Para soportar nuestra era se necesita una teoría heroica: quizá
“escribir de uno mismo para crear un espejo en el que otras personas reconozcan su propia humanidad”, como comprobó de Montaigne la maestra Bakewell.
Cuando el escritor silencia el dolor, la belleza, la muerte, o a la
propia madre, niega interrogantes esenciales de su vida, perdiendo la oportunidad de obsequiarle al otro, su lector, momentos de coincidencia reflexiva, que se convertirán en nuestros útiles domésticos ante la soledad y el hastío.
La muerte no es lo contrario de la vida, la muerte es lo contrario
del nacimiento. La vida no tiene contrarios: es lo que es y punto. Traducido a la narrativa: el periodista y el escritor pueden nadar o chapotear en el sucio acuario de la misma sed, aunque la palabra agua no moje.
De eso trata “Claridad & Cortesía. La creación de una belleza nueva”
(2015), libro que reúne un centenar y medio de artículos de opinión, de las 689 entregas que, en su momento, encontraron cabida en un periódico de mi localidad.
Treinta años atrás, en la época de “Pandemónium”, se decía de mis
obras editadas que “más que publicar un libro, realiza un ataque y en cada nueva escaramuza literaria busca incesante entre sus armas, a las más letales, a las más conflictivas, en esta lucha sin cuartel de los poetas por decir tantas cosas que callamos” (Luis Pavía).
Cuando el artículo irrumpe a partir del acto poético, lo anecdótico
cotidiano encuentra la amabilidad del discurso, lo escrito se apropia de un estilo de “Quinta estación” (la belleza de las cosas sórdidas), como lo quería Albucius Silus, maestro latino de la gracia y la imperfección, y así construyo mi literatura en los medios: el reportaje o la reseña, a través del dato duro y el color.
Ya lo decía: si el periodismo pasa, que la literatura quede. Que la
escritura sea una virtud en sí misma.
Si al nacer uno se descubre a la vida, es seguro que el escritor se
descubra a partir de la lectura. Si como dice Facundo Cabral, escribir es una maravilla que provoca la lectura, la poesía es la anfitriona más cercana y seductora: la belleza que desnuda al lenguaje y lo arropa con la transparente aurora de las metáforas, las mismas que enamoraron a Rimbaud y que, en la primera adolescencia, me obligaron a beber los líquidos tornasoles de mi propio cráneo, alegoría fundacional del pensamiento y la realidad.
Me gusta decir que vengo de la alegría de vagar y, sobre todo, de
dar la vuelta al día en ochenta mundos, como lo recomendaba Cortázar. De joven viajé mucho y eso le ofreció carácter a mi literatura: mochila al hombro y en el camino; o como coordinador de programas culturales (SEP), lo que me permitió estar cerca de intelectuales que se devoraron las extensiones del planeta: Eduardo Galeano, Texeiro, Facundo Cabral, Juan Gelman, Efraín Bartolomé, Alberto Manguel, Martín Caparrós y un largo y añorante etcétera.
Si alguien se pregunta si viajando, leyendo o escribiendo libros
como “Claridad & Cortesía” se logra el poder de decidir qué hacer el resto de la vida, diré que sí. Y no tanto decidir, sino discernir lo bueno de lo malo, lo útil de lo innecesario, y así, tal como lo proclamaba Sócrates, actuar en consecuencia.
Luego sentenciaré, como otros animales en extinción, que los bello