “Dadfindboy”, que ha servido para publicar fotos de los
policías antimotines con su nombre y número de placa. Poco después, algunos usuarios
comenzaron a publicar fotos de hijos y cónyuges de los agentes, y crearon sondeos para
preguntar, por ejemplo, por la mejor forma de matar a un oficial. Pronto, las autoridades
emprendieron una cacería para dar con los responsables.
Sin lugar para esconderse

China es líder en el desarrollo de software de reconocimiento facial. Desde la elección


de Xi Jinping en 2013, en las ciudades han aparecido doscientos millones de cámaras y
empresas chinas vendieron cientos de miles de dispositivos a países como Ecuador y
Venezuela. En realidad, y a pesar de que estos sistemas todavía tienen un alto margen de
error (causa de posibles injusticias), se trata de una tendencia global. Los británicos cuentan
con seis millones de cámaras de vigilancia, el número más alto en el hemisferio occidental.
En Estados Unidos, en julio se conoció que la Agencia de Inmigración y Aduanas utiliza, sin
haber pasado antes por el escrutinio público, fotos de licencias de conducción para encontrar,
con la ayuda de cámaras de tránsito, a personas sin un estatus migratorio regularizado en el
país. La medida, además de irregular, era racista, pues se basaba en criterios como el color
de la piel o los rasgos faciales. Un estudio de la Universidad de Georgetown reveló hace
pocas semanas que la policía de Detroit lleva ya dos años haciendo algo similar. Los autores
tildaron la medida de “tecnorracismo”.

En un artículo para The Guardian, el filósofo e historiador israelita Yuval Noah


Harari escribió que “la combinación de tecnologías revolucionarias con ideologías
conservadoras puede llevar al ascenso de los regímenes más totalitarios de nuestra historia.
(…) En el siglo XXI podemos usar la información y la biotecnología para alcanzar el paraíso
o el infierno, dependiendo de nuestros ideales políticos”.

*Rosas es periodista de Semana y profesional en Estudios Literarios

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