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Texto 15.

Sentido del sufrimiento

Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que
todos suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan
de explicar este misterio desde los más diversos ángulos, en muchas
ocasiones prometiendo que de aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante
inmunes al padecimiento y libres de sufrimientos: “el sufrimiento no es real,
sino una obra de tu mente. 
 
Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un
producto de tu sueño”. Esta tremenda mentira que forma parte de una peligrosa
corriente de pseudo-espiritualidad oriental, intenta dar respuesta al sufrimiento,
negándolo, invitando a las personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que
las cosas nos afecten. ¿Alguien podría decirle la anterior frase a una mamá
que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se atrevería a decirle: “señora, ese
sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa teoría es tan
contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio
peso.
 
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que
llaman una “estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y,
en este orden de ideas, se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por
qué a nosotros que somos “tan buenos”?» Claro, parece lógico: los malos
hacen cosas malas y lo deben pagar... los buenos hacemos cosas buenas y se
nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero... ¿quiénes son los malos y
quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al lado de los
buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese
camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como
buenos nos sitúa en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la
medida de la maldad de los demás a la vez que hace gala de la propia bondad.
Seguramente comparándonos con los santos quedaríamos del lado de los
malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
 
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la
pregunta sobre el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la
sombra del misterio, pero iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente
claridad como para poderle dar un sentido.
 
¿Por qué existe el sufrimiento?
 
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento no hacía parte del plan
de Dios. Dios llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno
en el cumplimiento de su voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo
mejor para sus hijos. Sin embargo, como consecuencia de la caída de Adán
y Eva entra la muerte, “salario del pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda
clase de sufrimientos físicos y morales. A partir de ese momento la mujer da a
luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al trabajar la tierra que
ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia fratricida
que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el
hombre deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del
egoísmo (cf. Gén 11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el
sello del sufrimiento. Tales son las terribles consecuencias de la desobediencia
al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se debe entender el sufrimiento como “la
venganza” de Dios contra el hombre por haberle desobedecido; ¡no!, es
simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre por alejarse
de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por
alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado!
Así, el hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo
bueno y verdadero se alejó de él.
 
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa
miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son
comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que
nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es
“muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y
pagó por nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo? Porque aunque
Cristo nos redimió, seguimos padeciendo las consecuencias del pecado
original: «El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado
original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la
naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al
combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es
consecuencia del pecado original.
 
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de
nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando
de nuestra libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de
sufrimientos que nos evitaríamos si no pecáramos: cuántas enfermedades
físicas que son producto de los vicios simplemente no existirían, cuántos
sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre fieles, cuántas quiebras
económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos avaros, cuántas
peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz habría
en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede
afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de
conversión se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el
misterio de la libertad del hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño,
prefiere, todavía hoy, tomar el fruto prohibido creyendo más a la serpiente que
al mismo Dios.
 
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del
sufrimiento sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la
perplejidad. En efecto, vemos personas muy buenas, santas, abnegadas,
generosas, que sencillamente no paran de sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para
arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender que todo sufrimiento es
producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y por esto
hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos
tipos de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
 
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre,
sino que se deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del
hombre y de la creación. Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el
final de nuestra vida terrena. Las calamidades provocadas por terremotos,
inundaciones y otras catástrofes naturales, las epidemias, las enfermedades,
así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se denomina físico. Esto
evidentemente produce sufrimientos físicos.
 
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y
por depender de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo
moralmente malo, se dice que ha pecado. El mal moral es radicalmente
contrario a la voluntad de Dios, su autor es el hombre que ha hecho mal uso de
su libertad.
 
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir
ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin
embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un
mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae
consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la
desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con
las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el
bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado
su perfección.[2]
 
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia
su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden
desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo,
incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna
manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral.»[3] (Catecismo,
310-311).
 
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
 
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza
para resistir en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar.
Sin embargo, es siempre legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal,
siempre y cuando nuestra oración esté sometida a su Divina Voluntad: “Padre,
si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la
tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy
santamente y, no obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido
tentación superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la
tentación os proporcionará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral
determinará nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
 
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su
criatura» (Catecismo, 311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios
pidiéndole que nos libre del mal físico que es incomparablemente menor al mal
moral. Pedimos a Dios que nos libre de la enfermedad, de la catástrofe, de la
muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los males, no solamente
tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además, tendría que
evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto
la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que
evite todas las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en
el momento en que va a pecar: es el precio de la libertad.
 
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor:
 
«“Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría
jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente
poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal”[4].
 
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia
todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso
moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus
hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros
pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...]
un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal
moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios,
causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia
de su gracia (cf. Rom 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de
Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un
bien.
 
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom
8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo
que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del
hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
 
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada
puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que
nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las
Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
 
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era
preciso mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que
todas las cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán
para bien” (“Thou shalt see thyself that all manner of thing shall be
well” (Revelation 13, 32).» (Catecismo, 312-313).
 
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
 
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del
sufrimiento, sin embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos
darle un sentido al dolor. La muerte de Jesús en la cruz no es una respuesta
al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la muerte de Cristo en la cruz no
responde al desgarrado grito de dolor de la  madre que pierde a su hijo a
temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el Señor no
pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él
también: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera
solidarizarse con el dolor del ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo
sentido.
 
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la
finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y
acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de
Dios, que a precio de la pasión más cruel y de la muerte más atroz nos redime
del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre las puertas del cielo, nos
enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación
moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que
elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le
conquista para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo
significado de las palabras evangélicas que proclaman bienaventurados a los
que lloran y son perseguidos (cf. Mt 5,5.10).»[5]
 
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a
sufrir con paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en
Cristo el sufrimiento ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo
no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el
sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida
que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo. La
respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme,
ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo,
que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante
el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu
Voluntad’ y repetir con Jesús: Padre mío, si es posible, que pase de mí este
cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres tú (Mt
26,39).»[6]
 
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la
cruz de Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor.
Es como si el Padre Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de
esta manera podemos decir con san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta
a la tribulación de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col
1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de esta forma
puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
 
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres
queridos, purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con
mayor dolor en el purgatorio.
 
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas
que fue precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e
iniciar un proceso serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la
necesidad que tenemos del Señor.
 
Nos desprende de las cosas de la tierra: nos hace experimentar con mucha
fuerza que la tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
 
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que
teníamos todo bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando
su ayuda.
 
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le
invoca: “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
 
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que
padece, compadece. Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de
aliviar el dolor de los demás en la medida de sus posibilidades.
 
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable
cantidad de grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una
voluntad firme, inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades,
sino que las enfrenta con valentía.
 
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras
hacía milagros y predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz.
Es la hora de la prueba la que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro
prójimo, haciéndolo superar la fase meramente sentimental.
 
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una
manera perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa
configuración con Cristo.
 
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana
tiene tanto valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida
espiritual.
 
El dolor será vencido definitivamente
 
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia
Católica que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que
Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia
nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro
conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos
serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los
dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el
reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y
la tierra.» (Catecismo, 314).
 
 
PRÁCTICA
 
Realizar una oración ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo. En esta
oración se escribirá toda la vida agradeciendo al Señor por los momentos
bellos y pidiéndole que sane los momentos difíciles, a la vez que se ofrecerán
esos sufrimientos que se vivieron por la propia conversión.
 
 

[1] cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6. 


 
[2]  cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71.
 
[3]  cf. San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás
de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1
 
[4] San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3
 
[5] ROYO, Antonio. Dios y su obra. 1ra Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC),
1963. P. 613.
 
[6] Juan Pablo II, Mensaje a los enfermos, México, 24 de enero de 1999.
 

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