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Alejandro Navarro

Cuando tenía catorce años, decidí aprender griego. Logré encontrar un curso archivado, un
programa de radio de Chipre de los ochentas, diseñado para ingleses que vivían en la isla.
No pretendía ser el curso de cursos, hacer de sus escuchas expertos en Homero; su objetivo
era simplemente educar a aquel que tuviera el interés de escuchar quince minutos diarios su
estación. Claro, la versión que encontré estaba suplementada con listas de vocabulario y
transcripciones, pero el eje sigue siendo el programa de quince minutos. El vocabulario es
el que se usa todo día: το σπίτι, το αυτοκίνητο, το τηλεφώνου. Por un largo rato, repasé las
lecciones, aprendí a escribir y leer, y escuchar a estos señores y señora eran mis tardes.
Dejé de escucharlos entrando a la prepa, pero no se me ha olvidado que, hace mucho
tiempo, llegaba de callar en la secundaria a ver cómo hablaban todas estas personas idiomas
remotísimos: el griego de Chipre de los ochentas, el inglés del Beowulf, el mohicano de
una América que ya no existe.

A estas alturas, viviendo y aprendiendo chino, regresé a estas lecciones. En realidad, nunca
olvidé el poco griego que sabía: todavía recuerdo cómo presentarme, pedir ayuda, decir que
olvidé las llaves de mi auto en mi abrigo. Incluso cuando lo dejé arrinconado, no me
abandonó. Hace poco, nos dijeron que todas las lenguas que conocemos están presentes y
activas en cada momento. De ahí las confusiones y los enredos: son todas ellas moviéndose,
llenas de vida. 

Y la razón por la cual quería aprender griego sobre latín o cualquier otra cosa es que
simplemente me gustaba cómo se escuchaba; poco antes de buscar estas lecciones, escuché
a alguien hablar en griego en internet o la televisión, poco importa. Lo que importa es que
este impulso no nació más que de amor a una lengua, literalmente. No siento que sea algo a
lo que se le da mucha importancia. Aprender un idioma porque te gusta. No hablo de los
que piden que hables una lengua útil; me refiero a los que creen que su tiempo no lo
merece. Quizás aprender los idiomas que les dicen son buenos, pero no buscar a ver cuál les
habla, su cradle tongue. El aprendizaje de un idioma se ve como un proceso que debe tener
un claro objetivo, una carrera a campo traviesa, en vez de ser una residencia permanente en
un nuevo lugar. Claro, como todo proceso de desarrollo, duele.

Creo que el nombre es el más doloroso. La incapacidad de pronunciar el nombre duele, una
amiga nota, y siempre acaba torcido. Como batallaron para pronunciar su nombre no
pueden con el mío: es demasiado largo y tiene dos sonidos poco comunes, resulta difícil
aprender un nombre nuevo de golpe. Pero mi experiencia ha sido la de curiosidad:
intercambiamos palabras y lugares, un “el rápido ferrocarril rojo corre por la tarde” para
presumir las erres y una felicitación, un saludo, en un idioma que nadie habla fuera de aquí.
Los mundos chocan, se envuelven, y dos líneas de fuga se encienden y vuelan. Los
tropiezos son compartidos, y cada uno aprende algo nuevo.

Lo más importante aquí es saber que la idea de fluidez absoluta es basura. Un marcador
completamente arbitrario que decide si hablas o no la lengua. Un hombre cree que uno sólo
merece decir que habla la lengua cuando puede leer su máximo texto: estupidez. Otra
persona dice que uno sólo es maestro de su lengua cuando la separa perfectamente de las
demás: terror a la entropía, el común denominador de la muerte. Qué son ellos para decidir:
que separen su vida en cubículos y que se mueran de inanición.
Alejandro Navarro

Y ya conozco gente presa de esto: guardando ese texto para “cuando aprenda el idioma
(nunca, en práctica, salvo un par de excepciones)”. Diciendo que tal o cual traducción es
mejor: todas son la misma traición. Los textos que queremos de todos modos son leídos y
releídos, y si vale la pena leemos otra traducción, y otra. No tenemos por qué temerle al
error: Simone Weil, Alfonso Reyes y Mishima cometieron errores, no son más que una
lectura más. E invariablemente el error acude, el mejor maestro que hay.

No veo cómo se pueden llamar 學者 con este desdén a las lenguas ajenas. Ya no tenemos
gente que habla seis o siete idiomas (los mastica, diría mi padre). Se conforman con hablar
inglés y su idioma y tener un idioma como curiosidad, algo para enseñar cuando la gente
viene a su casa en vez de realmente hacer el esfuerzo por hablarlo y no necesariamente
dominarlo (¿dominar un idioma? ¿Decimos eso de nuestra lengua materna? ¿Qué la
dominamos?) sino participar en él y permitirse entrar con otros ojos a otros mundos.

ADENDO:

Acabo de comprar un libro en una librería de viejo. Lo compré porque costaba treinta pesos y era
un libro en francés, idioma que he comenzado a retomar (que, como fiel acompañante, no me ha
abandonado a pesar del excesivo desdén que le tuve mucho tiempo). Lo que no me esperaba era
encontrarme con el esfuerzo de un griego de aprender un tercer idioma por la simple decisión de
hacerlo. El libro es Les mots étrangers de Vassilis Alexakis. Inicia como todos: «[L’Afrique]
substituait au monde etriqué que je connaissais un espace libre où tout restait a inventer, où tout
était encore posible».

Y cuando hablo de una pureza en el lenguaje, no hablo de hablarlo perfecto o de mantener


patrones lingüísticos obsoletos, hablo de cierta pureza a la que sólo podemos acercarnos al
separar al lenguaje de la realidad. Recuerdo mucho la imagen de Deleuze, hablando sobre Michel
Tournier, donde habla de una experiencia solar pura, de los elementos puros, a los que se acerca
Viernes en su recuento de Robinson Crusoe. Una especie de sombra detrás de la mente, donde
sentimos los movimientos. Este es el espacio libre donde todo es posible, y donde nada ha sido
anclado. Este movimiento es, en definitiva, una de las partes más hermosas de los idiomas, cuando
logramos separar a la palabra de su concepto y permanece lo puro, de modo que podemos volver
a aprehenderlo.

Un pequeño ejemplo, para terminar: aprendí, por vanidad más que nada, la oración de Jesús en
griego. Antes rezaba más por hábito que por volición del alma, pero recuerdo una noche nítida en
la que decidí realmente rezar esta pequeña frase. No cambió mi vida, ni me hizo un místico, pero
recuerdo una noche muy nítida donde todo comenzó a verse más claramente, y donde me parecía
que no sentía ni el aire entrar a mis pulmones. No había luz, y aún así logré navegar ese laberinto
que es la noche oscura.

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