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ICANH revista de historia colonial latinoamericana Bogotá

colombia
E n e ro - j u n i o 2011

Volumen 16-1 2011


María José Afanador Llach:
Nombrar y representar: escritura y naturaleza
en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552
Andrés Castro Roldán:
El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca
Guadalupe Pinzón Ríos:
William Dampier en el Mar del Sur. Mapas y diarios de viaje ingleses
en el reconocimiento del Pacífico novohispano (siglo XVIII)
Armando Hernández Souvervielle :
La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).
Un discurso barroco del poder a través de la Iconología de Ripa
María Teresa Aedo Fuentes:
La ambivalencia del discurso inquisitorial:
el proceso de Francisco Maldonado de Silva (Chile, siglo XVII)
Flávio dos Santos Gomes:
Africanos, tráfico atlántico y cimarrones en las fronteras
entre la Guyana Francesa y la América portuguesa, siglo XVIII
José Eduardo Rueda Enciso:
Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare (Virreinato del Nuevo
Reino de Granada). El caso del adelantado Juan Francisco Parales, 1795-1806
Francisco Luis Jiménez Abollado
y Verenice Cipatli Ramírez Calva:
Conflictos por el agua en Tepetitlán
(Hidalgo, México), siglo XVIII

Tarifa postal reducida No. 2011-502 4-72


La Red Postal de Colombia, vence el 31 de diciembre de 2011 ISSN 2027-4688
r Volumen 16-1 2011

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FRONTERAS
HISTORIA
r
de la

revista de historia colonial latinoamericana

Enero-junio 2011

ISSN 2027-4688
r Volumen 16-1 2011

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Editor Director General (e)
Jorge Augusto Gamboa Mendoza Carlo Emilio Piazzini
Instituto Colombiano de Antropología e Historia (icanh)
Coordinador del Grupo de Historia
Comité Editorial Guillermo Sosa Abella
Diana Bonnett (Universidad de los Andes, Colombia)
Responsable del Área de Publicaciones
Jaime Borja (Universidad de los Andes, Colombia)
Mabel Paola López Jerez
Steinar Sæther (Universidad de Oslo, Noruega)
Guillermo Sosa (Instituto Colombiano Corrección de estilo
de Antropología e Historia) Gustavo Patiño Díaz

Comité Asesor de esta edición Diseño y diagramación


Alejandro Agüero (Universidad Nacional de Córdoba, Claudia Margarita Vélez G.
Argentina), Fernando Arrigo Amadori (Universidad
Complutense de Madrid), Marcelo de Assis Ilustración de cubierta
(Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil), María Elena Martín de la Cruz. The Badianus Manuscript (Codex
Barral (Universidad Nacional de Luján, Argentina), Barberini, Latin 241). Vatican Library; an Aztec Herbal
Sergio Eduardo Carrera Quezada (Universidad Autónoma of 1552. Ed. Emily Walcott Emmart. Baltimore:
Nacional de México), Julio Djenderedjian (Universidad The Johns Hopkins University Press, 1940. Plate 68.
de Buenos Aires, Argentina), Antonio Escobar (Ciesas,
México), Margarita Gascón (Conicet, Argentina), Nicole von La revista Fronteras de la Historia está incluida en los siguientes
Germeten (Oregon State University, Estados Unidos), catálogos, directorios especializados y sistemas de indexación
Alicia Gojman Goldberg (Universidad Autónoma y resumen (Sires):
de México), Silvia Hamui Sutton (Universidad Nacional
Autónoma de México), Francisco Javier Herrera García i Citas Latinoamericanas en Ciencias Sociales
y Humanidades, Universidad Nacional Autónoma
(Universidad de Sevilla, España), Íngrid de Jong de México (Clase).
(Universidad de Buenos Aires, Argentina), Gloria Kok i Hispanic American Periodicals Index (HAPI).
(Universidad de São Paulo, Brasil), José Luis Martínez
i Historical Abstracts (HA).
(Universidad de Chile), Carlos Ruiz Medrano (El Colegio
i Índice Bibliográfico Nacional-Publindex
de San Luis, México), Lidia R. Nacuzzi (Universidad
(IBN-Publindex) de Colciencias (Colombia),
de Buenos Aires, Argentina), Héctor Noejovich (Pontificia en categoría B.
Universidad Católica del Perú), María Dolores Palomo Infante i International Bibliography of the Social Sciences (IBSS).
(Ciesas-Sureste, México), Silvia Ratto (Conicet, Argentina),
i Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe,
Jane M. Rausch (University of Massachusetts-Amherst, España y Portugal (Redalyc), de la Universidad Autónoma
Estados Unidos), Francisco Roque de Oliveira (Universidad del Estado de Mexico.
de Lisboa, Portugal), Renán Silva (Universidad de los Andes, i Sistema regional de información en línea para revistas
Colombia), Daniela Traffano (Ciesas-Pacífico Sur, México), científicas de América Latina, el Caribe, España
Laura Vargas Murcia (Museo de Arte Colonial, Colombia), y Portugal (Latindex).
Alejandra Vega (Universidad de Chile), Julio i Sociological Abstracts (SA).
Esteban Vezub (Conicet, Argentina).

Asistente editorial La revista Fronteras de la Historia es una publicación semestral editada


por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH)
Edna Cardozo y su objetivo es difundir los resultados de investigaciones recientes
en historia colonial latinoamericana y reflexiones teóricas y
© Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2011 metodológicas sobre el pasado. Aunque su eje temático es la historia
Calle 12 No. 2-41 del período colonial, la revista está abierta a las discusiones que articulen
Bogotá, Colombia esta época con problemáticas de los siglos XIX y XX desde una perspectiva
Teléfonos (571) 561 9400 y 561 9500, exts. 119 y 120. transdisciplinar. Se autoriza la reproducción sin ánimo de lucro
de los materiales, citando la fuente.
Fax (571) 561 9500, ext. 144
Correo electrónico: fronterasdelahistoria@gmail.com
Impreso por

r
Página web: http://www.icanh.gov.co/frhisto.htm Imprenta Nacional de Colombia
ISSN: 2027-4688 Bogotá, diagonal 22B No. 67-70

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Volumen 16-1 C ontenido
A u t o r e s 7
Artículos
María José Afanador Llach: Nombrar y representar: escritura y naturaleza 13
en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552
Andrés Castro Roldán: El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca 42
Guadalupe Pinzón Ríos: William Dampier en el Mar del Sur. Mapas y diarios de 74
viaje ingleses en el reconocimiento del Pacífico novohispano (siglo XVIII)
Armando Hernández SouBeRVIELLE: La jura de la Constitución de Cádiz 102
en San Luis Potosí (1813). Un discurso barroco del poder a través de
la Iconología de Ripa
María Teresa Aedo Fuentes: La ambivalencia del discurso inquisitorial: el 135
proceso de Francisco Maldonado de Silva (Chile, siglo XVII)
Flávio dos Santos Gomes: Africanos, tráfico atlántico y cimarrones en las 152
fronteras entre la Guyana Francesa y la América portuguesa, siglo XVIII
José Eduardo Rueda Enciso: Alianza y conflicto interracial en los Llanos 176
de Casanare (Virreinato del Nuevo Reino de Granada). El caso del
adelantado Juan Francisco Parales, 1795-1806
Francisco Luis Jiménez Abollado y Verenice Cipatli Ramírez Calva: 209
Conflictos por el agua en Tepetitlán (Hidalgo, México), siglo XVIII

Reseñas
Marina Caffiero. La fabrique d’un saint à l’époque des Lumières [La politica della 241
santità. Nascita di un culto nell’età dei Lumi, 1996]. París: Éhéss, 2006. 223 pp.
Por Renán Silva.
Heraclio Bonilla, ed. Indios, negros y mestizos en la Independencia. Bogotá: 249
Planeta; Universidad Nacional de Colombia, 2010. 340 pp. Por Robinson
Salazar Carreño.
Ascensión y Miguel León-Portilla. Las primeras gramáticas del Nuevo Mundo. 254
México: Fondo de Cultura Económica, 2009. 152 pp. Por Renán Silva.
Ana María Lorandi. Poder central, poder local. Funcionarios borbónicos en el Tucu- 261
mán colonial. Un estudio de antropología política. Buenos Aires: Prometeo
Libros, 2008. 230 pp. Por María Victoria Márquez.
Adriana Rocher Salas. La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en Cam- 267
peche, siglo XVIII. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,
2010. 470 pp. Por Rodolfo Aguirre.
Información para el envío de manuscritos y suscripciones 275

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Volume 16-1 / 2011 C ontent

A u t h o r s 7
Articles
María José Afanador Llach: To Name and Represent: Writing and Nature 13
in the Códice de la Cruz-Badiano, 1552
Andrés Castro Roldán: El Orinoco ilustrado in the Eighteenth Century Europe 42
Guadalupe Pinzón Ríos: William Dampier in the South Sea. English Maps and 74
Diaries in the New Spain’s Pacific Coast Expeditions (18th. Century)
Armando Hernández SouBERVIELLE: Cadiz Constitution Swearing in San 102
Luis Potosí (1813). A Baroque Speech About the Power through
Ripa’s Iconología
María Teresa Aedo Fuentes: The Inquisition Speech’s Ambivalence: The 135
Process of Francisco Maldonado de Silva (Chile, 17th. Century)
Flávio dos Santos Gomes: Africans, Atlantic Traffic and cimarrones in the Bor- 152
der Between French Guiana and the Portuguese America, 18th. Century
José Eduardo Rueda Enciso: Alliance and Interracial Struggle in los Llanos 176
of Casanare (Viceroyalty on New Kingdom of Granada). The Adelan-
tado Juan Francisco Parales’s Case, 1795-1806
Francisco Luis Jiménez Abollado y Verenice Cipatli Ramírez Calva: 209
Conflicts for Water in Tepetitlán (Hidalgo, México), 18th. Century
Reviews
Marina Caffiero. La fabrique d’un saint à l’époque de lumières [la politica della san-
tità. Nascita di un culto nell’età dei lumi, 1996]. París: Editions de l’Ehess,
241
2006. 223 pp. By Renán Silva.
Heraclio Bonilla, ed. Indios, negros y mestizos en la Independencia. Bogotá:
Grupo Editorial Planeta S.A. y Facultad de Ciencias Humanas, Uni- 249
versidad Nacional de Colombia-Bogotá, 2010. 340 pp. By Robinson
Salazar Carreño.
Ascensión y Miguel León-Portilla. Las primeras gramáticas del Nuevo Mun- 254

A
do. México: Fondo de Cultura Económica, 2009. 152 pp. By Renán Silva.
Ana María Lorandi. Poder central, poder local. Funcionarios borbónicos en el tucu- 261
mán colonial. Un estudio de antropología política. Buenos Aires: Prometeo
Libros, 2008. 230 pp. By María Victoria Márquez.
Adriana Rocher Salas. La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en cam- 267
peche, siglo XVIII. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,
2010. 470 pp. By Rodolfo Aguirre.
information on subscriptions and on submitting manuscripts 275

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Autores
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Autores

Vol. 16-1 / 2011 r pp. 7-10 r F ronteras de la Historia


M aría Teresa A edo F uentes
Es magíster en artes con mención en literaturas hispánicas, y doctora
en literatura latinoamericana por el Departamento de Español de la
Facultad de Humanidades y Arte de la Universidad de Concepción,
Chile. Actualmente se desempeña como directora del Programa
Multidisciplinario de Estudios de Género (Promeg) de la Universi-
dad de Concepción. Sus intereses investigativos se han centrado en
el estudio de la literatura latinoamericana; especialmente, el período
colonial y los estudios de género. Ha publicado, entre otros: “El Inqui-
sidor mayor o historia de unos amores (1852) de Manuel Bilbao. Los
plenos derechos de la invención”, en Crítica y creatividad. Acercamien-
tos a la literatura chilena y latinoamericana (2007) y “El pirata del Huayas
(1855) de Manuel Bilbao: Panópticos en América Latina”, en el marco 7
del Proyecto Bicentenario Universidad de Alicante-Universidad de

i
Concepción, actualmente en prensa.

M aría J osé A fanador L lach


Es politóloga de la Universidad de los Andes, Colombia (2004) e historia-
dora de la misma institución (2005), con el trabajo titulado “Historia
natural y política: reflexiones en torno a la ciencia ilustrada en las dos
primeras décadas del siglo XIX a través de la obra de Jorge Tadeo
Lozano”. Es candidata al doctorado en historia por la Universidad
de Texas, Austin, donde hizo su maestría en historia con el trabajo
titulado: “The Unmaking of Empire: Nature and Politics in the Early
Colombian Imagination, 1808-1821”. Sus trabajos se enfocan en el
estudio de la historia del mundo Atlántico, la historia natural y la his-
toria de las representaciones de la naturaleza; además, en investiga-
ciones relacionadas con el período independentista y el surgimiento
de las identidades. Entre sus publicaciones se encuentran: “Historia
natural y política: reflexiones sobre la ciencia ilustrada de comienzos
del siglo XIX a través de la obra de Jorge Tadeo Lozano”, en Historia
Crítica 34 (2007), y “La obra de Jorge Tadeo Lozano: apuntes sobre
la ciencia ilustrada y los inicios del proceso de Independencia”,
Documento ceso 108 (2006).

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Autores
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 7-10 r F ronteras de la Historia

A ndrés C astro R oldán


Es abogado de la Universidad de los Andes (Colombia) y licenciado en fi-
lología española de la Universidad de Nantes (Francia), con posgrado
en estudios culturales; además, es doctor en estudios latinoamerica-
nos de la Universidad de París III, con una tesis sobre misiones jesui-
tas en la Orinoquía. En la actualidad se desempeña como profesor
de la Universidad de Nantes y es miembro del Instituto Francés de
las Américas (IDA) y del Centro de Investigaciones sobre los Conflic-
tos de Interpretación (Cerci) de la Universidad de Nantes. Su interés
investigativo se centra en los procesos de producción, circulación y
recepción de escritos de los siglos XVI a XVIII entre la América espa-
ñola y Europa.
8 F lávio dos S antos G omes
i

Es profesor del Departamento de Historia y del Programa de Posgrados


en Arqueología de la Universidad Federal de Río de Janeiro (Brasil).
Ha realizado estudios comparativos sobre cultura material de la escla-
vitud en las Américas. En 2006 su libro A hidra e os pântanos. Quilombos
e mocambos no Brasil, secs. XVII-XIX recibió el premio mención ho-
norífica de Casa de las Américas, en la categoría de ensayo histórico.
Ha publicado libros, recopilaciones y artículos en periódicos sobre
temas relacionados con la esclavitud, la Amazonía, las fronteras y el
campesinado afrodescendiente. En 2009 obtuvo la beca John Simon
Guggenheim Foundation. Está vinculado al Laboratorio de Antropo-
logía e Historia (LAH) del Museo Nacional de la Universidad Federal
de Río de Janeiro.

A rmando H ernández S
Es doctor en humanidades y artes de la Universidad Autónoma de Zacate-
cas (México). En la actualidad se desempeña como profesor investi-
gador del Departamento de Historia de El Colegio de San Luis, México.
Entre sus obras están: Nuestra Señora de Loreto de San Luis Potosí (2009);
“El diseño de las nuevas casas reales de San Luis Potosí. Entre lo
barroco y lo académico”, en Fronteras de la Historia 13.2 (2008); “Plata

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Autores

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novohispana en la Basílica de San Juan de Dios de Granada”, en Afe-
hc 35 (2008); “Imágenes de fe en un pueblo de frontera”, en Semi-
nario de Historia Mexicana 3.8 (2007); y “La iconografía perdida del
Sagrario”, en Universitarios Potosinos 12 (2005). Ha colaborado como
investigador con el Museo Nacional del Prado en la realización de
El legado Ramón Errazu (2005). Sus áreas de investigación son la his-
toria del arte y la arquitectura en San Luis Potosí.

F rancisco L uis J iménez A bollado


Es doctor en historia de la Universidad de Sevilla. Así mismo, es miembro
del Sistema Nacional de Investigadores (SNI-Conacyt). Desde 2002
es profesor investigador de tiempo completo en el área académica de
Historia y Antropología de la Universidad Autónoma del Estado 9
de Hidalgo (México), donde realiza investigaciones centradas en el

i
México virreinal. Sus últimas publicaciones son: “Reducción de in-
dios infieles en la Montaña del Chol: la expedición del Sargento Ma-
yor Miguel Rodríguez Camilo en 1699”, en Estudios de Cultura Maya
(2010); Aspiraciones señoriales: encomenderos y caciques indígenas al norte
del valle de México, siglo XVI (2009), como editor; y junto con Verenice
C. Ramírez Calva, como editores, publicó Historia colonial en el Esta-
do de Hidalgo (2009).
G uadalupe P inzón R íos
Es doctora en historia de la Universidad Nacional Autónoma de México,
donde se desempeña como profesora. Sus proyectos de investigación
están enfocados en el Pacífico novohispano; específicamente, en las
políticas defensivas y el desarrollo portuario durante el siglo XVIII. En-
tre sus publicaciones más recientes se encuentran: “En pos de nuevos
botines. Expediciones inglesas en el Pacífico novohispano (1680-1763)”,
en Estudios de Historia Novohispana 44 (2011); “Francisco de la Bodega y
Cuadra y los mapas de Acapulco, Paita y Callao (1777-1789)”, en Mapas
de metade do mundo. A cartografia e a construção territorial dos espaços ame-
ricanos: séculos XVI a XIX / Mapas de la mitad del mundo. La cartografía
y la construcción territorial de los espacios americanos: siglos XVI al XIX

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Autores
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 7-10 r F ronteras de la Historia

(2010); y “Apertura comercial entre los puertos peruanos y San Blas.


La propuesta del visitador Antonio de Areche en el pensamiento
económico español (1779-1789)”, en Historia del pensamiento económico:
testimonios, proyectos y polémicas (2009).

Verenice C ipatli R amírez C alva


Es licenciada en etnohistoria de la Escuela Nacional de Antropología e
Historia, de México. Es también maestra y doctora en antropología
social del Colegio de Michoacán, México. Desde 2005 se desempeña
como profesora investigadora en el área académica de Historia y
Antropología de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo,
México. Imparte diversas cátedras en las licenciaturas de historia
10 de México y antropología social. Sus principales líneas de investiga-
ción son: nobleza indígena, comercio indígena, uso y control del agua
i

durante el período novohispano. Sus publicaciones más recientes


son: Historia colonial en el Estado de Hidalgo (2009), en coedición
con Francisco Luis Jiménez Abollado; “¿Cacicazgo o tlatocayotl?
Historia prehispánica de un mayorazgo colonial”, en Aspiraciones
señoriales: encomenderos y caciques indígenas al norte del valle de México,
siglo XVI (2009).

J osé E duardo R ueda E nciso


Es antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia (1984) y ma-
gíster en historia andina de la Universidad del Valle (1991). Se ha
desempeñado como profesor titular de la Escuela Superior de Ad-
ministración Pública (ESAP) y como coordinador del grupo de in-
vestigación histórica sobre problemática pública “Radicales y ultra-
montanos”. Entre sus más recientes publicaciones se encuentran: en

A
coautoría con Elías Gómez Contreras, La república liberal decimonó-
nica en Cundinamarca 1849-1886 (2010); y “Jorge Isaacs y Juan Friede,
pioneros de la modernidad colombiana”, en Los judíos en Colombia.
Una aproximación histórica (2011). También publicó, con el icanh,
la obra Juan Friede 1901-1990: vida y obra de un caballero andante en el
trópico (2008).

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Artículos
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N
ombrar y representar :
escritura y naturaleza en el C ódice
de la C ruz -B adiano , 1552

María José Afanador Llach


Universidad de Texas, Austin, Estados Unidos
mjafanador@mail.utexas.edu

R esumen

r
El presente estudio del Códice de la Cruz-Badiano busca recontextualizar este documen-
to como un lugar de encuentro entre diferentes sistemas de escritura y conocimiento.
El análisis de la relación entre la tradición pictográfica-glífica y la alfabética es una forma
de aproximarse a las interacciones culturales entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo,
y de obtener información sobre historia natural que no se encuentra en los textos en
latín dentro de códice. Este es evidencia de un proceso por el cual diferentes sistemas
de conocimiento y expresión coexistieron durante la postconquista. El concepto de
hibridación se utiliza para iluminar los procesos de interacción cultural presentes en
este artefacto colonial del siglo XVI, para así alejarse de ideas recurrentes de contami-
nación o imposición cultural.

P alabras clave: Códice de la Cruz-Badiano, escritura, naturaleza, Nueva España,


siglo XVI.

A bstract
r
The present study of the Codice de la Cruz-Badiano recontextualizes this document as
a place of encounter between different writing systems and knowledge. The analysis
of the relation between the pictographic-glyphic and alphabetical traditions is a way
to approach the cultural interactions between the Old and the New World and to
provide information about natural history that was not present in the texts in Latin.
The codex is evidence of a complex process by which different knowledge and ex-
pression systems coexisted during the post conquest period. The concept of hibridity
is useful to illuminate the processes of cultural interaction present in this colonial arti-
fact of the 16th century, stepping away from recurrent ideas of cultural contamination
or imposition.

Keywords: Códice de la Cruz-Badiano, writing, nature, New Spain, 16th century.

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María José Afanador Llach
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 13-41 r F ronteras de la Historia

Cuando el maestro di camera del papa Cassiano dal Pozzo regresó de Espa-
ña en 1626 trajo consigo unos manuscritos mexicanos de historia natural1.
Después de visitar en Madrid los jardines de Diego Cortavila y Sanabria,
dal Pozzo, boticario del rey Felipe IV, encontró el Libellus de medicinali-
bus Indorum herbis, un “manuscrito maravilloso”, con ilustraciones de más
de 180 plantas con sus nombres en náhuatl y una descripción en latín de
sus usos medicinales (Freedberg 62). Dal Pozo hizo una copia del Libellus,
mientras que el original fue vendido al cardenal Francesco Barberini, quien
lo guardó en la Biblioteca Barberini, la cual, a su vez, más tarde pasó a ser
parte de la Biblioteca del Vaticano. Este artículo se interesa, precisamente,
en el Libellus de medicinalibus Indorum herbis, o Códice de la Cruz-Badiano,
manuscrito producido en 1552 por el médico indígena Martín de la Cruz y
14 traducido al latín por el traductor nahua Juan Badiano2.
i

Durante el siglo XVI México puede describirse como un lugar de con-


tacto intercultural y de diálogo entre indígenas y colonizadores españoles.
Los textos coloniales y los códices evidencian los procesos de adaptación

1 r
Dentro de los manuscritos que Cassiano encontró se encuentran los tratados sobre plantas,
animales y minerales mexicanos del naturalista español y médico de la corte Francisco Her-
nández, producidos entre 1571 y 1578. Al no estar bien organizados, Felipe II decidió hacer algo
al respecto y acudió a su siguiente médico personal para resolver el problema. Nardo Antonio
Recchi, designado en 1582 como el médico del rey, fue encargado de tomar bajo su cuidado
el cultivo de plantas medicinales y de revisar los trabajos de Hernández para ponerlos en
orden. Los miembros de la Academia Linceana en Italia estaban trabajando sobre el llamado
“Tesoro Mexicano” cuando Cassiano llevó consigo las transcripciones de Hernández y otras
cosas relevantes, como el Libellus (Freedberg 246).

2 En 1552 el hijo del virrey, Francisco de Mendoza, envió el manuscrito en latín a España, donde
permaneció, presumiblemente, hasta finales del siglo XVII, cuando fue adquirido por Diego
de Cortavila y Sanabria, boticario real de Felipe IV. El siguiente destino del Libellus fue la bi-
blioteca del cardenal italiano Francesco Barberini, donde permaneció hasta 1902, cuando
esta pasó a ser parte de la Biblioteca del Vaticano. Fue redescubierto en 1929 por el profesor
Charles Upson Clark. Finalmente, en 1991 el papa Juan Pablo II devolvió el Libellus a México
y ahora hace parte de la biblioteca del Instituto Nacional de Antropología e Historia de la
Ciudad de México. La copia del siglo XVII, que fue hecha en 1626 por Cassiano dal Pozzo,
el secretario del cardenal Barberini, ahora se encuentra en la Royal Library, en Windsor (La
Cruz, The Badianus).

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Nombrar y representar: escritura y naturaleza en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552

Vol. 16-1 / 2011 r pp. 13-41 r F ronteras de la Historia


por los que los indígenas estaban pasando. Estos textos revelan, además, que
en dicho proceso los indígenas no se hallaban, simplemente, sumando nue-
vas características a su propio repertorio cultural, sino que, además, estaban
reinterpretando esas características para hacerlas consistentes con modelos
culturales preexistentes (Burkhart 6). El artículo propone hacer una lectura
del códice como una forma, de expresión de lo nahua en un contexto de
fuerte influencia europea y como un mecanismo para lidiar con una reali-
dad cambiante. De esta forma las motivaciones de los autores indígenas al
producir este herbario y sus contenidos se describen mejor dentro del mar-
co de los procesos de hibridación que tuvieron lugar en México durante la
temprana Colonia3.
A partir de la publicación en facsímil del Códice de la Cruz-Badiano
en 1940 la gran mayoría de los investigadores se han concentrado en estu- 15

i
diar el grado en el cual este se halla “contaminado” por influencias europeas,
o en encontrar qué está médica o botánicamente correcto en el herbario4.
Autores como Ortiz de Montellano, López Austin y Jill Furst niegan la
validez del Códice de la Cruz-Badiano como una fuente de información
indígena sobre medicina. Sin embargo, en la más reciente evaluación del
mismo, Millie Gimmel establece que el herbario es un ejemplo de “bicul-
turalidad”, porque tiene características tanto de la cultura europea como
de la cultura nahua (“Hacia” 277).

3 rLa hibridación es un concepto que incluye tanto las acciones para acomodarse a las deman-
das de la sociedad colonial como los efectos materiales de esas acciones, por lo cual resul-
ta ser una respuesta orgánica por parte de grupos e individuos a un ambiente cambiante
(Graubart 19-20).

4 La mayoría de los autores que han trabajado sobre el códice se han concentrado en hallar
varios vacíos de información sobre las circunstancias en las que se originó el manuscrito,
y han intentado completar el rompecabezas que rodea la producción del herbario. Como la
única información disponible sobre los autores se encuentra en la fuente, hay ciertos detalles
que son desconocidos. Por ejemplo, supuestamente, Martín de la Cruz no hacía parte del
Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, pero fue comisionado para prestar su conocimiento
sobre remedios y plantas usadas por los nahuas para curar diversas enfermedades del cuerpo
y del alma (Emmart; Hassig; A. López; Ortiz, Aztec; “Una clasificación”; Somolinos).

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María José Afanador Llach
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 13-41 r F ronteras de la Historia

Uno de los grandes retos al estudiar documentos del México colonial


es descubrir lo que escribir significó en la restructuración y en la altera-
ción de la visión del mundo de los nahuas (Gruzinski, The Conquest 2). Las
fuentes nahuas de la postconquista no pueden disociarse ni de los sis-
temas de escritura —alfabética, pictográfica, etc. — y las visiones indíge-
nas o europeas, ni de las circunstancias y debates coloniales. El Códice de
la Cruz-Badiano es considerado la primera exploración de la naturaleza
mexicana en forma visual jamás producida en el Nuevo Mundo. Desen-
trañar los procesos de hibridación o de mestizaje cultural5 a través del
análisis de los diferentes sistemas de conocimiento y escritura en el códice
es una tarea compleja, que requiere alejarse del paradigma de la contami-
nación cultural6.
16 En su estudio sobre los códices de la postconquista, Serge Gruzinski
i

sostiene que la supremacía de la escritura europea y la erosión y el pro-


gresivo abandono del sistema pictográfico tuvieron lugar durante el proce-
so de fortalecimiento y estabilización de la presencia europea en México,
durante la segunda mitad del siglo XVI (The Conquest 35). Tomando el
caso del Códice de la Cruz Badiano, este artículo mostrará que, en vez
de un desplazamiento o imposición de un modo de expresión sobre
el otro, existe un proceso complejo por el cual diferentes sistemas de
conocimiento y modos de expresión coexistieron, de tal forma que las
fronteras entre el uno y el otro se desdibujan. De esta forma el artícu-
lo invita a repensar las dicotomías europeo-no europeo, las cuales, más

5 r
J. M. López Piñero utiliza el término “mestizaje cultural” para describir las características
principales de la medicina en Nueva España durante el siglo XVI. Este mestizaje consistió en
la confluencia del galenismo que tenía lugar en Europa con la medicina amerindia (Fresquet
y López 17).

6 El estudio de los nahuas durante el período colonial se ha referido, en la mayoría de los casos,
al análisis de las evidencias coloniales del pasado prehispánico. Tales investigaciones han sido
dominadas por la arqueología y la antropología física, lingüística y cultural. A partir de esta
literatura surge la idea de una contaminación cultural en las fuentes nahuas, que parecen tener
demasiada influencia europea, lo que oscurecería la cultura nahua pura (Aguirre; Horcasitas;
Ortiz, Medicina).

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Nombrar y representar: escritura y naturaleza en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552

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que contribuir a esclarecer la complejidad de los procesos de interacción
cultural de la temprana colonia, oscurecen un análisis más matizado
del contacto y de la producción de textos coloniales.

rEl contexto de producción:


educando a la nobleza indígena

El fraile franciscano Bernandino de Sahagún fundó el Real Colegio de San-


ta Cruz de Tlatelolco en 1536, como un lugar para educar a los hijos de
la nobleza indígena. Su objetivo principal era introducir a los aborígenes
al sacerdocio. Aprendían a leer y escribir en náhuatl, en castellano y en
latín, además de lecciones de filosofía, lógica, aritmética, geometría,
17

i
astronomía, música y medicina nativa (La Cruz, The Badianus 18). La
administración colonial buscaba educar a los indios nobles para servir
como intermediarios lingüísticos y culturales, y así facilitar el proceso
de evangelización.
La temprana Colonia fue testigo de tensiones en torno a las políticas
hacia los nativos. Los franciscanos buscaban la supresión del sistema de
encomienda, liberar a los indios de todas las formas de servidumbre y ad-
ministrar el Colegio de Santa Cruz (Zurita 10). Con la certeza de que estos
eran una de las diez tribus perdidas de Israel, los franciscanos de Nueva
España concebían a los aztecas como personas racionales e inteligentes,
cuyas hazañas culturales igualaban aquellas de los griegos y los romanos7.

7 rDesde el siglo XVI varios autores creyeron que los nativos de América eran una de las diez tri-
bus perdidas de Israel. Dos de las concepciones más comunes sobre los habitantes del Nuevo
Mundo entre los conquistadores fueron las siguientes: que los indios eran adictos a la desocu-
pación y el vicio, características que se podían corregir a través de la conversión y la acepta-
ción de la fe cristiana y viviendo cerca de los españoles; y que, aun cuando eran criaturas
de Dios, habían permanecido bajo el control del demonio, y que era parte del designio de
Dios, a través de la actividad misionera de la conversión, traer a todos los nativos descubiertos
a la fe cristiana (Glacken 361).

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María José Afanador Llach
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 13-41 r F ronteras de la Historia

Aun cuando el mal había llevado a los aztecas a la idolatría antes de la llegada
de los españoles, una vez convertidos al cristianismo la gran sociedad azte-
ca podría ser reconstruida sobre principios organizativos precolombinos.
Los proponentes principales de estas visiones fueron Bartolomé de las Ca-
sas, Bernandino de Sahagún y Diego Durán (Duarte 86; Ortiz, Aztec 12).
La inauguración de colegios como el de Santa Cruz de Tlatelolco
generó la creación de una élite letrada y cristianizada que proveyó a la Igle-
sia con los medios intelectuales y lingüísticos para penetrar más efectiva-
mente el mundo indígena (Gruzinski, The Conquest 60). De esta forma, al
acceder a las artes y a la educación cristiana, la nobleza india logró un
mayor estatus que el de los indios tributarios. Esto es visible en el hecho de
que entre 1547 y 1569 los indígenas nahuas administraron el colegio. Tlate-
18 lolco se convirtió, además, en centro de investigación y documentación
i

de la cultura indígena.
A pesar del apoyo del virrey Antonio de Mendoza, el Colegio de
Santa Cruz de Tlatelolco tenía detractores que se oponían a proveer edu-
cación superior y, por ende, un mayor estatus a los nativos8. Un ejemplo de
ello es el caso de Gerónimo López, quien después de visitar el seminario
de Tlatelolco escribió a Carlos V lo siguiente, en 1541: “La doctrina bueno
fue que la sepan; pero el leer y escribir muy dañoso como el diablo”. López
advirtió que, además de enseñarles a los indios a leer y escribir, se les estaba
enseñando la Biblia, la cual distorsionaban y eran incapaces de entender:
Diéronse tanto a ello e con tanta solicitud, que había mochacho, y hay de cada
día más, que hablan tan elegante latín como Tulio; […] A lo cual, cuando esto
se principiaba, muchas veces en el acuerdo al obispo de Sto. Domingo ante los
oidores, yo dije el yerro que era y los daños que se podían seguir en estudiar
los indios ciencias, y mayor en dalles la Brivia en poder, y toda la sagrada Escri-
tura que trastornasen y leyesen, en la cual muchos de nuestra España se habían
perdido e habían levantado mill herejías por no entender la sagrada Escritura,
ni ser dinos, por su malicia e soberbia. (“Carta”)

8 r
Con la fundación del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco empezó a formarse la primera
biblioteca académica de las Américas (Mathes 12-21).

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Nombrar y representar: escritura y naturaleza en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552

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La epidemia de 1545 diezmó a gran parte de la población del colegio
e incentivó la promoción de la presencia de médicos indígenas durante
los años subsiguientes9. Martín de la Cruz, un curandero nahua, fue uno
de los médicos traídos al colegio después de la epidemia (Viesca, “…y
Martín” 481). En tiempos de epidemias el estudio de la medicina adqui-
rió mayor importancia y los europeos se preocuparon así por conocer las
cualidades y los méritos de los remedios extranjeros. La naturaleza “indíge-
na” comenzó a verse como materia digna de estudio, bajo la premisa de
que cada región tendría sus propias enfermedades endémicas, las cuales
podrían ser curadas únicamente con medicinas nativas (Cooper 42-44).
De tal forma, en este contexto de epidemias generalizadas, los cursos de
medicina empezaron a formar parte esencial del currículum del colegio.
Para 1552 estaba en riesgo de ser cerrado, debido a la influencia de 19

i
peninsulares como Gerónimo López, quienes advertían sobre los peli-
gros de educar a los indios. En un intento por enfrentar la posibilidad de
perder el subsidio de la Corona, Francisco de Mendoza, el hijo del virrey,
solicitó un herbario como regalo al rey Carlos V, para demostrar la uti-
lidad y el mérito del colegio. El curandero más conocido de Tlatelolco,
Martín de la Cruz, fue designado como encargado de preparar el regalo10.
Sin embargo, además de demostrar cuán digno era el colegio,
otras razones explican el interés del hijo del virrey en este particular re-
galo. Carlos Viesca Treviño señala que la familia Mendoza tenía una re-
lación cercana con de La Cruz, lo cual le hacía confiable para ese trabajo.
Además, Mendoza estaba intentando convencer al rey de que expidiera
una licencia para explotar las riquezas medicinales del Nuevo Mundo
(“…y Martín” 481). Sin duda, el conocimiento nahua de las hierbas y

9 rSe calcula que la epidemia de fiebre hemorrágica diezmó, aproximadamente, al 80% de la


población; en su mayoría indígenas. Existe un debate sobre si la epidemia se originó en
México o si fue traída de España (Acuña-Soto; Calderón y Maguire 733).

10 La existencia de reconocidos médicos indígenas que practicaron su oficio públicamente


en México a lo largo del siglo XVI ha sido documentada ampliamente (Viesca, “Reflexiones”).

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los árboles mexicanos eran fundamentales para esta tarea. A pesar de los
intentos por mantener los subsidios de la Corona para el colegio, entre
1553 y 1558 fue sostenido gracias a la caridad del virrey Antonio de Men-
doza, quien donaba al año ochocientos pesos de minas para el mismo
(Ocaranza 22).

rDos indios nahuas y un herbario europeo


Dadas las circunstancias tan particulares que rodearon la composición del
códice, este debía ser muestra de la racionalidad de los indios mexicanos
(Viesca, “El Códice” 72). En los primeros folios, Martín de la Cruz se excu-
20 sa por lo insignificante que resulta su posición de indio y busca indulgen-
i

cia. Junto con Juan Badiano, introduce ciertos elementos en el herbario,


con el fin de demostrar y cumplir con estándares culturales europeos.
Como lo señala Ortiz de Montellano, el herbario fue una herramienta
para impulsar la visión de que los indios eran humanos y capaces de ser
educados y poseer una cultura digna (Aztec 20) .
El herbario empieza así:
Opúsculo acerca de las hierbas medicinales de los Indios. Lo compuso un
indio médico del Colegio de Santa Cruz, que no hizo ningunos estudios pro-
fesionales, sino que era experto por puros procedimientos de experiencia.
Año de Cristo Salvador de 1552. (La Cruz, Libellus 13)

El libro está dedicado a don Francisco de Mendoza —hijo de An-


tonio de Mendoza, primer virrey de Nueva España—, por Martín de la
Cruz, “indigno siervo suyo”:
Pues no creo que haya otra causa de que con tal insistencia pidas este opúscu-
lo acerca de las hierbas y medicinas de los indios, que la de recomendar
ante la Sacra Cesárea Católica y Real Majestad a los indios, aun no siendo
de ello merecedores. Ojalá este libro nos conciliara gracia a los indios, po-
brecillos y miserables somos inferiores a todos los mortales y por esta nues-
tra pequeñez e insignificancia natural, merece indulgencia […]. (La Cruz,
Libellus 13)

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El herbario está organizado por capítulos y comienza con las afec-
ciones de la cabeza, los ojos, los oídos, la nariz, los dientes y las mejillas;
sigue con el pecho y el estómago, y continúa con las rodillas y los pies;
termina con los capítulos del “remedio contra el miedo o poquedad de
ánimo”, “Algunas señales de la cercanía de la muerte”, “Mente de abdera”
y, por último, “Vejados por el torbellino o el ventarrón” (La Cruz, Libellus
13-15). Las enfermedades tratadas en el herbario están nombradas en
latín, de acuerdo con la tradición de los herbarios medievales y de la época
moderna europea11.
La influencia de la Historia Natural de Plinio en varias partes del
herbario es notable. El uso en latín de la palabra vomica para furúnculos,
en el folio 7 v., fue tomado de él (La Cruz, Libellus 16-17). En el folio 19 v., que
describe la “Medicina para deshechar la saliva reseca”, el autor —o quizás 21

i
esto fue obra del traductor— escribe:
Habrá fluencia de saliva y se mitigará la sed excesiva si se toma una bebida he-
cha de las hierbas silvestres acetosas molidas en agua muy limpia. Ha de agregar-
se la alectoria, que es una piedra preciosa de apariencia de cristal, del tamaño de
una haba, sea de las Indias, se de España, y se encuentra en el buche de las aves
gallináceas, como lo atestigua también Plinio; también se agrega un Milano
de Indias, y un pichón. Todo lo cual se mezcla con la bebida, que es de hierbas
ácidas. (La Cruz, Libellus 235)

En el margen del manuscrito original, la cita de Plinio aparece como


“Lib.37 ca.10”. Este es uno de los pocos ejemplos en los cuales hay una tra-
ducción del nombre de una planta del náhuatl al latín. Es el caso de Ace-
tarium silvestris (acedera del monte), que corresponde a la planta quau-
htlaxoxocoyolin, la cual está ilustrada arriba del texto, aunque el nombre en
la parte de arriba se conservó en náhuatl. Alectorium es el nombre en latín
para “piedra bezoar”, una piedra preciosa que se encuentra en la molleja

11 rAlgunas de las enfermedades que aparecen en el códice son: disentería, epilepsia, hemo-
rroides, melancolía, angina y psora.

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de los gallos y de otras aves, y que sirve para curar varias enfermedades.
Aparece en más de diez folios del herbario12.
En varias de las descripciones de enfermedades y remedios el her-
bario hace referencia al binario caliente-frío. En estudios previos sobre el
códice hay una afirmación recurrente: que los autores usaron un modelo
europeo y basaron sus curas en medicina humoral13; sin embargo, esto es
debatible14. En The Natural History of the Soul in Ancient Mexico, Jill Leslie
McKeever Furst argumenta que los mexicas y muchos otros grupos indí-
genas del Nuevo Mundo observaban los cambios en el calor del cuerpo
desde el nacimiento y tenían un interés por mantener el balance entre en
calor y el frío durante el curso de la vida. Esta tesis sostiene que los espa-
ñoles no necesariamente introdujeron la dicotomía de caliente-frío en la
22 práctica médica de Nueva España15.
i

12 r
En el herbario la piedra bezoar se utiliza para estimular la saliva; en un enema para aliviar el
dolor del abdomen; para la disentería; para la diarrea; para el calor excesivo en el cuerpo;
para la fatiga; para la epilepsia; y, en una poción, para los últimos ritos de los agonizantes
(La Cruz, The Badianus 32, 52-54, 70, 79, 94 y 116).

13 Así como en el herbario medieval italiano Tractatus de herbis (c. 1300), el Códice de la Cruz-Badiano
presenta evidencia de la teoría humoral. El origen de la teoría humoral en medicina se remonta
al legado de Galeno y su influyente doctrina sobre los humores, que está basada en los escritos de
Hipócrates, pero se deriva originalmente del sistema de Aristóteles de los cuatro elementos que
componen el universo: tierra, agua, aire y fuego. De acuerdo con esta teoría, cada elemento es el
resultado de la acción de las cualidades elementales: una activa y otra pasiva; la tierra es fría y seca;
el agua, fría y húmeda; el aire, caliente y húmedo; y el fuego, caliente y seco. Todos los seres vivos
contienen estos elementos, y en el cuerpo humano están representados los cuatro humores.
Una persona es saludable cuando los humores están perfectamente balanceados. En un ser
humano de constitución normal la preponderancia de uno de sus humores determina su “com-
plexión” o temperamento: melancólico, flemático, optimista o colérico (Collins y Raphael 6-9).

14 Desde el trabajo de Emmart todas las revisiones del Códice de la Cruz-Badiano han argu-
mentado que la teoría humoral europea tiene una influencia notoria en la fuente.

15 López Austin sugiere que el gran número de fenómenos clasificados como calientes o fríos
va más allá de cualquier división similar de las teorías humorales europeas; este autor indica
que las personas de América estaban mucho más a gusto con esas distinciones y estaban
interesadas en extenderlas, pues tal dicotomía era, básicamente, propia, en vez de haber sido

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En un análisis sobre el pensamiento nahua respecto al cosmos, el
cuerpo y la naturaleza, López Austin muestra que este pueblo americano
tenía una concepción dual de la realidad en los binarios frío-caliente, arri-
ba-abajo, luz-oscuridad y muerte-vida (59). Señala, además, que los mexicas
y muchos otros grupos indígenas del Nuevo Mundo observaban cambios
en el cuerpo desde el nacimiento, y que, probablemente, sabían por expe-
riencia sobre diferentes instancias en las cuales, por ejemplo, un niño que
se mantenía frío no lograba crecer y, finalmente, moría16.
La dicotomía caliente-frío se halla estrechamente relacionada con el
tonalli. Este es para los nahuas la fuerza que da vitalidad, calor y coraje, y que
permite el crecimiento. Su interés en el tonalli como temperatura sugiere
que antes de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo los pueblos indíge-
nas nahuas habían observado los efectos de los cambios en el calor del cuerpo, 23

i
y habían intentado balancear el fuego interno con ceremonias; probablemen-
te, con comida, acciones rituales y hierbas medicinales (Lévi-Strauss 124).
La existencia de tres fluidos vitales que se distribuían en la cabeza
(tonalli), el corazón (teyolia) y el hígado (ihiyotl) era central en la cosmo-
logía nahua. Estos eran centros animísticos que hacían posible la existen-
cia humana. Los nahuas tenían una visión del cuerpo que tendía a compa-
rar los diferentes órdenes taxonómicos y a homologar procesos sociales
y naturales. Buscaban la regularidad en el universo, su total congruencia

r
introducida por los españoles (López 75-123). Messer cree que el razonamiento sobre
lo que es frío o caliente depende no de la transferencia de una clasificación abstracta de la
teoría humoral, sino de siglos de experimentación con comidas, hierbas y procedimientos
nativos del Nuevo Mundo (Foster; Messer).

16 La teoría de los estructuralistas tempranos de que estructuras duales como esta son constitu-
tivas del pensamiento humano se encuentra en el estudio de Lévi-Strauss sobre los indios
de Suramérica e Indonesia. Él muestra que estas sociedades tenían estructuras sociales
binarias en coexistencia con estructuras asimétricas. Dicotomías tales como este-oeste,
sol-luna y tierra-agua se encontraban en dichas sociedades. Lévi-Strauss afirma que no se
debe acudir a perspectivas totalizantes para aceptar que la dicotomía caliente-frío pudo haber
sido lo suficientemente común en el pensamiento humano como para asumir que habían sido
hispanizadas (102, 132-163).

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y orden (Lévi-Strauss 171). El herbario hacía eco de tal comprensión del


cuerpo humano; de ahí su interés en brindar varios ejemplos del binario
caliente-frío. En el folio 18 v., “Calor de la garganta”, aparece un remedio
que se describe a continuación: “refrescan el calor de la garganta las hojas
de teamoxtli —musgo de la piedra—, tlahnextli —planta reluciente—,
molida en agua juntamente con el tallo de la juincia llamada tolpatlactli”.
Millie Gimmel da varios ejemplos de remedios para ajustar el tonalli y
otras fuerzas vitales. Por ejemplo, argumenta que en el folio 44 r. se pre-
senta el tratamiento del calor excesivo y que este calor no era el entendido
por los españoles, sino que era el calor del tonalli conocido por los mexi-
cas (“Hacia” 279). De esta forma, a la luz del debate sobre los orígenes de
la teoría humoral, no es posible atribuir a la cultura europea o a la nahua la
24 autoría del binario caliente-frío en el herbario.
i

En la sección final del códice, Juan Badiano insiste en su inferioridad


de cara a la tarea que emprendió:
Yo te ruego una y otra vez, excelentísimo lector mío, que veas con buenos ojos
lo que haya puesto de trabajo en mi pobre traducción de este opúsculo her-
bario […]. Has de tener sabido que yo, en preparar esta obra he impendido
algunas horas prolongadas, y eso no para hacer alarde de ingenio, que a la ver-
dad es casi nulo, sino por pura obediencia a que estoy con mucha justicia obli-
gado para con el eximio sacerdote y rector de esta casa de Santiago, apóstol y
amartelado patrono de los españoles. Quiero decir, para con el P. de la orden
de S. Francisco, fray Jacobo de Grado, Él fue quien puso sobre mis hombros
tal cometido. (La Cruz, Libellus 89 y The Badianus 325)

Martín de la Cruz y Juan Badiano son modestos sobre su trabajo


en el códice; sin embargo, logran unir conocimientos locales y euro-
peos. Comunican y asimilan expresiones de insuficiencia y de falsa mo-
destia, propias de los escritos de la Europa moderna. Esta convención
refleja la asimilación de características europeas, al tiempo que se man-
tienen tradiciones nahuas de automenosprecio; sin embargo, en este
caso, así como sucede en el de las teorías humorales, no es posible ras-
trear los límites exactos entre la “falsa modestia” y el “automenosprecio”
europeo y nahua. Los límites entre lo europeo y lo nahua se desdibujan
constantemente.

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Figura 1.
Azcapanyxhua tlahçolpahtli,
huihuitzyocochizxihuitl.
Fuente: La Cruz, The Badianus, placas 20 y 47.

Figura 2.
Nonochton azcapanyxua,
cochizxihuitl, folio 13 v., folio 28.r.
Fuente: La Cruz, The Badianus, placas 20 y 47.

Figura 3.
Temahuiztiliquauitl, tlapalcacauatl,
texcalamacoztli, couaxocotl, yztacquauitl,
teoezquauitl, huitzquauitl, folio 38r.
Fuente: La Cruz, The Badianus, placa 68.

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Figura 4.
Glifo de México-Tenochtitlan.
Fuente: La Cruz, The Badianus, placas 68 y 90.

Figura 5.
Tlatonochtli, Códice de la Cruz
Badiano, Códice Mendoza,
folio 49v.
Fuente: La Cruz, The Badianus,
placas 68 y 90.

Figura 6.
Xiuhhamolli —Planta de Jabón—,
folio 9 r.
Fuente: La Cruz, The Badianus, placa 11.

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rLa hibridación y el náhuatl alfabético
La transformación del náhuatl en un lenguaje alfabético funciona como
una ventana hacia los procesos de hibridación cultural del siglo XVI en
Tlatelolco. La etimología náhuatl ofrece un orden para el mundo natu-
ral, al mismo tiempo que las convenciones pictográficas usadas para sim-
bolizar cierta clasificación evidencian una estrategia pictográfica nahua
para representar la naturaleza. Sin embargo, el náhuatl alfabético emer-
ge durante la postconquista en un espacio colonizado que permitió un
ejercicio de sistematización de la naturaleza a través de la transposición
del náhuatl hablado al náhuatl alfabético (Palmeri 190). Es importante
recordar que el mundo natural europeo fue moldeado por un sistema 25
de clasificación “escrito”, subdividido en categorías, de acuerdo con un

i
orden preciso y jerárquico.

Un concepto útil para iluminar los procesos de interacción cul-


tural y lingüística en el códice es el de hibridación. Hibridación es
una construcción teórica que se originó en la biología y la botánica,
y que se empezó a usar en el ámbito del lenguaje y de la reproduc-
ción. Bakhtin ha evaluado el uso de “hibridación” en un sentido fi-
lológico. Lo concibe como un modelo lingüístico que delinea la manera
como el lenguaje puede contener dos conciencias lingüísticas distin-
tas. Bakhtin distingue entre dos tipos de hibridación. Por una parte,
la orgánica, para la cual se utiliza el término creolización, o el francés
métissage, y alude al proceso imperceptible por el cual dos o más cul-
turas se fusionan en un nuevo modo. Y, por otra parte, la hibridación
intencional, como aquella que ha sido politizada y es contestataria.
La hibridación intencional establece diferentes puntos de vista contra-
rios dentro de una estructura conflictiva. La hibridación orgánica tiende
hacia la fusión, mientras que la hibridación intencional posibilita una
actividad contestataria. En general, mientras que la hibridación de-
nota una fusión también describe una articulación dialéctica (Young
4-18, 20 y 22).

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En el marco del modelo de la hibridación se puede considerar el


caso del Códice de la Cruz-Badiano, pero no necesariamente implicando
un estructura conflictiva. Se trata, más bien, de la coexistencia de dos
visiones de mundo y sistemas de escritura. El hecho de que los auto-
res del códice nombren las plantas en náhuatl da cuenta de esta co-
existencia donde la idea de una hibridación orgánica toma forma. La
palabra tlacuiloliztli en náhuatl significa “escribir” y “pintar”. Los sistemas
de escritura en el códice —concebidos en una concepción amplia que
considera tanto los verbales como los no verbales de comunicación gráfi-
ca— componen un conjunto de elementos que mantiene y comunica co-
nocimiento; es decir, que presenta las ideas (Hill y Mignolo). El náhuatl es
una lengua aglutinante donde las palabras y las frases están compuestas
26 por la unión de prefijos, raíces y sufijos. El análisis de los nombres de las
plantas en el códice es útil por el hecho de que las características del
i

náhuatl hacen esencialmente descriptiva la composición de palabras


(López 31).
En un contexto caracterizado por una visión europea dominante,
la búsqueda de principios taxonómicos nahuas es posible únicamen-
te a través de un análisis lingüístico y, aunque en menor medida, de un
análisis pictográfico (Palmeri 214). En el análisis de los nombres en
náhuatl contenidos en el herbario, Ángel María Garibay identifica seis
palabras en náhuatl que sirven como prefijos para clasificar plantas
(La Cruz, Libellus 223). De acuerdo con este estudio etimológico exis-
ten patrones lingüísticos que expresan un orden en la naturaleza. A
esta lista se le adicionó el prefijo atl, que indica la ecología acuática de
las plantas. Los prefijos principales y sus significados se encuentran
en la tabla 117.

17 r
En sus observaciones generales sobre el sentido etimológico de las palabras en náhuatl en
el códice, Ángel Garibay identifica algunos de los prefijos que sirvieron para clasificar
las plantas (Garibay 223).

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Palabras Abreviación Significado

Cuahuitl, tepetl, tel Cuah, tepe, te Planta que crece en el cerro o región montañosa

Tlalli Tlal La que crece en la llanura o en el interior de la tierra

Xihuitl xiuh Planta herbácea Tabla 1.


Teotl Teo Divino, pero es para indicar la planta fina o legítima Lista de prefijos
contenidos en
Cercana o pariente de la que se le designa con los nombres
Tlaco Tlaco el nombre que sigue de las plantas en
Planta digna de reyes y señores, o sea de calidad mejor
náhuatl en el
Tlacatl, tecutli, pilli Tlaca, tecu, pil que las otras que el nombre designa Códice de la Cruz-
Badiano.
Alt18 At, a Planta que crece en o cerca al agua
Fuente: Garabay.

Además de la descripción lingüística que se encuentra en los pre-


fijos en náhuatl, los significados de los nombres contienen información
sobre cada planta. Los nombres describen las propiedades y los usos me- 27
dicinales; las características descriptivas, como el ecosistema en el que

i
crece la planta, el color de la planta y el color de la tierra; las característi-
cas morfológicas, como el olor, el sabor, los efectos que causan las plan-
tas, su relación con ciertos animales o su relación con algún elemento
sagrado o deidad19. La función descriptiva del náhuatl en el códice es
posible gracias a un proceso de hibridación, aquel por el cual el náhuatl
se convierte en lenguaje alfabético. En los casos en los cuales la ecología de
la planta no se especifica en el nombre en náhuatl o en la ilustración —,
por ejemplo, en “Medicina con que se mitiga el dolor de garganta”, en el
folio 19 r.— los autores aclaran dentro del texto en latín el tipo de terreno
en el que se encuentra esta planta:

18
19
r De acuerdo con Horacio Carochi, la palabra atl significa agua.

Algunos de los ejemplos de los nombres de las plantas y sus significados son los siguientes:
huitzquilitli —hierba comestible espinosa—; tetlahuitl —piedra roja—; tlayapaloni —tinte
para ennegrecer o, más bien, para dar color morado—; chipahuacxihuitl —hierba grasosa—;
matlalxochitl —flor azul—; azcapanyxhua —hierba medicinal de la basura—; ohuaxocoyolin
—agrillo del tallo—; cochizxihuitl —hierba del sueño—; huitiuitzyocochizxihuitl —hierba
del sueño espinosa—; yztacapahti —medicina blanca—; atzitzicaztli —ortiga acuática—;
y teonochtli —tuna fina; real, dicen a veces—.

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Se adormece el dolor de garganta, si se mete el dedo a la boca y se aplica con


él, sobando suavemente la parte enferma, el jugo de las hierbitas tlanexti y
teoiztaquilitl, que se crían en lugares pedregosos, que se ha molido antes
con piedra pómez y tierra blanca y se han mixturado con miel. (La Cruz,
Libellus 31)

Un ejemplo adicional está en el f. 27 r.: “Contra el dolor en el pecho”,


las “hierbas telahuitl, teoiztaquilitl, que nace sobre las piedras, junto con pie-
dra tlacalhuatzin, piedra pómez y tierra blanca” (La Cruz, Libellus 41). Los au-
tores hicieron uso de los recursos lingüísticos tanto del náhuatl como del
latín, al igual que de representaciones visuales en el códice, para nombrar
y representar el mundo natural.
Otros trabajos han intentado mostrar la existencia de una taxono-
28 mía natural nahua a través del estudio del bien conocido Códice Florentino.
i

Ortiz de Montellano argumenta que, al parecer, los nahuas desarrollaron


un extenso y acertado sistema taxonómico jerárquico. Las plantas se diferen-
cian lingüísticamente mediante el uso de características descriptivas. El
autor afirma que este sistema taxonómico descriptivo existió doscientos
años antes del nacimiento de Carlos Linneo, lo cual resalta los logros de
la cultura nahua (Aztec 34-37). Adicionalmente, los botanistas europeos
del siglo XVII intentaron identificar o, por lo menos, relacionar nuevas es-
pecies —algunas de ellas contenidas en el trabajo del médico Francisco
Hernández y en el Códice de la Cruz-Badiano— con aquellas estudiadas
por las autoridades antiguas, como Dioscórides, Teofrasto y Plinio. A este
respecto, más de quinientas plantas nombradas en el Códice de la Cruz-
Badiano y las tres mil plantas en el trabajo de Hernández significaron una
contribución enorme que la terminología botánica europea no pudo
integrar. Hernández mismo enfrentó este problema y, en consecuencia,
recurrió al náhuatl con el fin de encontrar terminología para su trabajo
(López y Pardo). Los autores del códice debieron enfrentarse a un problema
similar, y solo en pocas ocasiones dieron con la traducción al latín de los
nombres de las plantas o las piedras mexicanas (Fresquet y López 18).
En el caso de Hernández, el uso del náhuatl alfabético da cuenta de
un proceso de doble vía por el cual naturalistas europeos integraron

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elementos del repertorio cultural y de los saberes nahuas en sus pro-
pias historias naturales.

El aprendizaje de latín por parte de los nahuas implicó la intro-


ducción de un nuevo sistema de conocimiento y de pensamiento, y el
proceso de convertir el náhuatl en un lenguaje alfabético hace de este
un artefacto híbrido. En otras palabras, la conversión del náhuatl en un
lenguaje alfabético y su funcionalidad en un herbario de tipo europeo
reflejan una hibridación intencional. Ello se evidencia en el hecho de
que en el códice se mantuvieron estos nombres en náhuatl, y por la faci-
lidad con la cual los nahuas de los círculos nobles se adaptaron a los es-
tándares culturales europeos, sin que ello significara entrar en conflicto
con estos, sino, más bien, apropiándolos para su beneficio. En varios
folios, como en el 32 r., sobre la cura para la “Frialdad abdominal”; en
29

i
el 41r., o “Remedio contra la sangre negra”; en el 49 r., “Remedio con-
tra la purulencia ya agusanada”; o en el 61 r., “Siriasis”, hay referencias
al “vino nativo”, “nuestro vino”, “vino indio”, octli, y “vino nativo dulce”.
Estas referencias aluden al pulque, la bebida alcohólica nativa extraída
del maguey. La conexión semántica entre el pulque como vino ejempli-
fica la capacidad de asimilación de artefactos culturales y lingüísticos de
Europa por parte de los nahuas al asociar su propio pulque con el latín
vino Indico. Lo mismo ocurre con varios nombres de animales del Nue-
vo Mundo usados para preparar algunos remedios que aparecen nom-
brados en latín como animales europeos conocidos. Algunos ejemplos
son hormigas, palomas, águilas, gansos, halcones, búhos, cuervos, ga-
llos, perros, zorros, leones, ratones, etc. Alrededor de la mitad de los
nombres de animales permanecen en náhuatl. Es decir, la construc-
ción del códice como un artefacto híbrido lo hace receptor de sentidos
igualmente descifrables, tanto en un contexto europeo como en uno
nahua. Sin embargo, al ser un regalo para el rey de España, el manuscri-
to aparenta congraciarse con los estándares europeos para este tipo de
textos, aun cuando en niveles detallados de análisis, como hemos visto,
no es tan fácil atribuir una naturaleza exclusivamente nahua o europea
a sus contenidos.

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rNombrar y representar la naturaleza


En distintos momentos varias culturas de Mesoamérica y de los Andes
de Suramérica escribieron con jeroglíficos, ilustraciones y signos abs-
tractos, y combinaron, en diferentes grados, elementos de las tres (Hill
y Mignolo 17). Como se señaló antes, desde la Conquista los “escritos”
nahuas experimentaron un proceso de incorporación de sistemas euro-
peos de escritura. El alfabeto y la pintura renacentista tuvieron un impacto
sobre la sociedad nahua. En el herbario coexisten elementos del modo
de expresión pictográfico de los nahuas con las convenciones artísticas de
Europa. Las ilustraciones del códice representan la naturaleza mexicana
30 en imágenes. Esto debió de ser particularmente útil para los europeos,
quienes no podían entender los nombres de las plantas en náhuatl. Fijar
i

la naturaleza en representaciones visuales de historia natural es una de las


maneras como los estudiosos de la naturaleza profundizan su propia ex-
periencia y la expanden (Ogilvie 210-211). En el caso del herbario, al no
incluir una descripción detallada de las plantas nombradas y dibujadas,
las ilustraciones y los nombres se convierten en fundamentales para que
los lectores puedan extraer información del códice sobre la naturaleza del
Nuevo Mundo.
Análisis previos sobre el herbario señalan la similitud de estas ilus-
traciones con herbarios medievales o europeos de la época moderna20.
En términos de las influencias ideológicas nativas y europeas, Debra Has-
sig intentó desentrañar los principios generales subyacentes en la comisión
de los herbarios mexicanos. Hassig argumenta que las ilustraciones deben
ser consideradas más estereotípicamente que naturalísticamente represen-
tadas, y se deben distinguir las tradiciones europeas de las nativas (35).


r
20 Varios autores han señalado la similitud entre el códice y herbarios europeos de la misma
época. Somolinos d’Ardois (185) considera el herbario mexicano dentro de un grupo de
herbarios medievales, como el Hortus sanitatis, de John von Kaub.

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Las ilustraciones del códice no son exactas ni realistas, en com-
paración con el esfuerzo de los europeos del siglo XVII de “asegurar que
imágenes hechas con exactitud (icons) de aquellas materias [plantas] fue-
ran presentadas a sus lectores” (Ogilvie 198). Los autores del códice están
demostrando su dominio sobre las propiedades curativas de las plantas
mexicanas y sobre los modos de expresión europeos. Serge Gruzinski
afirma que los pintores indígenas fueron capaces de transmitir la reali-
dad colonial que descubrían y responder a la demanda de los españoles
permaneciendo fieles a su arte, pues supieron modificar su instrumento
y desarrollar su potencial (La colonización 41). El herbario contiene 184 di-
bujos de plantas en los cuales pueden ser identificados ciertos patrones y
convenciones visuales. El primer patrón general es que el fondo de cada
imagen es plano y sin color. En la mayoría de las ilustraciones no hay 31
evidencia de una tercera dimensión, pero en algunas pocas está sugerida.

i
El tamaño de las plantas es uniforme y el número de ellas en cada folio está
entre una y cuatro, excepto en los folios 38 r., 38 v. y 39 r., que contienen entre
siete y once plantas cada uno, junto con el nombre en náhuatl en cada una
de ellas. Cada parte de las plantas está dibujada sin mucho detalle, si se las
compara con otras ilustraciones europeas del mismo período.
Se pueden apreciar en esas imágenes las partes de la planta: el tallo,
las flores, las hojas, las espinas y las raíces. Estas últimas, en casi todas las
ilustraciones, están pintadas con considerable detalle, dan información
sobre el tipo de terreno en el que se encuentra la planta21. En varias ilus-
traciones las raíces están encapsuladas, como en una roca; es decir, en un
pictograma circular, que en muchos casos representa el glifo nahua para
piedra: tetl (f. 38 v., figuras 3, 4, 5, 6 y 7). En términos botánicos se podrían
describir las ilustraciones como inexactas, debido a la falta de detalle. Sin
embargo, si se comparan estos dibujos con otras representaciones nahuas

21 rEn comparación con las ilustraciones del Códice Florentino, los dibujos de las raíces juegan
un papel central en las representaciones del Libellus. La sección dedicada a historia natural
en el Códice Florentino tiene muchos árboles y plantas dibujados sin las raíces y sin dema-
siados detalles.

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de la naturaleza, como los glifos toponímicos en la cartografía del siglo


XVI, se puede afirmar que las ilustraciones del herbario tienen una inten-
ción naturalista (Mundy).
De acuerdo con Emmart, el Códice de la Cruz-Badiano excede a
otros manuscritos aztecas en cuanto a la gran variedad de colores (34).
Estos, en las ilustraciones, son muy brillantes, lo cual hace de este un
documento visualmente atractivo. Hassig (34) afirma que, si bien muy
llamativos, los colores en el códice no siempre reflejan los que se en-
cuentran en la naturaleza (ver, por ejemplo, la fig. 3). Serge Gruzinski
sostiene que la confrontación entre el uso indígena del color y las imáge-
nes monocromáticas en los impresos europeos “revela cómo los indios
absorbieron y se adaptaron a un nuevo orden visual” (“Images” 70). El
32 uso de colores en el herbario puede pensarse como parte de una tra-
i

dición nahua rica en ellos, y también, como evidencia de la intencio-


nalidad de los autores que produjeron el herbario: hacerlo visualmente
atractivo para el rey, en un intento por preservar sus privilegios como
parte de la nobleza indígena.
En el folio 13 v. (fig. 1) la ilustración acompaña la descripción en
latín del remedio para la “pérdida o interrupción del sueño”. La primera
hierba de la ilustración (de izquierda a derecha) es Azcapanyxhua tlahçol-
pahtli, que significa “hierba medicinal de la basura que brota en los hormi-
gueros”. La ilustración de la planta expresa la relación con su ecosistema,
al mostrar un grupo de hormigas debajo de la raíz de la planta; ello es una
representación literal del entorno natural en el que esta crece. Las hormi-
gas no se identifican con glifos específicos, y es importante notar que la
inclusión de un parásito asociado debajo de una planta era popular en los
herbarios europeos (Hassig 34). En el nombre en náhuatl y en la ilustración
hallamos información sobre la ecología de la planta. De igual forma, en el
tratamiento “contra el dolor del corazón” (f. 28 r.) se utiliza la hierba nono-
chton, lo cual significa: “que nace cerca a los hormigueros”. El nombre que
aparece sobre la ilustración es nonochton azcapanyxua, que significa “peque-
ños nopales que brotan en los hormigueros”. La ilustración contiene en
la raíces de la planta varias hormigas. La relación entre el nombre de esta

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y lo que significa es evidente, y aparece representada literalmente en la
ilustración (fig. 2).

La segunda planta en la fig. 1 es Huihuitzyocochizxihuitl, o “hierba


del sueño espinosa”. El nombre nos da una pista sobre las propiedades
de las plantas, al igual que sobre una de sus características morfológicas:
las espinas. En la denominación “del sueño” encontramos información
sobre sus efectos narcóticos. Cuando volvemos a la ilustración vemos
las flores, las vainas y las espinas. La última planta en este folio es Co-
chizxihuitl, que significa “hierba del sueño”. En la raíz de la planta se ob-
serva una roca azul. El detalle del color que aparece constantemente en
las ilustraciones hace referencia a la ecología en la cual crece la planta.
Como el azul aparece solamente en el centro de la raíz, puede significar
que la planta crece en tierra húmeda. El sufijo xihuitl significa que es 33

i
herbácea.

En el folio 52 r. se describe “cómo se cura el que ha sido vejado por


el torbellino o el ventarrón”. Este caso presenta una particularidad de la
cultura nahua, pues los indígenas relacionan un torbellino de viento con
enfermedad. Emmart afirma que acá se expresa la idea de la enfermedad
penetrando el cuerpo por medio de la inhalación, y que la enfermedad fue
causada por el viento (306). También argumenta que esta enfermedad está
asociada al dios Quetzalcoatl. El nombre de una de las plantas para curar
esta dolencia es quauhyayaual, del prefijo qua o cuah, lo cual significa que
crece en regiones montañosas. El sufijo yayaul significa “rodete, rodar”,
que junto con el prefijo significa “rodete de monte”. El nombre nos da in-
formación de la topografía donde la planta se encuentra y establece una
relación con la enfermedad, al ser el torbellino y el rodete ideas similares.

Uno de los elementos recurrentes en las ilustraciones es el glifo na-


hua para piedra —tetl—, el cual funciona como ideograma para indicar
la tierra rocosa donde la planta crece. En el folio 38r. (fig. 3) —que contie-
ne siete ilustraciones sin descripción alguna— cinco de las siete plantas
representadas (3, 4, 5, 6 y 7) tienen el glifo tetl en la raíz. Está dibujado
con contornos gruesos, semejantes a las ilustraciones de la preconquista

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y algunos códices de la postconquista, y sugiere una tercera dimensión.


Sin embargo, en la mayoría de las ilustraciones este trazo grueso pierde
consistencia y se expresa un tipo de contorno más occidental (fig. 3). La
planta llamada couaxocotl (f. 38 v., fig. 3) es representada como un árbol
de tres ramas con dos serpientes que suben por cada uno de sus lados y
se comen los frutos. El nombre couaxocotl significa “fruto de la serpiente”
y en este caso la ilustración representa literalmente el nombre de la planta
en náhuatl.
Otras representaciones de la naturaleza en la escritura nahua tienen
el tetl bajo cierto árbol, y ello alude a un glifo toponímico. En otros códices,
como el Mendoza y el Florentino, el árbol del nopal sobre el glifo de la piedra
(tetl) representa el glifo del altepetl de Tenochtitlán (fig. 4)22. El significado de
34 este glifo es “lugar del nopal sobre la piedra”. En el Códice de la Cruz-Badiano
i

el nopal aparece nombrado como tlatonochtli. El prefijo tla significa que la


planta crece en las llanuras o en el interior de la tierra, traduce literalmente
“nopal plantado” (fig. 5). La ilustración del nopal en el herbario, en com-
paración con el glifo de Tenochtitlán, contiene información más detallada
sobre la planta, como las flores y los frutos. El dibujo representa una ima-
gen realísticamente ilustrada.
El glifo para agua también aparece en el códice en el folio 9.r. El
tratamiento para la “caída del pelo” utiliza una hierba llamada xiuhhamolli
—planta de jabón—. Aparece representada con el glifo del agua bajo
las raíces (fig. 6). En varios análisis sobre cartografía indígena del siglo
XVI, Serge Gruzinski encontró que el color y el dibujo del agua son el
símbolo de Chalchiuhtlicue, la diosa acuática, la Señora de las Corrientes
de agua (La colonización 50). A pesar de la información disponible en el
herbario, no es posible concederle carácter sagrado a la planta. Siguien-
do el orden nahua en el herbario, de describir las plantas etimológica


r
22 El altepetl es una entidad étnico-política con una organización modular o celular, común a
otras esferas de la sociedad nahua (Lockhart, The Nahuas 14).

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o pictográficamente, el glifo del agua –atl— indica que la planta crece
cerca de corrientes de agua (La Cruz, The Badianus 215).
Podríamos especular acerca del propósito del material pictográfico y
la forma como es utilizado por los autores del códice. ¿Es fundamentalmen-
te cognitivo o estético? (Pasztory 11). Debido a la intención del herbario de
ser un regalo para conseguir la favorabilidad del rey, podríamos afirmar que
la parte estética jugó un papel importante en la producción de las ilustra-
ciones. La belleza de los dibujos es innegable, y el uso extensivo de colo-
res (fig. 3) para representar la naturaleza supera otras representaciones de la
época, como el Códice Florentino o el trabajo de Francisco Hernández. Sin
embargo, hay elementos pictográficos de la tradición nahua, como los gli-
fos, tal como se mostró en la sección sobre los nombres, que transmiten as-
pectos descriptivos, como la ecología de las plantas. En otras palabras, tanto 35

i
la función cognitiva como la estética juegan un papel central en el códice.
El estilo de pintura, los patrones de los nombres en náhuatl alfabé-
tico, los remedios descritos en latín y la dicotomía frío-calor hacen que
el códice se caracterice por ser un artefacto híbrido. El único elemento
nahua en el análisis pictográfico que se puede caracterizar con certeza
como tal son los glifos. El herbario de tipo europeo —tal como ha sido
analizado por varios estudiosos— aparece, entonces, como un artefacto
que reviste mayor complejidad y al cual tiene más sentido leerlo con el
lente de la hibridación, frente a la dificultad de trazar fronteras claras en-
tre una cultura y la otra. Los sistemas de escritura y de conocimiento son
producto de un proceso de hibridación propio del contexto colonial que
se hace evidente en el códice. Los elementos de la cultura nahua y la tradi-
ción europea en el códice crean un espacio híbrido, en el cual las fronte-
ras entre uno y otro son difusas. Aun cuando la intención de los autores
fuera cumplir con estándares europeos, la cultura nahua se mezcla con la
cultura colonial, lo que denota una articulación dialéctica. La pregunta
en este punto es si la hibridación es “intencional” o “no intencional”; en
otras palabras, ¿es deliberado el “estilo híbrido” que se ha intentado ca-
racterizar a través de este artículo? ¿Es el estilo híbrido una prueba de la
conciencia que tienen los nahuas de su audiencia?

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rConclusión
Para 1550, dentro del contexto del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco
existía un ambiente en el cual las tradiciones médicas europeas y nahuas
podían coexistir sin que una se impusiera sobre la otra. Gimmel reconsi-
dera el códice para mostrar la importancia de encontrar un texto “puro” de
medicina indígena dentro de él. Apartándonos de la idea de pureza, pero
siguiendo la tesis de Gimmel, en el ámbito de los “sistemas de escritura”
esta coexistencia le permitió permanecer a un sistema nahua para ordenar
la naturaleza, al nombrar las plantas en náhuatl alfabético sin que esto en-
trara en conflicto con la naturaleza europeizada de los contenidos, el uso de
latín y las representaciones visuales de las plantas. En este sentido, si es o
36 no una fuente colonial “pura” o “contaminada” no es relevante para enten-
i

der cómo la élite nahua experimentó y le dio sentido al mundo que emergió
con el contacto (“Hacia” 277).
El reto es descubrir la forma como diferentes escrituras y formas de
conocimiento se mezclan, como evidencia de un proceso cultural por el cual
los indígenas nahuas asimilaron características de la cultura europea y las
utilizaron para su propio beneficio. Sin embargo, los modos de expresión
y cosmologías nahuas no desaparecieron con la adopción del náhuatl alfa-
bético. La tradición continúa como parte inherente del códice por la capa-
cidad de los autores de ajustarse a los sistemas de escritura y pintura traídos
por los españoles y de incorporar la visión nahua23. Nombrar la naturaleza
en náhuatl y cumplir con los estándares europeos hace de Juan Badiano
y Martín de la Cruz portadores de una doble conciencia que da cuenta
de la naturaleza dinámica del proceso de hibridación del siglo XVI en Tla-
telolco. En muchos casos las fronteras entre una cosmología y sistema
de escritura se borran, y la búsqueda de pureza o contaminación en los

23 r
Lockhart señala cómo los indios que vivieron durante el primer siglo de la Conquista se adap-
taron muy fácilmente a las técnicas de escritura traídas por los españoles. También valora
la supervivencia de la cultura nahua y la persistencia de su organización social y cultural.

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Nombrar y representar: escritura y naturaleza en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552

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códices coloniales es una tarea que simplifica y oscurece las complejidades
del encuentro cultural24. Los autores del códice demuestran su dominio
y conocimiento sobre las plantas mexicanas y sus propiedades curativas, y,
también, sus formas de entender la naturaleza a través de modos de ex-
presión nahua, en combinación con tradiciones y sistemas de escritura
europeos. Es en el diálogo entre estos dos elementos como Martín de la
Cruz y Juan Badiano negociaron su posición en la sociedad colonial, ajus-
tándose a estándares europeos y haciendo que sus cosmologías y modos
de expresión funcionaran en ese contexto.

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24 rGruzinski asevera que los indios de Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco dieron la impresión
de ser testigos privilegiados que intentaron dominar entre 1550 y 1580 ambos espacios cultu-
rales (La colonización 66).

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Fecha de recepción: 30 de agosto de 2010. 41


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

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El Orinoco ilustrado
en la Europa dieciochesca

Andrés Castro Roldán


Universidad de Nantes, Francia
castro.roldan@neuf.fr

R esumen

r
El presente artículo estudia el fenómeno de la lectura en la Europa del siglo XVIII, a par-
tir del caso del Orinoco ilustrado (1741-1745), del jesuita español José Gumilla. Se trata
de una primera contribución al estudio de la recepción y la circulación de esta obra, a
través de las múltiples lecturas que de Gumilla hicieron sus contemporáneos en Espa-
ña, Francia y los Países Bajos. El objetivo es poner esta obra en el contexto de su época,
tanto desde el punto de vista literario como de la historia de las ideas, y subrayar cómo
la ambigüedad de la producción y la recepción del libro tienen mucho que ver con el
proceso histórico de la Ilustración, tan complejo como la obra misma.

Palabras clave: José Gumilla, jesuitas, Ilustración, siglo XVIII, historia de la ciencia.
A bstract
r
This article studies the reading process phenomenon during the European En-
lightenment through the case study of El Orinoco ilustrado (1741-1745), written by
José Gumilla, a Jesuit from the Kingdom of New Granada. It is the first contribu-
tion to the study of reception and circulation of the work of this Spanish missionary
by means of the multiple interpretations of contemporary readers in Spain, France
and the Netherlands. The main objective of this paper is to understand the book in
the context of its time, from a literary point of view as well as from the standpoint
of history of ideas. It also underlines how the ambiguity of the reception process,
definitely as ambiguous as the work itself, is related to the historical progress of the
Enlightenment.

Key words: José Gumilla, Jesuits, Enlightenment, history of science.

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El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca

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El Orinoco ilustrado es una de las obras literarias más curiosas del siglo XVIII
americano. Su autor, el jesuita José Gumilla (1686-1750), fue enviado a los
29 años como misionero a la Orinoquía, donde permaneció 23 largos años
en medio de las penurias propias de una misión difícil, sorteando todas
las dificultades de un territorio que aún hoy puede parecernos inhóspito
y que por entonces era más que desconocido, no solo para los neograna-
dinos, sino también para los europeos, quienes ignoraban todo sobre su
historia y su geografía. Curtido en estas experiencias, el misionero es
enviado al Viejo Mundo en 1738 a representar su provincia americana.
Durante los cinco años de su permanencia allí, Gumilla descubre el
mundo ilustrado y escribe lo que, al contacto con la erudición eclesiástica,
con la efervescencia de los salones y con el rigor intelectual de las acade-
mias, sería El Orinoco ilustrado. Desde 1741, año de su primera edición, este 43

i
libro se convirtió en una referencia obligada de geógrafos y científicos para
esta parte de América, y suscitó la curiosidad no solamente del público cul-
to, sino también la de filósofos y académicos de toda la Europa ilustrada.
En un principio la intención del autor fue misionera y política: dejar un
testimonio de su experiencia que sirviera como punto de partida a futuras
generaciones de misioneros y dar a conocer la potencialidad de las rique-
zas de este nuevo río para futuros proyectos de colonización. Pero poco a
poco el contacto con la Ilustración fue generando en el autor nuevas pre-
guntas que, sumadas a su intención inicial, transformaron su obra, dándole
un carácter más heterogéneo.
Fue así como El Orinoco ilustrado mezcló cuestiones que hoy por hoy
nos parecen completamente contradictorias: la elegancia literaria del ensayo
renacentista con la retórica seca de la disertación científica; la lógica teoló-
gica con el empirismo científico; la ternura apostólica con la descripción
etnográfica; la maravilla de lo inexplicable con la explicación razonada de
los fenómenos naturales. Todo esto aparece en Gumilla como en una es-
pecie de Summa del Orinoco que merece muchas lecturas atentas para
entender a cabalidad la riqueza de su contenido. Muchos académicos han
estudiado el carácter científico y literario de la obra dentro del contexto polí-
tico e histórico de la época. Este artículo presenta una primera contribución

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Andrés Castro Roldán
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al estudio de su recepción y su circulación en el mundo erudito y literario


de la Europa ilustrada. Al hacer esto mi objetivo es explicar cómo la ambi-
güedad del proceso de recepción de la obra tiene mucho que ver con el de
su producción, surgida de dos experiencias (el Orinoco colonial y la Euro-
pa ilustrada), cuya convergencia resulta tan ambigua y compleja como la
obra misma.

Miremos, pues, quiénes leen a Gumilla y de qué manera lo hacen.


Teniendo en cuenta los hábitos de lectura de la época, los medios de cir-
culación de los textos, las posturas ideológicas y políticas de cada tipo de
lector y los lugares de divulgación de la obra, nos hemos encontrado, esen-
cialmente, con dos tipos de lectores.
44 El primero es el lector erudito, sea este eclesiástico, docente, acadé-
i

mico o filósofo independiente. Si bien se puede decir que durante el siglo


XVIII el estado eclesiástico es aún un camino de acceso importante hacia
la vida intelectual, es cada vez más palpable la influencia de una élite ilustra-
da, burguesa, autónoma, muchas veces hostil al mundo clerical y a las ideas
que este moviliza. La divergencia entre el mundo erudito de la ciencia y el
mundo culto o letrado parece inscribirse cada vez más en esta ruptura so-
ciológica: el rol del intelectual está asociado a esta inteligenzzia burguesa y a
su autonomía de juicio, mientras que la cultura del mundo clerical aparece
cada vez más apegada a los privilegios nobiliarios, a la cultura humanista
de las letras, cada vez más reaccionaria a los postulados científicos del ra-
cionalismo o, en el mejor de los casos, relegada a la pedagogía y la vulgari-
zación de las novedades comúnmente aceptadas o menos perturbadoras
del status quo. Se encuentran, sin embargo, excepciones notables, como el
caso de fray Martín Sarmiento o el de fray Benito Feijoo, en España, o los
de los abates Prévost, Raynal, Pluche y Saint-Pièrre, en Francia.
El segundo tipo de lector lo integra el público culto: hombres cu-
riosos, mujeres de la aristocracia, funcionarios, artistas, miembros de las
clases superiores para quienes el trato en sociedad y los viajes son elemen-
tos esenciales de cultura. Tradicionalmente y durante gran parte de la edad
moderna leer implica, necesariamente, escribir. Es un hábito activo, crítico,

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El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca

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reservado a los letrados humanistas que movilizan el conocimiento para
crear nuevo conocimiento. Sin embargo, el Siglo de las Luces opera un in-
teresante desplazamiento de los hábitos de lectura que va de la erudición
exhaustiva a la cultura de las letras, del saber elitista al popular, de una cir-
culación restringida a una divulgación más amplia del conocimiento.
La rápida circulación de los escritos permite la multiplicación exponen-
cial del saber y facilita su diversificación. Así mismo, genera nuevos tipos
de lectores. Algunos académicos denominan esta mutación “la revolución de
la lectura”. Siguiendo a Reinhard Wittmann, se trata del:
[…] paso de una lectura intensiva y repetitiva de un pequeño canon de textos
familiares y normativos, que eran retomados y comentados y que permane-
cían siempre los mismos durante toda una vida (textos religiosos en su ma-
yoría y principalmente la Biblia) a una práctica de lectura extensiva, de textos
nuevos y diversos que permitían al lector informarse o distraerse. (357)
45

i
Dentro de los procesos de lectura del público culto, los publicistas,
los libelistas o los periodistas, traductores o vulgarizadores de las ideas
nuevas, juegan un papel fundamental. Son la cara de la moneda más inte-
resante del lector culto, por oposición al erudito; justamente por ser los en-
cargados de producir y divulgar los textos y encarnar los gustos del público.
Aunque no son los únicos que han dejado testimonio de la recepción
de los libros y de las ideas que contienen, son, acaso, el mejor termóme-
tro de la recepción literaria y de la naciente opinión pública.
La otra cara de la moneda es la de aquellos lectores cultos para quie-
nes la manera de apropiarse de lo leído no necesariamente fue a partir de
un ejercicio de escritura, sino mediante una oralidad renovada que dis-
cutía sobre lo actual y lo novedoso. Estos lectores replicaron y discutieron
en los salones los conocimientos adquiridos en la lectura de novedades, y
participaron en la divulgación de las obras haciendo lecturas públicas. En
fin, hemos de mencionar al ancestro del lector ordinario, aún excepcional
en el siglo XVIII, que solo busca en los libros evasión y distracción. Su lec-
tura es ocular, introspectiva, solitaria. De estos dos tipos de lector no pode-
mos hablar más que en términos sociológicos, pues sobre casos específicos,
a menos que se trate de un texto canónico, son pocos los rastros escritos

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que se pueden obtener, a no ser por el sondeo de las bibliotecas particula-


res de cada lector. Estas dos caras del lector culto constituyen la dialéctica
misma del proceso de lectura, dialéctica que terminará afectando la propia
recepción erudita.
Aunque durante el siglo XVIII las fronteras entre recepción culta y
erudita son aún tenues, como es tenue la frontera entre ciencia, literatura
y filosofía, es posible identificarlas y diferenciarlas. Por regla general estos
dos tipos de lectores corresponden a las dos formas de recepción que he-
mos encontrado: la de autores reconocidos que leen en el original o en la
traducción las noticias e ideas de Gumilla, y la de los gacetistas o memo-
rialistas que se encargan de difundirlas a un público más amplio en perió-
dicos y revistas. El rol de estos medios de difusión en la formación de esta
46 “revolución” y, particularmente, el de la incorporación de los estereotipos
i

propios de un “exotismo cosmopolita” en un lectorado extendido no han sido


suficientemente estudiados para el caso de los relatos de viaje, aunque sa-
bemos, por los trabajos de Daniel Mornet, M. M. Chinard y Atkinson, la
importancia que tuvieron en la difusión de las Luces entre los filósofos
(Duchet, Anthropologie 65). Independientemente de la postura ideológica
tanto de autores como de memorialistas —ya se trate de los jesuitas o de
los abanderados del materialismo—, todos, sin excepción, contribuyeron
a la divulgación y la circulación de las nuevas ideas científicas, y, especial-
mente, a forjar una nueva visión antropológica del mundo conocido. Tratán-
dose de los jesuitas, las cartas edificantes y las relaciones de los misioneros
cumplieron un rol decisivo tanto entre el público culto como entre los
filósofos y los eruditos. Entre estos últimos mencionemos solamente la
preponderancia de obras de viajeros y misioneros dentro del acervo de las
bibliotecas particulares. Entre las más consumadas encontramos la de Vol-
taire: sin lugar a dudas, una de las más completas y actualizadas en materia
de viajes y relatos de países extranjeros (Duchet, Anthropologie 68). Para el
caso particular del Orinoco ilustrado, solo hemos encontrado su rastro en
las bibliotecas particulares del Barón D’Hollbach y de Cornelius de Pauw,
dos de los grandes propagadores de las nuevas ideas antropológicas, y en
quienes, como veremos más adelante, repercuten las noticias de Gumilla.

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A esta tipología de lectores deben añadirse las diferencias ideológi-
cas y políticas propias de cada país. En España la obra de Gumilla es muy
bien acogida y discutida; esencialmente entre la inteligencia madrileña,
conformada por eclesiásticos e ilustrados moderados. En Francia, aunque
la obra cuenta también con lectores científicos, como La Condamine o
Buffon, o con filósofos como Diderot y Raynal, el fenómeno inicial de su
recepción se debe, en gran medida, a las estrategias de propaganda de la
Compañía de Jesús. Se trata aquí de una recepción más amplia y literaria,
y, por ende, más difusa y difícil de estudiar, que gravita entre la curiosidad y
el exotismo. En cuanto a los Países Bajos, donde la divulgación cientí-
fica y filosófica es más libre que en Francia, retendremos esencialmente
las lecturas eruditas más destacadas, y en particular la del abate Cornelius
de Pauw, que cierra este estudio. Durante el siglo XVIII su importancia en 47
la difusión de las primeras ideas científicas sobre el hombre americano

i
es grande. Veremos hasta qué punto Gumilla influencia la obra de este
abate holandés.
Antes de mirar en detalle la aparición de las dos primeras ediciones
del Orinoco ilustrado y los ecos de su recepción, detengámonos un mo-
mento en la situación de la Ilustración española en la década de 1740, un
entorno desde el cual nuestro jesuita pensó y escribió su obra. Aunque las
ideas científicas y filosóficas del empirismo y del racionalismo materialista
pasaron también a la Península, la mayor parte de la élite ilustrada practicó
lo que Joel Saugnieux denomina “el cristianismo ilustrado”; es decir, una
forma de racionalismo moderado, que no es, como en el caso de Francia
y de los Países Bajos, totalmente hostil a la fe y a la religión católica. Por
el contrario, y como lo señala este historiador, “las luces y la religión, la fe y
la razón no fueron siempre contradictorias y muchos fueron los que, tanto
en la Iglesia como fuera de ella, pretendieron seriamente conciliarlas” (15).
No se trata solamente —como lo señalaba todavía hace algunos años Pie-
rre Chaunu, despreciando y simplificando la complejidad del movimiento
ilustrado español— de “procurarse contra la Inquisición todas las audacias
jansenistas y precríticas del siglo XVII francés” (285). Tanto reformadores
como eclesiásticos reciben el eco de las nuevas ideas: así lo prueba la lucha

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del benedictino Feijoo por erradicar la superstición, o la asimilación del


pensamiento de Newton por fray Martín Sarmiento. Aunque para algunos
académicos (entre ellos, Albert Dérozier) “hay un despertar tímido, disper-
so y errático de un pensamiento dirigido a la divulgación de la reflexión,
el análisis y la exaltación de la verdad” (346), lo cierto es que existe un desa-
rrollo muy importante en el terreno cultural; particularmente en las letras,
la historia, la poesía, la gramática y la lingüística. Ello lo prueban algunos lo-
gros institucionales, como la creación de la Real Academia Española (1713),
del Real Seminario de Nobles de Madrid (1726), de la Academia de la His-
toria (1735-38) y de la Academia de Bellas Artes de San Fernando (1744).
Según Puig-Samper, hay un giro en 1737 con la publicación de la Poética, de
Ignacio Luzán; los Orígenes de la lengua española, de Mayáns, y la aparición
48 del Diario de los literatos de España: “Pocos años después —explica este
historiador—, entraba en la escena de los vindicadores de la moderniza-
i

ción científica Andrés Piquer, con su Física moderna, racional y experimental


(Valencia, 1745) y su Lógica moderna (Valencia, 1747)” (99).
Aun así, la hostilidad hacia las nuevas ideas es latente; lo es inclu-
so en un Luzán. Elegido secretario del embajador en París en 1747, el
poeta español reprueba todavía el desdén que en París se observa hacia
Platón y Aristóteles, y condena el abandono de la metafísica en benefi-
cio de las ciencias de la naturaleza, a las cuales considera peligrosas para
la religión:
Un ingenio agudo y ayudado con algunas especies leídas —escribe por es-
tas fechas— abraza con facilidad un pensamiento nuevo y a medio digerir le
aborta, le adorna y le traslada al papel y a la Imprenta. La misma Religión no
está segura de estos assaltos repentinos. (125)

La aseveración de Luzán da el tono general y representativo del pen-


samiento ilustrado español. Y Gumilla no es una excepción. Su libro es,
en efecto, un intento por conciliar la sabiduría indígena, la escolástica pro-
pia de su background religioso y los avances científicos que el empirismo
ha permitido desarrollar en las ciencias naturales. Por un lado, Gumilla se
empapa de novedad leyendo a autores procientíficos, como Feijoo y fray
Martín Sarmiento; y, por el otro, sigue de cerca la influencia moderada

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El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca

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de la inteligenzzia madrileña. Desde su regreso a Europa, en 1738, Gumilla
cuenta con la ayuda incondicional del jesuita José Cassani: por así decirlo,
su editor. Cassani es por entonces uno de los autores jesuitas más influyen-
tes de Madrid. Polígrafo experto, miembro consultor del Tribunal de la
Inquisición para la censura de libros, el jesuita es, así mismo, fundador
e impulsador de la Real Academia Española.
El Orinoco ilustrado fue publicado en 1741 por Manuel Fernández,
impresor madrileño de algunas de las obras de Cassani, miembro de la
Cámara Apostólica (Inquisición) y librero “frente la Cruz de Puerta Ce-
rrada”. Fernández, y más tarde su viuda, publicaron durante el siglo XVIII
un sinnúmero de obras piadosas, panegíricas y teológicas, así como varias
obras históricas de autores jesuitas. Entre las más destacadas se encuentran
la Relación historial de las missiones de los indios, que llaman Chiquitos, del pa- 49

i
dre Juan Patricio Fernández (1726); la Historia de la Compañía de Jesús de la
Provincia del Paraguay, por el padre Pedro Lozano (1755); una edición de
San Francisco Xavier Sus Cartas, en que se deja ver…. su fervoroso espíritu….
y un ardiente amor de la virtud, y un implacable odio de los vicios (1752), así
como una traducción de las célebres Cartas edificantes y curiosas escritas de
las missiones estrangeras, traducidas del francés por el padre David Madrid
(1754-1767). Sin embargo, el libro se inscribe mucho más dentro del mo-
vimiento ilustrado, y en este sentido opera una distancia en relación con
la tradición jesuita. Tan solo el título resume el enfoque que Gumilla quiere
dar a su obra: El Orinoco Ilustrado, Historia Natural, Civil, y Geographica de
este Gran Rio, y de sus caudalosas Vertientes: Gobierno, usos y costumbres de los
indios sus habitantes, con nuevas, y utiles noticias de Animales, Arboles, Frutos,
Aceytes, Resinas, Yervas y Raíces medicinales; Y sobre todo, se hallarán conversio-
nes muy singulares a N. Santa Fe, y casos de mucha edificación. El uso de la voz
ilustrado es ya muestra de la voluntad de incluir el libro en el contexto del
Siglo de las Luces:
Este agregado de noticias, escribe el autor en el prólogo con humilde ele-
gancia, dara motivo para que el Gran Rio Orinoco, hasta aora casi descono-
cido renazca en este Libro con el renombre de ilustrado, no por el lustre que
de nuevo adquiere, sino por el caos del olvido, de que sale à la luz publica.
(Gumilla 1741, xxv)

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Andrés Castro Roldán
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Es igualmente revelador que se trate de disociar el discurso edifican-


te del tono científico que Gumilla quiere darle a su trabajo. Así, no es extraño
que tanto el tema de la conversión como el de la edificación ocupen el úl-
timo lugar del título. Siguiendo esta línea, el autor remite al lector intere-
sado en conocer los progresos misioneros a la Historia General del padre
Cassani que “[va] poniendo en nuestra vista heroycas empresas, singula-
res exemplos y virtudes de Varones ilustres que florecieron en aquella mi
Apostólica Provincia para modelo y exemplar nuestro”. Gumilla escribe que
su propósito es menos glorioso, pues su pluma “apenas se levantará del sue-
lo, ni perderá de vista el terreno à que se aplica, para dar noticia de algunas
cosas de inferior tamaño” (xxv). La distancia que lo separa de la tradición
escritural jesuita será discretamente anunciada algunas líneas más adelan-
50 te, con la ambigüedad de la modestia, cuando Gumilla compara su trabajo
con otras obras jesuitas del siglo XVII, a las que califica de superiores, como
i

los Triunfos de la fe, de Pérez de Rivas, o La Conquista Espiritual del Paraguay,


de Antonio Ruiz Maldonado, obras sobre las cuales declara querer “seguir
sus huellas (aunque de lejos)” (xxviii). Más que el contenido edificante,
lo que debe llamar la atención del lector es la novedad. Con todo, el papel
que cumplen el exotismo y las curiosidades en su escritura es, quizás, de
mayor importancia que el de su “capacidad de observador ilustrado”.
Gumilla desea hacer ver con su pluma “cosas nunca vistas”, objetos
“de inauditas propiedades”, fieras “de extrañas figuras”, pájaros singulares
y frutos con formas y sabores diferentes de los de Europa. Su escritura
busca seducir y fascinar al lector con lo exótico, lo curioso, lo inexpli-
cable, para, una vez capturada la atención, proceder a la aclaración, la
explicación racional. Así es como desarrolla una retórica que va de la
captación de la admiración a través de lo maravilloso hacia la explicación
detallada, tan propia del conocimiento científico. Sabemos, por una
carta escrita desde Roma a un colega de Madrid, que el primer impulso
para escribir su obra parece haber sido no tanto disertar para los erudi-
tos sino enseñar y explicar el Orinoco a la duquesa de Gandia y Béjar,
gran dama cuya curiosidad el padre Gumilla se complace en satisfacer, y
a quien en algún momento pensó dedicar su obra:

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El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca

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Salúdeme mucho, (y sea con cara y frazes de pascua) a mi señora la duque-
sa…. y con las frases más puras que se le ocurra […] insinúele a su Excelencia
cómo todo este invierno me he llevado respondiendo por escrito a las pre-
guntas que me hizo, y a todas quantas se me pueden hazer (que es quanto se
puede pedir), de las quales ha resultado un libro cuyo título es El Orinoco ilus-
trado. Historia natural, civil y geográfica, con la variedad de usos y costumbres
raras de aquellas gentes. Sale nuevamente a luz por N. N. Dedícase al grande
Apóstol San Francisco Xavier, después de aver resistido a tres graves impulsos
de dedicarlo a la señora duquesa de Gandía y de Béjar; pero basta mi buena in-
tención, aunque resistida, para que su Excelencia se digne de tomar la obra en
sus manos, que saldrá a más tardar para mayo […]. (Barnadas [1740-1741], 423)

El rol de la duquesa de Gandia no es anodino, y nos permite, acaso,


vislumbrar la importancia que tuvieron los salones de discusión en la gé-
nesis de la obra. Con todo, después de su publicación, El Orinoco ilustrado
estuvo en un principio destinado a circular en el medio erudito madrileño,
51

i
interesado en la historia eclesiástica y en la historia natural americana, un
medio compuesto, esencialmente, de catedráticos, y donde su éxito fue ful-
gurante. De ello tenemos dos pruebas fundamentales.
En primer lugar, la necesidad manifiesta de una segunda edición,
donde Gumilla pudiera ampliar su erudición y defender mejor su punto de
vista. Esto parece señalar el autor en la introducción de 1745, cuando anota:
Algunas personas han dificultado, con ánimo de averiguar mas la verdad, y
otras, así Españolas como Estrangeras, de la mas sobresaliente Literatura, y de
la mas ilustre Nobleza, cultivadas en las bellas letras, se han dignado reconve-
nirme sobre lo lacónico de algunas noticias, que indican mas fondo del que
ligeramente apunté: por lo qual en esta impresion procuraré dar á todos satis-
facción, sin detrimento de la brevedad que deseo. (5)

Así, el volumen in quarto de 639 páginas que constituía El Orinoco ilus-


trado de 1741 pasa a convertirse en El Orinoco ilustrado y Defendido de 1745,
de dos volúmenes in quarto, de 445 y 436 páginas respectivamente; es decir,
un tercio más que en la edición de 1741. La cercanía de esta segunda edición
y su aumento prueban el éxito y la acogida unánime de la obra entre el me-
dio erudito español. Uno de los ejemplos más interesantes sobre estas am-
pliaciones es el pasaje alusivo a los vapores del Guío. Según Margaret Ewalt:

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[…] lo que en 1741 comienza como un capítulo que muestra la anaconda como
un terrible espectáculo de la naturaleza, se convierte, con pruebas adicionales,
en el capítulo más largo y científico de la edición definitiva de 1745. (47)

Una segunda prueba de la acogida de la obra es el elogio que sobre la


segunda edición hace el padre Benito Feijoo (1676-1764): sin lugar a dudas,
la figura más sobresaliente de la Ilustración española. En un texto escrito
probablemente en 1750, a propósito de la lucha contra las supersticiones
populares, que fue uno de los “caballos de batalla” del racionalismo, Feijoo
escribe de Gumilla y de su obra:
Pero el testimonio más decisivo en esta materia es el del Reverendísimo Pa-
dre Maestro José Gumilla, de la misma Compañía, Autor de la bella Obra del
Orinoco ilustrado, dada a luz en dos Tomos este año próximo de 1745. Digo
52 que es el testimonio más decisivo por varias circunstancias. La primera es, que
habla de lo que vio, y observó por sí mismo en los muchos años que ejerció el
i

sagrado ministerio de Misionero en varios Países de la América Meridional. La


segunda, que los oficios que obtuvo de Superior de las Misiones del Orinoco,
Meta, y Casanare, Provincial del Nuevo Reino de Granada, y el que hoy ejerce
de Procurador a entrambas Curias por dichas Misiones, y Provincia, constitu-
yen un testigo muy superior a toda excepción. La tercera, y principalísima es,
que sus mismos Escritos hacen visible, que es dotado de una justa crítica, y
de conocida veracidad. (164-165)

Gumilla no es solamente un testigo conspicuo, sino que habla “de lo


que vio y observó por sí mismo”, lo cual viene a recalcar el espíritu científi-
co empirista propio de la Ilustración. La moderación del catolicismo ilus-
trado, sin embargo, asocia el deseo de novedades y curiosidades al espí-
ritu filosófico francés, en el cual reinan el libertinaje y la perversión. La
razón sin moralidad conduce, para ellos, al fanatismo y a la incredulidad.
Cassani, quien como Luzán fue censor de la Inquisición, escribía en 1744
lo siguiente, en su censura del Viaje de Pablo Lucas:
Los franceses se mueren por estos libros y yo rabio si los tomo en la mano.
Éstas son relaciones que forman estos viajantes (su propio nombre es vaga-
bundos) y en ellas dicen que han visto palacios debajo de la tierra, ruinas en
edificios de cuatro leguas de circuito, animales feroces, águilas de cuatro alas,
serpientes sin cabeza y otras cosas, con que se debe dudar mucho si han visto
lo referido con los ojos o con la fantasía. (AHN, I, 4425-5)

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Contrariamente a lo que ocurrirá en Francia, como veremos a con-
tinuación, no es el exotismo de la relación lo que retiene principalmente
la atención de los lectores españoles, para quienes la aversión por las nove-
dades es patente; al menos en los medios eruditos.
En Francia, la década de 1740, durante la cual aparecen las dos prime-
ras ediciones ya mencionadas del Orinoco ilustrado, es crucial en la historia
de las ideas. En el espacio de un año se publican algunas de las obras más
importantes del Siglo de las Luces. Así, El espíritu de las leyes, de Montesquieu,
aparece en Ginebra a finales de 1748. En el mismo año Buffon publica su
primer volumen de Historia Natural1, que sienta las bases epistemológicas
de las nuevas ciencias naturales, ya liberadas del dogma religioso. Rousseau
publica en 1749 su famoso Discurso sobre las Ciencias y las Artes; Condillac,
su Tratado de los Sistemas; y D’Alambert, sus Investigaciones sobre la precisión 53

i
de los Equinoccios. La primera recepción de la obra de Gumilla en Francia se
sitúa, justamente, en torno a la polémica sobre la figura de la Tierra y las me-
didas equinocciales, y, por ende, dentro del contexto de los descubrimien-
tos geográficos, aunque su divulgación en círculos más amplios se debe,
en gran parte, a los jesuitas y a sus seguidores. Veamos esto con más detalle.
Dos circunstancias extraordinarias, y casi simultáneas, contribuyeron
a la llegada del Orinoco ilustrado a Francia. La primera es el descubrimien-
to en 1740, por el jesuita Manuel Román (amigo y compañero de Gumilla),
de una comunicación fluvial entre el Orinoco y el Amazonas. Desafortu-
nadamente, Gumilla solo estuvo al corriente de ello a su regreso a la Nueva
Granada, en 1743: demasiado tarde para que la corrección de la segunda
edición (1745) alcanzara a llegar a España (Backer 297). Una segunda cir-
cunstancia es la coincidencia de este descubrimiento con la expedición de

1 rDe aquí en adelante, a excepción de unos cuantos, los títulos originales de las obras y los
periódicos citados han sido traducidos al español, para comodidad del lector. Remito, pues,
al final del artículo, donde se encuentran, en orden cronológico y de acuerdo con las fechas
citadas en el texto, los títulos originales de las principales obras utilizadas como fuente.
Los textos citados han sido, igualmente, traducidos del francés, incluyendo la versión fran-
cesa del Orinoco ilustrado, que aparece en itálicas cuando es traducción mía.

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La Condamine a América del Sur (1743-1745). Cuando el sabio francés, de


regreso a Europa, leyó en público su discurso geográfico sobre el Amazo-
nas ante la Academia de Ciencias de París, el 28 de abril de 1745, ya estaba al
corriente del descubrimiento del padre Román. En efecto, un miembro de
su expedición, el señor Bougier, había salido del Ecuador, por tierra, hasta
la Nueva Granada, y de allí, remontado el río grande de la Magdalena para,
en Cartagena, embarcarse de regreso a Europa. Bougier se entrevistó en la
villa de Honda a finales de agosto de 1743 con un padre jesuita que le infor-
maba, de parte de Gumilla, recientemente llegado a Santafé, sobre aquel
descubrimiento (Mémoires, febrero 1748: 370). Es posible que Bougier haya
recibido un ejemplar de la primera edición del Orinoco ilustrado en esta
ocasión, y que se trate del primer francés, junto con La Condamine, en ha-
54 ber leído el libro de Gumilla.
i

Dos años más tarde estos hechos fueron divulgados al público culto,
junto con una primera reseña de la obra en el célebre periódico Mémoires
de Trevoux. También llamadas “Memorias para la Historia de las Ciencias
y de las Bellas Artes”, Trevoux fue un periódico concebido por los jesuitas
franceses en 1701 para publicar todo lo que pareciera curioso, teniendo en
cuenta el objetivo edificante y apologético de la religión. Se trataba de sa-
tisfacer las cada vez más crecientes necesidades de novedad y curiosidad
de las clases superiores, los nobles, los funcionarios y los miembros de
las profesiones liberales. Sin embargo, ni el corte ideológico del periódico
—próximo al partido devoto— ni su estilo —poco polémico— eran del
gusto de los sabios ni de los filósofos ilustrados. Voltaire decía de este perió-
dico que lo conformaban “tontos traductores, tontos compiladores, tontos
autores y aún más tontos lectores” (Hatin 264). Con todo, su rol, como el
de tantas otras revistas del mismo corte, fue importante en el proceso de la
ilustración europea, pues contribuyó al desarrollo de lo que, como hemos
visto, algunos académicos denominan “la revolución de la lectura”.
Esto es lo que observamos en la reseña sobre Gumilla, publicada
en un largo artículo de 75 páginas en los números de enero y de diciembre
de 1747 y de enero de 1748. El autor, anónimo, parece entusiasmado por
las informaciones y novedades contenidas en la obra, pues concede que:

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[…] la diligencia con la cual el público recibe las relaciones de viaje y las His-
torias de las diferentes partes del mundo, forman un feliz prejuicio en favor
de la obra […]. Los amateurs de maravillas encontrarán de que nutrir y con-
tentar su afición. (Mémoires, enero 1747: 2321)

Para el comentarista, desafortunadamente, la obra no estaba escri-


ta en francés, lengua paradigmática del europeo ilustrado, del buen gusto
y de la ciencia. Trevoux deplora que la lengua sea el español, una lengua
“que no está mucho a la moda” (2343). Por ende, y al tratarse de un libro aún
no traducido, la reseña busca —como es el caso, por cierto, de muchos
periódicos de la época— hacer su resumen detallado y extraer la mayor
cantidad de contenido interesante. Como escribe el periodista: “cada uno
de los capítulos de esta Historia nos proveen de un cuadro diferente”, así
pues, figuran las excesivas privaciones que los otomacos infligen a sus hijas 55
antes del matrimonio; o el hecho de que “una mujer que tiene dos hijos a la

i
vez se expone al resentimiento de su marido que la considera sospechosa
de infidelidad”; o la excentricidad de los ritos funerarios de los sálivas,
y la tranquilidad —o más bien la estupidez— con la que esperan la muer-
te: tal es el caso de aquel viejo padre de familia, quien, como un “perfecto
estoico” y cansado de “una vida inoportuna”, pide a sus hijos que lo entie-
rren vivo; o el nomadismo de los guahibos y chiricoas, “que realizan las
maravillas fabulosas de los Caballeros andantes”; o, más aun, las pruebas
extravagantes que practican los indios para hacerse capitanes, como, por
ejemplo, pedir ser cubiertos de hormigas (2343). “No creemos —comenta
el periodista— que existan en Europa oficiales suficientemente aficiona-
dos a las distinciones y los honores para comprar a tal precio sus grados
militares” (Mémoires, diciembre 1747: 2510).

El periódico jesuita comenta, así mismo, las teorías de Gumilla


sobre el origen de los indios, de las lenguas indígenas, así como sobre
las razones de la caída demográfica americana. Como veremos, la teoría
de la despoblación del Orinoco constituye el eje de discusión en torno
al cual girará más tarde el interés de los eruditos y de los filósofos por la
obra del misionero jesuita. Sin embargo, Trevoux es aquí bastante próxi-
mo de la ideología dominante del partido reaccionario al racionalismo

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del siglo XVIII francés, y ensalza, con el mismo tono apologético tan
común entre los autores jesuitas del siglo XVII, la idea cristiana de ci-
vilización. Hablando de las depravaciones de los Indios de Orinoco, el
artículo concluye:
Todos estos horrores desaparecen a medida que el Cristianismo se introduce
en estos pueblos. La Religión pone todo en orden, permite y depura la razón,
devuelve al hombre su humanidad, inspira y embellece los sentimientos natu-
rales […]. Su número aumenta, se crean nuevas poblaciones que reconocen
las leyes. (2524)

Antes de la traducción al francés, una segunda reseña fue publi-


cada en enero de 1756 en el Journal Etranger, a cargo del ex jesuita Freron,
discípulo de uno de los grandes críticos literarios de la época: el también
56 ex jesuita Desfontaines. El periódico, aunque del mismo corte que
i

Trevoux, adopta un tono más reprobatorio. Las críticas del ex jesuita


parecen dirigirse más a los aspectos formales de la obra, como si su dis-
tancia con la Compañía le permitiera estar más al tanto de lo que podía
interesar al lector ilustrado. Freron (1756) escribe que, a pesar de la “ter-
nura apostólica” de Gumilla:
[…] los detalles en los que necesariamente se detiene con respecto a su
profesión de misionero, vuelven la obra algunas veces monótona aunque
deja de serlo para aquellos a quienes les interesa tanto como a él este tipo de
temas. Por lo demás, no es necesario recalcar cuanto trabajo y atención ha
debido costarle escribir su obra para desterrar el desorden, la confusión y
la lentitud. (45)

En 1758 aparece, finalmente, la traducción francesa del Orinoco ilus-


trado, bajo el título Histoire Naturelle civile et geographique de l’Orénoque.
No sabemos a ciencia cierta qué motivó esta traducción, pues, por un lado,
el editor de la obra, la librería e imprenta de los sucesores de la viuda de F.
Girard en Avignon, trabaja en estrecha colaboración con la Compañía de
Jesús, y, por el otro, el traductor de la obra es un colaborador de Diderot,
cuyo partido se enfrentaba por entonces con los seguidores de la mode-
ración filosófica del cristianismo ilustrado, patente tanto en los escritos
de Trevoux como en los de Freron.

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La coincidencia de temas científicos al mismo tiempo que religiosos
es una constante entre los jesuitas, interesados tanto en la pedagogía y en la
vulgarización de la ciencia como en la de la moral y la fe católicas. En efecto,
algunos de los libros publicados por F. Girard eran de carácter científico y se
vendían, al igual que la obra de Gumilla, en la librería parisina de Desaint &
Saillant. Era el caso de los del jesuita Pezenas, astrónomo y matemático de
la escuela de hidrografía de Marsella: una Práctica de pilotaje, una Memoria
de matemáticas y de física (1755) un Diccionario de Ciencias y de Artes (1756),
unos Elementos de Astronomía para el uso de marineros (1756) o una traduc-
ción de un Curso completo de Óptica (1767). A su lado encontramos otros
libros del jesuita Henri Paulian, profesor de física del colegio de Avignon,
como una Guía para jóvenes matemáticos con lecciones del abate de Lacaille
(1766), un Diccionario de Física (1760-1768) o el interesante Sistema General 57
de filosofía extraído de las obras de Descartes y de Newton (1769). Con ellos se

i
mezclan obras de carácter devoto y edificante, como un Tratado de discipli-
na religiosa, traducido de Thomas Kempis, o El Sentimiento afectuoso del alma
hacia Dios, del caballero Lasne d’Aguebelles (1763), así como decenas de
otros títulos del mismo tenor. Esta alianza entre fe y razón, tan típicamente
jesuita, es una prueba de la complejidad del fenómeno ilustrado en Francia
y de las múltiples facetas que este puede representar. Sin embargo, hay una
ruptura muy clara entre este tipo de Ilustración y la que practicaban los
racionalistas duros. Quizás, el libro más interesante de los que fueron pu-
blicados por Girard en esta época, y que nos permite comprender la posi-
ción ideológica de los jesuitas, sea una obrita del abate Chaudon, publicada
en 1767 bajo el título Diccionario anti-filosófico para servir de comentario y de
corrección al Diccionario filosófico de Voltaire y a otros libros que han aparecido
en nuestros días contra el cristianismo.
En cuanto al traductor, Marc Antoine Eidous (1724-1790), claramen-
te hay que situarlo más próximo al racionalismo radical que al partido je-
suita. En efecto, Eidous es conocido tanto por sus textos libertinos como
por su cercanía con Diderot. Se sabe, por ejemplo, que estuvo “embastilla-
do” por la virulencia de sus textos pornográficos en la vena de un Aretino,
y que fue, así mismo, el traductor, con Diderot, del Diccionario Universal de

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Medicina (1746), uno de los primeros trabajos importantes del filósofo fran-
cés (Feller 3: 309). Aun así, Eidous no hace verdaderamente parte del
mundo intelectual parisino. Es, por así decirlo, un subalterno del mundo
de la edición, un polígrafo prolífico que vive, esencialmente, de la traduc-
ción de obras de corte muy variado. Con todo, sus constantes son el exo-
tismo y los relatos de viaje, las obras que suscitan cada vez más interés
entre los lectores no especialistas. Así, por ejemplo, traduce del inglés una
Historia de la China (1766), Un Viaje al Levante de Federico Hesselquist (1769)
y una Historia de Rusia de Mikhail Vasil’evich Lomonosov (1772). Como tra-
ductor, su reputación es bastante mediocre. Grimm, el gran amigo de
Diderot, explica, por ejemplo, que Eidous no necesitaba sino quince días
para traducir un volumen (Diderot y Grimm 7: 150). Otros contemporá-
58 neos lo catalogan como un traductor “más que mediocre”, cuyos trabajos
“tienen la huella de una rapidez funesta para el buen gusto” (Feller 3: 309).
i

Es claro, pues, que, a pesar de la colaboración de Eidous, la obra de


Gumilla se inscribe completamente en la órbita jesuita. Efectivamente, en
su advertencia del traductor Eidous cita el artículo de Freron (aparente-
mente, conocido y amigo suyo) de 1756, lo cual nos hace sospechar que es,
quizás por influencia de Freron, que Eidous traduce la obra del misionero
(Gumilla, 1758, 1: 6). O por el contrario: quizás la reseña de Freron sea pos-
terior al trabajo de traducción, aunque anterior a la publicación de 1758.
Como sea, las modificaciones hechas a la obra original española parecen
coincidir con la crítica hecha por Freron en su artículo: el contenido teoló-
gico de la obra es aburrido para el lector.
Paradójicamente, es esta misma crítica, aunque velada y discreta en
Freron, la que aparecerá unos años después, cuando la obra es presentada
para obtener las debidas aprobaciones y licencias reales. Como es sabido,
la dirección de la censura estaba por entonces en manos de Malesherbes
(1750-1763), hombre liberal y bastante favorable a las ideas del partido
enciclopedista, dirigido por Diderot. Esto explica el subsiguiente con-
flicto editorial entre el partido jesuita y la censura. El encargado de expedir
la licencia, el señor de la Grange de Chécieux, hace saber, por una carta al
editor, que “vería a propósito suprimir todas las disgreciones teológicas así

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como los hechos que el autor considera milagrosos”. El editor marsellés
Dominique Sibié se opone a ello en una carta de junio de 1757, dirigida
al mismo Malesherbes, y en la que le ruega reconsiderar su decisión, pues
“[…] las supresiones propuestas presentarían un perjuicio considerable a
la obra, y que de hecho el autor es demasiado ortodoxo para proclamar
sentimientos y hechos contarios a la fe de la Iglesia […]”, razón por la cual
pide “[…] un segundo censor de la facultad de teología para el examen de
las materias que tocan a la Religión […]”, puesto que “[…] los temas que
el señor de la Grange juzga a propósito suprimir son de una extrema im-
portancia para los misioneros que trabajan en la conversión de los idólatras
americanos” (BNF, FF 22144: 56)2.
El mismo año de esta publicación al francés, dos artículos le son
consagrados en revistas projesuitas francesas. El primero es de diciembre 59

i
de 1758; nuevamente de la pluma de Freron, pero esta vez, en su Année Litté-
raire, periódico desde donde se consagra a atacar a los miembros de la En-
ciclopedia y a defender la Religión y el statu quo. El artículo tiene el mismo
tono que el publicado en 1756, y trata in extenso de los dieciséis capítulos
que componen la parte etnográfica de la obra. Su carácter “exótico” es lo
más susceptible de interesar al lector no erudito, pues, como dice: “estos
cuadros de costumbres extranjeras que nos parecen extrañas es muy gra-
cioso para los lectores filósofos y para los que no lo son” (349).
Más interesante es la segunda reseña, publicada esta vez por Trevoux
el año siguiente, aunque tampoco se propone ninguna crítica de fondo so-
bre las ideas del autor. Se plantea, ante todo, una crítica formal de la traduc-
ción que deja translucir la misma propensión editorial por la búsqueda
de un lector estándar. El periodista deplora que el traductor no haya hecho
aún más cortes de la versión original, pues explica que “el libro español tra-
ducido en su totalidad no sería del gusto de nuestra nación […] y que la
obra reducida de un tercio hubiera sido más agradable a la lectura […]”,

2 rFF: Fondo Français. Aunque el fondo documental se llama Fondo Malesherbes, aparece con
la nomenclatura del Fondo Français en la Biblioteca Nacional de Francia (nota del editor).

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razón por la cual hubiera sido eficaz suprimir “[…] varias disertaciones
poco interesantes o incluso totalmente inútiles” (Mémoires, 1759, 640). Sin
embargo, las supresiones propuestas por Trevoux no necesariamente co-
rresponden a las que propone la censura. Mientras que las últimas atacan
las digresiones en materia de trabajo misionero y de religión, las de Trevoux
se refieren más a las largas disertaciones de corte naturalista y científico,
como el extenso capítulo sobre las serpientes.
La traducción contiene, así mismo, “varias construcciones sospe-
chosas, […] frases viciosas, y […] faltas de lengua”, como también, al-
gunas inexactitudes, libertades y contrasentidos (640). En este orden de
ideas, es interesante notar cómo la lectura de Eidous transforma al indio
en un ser aún más salvaje de aquel que nos pinta el misionero. Hablando
60 de uno de los remedios usados entre las indias de la nación Guamo, Gu-
i

milla (1745) escribe:


[…] luego que ven enfermo á algun hijo suyo de pecho, ó algo mayor, pen-
sando ciegamente, que no hay otro remedio para que sane, toman una lanceta
de hueso muy amolado, y con ella se traspasan la lengua: ¡con quánto dolor!
ya se ve. Sale la sangre á borbotones, y á bocanadas la van echando sobre sus
tiernos y amados hijos estendiéndola con la mano desde la cabecita hasta los
piés […]. (1: 164)
He aquí como Eidous interpreta el texto de Gumilla:
[…] Las Indias guama no se dan bastante cuenta que sus hijos están en-
fermos (la edad les importa poco) que imaginándose ciegamente que no hay
otro remedio para sanarlos, toman una lanceta de hueso bien amolado y con
ella les traspasan la lengua […]. (Mémoires, 1759, 642)

El texto español no dice en ninguna parte “que la edad les importa


poco”, y, además, es sobre su propia lengua, y no sobre las de sus hijos, don-
de las indias infligen esta acción. Otro contrasentido denunciado por Tre-
voux aparece cuando Gumilla cuenta, en un aparte consagrado a los leones
americanos, que se había traído de Caracas a Cádiz “un feróz salvaje para
la leonera del Rey”. Eidous escribe que se había llevado al rey de España un
“salvaje feróz”. Sería, comenta Trevoux, “una gran novedad, que se pusiera
a un hombre salvaje en una jaula para fieras: sería un rasgo de barbarie,

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capaz de deshonrar a un príncipe o a la nación que así lo hiciera” (642). Los
contrasentidos de Eidous no son solamente errores de traducción, sino
que constituyen una lectura fantasmática del hombre americano, a partir
del acervo literario europeo que favorece el exotismo —pensemos en la
inmensa popularidad de la Historia Universal de los Viajes, del abate Prevost,
la cual desde 1746 captura la atención de todo tipo de lectores— y de la
propia retórica de Gumilla que puede operar una lectura negativa que con-
funda deseo y realidad.
Todos estos elementos nos permiten pensar que, contrariamente al
caso de España, donde la obra es recibida desde el principio con alaban-
zas, en Francia su primera recepción es más compleja. El libro no parece
entrar en la categoría de las traducciones científicas ni en la de las edi-
ciones eruditas. A este respecto, por ejemplo, es interesante comparar el 61

i
formato de las dos ediciones españolas con el de la edición francesa. El
libro francés es editado en tres volúmenes in doce (es decir, lo que hoy po-
dría llamarse formato de bolsillo), mientras que el formato español es el
tradicional in quarto de los libros eruditos. Así, la edición francesa parece,
más bien, pertenecer a esa clase de libros “interesantes” que apasionaban
al cada vez más numeroso público culto, y que eran publicados descuida-
damente con la febrilidad de una rebosante actividad editorial. Esta idea
es la que sostiene Trevoux en su artículo de 1759, pues “verdaderamente,
las relaciones de viaje no exigen ni la fineza, ni el colorido de un discurso
académico” (640).
Ahondemos ahora un poco más en las lecturas eruditas de la obra
de Gumilla. Ya hemos visto cómo en España el éxito de las temáticas cien-
tíficas le vale a la obra una acogida importante. Pero no será sino a partir
de 1758, año de la edición francesa, cuando la obra encontrará una cierta
acogida en el mundo científico europeo, por la atención especial que porta
Gumilla a las ciencias naturales y a la etnografía. Esta acogida se debe, en
gran medida, al rol de los Países Bajos, donde la libertad para publicar atrae
a la vanguardia intelectual. La tradición de estos como refugio de librepen-
sadores es una de las más antiguas de Europa. Pensemos en el caso de Eras-
mo de Rotterdam o el de Descartes, quien en 1629 huyó del asedio parisino

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a Holanda, donde escribió la mayor parte de sus obras. También debemos


recordar el caso de Pierre Bayle (1647-1706), uno de los grandes precursores
del movimiento enciclopedista tanto en Francia como en Holanda.
Antes de entrar en el estudio de los autores que citan a Gumilla en
sus obras, detengámonos un momento en la prensa. Los periodistas y ga-
cetistas de Ámsterdam y de La Haya gozan de una libertad como no existe
en ningún otro país europeo. Y son, sin duda alguna, los periódicos ho-
landeses (la mayoría, publicados en lengua francesa) los que abastecen a
todo el resto de Europa de nuevos razonamientos científicos, filosóficos y
políticos. Tres fueron las reseñas del Orinoco ilustrado publicadas en Holan-
da. Son, generalmente, mucho más sintéticas que las francesas, y se intere-
san más en el pensamiento del autor y en sus teorías. Esto tiene una razón
62 primordial, que vale la pena subrayar: los lectores son, por lo general, aca-
i

démicos y científicos, y el objetivo de las reseñas es suscitar el interés por


procurarse los libros descritos, muchas veces falsificados o reproducidos
sin licencia por los libreros holandeses o belgas.
El primer artículo se encuentra en los números de septiembre y oc-
tubre de 1758 del Journal des Savants, un periódico mensual, originariamen-
te francés, retomado en Ámsterdam entre 1754 y 1763, y que circuló por
todas las academias europeas, salvo en Francia, donde estuvo prohibido
hasta 1816 (Hatin 215). La reseña que nos ocupa es un corto resumen del
artículo de Trevoux de 1747. Una segunda reseña apareció en La Haya en la
Bibliothèque de Sciences et de Beaux Arts, en diciembre de 1758. Es extrema-
damente breve (veinte líneas), y llama la atención del lector sobre aspectos
científicos que se discutían por entonces en Europa: el color de los negros,
las teorías sobre la forma como los primeros hombres pasaron a América,
y teorías sobre las causas de la disminución de la población americana. La
última reseña —sin lugar a dudas, la más interesante— fue publicada
en Lieja el año siguiente, en el Journal Encyclopédique, periódico cercano a
los filósofos franceses que contaba entre sus colaboradores con el abate
Prevost y con Voltaire. El artículo, de veinte páginas, resume la posición
ambigua de los pensadores ilustrados frente a este tipo de “relaciones intere-
santes”. Por una parte, se critica la calidad de observación de los jesuitas, y,

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por otra, se utilizan, de todas maneras, sus informaciones etnográficas para
construir las nuevas ideas universales sobre la humanidad y la alteridad.
El artículo deplora que no haya viajeros suficientemente filósofos e ilustra-
dos, capaces de describir los países lejanos, pues quienes viajan y hacen
indagaciones interesantes, como un La Condamine, un Le Monnier o
un La Caille, lo hacen más “como geómetras que como filósofos”, y dejan
de lado el estudio del hombre, pues “la historia natural siempre a sido pre-
ferida a la historia moral”. Tal circunstancia ha obligado a los filósofos a
buscar “los conocimientos que les faltan en las relaciones de marinos,
de mercaderes y de misioneros”. Pero los misioneros, ¿“son acaso capa-
ces de ver convenientemente y de proveer buenas observaciones?” La res-
puesta es, obviamente, negativa, pues son más cristianos que filósofos y “se
han propuesto menos el conocer a los hombres que el convertirlos. Para el 63
primer objetivo es necesario un talento que le falta a la mayoría. Para el se-

i
gundo no es menester más que celo y la Providencia hace el resto” (1 parte
3: 73-75). La obra de Gumilla es, pues, una de esas relaciones interesantes
en las que “sería imprudente confiar”, por encontrarse en ella “cantidad de
hechos absurdos, disertaciones aburridas que entrecortan el discurso en
varios lugares, y que están llenas de todos los viejos errores de la Escuela.”
Sin embargo, se considera necesario acordarle un mínimo de confianza
al autor, pues aunque el lector tienda a pensar que sus observaciones son “el
producto de una imaginación asustadiza”, el periódico reconoce cómo
“el padre Gumilla no relata más que lo que ha visto”, y que el libro “merece
ser leído, salvo la disertación en la que se esfuerza por justificar la conquista
de los Españoles […]” (2 parte 1: 99).
Es más que probable que las posteriores lecturas eruditas de Gumi-
lla hayan tenido como punto de partida las reseñas holandesas, pues todas
contienen, ya en germen, los temas que desarrollará luego la academia, tan
atenta por entonces a las ideas que luego darían nacimiento a la antropo-
logía física del siglo XIX. Así, por ejemplo, el pasaje donde Gumilla habla
de la existencia de una pequeña negrita manchada de blanco, propiedad de
una de las haciendas de la Compañía de Jesús en Cartagena, llama la atención
de varios sabios europeos. Tal es el caso de la obra de un cirujano de Ruán,

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el señor Le Cat, publicada en Ámsterdam en 1765, bajo el título Tratado


del color de la piel humana. El autor discute la explicación que da el jesuita,
fundada en la teoría agustiniana de la imaginación:
Este singular fenómeno —escribe irónicamente Le Cat refiriéndose a Gumi-
lla—, no tenía otra causa sino el de una perra variopinta que la negra quería
mucho y que llevaba siempre con ella […]. Partiendo de este principio, una
mujer blanca en cinta, muy marcada por la presencia de un perro negro, puede
dar a luz a un niño negro […]. Hay en estas partes del mundo algunas histo-
rias infantiles de esta especie. (21)

En 1769 otro sabio francés amigo de Diderot, Jean Delisles de Sales,


cita el mismo caso en su Filosofía de la naturaleza o tratado de moral para
el genero humano, y tilda las ideas de Gumilla de “disparates piadosos”
64 (De la Philosophie, 1789, 5: 46). En 1772 el mismo caso llega a oídos de Bu-
i

ffon, quien lo reproduce en su Historia Natural, sin hacer la más mínima


referencia a Gumilla, pero representando en un grabado a la misma negrita
de Cartagena al lado de su madre.
Pero no solo las ciencias naturales y la antropología física se inte-
resan en el Orinoco ilustrado. Algunos aspectos etnográficos son citados
por los filósofos franceses, ya sea en su afán enciclopedista por conocer
la diversidad de costumbres de la humanidad, ya sea como recurso retó-
rico para la sátira filosófica, pues resulta más sencillo poner en boca de un
extranjero imparcial, o en la de un salvaje, las críticas de las injusticias y las
supersticiones nacionales. Uno de los pasajes de Gumilla tuvo una célebre
posteridad gracias a Diderot. Se trata del discurso de una india del Orinoco
que mata a su hija recién nacida para evitarle la servidumbre que sufren las
indias por parte de sus maridos. La primera referencia la encontramos en
una obra de D’Holbach, publicada en Ámsterdam en 1762, escrita en cola-
boración con Diderot y titulada La Antigüedad revelada por los usos o examen
crítico de las principales opiniones, ceremonias e instituciones religiosas y políticas
de los diferentes pueblos de la tierra (Boulanger, L’Antiquité). Aquí es palpable
el enfoque comparatista sincrónico que operan los intelectuales de la época,
y que se inscribe en una óptica contraria a la del jesuita Lafitau, quien escri-
be en 1724 su famoso Costumbres de los Indios americanos comparadas a las

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costumbres de los primeros tiempos. El objetivo de Diderot es deshacerse de
los prejuicios de los antiguos para lograr una mejor lectura de la historia
de la humanidad.

Más retórico y controvertido es otro texto donde Diderot se extien-


de sobre la condición de la mujer. Se trata de su famoso artículo “Muje-
res”, de la Enciclopedia. En una carta escrita a Grimm en 1772, que anuncia
este artículo, el filósofo cita de nuevo la anécdota de Gumilla; esta vez no
para mostrar la particularidad de las costumbres salvajes, sino para subrayar
la generalidad del hecho: la sumisión de la mujer es universal (Diderot y
Grimm 8: 11). Diderot se servirá nuevamente de esta anécdota en 1780,
en la Historia de las Dos Indias, del abate Guillaume-Thomas Raynal, detrás
de quien aparece, igualmente, el rastro inconfundible de su pluma (Backer
296; Duchet, Diderot 75). Esta cita se encuentra dentro del contexto origi-
65

i
nal en el que Gumilla la había utilizado; es decir, para explicar la despobla-
ción del Orinoco.

Uno de los aspectos más interesantes de la recepción erudita de las


ideas de Gumilla concierne, justamente, al tema de la demografía america-
na, y, en particular, a la pregunta sobre si la colonización española es la causa
de la disminución de los indios. Ya hemos visto cómo ello es citado en el
artículo de Trevoux de 1747 y en el de las Bibliothèques des Sciences et des Arts,
de 1758. Esta temática hay que situarla en torno a la Leyenda Negra que los
países protestantes generaron desde el siglo XVI hacia la Conquista y la co-
lonización españolas. El siglo XVIII retomará esta tradición para criticar la
postura colonialista. La polémica es ya palpable desde la primera edición
del Orinoco ilustrado, donde Gumilla, como buen apologista de las misio-
nes, reconviene al autor de la Geografía Universal, de 1725, el sabio francés
Charles Noblot, quien sostiene que las causas principales de la disminución
demográfica son la crueldad de los españoles y su impericia para organizar
y desarrollar sus colonias. Tal será el caso, más tarde, de Diderot y de Raynal,
en la Historia de las dos Indias, donde, tal como ya vimos, se cita a Gumilla.
Pero, quizás el caso más paradójico e interesante sea el de Corne-
lius de Pauw, un sabio holandés reconocido por sus trabajos sobre los

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indígenas americanos. Después del jesuita Laffitau, citado más arriba, es


a Pauw a quien debemos el apelativo de gran especialista en materia de
etnología americana; particularmente por su libro Recherches Philosophiques
sur les Américains (1768-1774) y por su artículo “América”, publicado en el
Suplemento de la Enciclopedia de Diderot en 1776. Como fuentes de primera
mano, Pauw (1776) se sirve de las obras de cronistas antiguos, como He-
rrera, Acosta, Blas Valera, Garcilaso o Las Casas, crónicas sobre las cuales
es siempre crítico y escéptico:

No nos hemos propuesto aquí seguir —escribe Pauw en la Enciclopedia—, las


antiguas relaciones dónde junto a la credulidad infantil se suman los delirios
de los viejos [...] y donde nada es estudiado en profundidad. (344)

66 Su escepticismo se extiende, igualmente, hacia los relatos de viaje de


militares y naturalistas, a excepción de algunos sabios del siglo XVII. Pauw
i

manifiesta aquí exactamente la misma crítica que le había hecho el Journal


Encyclopédique a Gumilla en 1759. Entre la inmensa cantidad de detalles
que proveen las relaciones “han pasado falsedades de las cuales algunas
son perfectamente conocidas y otras se conocerán a medida que los viaje-
ros se vuelvan más ilustrados […]”, pues “la mayoría de los que han habla-
do hasta hoy son monjes y hombres que no merecen el título de filósofos”
(351). Tratándose de los brujos indígenas, por ejemplo, Pauw reprocha a
las crónicas jesuitas su “racionamiento imbécil sobre la teología de aquellos
pretendidos sacerdotes […]”, en vez de “atraerlos con presentes y procedi-
mientos generosos a comunicarles las propiedades de las plantas que usan
con gran sabiduría en sus medicinas” (352).
Todas estas observaciones son comparadas con las experiencias y
los puntos de vista de sabios y naturalistas europeos como Lineo, Buffon,
Hume y Voltaire, a quienes Pauw cita como autoridades absolutas. Sin em-
bargo, y a pesar de su recelo hacia las crónicas jesuitas, la lectura de Gumilla
tuvo un papel importante en la teoría que Pauw desarrolla sobre la degene-
ración natural de los indios, como lo demuestran las numerosas citaciones
que, de manera velada o manifiesta, el sabio holandés hace a lo largo de
su extenso trabajo a partir de la traducción francesa del Orinoco ilustrado.

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Uno de los argumentos principales que el jesuita utiliza para explicar la dis-
minución de la población del Orinoco es el uso de los venenos. Y no es
tanto la calidad científica de los argumentos, sino la insistencia retórica y la
configuración misma de la estructura de la obra, lo que, poco a poco, hace
mella en Cornelius de Pauw. Es interesante señalar cómo el segundo vo-
lumen de la edición de 1745 consagra siete largos capítulos al tema del
veneno y de las alimañas venenosas, dejando en el lector una impresión
negativa. Gumilla es consciente de ello cuando escribe:
[…] para evitar el horror y aversión, que con la lectura de este Capítulo, y de
los dos antecedentes, y quatro siguientes, podría concebirse al terreno que cría
tan fieros monstruos, reconozco importante el prevenir, que la impresión que
causa la vista de aquellos, es muy diversa de la que causa su representación, y el
caso es muy otro de lo que aquí parece, sin el menor agravio á la verdad de esta
Historia: porque toda aquella multitud de venenosos buíos, culebrones, insectos,
67

i
guacaritos y caymanes, se reconoce aquí epilogada y reducida á pocos pliegos, é
imprime en la mente, en corto tiempo, un enorme agregado de especies, sobre
manera melancólicas, fatales y retraentes, las quales precisamente han de en-
gendrar en los ánimos una notable aversión hacia aquellos Países, y una firme
resolución de no acercase á ellos; pero es muy fácil de disipar y desvanecer
este melancólico nublado; porque todo este torbellino de especies funestas,
que estrechadas á breves páginas, espanta; no es así allá en sus originales, á
causa de no estar ellos juntos y amontonados en un Lugar, en una Provincia,
ni en solo un Reyno [...]. (2: 176)

Es, sin duda, lo que le ocurre al memorialista de la reseña de 1759,


estudiada más arriba, y en la que podemos leer el siguiente concepto del
Orinoco:

El río Orinoco alimenta en su seno monstruos mucho más terribles que aque-
llos que se encuentran en el mar. Las riberas de este río son funestas a cual-
quiera que pretenda acercarse a ellas; la muerte acecha a cada paso; unas veces
son las aves de rapiña, sedientas de sangre humana y que persiguen a los viaje-
ros que felizmente consiguen escapar a las trampas que les tienden los animales
anfibios; otras veces son los frutos que presentan un alimento envenenado,
o acaso la triste campiña que riega aquel río exhalando olores pestilentes. En
breve, la naturaleza en otros lados tan bienhechora, parece haber reunido en
aquel país todo lo que puede contribuir a la destrucción de su más bella obra.
(Journal 2.1: 84)

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La misma lectura, esta vez justificada por la autoridad científica de


entonces, es la que retiene Cornelius de Pauw. El sabio holandés extrapo-
la las noticias de Gumilla convirtiéndolas en una generalidad para toda la
América meridional, pues entre los relatos de viaje que utiliza para des-
cribir esta región (La Condamine para el Amazonas y Ulloa para el Perú)
es el relato del jesuita el que reúne más información sobre los animales
y las plantas venenosas. Entonces, a partir de la obra de Gumilla, Pauw
(1776) deduce su teoría sobre la humedad del clima americano, de un
entorno natural degenerado que explicaría los vicios de cobardía, pe-
reza e impotencia que han constatado todos estos viajeros en los indios.
Y, de hecho, la humedad es la causa de la escasez de los indios “que era
quizás más importante en las partes más meridionales de América que en
68 el norte” ( 349).
i

Esto explica —continúa Pauw—, porqué la América era el territorio me-


nos poblado del globo terrestre. La animosidad de las comunidades ensa-
ñadas en su mutua destrucción, sus armas llenas de veneno, la esterilidad
de la tierra, la multitud de serpientes y de animales armados con saliva ve-
nenosa, en fin la naturaleza misma de la vida salvaje conspiraba contra la
propagación. (52)

La humedad explica también la fisionomía misma de los indios. Se-


gún Pauw, tienen la sangre más viscosa y el líquido seminal más espeso.
Hasta la leche materna es tan generosa que se da entre los hombres (346).
El indio de aquellas regiones está a tal punto en simbiosis con el mundo
vegetal que ha “hecho mayores progresos en la botánica que en todas las
otras ciencias juntas”, y he ahí una de las razones por las cuales fabrican con
tanta facilidad los venenos de sus flechas y domestican las especies vegeta-
les envenenadas (1774, 1: 48).
Para Pauw, esta explicación, que se impone a nosotros como fanta-
siosa, se sustentaba racionalmente. Estaba fundada en la autoridad de las
observaciones de los viajeros, entre las cuales las que escribe Gumilla son
esenciales. Además, las deducciones hechas sobre los indios estaban basa-
das tanto en las observaciones científicas de Buffon y de Lineo como en las
teorías climáticas, tan a la moda en la época.

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¿Qué diferencias se podrían hacer, entonces, entre lectura erudita y
lectura culta? ¿Acaso no funcionan el europeocentrismo y la ideología co-
lonial de la misma manera en las mentes de los sabios y en las de los lectores
menos entendidos? Es claro que en ambos existen discursos equiparables,
que avalan tanto la superioridad europea como la nueva racionalidad del
colonialismo. Pero también es patente que el análisis de los discursos debe
ir a la par con los procesos de producción y de circulación de los textos en
que se manifiestan, y que es preciso tener en cuenta su historicidad. Aunque
las preferencias del público ilustrado se pueden distinguir claramente de la
selección de las lecturas e informaciones de los filósofos y eruditos, es pre-
ciso reconocer, para el caso del Orinoco ilustrado, una correlación que no
deja de ser compleja y ambivalente.
Aunque la lectura erudita es menos desinteresada y más concertada, 69

i
y aunque manifiesta las exigencias metodológicas de los discursos científi-
cos, filosóficos e históricos de entonces —exigencias que evolucionan en
función de sistemas más cerrados de pensamiento o de prejuicios más espe-
cíficamente determinados— es particularmente en el caso de las prácticas
eruditas donde es más palpable la ambigüedad del proceso de recepción.
Una de las nuevas exigencias metodológicas que guían las lecturas de en-
tonces es el criterio de veracidad de las relaciones, en las que juega el carác-
ter testimonial y contemporáneo de su producción.
A medida que las noticias se hacen más sofisticadas y la curiosidad por
lo extranjero crece, se afinan así mismo los criterios de fiabilidad de los in-
formantes, y la selección entre las buenas y las malas relaciones se hace más
sistemática. Esto es patente en el juicio que se hace Cornelius de Pauw sobre
Gumilla, aunque, finalmente, sigue flotando una ambivalencia: por un lado,
su aversión a las crónicas jesuitas, consideradas llenas de fanatismo, y, por el
otro, el crédito que, por tratarse de testimonios recientes, finalmente termina
dándoles. Esta ambivalencia es notoria entre todos los eruditos ilustrados, de
Voltaire a Buffon. Un ejemplo de ello es la forma como las Cartas Edificantes
jesuitas fueron traducidas al gusto de los filósofos por Rousselot de Surgy,
un sabio que en sus Memorias geográficas, físicas e históricas sobre Asia, África
y América, de 1767, se propone compilar todo lo que en los jesuitas hubiera

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de interesante “suprimiendo los múltiples disparates y prejuicios” (Duchet,


Anthropologie 79). Lo propio ocurrió, y solo en parte, con la edición france-
sa de Gumilla: el proceso de traducción de la obra al gusto de la Ilustración
francesa parece haberse llevado a cabo dentro del círculo más conservador
de las luces francesas, y no desde el partido filosófico. Tanto la traducción y
la edición como los juicios de las reseñas nos confirman la existencia de un
público lector más amplio, que explicaría la popularidad de la literatura de
viaje, y, más adelante, el creciente gusto por el exotismo y la ficción novelesca.
Sin embargo, como lo hemos podido comprobar por la presencia de la obra
de Gumilla en las bibliotecas de D’Hollbach y de Pauw, El Orinoco ilustrado
también hace parte de las mejores relaciones jesuitas citadas por los eruditos
y filósofos, lo que es ya manifiesto desde su recepción en España.
70 En cuanto a la forma como son usadas las informaciones de Gumilla,
i

es interesante notar cómo estas se inscriben dentro de las corrientes de pen-


samiento y las temáticas que están de moda. Mientras que en los periódicos
un razonamiento más subjetivo y una noción de gusto resaltan el aspecto
introspectivo e individualizante de la lectura, con criterios tan poco afinados
y generales como la curiosidad, lo maravilloso o lo exótico, en los salones y
círculos eruditos la comunidad científica, muy al contrario, parece anima-
da por cuestionamientos más precisos, que dan cuenta de redes textuales de
conocimiento más organizadas. Así, por ejemplo, las obras de De Brosses,
Bailly, Pauw, Pernety, Ángel y D’Holbach se preocupan al mismo tiempo
por el origen de los indios, la transmigración, las religiones del Antiguo y
del Nuevo Mundo y el problema del nacimiento de las civilizaciones. Pero
es solo en la medida en que sus noticias confirman las intuiciones cientí-
ficas y filosóficas de los eruditos que Gumilla tendrá lugar entre las citas y
anotaciones de estas obras científicas y filosóficas. En este sentido, el caso
de Cornelius de Pauw confirma esta regla y al mismo tiempo la transgrede,
pues no solo entresaca informaciones aquí y allá, sino que su malinterpre-
tada lectura del sistema retórico que el propio Gumilla construye en defen-
sa del trabajo misionero y de la colonización española parece, así mismo,
inspirarlo, como si finalmente el trastorno de la fantasía contaminara de la
misma forma en que lo hacen los prejuicios sistémicos a las teorías de Pauw.

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El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca

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rReferencias
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Inquisición (I) 4425.
Bibliothèque Nationale de France, París, Francia (BNF).
Fond Malesherbes (FF) 22144.

F uentes impresas en orden cronológico

Barnadas, José María. “Unas cartas desconocidas del P. José Gumilla: 1740-1741”.
[1740-1741]. Archivum Historicum Societatis Iesu (ahsi) 37 (1968): 418-426. Impreso.
Gumilla Joseph S.I. El Orinoco ilustrado, historia natural, civil, y geographica de este gran rio, 71
y de sus caudalosas vertientes: gobierno, usos y costumbres de los indios sus habitantes,

i
con nuevas, y utiles noticias de animales, arboles, frutos, aceytes, resinas, yervas y raíces
medicinales; y sobre todo, se hallarán conversiones muy singulares a N. Santa Fe, y
casos de mucha edificación. En cuartos, XL [paginación del autor], 580p.+19 índice.
Madrid: Manuel Fernández, 1741. Impreso.
---. El Orinoco ilustrado y defendido. 2 t. En cuartos, XII [paginación del autor], 403p.+4 índice;
VIII (paginación del autor), 412p.+16 índice. Madrid: Manuel Fernández,
1745. Impreso.

Mémoires de Trevoux ou mémoires pour l’Histoire des Sciences et des Beaux Arts. 121 (enero 1747):
2319-2345; 130 (octubre-diciembre): 2510-2524; (febrero 1748): 370 383; (marzo):
27-53, 189-191; (marzo 1759): 623-640. [París]: Chez Chaubert. Impreso.

Feijoo, Benito Jeronimo. Cartas eruditas y curiosas. T. 3. Madrid: Imprenta Real de la


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Luzan, Ignacio de. Memorias literarias de París. Madrid: Gabriel Ramírez, 1751. Impreso.
Freron, E. Journal Etranger ou notice exacte et détaillée des ouvrages de toutes les nations
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Michel Lambert. Impreso.
Bibliothèque des Sciences et des Beaux Arts 10 (diciembre 1758): 500. Haye: Chez Pierre
Gosse Junior. Impreso.
Gumilla Joseph S.I. Histoire Naturelle civile et geographique de l’Orénoque. Traducción:
Marc Antoine Eidous. 3 t. En doceavos, XVIII +7 d’avértissement -388p. +4 índice;
388p. +4índice; 344p. +4 índice. Avignon: Chez la Veuve de F. Girard, 1758. Impreso.

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Andrés Castro Roldán
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 42-73 r F ronteras de la Historia

Freron, E. Reseña de Histoire Naturelle civile et geographique del’Orénoque, por José


Gumilla. L’Année Litérraire 6 (1758): 327-350. Impreso.
Journal des Savants combiné avec les Mémoires de Trévoux (septiembre-octubre 1758):
353-359. [Amsterdam]: Chez Marc Michel Rey. Impreso.

Journal Encyclopédique par une société de gens de lettres, dédié à Son Alt. Ser. & Emin. Jean
Théodore, Duc de Bavière, Cardinal, Evêque & Prince de Liége, de Freyling & Ratisbonne,
etc. T. 1. Parte 3 (1759): 73-84. T. 2. Parte 1 (1759): 82-100. Liége: L’Imprimerie du
Bureau du Journal. Impreso.
Diderot, D y F. M Grimm. Correspondance Littéraire, Philosophique et critique de Grimm
et de Diderot depuis 1753 jusqu’en 1790. T. 7 y 8. [1753-1790] París: Chez Furne,
1830. Impreso.

Boulanger, M., Barón D’Hollbach. L’Antiquité dévoilée par ses Usages, ou Examen critique des
principales Opinions, Cérémonies & Institutions religieuses & politiques des différens
72 Peuples de la Terre. Amsterdam: Marc Michel Rey, 1762. Impreso.
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Le Cat, Claude-Nicolas Traité de la couleur de la peau humaine en général, de celle des nègres
en particulier, et de la Métamorphose d’une de ces couleurs en l’autre soit de naissance,
soit accidentellement. Ámsterdam, 1765. Impreso.
Pauw, Cornelius de. Recherches Philosophiques sur les Américains ou Mémoires intéressants, pour
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X +378p. [1769-1770] Berlín: Chez G.J. Decker Imprimeur du Roi, 1774. Impreso.

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El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca

Vol. 16-1 / 2011 r pp. 42-73 r F ronteras de la Historia


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Fecha de recepción: 29 de septiembre de 2010.


Fecha de aceptación: 31 de enero de 2011.

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William Dampier en el Mar del Sur.
Mapas y diarios de viaje ingleses
en el reconocimiento del P acífico
novohispano ( siglo XVIII)

Guadalupe Pinzón Ríos


Universidad Nacional Autónoma de México
gpinzon8@yahoo.com.mx

R esumen

r
El texto analiza la relevancia y la influencia que tuvieron los diarios de viaje y los mapas
elaborados por el inglés William Dampier durante las expediciones marítimas que se
llevaron a cabo por el Pacífico novohispano desde fines del siglo XVII. Ello se debe a
que este navegante transitó en tres ocasiones por esos litorales, entre 1682 y 1710, y sus
observaciones y experiencias fueron plasmadas posteriormente en textos que se convir-
tieron en fuente de consulta obligada para otros navegantes que, igualmente, viajaron a
esas costas. Las expediciones en las que participó Dampier son ejemplo de los procesos
de cambio acaecidos en las políticas navales y mercantiles inglesas sobre los territorios
americanos, y sus obras se convirtieron en instrumento de consulta para quienes conti-
nuaron incursionando en el Mar del Sur.
Palabras clave: William Dampier, cartografía, navegación, comercio, océano Pacífico,
siglos XVII y XVIII.

A bstract
r
This text analyses the influence that the diaries and maps elaborated by William Dam-
pier along New Spain’s Pacific Coast had on subsequent expeditions from the late XVII
century onwards. His experiences navigating the coast on three voyages between 1682
and 1710 were recorded in writings that became a source of valuable information for
other sailors that traversed these waters. Dampier’s voyages are an example of changes
in British naval and commercial policies regarding the American territories at the time,
and his work became an indispensable reference to those who continued to incursion
into the South Seas.
Key words: William Dampier, cartography, navigation, Pacific Ocean, 17th and 18th
centuries.

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r Introducción
Desde el siglo XVI el Pacífico, o Mar del Sur, fue un océano explorado
con el fin de buscar el camino a territorio asiático y, con ello, la ruta de la
“especiería”. Los primeros viajes fueron hechos en nombre de la Corona
española y algunos de ellos tuvieron su origen en los recién descubier-
tos y conquistados territorios americanos. Hacia 1565 la expedición Le-
gaspi-Urdaneta logró encontrar el tornaviaje a las costas novohispanas,
ruta que comunicó a Nueva España y al archipiélago filipino por más
de 250 años; esto a partir de que en 1572 se estableció de forma regular
la ruta del Galeón de Manila. Lo anterior, en gran medida, se debió al
apoyo financiero, los víveres y los frailes enviados desde Nueva España
a las islas del Poniente, remesas que fueron reguladas hacia 1593. Para in-
75

i
centivar estas navegaciones, las autoridades les concedieron ayudas, las
cuales consistieron en permisos de llevar mercaderías para comerciar
en Nueva España. Con el tiempo, los cargamentos remitidos se volvie-
ron la razón principal que daba sentido a estas travesías (Yuste, Emporios
36-37).

Las navegaciones transoceánicas iniciaban en Manila, viajaban entre


el archipiélago y al salir de él se dirigían al norte, a la altura de Japón, para,
posteriormente, tomar ruta a Nueva España y arribar al puerto de Acapul-
co, adonde llegaban casi seis meses después de haber iniciado el viaje. Pese
a que cruzar el Mar del Sur era una navegación generalmente realizada por
embarcaciones hispanas, desde el siglo XVI estas tuvieron que enfrentar
la presencia de enemigos como Francis Drake, quien a lo largo de 1576 lo-
gró saquear diversos asentamientos en los litorales americanos, y de Tho-
mas Cavendish, quien en 1587 logró capturar al Galeón de Manila en las
costas de la California (Ita, “La presencia” 21-42; Viajeros 119-151; Schurtz
271-278; Spate, El lago 331-344).

Si bien este tipo de experiencias no se repitieron por algún tiempo,


la captura del Galeón se convirtió en un ideal de riqueza para los in-
gleses, lo cual quedó plasmado en crónicas y diarios de viaje, como los

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recopilados por Richard Hakluyt (Ita, Viajeros 39-45)1. Este tipo de narra-
ciones fueron conocidas y ampliamente difundidas; no obstante, no fue sino
hasta mediados del siglo XVII cuando se les retomó en las navegaciones
inglesas. Ello se debió a las políticas lideradas por Oliver Cromwell,
quien desde el gobierno inglés intentó atacar el monopolio español so-
bre el comercio americano, y cuya avanzada culminó con la captura de
Jamaica en 1655; este asentamiento no fue reconocido como inglés hasta
1670, con la firma del “Tratado de Madrid” (Gall 142; García de León 75-76;
Haring 111; Lynch 231)2. A partir de esta nueva posesión, los ingleses pron-
to dirigieron sus intereses al Mar del Sur, con fines tanto de saqueo como
mercantiles, y empezaron a acceder a él a través de Centroamérica y, poste-
riormente, por Sudamérica (Fisher 97; Jarmy 182-184).
76 Uno de los personajes más conocidos de los que participaron en
i

las incursiones hacia Pacífico, y cuyo interés principal era la captura de la


embarcación filipina, fue William Dampier. Él llegó a desempeñar diversos
oficios en las navegaciones inglesas, pero su relevancia radica en los dia-
rios de viaje y los mapas que publicó, y que posteriormente fueron utiliza-
dos para continuar con las travesías británicas, las cuales alcanzaron los
litorales novohispanos, cada vez más a menudo, a lo largo del siglo XVIII.
Cabe mencionar que si bien las costas peruanas tenían mayor experien-
cia en las incursiones extranjeras, por ser procedentes algunas de ellas de
Tierra de Fuego, durante mucho tiempo las novohispanas no habían en-
frentado este tipo de problemas, pues la distancia que la separaba del sur
del continente fue su mejor resguardo. Sin embargo, desde las incursiones
centroamericanas esto cambió. Los escritos de Dampier se convirtieron en

1 r
Richard Hacluyt, el geógrafo, se dedicó a compilar narraciones de viaje de ingleses que tran-
sitaron por las colonias hispanoamericanas hasta 1598; posteriormente logró hacerse con más
informaciones. Su obra se tituló The Principal Navigations, Voyages, Traffiques of these 1600 years.

2 Los ingleses habían intentado tomar Santo Domingo, pero fueron rechazados, por lo cual sus
esfuerzos se volcaron sobre una posesión menos protegida, como lo era Jamaica. Respecto al
Tratado de Madrid, España aceptó la ocupación inglesa sobre dicha isla a cambio de que se
redujeran las agresiones y los contrabandos en las costas hispánicas.

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una fuente que puso al descubierto dichos territorios coloniales, y poste-
riormente fueron tomados como guía por otros navegantes.
Por lo hasta ahora expuesto, el objetivo de este trabajo es conocer tan-
to los viajes como los escritos y mapas de Dampier referentes a los litorales
del Pacífico novohispano. Es importante reiterar que si bien las expediciones
en las cuales participó este navegante incluyeron diversas regiones america-
nas, el presente artículo se centrará únicamente en los litorales novohispanos,
por ser estos algunos de los más afectados, según las descripciones de este
navegante, pues pasaron de ser poco conocidos a ser referidos constante-
mente; es decir, el hecho de que Dampier los mostrara en sus narraciones
e imágenes, así como que indicara sus puntos útiles a las navegaciones in-
glesas, los hizo más vulnerables a ser agredidos. Por otro lado, la obra de
Dampier, en general, evidencia el conocimiento que los británicos tenían 77

i
del territorio novohispano y la forma como lo usaron para atacar los asenta-
mientos españoles. Además, permite analizar la forma como los intereses in-
gleses se dirigieron al Pacífico, así como algunos de los fines que perseguían.
Para comprender la relevancia y las consecuencias de la obra de
Dampier vale la pena retomar la idea de Mercedes Maroto, quien dice que
el Pacífico fue un espacio conceptualizado, inventado y producido a partir
del contacto que se tuvo con él, y cuyos elementos se modificaron y ade-
cuaron paulatinamente (24). Si bien esta idea puede ser aplicada en otros
espacios, en este caso no se debe olvidar que el creciente interés de los ex-
pedicionarios europeos sobre dicho océano desde fines del siglo XVII llevó
a que se multiplicaran los informes que se tenían de él, así como a que se
reestructurara su imagen, y se revalorizaran y exaltaran las posibilidades que
ofrecía. En el caso de las fuentes británicas, si bien en ellas se tenían muchas
referencias sobre el Mar del Sur, la obra de Dampier sirvió para detallarlas
aún más, por lo cual ese océano se convirtió en destino para navegantes in-
gleses, lo que significó un mejor conocimiento de dichos litorales y, a la larga,
mayor contacto con ellos. Ni los mapas ni las descripciones de Dampier
son un reflejo de la realidad; es decir, no son “retratos” de los litorales ame-
ricanos, sino, más bien, documentos cargados de intencionalidad, con un
discurso que debe ser leído e interpretado, como el de cualquier otro texto de

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la época (Harley 62-63). En este caso, la obra de dicho navegante fue hecha
para mostrar los lugares que podrían ser útiles a las navegaciones y que les per-
mitirían a las tripulaciones conseguir bastimentos, evitar zonas muy pobla-
das por españoles, con el fin de eludir las emboscadas y, principalmente,
señalar los lugares donde podrían obtenerse botines. Por tanto, los mapas y
los textos de Dampier deben ser analizados en su contexto, ya que responden
a la mentalidad y exigencias de las sociedades de su momento (Barber 8).
Es pertinente analizar los mapas y los diarios de navegación referen-
tes a los litorales novohispanos con los cuales contaban los ingleses, ya que
estos muestran cómo los intereses británicos sobre el Mar del Sur alcan-
zaron paulatinamente regiones más septentrionales, y ello implicó mayor
conocimiento y experiencia sobre ellos. El caso de Dampier debe ser estu-
78 diado con más detalle, ya que sus viajes y documentaciones demuestran lo
i

anterior, así como la transición por la cual pasaron las navegaciones ingle-
sas, y que fueron desde expediciones financiadas por particulares hasta via-
jes en los que también intervino la Corona; evidencia del creciente interés
de estos actores respecto a participar en las incursiones por el Mar del Sur.

r La importancia de las fuentes


sobre el Mar del Sur

Desde la ocupación de Jamaica por parte de la Corona británica varios


bucaneros ingleses incursionaron en los litorales americanos; espe-
cialmente, en los caribeños, como Campeche, Honduras, Nicaragua
y Costa Rica (Jarmy 130-134)3. Algunas de las actividades que llegaron

3 r
Ya para el siglo XVII el término bucanero no se refiere a los hombres que en la isla Tortuga caza-
ban ganado cimarrón y preparaban carne ahumada, o boucan, la cual vendían a las naves no espa-
ñolas que necesitaban alimentos durante la centuria anterior, sino a hombres que tras diversos
enfrentamientos con fuerzas españolas habían modificado sus actividades y se dedicaban al
saqueo de puertos y naves hispánicos, aunque de forma más organizada que la de los piratas.

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a realizar se relacionaron con el comercio ilícito y con el corte de palo
de tinte (Haring 266). Estas incursiones se convirtieron en problemas
constantes para la Corona española, pues incluso las autoridades co-
loniales daban aviso de que en las regiones referidas había “familias
arrancheradas”, que si no eran echadas con prontitud terminarían apro-
piándose de las zonas ocupadas, tal y como había sucedido con Jamaica
(Lynch 252-253; Pinzón, “Los bastiones” 11-12). En este tipo de incur-
siones encontramos por primera vez a Dampier. Cabría mencionar que
este personaje llegó a Jamaica en 1675 para trabajar en las plantaciones
del lugar, aunque poco después decidió enrolarse para ir a las costas de
Campeche como cortador de palo de tinte, labor que realizó durante
tres años. Hacia 1678 regresó a Inglaterra y posteriormente volvió a costas
americanas, pero en esta ocasión acompañado por bucaneros que in- 79
cursionaron en Centroamérica (Adams viii). Sobre este punto se debe

i
recordar que durante la segunda mitad del siglo XVII varias potencias
europeas, entre ellas Inglaterra, se posicionaron en los puntos débiles
del Caribe español, y a partir de ellos expandieron su presencia en la
región (Stein y Stein 135). Esto explica la estancia de Dampier en las costas
campechanas.
Si bien su arribo fue con cortadores de palo de tinte, cabe mencio-
nar que Dampier se distinguía de sus compañeros, pues contaba con
cierta preparación: pudo realizar algunos estudios de latín y aritmética
(Gray xxii-xxiii). Esta puede ser la razón por la cual no congeniaba con
sus acompañantes, y, al parecer, era común que se separase de ellos, con el
fin de dedicarse más a sus cuadernos de notas. En ellos describió la
flora y la fauna de Campeche, así como el comportamiento, los usos y
las costumbres de los hombres que allí laboraban, como puede verse
a continuación:
Los cortadores de palo de tinte son por lo general hombres fuertes y robustos,
y cargarán pesos de 300 o 400 pesas, pero se deja a la elección de cada hombre
cargar lo que le place, y por lo común se ponen de acuerdo muy bien a ese res-
pecto, porque se conforman con trabajar muy duro. Pero cuando llegan los
barcos de Jamaica con ron y azúcar, son también muy proclives a malgastar
su tiempo y su dinero. (Dampier, Dos viajes 193)

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Por otro lado, parece que a Dampier le interesaba más dirigirse a otros
territorios americanos de los cuales tenía referencia; especialmente, en el
Mar del Sur, por contar estos con riquezas importantes, como las flotas de
la plata peruana o el Galeón de Manila. Esto era porque conocía diversos
textos referentes a las colonias hispanoamericanas, lo que le permitía contar
con información relativamente precisa de los lugares a donde quería diri-
girse. Se sabe sobre las obras que consultó gracias a que en sus narraciones
las refiere; algunas de estas son la de Alexander Oliver Exquemelin: History
of the Buccaneers (Dampier, A New 5)4; la narración de Thomas Gage5 The
English American or a New Survery of the West Indies (Dampier, A New 154;
Ramírez 7-17); el diario de viaje de John Narborough6 An Account of Several
Late Voyages and Discoveries to the South and North (Bradley 266-272; Dam-
80 pier, A New 171) y los textos de Richard Hakluyt The Principal Navigations,
Voyages, Traffiques of these 1600 years7. Todas ellas influyeron en Dampier y
i

en sus intenciones de incursionar en el Mar del Sur, lo cual se evidencia en


el hecho de que se enfrascó en viajes que lo llevaron al Pacífico.
Sin embargo, las descripciones con las que contó no siempre eran
exactas o detalladas, y por ello durante sus incursiones en los litorales co-
loniales percibió la necesidad de corregir y aportar nuevos informes sobre

4 rEsta obra fue compilada por Exquemelin durante sus incursiones en América, las cuales se
iniciaron desde 1666. La obra cuenta con un apartado escrito por Basil Ringrose, compañero
de expedición y amigo de Dampier, y quien murió en costas novohispanas.

5 Inglés que, como dominico, pasó por Nueva España con el fin de dirigirse a Filipinas, pero
terminó en Guatemala. En 1637 desertó de la orden y regresó a Inglaterra, donde se convirtió
al protestantismo. Para 1648 publicó su obra, en la que da detalladas informaciones del mundo
hispanoamericano. Dampier menciona que sabía de la ciudad de León, en Guatemala, por el
texto de Gage, quien estuvo en esa zona.

6 Almirante inglés que en 1669 recibió la orden de explorar la América meridional tanto en
el Atlántico como en el Pacífico, por lo que cruzó el Estrecho de Magallanes, navegó por las
costas chilenas y regresó a Inglaterra en 1671. Paró en un puerto al que llamó Port Desire, en
las costas argentinas. A raíz de su viaje escribió un diario que se publicó en 1694.

7 La primera edición vio la luz en 1589, y la segunda, en 1600.

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estos. Probablemente, eso le hizo cobrar conciencia de la importancia es-
tratégica que podían tener sus descripciones. Tal detalle lo indicó él mismo
en sus textos:
But if I have been exactly and strictly careful to give only True Relations and
Descriptions of Things (as I am sure I have) and if my Descriptions be such as
may be of use not only to my self (which I have already in good measure expe-
rienced) but also to others in future Voyages. (Dampier, A Voyage “Prefacio”)

Podría decirse que para Dampier eran importantes las descripciones


de litorales hechas por los mismos navegantes, pues en estas ellos relataban
sus propias experiencias y aportaban datos útiles y prácticos, como señalar
lugares donde conseguir bastimentos, donde se podían correr peligros y
donde se podrían obtener botines. Por lo tanto, contar con informacio-
nes de los litorales americanos bien podía influir en el éxito de las navega- 81

i
ciones por el Pacífico.

r A lo largo del Mar del Sur


Como se ha mencionado, buena parte de las incursiones inglesas por el
Mar del Sur las llevaron a cabo bucaneros que penetraron en territorio
continental —especialmente, en Centroamérica, al ser una región poco pro-
tegida por las autoridades españolas— y que, en gran medida, provenían
de Jamaica. Al llegar a las costas del Pacífico los bucaneros intentaban apro-
piarse de embarcaciones de las localidades, con el fin de realizar saqueos
en distintos puntos de los litorales y obtener botines, que eran repartidos en-
tre los integrantes de la expedición. Este avance puede ejemplificarse con
las campañas dirigidas por Henry Morgan, quien en 1668 atacó Portobelo
y, posteriormente, en 1671 logró tomar Panamá. Las ganancias obtenidas
con dichos eventos instaron a otros navegantes a embestir contra más
asentamientos hispánicos del Pacífico (Gall 185-192; García de León 126-127;
Gerhard 139, 145-146; Lynch 236-237; Pérez-Mallaína y Torres 222-223).
Pronto las incursiones inglesas también se llevaron a cabo por el sur
del continente americano. Esa ruta la habían reutilizado poco tiempo atrás

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los franceses, quienes dirigieron sus capitales al comercio peruano desde


fines del siglo XVII, y posteriormente vieron reforzada su presencia durante
la Guerra de Sucesión Española (1701-1713) (Stein y Stein 152-176; Walker
40-47). Por tanto, la ruta de los franceses pronto fue usada también por los
ingleses, quienes, además, hicieron de las islas Juan Fernández, ubicadas
frente a las costas de Chile, su base para realizar abastecimientos y descan-
sar (Spate, El lago 175-176)8. Es necesario recordar que si bien el saqueo fue
el interés principal de los ingleses, también pueden mencionarse los fines
comerciales, pues se buscaban posibles mercados para las manufacturas
británicas. Esto se ejemplifica con el viaje del capitán John Strong, quien en
1690 cruzó el Estrecho de Magallanes —en un momento en el que las co-
ronas inglesa y española estaban unidas contra la francesa de Luis XIV—
82 con el pretexto de perseguir y atacar embarcaciones galas en las costas de
Perú, pero cuyo verdadero plan era conocer el potencial mercado peruano
i

(Bradley 273-276; Lynch 238; Tenenti 303-304)9. De hecho, este navegante


pudo comerciar en costas chilenas en 1692, lo cual generó el disgusto de
las autoridades españolas, así como diversas prohibiciones. Desde España
se indicaba que los ingleses no debían navegar por el Mar del Sur, pues no
contaban con posesiones en él, por lo cual, si arribaban a costas coloniales,
debían ser tratados como enemigos (“Informe”; Yuste, “El eje” 33).
Pese a las prohibiciones, los ingleses continuaron con sus correrías.
En ellas volvió a participar Dampier. Su primer viaje por el Pacífico lo hizo
en 1680, cuando cruzó el istmo de Panamá con cortadores de palo de tinte.
Posteriormente, acompañó a un grupo de aventureros dirigido por Barto-
lomé Sharp, e integrado por personajes que participaron en la toma de Ja-
maica, como John Coxos, Peter Harris, Basil Ringrose y Lionel Wafer, entre
otros. Estos expedicionarios cruzaron el istmo centroamericano, lograron

r
8 Estas islas fueron descubiertas en 1574 por el español Juan Fernández, y desde fines del XVIII
sirvieron de parada a muchas embarcaciones no españolas que incursionaron en el Mar del Sur.

9 Las coronas inglesa y española estaban unidas en contra de la francesa, ante las políticas
tomadas por Luis XIV, quien en 1688 había ordenado la invasión del Palatinado.

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hacerse con algunas embarcaciones y con ellas atacaron Panamá y Arica
(1681). Durante el viaje, el mando de la expedición cambió regularmente, y,
de hecho, en las costas de Puerto Perico cinco naves desertaron tras un en-
frentamiento con tres embarcaciones españolas comandadas por Jacinto
de Barahona, encargado de la defensa de Panamá. Los ingleses, sin embar-
go, lograron tomar la nave de bandera, llamada “La Santísima Trinidad”, de
cuatrocientas toneladas, la cual usaron en su travesía. Fueron varios los ata-
ques perpetrados por los ingleses, quienes recorrieron desde las islas Juan
Fernández hasta el golfo de Nicoya, pero, finalmente, regresaron a Barba-
dos en febrero de 1682 (Gerhard 146-153; O´Donnell 212-213; Schurtz 279).
En 1683, Dampier participó en otra travesía, pues se unió a la que
comandaban el capitán Cooke y el maestre W. Ambrosia Crowley, la cual
partió de Virginia, paró en las costas de Brasil y, posteriormente, rodeó el 83

i
Cabo de Hornos, para recalar en las islas Juan Fernández. Esta expedición
se acercó a las costas de Panamá, y allí se les unió la nave “Cygnet”, coman-
dada por el capitán Charles Swan, así como las comandadas por los capi-
tanes Townley, Harris y el francés Gronet. Estos bajeles intentaron atacar
la flota de la plata que viajaba de Lima a Panamá en 1685, pero sus esfuer-
zos resultaron infructuosos (Gray xxxii-xxxiii). Con esta perspectiva, fue
necesario decidir un nuevo destino, por lo que la expedición se separó y
únicamente dos naves optaron por dirigirse a costas novohispanas. En una
de ellas, la “Cygnet”, iba Dampier (Dampier, A New 157).
Sobre este punto vale la pena reiterar que uno de los objetivos per-
seguidos por Dampier era la captura del Galeón de Manila y, por tanto, se
comprende que se haya unido a la expedición que se dirigía a costas novo-
hispanas. De hecho, es posible apreciar en su obra el conocimiento que te-
nía de la nave y de su travesía, pues hace referencia al lugar donde Thomas
Cavendish logró capturarla (Dampier, A New 181; Schurtz 278). Por otro
lado, Dampier describe detalladamente la navegación de los galeones, los
tiempos en los que hacían viaje, los lugares donde paraban a reabastecer-
se y el tipo de cargamentos que llevaban. En su narración explica que los
galeones viajaban entre Manila y Acapulco una vez al año; que llegaban
a costas novohispanas en enero y debían partir de ellas en marzo; y que a

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su regreso, que era hecho en aproximadamente sesenta días, paraban en


Guam por bastimentos. A su arribo a la isla de Luzón, otra nave estaba lista
para partir rumbo a Acapulco. Este era el viaje de mayor dificultad, pues
dicha embarcación hacía más tiempo y debía alcanzar los 36 o 40 grados
Latitud Norte, y de ahí arribar a las costas de la California, desde donde
viajaba hasta Acapulco (Dampier, A New 171). Podría decirse que Dam-
pier contaba con información precisa de los litorales americanos y de
sus navegaciones, por lo cual, pese a que sus primeras incursiones fueron
para acompañar a bucaneros, él pronto intentó vincularse con aquellas que
tenían por intención dirigirse a las costas novohispanas, y por ello sus
conocimientos fueron útiles en dichas travesías.

En octubre de 1685 la nave “Cygnet” alcanzó las costas de Oaxaca y


84 trató de acercarse al puerto de Tehuantepec para conseguir provisiones;
i

no obstante, los ingleses no pudieron acceder a tierra firme, pues vieron


cómo cientos de indios y españoles los esperaban allí, por lo cual tuvie-
ron que dirigirse a Huatulco. Ahí se adentraron en el pueblo de Santa Ma-
ría, donde no encontraron resistencia y lograron cortar leña, hacer aguada
y cazar algunas tortugas. Debe recordarse que la defensa de los litorales
novohispanos se basaba en la vigilancia a través de atalayas ubicadas a
lo largo de ellos, las cuales, generalmente, estaban a cargo de indígenas
de los pueblos cercanos. Al parecer, este sistema se usaba en los litorales
tanto del Atlántico como del Pacífico, y un ejemplo de él lo describe el
mismo Dampier:

[La atalaya] Es un lugar cercano a la playa, ideado por los españoles para que
sus indios vigilen. Hay muchas de ellas en esta costa, algunas construidas desde
el suelo con madera; otras son sólo pequeñas jaulas colocadas en los árboles,
lo suficientemente grandes para que en ellas tengan cabida dos o tres hombres
sentados, provistas de una escalera para subir y bajar. En estas torres nunca falta
un indio o dos durante todo el día y los indios que viven cerca se encuentran
obligados a turnarse en ellas. (Dampier, Dos viajes 59)

Por su parte, los vecinos de las localidades, e incluso, en ocasiones,


los de tierra adentro, tenían por obligación acudir al llamado de las autori-
dades, locales o virreinales, para defender el territorio en caso de alguna

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agresión enemiga. Los que acudían debían llevar de vez en cuando sus pro-
pias armas, las cuales no siempre eran de fuego, sino que podían ser lanzas
o machetes. El método utilizado por los defensores de los litorales era la
emboscada; esto es, que los hombres se escondían y caían sorpresivamente
sobre los enemigos. Para lograrlo, al parecer, se quedaban a plena vista unos
cuantos hombres, que serían la carnada, pues, generalmente, los invasores
necesitaban capturar a personas que les sirvieran de guías o, incluso, que
les ayudaran en las embarcaciones. Un ejemplo de este sistema defensivo
lo refiere Dampier con lo acontecido a sus compañeros en las costas de
Bahía Banderas:

When our Canoas came to this pleasant Valley [Banderas], they landed 37
Men, and marched into the Country seeking for some Houses. They had not
gone past three Mile before they were attackt by 150 Spaniards, Horses and 85
Foot […] In this action, the Foot were armed with Lances and Swords,

i
and were the greates number, never made any attack; the Horsemen had each
a brace of Pistols, and some short Guns. (Dampier, A New 180)

Cuando se consideraba que los pueblos no podían ser defendidos


era necesario abandonarlos y, de preferencia, quemarlos, para que así los
enemigos no pudieran conseguir bastimentos ni realizar saqueos (Pinzón,
“Los bastiones” 15-20). De ahí que se entienda que varios pobladores no-
vohispanos se concentraran en Tehuantepec, con el fin de detener la avan-
zada inglesa, mientras que poblaciones como Santa María quedaron sin
resistencia alguna.
Los ingleses continuaron con su viaje por las costas de Oaxaca;
de Huatulco se dirigieron a Puerto Ángel, entre fines de octubre y prin-
cipios de noviembre de 1685. El lugar lo encontraron desierto, pero
pudieron conseguir alimentos como maíz, cerdos y gallinas (Dampier,
A New 163 - 164 ; Gerhard 164 - 171 ; Schurtz 279 ). Según explicó Dam-
pier, el hecho de arribar a esos establecimientos y adentrarse en deter-
minadas poblaciones se debió a que siguieron un recorrido señalado
en un “libro español” con el que contaban. Por ejemplo, las naves se acer-
caron a Tehuantepec porque dicho texto indicaba que en esas costas
había un río grande, el cual, posiblemente, les serviría para hacer aguada

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(Dampier, A New 163). Los ingleses también usaban textos diversos, en


los que se hacía referencia a las zonas ya reconocidas por navegantes bri-
tánicos; así se ve en la descripción que se hizo de Huatulco, lugar que
Dampier menciona como “uno de los mejores del reino de México”, y
del cual se tenía referencia desde la expedición de Drake, pero cuya si-
tuación había cambiado desde entonces:
Here formerly stood a small Spanish Town, or Village, which was taken by
Sir Francis Drake: but now there is nothing remaining of it, besides a little
Chapel standing among the Trees, about 200 paces from the Sea. The Land
appears in small short ridges parallel to the shoar, and to each other; the
innermost still gradually higher than that nearer the shoar; and they are all
cloathed with very high flourishing Trees, that it is extraordinary pleasant
and delightful to behold at a distance: I have no where seen any thing like it.
86 (Dampier, A New 164)
i

Lo anterior permite apreciar cómo los ingleses entraban a los lito-


rales novohispanos con referencias de los lugares en los que podrían ha-
cer paradas para conseguir bastimentos; sus fuentes podían ser inglesas,
francesas, holandesas o españolas, entre otras, lo cual hace pensar que
existía un tráfico de información y que, posiblemente, esta se convirtie-
ra en un botín apreciado durante los saqueos realizados. En este caso,
si los datos con los cuales contaban los británicos no se adecuaban a lo
que ellos veían, les hacían correcciones, para que así, en posteriores tra-
vesías, se tuvieran descripciones precisas de los lugares donde arribar y
que desde altamar fuesen reconocibles. Los datos aportados incluyeron
tanto descripciones como imágenes; estas últimas podían ser mapas o
perfiles de costa. Sobre este punto es necesario mencionar que en las na-
vegaciones eran muy importantes las descripciones de dichos perfiles
o de indicios geográficos; es decir, las señales que les permitieran a los
navegantes reconocer desde altamar las zonas por donde se transitaba.
Por eso en los diarios de navegación, fuesen ingleses o españoles, se ha-
blaba de accidentes geográficos como islas o montañas; es decir, aquellas
señales “naturales” que pudieran ser detectadas desde las embarcaciones
(Pinzón, “Una descripción” 164; Trabulse 52-53). Ello puede ejemplifi-
carse con la imagen 1 de los litorales novohispanos.

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Volviendo a la expedición antes referida, los ingleses continuaron
con su recorrido, y para fines de noviembre sus naves alcanzaron las in-
mediaciones de Acapulco; posteriormente se dirigieron a la Costa Chica,
pero ahí vieron a varios españoles esperándolos con una emboscada; ade-
más, los cañones de San Diego, única fortaleza de aquellas aguas, lograron
repelerlos. Pese a lo anterior, los ingleses capturaron a un mulato, quien les
informó que al puerto había llegado una nave, aunque no era la filipina,
sino que esta procedía de Perú. Por la noche se acercaron a Puerto Mar-
qués para evaluar la posibilidad de hacerse con dicha nave, pero no pu-
dieron llevar a cabo su empresa; además, no consideraron atacar la zona,
pues pensaron que la fortaleza portuaria estaba fuertemente armada. Por
tanto, los ingleses decidieron alejarse de Acapulco y dirigirse más al norte.
Durante su trayectoria pasaron por las costas de Zihuatanejo y Petatlán, 87
y al llegar a Ixtapa obtuvieron víveres y agua. Tras el fracaso en tomar el Galeón

i
Imagen 1.
Perfiles de costa
desde Sonsonate
hasta Huatulco10
Fuente: Funnell,
A Voyage.

10 rAunque esta imagen es de un viaje posterior (es decir, el de la nave “Saint George”, comandada
por Dampier, que transitó por costas novohispanas entre 1703 y 1704), de todas formas es
útil para ejemplificar la relevancia que se daba a los perfiles de costa en las navegaciones, y, por
tanto, la necesidad de referirlos con detalle.

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de Manila, los ingleses se separaron. La nave comandada por Townley se


dirigió a Centroamérica, donde logró hacerse con algunos botines. Por su
parte, la dirigida por Swan transitó por las costas de Cabo Corrientes, Ban-
deras, Chamela, Mazatlán, Sentispac, la California y las islas Marías; gracias
a esta travesía Dampier logró describir con gran detalle estos litorales e,
incluso, registrarlos en un mapa (Dampier, A New 170-192; Gerhard 164-171;
Schurtz 279).

88
i

Imagen 2. Sobre este punto hay que hacer hincapié en la importancia que
Mapa de
la parte media Dampier le dio a los mapas, pues, a pesar de que los navegantes pudieran
de América contar con detalladas descripciones de los lugares por los que transita-
Fuente:
Dampier, A New.
ban, en realidad las imágenes serían muy útiles al momento de reconocer
los sitios referidos en los textos, por lo cual era necesario tratar de elabo-
rarlos con detalles precisos y señalando sus características físicas. Así lo
indicó él mismo:
I have here, as in the former Volumes, caused a Map to be Ingraven, with
a Prick’d Line, representing to the Eye the whole Tread of the Voyage at
one View; besides Draughts and Figures of particular Places, to make the
Descriptions I have given of them more intelligible and useful. (Dampier,
A Voyage “Preface”)

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Otro aspecto por considerar es que Dampier observó el poco
movimiento marítimo novohispano, e incluso explicó que el principal
comercio del virreinato se desarrollaba por tierra y no por mar, lo cual
hacía de las costas novohispanas zonas poco útiles para las expedicio-
nes de saqueo inglesas, ya que había un reducido número de naves y de
puertos (Dampier, A New 175); por tanto, el único botín digno de ser
tomado, y por el que valía la pena viajar a aquellas aguas, era el Galeón
de Manila. Sin embargo, su descripción también hacía evidente el poco
control que existía de los litorales novohispanos, y ello era peligroso,
pues, como se había visto ya en Centroamérica y el Caribe, las zonas des-
habitadas por los españoles podrían ser el mismo botín que los ingleses
perseguían: esto llevaría a que se asentaran en ellas. Esto no lo sugiere el
mismo Dampier, si bien navegantes posteriores, efectivamente, pusieron
su mirada en esas zonas desocupadas descritas por aquel personaje, pues
89

i
para la segunda mitad del siglo XVIII estarían en la búsqueda de regiones
donde asentarse para establecer navegaciones directas por el Pacífico.
Finalmente, para 1686 los ingleses se dirigieron al Poniente, y en
su travesía pasaron por Guam, Mindanao, las Visayas y Luzón, donde
esperaron el arribo del galeón, pero al no tener perspectivas sobre su lle-
gada regresaron a Londres por el Cabo de Buena Esperanza. Para 1697
se sabe que Dampier estaba en Inglaterra, pues fue entonces cuando se
publicó su obra A New Voyage Round the World, en la cual se mencionan
los lugares por los que transitó (Gray xvii)11 . Si bien esta obra es rica en
descripciones de los territorios americanos, cabe reiterar que parte de
la riqueza de la obra se debe a los mapas con los que cuenta, los cuales
muestran las zonas referidas a lo largo del texto, como lo indica el pro-
pio Dampier:

11 rLa obra de Dampier tuvo éxito, e inmediatamente fue reeditada; incluso, se le pidieron
más textos, y eso llevó a que en 1699 se publicara un suplemento que contenía los “Viajes
a Campeche” y “Discourse on the Trade Winds”, el cual recibió el nombre de Voyages and
Discoveries.

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For the better apprehending the Course of the Voyage, and the Situation of
the Places mentioned in it, I have caused several Maps to be engraven, and
some particular Draught of my own Composture. (A New 4-5)

Puede verse que la experiencia de Dampier y la obra resultante de su


viaje dan cuenta tanto de descripciones como de imágenes de los lugares por
los que este personaje transitó, e incluso, del tipo de actividades marítimas
realizadas en ellos. Por tanto, los datos aportados se convirtieron en fuente de
consulta para otros hombres que continuaron con sus expediciones por el
Mar del Sur. Esto no significa que Dampier terminara sus travesías por dichas
aguas, sino que su papel en las navegaciones adquiriría otro sentido, aun-
que el objetivo principal siguió siendo la búsqueda del Galeón de Manila.

90
r De bucanero a oficial de mar
i

Imagen 3. A partir de la publicación de su diario de viaje, el papel de Dampier cambió,


Mapa de las
Indias Orientales pues de ser “bucanero” que se enrolaba en naves particulares pasó a recibir
Fuente: su primera comisión para participar en navegaciones ordenadas por la Co-
Dampier, A Voyage.
rona inglesa. En 1699 se le encargó explorar las costas de Nueva Holanda,

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al mando de la nave “Roebuck” y siguiendo la ruta de los neerlandeses; es
decir, la que rodeaba el Cabo de Buena Esperanza. Si bien de este viaje se
obtuvo poca información cartográfica novedosa, de todas formas fue útil
para que Dampier registrara derroteros, características físicas de las costas
asiáticas, la flora y la fauna de aquellos territorios, y, por supuesto, para que
elaborara mapas.
Además, al finalizar la travesía, con la información recopilada Dampier
escribió su obra A Voyage to New Holland, la cual describe la derrota reali-
zada, los lugares visitados y, al igual que su texto anterior, señala los lugares
que podían ser útiles a los navegantes. El prestigio adquirido por Dampier
a partir de sus textos le permitió recibir otra comisión en 1701, por parte
de mercaderes de Londres y de Bristol, para que comandara la nave “Saint
George” y practicara corso en las costas del Pacífico americano12. Esta tra- 91

i
vesía se llevó a cabo durante la Guerra de Sucesión Española; esto es, que,
al ser enemigas esta corona y la inglesa, se autorizaba a las embarcaciones
británicas para hacer corso sobre asentamientos y embarcaciones hispa-
nas. Por tanto, Dampier tenía licencia para atacar puertos y naves en las co-
lonias americanas, y, de preferencia, al Galeón de Manila (Bradley 277-278).
A este navegante pronto se le unió la embarcación “Cinque Ports”, coman-
dada por el capitán Stradling; juntas cruzaron el Cabo de Hornos y llega-
ron a las islas Juan Fernández. Posteriormente, esos bajeles se separaron y
Dampier se dirigió a Guayaquil, de donde fue ahuyentado por barcos espa-
ñoles. La nave inglesa se dirigió al norte, transitó por las costas de Realejo y,
posteriormente, se trasladó a Zihuatanejo, lugar donde los ingleses vieron a
hombres a caballo e indios que les impedían que se acercaran a abastecerse
de agua, por lo cual les hicieron algunos disparos y, al parecer, la gente
hostil se dispersó. No obstante, prefirieron no arriesgarse en ese lugar sino
mejor viajar más al norte; al ver los montes de Motines se acercaron a tierra
y encontraron un río y varias tortugas, con las que pudieron reabastecerse.

12 rEste viaje no fue narrado por Dampier, pero se sabe de él gracias al diario de viaje elaborado
por uno de los tripulantes, William Funnell, cuyo texto fue publicado en 1707 y está referido en
la bibliografía de este trabajo.

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Más tarde pasaron por las costas de Colima y de Salagua, y posteriormente


se dirigieron a La Navidad, donde se encontraron con algunas naves, a las
que el virrey novohispano les había ordenado que los persiguieran, pero
de las que lograron escapar (Funnell 78-81; Gerhard 204-207; Gray xxxvii-
xxxix; Schurtz 282-283).
Posteriormente, los ingleses se dirigieron a Chametla, en cuyas cer-
canías avistaron el 4 de diciembre de 1704 los galeones “Nuestra Señora del
Rosario” y “San Vicente Ferrer”. Intentaron aprehender al primero, pero los
disparos que hicieron los ingleses alertaron a los tripulantes de esta, nave
que era más grande e iba mejor armada; así, los barcos británicos desperdi-
ciaron la oportunidad de la sorpresa y tuvieron que huir del fuego enemi-
go (Funnell 83-84). Luego de este fracaso, muchos hombres, inconformes,
92 se separaron de la expedición. Así, Dampier se dirigió al sur con sesenta
i

tripulantes para conseguir bastimentos con el fin de viajar a las Indias ho-
landesas y, posteriormente, regresar a Inglaterra, lugar al que arribó en 1707
(Gerhard 204-207; Gray xxxvii-xxxix; Schurtz 282-283). Para su mala suerte,
la nave que se les había separado llegó antes que la de él, y uno de sus tri-
pulantes, William Funnell, había narrado el fallido intento de captura del
Galeón; esto afectó el prestigio de Dampier (Gray xxxix).
Pese a la mala fama que pudo ganarse al comandar de forma defi-
ciente las embarcaciones “Roebuck” y “Saint George”, lo cierto fue que su
tránsito por los lugares visitados, en especial los americanos, le permitió
obtener un gran conocimiento sobre ellos. En el caso de las costas novo-
hispanas, su experiencia sobre dichas zonas fue tan relevante que posterior-
mente fue usada en otras expediciones.

r Piloto real al servicio


de la Corona inglesa

En 1708 a Dampier se le encargó ir como piloto en la expedición comanda-


da por el navegante y corsario Woodes Rogers, cuyo objetivo era dirigirse

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al Mar del Sur para atacar los litorales americanos. Esto se debía a que en
el momento en el cual se realizó esta expedición la Guerra de Sucesión
Española aún continuaba, por lo que los ingleses siguieron recibiendo
licencias para atacar asentamientos y embarcaciones enemigas. No obs-
tante, poco antes se habían modificado las condiciones bajo las cuales se
otorgaban patentes de corso, pues la Corona británica renunció a recibir la
quinta parte de las presas que antes exigía. Eso no significó que se desen-
tendiera de los viajes, sino que su injerencia se llevaría a cabo a partir del
nombramiento de oficiales que participaran en ellas. Así, la mencionada
expedición, aunque financiada por mercaderes de Bristol, fue puesta bajo
el mando de Rogers, por considerársele un experimentado marino que
aseguraría el éxito de la travesía. Además, se echó mano de personal del
que se sabía sería de utilidad durante el viaje, como fue el caso de Dam- 93
pier, quien fue nombrado piloto real por considerársele un experimentado

i
navegante que conocía con detalle los litorales americanos, pues había
transitado por ellos en dos ocasiones (Bradley 281-282; Gerhard 209-210;
Rogers 6; Spate, Monopolists 278-283).
De esta travesía Rogers también hizo un diario de navegación,
el cual fue publicado y llevó por título Cruising Voyage Round the World,
y entre cuyos objetivos estaban dar a conocer diversas bahías y señales
del Pacífico que pudieran compilarse en una gran obra, y que sirviera a los
pilotos en el tráfico por este océano; es decir, más o menos los mismos
objetivos de Dampier. El diario de Rogers fue publicado en 1712 y en él
se incluyó un mapa en el que se señalaron los lugares por los que transitó
la expedición y que, en gran medida, se basó en el del propio Dampier,
pues iba siguiendo sus instrucciones (Rogers, Cruising Voyage).
Las naves a cargo de Rogers, “Duke” y “Dutchess” salieron de Bristol
en agosto de 1708. En enero del siguiente año doblaron el Cabo de Hornos
y en mayo llegaron a las islas Juan Fernández. Luego de atacar varias naves,
en abril de 1709 tomaron Guayaquil y no liberaron la plaza hasta cuando
no recibieron un rescate de treinta mil pesos. Posteriormente, se dirigieron
a las costas novohispanas, y para octubre arribaron a las islas Marías, a las
cuales llegaron debido a que, según indicó Dampier, en ellas se podrían

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94
i

Imagen 4.
Extracto de conseguir bastimentos; esto fue verdad: cuando los ingleses arribaron al
“Un mapa
del Mundo” pequeño archipiélago obtuvieron agua y tortugas. En su diario de viaje
Fuente: Rogers Rogers describió estas islas y señaló los lugares donde hicieron aguada,
consiguieron madera y el tipo de aves o de animales terrestres que consu-
mieron, entre otros temas, lo cual deja ver la importancia de la descripción
en este tipo de travesías, así como la relevancia de ubicar lugares donde
pudieran conseguirse bastimentos (Rogers 266-269 y 275).
Los ingleses tuvieron una junta en la que se discutió el destino a
seguir, y en ella se acordó dirigirse a Cabo San Lucas, lugar sugerido

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por Dampier, por ser zona de paso regular de los galeones y donde Caven-
dish había tomado su presa en el siglo XVI. Así, para noviembre de 1709 las
naves británicas se trasladaron a las costas de California, bajaron a tierra a
conseguir bastimentos y encontraron a indios no establecidos en misiones,
quienes los ayudaron en esa labor e, incluso, les advirtieron sobre la pre-
sencia de milicias de españoles que estaban en pos de los ingleses. La
espera del galeón se prolongó aproximadamente un mes, y para diciembre
los ingleses perdieron la esperanza de que llegara a costas novohispanas,
pues sus referencias indicaban que lo hacía alrededor del mes de noviem-
bre (Rogers 284-285). Esto era bastante preciso: tal como antes se mencionó,
los galeones se acercaban a dichas costas a fines de año, y las ferias comer-
ciales de Acapulco se llevaban a cabo durante enero o febrero. Esto se hacía
pensando que el regreso del galeón a las Islas del Poniente no sobrepasara 95
el 25 de marzo (Yuste, Emporios 277).

i
Mientras los ingleses consideraban la posibilidad de alejarse de Ca-
lifornia y dirigirse a Guam o a Brasil, para abastecerse antes de su regreso
a Inglaterra, el 22 de diciembre divisaron su codiciada presa. Se trataba de
la nave “Nuestra Señora de la Encarnación”, de cuatrocientas toneladas, la
cual iba armada con veinte cañones y veinte pedreros13, contaba con 193
hombres a bordo e iba comandada por el capitán Jean Presberty, antiguo
miembro de la factoría francesa de Cantón y hombre poco experimentado
en las navegaciones. Los ingleses persiguieron el galeón y lograron captu-
rarlo. Los detenidos pronto informaron que se aproximaba otra embarca-
ción, la “Nuestra Señora de Begoña”, de novecientas toneladas. Esta nave,
sin embargo, estaba mejor pertrechada para la defensa, e iba comandada
por un experimentado navegante: Fernando de Angulo. Durante el ataque
dicho galeón, incluso, logró provocar daños a las naves inglesas, por lo cual
estas tuvieron que dejarlo ir. Así lo describió Rogers:

13
rEl pedrero, según el Diccionario de autoridades, era una pieza de artillería que servía para com-
batir en el mar contra los navíos y las galeras, y, en tierra firme, para defenderse de los asaltos
enemigos; arrojaba balas de piedra o una gran cantidad de balas menudas, con lo cual se
gastaba menos pólvora que con las piezas artilleras de los otros géneros.

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The Enemy was a brave lofty new Ship, the Admiral of Manila, ando this the
first Voyage she had made; she was call’d the Bigonia, of about 900 Tuns, and
could carry 60 Guns, about 40 of wich were mounted, with as many Pate-
reroes, all Brass; her Complement of Men on board, as we were inform’d,
was above 450, besides Passengers. They added, that of the Men on board
this great Ship were Europeans, several of whom had been formerly Pirates,
and having now got all their Wealth aboard, were resolved to defend it to the
last. (Rogers 302)

Con este ataque los ingleses obtuvieron un botín de aproximada-


mente dos millones de pesos, o catorce mil libras. Además, la nave que
capturaron fue rebautizada como “Batcheler”. Los ingleses dejaron a sus
prisioneros en las cercanías de Acapulco y cruzaron el Pacífico, pasaron por
Guam con el fin de adquirir vituallas, rodearon el Cabo de Buena Esperan-
96 za y en octubre de 1710 llegaron a Inglaterra (Gerhard 210-216; O´Donnell
i

237; Pérez-Mallaína y Torres 317-318; Schurtz 286-288).

El viaje de Rogers significó para Dampier el logro de sus esfuerzos.


Es posible que las travesías anteriores prepararan el terreno para registrar
con detalle los litorales novohispanos y la navegación del Galeón, por
lo cual, con un conocimiento tan preciso, ya se buscaba esta nave en los
tiempos correctos y se arribaba a lugares conocidos para conseguir refres-
cos mientras se esperaba el preciado botín.

r Comentarios finales
William Dampier fue un personaje excepcional, que, si bien participó en
campañas de bucaneros, en realidad distaba de ser uno de ellos; sin embar-
go, su presencia en expediciones le permitió conocer y describir muchas
zonas en las que los ingleses tenían prohibido el tránsito, como las co-
lonias hispanoamericanas. Sus experiencias le dieron la oportunidad de
elaborar detallados diarios de viaje que contenían tanto descripciones
de los litorales americanos como mapas que posteriormente fueron to-
mados como referencia en otras navegaciones. Como se ha dicho, el hecho

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de que en los textos de Dampier se hiciera mención a lugares estratégicos
para las navegaciones o se señalasen accidentes geográficos que ayudaran
a las tripulaciones a ubicarse, los hizo una fuente obligada de información
para aquellos que quisieran incursionar en el Mar del Sur.

En realidad, las experiencias de este navegante se insertan en las


transformaciones navales, políticas, bélicas y mercantiles de la época. Si
bien este texto se centró en la presencia de Dampier en los litorales novo-
hispanos, no se pierde de vista que los viajes de este navegante ejemplifican
los intereses de la Corona británica por incursionar en el Mar del Sur y
expandir en él sus redes comerciales; especialmente, luego de que desde
tiempo atrás habían afianzado su presencia en el Caribe. Por ello las distintas
travesías en las que se vio envuelto Dampier reflejan las políticas reales, que
incluyeron desde dejar las navegaciones en manos de particulares hasta 97

i
encargar a oficiales de mar que participaran en ellas, como fue el caso de
Rogers y del propio Dampier.

Si bien existen muchas razones que dan importancia a su obra, hay


que hacer hincapié en los mapas, pues estos fueron seguidos por otros na-
vegantes, incluyendo a Woodes Rogers. Podría decirse que las informacio-
nes de Dampier dejaron más expuestos a los litorales americanos para que
fuesen agredidos: a partir del conocimiento que se tuvo de ellos, fue cada
vez más factible incursionar en los mismos. En el caso de las costas del Pa-
cífico novohispano, si bien los ingleses contaban con bastantes referencias
sobre ellos, las descripciones de Dampier no simplemente se refirieron a
los litorales, sino, también, a las navegaciones que se realizaban por esas
aguas; en especial las del Galeón de Manila, embarcación que se volvió
objeto de deseo de otros expedicionarios ingleses, quienes continuaron di-
rigiéndose hacia el Mar del Sur y cuyas travesías, paulatinamente, se multi-
plicaron y se hicieron más profesionales, gracias a los avances de la náutica
y de la geografía que se desarrolló durante la segunda parte del siglo XVIII.
Lo anterior es relevante como muestra de la forma como se mul-
tiplicaron las navegaciones inglesas por el Pacífico, y que, aunadas a las
incursiones holandesas, francesas y rusas, provocaron reacciones en

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los litorales americanos. En el caso de los novohispanos, fue necesario


modificar las actividades navales, defensivas, poblacionales y comercia-
les de sus establecimientos portuarios. Si bien ello no pudo ser abordado
en este trabajo, de todas formas merece la pena considerar que es nece-
sario estudiar las expediciones inglesas y las informaciones que generaron,
con el fin de comprender lo que significaron para los territorios america-
nos. El caso de Dampier es prueba de ello.

rBibliografía
F uentes primarias de archivo

98
a. Manuscritos
i

“Informe sobre el trato que deben recibir los ingleses en los puertos de América”
(Madrid, 25 de noviembre de 1692). Archivo General de la Nación (México),
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b. Fuentes impresas
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Gray y Percy Adams. Londres: James Knapton, 1702; Nueva York: Dover
Publications, 1968. Impreso.
---. A Voyage to New Holland. Londres: James Knapton, 1703. Impreso.
---. Dos viajes a Campeche. Edición facsímil de la versión inglesa de 1705. Introducción
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Porrúa, 2004. Impreso.
Exquemelin, Alexander Oliver. Piratas de América. Ed. Manuel Nogueira Bermejillo. S.l.:
Dastin, 2002. Impreso.
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Gage, Thomas. Nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales. Estudio introductorio de
Elisa Ramírez Castañeda. México: Fondo de Cultura Económica, 1982. Impreso.

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Baer, Joel, ed. British Piracy in the Golden Age: History and Interpretation, 1660-1730. 2 t.
Londres: Pickering and Chatto, 2007. Impreso.
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Guadalupe Pinzón Ríos
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Fecha de recepción: 30 de agosto de 2010.


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

101

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La jura de la Constitución de Cádiz
en San Luis Potosí (1813).
Un discurso barroco del poder
a través de la Iconología de Ripa
Armando Hernández SouBERVIELLEvervielle
El Colegio de San Luis, México
loretoslp@yahoo.com.mx

A la Dra. Isabel Monroy Castillo

R esumen

r
El 8 de mayo de 1813 se celebró la jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí.
La ceremonia contempló la colocación de un tablado complementado con una serie
de figuras alegóricas cuya base simbólica y formal subyace en la obra Iconología, de
Cesare Ripa. Por medio de un discurso simbólico y ceremonial barroco, el ayun-
tamiento pretendió aleccionar al pueblo potosino no solo respecto a la observación
de las leyes recién promulgadas, sino, más importante aún, revitalizar la imagen del
rey como figura preeminente en el panorama monárquico español. Frente al le-
vantamiento insurgente en Nueva España, la ceremonia fue ocasión, también, para
recordarle al pueblo que la monarquía hispánica no dudaría en usar las armas contra
sus agresores.
Palabras clave: Constitución de Cádiz, juramento, San Luis Potosí, Iconología, Cesare
Ripa, siglo XIX.

A bstract
r
May 8th 1813, the Cadiz Constitution was sworn in the city of San Luis Potosi. The
ceremony included the placing of a tableau, which was complemented by a series of
allegorical figures whose symbolism and form are found in Cesare Ripa’s “Iconología”.
Using a symbolic language and baroque ceremonial, the “Ayuntamiento” or City Hall
tried to teach the Potosino people not only about the observance of the new laws, but
much more important, to bring new life to the Spanish monarch as the main figurehead
of the Spanish monarchic system. With the insurgent or independence movement
rising in the New Spain, the ceremony was also an occasion to remind the people that
the Spanish crown would not hesitate to use arms against its aggressors.
Key words: Cádiz Constitution, swore, San Luis Potosí, Iconología, Cesare Ripa, 19th century.

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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El 8 de mayo de 1813 la ciudad de San Luis Potosí se engalanó con la fiesta
de la jura de la Constitución de Cádiz. La importancia del acontecimiento
se vio reflejada en el montaje de un fuerte aparato festivo, el cual incluyó
esculturas y escenarios perfectamente diseñados, así como ceremonias re-
ligiosas, repique de campanas, fuegos de artificio y un convite general “que
no había sido visto en la ciudad” (aheslp, I 1813-1814: caja 51, exp. 4)1. Ni si-
quiera en octubre de 1808, cuando se verificó la jura proclamada a favor del
“Rey raptado”, don Fernando VII, y en la cual se incluyeron carros triun-
fales, arquitectura de perspectiva y adorno de las Nuevas Casas Reales y
parroquia de la ciudad, se había realizado una descripción tan detallada
y profusa como la referente a la jura de la constitución gaditana (aheslp,
A 1808: f. 85 v.). ¿Por qué el fasto en esta ocasión y la prodigalidad en
cuanto al detalle narrado? ¿Qué evidencia el simbolismo establecido 103
en los aparatos dispuestos para el festejo? ¿Cuál es la referencia iconográ-

i
fica de la que se echó mano para la representación de las imágenes alegóri-
cas que complementaban esta ceremonia? ¿Cuál es el discurso que subyace
en la fiesta descrita? Son preguntas que nos hemos planteado, y que tra-
taremos de responder a la luz de la interpretación de los documentos que
comentan estos festejos.
Se debe partir del hecho de que la constitución de 1812 fue el resul-
tado del trabajo emprendido en las Cortes de Cádiz entre 1810 y 1814, en
el que se discutió el devenir de la entidad política conformada por la mo-
narquía hispánica (es decir, españoles peninsulares y americanos); sobre
todo, respecto a la situación imperante en España tras la sacudida que esta
sufrió a partir de 1808, a raíz de la invasión napoleónica (Breña 119; Fe-
rrer 161). Lo importante de estas cortes fue que en ellas se sumaron tanto
intereses monárquicos como liberales, y todos ellos se conformaron en

1 rEn palabras del teniente letrado, don José Ruiz de Aguirre, esta fiesta “ha sido la más célebre
que se ha visto en ella [la ciudad]”. En el anexo 1 se incluye la transcripción completa del
documento (aheslp, I 1813-1814, caja 51, exp. 4).

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la constitución de 18122. Para algunos autores, este conjunto de leyes puede


ser considerado como la suma del primer liberalismo español; liberalismo
que terminó, en parte, por precipitar la desaparición de dicha constitución
en 1814, tras haber regresado del exilio Fernando VII (Breña 126).
Promulgada en marzo de 1812, la constitución gaditana hubo de ser
anunciada en Nueva España por el virrey Venegas, a finales de septiem-
bre de ese año (Monroy y Calvillo 149). En San Luis Potosí se emitió
un bando, fechado el 30 de abril de 1813, que anunciaba y mandaba jurar la
constitución en la ciudad el 8 de mayo de ese mismo año, de acuerdo con
los preparativos dispuestos por el intendente y el ayuntamiento (aheslp, AM
1813: doc. 6, f. 1 r.). Esto implica que la jura en la ciudad tuvo un período de
organización cercano a los siete meses a partir del anuncio de Venegas3, lo
104 cual parece haber sido el tiempo dispuesto por la mayoría de los ayunta-
i

mientos para sus preparativos. Baste como ejemplo Guadalajara, donde se


juró la constitución entre el 10 y el 12 de mayo de 1813; o Colima, donde
se juró después del 13 de mayo (AGN, H 403, ff. 1 r.-5 v.).
El protocolo y el aparato festivo de una jura real permitían, por un
lado, el acercamiento del pueblo a la figura inasible del rey, mientras que,
por el otro, permitían una forma de propaganda “que abultaba la figura del
monarca” (Cárdenas 67), y, por tanto, establecía de forma tácita un pacto
de obediencia de los vasallos hacia la figura real y sus leyes. No obstante
tratarse del juramento de un aparato regulatorio, como lo eran las leyes
promulgadas en Cádiz, la celebración de la jura de la constitución en San
Luis Potosí tomó como base el protocolo de las juras reales, en tanto que su

2 r
Fue justamente en Cádiz donde el vocablo “liberal” empezó a ser empleado como término
político a mediados de 1810 (Breña 126).

3 En las actas de cabildo de 1812, del fondo Ayuntamiento del aheslp, no se menciona nada
sobre la organización de estos festejos. Desafortunadamente no existen en dicho fondo
las actas correspondientes a 1813, las cuales podrían habernos esclarecido muchas interro-
gantes, como quiénes fueron los encargados directos del festejo, así como los ejecutores
materiales de las obras dispuestas.

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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despliegue visual fue de un alto grado simbólico e intelectual, y ello tenía
sus antecedentes en el sofisticado —y barroco— ritual de juramento
que se había establecido en los siglos XVII y XVIII (Cárdenas 66). Escapa del
alcance de la historia el nombre del programador del artefacto efímero que
complementó la jura; no obstante, el simbolismo implícito en las alego-
rías descritas en la carta nos hace reconocer su creatividad, al formar un
discurso eminentemente promonárquico, en el cual el vasallaje a Fernan-
do VII y la observancia de las leyes emanadas de la constitución fueron
representados como una suerte de buenaventura que el pueblo potosino
debía agradecer.
La relación de los festejos, elaborada por el teniente letrado don José
Ruiz de Aguirre y dirigida al virrey don Félix María Calleja, es de una exten-
sión y un detalle considerables; acaso, en un afán de congratularse con el 105

i
virrey —sobre todo si se considera que el mismo bando real que ordenaba
la jura especificaba la privación de los cargos y los oficios reales en caso
de incumplimiento o tardanza—. Eso nos remite, también, a la costum-
bre barroca de querer “maravillar con el relato de lo sucedido” (Bonet
52)4. La narración se convierte así en una suerte de continuación del acto
mismo y, por consiguiente, en una confirmación de lo allí representado;
en este caso, confirmación de la fidelidad del pueblo potosino hacia la
constitución y, de forma tácita, al rey. El recuento de los acontecimientos
acaecidos entre el 8 y el 9 de mayo de 1813 comienza haciendo énfasis
en el patriotismo del pueblo potosino, empleando para ello el exceso
de elogios —en un recurso literario muy barroco— en torno al júbilo
causado por una función que habría “llenado de felicidad los corazones

4 rExisten dos versiones de la relación en San Luis Potosí: una en el fondo de Alcaldía Mayor,
y otra en el de Intendencia del aheslp; ambas se complementan, pues contienen datos que
enriquecen tanto una como otra versión. Para la descripción del tablado usaremos, prin-
cipalmente, la que existe en el fondo de Intendencia. Existe una tercera versión en el Archivo
General de la Nación, en el fondo de Historia, aunque es el original de la copia existente
en el fondo de Intendencia del aheslp.

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melancólicos”, al ver el gozo en el rostro de los habitantes al momento de


jurar la constitución.
La festividad comenzó la mañana del 8 de mayo, de acuerdo con las
instrucciones del intendente. Una de las primeras cosas que se mencionan, y
que llama mucho nuestra atención, es la hechura de un par de esculturas de
alabastro, traídas “desde más de cien leguas de distancia”, y las cuales habían
estado bajo la supervisión del mayordomo fiel de la alhóndiga: don Ignacio
Salgado. El material con el que fueron hechas las imágenes y la distancia
desde donde se las transportó nos hacen suponer que estas piezas fueron
elaboradas y traídas desde Tecali (Puebla), población que desde la época
precolombina se había caracterizado por sus yacimientos de alabastro y por
el trabajo en él. La suposición se fortalece, en parte, por cuanto se tiene noticia
106 de que a este evento acudió el alcalde de Puebla, quien figuró como testi-
i

go de honor, junto con los testigos de ausencia —por falta de escribano en la


ciudad— (el capitán don José María Ontañón y el licenciado don Antonio
Frontaura) en la toma de juramento al intendente Manuel Jacinto de Aceve-
do, a quien, debido a un reumatismo en sus piernas, le había sido imposible
asistir a la ceremonia (aheslp, AM 1813: doc. 6, f. 1 v.). Estas piezas represen-
taban tanto a Europa como a América; seguramente, coincidiendo con el
modelo iconográfico que se usó en el tablado de este mismo festejo, y el cual
describiremos más adelante. En el caso de Europa se trataba de una matrona ri-
camente ataviada, conforme a lo establecido en la obra Iconología, del italiano
Cesare Ripa, en el apartado de las representaciones de las partes del mundo
(Iconología 2: 63) (fig. 1)5. En el caso de América se trató, seguramente, de una
mujer vestida completamente por un mantón y falda —con un aspecto más
mestizo—, y que lucía una tiara decorada con plumas, muy conforme al pro-
totipo aceptado por los criollos desde el siglo XVII (fig. 2), quienes rechazaban
que la representación de América se refiriese a un territorio barbárico e

5 r
Esta obra apareció por primera vez en Roma en 1593, aunque contó con ilustraciones solo
hasta la edición de 1603 (Esteban 413) y se convirtió de inmediato en uno de los tratados
de emblemas más influyentes de su tiempo. Interesa aquí rescatar su uso en el siglo XIX para
las celebraciones de la jura en San Luis Potosí.

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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incivilizado (Florescano 71), y se oponían de esta forma a la iconografía que
se había difundido, principalmente, gracias al tratado de Ripa, desde finales
del siglo XVI (Iconología 2: 68), donde América era representada como una
mujer semidesnuda, con tocado de plumas, arco, carcaj y un cráneo atravesa-
do por una flecha y un caimán a sus pies (fig. 3). La idea desde el siglo XVII
era la de representar una América en igualdad de estatus respecto a Europa,
con una dignidad que representara a sus habitantes (Cuadriello 92).

107

i
Figura 1.
“Alegoría
de Europa”.
Cesare Ripa
(Siena, 1613)
Fuente: Ripa,
Iconología.

Las esculturas de alabastro debieron de ser de un tamaño consi-


derable, pues entre ambas sostenían una placa que marcaba el cambio de
nomenclatura de la plaza mayor por el de “Plaza de la Constitución”, tal
y como había sido ordenado por medio del bando real fechado el 14 de
agosto de 1812, y en el cual se estableció que se debía:

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108
i

Figura 2.
“Alegoría de Europa
y América” (1660)
Fuente: Cuadriello,
ed. Juegos.

Figura 3.
“Alegoría de América”.
Cesare Ripa (Siena, 1613)
Fuente: Ripa, Iconología.

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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[…] erigir una lápida en la plaza principal de todos los pueblos de las Españas
en la que se celebre o se haya celebrado ya el auto solemne de la promulgación
de la constitución política de la monarquía, denominándola Plaza de la Cons-
titución. (aheslp, I 1813.1, exp. 2)

Este bando fue recibido en la ciudad el 20 de enero de 1813, lo cual nos


hace inferir que para la elaboración de dichas esculturas tan solo se contó con
cuatro meses. Sendas esculturas y su lápida debieron de colocarse en la esqui-
na norte de las casas consistoriales, no solo para hacer relevante el cambio de
nombre, sino, también, como preludio del fastuoso tablado que se dispuso
en el otro extremo de la plaza, frente a la esquina sur de este mismo edificio.
Por órdenes del intendente, cuatro miembros de la alcaldía se encar-
garon de la preparación de los festejos en la ciudad, para lo cual dispusieron
la hechura de un tablado que representaba un salón, y cuyas medidas
109

i
fueron veinte varas de longitud por doce de altura; es decir, 16,76 x 10,05
metros (aheslp, AM 1813, doc. 6, f. 1 r.)6. Comparado con la obra de las ca-
sas consistoriales que se estaba realizando en 1813, el tablado ocupaba poco
menos de un tercio de la longitud del edificio y rebasaba la altura del primer
cuerpo de este; se trataba, en consecuencia, de un monumento triunfal
bastante considerable. El tablado semejaba un templo de estilo corintio, con
cinco arcos en el frontispicio y dos más en los costados. Tenía, entonces,
unas ocho varas de ancho (6,70 metros), de acuerdo con la proporción es-
tablecida a partir de la descripción del frontispicio del tablado.
Considerando que las casas consistoriales no estaban concluidas, la
construcción efímera que representaba el fastuoso tablado adquiría mayor
importancia, y se ajustaba más a la dignidad de la ceremonia. Era la teatrali-
dad del barroco de los siglos XVII y XVIII, que continuó en la ciudad durante
el siglo XIX, como se constatará a la luz de los elementos complementarios

6 rEscapan también de la historia los nombres de los encargados de los preparativos, aunque
entre ellos debieron de estar don José Ruiz de Aguirre, al ser este quien dio cuenta de la
festividad, y don Ignacio Salgado, a quien se menciona como encargado de la construcción
de las esculturas de alabastro.

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que describiremos. En las pilastras que sustentaban el arco central “se pin-
taron al natural los dioses de la Guerra y la Ciencia, y en sus bases se inscri-
bieron los correspondientes sonetos alusivos, colocándose en la clave de
este mismo arco un tarjetón con otro soneto”. Conforme a esto, conclui-
mos que se trataba de las representaciones de los dioses Marte y Minerva,
respectivamente; ambos, con panoplia. Y aunque, desafortunadamente,
no tenemos noticia del contenido de los sonetos, podemos inferir que para
el caso de Minerva pudo usarse el célebre verso de Horacio: “Tu nihil invita
dices faciesque Minerva”7, el mismo que Ripa menciona cuando se refiere a
la alegoría de la Academia y hace relación de esta con la figura de Minerva,
al representar dicha diosa a la sabiduría y la ciencia (Ripa, Iconología 1: 6).
Una frase que, por otro lado, se circunscribe en el tenor del tablado, en el
110 que las leyes escritas establecían lo que se debía hacer; por tanto, estar fuera
de ellas significaba contravenir la Constitución y al rey. Así, la frase se
i

convertía en un elemento literal que reforzaría el discurso visual. El verso


que acompañaba la imagen del dios de la guerra, Marte, bien pudo ser el
texto de Virgilio en la Eneida, referido también por Ripa (Iconología 1: 88)
como parte de la representación del carro del dios mitológico: “Bello ar-
muntur equi” (“Para la guerra se arman los caballos), en una clara alusión
a la necesidad de estar preparados para la guerra; y en ese sentido alegó-
rico se señalaba, por extensión, que se debía estar preparado tanto para la
guerra que le hacía Francia a España como para la que estaban haciendo
los insurgentes en México. El soneto de la clave debió de ser uno alusivo
a Fernando VII, ya que este arco marcaba el acceso al sitio donde estaba
ubicado su retrato.
El carácter guerrero de las representaciones que flanqueaban el
arco central tiene una doble lectura. La primera de ellas corresponde a la
imagen bélica per se de Marte, cuya presencia nos recuerda el momento
histórico que vivía España respecto a la invasora Francia. La idea vertida

7 r
“Tú nada dirás y harás si no lo quiere Minerva”. Se tomó aquí la traducción de la versión
castellana de la Iconología, de Ripa, publicada por Akal en 1987.

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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era la de que ante el invasor no se claudicaría: antes bien, se lo habría de
echar por medio de las armas. Baste aquí recordar el frontispicio de la
Constitución de Cádiz, en el que se observan puños de espada y caño-
nes abriendo fuego, y, más abajo, una fortificación frente al mar (alusiva
a los muros inexpugnables de esa ciudad, una de las razones para que
fuera escogida como sede de las Cortes) que dispara su artillería contra
unos barcos en retirada, como ilustración del fracaso del sitio a la ciudad
que había hecho el ejército francés. Quedaba, pues, claro: se repelería
sin titubeos y por medio de las armas a quien pusiera en riesgo a la mo-
narquía hispánica. Esta voluntad de uso de las armas —tan familiar para
la casa de Borbón— que representaba a Marte en el tablado construido
en San Luis Potosí encontraba, además, un escenario oportuno, pues
al enemigo expreso, que era el “pérfido Napoleón”, se le sumaba uno 111
sugerido y más real de este lado del Atlántico, encarnado en la imagen

i
de los insurgentes.

La jura de la constitución gaditana se había vuelto ocasión oportu-


na para hacer ostensible el poder realista, pero también para recordarle al
pueblo potosino —y este lo sabía muy bien desde los tumultos ocurridos
en 1767— que no se dudaría en atacar para defender lo que se consideraba
propio, para apagar con las armas cualquier tentativa de sedición y de sub-
vertir el orden monárquico. En cuanto a la iconografía del dios de la guerra,
consideramos que se empleó lo propuesto por Ripa para el carro de Marte
dentro de la serie de carros de los siete planetas, serie en la cual la deidad era
representada mediante la figura de un hombre de aspecto feroz y terrible,
con coraza y yelmo, que empuñaba una lanza en la diestra y un escudo en
la siniestra (Iconología 1: 87).

La otra imagen del caso es la de Minerva, también armada, que repre-


senta la sabiduría y la guerra, al ser esta diosa la protectora de las ciencias
y bajo el nombre de Palas: de la guerra, también. Lo interesante en este
punto es que Minerva hace las veces de la posición opuesta: no la del ata-
que frontal, al que representa Marte, sino la de la defensa y la resistencia.
Es el propio Ripa quien explica que la sabiduría ha sido representada

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por Minerva, y que si esta va armada es, precisamente, porque su función es


resistir fácilmente el embate exterior del otro por medio de la sabiduría
y el conocimiento. Minerva poseía la virtud de nunca errar, y, en ese sentido
alegórico, el “sabio” debía fiarse del conocimiento adquirido por medio de
la ciencia; además, tenía la obligación de enseñarlo (Iconología 2: 208). Por
tanto, queda relacionada la figura alegórica de la sabiduría con la propia
Constitución y con la monarquía española —a la cual, por designio divino,
le correspondía dictar las leyes que ahora ponía al conocimiento del pueblo
para un recto vivir—8. Al ser la Constitución un instrumento unificador
en torno a la figura del rey, se convertía, por extensión, en la mejor defensa,
tal como lo era Minerva.
De esta forma la presencia de Marte y de la diosa armada hace una
112 clara alusión tanto a la constitución que se juraba como a la situación
i

histórica imperante. Era la ciencia vertida en la escritura de la Constitu-


ción de Cádiz en tiempos de guerra (ciencia y armas, complementán-
dose una y otra para sostener y preservar la monarquía hispánica) en
un momento de crisis política y social. La presencia de ambas deidades
enriquece la puesta en escena de un imaginario defensivo de clara rai-
gambre barroca, ya que desde el siglo XVII la monarquía española había
echado mano de recursos simbólicos militares para amparar procesos
políticos (De la Flor 34).
La ubicación de ambas alegorías tiene especial importancia, puesto
que enmarcaban desde el exterior un retrato de Fernando VII dispuesto
justo en medio del tablado, bajo un dosel de terciopelo guarnecido de
fleco de oro, sobre pavimento de alfombras, telón de fondo cubierto
de damasco carmesí y cielo adornado de “una agradable pintura”: era la

8 r
El texto en latín que formó parte del libro que coronó este tablado, y sobre el cual volveremos
más adelante, mencionaba, precisamente, la importancia de considerar la Constitución como
una guía para gobernarse y vivir rectamente; es decir, vivir sabiamente, sin trasgredir el orden.
Además, la alegoría de la sabiduría había sido empleada a menudo en la arquitectura efímera
destinada a los monarcas españoles, como en el caso de las exequias de Felipe IV (Mínguez,
“Arte efímero” 94).

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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dignidad imperial en su esplendor simbólico. Al flanquear la figura del
monarca se establecía que él era el poseedor de las armas y de la sabiduría,
y que de su dignidad emanaban las leyes que ahora se dictaban —aun-
que, en la práctica, provinieran de las Cortes—, pero que también de
su puño podía caer la espada. Era el rescate de la imagen de Fernan-
do VII como dueño de la verdad de las leyes, monarca absoluto de “las
Españas” y de sus armas; era la necesidad materializada de representar
el poder del rey, ya como garantía del gobierno español en manos del
Consejo de Regencia de España e Indias, ya como fuente de legitimidad
de ese poder, que, con igual autoridad que la del rey, no dejaba de esta-
blecer la primicia de este (Hocquellet 144).
Esta idea se complementaba con la acrotera que coronaba la par-
te central del tablado, justo en medio del arco flanqueado por Marte y 113

i
Minerva, y en la cual se había representado la “autoridad” por medio del
escudo de armas de la monarquía española, sustentado por dos mun-
dos que representaban Europa y América, y sobre los cuales se había
antepuesto un libro abierto con el siguiente texto: “Compendium hic ha-
bes legum cunctarum edictum quae regendi docent modumque recte vivendi”.
En la traducción libre que hemos hecho tal enunciado reza lo siguien-
te: “Aquí tienes un compendio de todas las leyes que te enseñan a go-
bernarte y vivir rectamente”. El libro estaba apoyado, a su vez, sobre los
escudos de armas de España y de América (Nueva España). La com-
posición nos hace recordar el frontispicio de la tesis de don Francisco
Antonio Ortiz dedicada al mecenas, el duque de Albuquerque, en 1660
(fig. 2). El libro y su texto simbolizaban la Constitución, la cual enseña-
ba a “gobernarse y vivir rectamente”, y que aplicaba tanto para España
como para sus territorios de ultramar, tal y como había sido enunciado
durante la presentación impresa de la Constitución, la que, según se ex-
plicaba, había sido hecha para “el buen gobierno y recta administración
del Estado”. Es decir, la rectitud del gobierno y la del pueblo se basaban
en el respeto a las leyes y al monarca. De esta forma la sabiduría de las
leyes, como única forma legítima de convivencia, se extrapolaba a la
sabiduría del monarca.

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Flanqueaban esta acrotera las representaciones de Europa9 a la dies-


tra y de América a la siniestra; la primera, ricamente ataviada, como la repre-
senta Ripa en su Iconología (2: 63); y la segunda, alejándose de este modelo
(como explicamos anteriormente), representada como “una india con sus
respectivos adornos”. Ambas figuras sostenían con una de sus manos el es-
cudo, y con la otra, el libro. El tablado establecía de forma contundente que
eran las leyes de la monarquía española, compendiadas en la Constitución,
las únicas legítimas y capaces de dirigir los destinos de los súbditos del mo-
narca en ambos lados del Atlántico, y que tanto España como América de-
bían encontrar en las leyes y su monarquía la única forma lícita y aceptable
para vivir. Además, al ubicar en el tablado, a un mismo nivel y en correspon-
dencia de circunstancias tanto a Europa como a América, quedaba mani-
114 fiesto el principio de igualdad del reino en ambos hemisferios, pretendido
por las cortes gaditanas, a partir del reconocimiento de la fidelidad de los
i

americanos al rey, así como de los esfuerzos financieros para sostener la


causa de este (Garrido 191; Hocquellet 154).
El discurso político-alegórico continuaba en los extremos del ta-
blado, en los que se ubicaron sendas “estatuas al natural”: la una represen-
tando la Constancia, y la otra, al decir de don José Ruiz de Aguirre en su
relación, el Respeto. La relación explica que la primera imagen mostraba
a una mujer que sostenía una columna y ponía al fuego una espada10.
Tal descripción encaja perfectamente con la alegoría de la Constancia
establecida por Ripa, cuyo texto explicativo plantea a una mujer que con
el brazo derecho se mantiene abrazada a una columna y con la mano

9 r
Europa como representación de España, ya que para el momento de la Constitución de
Cádiz, en su artículo I, se reconocían como propiedades de España en Europa únicamen-
te aquellas pertenecientes a la península y sus islas

10 En las versiones en italiano y en castellano de la Iconología que hemos consultado no apare-


ce el grabado que representa esta versión de la alegoría de la Constancia. Sin embargo, en
una traducción inglesa del tratado de Ripa, que estuvo al cargo y al cuidado de P. Tempest
(Londres, 1709), se puede apreciar en la figura número 76 de la lámina 19 un grabado que
representa fielmente lo descrito por Ripa, y que nos permite imaginar la figura representada
en el tablado potosino.

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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izquierda sostiene una espada desnuda sobre un gran recipiente que con-
tiene un fuego encendido (Iconología 1: 138). La idea, de acuerdo con el
autor italiano, fue demostrar que era voluntario su deseo de quemar su
mano y su brazo. “No importando el dolor —parece como si la escultura
quisiera decir eso—, siempre y cuando se sostenga de una sólida colum-
na, nada pasará”. La imagen de la Constancia era una alegoría usada muy
a menudo en la iconografía monárquica española; un ejemplo de ello lo
da su utilización en el adorno de la fachada de la iglesia de Santiago de los
Españoles, en Roma, durante la exequias de Felipe IV, en 1665, y donde se
empleó la imagen de la mujer que sostiene una columna, descrita por Ripa
(Mínguez, “Arte efímero” 90). Eso era la Constitución: un pilar del cual
asirse para un “recto vivir”, leyes que debían observarse “constantemente”;
sobre todo, en una época tan difícil. Un mensaje más se puede sumar, y es
aquel que se refiere a la necesidad de mantener la soberanía —y la consti-
115

i
tución gaditana era prueba de ello—; es decir, ser constante y fiel a la mo-
narquía española, aun a pesar de la invasión napoleónica y del recién acae-
cido alzamiento insurgente. En consecuencia, la imagen de la Constancia
no representaba en sí misma la búsqueda de que la población asumiera una
actitud iterativa respecto a las leyes, sino, más bien, un proceso de toma de
conciencia sobre la necesidad de observar las leyes y respetarlas, leyes que
estaban encarnadas en la Constitución y que se fundamentaban en un pa-
sado común entre España y América.
En la segunda imagen estaba figurado un varón de aspecto grave, co-
ronado de laurel y palma; en una mano portaba una lanza, y en la otra, un
escudo en el que se pintaron los dos templos de Marcelo. Aunque señalada
en la misiva que se envió a Calleja, como representando al Respeto, esta
imagen está tomada, en realidad, de la alegoría del Honor de la obra de
Ripa, y en la que se prefigura a “un hombre de aspecto venerable, coronado
de palma, con un collar de oro al cuello, y otros brazaletes también de oro,
que con la diestra sostendrá una lanza y con la siniestra un escudo, sobre
el que han de aparecer pintados dos templos”; sobre el escudo tendría es-
crita la frase “Hic terminus haeret” (“Este límite está fijo”), haciendo alusión
a los templos de Marcelo (Iconología 1: 345). La explicación que da Ripa
de esta alegoría encaja perfectamente en el discurso que se buscaba dar

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a la población potosina con motivo de la jura. En primer lugar, la corona


de palma era un signo tradicional de victoria, y al ser el Honor hijo de la
Victoria, convenía que fuera así coronado. El escudo y la lanza formaban
parte de los atributos de los reyes antiguos (1: 345); además, la lanza en sí
misma denota la superioridad y el señorío procurados mediante la fuerza
(1: 255). Finalmente, los templos de Marco Marcelo (que eran dos: el del
Honor y el de la Virtud [1: 344]), eran, al decir del autor, la guía segura del ver-
dadero honor, pues para poder entrar al templo del Honor era necesario
pasar primero por el de la Virtud, de lo cual se desprendía que el verdadero
honor era el que provenía de la virtud. El Respeto, de acuerdo con la in-
terpretación hecha por don José Ruiz de Aguirre, está en sí contemplado
dentro de esta alegoría, que lo es, en realidad, del Honor. Sin embargo, esta
116 va más allá, al establecer que la virtud necesaria para alcanzar ese ho-
nor, y rendirle así respeto a la monarquía española, estribaba en la perfecta
i

observancia de la Constitución. Es decir, no había mayor virtud que el


respeto a las leyes, y eso conducía al honor, y este, a su vez, no era otra cosa
sino esa cualidad moral que llevaba al individuo al cumplimiento de los
propios deberes. La “esperanza” que había supuesto la llegada de Fernando
VII al trono español, y sus consiguientes demostraciones de fervor y jú-
bilo (De Gortari 193), encontraba un nuevo motivo, encarnado ahora en
el honor que el pueblo le debía rendir, con constancia, a las leyes mismas y
al monarca. De otra forma, ¿cómo podría considerarse honorable alzar la
mano contra el monarca y España, tal y como Napoleón lo había hecho,
o tal y como los insurgentes lo habían hecho? Una lectura final está relacio-
nada con el vínculo entre el honor y las acciones heroicas, y con ello, de nueva
cuenta, se regresa al discurso militar del tablado.
A los lados de la acrotera central, donde estaban representadas Amé-
rica y Europa en torno a los mundos y el libro, seguían trofeos de guerra
sobre las bases interpuestas en el balaustrado que lo coronaba todo. La
posible presencia de yelmos, armaduras, cañones, etc. venía a complemen-
tar un discurso donde, no obstante el uso de alegorías que representaban
conceptos abstractos como el honor, la constancia o la ciencia, subyacía
un mensaje claramente bélico, en el que las leyes habrían de ampararse
en las armas, de ser necesario. Finalmente, el equilibrio entre la razón y la

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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fuerza resulta necesario para la subsistencia del poder (Balandier 18), y sus
representaciones son los medios para legitimar, en este caso, a la monar-
quía hispánica. El pueblo potosino tenía ante sí no solo la muestra de júbilo
por la jura de la Constitución de Cádiz, sino, también, el mensaje de que la
soberanía española y su rey estaban más vigentes que nunca, y que a ellos
y a sus leyes se les debía honor y respeto, so pena de enfrentar sus armas.
La lealtad a la Corona de España había sido fomentada por las autoridades
locales, mientras se buscaba hacerla observar mediante la puesta en escena
de este discurso del poder.
El hecho de que estas representaciones alegóricas de la guerra y la
ciencia, y de la constancia y el honor terminaran por flanquear a Fernando
VII demuestran que en el discurso no había sido considerado el liberalis-
mo propugnado en la constitución gaditana, salvo la supuesta igualdad en- 117

i
tre España y América, que, en la práctica, era ficticia. Antes al contrario, más
bien parece existir una postura cercana al “servilismo”, adjetivo empleado
por los propios actores de las Cortes de Cádiz para denominar una de las
facciones que encabezaban este intento de cambio (Breña 122)11. Es de-
cir, estaríamos ante la demostración de un ayuntamiento y una ciudad cu-
yos principales se manifestaban, eminentemente, como de filiación realista
y de un conservadurismo absoluto. Si bien es cierto que los cambios se
aceptaban y esperaban como benéficos, aquellos también se mostraban
afectos a una cierta inamovilidad, y la figura regente seguía conservando
la mayor de las importancias12. La esencia liberal de los estatutos gaditanos
fue omitida por el ayuntamiento potosino por la forma como su jura fue
celebrada, lo cual significa que, al menos en San Luis Potosí, quedaba claro
cómo la balanza se había inclinado del lado de la figura del rey antes que

11
12
rLa que buscaba la preeminencia de la figura del rey. La otra facción era, lógicamente, la liberal.

Eso al no poder hablar, por supuesto, del pueblo en general, si bien la abulia que, a nuestro
parecer, mostró en el movimiento insurgente de 1810, más que a un sentimiento prorrealista, la
consideramos ligada a la amarga experiencia que sufrió en 1767, con el sofocamiento de
los tumultos que ejecutó con mano militar José de Gálvez.

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del lado de la soberanía de la nación, representada por las propias Cortes


y su constitución, aunque, en esencia, hubiesen parecido ser lo mismo.
Esta misma postura la habríamos de ver en Calleja, quien cumplió de for-
ma selectiva y discrecional la Constitución, claramente inclinado hacia el
tradicionalismo (Ferrer 18-19).
De esta forma el tablado potosino fue concebido como un medio
de adoctrinamiento cívico de contenido alegórico-simbólico de ante-
cedente barroco, una suerte de tratado político por medio de las imágenes
que se había pretendido olvidar con la Ilustración (Bonet 59)13, pero que
mantenía su vigencia debido al innegable carácter pedagógico y a la ne-
cesidad de establecer un programa que evidenciara el poder y renovara el
prestigio de la monarquía española. El empleo de estas alegorías trazaba
118 también, de forma implícita, las prohibiciones a las que el pueblo potosino
i

estaba sujeto, lo cual se caracterizaba al dogmatizar la incuestionable sabi-


duría concentrada en la Constitución de Cádiz, pero, sobre todo, en la figu-
ra del rey, quien hacía ostentación, al mismo tiempo, del poder fáctico que
dan las armas. Los límites estaban impuestos en esta celebración, donde
el júbilo desbordado acabó disfrazando el orden que, a la luz de la razón,
podía ser impuesto por la fuerza.
Finalmente, ni el boato ni el gasto en la celebración eran otra cosa
que la prueba de la grandeza y el poder de quien la procuraba, y cuyo efec-
to, además de ser instructivo, buscaba servir como atracción y distracción
(Maravall 487, 494). La fiesta y sus aparatos se convertían así en una especie
de instrumento de memoria colectiva y de fijación política, cuyo an-
tecedente se encuentra a finales de la Edad Media, cuando la celebración
era una manifestación evidente del poder del Estado y un medio de dis-
tracción para el pueblo, una ocasión para olvidar, al menos momentánea-
mente, los padecimientos sociales, entre los que se encontraban, sin duda,
los levantamientos armados (Bonet 46). Puesto que todo sistema de poder

13 r
Al decir de Antonio Bonet Correa, en el siglo XVIII se pierde lo mitológico por lo histórico,
y lo emblemático por la alegoría racional (61).

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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es un dispositivo destinado a producir efectos (Balandier 16), el aquí pro-
curado fue el de la revitalización del poder mismo, el de júbilo, y, también,
el del olvido: el de la realidad de una España colapsada por la invasión y la
crisis económica, el de una Nueva España donde la insurgencia, de a poco,
iba teniendo más eco.
Como cualquier celebración de este tipo, la fiesta se prolongó por
dos días. Durante el primero de ellos el cuerpo de voluntarios, compuesto
por algunos de los más insignes vecinos de la ciudad, paseó el retrato de
Fernando VII por las calles principales, las cuales estaban también adorna-
das, y lo regresó a la Plaza de la Constitución, donde fue recibido “con vivas
y declaraciones de amor al monarca, al sabio Congreso de las Cortes y al
Consejo de Regencia” (aheslp, AM 1813, doc. 6, f. 1 r.). Acto seguido se hi-
cieron leer en voz alta la Constitución y los decretos con los que se daba por 119

i
concluido el Supremo Consejo de Regencia, y se pasó, posteriormente,
a “lanzar reales a la multitud allí reunida” (el estipendio y la distracción de
los que hablábamos), teniendo como fondo del acto la salva de artillería
(parte de la plaza estaba ocupada por tropas de caballería y de infantería)
y el repique de campanas. La expresión al final del relato de que en los fes-
tejos “no se notó el más mínimo desorden” (aheslp, I 1813-1814, exp. 4, f.
2 v.), y la presencia de las fuerzas armadas, amén de la temática militar que
(como lo hemos observado) contenía el tablado, refuerzan la idea de
que esta manifestación de júbilo fue, al mismo tiempo, una forma de con-
servación del orden, una suerte de represión con un discurso claramente
dirigido a un pueblo que había mostrado ya varias veces el desacato hacia
la autoridad. No puede pasarse por alto que las demostraciones de poder
siempre acaban recurriendo, también, a una demostración del “poderío”
(Balandier 117); de esta forma el orden que representaba la constitución
gaditana hubo de mostrarse así mismo en la celebración, mediante los apa-
ratos de control.
La caída de la noche no fue motivo para abandonar la fiesta. El tablado
fue iluminado en su interior por más de trescientas luces dispuestas en
tres candiles de plata y veinte faroles, así como por cincuenta hachas, las
cuales iluminaban tanto el barandal que circundaba el tablado como la

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balaustrada que lo coronaba; todo esto engalanado por una orquesta que en-
tonaba “himnos, odas y canciones patrióticas de moderna y exquisita com-
posición”. De esta forma, la arquitectura efímera, en la “noche hecha día”
(por las luminarias), adquiría una super realidad metafísica y lírica, de ca-
racterísticas barrocas por este juego de luces y sombras (Bonet 73). No
podemos pasar por alto la experiencia sonora, parte indiscutible de todo
acto festivo; sobre todo, en lo referente a innovación, ya que se mencionan
composiciones modernas y patrióticas. Cabe recordar que fue a través de
estas fiestas como se introdujo cierta variedad y novedad en cuestiones ar-
tísticas (Bonet 59). Sería muy importante para la historia de la música local
que se pudiese recuperar esa parte de la creación artística a través de las
partituras, hoy perdidas.
120 De interés político resulta el juramento tomado al intendente en
i

su morada la mañana del domingo 9 de mayo, pues, por razones de salud,


este se había ausentado de los festejos. La fórmula, acorde a lo estableci-
do, implicó que el teniente letrado en calidad de designado para recibir el
juramento preguntara: “¿Jura vuestra señoría, por Dios y los Santos Evan-
gelios guardar y hacer guardar la constitución política de la monarquía es-
pañola sancionada por las cortes generales y extraordinarias de la nación,
y ser fiel al Rey?” A ello el intendente respondió, tocando con una mano el
crucifijo y con otra los evangelios: “Sí juro” (aheslp, AM 1813, doc. 6, f. 1 v.).
Lo siguiente fue tomar juramento (en el tablado, y con el teniente letrado
junto al dosel que cubría el retrato de Fernando VII) a los individuos del
ayuntamiento; a los alcaldes ordinarios; a los ministros de la tesorería y de
hacienda pública; a los administradores de alcabalas, tabacos y correos; a
los substitutos de minería; a los alcaldes de cuartel y a los gobernadores
de los pueblos; al intendente del ejército; al cura párroco de la ciudad; y
a los representantes del clero, así como a los principales vecinos de la ciu-
dad. Al igual que el día anterior, el acto terminó con repique de campanas
y salva de artillería, y con los principales lanzando reales a la multitud. La
alegría colectiva ante la maravilla y la solemnidad de estos actos se volca-
ba, además, ante el derroche de monedas lanzadas al pueblo. En un acto
que pretendía establecer simbólicamente una bonanza tácita, el pueblo se

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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olvidaba por un instante de las problemáticas reales que le aquejaban; era
el acto que terminaba por distraerlo de sus quejas y sus reclamos. La fiesta
había tenido, y tenía una faz, “alineante”, cosa que los hombres en el poder
conocían, y que usaban muy meticulosamente en una puesta en escena
de teatralidad barroca (Bonet 77). Sin embargo, no podemos olvidar que,
por otro lado, la belleza del acto radicaba también en la alegría colectiva,
todos los estamentos sociales se hacían uno para participar en el festejo.
El equilibrio se mantenía, al menos por unos instantes, estable.
Mencionábamos que resulta de interés político la toma de jura del
intendente, y esto resulta de observar cómo el teniente letrado le informó a
Calleja que durante la ceremonia religiosa, la cual se llevó a cabo el domin-
go por la tarde, quien presidió fue el cura párroco y juez eclesiástico de la
ciudad, don José Anastacio de Sámano, “a pesar de su quebrantada salud”; 121

i
enunciado donde va implícito el “a diferencia del intendente que hubo de
quedarse en su casa durante la jura” (aheslp, I 1813-1814, exp. 4, f. 2 v.). Aho-
ra bien, en la carta existente en el fondo de Ayuntamiento, que está dirigida
al Cabildo, no se menciona tal detalle. Esta alusión era, sin duda, una clara
crítica del teniente letrado al intendente y su enfermedad, frente a Calleja.
Esto también había ocurrido en mayo de 1811, cuando este último (en su
papel de brigadier) y el teniente letrado Ruiz de Aguirre solicitaron al virrey
Venegas que sustituyera de su cargo de intendente a don Manuel Jacinto
de Acevedo, pues su enfermedad no le permitía lidiar con los insurgentes
(Irisarri 59). Aun las fiestas eran ocasión para dejar al descubierto las dife-
rencias entre el Ayuntamiento y la Intendencia.
Los festejos debieron de concluir con una misa, en la cual, previa-
mente al ofertorio, se leyó de nueva cuenta toda la Constitución, a lo que
le siguió el exhorto del cura párroco de seguirla y respetarla, así como res-
petar al rey. Al dar su respaldo la autoridad religiosa, quedaba completo y
legitimado el mensaje de poder implícito en la jura de la Constitución, co-
menzado por la autoridad civil a través del ceremonial y la escenificación
del acto que hemos comentado. Se confirmaba aquello de que era dog-
ma de la Iglesia la obligación de fidelidad, obediencia y respeto que deben
los vasallos a los soberanos, lo cual había sido señalado en un sermón de

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1791 pronunciado por el bachiller Pablo Antonio Pañuelas, con ocasión de


la jura al rey Carlos IV en el Real de Catorce, San Luis Potosí (Montejano y
Aguiñaga 107-108). Una vez más, la religión se ponía al servicio de la trans-
formación política.
La conclusión del acto fue un tedeum, un colofón de la representa-
ción del poder que se legitimaba teniendo la imagen de Dios como testi-
go, y con lo que se ligaba, también, a una visión tradicional del protocolo
festivo barroco, en la que el poder se considera como emanado de Dios
(Hocquellet 147). Posteriormente al acto religioso se sirvió un refresco en
las casas consistoriales, “sin exceptuarse persona alguna”. De esta forma, el
acto colectivo llegaba a su fin, y dejaba, quizá de momento, un buen sabor
de boca en la población, así como la certeza de haber sido esta partícipe de
122 un evento maravilloso, en el que tanto los autores como los espectadores
i

no podían menos que tratar de aprehender lo fugaz de este. La jura de la


Constitución de Cádiz se había vuelto un pretexto idóneo para recordarle
al pueblo potosino la importancia del apego a las leyes y, además, quiénes
eran los que ostentaban el poder; un rito donde la figura lejana e inaprensi-
ble del monarca se acercaba, por unos instantes, a la realidad local.
La relación firmada por don José Ruiz de Aguirre informa en su par-
te final que la celebración de la jura de la constitución gaditana “ha sido la
más célebre que se ha visto en la ciudad”, frase que concluye la descripción
de los eventos, y que termina por circunscribirse en la tradición barroca de
emplear superlativos como fórmula discursiva para hacer del aconteci-
miento narrado “el nunca antes visto” (Sobrino 195). La celebración en
tierras potosinas se sumaba así a los fastuosos festejos que se llevaron a
cabo en todo el territorio novohispano, todos los cuales observaron el
mismo protocolo y el mismo discurso. Baste aquí recordar que tan solo
para el caso de la ciudad de México se dispusieron tres tablados distintos:
uno frente al palacio real, otro en la esquina de la calle del arzobispado y
uno más frente a las casas capitulares; además, en la plaza principal el es-
cuadrón de urbanos de México hizo levantar un templete con el tema del
“Amor, lealtad y unión” entre México y España, para lo cual emplearon ale-
gorías de España y de México, dos mundos simbolizando Europa y América,

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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como en el caso del tablado potosino, además de alegorías de la Fama y del
Tiempo (Cárdenas 80-81).
No es extraño que en el caso de San Luis Potosí tales festejos se lle-
varan a cabo con tanta solemnidad y boato. Los criollos potosinos habían
mostrado sin reservas su apoyo a Félix María Calleja desde su estancia
como brigadier al mando de la Décima Brigada, además de que el vínculo
establecido con las élites locales con ocasión de su matrimonio con doña
Francisca de la Gándara, hija del alférez real y dueño de la hacienda de Ble-
dos, don Manuel de la Gándara, se había estrechado a grado tal que estos
se unieron a Calleja en torno al levantamiento armado de 1810 (Monroy
y Calvillo 143-145). Calleja había considerado a San Luis Potosí, respecto
al alzamiento insurgente, como el “baluarte de tierra adentro y la única ca-
paz de controlar el contagio” (Bernal 161); con ello en mente, se explica, si 123

i
bien de manera parcial, el manejo del discurso bélico implícito en la jura de
la Constitución en la ciudad. Pero, ¿quiénes se consideraban a sí mismos
baluarte de la ciudad? Sin duda, el tablado y el despliegue festivo eran, al
mismo tiempo, una fórmula de congratulación con el virrey, la cual expre-
saba la postura del grupo en el poder; no así la del pueblo llano, al cual se
le estaba mandando un mensaje de sometimiento ante el poder virreinal.
Además de una filiación realista, lo que parecía haber era una clara
simpatía de parte del grupo que detentaba el poder en la ciudad hacia la fi-
gura de Calleja, quien desde el 4 de marzo de 1813 ostentaba el cargo de vi-
rrey de Nueva España. De esta forma, tanto el afecto hacia la persona como
los intereses despertados por la élite y el gobierno potosino en torno a un
virrey que les resultaba familiar, bien podrían justificar en un primer plano
el derroche mostrado a lo largo de la festividad, y también la profusión de
detalles con que fue descrita la celebración, a diferencia de las austeras no-
tas que al respecto se enviaron desde otros lugares14. La certificación del

14 rPor ejemplo, desde Guadalajara se envió razón de que se habían dispuesto cuatro tablados
en diferentes lugares de la ciudad, mas no tenemos noticia sobre qué contenía cada uno de
estos (AGN, H 403, f. 1 r. y v.).

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juramento hecho en San Luis Potosí es una de las más pormenorizadas


que se enviaron al virrey dando cuenta de lo acontecido, lo cual se entiende
si consideramos los puntos antes expuestos (Cárdenas 81).
Por otro lado, tras los levantamientos de 1810 la monarquía hispánica
había experimentado la necesidad de mostrar no solo una solidez eco-
nómica, por otro lado ficticia, sino una solidez política absoluta. De ahí la
importancia de consolidar los símbolos del poder político frente a la socie-
dad novohispana, y hacer ostensible de esta forma la salud del sistema polí-
tico virreinal. Los festejos parecían así indicar que ni el “pérfido Napoleón”,
ni la beligerancia de los insurgentes habían hecho mella en la monarquía
española ni en sus instituciones. A través de la conmemoración y la jura
de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí, prueba irrefutable de su
124 adhesión a la monarquía hispánica, se manifestaba lo que en el corto plazo
i

había sido la reacción general inmediata a los levantamientos de 1810, la


cual, lejos de acentuar un sentimiento de autonomía respecto a España y su
monarquía, dejaba manifiesta su lealtad al rey y al virrey, por encima de la
propia legislación (De Gortari 184). En el aspecto social la ceremonia fue,
de nueva cuenta, ocasión para ostentar las jerarquías y las preeminencias de
quienes detentaban el poder. Las distancias sociales se consolidaban con
estos actos (a pesar de que todos, por igual, participaban del festejo), y, al
menos por un instante, en franca tradición barroca, la ceremonia le permi-
tió creer a la sociedad en esa “aura de eternidad, inamovible e inmutable”,
aun en medio de una época de realidad convulsa (Ruiz 18).
Queda establecido, además, que la Iconología de Ripa fue base funda-
mental del programa alegórico del tablado potosino. Esta afirmación cobra
solidez si consideramos que tanto la descripción de la alegoría de la Cons-
tancia como la del Honor corresponden de manera precisa a la descrip-
ción literaria que de ellas hace Ripa en su tratado, por lo cual, más que las
simples imágenes —muchos fueron los grabadores que ilustraron las dife-
rentes versiones del tratado de Ripa—, en ellas importa la parte intelectual
vertida en el texto, así como el concepto y la explicación ofrecidos respecto
a cada una de las alegorías. Fue a través de dicha estructura provisional y de
las alegorías representadas como se transmitió un mensaje político que se

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complementaba con el fausto de la ceremonia misma. Era el poder político
encontrando, de nueva cuenta, apoyo en las artes y en los recursos que se
habían explotado de forma consistente durante el barroco, a sabiendas
de que era por medio de la teatralidad como se podía conseguir la subor-
dinación del pueblo (Balandier 23); ese poder político estaba consciente,
además, de que el festejo era, con su suntuosidad, un medio ideal de per-
suasión y de convencimiento del estado ideal de las cosas bajo el régimen
imperante. Si a esta continuación de recursos persuasivos barrocos le su-
mamos el hecho de que la obra de Ripa, durante el siglo XVIII, había alcan-
zado un grado de aceptación tal en el mundo hispánico que prácticamente
se empleó de forma casi absoluta en la construcción de alegorías, podemos
entender la prolongación del uso de este tratado todavía en el siglo XIX, y
hasta bien entrado este, como se comprueba en algunas obras de artistas 125
neoclásicos, como Damià Campeny, en España (Allo 24; Cid 96). De esta

i
forma, el gran tratado de iconografía del barroco seguía encontrando, por
su eficacia, cabida en el imaginario académico e ilustrado de principios del
siglo XIX, y, con ello, el recurso simbólico pervivía (Mínguez, “El rey” 41).
El empleo de la alegoría y su mensaje cifrado se manifestaban en la ciudad
de San Luis Potosí como continuidad de la tradición barroca del uso de
la imagen en su calidad de medio de significación cultural con funciones
comunicativas y de persuasión, que superaba las decorativas o afirmativas
de la construcción verbal (Krieger 17) y se constituía, además, en un claro
mensaje aleccionador del poder político de turno. Era la muestra clara de
la intelectualización del arte con fines políticos y de manipulación, de clara
raigambre barroca.

No obstante haber encontrado en Ripa la fuente de las alegorías des-


critas, se escapa del alcance de la historia el nombre de quien preparó el
programa iconográfico. Sin embargo, por la profusión de fiestas que se ce-
lebraban en el mundo hispánico, así como por la constante necesidad de
construcciones efímeras ligadas a estos festejos, no era poco común que
tanto los maestros pintores como los carpinteros —gremios que se encar-
gaban de construir este tipo de obras— conociesen el tratado de Ripa.
Por otro lado, debemos considerar que dentro de los cabildos existían

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individuos con un amplio conocimiento intelectual que les permitía armar


complejos programas iconográficos, como fue el caso de Nicolás Zapata,
en el Real de Catorce, de quien sabemos diseñó el magnífico tablado para
la jura de Carlos IV en 1791, del cual, además, existe un plano en el Archivo
General de Indias15.
La Ilustración, con sus máximas de moderación, no había podido
vencer el gusto del pueblo por los actos colectivos, a través de los cuales
el poder podía acercar al pueblo con la Corona, y en los que participan,
orgullosamente, todas las clases; y fueron dichos actos una muestra de la
continuación del mundo barroco a través de sus componentes (Bonet 74).
Por otro lado, el deseo de maravillar no solo con la ceremonia, sino con
el relato de lo sucedido —la profusión de detalles de la carta enviada por
126 Ruiz de Aguirre a Calleja—, es también de clara raigambre barroca, lo cual
i

iba muy de acuerdo con el orgullo español (Bonet 52). Así mismo, la rela-
ción nos permite comprobar que el protocolo empleado para la jura cons-
titucional seguía siendo el mismo que para una jura real, y partiendo del
hecho de que la dignidad y la majestad de los reyes de España no permitía
con facilidad las novedades (Martínez 171), se entiende que el ceremonial
no sea sino la continuación de un formulismo llevado a su máxima expre-
sión durante los siglos precedentes, y que se repetía ahora en una ceremo-
nia del siglo XIX. Se trataba tan solo de una transposición de procedimien-
tos, empleados ahora en una festividad que tenía, en la forma, un objetivo
constitucional, pero en el fondo mantenía su adhesión inamovible al rey.
Esto mismo habría de suceder con los festejos que años después se lleva-
ron a cabo en San Luis Potosí, durante los cuales se conservaron aspec-
tos protocolarios y formales que provenían del inmediato pasado virreinal,
como en el caso de la jura a Iturbide, el 29 de septiembre de 1822, durante la
cual la ciudad preparó, además de toda la parafernalia correspondiente,
la instalación de un tablado, a la usanza de las juras de los reyes españoles; o

15 r
Actualmente preparamos un trabajo sobre este plano y sobre la historia de los festejos y el
tablado referido. Podemos adelantar tan solo que las alegorías representadas en este forman
parte del repertorio iconográfico descrito también por Cesare Ripa.

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como la arquitectura efímera que complementaba el festejo llevado a cabo
en la ciudad en 1825, con motivo de la Independencia, ya sin el proto-
colo de las juras reales, pero sí con el aparato simbólico que lo complemen-
taba (Cañedo 30 y 34).
La jura de la Constitución en San Luis Potosí, más que una búsque-
da por acreditarla y confirmarla, había sido ocasión para establecer, de nueva
cuenta, el poder del monarca, poder que se había caracterizado en las ale-
gorías representadas, más cercanas a las virtudes del rey que a la propia ley
constitucional. Había sido ocasión, también, para recordar las reglas que de-
bían observar los súbditos, y para refrendar, de forma implícita, el poder del
virrey16. Tan frágil y fugaz fue la observancia de la Constitución gaditana
que el mismo Fernando VII, al regresar del exilio, la suprimió en Valencia el
4 de mayo de 1814, al declararla nula y sin ningún efecto. Tan solo un año 127

i
después de la jura en la ciudad, el rey volvía al viejo régimen absolutista.
La ceremonia, bajo la máscara de jurar la Constitución, había mani-
festado de nueva cuenta, con un aparato y un ceremonial barrocos, el po-
der de la monarquía, y, principalmente, el de su rey; de sus leyes, sí, pero las
leyes del monarca, así como del poder de sus armas.

rBibliografía
F uentes primarias

a. Archivos
Archivo General de la Nación de México (AGN).
Historia (H) 403.

16 rAl propio Calleja le dedicaron un elogio en el que se le prefiguraba como “el ángel tutelar de
los buenos vasallos de Fernando VII” (Ferrer 166).

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Archivo Histórico del Estado de San Luis Potosí, México (aheslp).


Alcaldía Mayor (AM) 1813.
Ayuntamiento (A) 1808.
Intendencia (I) 1813.1, 1813-1814.

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---. Iconologia di Cesare Ripa Perugino […]. Appresso gli Heredi di Matteo Florimi, 1613. Con
licenza de’ Superiori. Ad instanza di Bartolomeo Ruoti libraio in Fiorenza. Florencia,
1613. Impreso.

---. Iconologia: or, Moral Emblems, by Caesar Ripa. Wherein is Express’d, varios Images […]
128 By the Care and at the Charge of P. Tempest. Londres: Benj. Motte, 1709. Impreso.
i

B ibliografía secundaria

Allo Manero, Adita. “Prólogo”. Ripa, Iconología.


Balandier, Georges. El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la
representación. Barcelona: Paidós, 1994. Impreso.
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1810-1821”. Visiones y revisiones de la Independencia americana. México, Centroamérica
y Haití. Eds. Izaskun Álvarez Cuartero y Julio Sánchez Gómez. Salamanca:
Aquilafuente; Universidad de Salamanca. 2005. 157-178. Impreso.
Bonet Correa, Antonio. “La fiesta barroca como práctica del poder”. Instituto de
Investigaciones Estéticas. El arte efímero en el mundo hispánico. México: Instituto
de Investigaciones Estéticas, 1983. 43-78. Impreso.
Breña, Roberto. El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América,
1808-1824. Una revisión historiográfica del liberalismo hispánico. México: El
Colegio de México, 2006. Impreso.
Cañedo Gamboa, Sergio A. Los festejos septembrinos en San Luis Potosí. Protocolo, discurso
y transformaciones, 1824-1847. San Luis Potosí: El Colegio de San Luis, 2001.
Impreso.
Cárdenas Gutiérrez, Salvador. “De las juras reales al reglamento constitucional: tradi-
ción e innovación en el ceremonial novohispano, 1812-1820”. La supervivencia
del derecho español en Hispanoamérica durante la época independiente. Serie L,

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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Cuadernos del Instituto de Historia del Derecho, núm. 2. México: IIJ; Uni-
versidad Nacional Autónoma de México, 1998. 63-93. Impreso.
Cid, Carlos. La vida y la obra del escultor neoclásico catalán Damià Campeny i Estrany.
Cataluña: Biblioteca de Catalunya; Caixa Laietana, 1998. Impreso.
Cuadriello, Jaime. “Los jeroglíficos de la Nueva España”. Cuadriello, ed. Juegos 84-113.
---, ed. Juegos de ingenio y agudeza. La pintura emblemática de la Nueva España. México:
Munal; Conaculta, 1994. Impreso.
De Gortari Rabiela, Hira. “Julio-Agosto de 1808: ‘La lealtad mexicana’”. Historia
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De la Flor, Fernando R. “El imaginario de la fortificación entre el Barroco y la Ilustra-
ción española”. Los ingenieros militares de la monarquía hispánica en los siglos XVII
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castillos; Centro de Estudios de Europa Hispánica; Ministerio de Defensa,
2005. 33-53. Impreso.
129

i
Esteban Lorente, Juan Francisco. Tratado de iconografía. Madrid: Istmo, 1994. Impreso.
Ferrer Muñoz, Manuel. La Constitución de Cádiz y su aplicación en la Nueva España (pugna
entre antiguo y nuevo régimen en el virreinato, 1810-1821). México: Universidad
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Hocquellet, Richard. “La publicidad de la Junta Central española (1808-1810)”. Los
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François-Xavier Guerra, Annick Lempérière, et. al. México: Fondo de Cultura
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Irisarri Aguirre, Ana. Reformismo borbónico en la provincia de San Luis Potosí durante la
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Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. Barcelona: Ariel, 1990. Impreso.

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Martínez Rosales, Alfonso. “Reales exequias en San Luis Potosí”. Cuadriello, ed. Juegos
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Mínguez Cornelles, Víctor A. “Arte efímero y alegorías: la iconología de Ripa en las


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Impreso.
---. “El rey de España se sienta en el trono de Salomón. Parentesco simbólico entre la
casa de David y la casa de Austria”. Visiones de la monarquía hispánica. Ed. Víctor
Mínguez Cornelles. Castelló de la Plana: Universitat Jaume I, 2007. 19-56. Impreso.
Monroy Castillo, María Isabel y Tomás Calvillo Unna. Breve historia de San Luis Potosí.
México: Fondo de Cultura Económica, 1997. Impreso.
Montejano y Aguiñaga, Rafael. El real de minas de La Purísima Concepción de los Catorce,
S.L.P. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993. Impreso.

130 Ruiz Medrano, Juan Carlos. Fiestas y procesiones en el mundo colonial novohispano. Los
conflictos de preeminencia y una sátira carnavalesca del siglo XVIII. San Luis Potosí:
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El Colegio de San Luis, 2001. Impreso.


Sobrino F., María de los Ángeles. “Entre la especulación y el obrar: la función de la
emblemática mariana”. Cuadriello, ed. Juegos 193-206.

Fecha de recepción: 16 de agosto de 2010.


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

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rAnexo I
Carta dirigida por el Ayuntamiento de la ciudad al Virrey
Félix María Calleja dándole cuenta de los festejos
de la jura de la Constitución de Cádiz

Excelentísimo Señor
Entre cuantos testimonios tiene dados esta Capital y su Provincia de su
patriotismo y obediencia a nuestra Nación, ninguno es más recomendable
que el que acaba de dar en la solemne función del juramento de la Consti-
tución Política de la Monarquía Española, pues desde que se tuvo noticia
de su contenido, todos los habitantes sin excepción anhelaban porque
se acercara la hora de su vista y promulgación. Llegó por fin este día tan
plausible y deseado, día ciertamente digno de remitirse a la posteridad, por-
que el corazón más triste y melancólico se hubiera convertido en un
mar de júbilo y alegría con haber presenciado los semblantes y demostra-
ciones de estos referidos habitantes.
Luego que se dieron los primeros pasos con arreglo a lo dispuesto
por esa superioridad, mandó convocar el señor Intendente a este Ilustre
Ayuntamiento, el cual comunicó a cuatro de sus individuos para que dis-
pusieren lo más conveniente a fin de solemnizar del mejor modo tan glo-
rioso acto, para el cual habiéndose asignado el día ocho del corriente, se eri-
gieron antes dos primorosas estatuas de alabastro que se hicieron traer de
más de cien leguas de distancia trabajadas perfectamente por dirección
de don Ignacio Salgado, Mayordomo Fiel de Alhóndiga de esta ciudad, las
que presentaban al público a la Europa y América, tenidas estrechamente
y colocadas en uno de los extremos de las Casas Consistoriales, sostenían
una lápida en que se hallaba esculpida esta inscripción: Plaza de la Cons-
titución. Al otro extremo se erigió un magnífico tablado que representaba
un salón de veinte varas de longitud y doce de altura en su fachada exterior,
sobre el orden corintio, distribuidos en su frente cinco arcos y dos en cada
uno de los costados sobre sus correspondientes pilastras. En las dos de és-
tas que sostenían el arco de en medio se pintaron al natural los dioses de
la Guerra y la Ciencia, y en sus bases se inscribieron los correspondientes

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sonetos alusivos, colocándose en la clave de este mismo arco un tarjetón


con otro soneto. Este tramo lo coronaba una acrótera, en la que se figu-
ró la autoridad representada en el Escudo de Armas apoyado en los dos
mundos, antepuesto a estos un libro que los cubría en la mayor parte en
que se leía esta inscripción: Compendium hic habes legum cunctarum edictum
quae regendi docent modumque recte vivendi. Las armas de guerra de la Euro-
pa y América unidas formaban la base a este libro. A la diestra del escudo
se figuró de tamaño colosal la Europa en una matrona ricamente adorna-
da, que con una sostenía dicho escudo y con la otra el libro. A la siniestra
estaba la América figurada en una India con sus respectivos adornos en
la misma acción. A los lados de dicha acrótera seguían trofeos de Guerra
sobre las bases interpuestas en el balaustrado que lo coronaba todo. En los
132 ángulos del frente se colocaron dos estatuas al natural. La de la diestra re-
presentaba el Respeto, figurado en un varón de aspecto grave, coronado de
i

laurel y palma, en la una mano tenía su lanza y en la otra un escudo en el


que se pintaron los dos templos de Marcelo, y la de la izquierda la Constan-
cia figurada en una mujer que con la derecha sostenía una gruesa columna
y con la otra aplicaba al fuego una espada. En lo interior y medio del salón
se colocó el retrato de Nuestro Augusto Soberano, el Señor Don Fernando
Séptimo bajo de un hermoso dosel de terciopelo carmesí, con el cojín y
telliz de lo mismo, guarnecido todo de una hermosa franja y fleco de oro.
Todo el respaldo se cubrió de Damasco del mismo color, galoneado, el pa-
vimento de alfombras y el cielo estaba adornado de una agradable pintura.
En los tres respectivos días con sus noches hizo guardia al retrato de
Nuestro Augusto Soberano la compañía de voluntarios de esta ciudad, en
las que se iluminó todo con más de trescientas luces distribuidas en lo in-
terior de tres hermosos candiles de plata y veinte faroles de cristal. En el ba-
randal inferior y balaustre superior ardían cincuenta hachas que con la me-
jor y más completa orquesta daban todo el lleno a la alegría, entonándose
himnos, odas y canciones patrióticas de moderna y exquisita composición.
Aquí fue donde la tarde del día ocho se congregó el Ilustre Ayunta-
miento, el distinguido cuerpo de oficiales, el venerable clero con su cura pá-
rroco, y otros de los curatos de las inmediaciones, los señores ministros de

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La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).

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la Hacienda Pública, los demás empleados en rentas con sus dependien-
tes, los diputados y substitutos de Minería, gobernadores y comisarios de
los pueblos suburbios con sus repúblicas y otros muchos individuos prin-
cipales y en donde se leyó en alta e inteligible voz toda la Constitución por
don Juan de Villarguide y don Juan José Domínguez, cuyo acto concluido
tomó la voz el teniente letrado asesor ordinario de esta Intendencia, licen-
ciado don José Ruiz de Aguirre quien presidía por hallarse indispuesto de
reumatismo en las piernas el señor Intendente don Manuel Jacinto de Ace-
vedo, y elogiando dicha Constitución por su gran mérito, prorrumpió con
todo el concurso en altos y repetidos vivas a nuestro deseado Monarca, a
la misma Constitución y al Soberano Congreso de las Cortes, arrojando al
pueblo cantidad de moneda como lo hicieron igualmente los diputados de
Minería, el Gobernador de Tlaxcala, comisario de Santiago y otras varias 133
personas, siguiéndose a esto un solemne y general repique de campanas,

i
salva de artillería y un refresco abundante y magnífico que se sirvió con
esmero a toda la comitiva.
El siguiente día, domingo nueve, como a las siete de la mañana,
pasó el mismo teniente letrado acompañado de varios sujetos de dis-
tinción a la morada del mencionado señor Intendente a recibirle el ju-
ramento cuyo acto concluido regresándose al tablado donde se hallaba
este Ayuntamiento acompañado de todos los cuerpos indicados, fueron
presentando públicamente el juramento sobre el libro de los Santos Evan-
gelios y delante de una imagen de Cristo Crucificado, finalizando este
acto como el día anterior, con repique general y salva de artillería, que se
repitió en la solemne función de Iglesia, donde estaba patente el Diviní-
simo Señor Sacramentado.
El señor cura, licenciado don José Anastacio Sámano, a pesar de su
quebrantada salud, celebró el Santo Sacrificio de la misa, e hizo una elo-
cuente y análoga exhortación al pueblo, y habiéndose leído antes del oferto-
rio en el púlpito toda la Constitución, concluida la misa se recibió al pueblo
y al clero el correspondiente juramento, después de lo cual entonándose
solemnemente el Te Deum, pasó toda la comitiva a las Casas Consistoria-
les donde de nuevo se sirvió un exquisito refresco sin exceptuarse a persona

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alguna. Sería necesario difundirse demasiado si se hubiera de exponer


la multitud de danzas, carros triunfales, iluminaciones y demás festejos
públicos que con notable esmero inventaron los pueblos de esta ciudad
para solemnizar esta función que sin duda alguna, ha sido la más célebre
que se ha visto en ella, por lo que sólo diremos para concluir que ha sido
la admiración de cuantos la presenciaron, sin que se haya notado el más
mínimo desorden.
Estas han sido, Excelentísimo Señor, las señales de fidelidad y pa-
triotismo con que esta capital ha jurado la puntual observancia de la
Constitución Política de la Monarquía Española en prueba de su lealtad
y obediencia a las legítimas autoridades que este Ayuntamiento en fuer-
za de sus deberes, comunica a V. E. para su superior inteligencia. Dios
134 que a V. E. Ms. As. San Luis Potosí, mayo 31 de 1813.
i

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L
a ambivalencia del discurso
inquisitorial : el proceso a F rancisco
Maldonado de Silva (Chile, siglo XVII)
María Teresa Aedo Fuentes
Universidad de Concepción, Chile
maaedo@udec.cl

R esumen

r
El artículo aborda el proceso inquisitorial seguido a Francisco Maldonado de Silva
por el Tribunal de la Inquisición de Lima, entre 1626 y 1639, bajo el cargo de ser here-
je judío, y con la perspectiva de lo que Homi Bhabha denominó “una analítica de la
ambivalencia”, para estudiar los mecanismos discursivos que producen la ambigüe-
dad y la inestabilidad de la verdad del inquisidor. El poder inquisitorial construye
su autoridad discursivamente articulando ciertas formas de diferencia cultural y
racial a partir del concepto de herejía. Su principal estrategia es la ambivalencia: la
afirmación-negación de la diferencia que la funda. Los mecanismos de resisten-
cia de Francisco Maldonado evidencian que esta escisión productiva en el ejercicio
del poder inquisitorial constituye una amenaza para la autoridad de este poder y des-
estabiliza su verdad.
P alabras clave:Inquisición, Virreinato del Perú, Francisco Maldonado, Chile,
siglo XVII.

A bstract
r
This article examines the inquisitorial trial, 1626-1639, against Francisco Maldonado de
Silva accused by the Tribunal de la Inquisición de Lima of being a Jewish heretic, from
the perspective of what Homi Bhabha calls “an analysis of ambivalence” to study the
discursive mechanisms that produce ambiguity and the instability of the truth of the
inquisitor. The inquisitorial power constructs its authority through discourse, articula-
ting certain forms of cultural and racial difference starting with the concept of heretic. Its
principal strategy is the ambivalence: the affirmation-denial of the founding difference.
The mechanisms of resistance of Francisco Maldonado are evidence of this pro-
ductive split in the exercise of inquisitorial power that constitutes a threat to its autho-
rity and destabilizes its truth.
Key words: Inquisition, Virreinato del Perú, Francisco Maldonado, Chile, 17th century.

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María Teresa Aedo Fuentes
Vol. 16-1 / 2011 r pp. 135-151 r F ronteras de la Historia

Uno de los textos más impresionantes y desconcertantes del perío-


do colonial en el Virreinato del Perú es el proceso inquisitorial a Francisco
Maldonado de Silva, procesado como hereje judío y condenado a morir
en la hoguera en el gran Auto de Fe de 16391. El mismo José Toribio Me-
dina, quien recoge este proceso en su Historia del Tribunal del Santo Oficio
de la Inquisición en Chile, manifiesta su dificultad para catalogar este caso,
al presentarlo bajo el título incierto de “¿loco o mártir?” (343). ¿Qué es lo
que produce este efecto de desconcierto? Sin duda, el último párrafo, que
introduce en el discurso judicial del inquisidor un elemento extraño, un
acontecimiento maravilloso e inexplicable: la aparición de:
[…] un viento tan recio, que… rompió con violencia la vela que hacía
sombra al tablado por la misma parte y lugar donde estaba el condenado, el
136 cual, mirando al cielo, dijo: esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme
cara a cara desde el cielo. (Medina, Historia del Tribunal de la Inquisición 133)
i

Esta aparente intervención divina en apoyo de Francisco se vierte so-


bre el discurso inquisitorial antecedente y lo desestabiliza profundamente.
En lo que sigue propongo un análisis del proceso a Maldonado de
Silva con la perspectiva de lo que, dentro del marco de su teoría y crítica al

1 r
Francisco Maldonado de Silva (1592-1639) nació en San Miguel de Tucumán. Era hijo del ci-
rujano portugués Diego Núñez de Silva, converso, y de Aldonza Maldonado, “cristiana vieja”.
Cuando Francisco tenía nueve años su padre fue arrestado por la Inquisición, acusado de ju-
daizar, procesado por el Tribunal de Lima y reconciliado en 1605. A los dieciocho años Fran-
cisco se trasladó al Callao en busca de su padre, y obtuvo en la Universidad de San Marcos
de Lima los títulos de bachiller y de cirujano. Posteriormente se trasladó a Santiago de Chile,
y en 1619 fue nombrado cirujano mayor en el Hospital San Juan de Dios. Se casó en 1622 con
Isabel de Otañez, cristiana vieja, y se radicó en la sureña ciudad de Concepción, donde fue
arrestado por judaizante en 1627, a raíz de la denuncia de una de sus hermanas. Véase una aca-
bada investigación sobre la vida y el proceso a Francisco Maldonado de Silva en la obra del
historiador Günter Böhm Historia de los judíos en Chile, Volumen I. Período colonial. El bachiller
Francisco Maldonado de Silva, 1592-1639 (1984). Puede consultarse también una obra anterior
de Böhm, en la que recoge casi íntegramente el proceso de Francisco: Nuevos antecedentes para
una historia de los judíos en el Chile colonial (1963). La historia de Francisco Maldonado ha sido
también materia literaria de las novelas Camisa limpia (1989), del escritor chileno Guillermo
Blanco, y La gesta del marrano (1991), del escritor argentino Marcos Aguinis.

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La ambivalencia del discurso inquisitorial: el proceso a Francisco Maldonado de Silva

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discurso poscolonial, Homi Bhabha denominó “una analítica de la ambi-
valencia” (91), para mostrar en este caso los mecanismos discursivos que
producen la ambigüedad y la inestabilidad de la verdad del inquisidor. Tal
perspectiva resulta pertinente, dado que el mismo Bhabha considera la
ambivalencia como una estrategia discursiva propia de todo poder discri-
minatorio, del cual el poder inquisitorial es un ejemplo.

rLa autoridad del discurso inquisitorial


La Inquisición construye su autoridad mediante el discurso, articulando
ciertas formas de diferencia cultural y racial. El ejercicio de su autoridad
requiere la producción de diferenciaciones en el interior de la sociedad, 137

i
a las que se tratará de reducir por medio de una serie de prácticas de
vigilancia y apropiación. Su autoridad, sin embargo, depende de la pre-
sencia y de la repetición constante de esas diferencias. De tal modo, la
principal estrategia del discurso del poder inquisitorial es la ambivalen-
cia en la afirmación-negación de la diferencia que la funda. Esta escisión
productiva en el ejercicio de su poder constituye, a su vez, una amena-
za para su autoridad, que se pretende otorgada por Dios, y, por tanto,
categórica y universal.
Remitiéndonos exclusivamente a la Inquisición americana, que se
atiene estrictamente, en todo caso, al modelo de la Inquisición española
de la que forma parte, observamos que la Real Cédula de creación del San-
to Oficio en Indias (México y Perú) define la misión de este tribunal en
relación con una oposición básica y el trazado de una diferencia. La opo-
sición se expresa en términos de fe: verdad/error; nuestra santa fe/doctri-
nas falsas y sospechosas, dañadas creencias, falsas opiniones; la santa fe y
religión católica/herética pravedad y apostasía. De aquí surge la diferencia
entre los fieles y devotos cristianos católicos y “los que están fuera de la
obediencia y devoción de la Santa Iglesia católica romana”. La dimensión
política de esta diferencia emana de la definición del rey español como
el “celador de la honra de Dios”, y de España como la nación elegida para

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expandir, “dilatar y ensalzar” la fe católica en el mundo2. De aquí que, como


se explicita en la Bula de Pío V (1569) y en una Cédula del Rey a los obispos
del Reino de Chile, la herejía constituya no solo un error, sino, además,
un “delito” y un “crimen”, y que los herejes sean también “delincuentes”
(Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio 105, 114-118).
De acuerdo con la cédula de creación, la Inquisición de Indias será,
entonces, el organismo encargado de luchar contra la amenaza que signi-
fican los herejes para el “beneficio de la República Cristiana”, pues ellos:
[…] siempre procuran pervertir y apartar de nuestra santa fe católica a los fieles
y devotos cristianos, y con su malicia y pasión trabajan con todo estudio de
atraerlos a sus dañadas creencias, comunicando sus falsas opiniones y herejías,
y divulgando y esparciendo diversos libros heréticos y condenados […]. (Me-
138 dina, Historia del Tribunal del Santo Oficio 101-102)
i

En el caso de las Indias, esta perversión y desviación podían llegar a


afectar a la población indígena, de manera que también se trata de impedir
“que los naturales dellas sean pervertidos con nuevas, falsas y reprobadas
doctrinas y errores”3. El Tribunal del Santo Oficio aplicará en estas tierras

2 r
La Inquisición española se creó en 1480 con el objetivo de combatir la herejía y fortalecer
la identidad religiosa, social y política de España, de modo que, más allá del objetivo
religioso, constituyó al mismo tiempo un importante instrumento político y de control social
(Bennassar). Ambos objetivos, el religioso y el político, se unieron también en el caso de la
Inquisición americana (Ramos). El Tribunal de la Inquisición fue creado en México y Perú en
1569 por la Real Cédula de Felipe II, y no solo a petición de diversos funcionarios eclesiásticos
y civiles que aducían razones de crisis religiosa y moral, sino, también, por una necesidad de
la Corona de controlar la hostilidad política y la penetración ideológica derivadas de la agudi-
zación del conflicto religioso en Europa. Particularmente en el caso de Perú, el Santo Oficio
se estableció como uno de los mecanismos adecuados para fortalecer la autoridad del Estado
frente a la situación de inestabilidad política existente durante la década de 1560 (Guibovich 34).

3 Es necesario precisar que, como aparato del poder colonial español, la Inquisición no ejercía
jurisdicción sobre la población indígena, sino solamente sobre la feligresía católica; princi-
palmente los “cristianos viejos” y los criollos. Vigilaba también a los conversos y no católicos
que pasaban clandestinamente a las colonias españolas americanas y que podían desafiar el
dogma católico o la autoridad de la Iglesia romana, tales como protestantes, judíos y musul-
manes. No obstante, aunque se trataba de una institución eclesiástica, la Inquisición actuaba

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“el verdadero remedio [que] consiste en desviar y excluir del todo la comu-
nicación de los herejes y sospechosos, castigando y extirpando sus erro-
res”. En virtud de este principio de exclusión, procederá “con rigor y castigo
contra los que se apartan della”; esto es, de la predicación y la doctrina de la
santa Iglesia Católica (Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio, “Cédu-
la al obispo de La Concepción”, 102-103).
El objetivo manifiesto de la Inquisición era erradicar la herejía, a la
cual identificaba en prácticas tales como blasfemias y proposiciones heré-
ticas, bigamia, hechicería, astrología, profesión de religiones distintas de la
religión católica, etc.4. Resulta de interés recordar que “herejía” es una pala-
bra derivada del griego, y que traducida significa “elección”. Designará todo
aquel dogma u opinión distintos de la doctrina cristiana, pues los teólogos
de esta última afirman que la religión cristiana ha sido dada por Dios, y no 139

i
elegida ni inventada por los hombres; en consecuencia, al ser revelación
divina es la única fe verdadera, universal y católica. Toda otra fe o doctrina
es elección privada e invención que se aparta de la verdad, y, por tanto, ra-
dicalmente errónea. En rigor, el concepto de hereje se aplica a quienes ya
pertenecen a la Iglesia por el bautismo. Así, Juan de Torquemada y otros
precisan que la herejía es una opinión o dogma falsos sostenidos por quie-
nes profesan la fe cristiana, y que al hacerlo, ellos mismos eligen separarse
de la Iglesia en virtud de esta opción (Jiménez 202).
El discurso inquisitorial se construye, pues, sobre la base del concep-
to de herejía, de acuerdo con el cual se afirma la verdad como fuente de su
autoridad, y esta verdad se representa como existente previamente, como
evidente por sí misma, y no como construida o definida por este mis-
mo discurso. Los planteamientos del inquisidor se basan en la afirmación

r
en representación del rey y trabajaba coordinadamente con la autoridad civil, y sus prácticas
de control afectaban a todo el cuerpo social y contribuían a la homogeneización religiosa y
cultural, tanto como a fortalecer el orden político.

4 Para una síntesis de los “delitos” definidos y perseguidos por la Inquisición y la significación
política de ellos, véase Pérez y Escandell (1: 644-648).

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de la preeminencia del cristianismo como verdad original y frente a la


que todas las demás son “nuevas, falsas y reprobadas doctrinas y errores”.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, y como pone de manifiesto la defi-
nición de herejía, que “el campo de la “verdad” emerge como signo visible
de la autoridad solo después de la división reguladora y desplazada de lo
verdadero y lo falso” (Bhabha 139). Por otra parte, la necesidad de reafir-
mar constantemente esta originalidad nombrando y negando reiterada-
mente otras doctrinas y verdades socava esta afirmación de originalidad.
Las identidades discriminatorias o heréticas que produce el discurso
inquisitorial —los judíos, los moriscos, los conversos, los protestantes—
refuerzan el efecto de identidad católica como “pura” y original. Pureza y
originalidad que dependen, no obstante, de la presencia reiterada de la di-
140 ferencia. El aparato inquisitorial incluía una serie de prácticas punitivas que
i

solían imponer la exposición de los penitentes a lo que se llamaba “la ver-


güenza pública”, y su permanente visibilidad, separación y estigmatización
mediante vestidos infamantes, como el sambenito5, o la celebración del
acto ritual público y multitudinario del auto de fe6. Las marcas visibles
del poder se extendían, además, a los hijos y los nietos de los condenados,
pues hasta la segunda generación se les prohibía ocupar una serie de car-
gos públicos, ejercer determinados oficios, portar armas, montar a caballo
y usar joyas y vestidos finos7.

5 r
El sambenito es “el escapulario grande, de paño vulgar amarillo, que se pone a los reos herejes
o sospechosos de herejía con sospecha vehemente y en algún otro caso particular” (Jimé-
nez 207). René Millar precisa que después de que los reconciliados y los relajados terminaban
de llevarlos, los sambenitos se colgaban en la iglesia parroquial con el nombre del penitencia-
do y la herejía en la que había incurrido, con el fin de que “quedara memoria del delito que
había cometido y fuera un recordatorio permanente de la infamia que le afectaba” (73).

6 De acuerdo con Doris Moreno, el auto de fe no solo era la demostración pública del triunfo
del dogma sobre el que se asentaba la sociedad, sino, también, una fiesta sagrada.

7 Prohibiciones consignadas en los edictos de fe emitidos por la Inquisición, como, por ejem-
plo, en el promulgado solemnemente por los inquisidores en la catedral de Lima para el mo-
mento del establecimiento del Tribunal en el virreinato del Perú, transcrito por Medina en su
Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile (134-137).

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Es en instancias y rituales como el de la abjuración y el de la reconci-
liación8 donde la división subversiva se recupera dentro de una estrategia de
control social y político, y donde lo inapropiado es reapropiado por el poder
(Bhabha 108). La ambivalencia que este procedimiento entraña radica en
que al mismo tiempo que se afirma la posibilidad y el deber de convertir de
verdad al hereje a la religión católica y volverlo al seno de la Santa Madre Igle-
sia se enfatizan y se exhiben su separación y su diferencia. Es la previa división
reguladora de lo verdadero y de lo falso lo que instaura esta separación. Sin
embargo, este momento de elaboración de la diferencia se oculta, y se presen-
ta al hereje como separado voluntariamente, como quien ha elegido apartar-
se, y a la Inquisición como el organismo que le brinda la posibilidad de rein-
tegrarse plenamente a la colectividad. La discriminación queda autorizada
y el hereje constituye tanto la causa como el efecto del poder inquisitorial. 141

i
El edicto de fe que los inquisidores leyeron solemnemente en la Ca-
tedral de Lima a su llegada a la capital virreinal (en 1570) conmina a todos
los residentes a denunciar directamente ante el Tribunal la serie de atenta-
dos contra “nuestra santa fe católica”, los cuales enumera de forma detallada.
En una frase que encierra y revela, una vez más, la ambivalencia que postulo,
el edicto ordena este procedimiento “para que mejor se sepa la verdad y se
guarde el secreto” (Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio 137). Verdad
y secreto, visibilidad y ocultamiento, son las claves que articulan el discurso y
el ejercicio de la autoridad inquisitorial. Del mismo modo, los procesos y las
cárceles son secretas, en tanto los rituales de castigo y de absolución son ex-
hibiciones públicas. Lo efectivo de la actividad inquisitorial dependía de
esta ambivalencia. La proliferación constante de la herejía y de herejes a quie-
nes perseguir y castigar es parte de un “fracaso estratégico” que asegura su
presencia y vuelve necesaria su función de vigilancia y control (Bhabha 113).

8 rLa abjuración se define como “detestación de la herejía. [Es] Abjuración de formali, la que hace
quien está declarado por hereje. Abjuración de vehemente, la del que está declarado por sospechoso de
herejía con sospecha vehemente. Abjuración de levi, la del declarado por sospechoso con sospecha
leve”. La reconciliación es “la absolución de las censuras en que ha incurrido el hereje confiten-
te arrepentido, a la que precede una especial fórmula de abjuración” (Jiménez 184 y 206).

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En el edicto de fe observamos cómo, en su lucha encarnizada por


eliminar o borrar las herejías, es el mismo discurso del inquisidor el que la
nombra, la enumera morosamente, la describe con detalle, la da a cono-
cer, la difunde por todos los rincones del reino. La finalidad pedagógica o
catequística que se ha atribuido al edicto de fe queda así en riesgo, pues al
mismo tiempo que se enseña la verdad se propaga también el error. El dis-
curso inquisitorial niega la herejía afirmándola y la afirma negándola. Se ha
afirmado que el principal objetivo del edicto de fe (e incluso de la actividad
inquisitorial en general) era proveer, facilitar el perdón, hacer llegar a los
pecadores la gracia divina, en procura de su salvación (Villa). No obstan-
te, el ofrecimiento de perdón es también una forma de manifestación del
poder, una estrategia de exhibición de un poder que se ejerce, en nombre
142 de Dios, por los auténticos mediadores de la salvación. Es, igualmente, una
visibilización de la autoridad discriminatoria que es una forma de ocultar el
i

momento de elaboración de la diferencia.

r El extraño caso de Francisco


Maldonado de Silva

Los procedimientos judiciales de la Inquisición estaban diseñados para


obtener la confesión del reo y la mayor cantidad de información acerca
de otros posibles herejes-delincuentes y prácticas heréticas. El hecho de que
no se informara al detenido sobre la causa de su detención, del delito del
cual era sospechoso, ni de la identidad de los testigos que lo acusaban,
constituía una estrategia tanto para recabar información (para que “mejor
se sepa la verdad y se guarde el secreto”) como para destacar la omnipresen-
cia del poder inquisitorial e instalar la interiorización de la culpa, figurando
un poder de origen y carácter trascendentes, provenientes de más allá de
este mundo (Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio 137).
El reconocimiento de alguna falta o delito contra la fe por parte del
reo ratificaba la autoridad del Santo Oficio. Pero luego se hacía necesario que
el inculpado se arrepintiera y formalizara su abjuración y su reconciliación

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con la Santa Madre Iglesia, a la que la Inquisición representaba y defendía, en
un juego de afirmación-negación de la diferencia que, finalmente, justificaba
la función del Tribunal. La continuidad de esta dinámica, el sometimiento a
este juego, es lo que se ve quebrado por la actitud de Francisco Maldonado
de Silva, quien rehúsa asumir la posición del reo intimidado por el aparato
inquisitorial, dispuesto a mentir y a negar sus creencias con el fin de salvar
su vida. Por el contrario, desde el primer encuentro con el inquisidor, Fran-
cisco reconoce su profesión de fe judía y su firme propósito de mantener su
adhesión a la ley de Moisés: “yo soy judío, señor, y profeso la ley de Moisés, y
por ella he de vivir y morir”. Esta posición rotunda de Francisco lo convierte
inmediatamente en alguien del todo excéntrico. Los mismos testigos que lo
acusan lo califican de loco: “escandalizándose el testigo [fray Diego de Urue-
ña] de oír al reo semejantes palabras le dijo que, sin duda, estaba loco y fuera 143
del juicio que Dios le había dado” (Medina, Historia del Tribunal del Santo

i
Oficio 348). Con ello, Francisco desarma la “máquina”9 inquisitorial, pues
no cabe amenazarlo ni ofrecerle piedad para que reconozca su delito, no
procede aplicar el tormento para obtener una confesión, no son necesa-
rios los elaborados interrogatorios para extraerle más información o para
tratar de descubrir contradicciones en su declaración. La única posibilidad
es tratar de convertirlo a la fe cristiana, convencerlo del error de la religión
judía. El enfrentamiento con el reo tendrá que llevarse a otro plano, pues
Francisco discute el dogma cristiano con su propia lectura de la Biblia10.
Para instruirlo y convencerlo se despliegan todos los recursos per-
suasivos con los que cuenta el Tribunal, y se da lugar nada menos que a
quince conferencias, cada una de varias horas de duración, entre los califi-
cadores del Santo Oficio y Francisco Maldonado. Se trata de verdaderas

9 rExpresión utilizada por los mismos inquisidores para referirse al aparato y a los procedi-
mientos de los procesos (Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio 369).

10 Nathan Wachtel ha estudiado el contenido teológico y filosófico de los únicos textos escritos
por Francisco Maldonado que, por estar adjuntos al mismo proceso inquisitorial, se conser-
varon: dos cartas en latín a la Sinagoga de Roma y un cuadernillo de cinco páginas, fragmento
de sus notas redactadas en prisión (Wachtel, “Francisco”; La fe).

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disputas teológicas donde ninguno de los dos contendientes está dispues-


to a ceder. Francisco toma notas, escribe tratados, compone himnos y
poemas. Los teólogos calificados se esfuerzan por explicar al reo la verdad
y dar “satisfacción de sus dudas”. Sin embargo, después de cada entrevis-
ta Francisco se reafirma en sus creencias y el inquisidor anota: “se que-
dó el reo en la misma pertinacia que antes”. Finalmente, los calificadores
concluyen que el reo había pedido tales audiencias “más para hacer vana
ostentación de su ingenio y sofisterías, que con deseo de convertirse a
nuestra santa fe católica”. La salvación del cuerpo y la del alma se juegan
en la oposición conversión/pertinacia, y si bien no hay términos medios,
Francisco encuentra en la proposición de “dudas y dificultades” los inters-
ticios para suspender su resolución definitiva. Las dudas que Maldonado
144 interpone cuestionan la evidencia del dogma y la univocidad de la lectu-
ra bíblica. Francisco tensa al máximo el procedimiento inquisitorial, que
i

contempla el deber de desplegar todos los mecanismos de persuasión


que sean necesarios con tal de lograr la conversión del reo; es decir, la
ratificación, por parte del hereje, de la Verdad que da sentido a la Inquisi-
ción, y a la Iglesia tanto como al Rey, en cuanto “celadores de la honra de
Dios” que son. Tampoco en este plano Francisco sigue el juego (Medina,
Historia del Tribunal del Santo Oficio 354-355).

r Palabra y cuerpo
En el tránsito de hereje a cristiano que procura la Inquisición, Francisco
Maldonado ha seguido una trayectoria inversa, pues según relata él mis-
mo durante el proceso, fue criado como cristiano devoto, y a la edad de
dieciocho años se convirtió a la ley de Moisés, luego de haber leído el diá-
logo Scrutinium Scripturarum, de Pablo de Santa María; El Burguense11, y de

11 r
Pablo de Santa María, nacido en Burgos en 1350 como Shlomo Halevi, rabino y estudioso
de la Sagrada Escritura y del Talmud, se convirtió al catolicismo y aceptó el bautismo en 1391.
Su Scrutinium Scripturarum es un tratado antijudío impreso en 1591. Un ejemplar de esta obra

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recibir de su padre, Diego Núñez de Silva, procesado y reconciliado por
el Santo Oficio de Lima en 1605, las enseñanzas acerca de la Biblia y de
la fe judía. En vez de terminar convencido por los argumentos de Pablo
en el diálogo de El Burguense, fue tomando partido por Saulo12. El fin alec-
cionador del juicio a su padre no ha tenido el efecto previsto, y en lugar
de rechazarlo, Francisco se identifica con él, hace de su genealogía paterna
uno de los pilares de la construcción de su identidad. En efecto, durante
la primera audiencia que tuvo con los inquisidores, el 23 de julio de 1627, al
ser interrogado por su genealogía:
[…] dijo que era judío y guardaba la ley de Moisés, como la guardaron su
padre y abuelo […] y que por parte de su padre eran todos de casta y ge-
neración de judíos, y que su padre le había dicho que su abuelo y todos sus
ascendientes habían sido judíos y muerto en la ley de Moisés”. (Medina,
Historia del Tribunal del Santo Oficio 349)
145

i
Con esta adscripción Francisco afirma y reivindica su diferencia, sin
intención alguna de disimularla ni de negarla, como de él lo requiere el po-
der inquisitorial. Al mismo tiempo, rescata una tradición religiosa más anti-
gua que la cristiana al afirmar que, de acuerdo con la Biblia, la ley de Moisés
fue “dada por Dios y pronunciada por su misma boca en el monte Sinay”,
con lo cual arrebata para el judaísmo la legitimidad que se había dado a
sí mismo el discurso de la Inquisición al definir el cristianismo como una
religión dada por Dios frente a la herejía, que sería invención humana.
Maldonado invierte la relación Jesucristo/Moisés=Verdad/mentira, para
tener “por mala” la ley de Jesucristo y dar “por buena, para salvarse en ella”,
la ley de Moisés. Los inquisidores no rebaten esta afirmación, sino que
desacreditan la “ciencia y sabiduría de la Sagrada Escritura” que Francisco

r
fue encontrado en el inventario de bienes de Francisco Maldonado al ser detenido en Con-
cepción en 1627 (Böhm, Historia 26).

12 Recordemos que en los Hechos de los Apóstoles, en el Nuevo Testamento, se otorga importancia
fundamental al relato de la conversión de Saulo, quien luego de transformarse en creyente y
apóstol de Jesucristo será llamado por su nombre romano de Pablo (Lc 13, 9). La de Saulo-
Pablo se constituirá en el paradigma de toda conversión cristiana.

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dice tener, y consignan en el registro del proceso que no conocía bien las
oraciones ni la doctrina cristianas (Medina, Historia del Tribunal del Santo
Oficio 349, 350 y 371). Se preocupan, en cambio, de mostrar el conocimiento
acabado que tenía de las oraciones judías y del Antiguo Testamento:
En 27 de julio del dicho año de 627 se le hizo la segunda monición, y dijo que
había guardado los sábados, conforme lo manda la ley de Moisés, por pare-
celle inviolable, como los demás preceptos della, y mandarse así en uno de
los capítulos del Éxodo, que refirió de memoria; y que siempre había rezado
el cántico que dijo Dios a Moisés en el Deuteronomio, capítulo 30, que co-
mienza “Audite coeli quoe loquor”, y lo escribió todo de su letra, diciéndolo
de memoria en la audiencia; y escribió también el salmo que comienza “ut
quid Deus requilisti in finem”; y otra oración muy larga que comienza “Domine
Deus Omnipotens, Deus patrum nostrorum Abraham, Isaac et Jacob”, y refirió otras
146 muchas oraciones que rezaba con intención de judío. (Medina, Historia del
Tribunal del Santo Oficio 350)
i

Obviando su previa identidad de “fiel y devoto cristiano”, el inquisi-


dor insiste en la identidad judía de Francisco Maldonado de Silva, aunque
solo para volver a encontrarse con la afirmación de sí mismo del reo y su
negativa a asumir su “error”. Las principales estrategias de resistencia de
Maldonado se basan en la palabra oral y escrita: argumenta, recita, redacta
tratados, compone décimas en verso latino y romance para exponer y de-
fender su fe; confecciona artesanalmente hojas con pedazos de papel y tin-
ta con restos de carbón, para escribirlos. Celebra, incluso, un autobautismo
e imposición de nombre, cambiando el de Francisco Maldonado de Silva
por el de “Heli Judío, indigno del Dios de Israel” o “Heli Nazareo, indigno
siervo del Dios de Israel, alias Silva” (Medina, Historia del Tribunal de la
Inquisición 133 y 371)13.
Por otra parte, practica ritos y preceptos de la ley mosaica, tales
como su auto circuncisión, dejarse crecer barba y cabellos, y hacer ayunos
y penitencias para celebrar fechas sagradas judías. Todo eso constituye otra

13 r
Wachtel se refiere en su estudio a las posibles significaciones de este nombre elegido por
Maldonado de Silva (“Francisco”).

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forma de escritura; esta vez, una de símbolos y marcas en su cuerpo y con
su cuerpo. Al final de sus largos años de prisión, en una reacción que une
palabra y cuerpo, Francisco pierde el oído a causa de uno de sus prolonga-
dos ayunos, de manera que se vuelve sobre sí mismo y deja de escuchar
la palabra del inquisidor. Es él mismo quien cierra u ocluye la posibilidad
de diálogo y asegura su impermeabilidad absoluta a la voz de “la verdad”,
y rechaza la intermediación de los inquisidores para comunicarse direc-
tamente con Dios. Hasta el último instante Francisco se negará a abjurar
de su fe judía y a reconciliarse con la Santa Madre Iglesia. Si bien es cierto
que esto significa el fracaso de la Inquisición en su propósito de hacerle
reconocer su autoridad, también determina, por otra parte, lo que se hace
ver como la autocondena de Maldonado. No obstante, al haber refutado la
autoridad de la Inquisición, Francisco aparece también como el mártir de 147
la intolerancia de esta hacia la diferencia.

i
r El final
Si el terreno de enfrentamiento entre la Inquisición y Francisco Maldona-
do es, fundamentalmente, el del discurso y el cuerpo, ellos serán también
los lugares donde se aplicará la sentencia de relajación a la justicia y al brazo
seglar; esto es, su condena a la hoguera, con sus libros atados al cuello.
Se queman su cuerpo y su escritura, que, una vez más, se hacen uno. La
hoguera era el castigo reservado para los peores delitos, tenía el significado
de purificación, pero también se consideraba que afectaba al alma, pues se
privaba al individuo de sepultura sagrada, se lo dejaba definitivamente
sin salvación y se le daba muerte eterna, como un anticipo del Juicio Final
(Moreno 174). Contra este significado Francisco afirma “que los que mo-
rían quemados no morían, sino que su Dios los tenía siempre vivos” (Me-
dina, Historia del Tribunal del Santo 347). Su resignificación de la muerte en
la hoguera afirma su certeza de salvarse en la Ley de Moisés y acceder a la
vida eterna. El objetivo de calcinar el cuerpo del hereje era también el de
borrar del todo su memoria, pero es el mismo discurso del inquisidor el
que conserva la memoria del bachiller Francisco Maldonado, al registrar

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cada paso de su proceso. El triunfo final de la Inquisición resulta, de este


modo, bastante ambiguo.
De acuerdo con el mismo texto inquisitorial, este triunfo sobre el
judío hereje y pertinaz, que negaba la divinidad de Jesús y la verdad de la
doctrina cristiana, sufre, como he adelantado al comienzo de este artículo,
un impresionante revés en el último minuto:

Y es digno de reparo que habiéndose acabado de hacer la relación de las cau-


sas de los relajados, se levantó un viento tan recio, que afirman vecinos anti-
guos de esta ciudad no haber visto otro tan fuerte en muchos años. Rompió
con toda violencia la vela que hacía sombra al tablado, por la misma parte y
lugar donde estaba este condenado, el cual, mirando al cielo, dijo; esto lo ha
dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el cielo. (Medina,
148 Historia del Tribunal de la Inquisición 133)14
i

Dios ha enviado una señal que confirma la verdad de Francisco y


desmiente al inquisidor. El repentino e inusitado viento huracanado y el des-
garro del toldo en el lugar donde se encontraba Maldonado constituyen
trazos divinos que remiten directamente a la Sagrada Escritura: son el len-
guaje con el cual Dios Padre había confirmado al mismo Jesús como su
hijo muy amado, y que repite ahora para validar a Francisco. Recordemos
que el Evangelio de Marcos relata con las siguientes palabras la muerte de
Jesucristo en la cruz:
Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró. Y el velo del Santuario se rasgó en
dos, de arriba abajo. Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había
expirado de esa manera, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios”. (Mc 15, 37-39)

La genealogía se completa. Al reconocimiento que una vez hizo


Francisco del Dios de Israel responde el Padre reconociendo a su hijo y

14 r
El Tribunal de la Inquisición de Lima encargó al clérigo Fernando de Montesinos la rela-
ción del Auto de Fe de 1639 (Böhm, Historia 141).

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La ambivalencia del discurso inquisitorial: el proceso a Francisco Maldonado de Silva

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concediéndole preeminencia. La respuesta de Francisco —“esto lo ha dis-
puesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el cielo”— remite, a
su vez, a la Sagrada Escritura; a una de las más definitivas bienaventuranzas:
“bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).
Reclama también para sí la pureza que le había sido negada. Lo inquietante
de estos signos es que están inscritos dentro del mismo discurso del In-
quisidor: es él mismo quien dice que Dios ha legitimado a Francisco Mal-
donado de Silva. La palabra de este queda reafirmada, y la autoridad del
inquisidor, como poseedor y guardián de la palabra divina, queda puesta
en duda; frente a Francisco y frente a Dios, el discurso del inquisidor aca-
bará por mostrar su escisión.
Importa señalar que solo en dos ocasiones el registro del proceso
consigna en estilo directo las palabras de Francisco Maldonado, y ambas 149

i
son extremadamente significativas15. Una está situada al comienzo, en el
primer interrogatorio que le hace el inquisidor, y la otra es esta última, con
la que termina el proceso. En las primeras palabras citadas de Francisco
este dice: Yo soy (“yo soy judío, señor…”); en las últimas afirma: Dios me
reconoce en lo que soy (Medina, Historia del Tribunal del Santo 348). Esto
es, cada vez que se le concede la palabra, Maldonado afirma su diferencia
y su verdad, su palabra peligrosa se filtra en el discurso del inquisidor por
los intersticios que este mismo discurso abre, en virtud de la ambivalencia
que lo constituye.
No obstante, el gesto de Dios triza también la identidad de Fran-
cisco Maldonado; o mejor dicho, la de Heli Judío, pues lo asimila al Cris-
to a quien negó una y otra vez. En este último juego de inversión Fran-
cisco se ha identificado con Jesús: ambos son los hijos de Dios Padre, los
justos perseguidos injustamente, los siervos sufrientes (Is 52, 13-15 y 53).
La de Dios es la última palabra registrada en el proceso; lo cierra, pero no

15 rDebe recordarse, en todo caso, que solo contamos con una síntesis del proceso, enviada por
los inquisidores de Lima al Consejo Supremo de la Inquisición en España, pues el original
se extravió tras la supresión del tribunal limeño.

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lo clausura, puesto que abre al texto a profundos cuestionamientos, lo


fisura y lo desgarra como al velo del tablado, para abrirlo a otras lecturas,
a otras verdades, a la inestabilidad de la verdad.

rBibliografía
Bennassar, Bartolomé. Inquisición española: poder político y control social. Barcelona: Crítica,
1981. Impreso.

Bhabha, Homi. El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial, 2002. Impreso.


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La ambivalencia del discurso inquisitorial: el proceso a Francisco Maldonado de Silva

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Fecha de recepción: 30 de agosto de 2010.


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

151

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Africanos, tráfico atlántico
y cimarrones en las fronteras entre
la G uyana F rancesa y la A mérica
portuguesa , siglo XVIII

Flávio dos Santos Gomes


Universidad Federal de Rio de Janeiro
escravo@prolink.com.br

R esumen

r
El artículo analiza las experiencias históricas de los cimarrones en un área de fron-
tera atlántica continental entre la Guyana Francesa y la América portuguesa durante
el siglo XVII. Las expectativas de los fugitivos africanos se abordan relacionando el
movimiento del tráfico atlántico de esclavos —sus variaciones, los volúmenes y las
procedencias—. De esta forma se reflexiona sobre los ambientes sociales, étnicos y
geográficos que fueron encontrados y recreados en las selvas de estas zonas fronteri-
zas. En un territorio de conflictos, enfrentamientos, disputas coloniales y expectativas
de identidades, surgieron espacios de cooperación, donde los colonos europeos y las
poblaciones de indígenas y de africanos se reinventaron como culturas y comunidades.
Los circuitos demográficos del tráfico atlántico estaban conectados a la experiencia
de africanos de diversas procedencias y a la posibilidad de encuentro de estos, a través de
las fugas y de las comunidades transétnicas en una zona de frontera transnacional
durante la Colonia.
P alabras clave: Esclavos, cimarrones, Guyana Francesa, América portuguesa, fronte-
ras, siglo XVIII.

A bstract
r
This paper analyzes the historical experiences of the cimarrones (maroons) in a con-
tinental Atlantic borderland between French Guiana and Portuguese America in the
eighteenth century. Associating aspects of the Atlantic slave trade— its variations,
amounts and origins— I address the African fugitives’ expectations. Thus, I reflect on
the social, ethnic and geographic environments they found and recreated in the forests
in those border areas. In a region rife with conflict, confrontations, colonial disputes,
and expectations regarding identity, spaces of cooperation emerged where European
settlers, indigenous peoples and Africans reinvented themselves as cultures and com-
munities. As a result, the demographic circuits of the slave trade were connected to the

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experiences of Africans from several parts of the continent and the possibility of their
coming together through escapes and transethnic communities in a transnational
borderland during the colonial period.
Key words: Slaves, maroons, French Guyana, Portuguese Americas, borders, 18th century.

En la América portuguesa las comunidades de esclavos fugados reci-


bieron las denominaciones de quilombos y mocambos y en el Caribe francés
el mismo fenómeno ganó el nombre de maronage (Price, Maroon). Lo que
aún poco sabemos es en qué medida dichas experiencias fueron transnacio-
nales; especialmente en las regiones de frontera de la Amazonia oriental. En
la Capitanía del Gran Pará, principalmente en las márgenes del río Araguari
—entre el actual Estado de Amapá y la Guyana Francesa— hay evidencias
de la formación de comunidades de fugitivos que mezclaban africanos de 153
diversas procedencias y grupos indígenas. Esto aparece en denuncias e in-

i
vestigaciones desde los últimos años del siglo XVII. Las comunidades se for-
maron en 1730 y los reclamos aumentaron durante las décadas de 1780 y 1790.
Hombres y mujeres oriundos del África occidental y central, de las
regiones de Senegambia, la bahía de Benín, la bahía de Biafra, Sierra Leo-
na, Angola, Benguela, y de los puertos de Bissau, Cacheu, Luanda, Loango,
Uidá, Gabón, Calabar, Popó, Bonny, Gorée y Mpinda, entre otros, desem-
barcaron tanto en Cayena, en la Guyana Francesa, como en Belén, en el
Gran Pará. Fueron a trabajar en áreas coloniales, tanto portuguesas como
francesas, en factorías, plantaciones de arroz, ingenios de aguardiente, culti-
vos de mandioca, pastoreo de ganado y construcción de fuertes militares
(Alencastro). Crearon comunidades en las unidades de labor, y también se
mezclaron con los indios. Al huir a las selvas —en direcciones opuestas—
rehicieron sus identidades, y de esta forma se encuentran otros tantos per-
sonajes del mundo del trabajo.
¿Cómo se conectaron estos sectores en la selva? ¿Cómo fue la et-
nogénesis de las comunidades de africanos que huyeron hacia Cayena,
procedentes de Belén, y viceversa? ¿Cómo sintieron dicho proceso las
poblaciones indígenas? Un estudio sobre la etnohistoria de los waiãpi
—indígenas de la región de Amapá— abordó las narraciones de su

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memoria y de sus ritos de pasaje que habían registrado las disputas entre
franceses y portugueses, y las consiguientes alianzas y conflictos en los gru-
pos étnicos, fueran indígenas o africanos. Los waiãpi se referían a los grupos
de negros como los tapajón (posiblemente, fugitivos africanos y sus des-
cendientes), con los que entraron en contacto (Gallois).
En este artículo analizamos las experiencias históricas de los cima-
rrones en un área de la frontera atlántica continental. ¿Quiénes eran estos
fugitivos africanos? ¿Qué ambientes sociales, étnicos y geográficos encon-
traron y crearon en estas áreas de frontera? Entre conflictos, enfrentamien-
tos, disputas coloniales y expectativas de identidades bien pueden haber
surgido espacios originales de cooperación, donde los colonos europeos,
las poblaciones indígenas y los africanos se reinventaran como culturas y
154 comunidades (Bennett). Destacamos las lógicas demográficas del tráfico
i

atlántico con la presencia de africanos de varias procedencias y la posibili-


dad de su encuentro, a través de las fugas y de las comunidades interétnicas.

r Invadiendo fronteras
En áreas de fronteras internacionales (entre la Capitanía del Gran Pará,
la América portuguesa y la Guyana Francesa), disputadas por intereses
colonizadores de Portugal y Francia, aparecieron cada vez más fugitivos
(Salles; Vergolino-Henry y Figueredo). La región de Amapá —justa-
mente la que hacía frontera con la Guyana Francesa— era la que cau-
saba más aprensión. Con la ayuda de pequeños comerciantes, colonos y
grupos indígenas, los africanos esclavos, tanto del lado portugués como
del lado francés, migraban en busca de libertad. Cuestión compleja, pues
aquella región era el escenario de disputas por dominios coloniales. En
1724 un barco proveniente de la Guyana Francesa fue detenido por las
autoridades portuguesas en Belén, estas obedecían una orden del Consejo
Ultramarino. Se descubrió que la intención de sus tripulantes era realizar
actividades comerciales en la región de frontera (“Carta del rey D. João”;
“Cartas del gobernador”; “Oficio del gobernador de Pará José da Sena”).

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Desde 1732 existía un tratado internacional firmado por las dos co-
ronas, mediante el cual ambas llegaron a acuerdos sobre la devolución de
los esclavos fugitivos. El mismo año, doce cautivos de propiedad de un
francés, Dit Limozin, habían huido del presidio de Cayena. Las disputas
territoriales, sin embargo, hacían que el control y la vigilancia policial fue-
ran cada vez más precarios. Así y todo, las autoridades portuguesas y fran-
cesas realizaron en varias ocasiones intercambios de cautivos fugitivos. Al
entregar a veinticinco capturados a los hacendados franceses Fossard y
Simonsen, las autoridades del Gran Pará reclamaron que los franceses
tuvieran la misma actitud en 1733. El rey D. João I escribió al capitán ge-
neral del Estado de Maranhão en 1734, buscando aclarar las cosas sobre la
restitución de esclavos venidos de Cayena y que buscaban refugiarse en
tierras lusitanas. En 1739 la Corona portuguesa determinó el castigo para 155
quienes ayudasen a los esclavos que buscaban huir por la frontera (ihgb,

i
CUE 5: arch. cod. 1.2.24, f. 149 v. y 7: arch. cod. 1.2.26, ff. 180 v., 193 v.-194 r.).

Durante la segunda mitad del siglo XVIII aumentó el movimiento


de fugitivos. Las investigaciones revelarían que en 1749 ya existía en el río
Anauerapucu un gran mocambo, cuyos negros se habían internado hacia
el norte cuando fueron descubiertos por las expediciones de rescate de
indios. En 1752 el gobernador de Cayena le pedía a Pará la devolución
de diecinueve negros. En 1752 había denuncias sobre la presencia de en-
viados franceses que se infiltraban en estas regiones para vigilar y capturar
a los fugitivos. En 1760 la venida de Monseñor Galvete a Pará, con el fin de
recoger a negros esclavos, fue motivo de quejas. En 1767 dos canoas con
oficiales franceses bajarían el río Oiapoque con la intención de buscar
estos. La devolución de estos —al igual que las mismas fugas— se cons-
tituiría en un problema tanto para las autoridades francesas como para
las portuguesas1.

1 rAnais 7: doc. 428, oficio de 16/03/1734, p. 209; apep, C 667, of. de 26/05/1756, 695, of. de 17/08/1755 y
696, of. de 06/04/1767; “Carta del gobernador”, 22 agosto 1759; “Carta del gobernador”, 8 noviem-
bre 1760; ihgb, CUE 7: arc. cod. 1.2.13, ff. 193 v.-194 r.

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Los contactos entre fugitivos no eran una promesa o una simple


amenaza: atemorizaban, y mucho, a las autoridades coloniales portugue-
sas y francesas. En 1793 el juez de la Cámara de Macapá llegó a proponer
que, en el caso de que estos cimarrones fueran capturados, no deberían
ser soltados inmediatamente y devueltos a sus amos: solo deberían salir de
la cárcel para que:
[…] sus dueños los vendan, lo que debe ser hecho a diferentes países para
que nunca más aparezcan por aquí porque, de lo contrario, nos amenaza una
ruina mayor, porque cada uno de estos esclavos es un piloto hacia aquellos
continentes”. (“Auto de perguntas ao preto”)

Un pedido de concejales de la Cámara de Macapá admitía la exis-


tencia de una red de protección que los cimarrones tenían con los esclavos
156 en las plantaciones y con otros habitantes:
i

[…] pues de ellos se mantenían amigos parte del año, viniendo del mocambo
adonde eran refugiados en los campos de estas gentes a los que no sólo lleva-
ban los [víveres] que encuentran, sino también ropas y herramientas”. (“Ofício
da Câmara”)

En Oiapoque un militar que viajó a la región se encontró “con más


de ochenta negros, todos armados con flechas, y algunos con armas de
fuego”, y fue interrogado en “lengua española” por “lo que venía a hacer en
aquella tierra”. En sus encuentros con dichos negros:
[…] haciéndome sentar, realizaron asamblea pues ya viven por ella, y es ver-
dad que estos negros están libertos y son casi los mayores señores de la tie-
rra, pues son innumerables y los blancos son pocos y estos también pues
les temen, según lo que los mismos blancos me comunican fuera de su vista.
(apep, C 277: of. de 27/08/1784)

Algunos años antes lo que realmente se temía era que los fugitivos
se fueran a la “población de Maroni, que los franceses de Cayena han sido
inducidos a establecer” (apep, C 609: of. de 20/06/1780). Parte de la frontera
estaba ocupada por mocambos, grupos indígenas, y desertores, y se decía
que en la montaña de Unari había “un habitante francés con 150 negros”
(apep, C 347, of. de 21/02/1793).

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Durante un interrogatorio realizado en Macapá se descubrió de qué
manera se comunicaban los negros de ambos lados de la frontera. Dicha
información fue dada por el africano Miguel, esclavo de Antônio de Mi-
randa. Viniendo del “campo de su señor”, él se encontró con otro africano,
José, esclavo del fallecido João Pereira de Lemos, y este le preguntó si que-
ría ver y hablar con negros que andaban fugados. Entonces fue conducido
hasta el corral donde se encontraba el africano Joaquín, esclavo de Manoel
do Nascimento. Enseguida le avisaron “que su seña [de los cimarrones] era
chuparse los labios”, como un silbido. Encontraron a varios cimarrones,
quienes, por no conocer al africano Miguel, le tenían desconfianza y ame-
nazaron con lanzarse “contra él, con arco y flecha”. Comenzaron los prime-
ros contactos; los cimarrones querían saber “cómo estaban aquí”, o sea, en
la Villa de Macapá, los negros esclavos. A su vez, el africano Miguel indaga- 157
ba “cómo estaban ellos allá”, en los mocambos de Araguari y en la frontera y

i
las tierras de los franceses. Según los cimarrones, “estaban muy bien”, tenían
“campos grandes y que los suyos [víveres] los vendían a los franceses, por-
que con ellos tenían comercio”. En el mocambo donde moraban también
había un padre jesuita, enviado por los franceses, y era este mismo quien “los
gobernaba y que tenían muy buena suerte”. En aquella ocasión parte de
los habitantes estaba fuera del mocambo, pues “habían partido a hacer una
salazón para su padre y otros que hacía poco tiempo que habían terminado
de hacer ladrillos para que los franceses hicieran una fortaleza”. También,
según el africano Miguel, los cimarrones andaban “siempre armados con
sus facones” y su vestimenta estaba “teñida con Caapiranga”. Debido al he-
cho de ya haber temores y desconfianzas, esta detallada información dejó
atónitas a las autoridades del Gran Pará. La cuestión en aquel momento
no parecía ser, simplemente, contener fugas constantes, vigilar a los espías
franceses y oír sus desafueros y los reclamos de los propietarios.

Mocambos formados cerca de la frontera mantenían relaciones comer-


ciales con colonos franceses. Tenían, igualmente, su base económica haciendo
salazón, tiñendo ropa, plantando el campo, pastoreando ganado y fabrican-
do ladrillos para la construcción de fortalezas francesas. Estos cimarrones,
incluso, visitaban la Villa de Macapá durante la “fiesta de Navidad”. Venían y

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establecían contactos con esclavos, pero “no venían a obligar a los negros” a
huir, y al mocambo solo “irían los que quisieran ir por su libre voluntad”. Re-
velaron que “el camino por el que solían venir a la villa, ya no era por el [río]
flechal”, sino más “próximo a la banda donde Manoel Antônio de Miranda
tiene el corral para amor de los blancos que iban tras ellos”. Además de eso,
tenían una “canoita” en el Río Araguari, pues cuando “iban y venían” cruzaban
“en el ella de una a otra banda” (apep, C 259: of. de 1794; “Auto de perguntas”).
Respecto a los contactos con los colonos franceses: “su asistencia era
del Araguari para allá, pero que todos los negros fugados estaban de este
lado”. Sabían que tenían sus habitaciones en las márgenes del Araguari, en
tierras de los dominios portugueses, pero “para ir a trabajar a la tierra de los
franceses, atravesaban un río de agua salada para ir, y que iban de mañana y
158 volvían de noche”, y que “cuando venían, dejaban la mitad de las provisio-
i

nes en medio del camino para cuando volvían”. Y en este mocambo vivían
“todos los negros que desta villa [de Macapá] han huido” (apep, C 259;
“Auto de perguntas”). Vivían del otro lado de la frontera portuguesa; sin
embargo, comerciaban, trabajaban y mantenían diversas relaciones con los
franceses del otro lado. La garantía de éxito de esta estrategia era atravesar
diariamente la frontera, tarea que parecía no ser fácil. Cortaban ríos y sel-
vas, y hasta llevaban provisiones para largas jornadas.

r Escenarios transnacionales en el
Gran Pará y la Guyana Francesa

Aunque sin la fuerza demográfica de las áreas de plantación, las regiones


orientales de la Amazonia recibieron una considerable cantidad de escla-
vos africanos que allí trabajaban en el cultivo de arroz, de añil o de azúcar,
además de la construcción de fortalezas. La historiografía, en general, no
prestó mucha atención a la presencia africana en la Amazonia. Preocupada
con los llamados “ciclos económicos” —especialmente, los del azúcar, el
oro y el café—, solo intentó analizar al esclavo en el interior de las grandes
áreas exportadoras (Alencastro; Russel-Wood).

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Vicente Salles abordó en una obra clásica la secular presencia negra
africana en la Amazonia (O Negro). Los primeros africanos que llegaron al
Gran Pará fueron, justamente, a la región de Amapá, entre las dos últimas
décadas del siglo XVI y las primeras del XVII. Debido a la falta de capitales
para inversión, era difícil competir con otros mercados de mayor expansión
económica, con permanente demanda de brazos esclavos y volcados a la
exportación. El Gran Pará sería atropellado primero por el azúcar de Per-
nambuco y Bahía, y después, por el algodón de Maranhão y el oro de Mi-
nas Gerais (Alencastro; Russel-Wood). Pero la predominante población
indígena era insuficiente, y los colonos reclamaban a la Corona la necesidad
de introducir esclavos africanos en la región (Alden; Chambouleyron). Se
tomarían al respecto algunas medidas, como en 1682, cuando, a través de una
licencia regia —concedida a una compañía monopolista con capital me- 159
tropolitano— se permitió la introducción en el Gran Pará de quinientos

i
esclavos por año, en un contrato de veinte años. En 1690, además, se forma-
ría la Compañía de Cacheu y Cabo Verde, para introducir anualmente un
mínimo de 145 africanos por un precio predeterminado. El flujo de esclavos
africanos fue modesto a lo largo del siglo XVII. De 1692 a 1721 fueron intro-
ducidos 1.208 al Gran Pará. Los precios seguían altos, y los colonos —cada
vez más ávidos de trabajadores africanos— terminaban endeudados. A
pesar de todo, entre 1756 y 1788 fueron introducidos 25.556 africanos a Ma-
ranhão y el Gran Pará. De estos, 16.077 fueron llevados, específicamente, a
varias regiones del Gran Pará. Antes de 1755 no hay estadísticas; la entrada
de africanos fue irregular, y a gran parte de ellos se los desvió hacia Ma-
ranhão. Durante el período 1757-1800 serían desembarcados 40.935 en San
Luis. En medio de los intentos de introducción de africanos al Gran Pará
hubo, durante el siglo XVIII, varios conflictos que involucraron a autorida-
des coloniales y metropolitanas, así como a habitantes de Belén y de San
Luis. Habitantes y negociantes de Belén se quejaban de que eran siempre
postergados y tenían desventajas en relación con el comercio de africanos
hacia Maranhão (Carreira; Dias; Goulart; MacLachlan; Salles).
En términos de agricultura, las principales áreas de desarrollo del
Gran Pará quedaban alrededor de Belén y el delta de Macapá. Entre 1773 y

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1818 se destaca la producción de arroz, algodón y, principalmente, café


y cacao. El cacao era muy plantado en la región de Tocantins. En cuanto
al café, se lo cultivó por primera vez en 1727, traído por el sargento mayor
Francisco de Melo Palheta, de Cayena —Guyana Francesa—, cuando via-
jó allí en “comisión” del gobernador de la capitanía. Dos décadas después
ya había plantados allí cerca de 17.000 pies de café. En la región de Marajó
se destacó la ganadería: en la isla de Joanes y adyacencias ya había en 1783
unas 153 haciendas de ganado vacuno y equino. Este número había subido
a 226 para 1803. Sin embargo, en términos de mercado exportador, la eco-
nomía colonial del Gran Pará sufrió un relativo estancamiento a finales del
siglo XVIII. Entre 1796 y 1811 figuraban entre los diez productos principales:
cacao, algodón, arroz, clavo, café, zarzaparrilla, cueros, aguardiente, aceite
de copaiba y cueros secos. Según Barata, en el Gran Pará aún se producían
160 “secundariamente”: azúcar, canela, añil, aceite de nandiroba, miel, tapioca,
i

castañas, guaraná, jabón, grasa de tortuga, goma, brea, troncos y planchas


de diversas maderas, etc. (Arruda; Barata; Santos).
Por su parte, la Guyana Francesa tuvo un desarrollo económico con-
siderado periférico en términos de colonización francesa en la América
con esclavitud africana. La ocupación fue iniciada por las misiones religiosas,
los puestos militares, los centros pesqueros y la cría extensiva de ganado
(Cardoso, La Guyane; Economia; Man-Lam-Fouck, L´Identité). Esta región
—con una vasta red hidrográfica— solo fue ocupada en la franja costera. El
río Maroni hacía frontera con las áreas coloniales holandesas de la Guyana,
y el Oiapoque y el Maroni lindaban con la Guyana brasileña; especialmente
con la región de Amapá. Parte de esta extensa región estaba formada por
selva ecuatorial y por extensos manglares. Las dificultades para la coloniza-
ción del lugar fueron de diversa índole: relieve accidentado, corrientes ma-
rítimas que dificultaban la navegación, epidemias y plagas en las plantacio-
nes, baja densidad de población, pobreza crónica, etc. Es decir, el fracaso de
la colonización tuvo implicados factores geoecológicos y económicos. De
todos modos, su inicio data de 1664, y la población se concentró en Cayena
y sus alrededores. En 1690 ya existían veinticuatro ingenios, de los cuales
tres estaban abandonados para entonces, y dos pertenecían a los jesuitas.
Había también nueve haciendas que producían tinta de achiote (urucum).

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Debido a la posición estratégica de los ríos Oiapoque y Araguari en
relación con la Amazonia portuguesa, en la región se edificaron con pronti-
tud puestos militares franceses. Los portugueses no obraron de otro modo.
Gran parte de esta área, principalmente la región en disputa entre Francia y
Portugal, permanecía por entonces vacía. Eran tierras bajas donde se criaba
ganado y se erguían establecimientos pesqueros. En la Guyana Francesa,
aunque en pequeña escala, se empezaba a desarrollar la producción de achiote,
azúcar, añil, café y cacao. Durante la década de 1730 un tercio de la superfi-
cie cultivada lo habría sido a base de agricultura de subsistencia. Faltaban
capitales para inversiones, no había tecnología y se sufría una escasez cró-
nica de mano de obra. Aun así, entre 1765 y 1789 desembarcarían en Cayena
cerca de 4.000 esclavos africanos. En un nuevo censo de 1777 ya se reportaba
una población esclava africana de 8.411 personas, de las cuales 5.695 se ha- 161
llaban en edad activa. Había esclavos trabajadores de ingenios, fábri-

i
cas de azúcar y aguardiente que producían para el mercado interno, en la
apertura de campos de cultivo en la selva, en el pastoreo y en los servicios
domésticos en los alrededores de Cayena. En 1789 había 10.748 esclavos y
494 libertos, para una población de 1.307 blancos. Casi veinte años después,
en 1808, la población esclava de Guyana era de 12.355, y el número de liber-
tos, 1.157. Mientras la población blanca había disminuido en un 28%, la
esclava aumentaba casi en un 15%. Por su parte, la población de libertos
tuvo un aumento del 134% (Cardoso, La Guyane; Economia; Man-Lam-
Fouck, L´Identité).
El problema de los negros cimarrones también surgía en la Guyana
Francesa. Una de las rutas de fuga —como ya vimos— llevaba al Gran
Pará. Ciro Cardoso se refirió a un interesante documento —también pu-
blicado por Richard Price— sobre los grupos cimarrones en la Guyana
Francesa. Se trata del interrogatorio al cimarrón Louis, capturado en el mo-
cambo de Monteigne Plomb en 1748. Se describe ahí la organización inter-
na del mocambo, formado por treinta cabañas y habitado por 72 cimarrones.
Practicaban la agricultura de coibara y abrían anualmente nuevas áreas
de cultivo, donde plantaban mandioca, maíz, arroz, camote, ñame, caña de
azúcar, banana y algodón. Complementaban su economía mediante la

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pesca y la caza, para las que tenían fusiles, arcos y flechas, trampas y perros.
También realizaban actividades artesanales y fabricaban bebidas para su
propio consumo (Cardoso, Economia; Price, Maroon). Se sabe, incluso,
que entre 1802 y 1806 una de las cuadrillas más famosas de cimarrones de
la Guyana Francesa era liderada por el negro Pompée. Para el período cita-
do, hacía unos veinte años que él había establecido una economía agrícola
estable en su mocambo, llamado Maripa. Usando la selva y los ríos como
protección, durante años Pompée y sus secuaces tuvieron éxito en la lucha
contra las tropas coloniales enviadas de Cayena (Moitt).

r Africanos, negros
162 cimarrones y mocambos
i

Diversos grupos de africanos —muchos de ellos, recién desembarca-


dos— huyeron, tanto del lado francés como del lado portugués, y organi-
zaron decenas de microsociedades en aquella selva. De los mocambos que
se construyeron en la región de Amapá, los que se formaron en la región de
Araguari fueron, sin dudas, los más populosos, estables y antiguos. En 1762
ya se comentaba “sobre la gran suma [de gente] que se halla de las pobla-
ciones circundantes como de otras más distantes”, y se alertaba, incluso, de
que andaban “bien provistos de armas” (Mendonça 147). En 1779 fue en-
viada una expedición contra dos mocambos: uno en el río Pedreira y otro
en el Araguari. Esta diligencia estuvo cercada de dificultades, con soldados
que viajaron varios días a caballo y construyeron balsas para cruzar los ríos.
Aun con la ayuda de un cimarrón capturado, quien sirvió como guía, esta
expedición consiguió poco. Y los cimarrones del Araguari habían quedado
sobre aviso tras la desaparición de uno de los suyos. En 1785 el gobernador
del Gran Pará informaba “sobre la necesidad de diligenciar la aprensión y
dispersión de los esclavos de aquellos habitantes amocambados en aquel
distrito y hacia los lados del Araguari”. En 1788 se alertaría, igualmente,
sobre estos mocambos, y tres años después llegaría la información de “que
en las cabeceras de este Río, tienen, los esclavos fugados, un asilo seguro,
que allí existe gran número de ellos, llegando su osadía al punto de venir a

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Macapá a instigar a los esclavos de los habitantes a que los sigan” (apep,
C 25: of. de 13/03/1762; “Oficio de D. Francisco”).

Existen evidencias tanto de la construcción de grupos de fugitivos


que se mezclaron con indígenas como de grupos de africanos que tuvie-
ron su organización inicial con bases étnicas. En 1798 el gobernador Rodri-
go de Souza Coutinho, preocupado por la “comunicación” de emisarios
franceses de Cayena con esclavos en la frontera, dijo:
[…] aquí, al contrario, los negros de diferentes naciones que tenemos por escla-
vos, son padres, hijos y hermanos de los que existen libres en la lindera colonia.
Los indios de nuestras poblaciones, aunque de diferentes naciones, casi todos
tienen parientes en Cayena, casi todos hablan la lengua general que hablan,
tampoco son los que huyeron de ellas sino los que allí habitaron siempre. Unos
y otros son, sin dudas, mejores emisarios que los mejor instruidos franceses, y
habiendo muchos de nuestros fugados que conocen todas las comunicaciones,
163

i
siendo muchos los que facilitan los muchos ríos, riachuelos e islas de este país
y muy remotos, esparcidas las poblaciones. (apep, C 552: of. de 20 de abril 1798)

Descripciones detalladas sobre los mocambos en el Araguari apare-


cieron en investigaciones realizadas en 1792. Habían sido capturados en
un lugar llamado Baixa Grande, no muy lejos de la Villa de Macapá, tres
africanos, “siendo que uno de ellos, aquí ya había venido en otra deserción”.
Los capturados confesaron que tenían intención de unirse a los fugitivos
que se encontraban en Araguari. Además, se encontraban en las hacien-
das de Manoel Antonio Baleeiro y de Julião Alves Pereira, y se disponían a
preparar la harina que necesitaban para realizar una larga jornada hasta sus
mocambos (apep, C 457; of. de 27 de febrero 1792). La base económica de
uno de los mocambos del Araguari fue revelada. Los fugitivos estaban bien
protegidos —viéndolo con una perspectiva topográfica—, en un área cer-
cada por ríos y caídas de agua que dificultaban la aproximación de expe-
diciones contra los mocambos, al mismo tiempo que facilitaban inmediatas
retiradas. Quedaba en el paso del río Araguari, arriba del cuarto salto de
agua. También usaban armas: arcos, flechas, cuchillos. El lugar estaba com-
puesto por cien personas, entre hombres, mujeres y niños, que produ-
cían alimentos en diferentes campos, localizados en las proximidades, y tam-
bién en otros campos distantes. Lo más interesante fue la revelación de que

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también existían diversos grupos de fugados esparcidos en innumerables


y pequeños mocambos. Y no solo había diferencias de tamaño entre esos:
existían también diferencias étnicas, algunos de ellos eran mucho más anti-
guos que otros, algunos solo tenían a africanos entre su población, y otros,
a determinados grupos étnicos. Por ejemplo, uno de los fugitivos informó
que había un mocambo donde los habitantes se habían separado —cada
uno rumbeando para direcciones opuestas—; algunos de ellos eran del
grupo de la “nación Benguela” y otros, africanos mandingas (apep, C 285:
of. de 18 de febrero 1795 y 520: of. de 11 de agosto 1795).
¿Habrían promovido los africanos de estas regiones de frontera en-
cuentros transnacionales e interétnicos? Africanos fugitivos, tanto venidos
de Cayena y de Oiapoque —que eran áreas coloniales francesas— como
164 oriundos de las áreas de ocupación portuguesa en torno de Macapá, ter-
i

minaron por organizar —reuniéndose, encontrándose y separándose—


varias comunidades en la frontera; especialmente en la región del Araguari.
¿Quiénes eran estos africanos? ¿En qué medida pueden los estudios sobre
el tráfico atlántico informarnos sobre las semejanzas y las diferencias en los
patrones étnicos de los africanos traídos por los agentes coloniales portu-
gueses y franceses durante el siglo XVIII?
.
Siglos XVII y XVIII N° de viajes
Siglo XVII 9
Identificadas 6
No identificadas 3
Siglo XVIII, 1ª mitad 23
Período Identificadas 15
No identificadas 8
Identificadas 36
No identificadas 4
Total de viajes 72
Senegambia 20
Bahía de Benín 13
Bahía de Biafra 9
Grandes áreas África central 11 Tabla 1.
Sierra Leona 1 Procedencias
de procedencia
Windward Coast 2 de los africanos
África oriental 1 (tráfico atlántico,
Guyana Francesa)
Total de áreas de procedencia 15
no identificadas Fuente: Eltis et al.,
Continúa The Trans-Atlantic.

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Continuación
Siglos XVII y XVIII N° de viajes
Gambia 4
Gabón 3
Goreé 4
Saint-Louis 9
Uidá 11
Mpinda 1
Bonny 2
Lugares
Popó 1
de embarque
Badagry 1
Cape Lahou 1
Río Congo 1
Mozambique 1
Total de África central 1
Total de África oriental 1
Total de África occidental 37

A través de The Trans-Atlantic Slave Trade Database es posible evaluar


165

i
el impacto, en términos de procedencia, de los africanos que llegaron a la
Guyana Francesa y el Gran Pará durante los siglos XVII y XVIII. Hay, por
ejemplo, registros de 72 viajes hacia la Guyana Francesa; corresponden al
siglo XVII solo nueve de esos viajes, de los cuales únicamente seis tienen
indicaciones de puertos y áreas africanas de embarque. Predominaban los
africanos provenientes de Senegambia, en el África occidental, de los puer-
tos de Gambia, Saint-Louis y Goreé. Los otros dos viajes eran del África
central, vía puerto de Mpinda, y de África occidental, vía Bahía de Benín,
puerto de Uidá. Prevalecían, de este modo, los africanos occidentales, con
el 83% de los casos. Durante el siglo XVIII hay cambios en estos patrones.
A lo largo de la primera mitad del siglo tenemos veintitrés viajes; quince de
ellos, identificados. Los africanos occidentales seguían siendo prepon-
derantes, con el 80%, pero ahora también aparecían entre ellos los de la Ba-
hía de Biafra, con el 20%; y los puertos de Bonny y Calabar, así como la Bahía
de Benín y el puerto de Uidá, con el 53%. En la segunda mitad del siglo XVIII
las áreas de Senegambia —los puertos de Gambia, Gorée y Saint-Louis—
vuelven a tener fuerza, con el 53,5% de los africanos occidentales (Hall).
Dentro del conjunto del tráfico atlántico hacia la Guyana Francesa
—siglos XVII y XVIII— fue posible verificar —en los viajes cuya proce-
dencia fue identificada— que prevalecía el África occidental, con el 77,2%,

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y, en ella, la concentración de las regiones de Senegambia, con el 35%; la


Bahía de Benín, con el 22,8%; y la Bahía de Biafra, con el 15,8%. Conside-
rando los puertos/lugares de embarque de estas regiones, prevalecían, res-
pectivamente, los puertos de Uidá, con el 29,8%; Saint-Louis, con el 24,3%;
y Gambia y Gorée, con el 10%. Por otro lado, los africanos centrales repre-
sentaban poco más del 21%.

N° de viajes
2ª mitad del siglo XVIII 117
Período Identificados 112
No identificados 5
Senegambia 84
África central 27

166
Grandes áreas
Bahía de Benín 1
de procedencia
Total del África central 27
i

Total del África occidental 85


Bissau 49
Cacheu 33
Cabo Verde 2
Lugares/puertos Costa de la Mina 1 Tabla 2.
de embarque Luango 2 Procedencia de los africanos
Luanda 20 (tráfico atlántico, Gran Pará
siglo XVIII.
Cabinda 1
Fuente: Eltis et al.,
Benguela 4
The Trans-Atlantic.

Hacia el Gran Pará tenemos registros de 117 viajes, pero solo du-
rante la segunda mitad del siglo XIX. Aunque se pueda verificar la predo-
minancia del África occidental, con cerca del 76%, los africanos centrales
sumaban el 24% de las grandes áreas de procedencia. De Senegambia,
los principales puertos eran Cachéu y Bissau. Se destaca la ubicación
de los puertos del África central, con el 74% proveniente de Luanda, pero
también con embarques en Loango, Cabinda y Benguela (Eltis, Richard-
son y Behrendt; Silva).
Con tal composición demográfica, había más africanos occidentales
concentrados en la región de la Guyana Francesa, mientras que en la Amé-
rica portuguesa había una mayor concentración de africanos centrales.

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¿Pueden estos patrones haber informado o determinado la forma-
ción de las comunidades de fugitivos en estas regiones de frontera? (Thorn-
ton) ¿Podría la etnogénesis de algunos grupos ser informada por criterios
étnicos? ¿Habrán migrado otros grupos y encontrado poblaciones indí-
genas? Salvo raras excepciones, los estudios sobre los negros cimarrones
siempre indicaron que las comunidades de fugitivos (mocambos, maroons,
cumbes y palenques) en América se formaron con cautivos de varias pro-
cedencias africanas, y hasta de esclavos criollos; incluso, con indígenas
(Price, Maroon). Además de los estudios sobre los saramakas y otros gru-
pos cimarrones en Surinam, no conocemos mucho sobre la etnogénesis
de las comunidades formadas por africanos de diferentes orígenes y pro-
cedencias en esta región de frontera. Los indios karinya tenían una lengua
considerada “franca”, de cambio y trueque, comprendida entre los tupi del 167
Oiapoque. Cabe resaltar, también, cómo los vendedores holandeses que

i
atravesaban toda la región de la Guyana Occidental, guiados por indios,
eran, invariablemente, africanos, criollos y mestizos, y hablaban, por lo
menos, una lengua indígena (Dreyfus). La cuestión de la lengua fue un
factor importante en la colonización de la Amazonia. Los grupos indígenas
podían comunicarse al principio solo con los religiosos en las misiones,
y después, con traficantes y colonos en las fronteras. Las lenguas podían
crearse solo con el fin de comerciar, uniendo grupos indígenas distintos y
diversos colonos extranjeros. Por otra parte, en 1759 Mendonça Furtado,
el gobernador enviado por Pombal al Gran Pará, destacaría, con aires de
sorpresa, los siguientes acontecimientos:
Lo primero fue venir a mi casa, unos niños, hijos de una de las principales per-
sonas de esta tierra y, hablando yo con ellos, que, entendiendo poco portugués,
comprendían y explicaban bastante en la lengua tapuia o llamada general.
Lo segundo fue ver debajo de mi ventana a dos negros de los que próximamente
se están introduciendo de la costa de África, hablando desinhibidos la mencio-
nada lengua y no entendiendo nada de la portuguesa. (Mendonça 223)

En la Amazonia, según parece, la diferencia de “lengua” no consti-


tuyó un problema entre indígenas y africanos de diferentes procedencias.
En la frontera de la Guyana Francesa, como mostramos en un inquieto
comunicado del gobernador Souza Coutinho, indígenas y africanos no

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solo tenían a “parientes” del otro lado, sino que todos hablaban la “lengua
general”. Alexandre Rodrigues Ferreira describió a los indios que inten-
taban capturar africanos cerca de la frontera, puesto “que en los distritos
en los que se hallaban, andaban negros holandeses acompañados por
indios caripunas, cautivando al gentío y ejerciendo sobre ellos toda suerte
de hostilidades”. Al mismo tiempo que se intentaba vigilar las fronteras e
impedir invasiones extranjeras que realizaban explotaciones económi-
cas e intercambios mercantiles y tráfico de indios, era necesario contac-
tar y atraer a grupos indígenas diversos —muchos de ellos, rivales—,
para que también pudieran servir de aliados. En agosto de 1784 llegarían
noticias “sobre los negros holandeses que, ayudados por los indios cari-
punas” andaban juntos. En 1786 este mismo autor diría de la región de
168 frontera del Río Branco:
i

Pronto, sin demora, empleará VM el mayor desvelo en construir una fortifica-


ción proporcionada, que, custodiada por una competente guarnición, pueda,
no sólo contenernos con seguridad contra cualquier designio, e insulto de los
referidos españoles y holandeses, sino que hasta dé comienzo a la amistad, y
alianza de todas las naciones de indios, que habitan las márgenes, y centros
de aquel río. (apep, C 552: of. de 20 de abril 1798; Ferreira 99 y 123; “Ofício del
gobernador de Pará a Sebastião José”)

Africanos de diferentes procedencias, grupos indígenas, colonos


y cimarrones estaban marcando las fronteras coloniales con sus expe-
riencias históricas. También en Olivença, en 1784, los portugueses, pre-
ocupados por el control de los indios y por el movimiento de los espa-
ñoles, esperaban contar con la ayuda de “dos pardos y mulatos” que no
solo conocían bien la región, sino que sabían “varias lenguas del gentío”.
Dos meses antes un “negro” fue utilizado como guía en el reconocimien-
to y la comunicación de poblados y territorios limítrofes con la colonia
holandesa de Surinam. En 1787 el gobernador João Pereira Caldas era
alertado sobre las comunicaciones entre “mulatos portugueses” y el
“gentío” próximo a la línea divisoria con los dominios españoles. Esta-
ban tales mulatos “hablando las diferentes lenguas de los dichos gentíos
y con ellos comerciando libremente” (apep, C 1055; of. de 27 de abril de
1784; “Ofício de Henrique”).

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Nuevas evidencias, que articulan la demografía del tráfico y la for-
mación de comunidades de fugitivos en regiones de fronteras coloniales
—Gran Pará y Guyana Francesa—, y expuestas a los impactos étnicos di-
ferentes, pueden sugerir más cuestiones en los análisis. No necesariamente
el aislamiento étnico, sino las particularidades en la formación de gene-
raciones de comunidades de fugitivos africanos, pueden haber determi-
nado patrones de migración y bases de étnogénesis complejas (Mann;
Thornton). Tal cosa sucedió tanto en las mismas unidades de trabajo
como en los mundos atlánticos, donde una demografía (hecha de ma-
nera compulsiva) determinó los contactos de africanos con procedencias
étnicas diversas en la región amazónica de fronteras coloniales. Algunos
de esos encuentros y conexiones pueden haberse constituido en capítulos
originales, con pequeños grupos de africanos —en redes familiares, ritua- 169
les y étnicas— organizando comunidades diversas (Bennett).

i
r Consideraciones finales
Aún son raros los estudios comparados sobre cumbes, maroons, palenques,
mocambos y quilombos (Groot; Price, “Subsistance”; Sheridan). Entre la
Guyana Francesa y el Gran Pará, en la América portuguesa de la segunda
mitad del siglo XVIII, africanos y fugitivos bien pueden haber realizado en-
cuentros interétnicos. Las regiones de frontera con formas de ocupación
y de movimiento de colonos y tropas diferentes fueron, seguramente, de-
terminantes. Allí los fugitivos produjeron aventuras semejantes a aquellas
de los maroons de Le Maniel en la isla de Saint-Domingue, en el siglo XVII.
Estos prófugos trabaron —durante casi cien años— luchas y alianzas con
españoles y franceses, y se beneficiaron —a veces— por la ubicación geo-
gráfica, puesto que en diferentes ocasiones las autoridades españolas les
dieron poca importancia a los movimientos de los fugitivos, constituidos
—en su mayor parte— por esclavos del lado francés de la isla. Entonces,
la persecución de los maroons involucró innumerables intereses entre co-
lonos, autoridades y disputas coloniales. Algunos labradores y hacendados

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del lado español comerciaban con los fugados y los mantenían informa-
dos de cualquier movimiento de tropas francesas enviadas a perseguirlos.
También las generaciones de grupos de fugitivos pueden haber sido seme-
jantes a las de Jamaica a comienzos del siglo XVII: en ellas se juntaban afri-
canos propiedad de colonos tanto españoles como ingleses (Campbell;
Debbasch). En fin, procesos semejantes se dieron en la frontera entre el
Gran Pará y la Guyana Francesa, con la participación de franceses, luso-
brasileños y el movimiento de fugitivos en comunidades.
Así, en esta área de fronteras transnacionales una faceta de la disputa
se daba muy alejada de los tratados y las diplomacias coloniales y metro-
politanas francesas, holandesas, españolas, inglesas y portuguesas. Colonos,
autoridades regias locales, militares, soldados desertores, indios de las aldeas,
170 tribus indígenas no contactadas, esclavos, hacendados, traficantes, comer-
i

ciantes, labradores, indios, africanos y fugados —muchos de ellos, cons-


tituidos en mocambos— percibían la complejidad, las contradicciones, los
avances y los retrocesos de las diferentes políticas coloniales. En dicho pro-
ceso de expansión sería interesante pensar la idea de colonización para los
diversos sujetos históricos en cuestión. Se romperían así los argumentos
tradicionales de homogeneidad, modelos económicos internacionales y
evolucionismo en la historia de la Conquista y colonización europeas
(Cooper y Stoler). En un escenario de conflictos y disputas se estarían for-
jando los propios significados históricos de la colonización para diferentes
sectores sociales, y con ello, en consecuencia, los niveles de alianzas, acuer-
dos, conflictos, intereses e identidades. Estos diversos personajes históricos,
al forjar el “nuevo mundo”, se rehacían a sí mismos y a sus identidades.

rBibliografía
F uentes primarias de archivo

a. Archivo
Arquivo Público do Estado do Pará, Belem, Brasil (apep)

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Códices (C) 5 (1762), 241 (1787), 259 (1790-1794), 277 (1793-1794), 259 (1790-1792), 285
(1794-1796), 347 (1790-1795), 457 (1788-1792), 520 (1795-1800), 552 (1797-1799), 609
(1780), 667 (1756-1778), 695 (1752-1757), 696 (1759-1761), 1055 (1784).
Instituto Histórico e Geográfico Brasileiro (ihgb)
Conselho Ultramarino, Évora (CUE) 5 y 7.

b. Documenos manuscritos
“Auto de perguntas ao preto Miguel, escravo de Antônio de Miranda” (05/09/1791).
apep, C 259.
“Ofício da Câmara da Vila de Macapá” (21/02/1793). apep, C 259.
“Ofício de D. Francisco de Souza Coutinho enviado a Martinho de Melo e Castro”
(8 de Julio 1782). Archivo Histórico del Palacio de Itamaratí. Documentación
Rio Branco. Códice 340-1-3 (1780-1785). 171

i
“Ofício de Henrique João Wilckens enviado al Governador João Pereira Caldas” (18 de
enero 1787). apep, C 241.

c. Documenos impresos
Anais da Biblioteca e Arquivo Público do Pará. 10 t. Belém, 1902-1926. Impreso.
“Carta del gobernador de Pará Manoel Bernardo de Mello y Castro enviada al rey
de Portugal” (22 de agosto 1759). Anais 8: doc. 315.
“Carta del gobernador de Pará Manoel Bernardo de Mello y Castro enviada al rey de
Portugal” (8 de noviembre 1760). Anais 10: doc. 387, p. 275.
“Carta del rey D. João enviada al capitán general del Estado de Maranhão” (16 de marzo
1734). Anais 7: doc. 428, 209. Impreso.

“Cartas del gobernador de Pará enviadas al rey de Portugal”, (14 de noviembre 1752
y 17 de agosto 1755). Anais 2: doc. 9, 9 y 4: doc. 144, 168.
Ferreira, Alexandre Rodrigues. “Tratado Histórico do Rio Branco” transcrito en: Farage,
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Fecha de recepción: 25 de agosto de 2010.


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

175

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A Llanos
lianza y conflicto interracial en los
de Casanare (Virreinato del Nuevo Reino de Granada).
El caso del adelantado Juan Francisco Parales, 1795-18061
José Eduardo Rueda Enciso
Escuela Superior de Administración Pública, Colombia
susana3060@hotmail.com

R esumen

r
El artículo narra y analiza los hechos de violencia interétnica sucedidos en los Llanos
de Arauca, Casanare y Meta entre 1795 y 1806, cuando el adelantado Juan Francisco
Parales, afrodescendiente de Barinas, Venezuela, intentó dos reducciones de indígenas
guahibo-chiricoas en los sitios de Las Cachamas y el Zumi, las cuales, al menos en un
principio, contaron con el apoyo de los hacendados y los pobladores de la zona, y luego,
por el contrario, fueron violentamente atacadas por ellos mismos, lo cual generó perma-
nentes hechos de violencia que derivaron en odio y resentimiento contra los indígenas
de la mencionada etnia, y en una odiosa práctica cultural, conocida como “la guahi-
biada”, que desde entonces y hasta años recientes estuvo presente en la región. Parales
no solo logró organizar a los guahibo-chiricoas, sino que a las bandas de indígenas se
unieron blancos pobres, mestizos y mulatos que pusieron en aprietos a las autoridades.
Palabras clave: Guahibo-chiricoa, violencia, conflicto interétnico, Llanos Orientales,
Nueva Granada, Venezuela, siglo XVIII, siglo XIX.

A bstract
r
This paper analyzes the interethnic violent events occurred in Los Llanos (Arauca, Ca-
sanare and Meta) between 1795 and 1806 when Juan Francisco Parales, the Adelantado,
an African-descendant from Barinas, Venezuela, tried two native guahibochiricoa reser-
vations in the places known as Las Cachamas and El Zumi which at the beginning were
supported by landowners and common people from the area but then this reservations
were attacked by the same ones who had supported them before; permanent violent

1
r Este artículo es una versión reducida de la tercera parte de la monografía “Poblamiento y di-
versificación social en los Llanos de Casanare y Meta entre 1767-1830” (1989), presentada como
requisito para obtener el título de Magíster en Historia Andina, en la Universidad del Valle,
Colombia. Los fondos para la investigación fueron proporcionados por la Fundación para la
Promoción de la Ciencia y la Tecnología del Banco de la República.

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Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare

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acts emerged. As a result, hate and resentment appeared against the guahibochiricoa
people and also a hateful cultural practice known as “la guahibiada” began. Since then,
“la guahibiada” has been present in the región.
Key words: Guahibo-chiricoa, violence, interethnic conflict, Los Llanos, New Granada,
Venezuela, 18th. Century, 19th. Century.

El miércoles 3 de enero de 1968 el diario El Tiempo reprodujo un noticia de la


agencia France Press, según la cual el 27 de diciembre de 1967, al atardecer, seis
hombres y dos mujeres habían matado a dieciséis indígenas guahibos vene-
zolanos de la casta cuiba, en el hato de La Rubiera, de propiedad de Tomás
Genaro, en la entonces intendencia de Arauca (Colombia) y distante 1.500 m
de la frontera colombo-venezolana. El acontecimiento fue notificado a las
autoridades del poblado de El Manguito por dos indígenas sobrevivientes.
Una vez cometido el bárbaro hecho, los victimarios se acostaron a dormir. En
177

i
la mañana del día siguiente se dispusieron a esconder los cadáveres de los in-
dígenas, ataron los cuerpos por parejas a las colas de cuatro mulas y se fueron
a un claro de sabana, donde hicieron una hoguera. Durante más de un día los
cadáveres estuvieron quemándose; al cabo de dicho lapso los restos de las
víctimas fueron revueltos con los huesos de vacas muertas, para evitar que se
notara que se trataba de cadáveres humanos. No obstante, dieciocho días
después los genocidas fueron detenidos por las autoridades colombianas2.
Las indagaciones adelantadas por los jueces dieron un corpus de
respuestas que sorprendieron a las autoridades, a los medios de comunica-
ción y a la opinión pública, pues todos los sindicados, con el mayor despar-
pajo y escuetamente, respondieron que:
[…] matar indios no era malo, ni mucho menos un delito, que era como una
chanza y que eso no tenía castigo pues eran como animales salvajes, dañinos,
que mataban a los otros animales, a las reses. Desde pequeños a los llaneros

2 rAugusto Gómez reproduce en su libro Indios, colonos y conflictos Una historia regional de los llanos
orientales 1870-1970, en el anexo 1, una serie de testimonios sobre el hecho, extractados del
expediente de La Rubiera que reposa en el Juzgado Segundo Superior de Ibagué. Por su
parte, el periodista Germán Castro Caycedo, quien actuó para la ocasión como reportero
de El Tiempo, cubrió la noticia, y la cuenta en su libro Colombia Amarga.

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José Eduardo Rueda Enciso
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les enseñaron a odiarlos pues eran dañinos por lo tanto eran frecuentes esos
actos, hacerlos era una hazaña que la cometía todo el mundo: la policía, el
ejército, la marina, los hacendados, etc. (Castro 41-53)

Se determinó, entonces, que “las leyes debían ser adaptadas a la índo-


le de nuestros pueblos”, y que la matanza de indígenas en esa región del país
no era un fenómeno nuevo, reciente, sino que era “un problema que había
comenzado en 1492, y se había mantenido durante toda nuestra vida insti-
tucional” (Castro 41). Lo que nunca quedó claro era que la “guahibiada”3
era una práctica cultural en los llanos colombo-venezolanos, una “diver-
sión” propia de ese rudo medio, que tiene sus orígenes en el proceso de
colonización, y que, de alguna manera, tiene una historia uno de cuyos mo-
mentos de mayor tensión sociorracial trataremos de contar a continuación.
178
En 1767, ante la incapacidad de la Corona y de las comunidades mi-
i

sioneras católicas por mantener reducidos y controlados a los naturales,


reaparecieron los “adelantados” o “pacificadores” de indígenas, particulares
laicos contratados por las autoridades virreinales para reducir y pacificar
a los indígenas “indóciles”, a quienes podían corregir y castigar, para que así
se constituyeran en un “buen ejemplo” para su grey, con lo cual se le dio un
mayor énfasis a la conquista social, en detrimento de la católica.
En los Llanos, el grupo que históricamente se mantenía indócil era
el de los guahibo-chiricoas, a la sazón, el de mayor número, y sobre el cual,
por su condición innata, permanentemente nómada, era difícil ejercer un
efectivo control y reducirlo a pueblos4 —razón por la que, a su vez, se les
llamó “los gitanos de Indias” y se los tuvo como a “bestias dañinas”, “bár-
baros” y “semihumanos”—. Debido a todo eso, sobre ellos se concentró

3 r
La “guahibiada”, o cacería de guahibos, es una práctica cultural muy común en la Orinoquia
colombiana, que se ha adelantado desde los primeros tiempos de contacto entre ese grupo
indígena y la sociedad colonizadora.

4 Según el padre Juan de Rivero, el grupo se dispersaba desde los rincones más retirados
del Orinoco, del río Meta y del Airico, hasta el piedemonte, en la población de San Juan de
los Llanos (12).

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Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare

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la labor de los adelantados. El continuo deambular por los extensos lla-
nos los hizo ser los “juglares de la sabana”, pues además de intercambiar
productos, llevaban y traían noticias de lo que sucedía en los diferentes
lugares del pie de monte y del llano (Rivero 146).
En particular, contaremos la “pacificación” emprendida por un afro-
descendiente, Juan Francisco Parales, quien logró establecer entre 1795 y
1801 una “peligrosa” alianza interétnica con los guahiho-chiricoas, en la
cual se mezclaron, y chocaron, elementos de la tradición indígena con los
del bandolerismo social, que fueron a contrapelo de un naciente es-
trato de hacendados, hechos que se suscitaron, precisamente, en la mis-
ma zona: en los llamados Llanos de Cuiloto, en el actual departamento de
Arauca, donde en diciembre de 1967 se perpetuó la matanza de La Rubiera.
179
Juan Francisco Parales era un esclavo. Nació en la Villa de Calabozo

i
en 1761. Su dueño era don Juan Báez; desde niño se dedicó a las labores de
vaquería. Debido a un altercado con un hermano de su amo, a quien hirió
de muerte, huyó y se internó en los inmediatos llanos de Cuiloto-Arauca,
pertenecientes a la jurisdicción de Chire, e inició una vida de vagabundo y
aventurero. Se convirtió en ladrón y en cuatrero, por lo que fue sumariado
en Guadualito y Arauca. Desde entonces mostró cualidades de líder, una
gran capacidad de comunicación y don de convencimiento con los indíge-
nas, cuya lengua había aprendido y cuyas costumbres conocía; los aborí-
genes acabaron volviéndose sus cómplices en delitos contra la propiedad
ajena (AGN, JC 97, ff. 461 r. y f. 472 v. y 181, f. 940 r.). A comienzos de 1796
convivió definitivamente con los guahibo-chiricoas, estableció una sólida
alianza interétnica basada tanto en la confianza como en ciertos actos de
rebeldía e intrepidez, como cuando estando:
Lorenzo Maher de mayordomo de la hacienda de don Joseph Marín se le advo-
có el Parales, considerable número de indios al hato, y que el Maher, puesto en
defensa con sus peones, aprendieron al Parales y llendose a llevárselo al amo, se
le huyo en el transito, y se introdujo de nuevo con los indios. (AGN, CI 29, f. 296 r.)5

5 rEn la medida de lo posible, se han conservado la ortografía y la redacción originales.

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En 1797 el caudillo adelantó gestiones tendientes a reducir a pue-


blo a sus aliados, a quienes convenció para que formaran un poblado del
que él sería su pacificador. Se presentó, pues, con un número importante de
indígenas, en la ciudad de Pore, ante el gobernador Feliciano Otero. Buscó
apoyo en algunos hacendados de Arauca. Uno de ellos, don Felipe Carva-
jal, por entonces dueño de la hacienda de Caribabare, le facilitó “caballos
[…] reses y aves y no solo esto sino pita y plomo para atarrayas, para que
de algún modo se dedicaran a la pesca”. Persuadió, además, a muchos ve-
cinos para que le colaboraran, y “cada uno de ellos le dio lo que pudo, pen-
sando que conseguirían que los guahibos no hurtaran”. Todo ello, bajo el
visto bueno del gobernador, quien le concedió la respectiva licencia, lo
nombró “capitán y adelantado” y le asignó un sueldo de entre doce y quin-
180 ce pesos anuales para su mantenimiento (AGN, CI 29, f. 455 r., 458 v. y 460 v.).
i

Durante año y medio, entre 1797 y 1799, logró que se le unieran tre-
cientos indígenas, quienes, en su mayoría, habían estado reducidos en el
pueblo de Cravo Norte —encargado, a su vez, a los agustinos descalzos—,
y a quienes el adelantado recogió y convenció para que construyeran ca-
sas y ramada para una iglesia en el caño de las Cachamas, a orillas del río
Casanare, cerca donde este se junta con el río Tame, en límites con la ha-
cienda de Caribabare6. El estilo que imprimió Parales a esa reducción fue
poco ortodoxo, pues las construcciones no eran estables y los indígenas
“[…] siempre andan dispersos en partidas y Parales anda todos los días
con diversos de ellos […] dañan los guahibos reses todos los días, no sólo
en un sitio o hato, sino en diversos, […] en el hato de San Joaquín, San Ni-
colás y Santa Rita, todos en Caribabare y aquel día, lo menos que deboran
son tres reses”. Por otra parte, debido a una imprudencia cometida por un
agregado de la mencionada hacienda, los indígenas acabaron el poblado
(AGN, JC 97, ff. 454r., 457 r., 460 r. y 466 v.).
En efecto, según el relato del gobernador don Remigio María Bo-
badilla y Certejon, Parales había enviado

6 r
En la actualidad el mencionado caño se denomina Guajibo, y en él se encuentra la población
de Puerto Gaitán, en los límites entre los departamentos de Arauca y Casanare.

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Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare

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[…] tres de sus indios a la hacienda de Caribabare o inmediaciones a buscar ca-
sabe, les encontró un […] peón de ella, y sin más fundamento que el de su bar-
barie, les disparó un fusilazo que por fortuna a ninguno dio, pero habiéndolos
perseguido en compañía de otros, y vuelto a cargar reiteró su atentado matando
a uno de dichos gentiles […] quienes tan justamente resentidos volvieron a
retirarse, y no inspirar sino su natural engendrada venganza. (AGN, CI 29, f. 655 r.)

Para ese momento los continuos robos de ganado habían exacer-


bado el ánimo de los hacendados, los colonos y los peones de la región. A
partir del atentado los guahibo-chiricoas incrementaron sus hurtos, y arra-
saron, con sevicia, las sementeras, hasta dejarlas inservibles; pero, además:
[…] hacen muertes ignominiosas así de blancos como de los indios con-
quistados robándose las cosas y llevándose cuanto encuentran dejando los
habitantes hasta sin el sustento. Que es cierto que a los indios Achaguas, tribu-
tarios antiguos del Puerto de San Salvador los han robado en estos días, y aun 181

i
en todo tiempo. (AGN, JC 97, ff. 457 r.-458 r.).

Los asesinatos por parte de los guahibos eran una modalidad nue-
va del conflicto. Era público y notorio que habían “ejecutado número
crecido de muertes, así de blancos, como de los que han hecho con los
demás indios de los pueblos conquistados”. Pero lo que más preocupaba
a los hacendados, los vecinos y las autoridades era que habían llegado,
en la noche del 12 de junio de 1797, a la ciudad de Chire (AGN, JC 97, ff.
455 r.- 455 v., 458 r.-v. y 459 v.).

La situación era insostenible. Existía un clima de miedo y terror en-


tre los distintos estamentos sociales de la sociedad llanera, lo cual perju-
dicó en mayor grado al pequeño propietario, al mestizo o blanco pobre7,
que luego de la expulsión de los jesuitas, cuando se abrió la frontera de
colonización de los Llanos, y sobre todo después de la rebelión de los co-
muneros de 1781 y de la represión de ella derivada, había emigrado a los
Llanos en busca de nuevas perspectivas y de una anhelada tranquilidad;
con mucho esfuerzo, ese mismo mestizo o blanco pobre había logrado

7 rMás o menos a menudo, en los documentos coloniales se los tacha de “miserables”, epíteto
con el que también se llamaba a los indolentes y a los faltos de espíritu.

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José Eduardo Rueda Enciso
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sembrar un maizal, poseer un número pequeño de reses, etc., con el fin de


obtener un mediano beneficio económico. Pero ante el estado de las cosas,
se vio obligado a abandonar, o, peor aún, a vender a pérdida, lo que había
alcanzado, no sin antes hacer algunos intentos por mantenerse. Esto fue
subrayado por don Juan Francisco Larrarte:
[…] cinco o seis vecinos arraigados en el sitio de Yaguarapo, no pudiendo re-
sistir los hurtos y perjuicios de los guahibos tanto en sus sementeras como en
los ganados, en la actualidad andan buscando a donde irse, abandonando
sus casas y labores. Uno de ellos que es Anselmo López estuvo aquí no hace
cuatro días, a captarme la venia para venirse a vivir cerca de mi hacienda, con
cuyo motivo me refirió que en las semanas anteriores le habían flechado a su cuña-
do, don Ignacio Yances, una manada de cerdos que tenía de cría en dicho sitio de
Yaguarapo. (AGN, JC 97, f. 468 r.)
182
De este modo el sitio de Las Cachamas fue abandonado y el odio
i

interracial creció, pues

[…] en el presente año [1799] al mismo tiempo que los guahibos estaban
causando tan graves y continuos daños, no falto quien, que usa piedad mal
entendida, diese a muchos de ellos acogida en el Puerto de San Salvador de
Casanare, pero no respetando ellos en sus hurtos ni aun las cortas sementeras
de los poblados, a quienes se trataba de agregarlos sino que antes bien desde allí
hacían incursiones a otras labranzas de la vecindad, me ví precisado [Francisco
Larrarte] a mandar salir del Puerto a los guahibos y con ellos a su caudillo
Parales, que no hacía más que autorizar o que lo menos disimular sus malda-
des”. (AGN, JC 97, f. 467 v.)

Pese a la mala fama que tenía y al supuesto fracaso de su reducción,


Parales no cejó en su empeño. El 21 de junio de 1799 volvió a solicitar licen-
cia ante el recién nombrado gobernador Bobadilla, para refundar el sitio de
Las Cachamas. Subrayó en su petición que el número de indígenas, entre
hombres y mujeres, alcanzaba casi los quinientos, repartidos en cuadri-
llas, y que su población aumentaría en un futuro mediato, contando con
algunos recursos económicos y humanos; especialmente, una escolta de
seis a ocho hombres, pues se había convencido de que no bastaba con su
discurso y sus acciones temerarias para captar la atención permanente de
los guahibo-chiricoas. La escolta sería destinada a perseguir a los fugitivos,

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conseguir la población de otros, y promover una colonización con los veci-
nos, destinada al cultivo del cacao, el café, el algodón y la caña de azúcar, y la
cría de ganados mayores (AGN, JC 97, ff. 473 r. y 457 r. al 458 r.).
Las citadas son características distintas de las establecidas por las au-
toridades, pero realistas si tienen en cuenta las particularidades de esta etnia,
a la cual era muy difícil reducir a pueblo, y más aún, acabar de la noche a la
mañana con su “pillaje”. Así lo dejó sentado Parales en un interrogatorio que
en 1798 le hizo el alcalde de la Santa Hermandad de la ciudad de Chire:
[…] el no tenía la culpa que los guahibo hurtaran, que con lo que le daba don
Juan Felipe Carvajal no le alcanzaba ni aun para la mitad de su gente. Que con doce
pesos anuales que le daba su amo y gobernador, que apenas alcanzaban para él, y
que así era justo que sus indios hurtaran ganados de las haciendas, para poderse
mantener, supuesto que no le daban con que mantenerlos y lo suficiente. Y así, 183
que él no se metía a decir a los indios que no hurtaran”. (AGN, JC 97, f. 475 r.)

i
La petición fue impugnada por Carvajal ante el alcalde ordinario de
Chire, y dio lugar a una investigación judicial que fue llevada a cabo por el
alcalde de la Santa Hermandad de Casanare. La principal objeción radicó
en los métodos utilizados por Parales, y en que para el momento de la nue-
va petición los indígenas no estaban de asiento en el sitio y continuaban
repartidos en partidas, por lo cual se consideraba como inviable el nuevo
intento. Se insistió en que el “adelantado” no era el individuo idóneo para
brindar un “buen ejemplo” a los indígenas. Se resaltó que a partir del robo
de ganado, el cual superaba en mucho las necesidades alimentarias de los
indígenas establecidos en el sitio de Las Cachamas, Parales había montado
un lucrativo negocio, consistente en vender cueros de res, apenas curtidos,
o en forma de “petacas”, en la Guayana.
Respecto a lo de su “mal ejemplo”, Parales fue interrogado:
[…] si por este mismo amor y la sumisión que le prestan, corrige los defec-
tos más graves de los indios castigando a los malhechores, o al contrario: Su
influjo es de tan poca autoridad que no se atreve a reprimirlos en los mayores
excesos y si esto fuera así, diga por qué. (AGN, JC 97, f. 470 r.)

Su respuesta fue:

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Que con afecto el declarante corrige en el modo posible con razones y suaves
amonestaciones los defectos de sus indios, particularmente los que tocan a
hurtos, porque sólo tres de ellos ha llegado a castigarlos por el temor de que se
le dispersen porque viendo sólo que él ha estado entre ellos no lo toman entre
otros y aun exponer su vida, bien convencido de la facilidad que tienen en su
modo de pensar y obrar”. (AGN, JC 97, f. 472 r.)

El exceso en la matanza de vacunos y el destino de los cueros fueron


hechos comprobados ocularmente por testigos que visitaron el sitio de ha-
bitación de Parales, en las Cachamas, donde encontraron:
[…] un número crecido de cueros de ganado vacuno, habiendo tenido algu-
nos empleados en una cantidad de petacas nuevas […] en algunos de dichos
cueros conocieron el fierro de don Juan Felipe Carvajal, y allí había despo-
184 jos y señas que indicaban continua matanza de ganados. (AGN, JC 97, f. 457 r.)
i

Rivaldo Pineda, vecino de Tame, declaró que el encargado de ven-


der los cueros y las petacas en la Guayana era un aliado de Parales, de nom-
bre Pablo Bolcan. La investigación sobre tal actividad, sin embargo, nunca
se llevó a cabo (AGN, JC 97, f. 459 r.).

Se logró comprobar que las bandas de guahibos no solo hurtaban y


mataban ganado vacuno de la hacienda de Caribabare, así como en otras
propiedades ubicadas en ambas riberas del río Casanare: también lo ha-
cían en los hatos de cofradía de Tame y en San Salvador del Puerto. Se esta-
bleció que cogían indiscriminadamente ganado marcado y cimarrón; este
último, sin marca y cuyo hurto y sacrificio a nadie perjudicaba. Era induda-
ble que Parales ejercía un enorme liderazgo sobre los guahibo-chiricoas,
sin olvidar que dentro de la cosmovisión de esa etnia era corriente tomar
lo que necesitaba, o lo que le gustaba, pues no tenía una idea establecida
sobre la pertenencia (R. Morey).

Hasta antes de que Parales entrase en relación con los guahibo-chi-


ricoas, el robo de ganado era para ellos una actividad casi desconocida. La
practicaban muy esporádicamente, cuando el hambre los apremiaba. Pero
a partir de la relación con el adelantado se había convertido en habitual y
cotidiana. Así lo dejó sentado Larrarte el 23 de julio de 1799:

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Entre la nación guahiba es desconocida la agricultura, aún aquella que todo
hombre parece le obliga a mantenerse [ellos sustituían] esa ocupación con la
de montería, caza y pesca, pero no hace mucho tiempo (por lo menos catorce
años que yo los lidio de cerca) que los guahibo han hecho mucho más fácil y
lucrosa esta solicitud contingente, hechando mano ya de los ganados vacunos,
y ya de las sementeras, de que abundan las cercanías de Casanare inmediatas a
la loma, de modo que en particular de seis meses acá, no hay día que no se oiga
que los guahibo han arrasado una labranza, muerto ganado y llevado caballos”.
(AGN, JC 97, f. 465 v.)

En general, los hacendados se mostraron en calidad de víctimas y


exageraron las cosas. Fue así como el mencionado Pineda acotó:
[…] por lo que esta experimentado, que si se permite que los guahibos con-
tinúen en el robo, como se esta viendo, en breve tiempo acabaran con las ha-
ciendas, por la razón de que lo menos que los guahibos comen de ganados 185
diariamente pasan de veinte y más: que le parece que con el patrocinio de Pa-

i
rales han de ser los daños más considerables”. (AGN, JC 97, f. 459 v.)

Varios testigos afirmaron que al ser preguntados los guahibos sobre


el porqué de esos robos decían: “Parales mandando robar para ellos y
para el, diciendo que Parales dice que esta hacienda es del rey y de los gu-
ahibo y Parales”8 (AGN, JC 97, f. 457 r.).
Ahora bien, para que los hurtos tuvieran algún tipo de éxito, y sobre
todo para aumentar el número de reses robadas, Parales les enseñó a los
guahibo-chiricoas
[…] a robar ganados y bestias y a enlazar, así como a jinetear en bestias serre-
ras, lo que antes de estar con este malvado ignoraban, y se presume que este
ha sido el autor […] Es notorio que aunque dichos indios a vista ahora [1799]
dos años no hurtaban ganado a caballo, si al presente hay entre ellos muchos
diestros jinetes que montando a pelo alcanzan a una de caballo, y enlazan
ganados serreros a toda sabana. (AGN, JC 97, f. 454 v.)

Prácticas de vaquería que constituyeron un transcendental cambio


cultural, que los puso en condiciones de igualdad ante los otros grupos

8 rMayúsculas nuestras.

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raciales que habitaban los Llanos, y les infundió ánimos para perderle el
miedo al blanco y actuar con mayor desenvoltura, pues antes del período
1794-1795, cuando Parales comenzó a cohabitar con ellos,

[…] no cometían los excesos dichos pues tan solo se experimentaba cogiesen
una tal res para comer, y esto se remediaba con que el administrador de la
Hacienda de Caribabare, don Francisco Quiñones, asociado de algunos ve-
cinos salía cada año por el verano, y los retiraba asignándoles algunos tiros al
aire, con lo que quedaba remediado el corto daño, y si en el día se experimenta
lo contrario con el auxilio del malvado de Parales pues cuando se ha intentado
alguna correría lejos de ausentarse los indios han resistido y han corrido a los
que les siguen. (AGN, CI 57, f. 290 v.)

Este cambio de actitud en los guahibo-chiricoas fue confirmado por


186 varios testigos. Fue un aprendizaje que les requirió (si era cierto que el ade-
lantado había sido su instructor, lo cual era probable, pues su condición
i

inicial fue la de vaquero) mucho tiempo para ejercitarse y perfeccionarse


en él. Nos inclinamos por la idea de que Parales los afinó enseñándoles
nuevos trucos y técnicas propias de su experticia, pues, como él mismo lo
declaró, en julio de 1799:

[…] desde mucho antes que el declarante tomara esta empresa [la de la re-
ducción] los indios estaban enseñados a matar la hambre hurtando ganados
y frutos de las sementeras y también caballos para enlazar reses […] que la
instrucción y habilidad que se les supone la tenían para entonces [1797], pues
es constante que ellos con mucho antes hurtaban caballos de los hatos de
Caribabare como de las haciendas inmediatas que no los dedicaban sino es
para enlazar ganados y que el declarante no sabe donde o de quien aprendie-
ron semejante operación. (AGN, CI 57, f. 473 r.)

La incorporación de la vaquería significó para los nativos, por un


lado, quitarse el miedo por los caballos, que desde la Conquista habían
sido utilizados por los españoles como medio de coerción, y generado
entre los indígenas, además de temor, resentimiento; por otro, aprender
a cogerlos y domarlos, montarlos a pelo, y, además, hacerse diestros en
enlazar ganado vacuno. El caballo no tenía para ellos ninguna significa-
ción cultural: era un medio que les facilitaba su acción, y en eso, pro-
bablemente, intervino Parales; los aborígenes no tenían ningún tipo de

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“apego” por los corceles, lo cual era lógico si se considera su nomadismo,
pues, como lo declararon varios testigos:
[…] es muy notorio que cuantos caballos, mulas o yeguas que los gentiles se
llevan hurtadas de cuantas partes pueden, se sirven de ellas con el continuo
trabajo hasta que las rinden, que entonces estos malvados, ya que ven que no
les sirven, las flechan, o los descuartizan, o para que fenezcan de una muerte
prolongada los cogen con bozales dobles, los amarran del ocico y los atan a los
árboles sin que alcancen con la cabeza el suelo y las dejan morir así para que
no puedan volver a servir a sus dueños en caso de restituirse sus comederos,
y a otro graves perjuicios que les hacen hasta que mueren. Que es cierto que
estos hechos son tan frecuentes ahora, tanto en la hacienda de Caribabare,
como en las demás haciendas y vecinos, más ahora que en ningún otro tiempo.
(AGN, CI 57, f. 457 v.)

Para 1799, en Caribabare se había efectuado un nuevo remate, del 187

i
que fueron beneficiados don Francisco Larrarte9 y don Domingo Joseph
Benítez. Estos, junto con otros hacendados que, simultáneamente, fungían
como autoridades en las ciudades y los pueblos llaneros, lo objetaron y pre-
sionaron, con el argumento del “mal ejemplo”, para que la segunda petición
fuera rechazada. El adelantado continuó insistiendo, pues el lugar nunca
había sido abandonado totalmente. Existía cierta identificación territorial,
y gracias a su braveza habían logrado que las autoridades, los hacenda-
dos y los colonos los respetaran, situación que molestaba e incomodaba a
los propietarios de hatos, pues Las Cachamas se constituyó en un peligro
latente para sus intereses. En 1801 Parales se presentó nuevamente con
veintiún indígenas, supuestamente reducidos por él, para solicitar permiso
de restablecer el sitio, y, nuevamente, dicho permiso le fue negado.
Así, a partir del establecimiento en Las Cachamas se desató una in-
controlable violencia interétnica, que tuvo como consecuencia la odiosa
práctica de cazar guahibos. Así lo anunció en agosto de 1799 don Manuel
Guarín, apoderado de Carvajal, quien se quejó ante los desmanes y atrope-
llos de los guahibos, que tenían como objetivo

9 rLarrarte había sido administrador de cuentas de Temporalidades.

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[…] perjudicar y arruinar a aquellos hacendados, lo que en efecto consegui-


rán cumplidamente dentro de muy poco tiempo, si no se les corta el paso, por
medio de las correrías, que anteriormente he solicitado a nombre del mismo
interesado, o de la escolta de tropas con que en los tiempos pasados se con-
tenían estos inicuos procedimientos, y por cuyo auxilio se lograron numero-
sas doctrinas y reducciones a pueblos de aquellos infelices, que ahora que ha
faltado, se han desenfrenado de modo, que no sólo reducirán al estado más
infeliz y miserable a aquellos moradores, sino también a los que han salido
de sus fiadores para la seguridad de las Temporalidades a que pertenece la
hacienda de Caribabare de mi parte, y las otras ricas y opulentas que hay en
aquella provincia. (AGN, JC 97, f. 476 r.)

El año anterior Parales había pronosticado y dado vía libre a la “gua-


hibiada”, cuando en una declaración a don José María Amaya dijo:
188 […] que siempre que les salieran a correr los guahibos, y que los toparan
robando ganados, bestias y otras cosas, que más que los mataran a fuego y
i

sangre, o como pudieran, ellos tenían la culpa y que de eso se alegraría. (AGN,
JC 97, f. 475 v.)

Parales dejo enfriar la situación. Durante un año, entre 1799 y 1800,


estuvo viviendo en la ciudad de Chire, en la casa del alcalde ordinario,
don Agustín Obregón, tiempo que dedicó a recobrar la confianza de los
indígenas (AGN, JC 181, f. 942 r.). En julio de 1800 Parales solicitó permiso
para volver a poblar un nuevo sitio: el del Zumi, a orillas del río Casana-
re, en inmediaciones de la hacienda de Caribabare. Para sustentar su peti-
ción logró que, por un tiempo, los robos y las muertes cesaran. Demostró
que tenía reducidos a 278 indígenas, los cuales rápidamente aumentaron a
800; la mayoría de ellos, procedentes “de la región del bajo Meta, distante
de aquí ocho días, que sin embargo de esto han sido traídos y puestos en
Zumi” (AGN, CI 30, f. 857 v.; 57, f. 290 v.). Esta nueva reducción significó una
nueva protesta de Benítez y Larrarte. Esgrimieron como argumento, con
exageración y queriendo desprestigiar al adelantado, el “mal ejemplo” que
este impartía. En efecto, desde los tiempos del sitio de Las Cachamas, se
aseveró que mantenía “escandalosas” relaciones amorosas con más de una
concubina a la vez, cambiaba de amante a menudo, y lo más escandaloso
era que había tenido como barraganas a dos hermanas a la vez: primero,
a Jesusa y Catharina, y luego, a Rosa y María: “hermanas y ambas gentiles

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disfrutaban y disponían de la carne tanto de la que robaban como de la
otra” (AGN, JC 181, f. 942 r.). “[…] no hay duda es público este ha sido el pa-
sar y vida del dicho Parales […] Todo lo cual lo realiza escandalosamente
a vista de todos los demás gentiles” (AGN, CI 57, f. 306 r.).
Esas supuestas relaciones escandalosas tenían una lógica, pues con
ellas el adelantado pudo consolidar aún más su prestigio y su liderazgo
dentro de la comunidad guahibo-chiricoa y estrechar sus vínculos de ma-
nera duradera mediante relaciones de parentesco. De hecho, para la cultura
guahiba tener más de una compañera era algo bien visto, pues acostum-
braban “tener muchas mujeres, aún algunos se quitan de estos ruidos, y no
teniendo ninguna se dan al vicio nefando, que se ha reconocido verdadera-
mente en esta Nación”, como decía Juan de Rivero (148).
189
En su impugnación, los hacendados razonaron que con el nuevo sitio con-

i
tinuarían los asaltos, los hurtos y los asesinatos. Benítez afirmó que Zumi
quedaba a solo un cuarto de legua (1,05 km) del hato de San Nicolás, lo
cual fue desmentido por el gobernador Bobadilla, en inspección ocular ade-
lantada por él mismo, y quien determinó que el pretendido sitio distaba:
[…] dos leguas del hato [8,4 km], el punto más cercano de la susodicha ha-
cienda, en parte enteramente desierta, en terreno muy seco y salido, a la orilla
del río Casanare y con dilatadas vegas para hacer rozas y útiles trabajos. (AGN,
CI 29, f. 655 r.)

Bobadilla defendió el proyecto ante el cabildo de la ciudad de Chire:


sostuvo que el gobierno español no le había dado a Parales
[…] el menor auxilio, para alimentarlos y contenerlos, siendo la consecuencia
que ha resultado el que habiéndose concentrado en Zumi sobre ochocientos
indios, se mantengan de carne y pan y anden a caballo a costa de este vecindario
que por no oponerse a la idea de la población no hacen otra cosa que su propia
destrucción sin atreverse a rechazar por la fuerza a los agresores. (AGN, CI 30,
ff. 875 v y 876 r.)

Desde un comienzo el pueblo contó con los servicios del misionero


agustino recoleto fray Agustín Lucas de Vargas. En julio de 1801 se expidió
la licencia de reducción.

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Con anterioridad, en enero, propuso el gobernador que para evitar


posibles desmanes de los guahibos y de su líder, Parales, había que formar
una escolta provisional de diez hombres, subvencionada por los hacenda-
dos y los vecinos, quienes debían dar un número de reses al mes para los
indígenas reducidos en Zumi (AGN, CI 30, f. 876 v.). Tales proposiciones
fueron aceptadas por el ente municipal, y se ordenó el envío de este perso-
nal en mayo de 1801, aunque en la práctica esto nunca ocurrió, pues desde
enero Benítez había contratado a dos hombres para que se encargaran
de contener a los indígenas “dándoles cuatro reses mensuales y herramien-
tas para que trabajen sus sementeras y vistan parte de las indias”, lo que se
consideró suficiente (AGN, CI 57, f. 304 r.).
Tras la emisión de las ordenanzas, nadie, excepto Benítez, se pre-
190 ocupó por cumplir lo dispuesto. Las cuatro reses que mensualmente daba
i

el hacendado no alcanzaban para mantener a los 278 indígenas iniciales;


mucho menos, a los ochocientos que se llegaron a concentrar en Zumi;
por tanto, se incrementaron los robos de ganado vacuno. Los dos hombres
contratados solo recibieron un auxilio parcial en septiembre, por parte de
una escolta designada por el cabildo de Chire. El incumplimiento de los
vecinos y los hacendados de Chire motivó el siguiente comentario del mi-
sionero agustino recoleto establecido en Zumi, a don Javier Vargas:
Este en la inteligencia y viva en el verdadero conocimiento, que este pueblo,
si se ha fundado aquí, no ha sido, por fin y motivo, sino solamente con el par-
ticular interés de que los indios no den en tierra con los ganados y bestias,
ni se ha fundado por caridad, ni por el amor a nuestra santa fe católica sino
por peculiares intereses: ahora usted anda mesquinando la cortedad de una
res perdida con vergüenza de limosna, desde hoy pa delante vaya tarxando, y
tenga en cuenta de las que se roban los indios, si el número de una pedida de
limosna, al cabo de las cuentas dice y compete, con las que los indios se roban.
(AGN, CI 57, f. 313 v.)

Con el fin de desestimar los esfuerzos hechos por el adelantado, Be-


nítez comparó el papel cumplido por Parales con el de los jesuitas, y afirmó:
[…] aseguraron los jesuitas su irreducción [la de los guahibo-chiricoas] y
conquista por no haberles bastado a ellos, su espíritu fervorosamente apostó-
lico, sus comodidades para franquearles con liberalidad y abundancia cuanto

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les parecía bastante para atraerles su respeto al auxilio de escolta que gozaban.
Pues si unos hombres que tuvieron tan perspicaces conocimientos y particu-
lar don de conquista como lo manifiestan aquí mismo las reducciones que
dejaron, como podemos esperar que un Parales, cuya conducta ha sido por
escandalosa tan notoria, haga progresos utiles al estado y a la región. (AGN, CI 57,
ff. 301 v. y 302 v.)

Semejante argumento no tenía base en la realidad, pues en tiempos


de los jesuitas los territorios llaneros estaban prácticamente vedados para
hacendados y colonos. Sus extensas haciendas (Caribabare, Cravo y Toca-
ría, en el Casanare y Arauca; y Apiay, en el Meta) y sus hatos de comuni-
dad de los pueblos de San Salvador del Puerto de Casanare, Betoyes, San
Javier de Macaguane, Tame, Pilar del Patute, Pauto, en Casanare y Arauca;
Surimena, Macuco, Casimena y Jiramena, en el Meta, eran controlados y
administrados por ellos, y con tales posesiones lograron un efectivo con-
191

i
trol geopolítico. La situación cambió radicalmente a partir de 1767, pues los
Llanos se convirtieron en una región de inversión y colonización sin ma-
yor control, lo que implicó la agudización de los conflictos; especialmente,
los de carácter interétnico.
No sobra agregar que el esfuerzo de Parales, independientemente de
lo que hicieran los indígenas —y que sí preocupaba a los hacendados—,
era realmente importante: para 1801 existían 31 pueblos de misión. Tres de
ellos (Macuco, con 1.800 indígenas; Surimena, con 2.068; y Casimena, con
1.032), antiguos pueblos de misión de los ignacianos y con más de sesenta
años de funcionamiento, contaban con recursos propios y estaban pobla-
dos por etnias horticultoras, inclinadas a dejarse reducir, culturalmente di-
ferentes de los guahibos. Tales pueblos estaban ubicados en el curso medio
del río Meta y contaban con una población mayor a la lograda por Parales.
Estaban a cargo de los agustinos recoletos, quienes eran auxiliados, a su
vez, con un estipendio anual de entre 150 y 200 pesos anuales por cada sa-
cerdote, y contaban con una escolta (Rausch).
Sostuvo Benítez que uno de los dos hombres por él contratados,
don Rafael Sánchez, sí estaba cumpliendo labores misionales propias de un
adelantado: reducir a los indígenas y enseñarles la doctrina cristiana, acción

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que trataba de completar Sánchez con la de recuperar el ganado y las bes-


tias que los indígenas hurtaban, para lo cual se internaba en las montañas,
donde ellos tenían su reducto y escondite más importante. En septiem-
bre de 1801 Parales tuvo que explicar ante las autoridades una deserción
notoria de indígenas del sitio del Zumi, motivada por la impudencia de:
Nicolás Gualdrón, uno de los soldados que a expensas de este vecindario
[la ciudad de Santa Rosa de Chire] estuvieron en Zumi por el pueblo llamán-
dolos a la doctrina, un Capitán Mayor, llamado Xavier, le asestó una flecha de
la que estuvo a punto de perder la vida, el indio Capitán y otro similar suyo
llamado Rojas se retiraron por el río Casanare abajo con sus gentes y no vol-
vieron más a Zumi”. (AGN, JC 174, ff. 283 v. y 284 r.)

Parales fue enfático en que los guahibos habían abandonado el sitio:


192 […] por no habérseles dado los socorros ofrecidos [las reses] y porque no se
i

les consentía toda la libertad que querían para robar, mostraban hallarse allí
poco gustosos, que por eso temía que quemaran el pueblo y se esparcieran.
(AGN, JC 174, f. 287 r.)

Ahora bien, el sitio del Zumi, a diferencia del de Las Cachamas, mos-
tró un hecho bien significativo: los guahibo-chiricoas habían estableci-
do, a instancias del adelantado Parales, una alianza interétnica con otros
sectores de la creciente población llanera:
[…] ayudados los guahibo-chiricoa de otros bandidos delincuentes, fugitivos
y libertinos que perseguidos de la justicia han buscado por asilo de sus delitos
la junta de tales indios. (AGN, CI 57, f. 300 r.)

La alianza tomó la magnitud de una verdadera rebelión y agudizó


los problemas socio-raciales. Fue así como Camilo Escobar, residente de
Chire, declaró que:
[…] hoy no sólo se resisten, sino que antes bien hacen huir a los que van a
retirar aunque vaya considerable número de gentes, [son muchas] las muertes
que sin perdida de tiempo ejecutan en los vecinos, y aún queman las casas de
algunos hatos como no ha mucho se ha experimentado. (AGN, CI 57, f. 292 r.)

Uno de los hatos más perjudicados fue el de San Nicolás, de propie-


dad de Benítez, donde incendiaron las casas y asesinaron a ocho personas

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(AGN, CI 57, f. 318 v.). La cercanía de este fundo con Zumi lo hacía altamen-
te vulnerable, por lo cual un subalterno de Benítez, don Miguel Vargas, le
recomendó, en agosto de 1801, cuando la situación era altamente riesgosa,
que “si usted no trata de abandonarlo y construir otro en paraje más abierto
y distante no habrá quien quiera servirle” (AGN, CI 57, f. 316 r.). Los pueblos
de indios también fueron objeto de asiduos ataques. Manare y Pauto fue-
ron saqueados varias veces solo en 1801. Sin embargo, las relaciones comer-
ciales continuaron. La influencia de los nuevos aliados de los guahibos fue
considerada como “perniciosa”, pues el número y la frecuencia de robos de
reses aumentaron: incluso, superaron las de los tiempos del sitio de las
Cachamas; los ataques eran premeditados y precedidos de actos de necro-
filia, toda vez que vigilaban,
[…] con tenaz constancia los corrijos, o estancias de campo hasta lograr aco- 193
meter a sus dueños y asesinarlos a medida de su crueldad, sin dispensar la vida

i
a los niños tiernos y cometiendo detestables crímenes con cadáveres de las
mujeres que matan, como se ha reconocido por diversas vergonzosas señales
y posituras en que las dejan. (AGN, CI 57, f. 300 v.)

Pero no solo los indígenas habían adquirido nuevas costumbres: los


“delincuentes y aventureros” también las habían adquirido, pues muchos
de ellos se habían cambiado de nombre por uno indígena, con el fin de ha-
cerse pasar por nativos. Dicha mimetización fue comentada por Benítez:
[…] que sensible no le sería a un corazón recto y pío, ver a tales bandidos, nu-
merosos facinerosos con nombres de gentiles, robar diariamente los ganados
de estos contornos, y vecinos sin arbitrio de defensa. (AGN, CI 57, f. 300 v.)

El conflicto superó el ámbito regional de los Llanos: varios vecinos


de Chire levantaron representaciones ante el tribunal de Santafé de Bogo-
tá, en las que denunciaron “las hostilidades y muertes hechas por los indios
gentiles chiricoas” (AGN, JC 174, f. 288 r.). En especial, se solicitó aclarar los
hechos del abandono y la quema del sitio del Zumi, como también la parti-
cipación de Parales y otros actores no indígenas en los sucesos, por cuanto
existía cierta sospecha acerca de que tales actos habían sido motivados por
los hacendados. Se subrayó que una vez se produjo el incendio, los indí-
genas y sus aliados habían cometido una serie de delitos que, más bien,

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parecían una retaliación: el 15 de noviembre le quemaron a Larrarte el hato


de Palo Blanco, se robaron once sillas aperadas y le hurtaron a Manuel
Faquias10 doscientos pesos en dinero y su ropa. En esa ocasión asesinaron
a once trabajadores y quedaron mal heridos cinco más (AGN, JC 181, ff.
322 r. y 324 r.). Continuaron actuando en bandas, de entre treinta y cien
miembros, a veces acompañados por Parales, lo cual justificó el adelantado
aduciendo que tras el incendio del Zumi “él había ido con ellos por ver si
los sujetaba en alguna parte” (AGN, JC 174, f. 286 r.). Con sus acciones cu-
brieron una porción importante de la amplia geografía llanera: quemaron
casas, corrales y sementeras de diferentes hatos y haciendas; robaron gana-
do vacuno y caballar en zonas urbanas y rurales; y se enfrentaron a blancos
e indígenas, a quienes ocasionaron varias muertes. Actos, todos ellos, que
194 se sucedieron en inmediaciones a Zumi, pero también a distancias de hasta
ocho días de allí (AGN, CI 30, f. 876 r.; JC 174, f. 286 r. y 181, f. 934 r.).
i

En aquel tiempo las ciudades llaneras se hallaban desprotegidas, si-


tuación que favoreció las repetidas y osadas incursiones de los guahibos.
En Chire, por ejemplo, habían
[…] tenido el valor y atrevimiento de entrar en esta ciudad hasta una cuadra
de distancia de la plaza y se han robado algunas bestias ejecutándolo en sus
arrabales repetidas veces y que por este hecho y los otros que cada día se expe-
rimentan en estos, se teme que por consiguiente peguen fuego a esta ciudad y
a la de Pore y acaben últimamente con la provincia. (AGN, CI 57, f. 324 v.)

Con el fin de prevenir algún tipo de ataque, los pueblos y las ciu-
dades tomaron medidas preventivas, consistentes, por ejemplo, en poner
guardias de noche; pero dado el número de bandas que transitaban por
el espacio llanero y el arrojo y osadía con que enfrentaban a los blancos,

10 r
Según se pudo comprobar, Faquias, originario de Barinas (Venezuela) y empleado de Larrarte,
había sido el encargado de adelantar el negocio entre Parales y los dos hacendados. Fue él
quien entregó al capitán las piezas de lienzo, las hachas y machetes. Un día después de dicha
entrega se produjo el incendio en el sitio del Zumi, y, según parece, no le pagó a Parales los cien
pesos pactados. Aunque era una figura clave dentro del proceso, nunca se logró su declaración,
pues huyó de la región y se estableció en Barinas.

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dichas guardias resultaron ser tan solo un ligero obstáculo en el camino de
los asaltantes (AGN, CI 57, ff. 324 r. y 357 r.). Los colonos y los hacendados
(principalmente, estos últimos) solicitaron protección al Estado español,
por considerar que este debía garantizar su seguridad, y argumentaron que,
ante el fracaso de la Corona por “civilizar” a los guahibos, su petición era
más que justa:
Que importa su excelentísimo a la Corona ni al vasallo el que 800 chiricoas ten-
gan circunvaladas las dos ciudades y sus contornos, ni en tanto tiempo que ha
promediado desde que los sacaron de sus cavernas hasta ahora, no se ha puesto
en planta, ninguno de los fines de su expatriación ¿qué indio se ha convertido?
¿cuál se ha bautizado? No pidiera tanto, si se manifestara siquiera un neófito.
¿Acaso se les ha dado la vergüenza de la desnudez, que la luz natural inspira?
¿Qué población se ha formado?... ¿no es mejor que vayan a vivir con las fieras
en los montes, los que como fieras viven entre los hombres?... Tocando a la su- 195
perioridad autoridad de V.E. socorrer aquello lugares con el exterminio de los

i
barbaros, antes que se vea la entera desolación de ellos, a V.E. suplicó [Cándido
Nicolás Girón, apoderado de Benítez] se digne mandar su retiro a partes distan-
tes, donde se puedan ejecutar sus estragos, para que las poblaciones gozen de la
paz y seguridad que es de justicia […] el rey tiene mandado que indios de seme-
jante conducta sean perseguidos, castigados y alejados, y aca se nos prohíbe usar
de nuestra natural defensa. (AGN, CI 30, f. 876 v. y 57, f. 330 v.)

El anuncio de tomar medidas defensivas por parte de los hacenda-


dos no se hizo esperar. Fue así como Benítez ordenó a don Fermín Orduz,
alcalde de la Santa Hermandad de Chire, que trasladara las casas del hato
de San Nicolás al lugar donde estaba el pueblo del Zumi, y asumiera su de-
fensa sin importar el medio:
[…] que indio que llegara a haber por aquellas inmediaciones no lo dejaran
ir con vida, para lo cual mandó pertrechos de armas, pólvora y balas para que
acabaran con los indios y que [Orduz] más que nunca tuvo que ocuparse
de otra cosa que en rondar las sabanas y los montes persiguiendo los indios.
(AGN, JC 174, ff. 318 v. y 319 v.)

Dicha orden se cumplió solo parcialmente, pues faltaban


[…] pertrechos y armas y por no atreverse los vecinos a una demostración
sangrienta, por hallarse estos gentiles con el nombre de que están poblándose
patrocinados por un negro peor que dichos gentiles con nombre de “Capitán

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Poblador” el que en realidad los esta empeorando y hecho vaquianos de don-


de ellos no sabían. (AGN, CI 29, f. 650 r.)

Los pueblos y las ciudades llaneras se encontraron en un permanente estado


de amedrentamiento, miedo y terror. Los ánimos se hallaban exacerbados
y los hacendados tomaron una posición de abierto desafío. La vinculación
de blancos pobres y mestizos a las bandas de guahibo-chiricoas empeoró
la situación. Todo ello agudizó los odios y los resentimientos interétnicos.
Se le ordenó al gobernador Bobadilla que llevara a cabo una investiga-
ción sobre “el origen y culpados de tales excesos, procediendo conforme a
derecho contra los vecinos blancos e indios reducidos, que resultan auto-
res y cómplices” (AGN, CI 57, f. 325 r.). La pesquisa y el respectivo proceso,
de más de cuatro años11, dio como resultado que, según declaración rendi-
196 da el 16 de diciembre de 1802, por don Agustín Obregón:
i

[…] don Domingo Benítez y don Francisco Larrarte ofrecieron doscientos


pesos al negro Juan Francisco Parales, pacificador de los indios del pueblo de
Zumi, por tal que lo quemase según expuso bajo juramento ante dicho al-
calde [don Javier Cano, alcalde del partido de Barronegro] el expresado negro.
Que a cuenta de dichos doscientos pesos le habían dado dos libras de pólvora,
cuatro de plomo y dos piezas de lienzo pardo, justamente con algunas car-
gas de cazabe y algunos toros, que el declarante no sabe a punto fixo cuan-
tos”. (AGN, CI 57, f. 289 r.)

En efecto, Parales dejó establecido, en declaraciones rendidas du-


rante el segundo semestre de 1801, que se había decidido a emprender el
incendio, pues
[…] el estaba muy necesitado […] y que por no haberle completado los dos-
cientos pesos ofrecidos por tal quema, se iba a quejar al excelentísimo señor Vi-
rrey; añadiendo que el empeño de los susodichos [Benítez y Larrarte] era el que
se trasladasen al pueblo de Cravo; que con el motivo de dicha quema son diarias
las desgracias que ocasionan los gentiles de aquel pueblo. (AGN, JC 174, f. 289 v.)

11 r
El gobernador Bobadilla recogió los testimonios y las pruebas de los hechos entre junio de
1802 y el 2 de julio de 1803. El voluminoso expediente fue enviado a Santafé de Bogotá, a don
José Ignacio de San Miguel, miembro del tribunal de la capital virreinal.

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En la otra declaración, rendida ante Javier Hermegelindo Cano, rati-
ficó lo contado a Obregón, y agregó otros detalles: la transacción se pactó
en 250 pesos, y los indígenas debían ser sacados del Zumi y llevados al río
Meta. Además, presentó la libranza que le había dado Benítez para que el
mayordomo, don Javier de Vargas,

[…] le entregara dos piezas de lienzo, dos libras de pólvora y unos machetes
y otras cosas, completo de los cincuenta que había de pico en lo tratado, y
que él recibió lo referido de mano de dicho Vargas y que todavía le deben los
doscientos. (AGN, JC 174, f. 291 r.)

La investigación continuó, y unos meses después, el 2 de julio de


1803, se pudo establecer que:

Parales resistía la salida sino le daban además de lo mencionado un arma de 197


fuego y que Xavier Vargas le dio un fusil del Rey que estaba a cargo de Domin-

i
go Rojas, quien haciéndole cargo a dicho Vargas que porque había dado aquel
fusil, le respondió que no se le diera nada, que él le daría con qué pagarlo, que
no había que detener la salida de los indios por la falta de arma de fuego. (AGN,
JC 174, ff. 318 v. y 319 r.)

Todo lo citado lo constató, mediante interrogatorios a testigos, el


oficioso gobernador, y pudo establecer que la participación de los dos ha-
cendados era “pública y notoria” para los vecinos de la ciudad de Chire y
sus alrededores, culpabilidad que ellos poco y nada se preocuparon por
tapar, pues

[…] el asunto era muy sabido pues había sido promovido por los expresados
Larrarte y Benítez, como que en una ocasión hallándose el tal cura [don Juan
Eligio Algecira] en compañía de un religioso candelario, su apelativo Paramo,
el doctor don Francisco Javier García, y un escribiente de este, cuyo nombre
no supo decirle cual era, llegaron los dos [Benítez y Larrarte] y hablando
sobre los daños que recibían de tales indios llegaron a decir que aunque les
costase los habían de sacar de allí; que en este acto les improbó el citado Dr.
García sus pensamientos diciéndoles que se dejaran de eso de una vez que
habían número de indios muy considerable ya reducidos; que posteriormente
se retiraron y se fueron a su casa”. (AGN, JC 174, f. 298 r.)

Igualmente, el alcalde Orduz declaró:

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Benítez me decía que qué medio tomaríamos para salir de los indios, y que si
sería bueno quemarles el pueblo […] Pero como no pudo conseguir de mí lo
que intentaba por haberle yo suplicado que no me mezclara en este asunto me
ordenó fuera y mandara a don Xavier Vargas para que trajera al negro Parales
al hato de San Joaquín en donde se encontraba Benítez aguardándolos. (AGN,
JC 174, ff. 318 r. y 319 r.)

El incendio del Zumi, que fue un acto premeditado, bien pudo


haberse evitado, pues insistentemente se recomendó trasladar pacífi-
camente, aunque custodiados por una escolta, a los indígenas reduci-
dos, al antiguo sitio de Las Cachamas o al realengo de Cuiloto, en el río
Meta, por cuanto ambos lugares estaban suficientemente alejados de
los antiguos hatos de Caribabare y ofrecían buenas posibilidades para
su población. Bastaba entregarles un número considerable de ganados.
198 De hecho, Benítez llegó a ofrecer ochenta novillos y veinte toros, pero
i

los guahibo-chiricoas no estuvieron de acuerdo y se resistieron, pese a


que su líder, Parales, se lo había propuesto. Ante esta negativa, los hacen-
dados decidieron actuar por su propia cuenta: abandonaron a su suerte
a fray Lucas de Vargas, quien llevaba seis meses como cura del pueblo
de Zumi, un mes y medio antes del incendio retiraron la escolta pro-
visional puesta por la ciudadanía de Chire, y convencieron, mediante
presión, a Parales para que cometiera el delito, y luego le incumplieron
lo pactado con él. El expediente fue recibido por el doctor don José Ig-
nacio San Miguel en agosto de 1803, pero como además de miembro
del tribunal este se desempeñaba como alcalde ordinario de la capital,
no adelantó, por falta de tiempo, ninguna diligencia pertinente. Bobadilla
urgió al funcionario en noviembre de 1804, y el expediente pasó al doc-
tor Manzanilla, fiscal de su majestad, quien finalmente, el 24 de abril de
1806, conceptuó que el incendio había suscitado una situación de per-
manente violencia, en la que:
[…] se ha experimentado las repetidas matanzas, incendios y exterminios de
las haciendas, estando expuestas las vidas e intereses de sus habitadores al odio y
venganza de semejante especie de hombres que siendo barbaros, sin la conten-
ción del castigo y no hallando lugar, ni medio oportuno para la subsistencia se
han dedicado como salteadores a buscarla por los detestables de la crueldad y
violentos robos. (AGN, JC 174, f. 326.)

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Se comprobó la participación de Larrarte y Benítez, y se decretó
“el embargo de [sus] bienes y que se les siguiera causa criminal” (AGN, JC
174, f. 326 v. y 327 v.). A principios de 1804, y previendo quizás el fallo, el
apoderado de Benítez, don Cándido Nicolás Girón, había emprendido la
defensa del hacendado enfatizando la inclinación y la condescendencia de
Benítez por la reducción de los guahibo-chiricoas, como la antigua cos-
tumbre de ese grupo de quemar y destruir los sitios donde se los trataba de
reducir. Culpó de los sucesos del Zumi al gobernador Bobadilla, a quien
acusó de ser enemigo de su apoderado, y de que
[…] semejantes desordenes provienen del abandono e indiferencia con que
el repetido Gobernador se ha conducido en su contención y escarmiento,
negándole a la escolta o soldados los auxilios de armas, pólvora y munición,
con los demás pertrechos que se le han mandado franquear por esta superio-
ridad, a pesar de ser diarias las mortandades y destrosos que únicamente
199

i
en su tiempo se han dado. (AGN, JC 174, f. 366 r.)
Figura 1.
Área de acción de Juan Francisco Paredes
Fuente: Intendencia del Casanare.

ÁREA DE ACCIÓN DE JUAN FRANCISCO PAREDES ESCALA: 1: 200.000


FUENTE: PLANCHA PLANO FÍSICO Y POLÍTICO DE LA INTENDENCIA DEL CASANARE

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El expediente fue revisado por el doctor don Manuel Paz, fiscal de su


majestad, quien el 21 de enero de 1807 decretó que se debían investigar las
actuaciones del gobernador Bobadilla, pero también se debían continuar
las acciones penales contra los sindicados Benítez y Larrarte.
La rebelión indígena de los Llanos no fue un hecho aislado en el
Virreinato de la Nueva Granada. Por la misma época se suscitó una serie
de levantamientos indígenas muy concretos, que alteraron la tranquilidad
interior (Marín 34)12. Quizás por ello, y por lo “peligroso” de la situación,
las autoridades virreinales les prestaron particular atención. El adelantado
Parales murió a los pocos meses de la quema del sitio del Zumi. El movi-
miento por él liderado continuó hasta 1806. La situación era insostenible, y
las consecuencias fueron informadas el 31 de julio de 1804 por el alcalde de
200 la ciudad de Chire:
i

Del año 1799 a esta parte hay de menos en la provincia más de diez haciendas
de entidad se han destruido, no contando las de menos consideración. Pero,
sin comparación, son muchas más las estancias, trapiches y otros estableci-
mientos que han arruinado pues las estancias, más útiles a esta ciudad que
son: La Guerrera, los Palmares y la Manga, los han dejado sin habitadores por
cuyo motivo va la provincia en decadencia. (AGN, CI 29, f. 650 r.)

Ante el deceso del conquistador, las autoridades y los hacendados


incrementaron sus esfuerzos en pro de reprimir el alzamiento: reforzaron
la escolta subiendo el número de integrantes a diez hombres al mando de
un cabo, y se la estableció de planta en Zumi, para que ejerciera efectivas
acciones de control y vigilancia, lo cual significó que sus miembros recibie-
ron ciertas nociones de disciplina e instrucción militar.
La escolta tuvo otras funciones específicas, tendientes a lograr la
aculturación de los indígenas, tales como formar un padrón general, asignar

12 r
Desde 1769 había conflictos de proporciones mayores con los indígenas guajiros, que tienen
muchos puntos comunes con los sucedidos en los Llanos, así como otros en discrepancia;
pero quizás fueron una consecuencia del interés de la Corona española por centralizar aún
más el poder de la metrópoli y garantizar el dominio sobre las colonias.

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a los guahibos reducidos (especialmente, a los varones) nombres y apelli-
dos españoles, con los que diariamente debían llamarlos. Un soldado de
la escolta debía impartir doctrina diaria a los niños y las niñas de entre siete
y catorce años. A los indígenas reducidos se los debía adiestrar en labores
agrícolas, e inculcárseles que no había otra forma de vivir entre la gente
blanca, excepto como indígenas reducidos. Al conjunto debía enseñársele
que ni el robo ni el homicidio eran formas “dignas” de vivir, y que quienes
los perpetraban corrían el riesgo de ser castigados. Como complemento,
se destinaron, por parte de la Junta Superior de Hacienda, recursos ade-
cuados para el sostenimiento de la escolta (AGN, CI 52, ff. 330 r. y 331 r.).
El nuevo plan no pasó de ser un simple ideal: recoger a los guahi-
bo-chiricoas era labor de titanes. Los posibles miembros de la escolta
eran mestizos y blancos pobres, residentes en Chire, y a quienes no con- 201

i
venía armar, pues se podía generar un conflicto interétnico de grandes
magnitudes: muchos de los posibles soldados habían sido víctimas, di-
recta o indirectamente, del desenfrenado accionar de los indígenas, y en
vez de servir para pacificarlos podían convertirse en elementos de cons-
tante venganza.
Se restituyó la antigua escolta del Casanare, la que había sido des-
montada en 1797, y de la que hacían parte treinta hombres, pero no se asig-
naron los diez hombres al Zumi. La escolta actuaba de manera itinerante,
y no se la armó ni dotó convenientemente, lo que fue aprovechado por
los guahibos para incrementar sus acciones en Cuiloto y todo el Casanare.
Fue así como en 1804 se informó que la “audacia de los gentiles es mayor,
[intentan] asaltar el cuartel y robarles a los soldados sus caballerías y labran-
zas” (AGN, CI 29, f. 649 r.). En parte, la falta de adecuada dotación de la escolta
radicó en que el gobernador Bobadilla no expidió las respectivas órdenes
para que los alcaldes ordinarios de Chire y Pore, donde se concentraban
los armamentos y las municiones, proveyeran a la escolta de lo necesario.
Ante la presión de los vecinos se planteó, por parte del alcalde ordinario
de Chire, que desde Santafé de Bogotá se trasladaran cien fusiles y se les
repartieran a los vecinos más expuestos al accionar guahibo-chiricoa; pero
como el costo de esa conducción era de setenta pesos y debía ser asumido

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por los propios interesados, estos se negaron a recolectar la suma, y la pre-


tendida consecución de armas paró allí (AGN, CI 29, f. 654 r.).
La anterior es una actitud entendible si se tiene en cuenta al colono
que migró a los Llanos, y quien no estaba interesado en participar de la vida
pública —de la que siempre había sido excluido— ni, mucho menos, de
actividades colectivas. De ahí que su establecimiento en los Llanos fuera
disperso, sin mayor cohesión ni comunicación, lo que despertó sospechas
(“por ocultar su modo de vivir, se empeñan en vivir distantes de poblados
y distantes entre sí” [AGN, CI 29, f. 654 v.]) y sorprendió a las autoridades y
a los hacendados, quienes los criticaron por considerarlos inconsecuen-
tes y faltos de espíritu colaboracionista:

202 […] tanto más inconsiderada y distante de escarmentar a los indios, cuan-
do la temeridad de tales habitantes en vivir distantes de poblado y distantes
i

entre sí, con desentendimiento de los repetidos exhortos y providencias con


que se les ha prevenido su reunión, proporcionando aquellos [a los indígenas
guahibo-chiricoas] el arbitrio y seguro momento de incendiar las enseñanzas,
y asesinar sus habitantes cuando se les antoje. (AGN, CI 29, f. 654 v.)

Las prioridades de los colonos eran otras, pero cuando se daba una
incursión violenta de los indígenas en sus parcelas reaccionaban con ira: se
reunían y realizaban correrías (guahibiadas) en busca de los culpables.
A veces podían saciar su sed de venganza; por lo general, contra inocentes.
Otras veces no lograban nada, y con ello se incrementaron los genocidios
y los etnocidios. Así lo expresó en 1804 el gobernador Bobadilla:
[…] esta especie de guerra que siempre se ha vivido en la Provincia […] no
deberá dudarse de tan funesto incremento considerándose que tales correrías se
reducen a la reunión de un número considerable de vecinos animados del ciego
espíritu de venganza susodicha, que a los seis, ocho o más días después de suce-
dido el desastre, recorren la vega de tal río, o paraje en donde aun piensan hallar
los gentiles autores, en tales circunstancias sería menos sensible o descargasen
su ira en ellos, por lo que sin duda debe acrecer, es que los gentiles criminales
hayan retirado, y trasladado a otro río, y que si se encuentran algunos sean
distintos, y por tanto inocentes para expiar un crimen ajeno. (AGN, CI 29, f. 654 v.)

En 1804 la situación obligó a las autoridades llaneras y a los hacenda-


dos a contratar a otro pacificador o adelantado, designación que recayó en

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Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare

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Carlos Martínez, quien cumplió funciones en el antiguo sitio de Las Ca-
chamas. En un principio contó con el apoyo de las autoridades y de los
hacendados, quienes le proporcionaban algunos recursos; especialmente
carne de res vacuna, para “atraer” a los guahibo-chiricoas. Como había
sucedido en otras oportunidades, inicialmente el adelantado logró atraer
a unos pocos, no sin antes prometerles que les suministraría herramientas
y más provisiones, y retenerlos por unos días en el sitio designado para la
reducción. Como existía cierta experiencia respecto a que sin los adecua-
dos suministros los intentos de reducción resultaban vanos, los alcaldes de
Tame, Pore y Chire diligenciaron la rápida entrega de los recursos prometi-
dos y la provisión de la escolta, y los hacendados Larrarte y Benítez dieron
otras ayudas.
Entre mayo y junio de 1804 Martínez logró sostener en reducción a 203

i
46 varones y 58 mujeres, para un total de 104 indígenas, que iniciaron algu-
nos cultivos; pero la noche del 29 de junio Martínez y los tres hombres de
la escolta fueron asesinados, las sementeras arrasadas y los ranchos destrui-
dos. Los indígenas huyeron. Un tiempo antes del intento de Martínez
lo había precedido en idéntica labor el barinense Juan José Maldonado,
quien corrió igual suerte. El continuo levantamiento de los indígenas
involucró a todos los sectores de la sociedad llanera. Los comerciantes,
por ejemplo, no podían transitar por los caminos, pues eran asaltados,
y la inquietud y la zozobra eran permanentes. El suministro de ganado y
mercancías, tanto desde los Llanos hacia las ciudades de Santafé y Tunja
como desde estas hacia aquellos, era escaso, y los precios, por los riesgos
que se corrían, eran cada vez más altos13.

13 rEn ello influía que no existiera sino una vía de acceso al Casanare, desde la provincia de Tunja:
el antiguo camino de Chita, lleno de dificultades, como el paso de grandes y torrentosos ríos
(especialmente, el Casanare), y el tránsito por peligrosos riscos y el cruce del páramo, por el
que una “saca” de ganado proveniente del Casanare a Chita, que nunca llegaba completa, dura-
ba doce días en verano y veinte en invierno, y un cargamento de mercancías gastaba entre ocho
y diez días en tiempo seco. Si a esas dificultades se les sumaban las derivadas de enfrentar una
banda de guahibos, lanzarse a dicha aventura era como para pensarlo dos veces.

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Se temía que los guahibo-chiricoas incursionaran en las misiones y


los pueblos de los tunebos, como en el Cocuy, Guicán y otros de la cordille-
ra, y llevasen consigo no solo la destrucción de estos pueblos, sino su alza-
miento. Se planteó la construcción de un camino alterno al de Chita, entre
el Cocuy, Guicán y Patute, que acortaba a tres días el tránsito y facilitaba la
comunicación con las poblaciones del Casanare y de Cuiloto, así como con
Barinas, y generaba con él una posible colonización masiva de los Llanos,
con la cual se podía obligar a los irreductibles indígenas a desplazarse llano
adentro, hacía el Gran Airico de Macaguane, en el actual departamento del
Vichada. Dicho proyecto, presentado a mediados de 1804 por don José An-
tonio de Herrera, vecino del Cocuy, contó con el apoyo de los curas de las
poblaciones cordilleranas y llaneras, así como el de las respectivas autorida-
204 des, y el 29 de noviembre de 1805 se aprobó una primera fase de reconoci-
miento y factibilidad (AGN, MM 6, ff. 947 r.-966 v.).
i

Los guahibo-chiricoas eran una etnia llanera que, por la condi-


ción de sus miembros de cazadores y recolectores, culturalmente no
estaban predispuestos a permanecer reducidos por largo tiempo en un
solo sitio.
Los intereses de los hacendados presionaron la reducción de los
guahibo-chiricoas, y para ello aprovecharon la figura de los adelantados,
dentro de quienes se destacó Juan Francisco Parales, pues por su liderazgo,
su don de gentes y su entendimiento de la cultura guahiba pudo cumplir
entre 1797 y 1801 dos reducciones en los sitios de Las Cachamas y el Zumi,
las cuales, sin embargo, fracasaron por la incomprensión y la intolerancia
de los vecinos mestizos y blancos, habitantes de la región, así como por la
falta de un apoyo efectivo y desinteresado de los hacendados (de alguna
manera les convenía que los pequeños y los medianos colonos abandona-
ran sus posesiones), quienes por dominar a las autoridades locales y regio-
nales podían controlar la situación; también, por los intereses personales
de Parales y de los hacendados, que rayaron en la “mala fe”, la traición y el
crimen. El adelantado se convirtió en un “bandolero social” para defender
a sus aliados —ora indígenas, ora pequeños colonos— de los abusos de
los hacendados y las autoridades.

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Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare

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Nos parece que los territorios de la antigua hacienda de Caribaba-
re, donde persistentemente actuaron los indígenas, como las riberas del río
Meta y el Airico, debían de tener alguna significación mitológica y cultu-
ral. Eso, por lo menos, se desprende de la lectura del jesuita Juan de Rivero,
quien escribió que los territorios reseñados eran “el paraíso terrenal de los
guahibos y los chiricoas, esta es su delicia, su despensa universal y su todo;
en eso piensan; esta es la materia de sus conversaciones, en esto sueñan,
sin esto no podrían tener gusto en esta vida” (Rivero 4). Todo ello dio lu-
gar a un choque, con evidentes matices interétnicos e interraciales, en el
cual se conjugaron las diferentes formas de conflictos raciales que afrontó
la sociedad colonial, con los del bandolerismo social, pues las bandas de
guahibo-chiricoas eran organizaciones rituales o “prepolíticas”; también, el
racismo y el agrarismo, que fueron en aumento y se tornaron cada vez más
violentos, con ribetes de movimiento y de protesta social, que inquietaron a
205

i
los hacendados y a las autoridades, y en los que el indígena fue considerado
como un “enemigo” a quien se podía exterminar sin consideración alguna.
No es aventurado decir que desde entonces, y por las ideas difundidas de
miedo, terror y destrucción total, se instituyó en el Llano la práctica cultural
de la “guahibiada”, marcada por el odio y el desprecio, así como por la per-
secución y el etnocidio. Una situación que el adelantado Parales visualizó
y advirtió por anticipado, como también lo hizo el gobernador Bobadilla.
Si bien los hechos que se han narrado cubren algo más de una dé-
cada, y son de corta duración, el conflicto entre los guahibo-chiricoas con
la “sociedad mayor” y la consiguiente violencia interétnica son de larga
duración y han tenido momentos, como los referidos, durante los cuales
se agudizaron. El que nos ocupó se convirtió en un pico alto de este fe-
nómeno, pues derivó en un movimiento social de cierta magnitud: en él
convergió más de una rebelión, comprometió a localidades enteras, y,
en realidad, a toda la región llanera. Los sectores involucrados fueron de
diverso origen: indígenas reducidos e irreductibles, hacendados grandes
y pequeños, colonos y, en fin, blancos ricos, pobres y mestizos. La vio-
lencia debió de ser mayor que la evidenciada en los casos enunciados;
esbozamos los protagonizados por los indígenas, pero no sabemos sobre
los ejecutados por la contraparte.

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José Eduardo Rueda Enciso
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Por las características socio-culturales de los guahibo-chiricoas, estos


no fueron capaces de articular un proyecto político que fuera alternativo a
las formas vigentes de dominación social y cultural, y ello derivó en una se-
rie de enfrentamientos interétnicos marcados por el etnocidio, los cuales
se presentaron a lo largo de los siglos XIX y XX, y que siempre han tenido
como protagonistas a los indígenas guahibo-chiricoas, a los hacendados
y a los colonos, aunque no nos atrevemos a afirmar que sus motivaciones
hayan sido única y exclusivamente la simple supervivencia, la venganza o
la resistencia. Lo cierto es que los hechos relacionados, cuya escenificación
fue en los sitios de Las Cachamas y el Zumi, derivaron, hacia el presente, en
la “formalización” de la “guahibiada”.

206
rBibliografía
i

F uentes primarias

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Cali, 1989. Inédito.

Fecha de recepción: 24 de agosto de 2010.


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

208
i

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Conflictos por el agua en Tepetitlán
(Hidalgo, México), siglo XVIII

Francisco Luis Jiménez Abollado


Verenice Cipatli Ramírez Calva
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, México
fjimab64@yahoo.es
verenicecrc@hotmail.com

R esumen

r
En este artículo se plantea una aproximación a las luchas por el control y el acceso al agua
entre las élites regionales hispanas y criollas y los pueblos de indios de la jurisdicción de
Tula, durante el siglo XVIII. Una lucha que, en definitiva, hundía sus raíces en las nuevas
perspectivas económicas regionales, provocadas por el descenso de la actividad gana-
dera. De esta manera, hacia el siglo XVIII la economía regional volteó la mirada hacia el
cultivo de granos, sin dejar de lado la cría de ganado para las matanzas. Dentro de
este contexto, las élites regionales, antiguas propietarias de grandes hatos de ganado, in-
virtieron importantes capitales en la construcción de una infraestructura hidráulica (zan-
jas, presas, jagüeyes), encaminada al riego de los cultivos. Sin embargo, eran los pueblos
indios quienes desde antaño habían controlado una parte importante de los recursos
hídricos disponibles, por lo cual la confrontación fue el resultado inevitable del proceso.
P alabras clave:Agua, conflicto social, Nueva España, Tepetitlán, siglo XVIII.

A bstract
r
In this article an approach it is considered to the fights by the control and access to the
water between the Hispanic and Creole regional elites and the peoples of Indians of
the jurisdiction of Tula, in 18th century. It was a fight that really sank its roots in the
new regional economic perspective, caused by the reduction of the cattle activity. So
that towards 18th century the regional economy turned around the glance towards the
grain crops, without leaving of side the upbringing cattle for the slaughters. Within this
context, the regional elites, old proprietors of great ranches of cattle, invested impor-
tant capitals in the construction of a hydraulic infrastructure (ditches, prey, jagüeyes)
directed to the irrigation of the crops. Nevertheless, they were the peoples of Indians
who from long before had controlled an important part of the hydro resources available,
reason why the confrontation was the inevitable result of the process.
K ey words:Water, social conflict, New Spain, Tepetitlán, 18th century.

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Francisco Luis Jiménez Abollado r Verenice Cipatli Ramírez Calva
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El pueblo de Tepetitlán se ubica en el actual estado de Hidalgo (México),


en la región conocida como Valle del Mezquital. Hoy en día es cabece-
ra de municipio y sus fronteras colindan por el norte y oeste con las de
Chapantongo; por el este, con Tezontepec de Aldama; y por el sur, con
Tula de Allende. En las inmediaciones del pueblo está construida la presa
Endó, cuyas aguas negras han provocado considerables daños a la salud y
al medio ambiente de muchos pueblos en su contorno1. Su clima es seco
y caluroso durante gran parte del año. Anualmente presenta un promedio
de precipitación pluvial de 565 mm, y son los meses de mayo a agosto los
que registran lluvias más abundantes; así mismo, la temperatura media
anual es de 18° centígrados. La vegetación típica de la región consiste en
magueyes (de distintas variedades), nopales, arbustos, cardones, órganos
210 y lechuguillas. Como su nombre lo indica, el pueblo está asentado entre
montañas y barrancas de considerable altura y profundidad2. Por lo gene-
i

ral, su suelo es rocoso y seco, y en él se observan pocas zonas húmedas. En


su gran mayoría, dicho suelo es utilizado para agostar. El río principal, el

1 rLa Endó es un embalse de aguas negras con capacidad para almacenar 182 millones de metros
cúbicos de líquidos residuales provenientes del valle de México y del corredor industrial Tula-
Tepeji (entre los que se encuentran los que vierten la termoeléctrica “Federico Pérez Ríos” y
la refinería “Miguel Hidalgo”, de Pemex, ubicadas en Tula de Allende), por lo que es conocida
como la “cloaca o fosa séptica más grande del mundo”. Cubre una superficie de 1.260 hectáreas
y fue construida entre 1947 y 1952, por órdenes del entonces presidente de México, Miguel
Alemán Valdez. Su finalidad original era almacenar grandes volúmenes de aguas pluviales. Fue
a partir de la década de 1970 cuando empezó a recibir descargas de aguas residuales. En 1975 se
concluyó la primera etapa de construcción del drenaje profundo de la ciudad de México, que
actualmente se conforma a partir de varios interceptores que fluyen hacia un mismo conducto
para evacuar las aguas. El Emisor Central inicia en Cuautepec, en la delegación Gustavo
A. Madero, D. F.; atraviesa la autopista México-Querétaro, a la altura de Cuautitlán, y continúa
su curso hasta el puente del lugar llamado Jorobas. Enseguida descarga el líquido en el río
Salado, y este, a su vez, lo hace en las presas Taximay y Requena; luego, en el río Tula, y ensegui-
da, en la presa Endó. Con ella se satisface el riego agrícola a las regiones de Tula e Ixmiquilpan,
mientras que las aguas del río Tula continúan hasta unirse al Moctezuma, y van a desembocar
al Golfo de México.
2 El nombre de Tepetitlán es del idioma náhuatl; significa tepetl, “cerro” o “sierra”; tepetla, “serra-
nía” o “montaña” y titla, “entre”; es decir, “entre cerros” (Peñafiel 57 y 190). En otomí se conoce
como Madietex o Medietezc, con el mismo significado (Azcué y Mancera 287).

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Tula, cruza a poca distancia del pueblo, y a pocos kilómetros al norte está
el arroyo conocido como El Sayula.
Durante el virreinato, y ya desde el siglo XVI, Tepetitlán y otros
ocho pueblos pertenecían a la alcaldía mayor de Tula. José Antonio
Villaseñor y Sánchez describe la cabecera de la jurisdicción, los pue-
blos y los barrios sujetos como poseedores de un “terreno fértil” y un
“temperamento benigno, llevando muchas frutas y pingues sementeras
todas las labores de su distrito”; y, con admiración, recalca: “[…] y no
con poca causa eligieron los tultecas este lugar para su habitación y
asiento porque a más de ser fértil y abundante en aguas, lleva crecidos
frutos” (Paso, Papeles de la Nueva España. Segunda Serie 60, 87 y 89). Se-
gún los datos del censo de Revillagigedo, en 1792 Tula tenía jurisdic-
ción sobre veinticinco pueblos, doce haciendas de labor, cinco ranchos 211

i
y varias rancherías. Era ese un terreno que, a pesar de ser “montuoso”,
con valles, barrancas, cerros y mesetas, resultaba una buena tierra para
el cultivo de maíz, trigo y fruta. Tal fertilidad se debía, principalmente, a
su localización, pues se encuentra justo en la confluencia del río Gran-
de (actualmente río Tula) y el río Chico (hoy llamado Rosas). En el
primero sus aguas corrían de sur a norte, mientras que en el segundo lo
hacían de este a oeste. Pero tal ubicación no aportaba únicamente bene-
ficios a la agricultura, sino, también, perjuicios a sus moradores, por las
inundaciones que sus avenidas provocaban. El pueblo sujeto de Tepexi
es descrito como un lugar con clima templado, “muy agradable para la
fertilidad de sus campos y cañada llena de huertas y frutas ricas de todas
especies” (AGN, P 7, ff. 297 r.-v.).
Antes del siglo XVIII fueron pocos los litigios entre agricultores
originados por el uso del agua en la región de Tula. Desde las prime-
ras décadas posteriores a la Conquista, y por los dos siglos siguientes, la
problemática en torno al uso y el aprovechamiento del agua se centró, más
bien, en la persistente lucha entre pueblos de indios y ganaderos, pues
los ganados bebían el agua de los principales ríos de la región, e, incluso,
la tomaban de las zanjas de riego destinadas al cultivo (AGN, GP 6, exp.
724, f. 724 v.; I 7, exp. 314, f. 156r. y 13, exp. 273, f. 237 v.). Cuando a finales

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del siglo XVII la ganadería dejó de ser la principal actividad económica,


los antiguos criadores se tornaron paulatinamente en agricultores. Por ello,
uno de los pasos que siguieron para la construcción de la infraestructura
hidráulica —canales, presas, jagüeyes, acueductos, partidores— fue soli-
citar a la Audiencia de México mercedes de agua para regar sus campos de
trigo y otras semillas. A partir de entonces, decían los testigos, se registró
un continuo aumento en los terrenos cultivados, lo que, aunado a la insu-
ficiencia de agua en relación con su demanda, la inexistencia de métodos
adecuados para su medición y los problemas derivados de la falta de una
legislación precisa en torno al uso del vital líquido, muy pronto configu-
ró los factores que, inevitablemente, llevaron a constantes y prolongadas
fricciones entre hacendados y pueblos de indios (AGN, P 7, f. 297 r.). De tal
212 manera, a lo largo del siglo XVIII, e incluso durante el siglo XIX, nos encon-
tramos con repetidas quejas y amenazas de rebelión ante la situación en la
i

gran mayoría de los pueblos de la región3. Estos conflictos se localizaban


en un amplio territorio alrededor del condado Moctezuma y en torno a los
cinco principales ríos de la región: el Tula, el Tlautla, el Tepexi, el Rosas y el
Salado. (Ramírez, “Indios” 110-111).
Desde antes de la Conquista muchos de los pueblos en torno a
Tula —en la parte oeste del territorio del actual estado de Hidalgo— se
ubicaron a la orilla de alguno de los cinco ríos que circundan la región, o
en las inmediaciones de algún manantial o arroyo. Los pueblos sujetos a
esa jurisdicción se asentaron a lo largo del río Tula y su afluente, el Rosas;
mientras, en la jurisdicción de Xilotepec los asentamientos se ubicaban
en las inmediaciones de los ríos Tlautla y Tepexi; a la vez, en Tetepan-
go los pueblos se encontraban en torno al río Salado. Así, por ejemplo,
Tula, Michimaloya, Atengo, Nextlalpan, Tepetitlán, Tezontepec y Mix-
quiahuala se encontraban dispuestos junto al río Tula; pueblos como

3 rEl aumento de los conflictos por el agua fue un proceso verificado en todo el virreinato novo-
hispano durante la segunda mitad de los siglos XVII y XVIII. (Lipsett; Wobeser, El agua;
La formación).

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Conflictos por el agua en Tepetitlán (Hidalgo, México), siglo XVIII

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213

i
Figura 1.
Atitalaquia, Atotonilco, Tlamaco, Apazco, Tlahuelilpan y Tlaxcoapan se Pueblos y
haciendas
beneficiaban con las aguas del río Salado; a la vez, Xuchitlán estaba cer- de la región,
siglo XVIII
cano al río Rosas, y Tepexi y Xipacoya, al Salto (figura 1)4.
Fuente: AGN, VM,
v. 241, e. 1, ff. 159-173.
En el siglo XVIII, del río Tepexi se alimentaba el sistema de riego
que surtía a la hacienda San Nicolás Caltengo y al pueblo de Tepexi
(AGN, I 30, exp. 425, ff. 396 r.-396 v.; M 60, ff. 128 r.-129 v.). Uno de los más
importantes sistemas de riego de la región, conocido con el nombre de

4 rPaso, Papeles de la Nueva España. Geografía 18, 21, 143, 166, 218, 219, 223, 226 y 209; Papeles de la
Nueva España. Segunda Serie 14, 17.

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la Romera, se originaba en ese río; se constituía a partir de una represa


que derivaba el agua a un canal de cerca de nueve leguas, que a su paso
regaba las haciendas de Buenavista, Molino de Jaso, Santa Efigenia y
San Miguel Chingú (AGN, M 33, ff. 594 v.-595 r.; 71, ff. 56 v.-57 r., 272 v.-274
r.; 73, f. 137 r.; 75, ff. 2 v.-3 r.). Los pueblos de Tula, Xuchitlán, San Andrés
y San Agustín lo utilizaban en común con las haciendas de La Goleta y
San Antonio. A mediados del siglo XVIII dicho sistema se hallaba con-
formado por una presa en el nacimiento del río Rosas, de donde partía
una zanja que llevaba el agua por las tierras de La Goleta, y luego pa-
saba por detrás de la hacienda, hasta llegar al pueblo de Xuchitlán. En
ese punto había un partidor, y por medio de una zanja se llevaba agua
a la hacienda San Antonio, y esta derramaba los remanentes en las ba-
214 rrancas de Michimaloya. Hacia la parte oeste de Tula, en las cercanías
del pueblo de San Andrés, había una presa, y de ella nacía la acequia
i

principal, que al llegar al pueblo se bifurcaba en ramales; uno de ellos


desembocaba en el interior del convento, y otro, en el molino de la co-
munidad (AGN, T 1.669, exp. 4; 2.319, exp. 10; 2. 885, exp. 14; 3.035, exp.
8, ff. 1 r.-23 v.; Ramírez, “Indios”).

Los dueños de varias haciendas construyeron sistemas de riego


en torno al río Tula, formados por presas, canales y acueductos; algu-
nos, de longitud considerable (AGN, M 73, ff. 84 v.-86 r. y 95 v.-98 r.). Hacia
el norte se hallaba el sistema edificado por la hacienda Bojay, que to-
maba el agua del Tula y la desviaba, por medio de canales, tanto para el
cultivo como para el molino de trigo. Río abajo encontramos el sistema
de riego utilizado tanto por la hacienda San Pedro Mártir Nextlalpan
como por la de San Lorenzo Tepetitlán, mejor conocida como Endó.
En el extremo oriente de la región encontramos el sistema de presas y
canales originados en el río Salado, que proveían de agua a los pueblos
de Tlahuelilpan, Tlaxcoapan y Atitalaquia, al igual que a las haciendas
de Tlahuelilpan y Bojay. En todos esos sistemas de riego se generaron
conflictos, motivados de manera inmediata por distintos factores, pero
con un denominador común: la escasez de agua, producto del aumen-
to de tierras cultivadas, al igual que producto de las constantes sequías
registradas a lo largo del siglo XVIII, y que no afectaron solo a la región,

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sino a toda la Nueva España (Florescano 46, 104 y apéndice 3)5. El uso de
remanentes, es decir, de las aguas que excedían las cantidades estipula-
das en una merced, fueron, igualmente, motivo de continuo conflicto. La
legislación reglamentaba el uso de los remanentes, lo que obligaba a los
usuarios a devolverlos al río de donde fue tomado el caudal, y cuando eso
no resultaba factible, se debían conducir a otra corriente o hacia una ba-
rranca (Wobeser, “El agua” 143). Tales son los casos de los litigios entabla-
dos entre los pueblos de Tula, Xuchitlán y San Andrés con los marqueses
de la Villa del Villar del Águila, dueños de las haciendas de La Goleta y San
Antonio; o los verificados entre las haciendas de Endó y San Pedro Mártir
Nextlalpan, por el uso de los remanentes del río Tula (AGN, T 1.669, exp. 4;
2.319, exp. 10; 2.885, exp. 14; 3.035, exp. 8, ff. 1 r.-23 v.; 3.570, exp. 3, ff. 1 r.-56 v.).

La construcción de canales que cruzaban por terrenos ajenos a los del 215
dueño de la obra también era motivo de asiduos enfrentamientos. Juan Gó-

i
mez de Cervantes Jaso y Osorio y el pueblo de Tula mantuvieron constantes
fricciones por la construcción de un acueducto de varios kilómetros que llevaba
el agua del río Tepexi a las haciendas de Santa Efigenia y Buena Vista, pues cru-
zaban por terrenos de los indios. Era el mismo caso de la hacienda Caltengo, la
cual conducía el agua a sus campos de cultivo por las zanjas que llegaban a Tula.
Las filtraciones de los canales también fueron motivo de disputa entre pueblos
como Doxey y la hacienda San Miguel Chingú. Había también otros puntos pro-
blemáticos en torno al agua, como la fabricación de presas río abajo, la apertura
de ladrones para desviar el agua o tomar más agua de la estipulada, la escasez de
lluvia, los abusos en el sistema de tandas y turnos, o, simplemente, el manteni-
miento de la infraestructura hidráulica6. En las líneas siguientes analizaremos los
conflictos por el uso y el control del vital líquido que protagonizaron las haciendas
de San Lorenzo Endó, San Pedro Mártir Nextlalpan y el pueblo de Tepetitlán
(AGN, M 60, ff. 128 r.-129 v.; 71, ff. 272 v.-274 r.; 73, f. 137 r. y T 3.616, exp. 4, ff. 1 r.-64 v.).

5 rFlorescano señala que entre 1740 y 1749 se dejaron sentir al menos tres sequías en el valle de
México. Desde finales del siglo XVIII hubo varias severas y continuas, y la de 1808 a 1811 fue
una de las que más afectaron a la población, pues tuvo importantes consecuencias sociales.

6 Para un estudio de caso en la Nueva España, véase Wobeser (“El agua” 143-146).

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r Los sistemas hidráulicos de las


haciendas Endó y San Pedro Mártir Nextlalpan

El sistema hidráulico que compartían las haciendas de Endó y Nextlalpan,


al igual que el pueblo de Tepetitlán, se componía de dos tomas. Una de ellas
nacía en el río Tula y llegaba directamente a la hacienda Nextlalpan, donde se
había construido una presa de mampostería de tres varas de alto, cuarenta
de largo y cuatro de ancho (23,04 m alto x 307,20 m largo x 30,72 m ancho).

216
i

Curvas de nivel

Cartas topográficas:

Mapa 2.
Zanja
de riego
de las
haciendas
Nextlalpan
y Endó,
siglo XVIII
Fuente:
AGN, VM, v. 251,
e 1, ff 159-173.

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Ese embalse se construyó en el mismo sitio donde siglos después se erigió
el que actualmente conocemos como Endó. Su caudal era de aproximada-
mente sesenta surcos (Palerm y Chairez 227-251). Por medio de canales,
el agua se conducía a las tierras de cultivo de la hacienda, y a través de un
partidor se hacía llegar a su vecina de Tepetitlán (AGN, T 3.570, exp. 3, ff. 4 r.-
5v. y 42 v.-44 r.). La otra toma de agua se originaba en el arroyo de Sayula. En
este caso se trataba de una zanja antigua; tal vez de origen precolombino.
Ya desde la primera mitad del siglo XVII se menciona su existencia en las
fuentes históricas (AGN, M 71, ff. 113 r.-v.; 76, ff. 151 r.-155 v.; T 776, exp. 1;
2.587, exp. 1; 3.570, exp. 3, ff. 1 r.-56 v.; Paso, Papeles de la Nueva España. Geo-
grafía 226). En aquel arroyo se había construido una presa, con una zanja
de cal y canto de varios kilómetros de longitud, que en partes iba tapada y
en otras descubierta. Las aguas descendían hasta las haciendas y regaban 217
a su paso las tierras de los pueblos de Tepetitlán y Sayula (figuras 2 y 3).

i
Mapa 3.
Hacienda de Nextlalpan, siglo XVIII
Fuente: AGN, MPI, mapa 2.476, clasificación: 978/1130.

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En 1747 un vecino de Tepetitlán describía en los siguientes términos el canal:


[…] la cañería del agua pasa por medio de este pueblo y a orillas de varias
de sus casillas, y que ésta está abierta en muchas partes por las que se puede
coger con facilidad el agua, resultando en beneficio común y con menos
trabajo del que hoy tienen y por ir por ella hasta el arroyo que está distante
[…]. (AGN, T 776, exp. 1, f. 19 v.)

Uno de los litigios más violentos que se dieron por el uso del agua
en la región fue, precisamente, el originado en torno a las aguas del arroyo
de Sayula, al norte de Tula, pues la disputa amenazó con convertirse en
rebelión. En 1747 los indios de Tepetitlán entraron en fuertes disputas con
el dueño de la hacienda San Lorenzo Endó, don Baltasar de Vidaurre, pro-
curador de la Real Audiencia, por el uso del agua del arroyo de Sayula. Las
218 mercedes de agua a la hacienda databan de principios de ese siglo, cuan-
i

do don Gabriel Guerrero Ardila, por entonces contador del Tribunal de


Cuentas de la Nueva España, recibió una merced que le permitía conducir
el agua del arroyo de Sayula y del río Tula a sus haciendas de Tepetitlán
y Nextlalpan7. Sin embargo, desde el siglo XVI, o tal vez antes, los indios
de Tepetitlán y de Sayula habían construido una zanja que cruzaba por
el centro del pueblo. De ella se beneficiaban tanto para satisfacer sus nece-
sidades domésticas como para el riego de sus huertas y campos (AGN, M 71,
ff. 113 r.-v.; Paso, Papeles de la Nueva España. Geografía 226).
Antes de morir, Guerrero Ardila nombró como su albacea a Juan
Francisco de Orduña, Sosa y Castilla, un hombre poderoso y temido por
todos. Era presbítero, hermano de la Inquisición, dueño de varios ranchos
ganaderos en distintas jurisdicciones de la Nueva España, y, según varios
testigos, su padre había hecho su fortuna a costa de robar la de su abuelo y

7 rGabriel Guerrero Ardila había conseguido el puesto de contador gracias a su matrimonio


con doña María Mendrice, hija del antiguo contador, don Juan Bautista Mendrice, a quien
el rey había hecho esta merced como remuneración por sus servicios. En 1713 el virrey duque
de Linares nombró a Ardila como capitán general para realizar la conquista y la pacifica-
ción de los jonaces, pero al no tener mucho éxito, se lo relevó del cargo (Galaviz 1-40).

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su tío. Poco después de muerto Guerrero Ardila, su albacea vendió en re-
mate público la hacienda de Tepetitlán a Pedro Larburu, y luego este, a su
vez, la traspasó a Joseph Cosío, hasta cuando llegó a manos de Baltasar de
Vidaurre a mediados del siglo XVIII (AGN, IV caja 3.839, exp. 6, 4 ff.; IN 375,
exp. 7; T 776, exp. 1, f. 14 r.). En 1736, cuando Orduña aún era encargado de
la hacienda, pretendió modificar el curso de la antigua zanja que nacía en
el pueblo de Sayula, recorría varios kilómetros hacia el sur, y en su curso
hacia la hacienda de Endó pasaba a poca distancia del convento francis-
cano de Tepetitlán. Indudablemente, los indios de Sayula opusieron re-
sistencia argumentando que desde “tiempo inmemorial” el agua era del
pueblo, aunque en alguna ocasión se mercedaron los remanentes de ella
al convento de Tepetitlán, y luego a don Juan Francisco de Orduña, Sosa
y Castillo, también dueño de la hacienda de Nextlalpan. Por un tiempo 219
los conflictos disminuyeron su intensidad, pero recobraron su fuerza diez

i
años después.
El 10 de enero de 1747, cuatro días después de que don Tomás de San
José y Bárcenas fue elegido gobernador de los naturales del pueblo de
San Bartolomé Tepetitlán, don Baltasar de Vidaurre, procurador de núme-
ro de la Real Audiencia de México, se dirigía al virrey don Juan Francisco
de Güemes y Horcasitas, I Conde de Revillagigedo, en estos términos:

[…] el día de ayer [9 de enero] el gobernador de los naturales del pueblo de


Tepetitlán, acompañado del común de dicho pueblo, de propia autoridad me
despojó, rompiendo el caño por donde se conducía el agua y echándola al
arroyo, para que extraviado su curso, con la rotura del conducto y con el impe-
dimento de las piedras con que tiró a cegar el caño, se privase la hacienda [de
Endó] del beneficio de su riego, exponiéndose los trigos, como están expues-
tos, a perderse […]. (AGN, T 776, exp. 1, f. 1 r.)

El fiscal de la Real Audiencia encargado de llevar el caso lo calificó


como “violento despojo que como tal debe subsanarse con la pronta resti-
tución”. La rotura del caño que mandaba el agua a la hacienda de San Lo-
renzo Endó significó romper con las relaciones, más o menos amistosas,
existentes entre los sucesivos dueños de aquella hacienda con los naturales
de San Bartolomé Tepetitlán.

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En su primera exposición de motivos, el 11 de enero de 1747, don


Tomás de San José y Bárcenas, sin dar explicación sobre la mencionada ro-
tura e invasión de tierras, antepuso la detentación de forma ilegal, por parte
de los dueños de la hacienda, de cinco sitios de ganado menor desde 1664,
cuando los caciques de entonces los cedieron en préstamo a los dueños
de la hacienda a cambio de cierta cantidad de dinero. Así, el gobernador
no solo solicitó la restitución de estas tierras “por pertenecer a la comuni-
dad de su pueblo con denominación de cacicazgo”, sino que exigió a Vidau-
rre que presentara los títulos y las mercedes para que el pueblo entrara en
posesión de ellos, además de los pagos vencidos correspondientes a esos
arrendamientos. El 24 de enero de 1747 seguían requiriendo al dueño de la
hacienda de Endó los títulos y mercedes de los cinco de sitios de ganado
220 menor, además de los acueductos de agua que por dichas tierras pasaban
(AGN, T 776, exp. 1, ff. 3 r.-4 v. y 24 r.-v.).
i

Este era el panorama en San Bartolomé Tepetitlán iniciando 1747.


Un cuadro que, solo cambiando lugares y nombres, se podría repetir en
muchos pueblos de indios del centro del virreinato novohispano a media-
dos del siglo XVIII. Las demandas y las protestas de muchos de ellos acaba-
ron en tumultos y en violencia colectiva, que nunca traspasaron la frontera
de lo local. De ahí que la importancia de estas acciones haya de ser anali-
zada a partir de su reiteración y su expansión: se trata de claros indicativos
del malestar generalizado existente entre la población del centro novohis-
pano, y, por ende, de la jurisdicción de Tula, que nos atañe. Carlos Ruiz
Medrano ha analizado sistemáticamente estos fenómenos colectivos de
protesta (“El tumulto de 1767”; “El tumulto de Santa María”; “Los tumul-
tos” 22). Retoma la tesis de James Scott y señala que los tumultos novo-
hispanos fueron medios de presión coherentes y articulados en contra de
las autoridades, pero sin cuestionar el orden establecido. Lejos de quitarles
eficacia a las protestas, eso les permitió a los actores sociales mostrar, por
una parte, la ilegitimidad de las autoridades, y, por otra, reforzar la legalidad
de sus descontentos.
Como señala Felipe Castro, los escenarios típicos de los tumultos
y las protestas eran estos territorios donde existía una sociedad que no

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correspondía ya a la división conquistados/conquistadores, sino a la de
grupos más complejos. En el caso indígena, el poder de sus líderes solo
abarcaba el espacio de una cabecera con sus sujetos; por tanto, ni las agi-
taciones ni las protestas se transmitían a otros lugares, ante lo cual, si había
que descargar la violencia y la hostilidad, las autoridades coloniales, junto a
las indias locales, podían retomar el control, abrir negociaciones, restable-
cer el orden establecido y suplicar a la voluntad del virrey para conseguir
algunas de las demandas que provocaron el descontento. En estos casos
es interesante analizar el papel que jugaron las autoridades indias: por una
parte, se supeditaban a la obediencia a los funcionarios virreinales, quienes
les extendían su consentimiento para ser, en sus pueblos, la prolongación
indígena del sistema colonial; por otra, los caciques y los principales indios
vivían la realidad de sus pueblos, convivían con su gente y eran conscientes,
en muchos casos, de que no podían permanecer ajenos a los problemas
221

i
que les afectaban (La rebelión 56-57, 79-83).
A partir de la segunda mitad del siglo XVII, y especialmente iniciando
el siglo XVIII, se asiste en la Nueva España a un crecimiento de población
generalizado, y a una recuperación importante de la india en particular, lo
que duró hasta 1810, cuando había triplicado su población, hasta llegar a
la cifra aproximada de tres millones. Esta regeneración supuso para la
población india que sus tierras resultaran insuficientes para atender a un
sector en crecimiento. Arij Ouweneel es cauteloso al respecto. Sin poner en
duda el inicio del crecimiento demográfico de la población novohispa-
na desde mediados del siglo XVII, señala que primero creció la población
en los pueblos de indios, pero hacia 1750 se incrementó también el núme-
ro de habitantes de los centros urbanos más grandes. Según este autor, el
campo novohispano no pudo proporcionar “suficientes medios de vida a
la gente, y que la presión ecológica era bastante alta para pasar a la intro-
ducción de cambios en el sistema económico”, lo que explicaría la apertura
de nuevas empresas en las ciudades y en los centros mineros cubiertos con
nuevos pobladores (20-22).
El crecimiento de la población india generó miseria en el mundo ru-
ral, donde se originó una escasez de tierras; la expansión de las haciendas

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fue el germen de esta carencia a lo largo del siglo XVIII. Desde siglos atrás
se anexionaron tierras siguiendo diversas fórmulas, como las adquisicio-
nes ilegítimas de tierras por las haciendas que después “componían”; o la
apropiación de tierras de los pueblos de indios durante épocas en que estos,
por su declive demográfico, no podían cultivarlas ni mantenerlas bajo su
control, y cuando sus caciques o principales rentaban o vendían a los
hacendados (Nickel 50-51). Junto a las tierras estaba el agua. El despo-
jo o la adquisición de las primeras equivalían a lo mismo con el preciado
líquido. Las tierras más codiciadas eran las cercanas a los humedales o las
que podían ser regadas, al disponer de los mejores suelos. Con la recu-
peración demográfica de la población india en el siglo XVIII las tierras y las
aguas de muchos pueblos resultaron exiguas para que sus habitantes pudie-
222 ran cubrir sus necesidades básicas; incluso, muchos pueblos quedaron
cercados por las haciendas y lejos de las fuentes hídricas (Wobeser, La
i

formación 66-67).
Fue en ese momento cuando se intensificó la lucha por la tierra y el
agua. Los pueblos trataron de recuperar los recursos perdidos valiéndose,
principalmente, de la vía legal. Para Friederich Katz (79-80) y John Coast-
worth (49) esta presión sobre la tierra, aunque solo fuera una entre otras
causas, puede explicar también el aumento del número de alzamientos y
conflictos sociales y políticos en el campo novohispano durante el siglo
XVIII. Es por ello por lo que cuando analizamos el conflicto que se presen-
tó en 1747 entre los naturales de Tepetitlán y el dueño de la hacienda de
San Lorenzo Endó debemos tener en cuenta, a lo largo de este, las razo-
nes expuestas con anterioridad. Por una parte, el papel de las autorida-
des indígenas, sujetas a la obediencia de los mandos virreinales, pero, a su
vez, su implicación con la comunidad y su problemática. Por otra, el cre-
cimiento demográfico como elemento condicionante en los pueblos
y argumento de presión sobre las tierras de las haciendas. Por último, el
componente económico, la escasez de tierra y agua para sobrevivir y la de-
pendencia, cada vez mayor, con respecto a la hacienda para subsistir.
A la hora de analizar estos conflictos debemos tener presente quién
elabora y emite la información, y con qué fin. Por ello, podemos señalar

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que las fuentes documentales nos revelan la parcialidad de quienes ejecu-
taban las indagatorias, el tratamiento a los testigos y el acceso; en definitiva,
la justicia. La Real Audiencia de México, encargada de impartir y procurar
justicia, fue la facultada desde un principio, a través de los jueces de diligen-
cias comisionados por ella, para reparar el conflicto que analizamos, deno-
minado por la causa como “violento despojo”. Y la primera arbitrariedad
la encontramos en que el denunciante y dueño de la hacienda de San
Lorenzo Endó, don Baltasar de Vidaurre, no solo era un prominente
miembro de la élite criolla novohispana, sino, además, procurador de núme-
ro de la Real Audiencia, con lo cual queda expresado su privilegio a la hora
de acceder a la justicia.
El 19 de enero de 1747, cuando don Toribio Gómez de Tagle, primer
juez de diligencia, encargado de hacer la restitución, citó al gobernador y 223

i
a sus oficiales de república para hacerle relación de la sumaria “por los vio-
lentos despojos”, lo que escuchó de estos fue la objeción a la acusación,
aduciendo que el informe estaba mal hecho8. Sin embargo, los primeros
testigos presentados por Vidaurre fueron enfáticos en sus declaraciones: el
gobernador y los naturales de San Bartolomé Tepetitlán habían roto la ca-
ñería, invadido las tierras de la hacienda Endó y construido ranchos; o sea,
perjudicaron notoriamente las cosechas de trigo de la hacienda, además de
afectar a los propios indígenas de Tepetitlán:
[…] pues en la forma que estaba [la cañería] les era muy útil a los naturales
porque para que llegara a regar las tierras de dicha hacienda es necesario que
pase por medio del dicho pueblo de que se benefician todos sus habitantes,
y ahora con el estrago hecho se incomodan de tal calidad que necesitan de
andar mucho trecho por dicha agua […]. (AGN, T 776, exp. 1, ff. 13 r.-16 r.)

El intento de restitución celebrado el 20 de enero no contó con la


presencia ni el respaldo del gobernador Bárcena, ni el de sus oficiales.

8 rAcudieron don Tomás de San José y Bárcena, como gobernador de los naturales de San Bar-
tolomé Tepetitlán, así como don Julián Cornejo, don Marcelo de Santiago, don Pedro Cerón,
don Antonio Rodríguez y don Domingo Felipe como oficiales de república.

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Previamente, el receptor Gómez de Tagle solicitó a los padres del convento


de San Francisco que mediaran y sosegasen a los indios, quienes estaban,
según él, “muy inquietos y con demostraciones de tocar las campanas en
forma de asonada”, y, por tanto, temía que el acto de restitución fuese vio-
lento (AGN, T 776, exp. 1, f. 17 r.). Felipe Castro incluye a los eclesiásticos,
que en este caso serían los padres franciscanos, como mediadores institu-
cionales, y quienes “consideraban como parte de su labor de dirección espi-
ritual y protección paternal la representación de sus feligreses” (Nueva 25).
El acto de restitución se desarrolló reconociendo, en primer lugar,
los daños ocasionados a la cañería y al acueducto el 9 de enero en un
paraje de la hacienda denominada El Calvario. Pero lo que no sospecha-
ban ni el receptor ni sus testigos era la resistencia que encontrarían en
224 dicho lugar; sobre todo por parte de las mujeres. La reacción de las indias
i

de Tepetitlán hay que juzgarla, como dice Tilly, dentro del análisis de la
eficacia con la cual las organizaciones de las distintas acciones colectivas
emplean los recursos de los que disponen para alcanzar sus objetivos.
Este autor hace énfasis en las motivaciones individuales que llevan a
participar en una acción colectiva, lo que demuestra cómo las organi-
zaciones antes de movilizarse por la lucha de los recursos disponibles se
agrupan con base en intereses compartidos. En este caso, las mujeres de
Tepetitlán actúan con violencia ante una injusticia dirigida contra sus in-
tereses personales, cuando son agredidas no solo en su espacio familiar,
sino, también, en el comunitario. Puede afirmarse, pues, que cuando la
violencia se volvía una necesidad, las mujeres indias participaban en los
tumultos a la par con los hombres.
Un numeroso grupo de mujeres indias mostró su oposición a la res-
titución dirigida por el receptor Gómez de Tagle, con:
[…] algarada y voces descompasadas en su idioma otomí, que preguntado al
intérprete qué querían decir respondió que lo que decían era que por ningún
motivo consentirían en que abriese dicho caño ni que se restituyese el agua
aunque les cortasen la cabeza. (AGN, T 776, exp. 1, f. 17 v.)

Gómez de Tagle no pudo reducirlas ni amenazándolas con que es-


taban contraviniendo los mandatos del virrey, ni con la persuasión de los

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padres franciscanos. Las mujeres solo subrayaban que se abriría y repararía
el caño si llegaba su alcalde mayor, su escribano o su gobernador, “que era
al que se sujetaban”. Una vez este último compareció, el juez receptor ob-
servó tibieza y poco empeño en don Tomás de San José y Bárcena por
tratar de cumplir la orden de restitución, ante lo cual se le formuló el cargo
de que era el cabecilla de todo lo sucedido. Es más, esta indiferencia del
gobernador se reveló en el momento en que los operarios que iban con
el receptor Gómez de Tagle se dispusieron a limpiar la cañería, y las indias
se armaron de piedras, las cuales arrojaron para impedir su reparación
(AGN, T 776, exp. 1, ff. 18 r.-v.).
La oposición protagonizada por las mujeres indígenas de San Barto-
lomé Tepetitlán y la pasividad de sus autoridades indígenas, reseñada por
el juez receptor Gómez de Tagle, dieron pie a que se suspendiera la orden 225

i
de restitución:
[…] por los movimientos y resistencia que hicieron las indias de este pueblo
movidas de su gobernador y naturales, además de otros movimientos y bu-
llicios que advierto en dicho gobernador antes inquietando toda la plebe y
después haciéndoles que entrasen en el templo de este pueblo y sacasen con
gran desacato e irreverencia al Santo Titular. (AGN, T 776, exp. 1, ff. 21 r.-v.)

El receptor Gómez de Tagle y don Baltasar de Viadurre, además de


resaltar la participación activa del gobernador Bárcena en esta protesta, en-
contraron otras influencias detrás de ella. Consideraban que Antonio de
Alvarado, último administrador de la hacienda Endó hasta su adquisición
por Vidaurre, era uno de los impulsores clandestinos de este movimiento,
“sabido de personas de toda excepción y verdad”. Alvarado fue acusado por
Baltasar de Vidaurre de ser cómplice e instigador de la protesta, “resentidos
de que yo le removiese de la administración que estaba su cargo, como
protesto justificarlo, pero al mismo tiempo será difícil la averiguación”
(AGN, T 776, exp. 1, ff. 21 v.-23 r.). En las primeras testificaciones para indagar
los hechos algunos de los testigos españoles señalaron, precisamente, la
deposición de Antonio de Alvarado como una de las causas de la revuelta.
Don Manuel García de Horabuena, quien con anterioridad fungió
como alcalde mayor de la jurisdicción de Tula, fue enfático al declarar que

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antes de que los naturales de Tepetitlán rompieran la tarjea y se hicieran


con el control de algunos ranchos dentro de la hacienda, a pesar de vivir con
bastante penuria y escasez de agua, nunca se plantearon llevar a cabo di-
chas acciones. De acuerdo con la versión de Horabuena, Alvarado contro-
laba a los indígenas facilitándoles tierras, agua, leñas y semillas, entre otras
cosas. La llegada de Vidaurre acabó con esta situación, y sus mayordomos
o administradores, como señala otro testigo español, Bonifacio Chavaría,
se caracterizaron por maltratar a los indios que entraban a la hacienda
con sus ganados o a cortar leña, y a las indígenas que se dirigían al lugar
de la cañería para ir a lavar (AGN, T 776, exp. 1, ff. 40 r.-41 v. y 52 v.). Por ello,
la llegada de Vidaurre a la hacienda, además de romper el pulmón de oxí-
geno que habían encontrado los naturales en ella —ante la falta de tierras,
aguas e implementos para su desarrollo, y durante un período de fuerte
226 presión demográfica, y en unos terrenos que reclamaban como suyos—,
i

supuso quebrantar y violar “costumbres” establecidas dentro del perma-


nente ajuste y constante pugna entre la comunidad y los propietarios
(Castro, Nueva 24). Los acuerdos y las negociaciones entre la comunidad
y el dominio español, incluidos los particulares (como hacendados y pro-
pietarios), podrían llegar a contemplarse, siguiendo a Barrington Moore,
“como parte del orden natural de las cosas, siendo su cumplimiento con-
siderado como deseable y su violación vista como falta o injusticia (cit.
en Castro, Nueva 23). Y fueron dichos pactos los que se rompieron, de
acuerdo con los hechos acaecidos.
Al antiguo administrador de la hacienda, Antonio de Alvarado, nun-
ca se lo encausó, pero sí fueron procesados los oficiales de república y el go-
bernador de los naturales de Tepetitlán, quienes fueron detenidos o se en-
tregaron a la justicia, además de las indígenas que dirigieron la oposición al
primer intento fallido de restitución. Las consecuencias derivadas de esta
frustrada restitución, por una parte se pueden observar en la solicitud de
mayor firmeza que efectuó don Baltasar de Vidaurre al virrey contra el go-
bernador de los naturales, don Tomás de San José y Bárcena, a quien quería
despojar de su cargo, “cuan indignamente ejerce el oficio, y que su elección
fue con el fin de que me perjudicara”. Además, la única manera de acabar
con lo que consideraba, literalmente, como un despojo era la llegada de

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un nuevo juez letrado y a quien respaldasen suficientes soldados, para res-
tituirles sus aguas, sus tierras y la reparación de las cañerías. Por otra parte,
la respuesta de la república de indios y naturales del pueblo de Tepetitlán,
después de frustrarse el primer acto de restitución de las tierras ocupadas
por ellos, fue sacar el santo titular del pueblo de la iglesia y conducirlo, ro-
deado del mayor número posible de gente, a la ciudad de México, “para que
Vuestra Excelencia dé la providencia conveniente sobre dichas diligencias
ejecutadas”. Con este desplazamiento los naturales de San Bartolomé Te-
petitlán esperaban del gobierno virreinal la restitución de los cinco sitios
de ganado menor que desde 1664 disfrutaron los sucesivos dueños de la
hacienda Endó. Su último poseedor, Baltasar de Vidaurre, se negaba a en-
tregar los títulos y las mercedes que demostraban la propiedad de estos a
la comunidad de Tepetitlán, y, por ende, su dominio y los acueductos de 227
agua que por dichas tierras pasaban (AGN, T 776, exp. 1, ff. 22 r.-24 v.).

i
La réplica de la Real Audiencia fue consecuente con la forma
como se había estado llevando el asunto, y más siendo don Baltasar de
Vidaurre el procurador de dicha institución. Las peticiones del gober-
nador y sus oficiales de república en torno a la restitución de los cinco
sitios de ganado menor quedaron en un segundo plano. El fiscal de la
Real Audiencia tomó una serie de medidas que marcaron el inicio de
una nueva fase en el conflicto. Sus disposiciones se encaminaron a rea-
lizar una segunda restitución de las aguas y las tierras a Vidaurre, y a de-
tener al gobernador, don Tomás de San José y Bárcena, “como principal
cabecilla y caudillo”, así como proceder a indagar quiénes fueron el resto
de los dirigentes que fomentaron la resistencia a la primera restitución.
Para ello se nombró como juez al abogado de la Real Audiencia, don
Carlos de Perera, y se destinó una fuerza militar de cuatro soldados de
caballería para llevar a cabo la ejecución de las diligencias previstas por la
fiscalía (AGN, T 776, exp. 1, ff. 25 r.-26 v.).
Como ya señalamos, se inició una nueva etapa en lo judicial, una
que ofrece datos más precisos sobre antecedentes, causas y desarrollo del
conflicto que estamos analizando. Y esto último ocurrió, especialmente,
a través de las declaraciones de los indios participantes y encausados en

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el conflicto. La información que poseemos, la que nos ha llegado y pode-


mos evidenciar, pese a su parcialidad y su arbitrariedad —tanto de los ac-
tos legales en sí tomados como de lo reflejado en los documentos que se
expidieron—, resulta sumamente valiosa para el historiador. No solo los
testimonios contradictorios o las posiciones encontradas —además del
valor que podamos dar a unas declaraciones asentadas por un escriba-
no puesto a disposición de una de las partes, sino, también, los testimonios
procedentes de los inculpados, registrados con un sentido y un significado
concretos, como lo era legitimar la denuncia del “despojado”, Baltasar de
Vidaurre— son resultados que reflejan o establecen la “verdad” en nom-
bre de la sociedad dominante de ese momento.
La labor del juez de diligencias, don Carlos Perera, era devolver al
228 dueño de la hacienda de San Lorenzo Endó el status quo anterior al 9 de
i

enero. La presencia militar, aunque escasa en su número, evidenciaba el


interés de Vidaurre y de la Real Audiencia por acabar con las protestas e
impedir que estas se expandiesen cuando se realizara el segundo intento
de restitución de las aguas y las tierras. Antes de iniciar su trabajo, el juez
Perera buscó recabar información y pareceres entre algunos españoles e
indios de Tepetitlán. Por sus declaraciones se puede observar que los in-
formadores elegidos no tenían una opinión satisfactoria del gobernador
Bárcena, objetivo central de la acusación (AGN, T 776, exp. 1, ff. 30 r.-31 v.)9.
A pesar de que quien escribe lo hace con una perspectiva concreta,
sirviendo a la institución que se lo ordena, no deja de ser significativa la
información que se nos ofrece para entender y valorar las causas y los mo-
tivos que movieron a los indios de Tepetitlán para ingresar a la hacienda
de San Lorenzo Endó, invadir sus tierras y romper sus cañerías de agua o

9 rEl teniente del partido de Tepetitlán, Esteban de Rebolledo, señala que los indígenas invadie-
ron las tierras de la hacienda y rompieron la cañería del agua por persuasión del gobernador.
En parecidos términos se expresa el antiguo gobernador, don Nicolás Bernardino: “que el ac-
tual gobernador era el culpable y que no podía meter la mano en este conflicto porque el
gobernador tenía a todos los indios conspirados y también a las indias”.

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Conflictos por el agua en Tepetitlán (Hidalgo, México), siglo XVIII

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acueductos. Por ello, desde el inicio de la segunda restitución hasta el final
de este conflicto debemos tener más en cuenta la política ejercida contra
los naturales: desde la inculpación del gobernador y sus oficiales de repú-
blica hasta las indígenas detenidas por oponerse a la primera restitución.
La labor del juez Perera se inició el 7 de febrero efectuando un lla-
mamiento a los indios con cargo de república que quedaban en Tepeti-
tlán. Sin embargo, casi todos, al frente de los cuales estaba el gobernador
Bárcena, junto con buena parte del pueblo, habían marchado a la Ciudad
de México. El juez reclamaba su presencia como testigos, para que el
acto de restitución de las tierras y las aguas a Vidaurre tuviese visos de
legalidad; pero también buscaba que fueran agentes disuasorios “al demás
común y hagan se estén y mantengan quietos en sus casas, sin dar lugar
a nueva moción e inquietud, pena de que lo contrario […] se remitirá 229

i
preso a buen recaudo”. Ningún miembro de la república de indios quiso
asistir a la restitución, y la amenaza surtió efecto: señalaron que obede-
cían lo estipulado por la Real Audiencia; es decir, no oponían resistencia
alguna a la labor del juez. Quienes sí plantearon rebeldía fueron las indias
que ya resistieron bravamente al primer acto de restitución, al negarse a
obedecer las órdenes del juez y amenazar con ir a México, donde se en-
contraban su gobernador y parte del grueso de la población de Tepetitlán.
El juez decidió detenerlas hasta terminar sus diligencias, y sacar sus con-
clusiones (AGN, T 776, exp. 1, ff. 34 r.-36 r.).
La toma de posesión de las tierras y aguas reclamadas por Vidau-
rre se realizó con suma facilidad, sin aparente oposición india. El juez y los
testigos, acompañados de la guardia militar procedente de la ciudad de
México, llegaron al lugar donde se produjo la rotura de la tarjea, o cañería,
y en el que se vertía el agua. En nombre del rey “le restituyó y amparó [a
Baltasar de Vidaurre] a el uso y goce de dichas aguas según y en la misma
conformidad que él y sus causantes los habían gozado”. El siguiente paso fue
restituir las tierras de la hacienda que Vidaurre reclamaba como suyas; en
concreto, eran tres ranchos y una presa donde había agua para riego del
trigo sembrado en la hacienda. Dos ranchos estaban ocupados por antiguos
arrendatarios de Vidaurre, a quienes los indios les pidieron que no reco-

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nociesen la autoridad de Vidaurre, “porque las tierras no eran suyas sino


de su pueblo”. El tercer rancho que restituyó el juez Perera fue construido,
coincidiendo con la protesta y la rotura de la cañería, por José de Santiago, “el
Cojito”, y su mujer, Dominga Inés, una de las detenidas por el juez Perera al
oponerse sistemáticamente a ambas restituciones. Este pidió a sus ocupan-
tes que abandonasen el lugar, pues serían expulsados si no se iban, y que
se fuesen a vivir donde lo hacían con anterioridad. Por tres veces, como
estaba estipulado, se le requirió a José de Santiago, “el Cojito”, que cum-
pliese con la orden de desalojo. En la primera ocasión señaló “que aquellas
tierras eran del pueblo, y así que ni se mudaba, ni pagaba”; pero al tercer
requerimiento del juez, impelido, posiblemente, por la fuerza militar que
respaldaba a este, José de Santiago cumplió con lo mandado, para volver a
donde antes vivía. Cuando el juez y su séquito llegaron a la presa, cuya agua
230 estaba reservada para el riego de los sembradíos de trigo, la encontraron
i

vacía, pues, presumiblemente, los indios de Tepetitlán le quitaron el bitoque


o grifo. El acto de restitución finalizó haciendo un balance de la situación del
trigo sembrado. Se reconoció que, por la falta de agua, por no habérselo rega-
do a tiempo, y teniendo en cuenta que los meses de principios de año eran
fundamentales para el riego del trigo, las trece cargas de sembradura que
tenía la hacienda estaban muy rezagadas (AGN, T 776, exp. 1, ff. 36 v.-39 v.).
Oficialmente, las tierras y las aguas que los indios de Tepetitlán re-
clamaban como pertenecientes a su comunidad volvieron a manos de
don Baltasar de Vidaurre. La siguiente tarea que las diligencias ordenaban
realizar al juez Perera era la indagatoria para dar con los principales cabe-
cillas del tumulto. Los testigos presentados para averiguar los hechos no
eran indios, en su mayoría, salvo un antiguo gobernador, discrepante con
la actuación de don Tomás de San José y Bárcena. La información que
ofrecen dichos testigos es muy relevante, pues refieren posibles causas de
la protesta y aspectos relacionados con la organización y el desarrollo
de esta, desde cuando don Tomás de San José y Bárcena fue nombrado
gobernador de los naturales de Tepetitlán, el 6 de enero de 1747, hasta la
salida de este, con algunos de sus oficiales de república y buena parte del
común del pueblo, a la ciudad de México, antes de la primera restitución,
el 20 de enero de dicho año.

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Don Manuel García de Horabuena, quien fue alcalde mayor del
partido, vecino y apoderado de los indios de Tepetitlán, y sobre cuya tes-
tificación ya informamos, vio en la acción de los naturales del pueblo una
respuesta a la penuria y a la escasez de agua. Según él, la destitución del
administrador de la hacienda de Endó, Antonio de Alvarado, con el arribo
del nuevo dueño, don Baltasar de Vidaurre, pudo influir en esa respuesta
colectiva, pues afirmaba que Alvarado controlaba a los indígenas facilitán-
doles en la hacienda tierras, agua y leñas, entre otras cosas (AGN, T 776, exp.
1, ff. 40 r.-41 v.). Don Esteban de Rebolledo, teniente del partido de Tepeti-
tlán, señaló la existencia de diferencias personales entre el gobernador, don
Tomás de Bárcena, y Vidaurre, por unas tierras que litigaban; posiblemente
era uno de los sitios de ganado menor a los que ya se hizo referencia.
De todas formas, indicó que tenía noticias según las cuales los indios pensa- 231
ban, en principio, quitarle el agua al vecino pueblo de Sayula rompiendo

i
la tarjea. Al final, reunidos los indios en junta, en la portería del convento
franciscano de Tepetitlán, redactaron un documento, para después con-
currir todos a cortar el agua que pasaba por la hacienda de San Lorenzo
Endó. Inculpó al gobernador Bárcena como a principal cabecilla y como
a alguien que no conocía las causas de este conflicto, por los pocos meses
que llevaba en su puesto (AGN, T 776, exp. 1, ff. 41 v.-43 r.).
Más explícito, por su condición de antiguo gobernador de los natu-
rales de Tepetitlán, pero opuesto a la labor de Bárcena como tal, fue don
Nicolás Bernardino. Él empezó su declaración enumerando a los par-
ticipantes activos en el movimiento, aparte del gobernador: “guiados y
capitaneando la turbamulta el mismo [Francisco] Interial, el gobernador,
Antonio Rodríguez, escribano, y su yerno Hilario, y éste dijo ‘que si no
rompían el agua, no hacían nada para empezar el pleito y que se reirían
los españoles’”. Precisamente, cuando el juez Perera proporcionó la lista
de cabecillas del tumulto aparecieron los cuatro citados por Bernardino.
Además, inculpó a las indias retenidas por el juez como las principales
dirigentes de las mujeres que permanecieron vigilando la cañería o tarjea
rota cuando se inició el tumulto, y que detrás del accionar de ellas esta-
ban las órdenes de Bárcena (AGN, T 776, exp. 1, ff. 44 r.-v.). Por último, en

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este apartado de las testificaciones previas, destaquemos las aportaciones


de Pedro Yanes y Francisco Alvarado, españoles de condición. El primero
expresó que fue llamado por algunos oficiales de república a la portería del
convento como testigo, y se encontró “con el gobernador y todo el común
de indios e indias, el que se había juntado a son de caja y tambor”. En esa
reunión el gobernador Bárcenas, junto con otros testigos presentes, le dijo:
[…] que los hacía testigos de lo que se hacía en la junta, y pedían los hijos, con
lo que el mismo gobernador les fue preguntando a cada uno que qué querían,
y respondieron que querían agua que era suya y se la habían quitado, y que de
esto se hizo el papel que se cita […]. (AGN, T 776, exp. 1, ff. 48 r.-v.)

Este escrito, el cual firmaron los oficiales de república del pueblo de


Tepetitlán, es mencionado por muchos de los testigos, pero el único que
232 ofreció su contenido completo fue Francisco Alvarado:
i

Yo, don Tomás de Bárcena, gobernador de este pueblo y los alcaldes de él he


mandado a pedimento de todos los naturales que se junten a son de campana
y caja para determinar el romper el agua que han pedido los hijos, quitán-
dole el uso de ella a don Baltasar Vidaurre y echarla al arroyo. (AGN, T 776,
exp. 1, ff. 50 v.-51 r.)

La conclusión que se puede colegir, tras el análisis de estos testimo-


nios, es el papel principal del gobernador don Tomás de Bárcena en los
sucesos que espolearon a los indígenas a romper la tarjea e invadir tierras
sitas en la hacienda de Baltasar de Vidaurre. Con estas aportaciones el juez
Perera tenía elementos suficientes para dar la lista de encausados10. Todos,
salvo el gobernador, quien se encontraba en la ciudad de México, fueron
detenidos y remitidos a la Real Cárcel de Corte el 16 de febrero de 1747.
Sin embargo, habría que esperar hasta tres meses después para que el

10 r
La lista la encabezaban: don Tomás de San José y Bárcena; Francisco Interial; Antonio Ro-
dríguez, escribano de república; Hilario, yerno del anterior; Julio Cornejo, alcalde; Pedro
Cerón y Diego Felipe, fiscales de la Iglesia. Las indígenas fueron Dominga Inés; sus dos
hijas, Bartola Dominga y Juana Dominga; Andrea Inés, hermana de la primera citada; y
Tomasa Dominga, alias Tomasa María.

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Conflictos por el agua en Tepetitlán (Hidalgo, México), siglo XVIII

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gobernador Bárcena se entregara, después de que se le embargaron sus
propiedades, entre ellas un rancho, y se le despojase de su vara de gober-
nador (AGN, T 776, exp. 1, ff. 66 r.-v.).
Las apreciaciones en relación con las causas, el desarrollo y quiénes
fueron los cabecillas del conflicto se hacen muy diferentes si se acude a las
declaraciones de los indígenas detenidos. Las primeras en declarar fueron
las mujeres que participaron en la oposición a la primera restitución rea-
lizada por don Toribio Gómez de Tagle. Todas ellas refieren la ausencia
de dirigente alguno durante el desarrollo de los altercados. Por ejemplo,
Dominga María señaló “que a un mismo tiempo se conmovió todo el pue-
blo, sin que se distinguiese cabecilla alguno”. Parecidas respuestas (“todo
el común había concurrido”, “no hubo especial persona que los indujeran”,
“haber salido en consorcio de su pueblo”) dieron las demás detenidas, con 233

i
lo cual querían dejar claro el carácter comunitario del acto, lo que se vio
reflejado cuando redactaron y firmaron el papel en la portería del convento
antes de salir a romper la tarjea (AGN, T 776, exp. 1, ff. 83 v., 85 v., 87 r.).
En idénticos términos se expresó el detenido Francisco Interial, cuando
señaló que era falso que don Tomás de Bárcena fue quien alteró al pue-
blo, sino que fue este quien acudió al gobernador a pedirle permiso para
romper la zanja del agua (AGN, T 776, exp. 1, f. 89 r.). Cuando, varios meses
después se entregó a las autoridades de la Real Audiencia el gobernador
Bárcena, sobre este asunto señaló que cumplió con todas las obligaciones
de su cargo y, como tal, ni apremió a sus gobernados a romper la tarjea ni
los coaccionó a impedir la restitución ordenada por la Real Audiencia, sino
que fueron “ellos mismos […] impelidos de la urgente necesidad de la falta
de agua rompieron la tarjea y resistieron la restitución sin que en ello tuvie-
se yo particular influjo” (AGN, T 776, exp. 1, f. 97 v.). Ruiz Medrano señala
que este tipo de tumultos comunitarios poseía una base de organización
asentada fuertemente en redes informales de resistencia que se consolida-
ban, de forma colectiva y consensuada, una vez que el conflicto estallaba
(“Los tumultos” 36).
Las causas y los motivos por los cuales los indios de Tepetitlán se mo-
vilizaron para romper la cañería y tomar tierras de la hacienda de Baltasar

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de Vidaurre coinciden en las versiones de casi todos los indiciados. La


carencia de aguas y de tierras se repitió en las declaraciones de todos los
detenidos, así como la afirmación de que las aguas y las tierras ocupadas en
la hacienda de Vidaurre les pertenecían, tal como ya lo había reclamado el
gobernador Bárcena en su primera exposición de motivos, el 11 de enero
de 1747. María Bartola manifestó en su declaración “que el haber salido fue
porque quitándoles el agua perecen, así los vecinos del pueblo como sus
animales” (AGN, T 776, exp. 1, f. 87 v.). No muy distinta fue la respuesta del
gobernador Bárcena, cuando, en medio de su interrogatorio, hizo refe-
rencia a las determinaciones que se tomaron en la portería del convento,
y a la elaboración de un papel o pliego, que firmaron todos:
[…] se juntaron algunos como para todos los actos de comunidad se jun-
234 tan, y fue la junta para que el agua corriese por donde solía, oprimidos de la
necesidad que padecían, que se morían de sed ellos y sus animales. (AGN, T 776,
i

exp. 1, f. 104 r.)


El enorme crecimiento demográfico fue también alegado como
causa de las acciones habidas en Tepetitlán, como señalaron algunos de los
detenidos. Los datos poblacionales que poseemos indican que hubo un
aumento demográfico constante desde fines del siglo XVII hasta concluir
el XVIII. Vetancurt, en 1696, recoge 820 indios naturales bajo la adminis-
tración religiosa de los franciscanos en todo el distrito de Tepetitlán, que
incluía cuatro haciendas y tres pueblos de visita con sus iglesias: San Pedro
Nextalpa, San Francisco Sayula y Natividad de Atenco (86). Cincuenta
años después, Villaseñor subraya en el Theatro Americano (118) que en el
pueblo de Tepetitlán vivían 69 familias de población india. Si se recurre
al promedio establecido para ese período, cinco individuos integrantes de
un grupo familiar (López 48), estaríamos determinando un aproximado
de 345 indígenas que habitaban en el lugar. Entre mediados y fines del si-
glo XVIII se asiste a un progresivo crecimiento de la población indígena
del centro de la Nueva España, salpicado con períodos de propagación de
enfermedades, como el sarampión y la viruela, que frenaban temporalmente
dicho desarrollo (Mondragón 106-109). De acuerdo con las cifras ofrecidas
por López Sarrelange para la jurisdicción de Tula en 1795, donde estaba in-
cluido Tepetilán, el aumento de la población india desde 1746 fue del 30% (48).

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Conflictos por el agua en Tepetitlán (Hidalgo, México), siglo XVIII

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Extrapolando estas cifras al pueblo de Tepetitlán, esta población a fines
del siglo XVIII podría estar cercana a los 450 pobladores. La falta de tie-
rras ante el crecimiento demográfico en los pueblos de indios novohis-
panos ha sido esgrimida por algunos historiadores, como Katz (78-79)
y Coatsworth (49), para explicar el aumento en el número de conflictos
sociales a lo largo del siglo XVIII. Tierras y aguas de muchos pueblos del
centro novohispano, como el caso de Tepetitlán, resultaron insuficien-
tes para que sus habitantes pudieran cubrir sus necesidades básicas. La
respuesta a ese malestar fue la invasión y la ocupación de tierras y aguas;
muchas de ellas, a su vez, vendidas y rentadas con anterioridad por los
pueblos a las haciendas, o adquiridas con malas mañas por los dueños de es-
tas, aprovechando la extrema debilidad de los pueblos de indios desde
finales del siglo XVI y durante el siglo XVII, debido, especialmente, al de- 235
clive demográfico. Cuando se le preguntó en el interrogatorio a la indíge-

i
na Dominga María por qué construyeron un jacal en uno de los ranchos
invadidos de la hacienda de Vidaurre, ella, además de señalar que el sitio
donde construyeron era propio del pueblo, expresó que se tuvieron que ir
a dicho lugar “porque en el que tenían en el pueblo ya no cabían sus hijos”
(AGN, T 776, exp. 1, f. 83 v.). En parecidos términos se expresaron las indias
Andrea María y Tomasa María. Así mismo, Juan Antonio Rodríguez de
Estrada, escribano de república y detenido, declaró que haber sacado al
santo patrón de la iglesia del pueblo y llevarlo a la ciudad de México “lo
hizo el común por venir a pedir dónde vivir porque ya en el pueblo no
caben” (AGN, T 776, exp. 1, f. 91 v.). Con ello podemos responder a los de-
seos expresados por el gobernador don Tomás de San José y Bárcena por
recuperar los cinco sitios de ganado menor que desde 1664 disfrutaron los
sucesivos dueños de la hacienda Endó. Baltasar de Vidaurre, su último
poseedor, se negaba a entregar los títulos y las mercedes que demostraban
la propiedad de estos al pueblo de Tepetitlán, y, por ende, su dominio y los
acueductos de agua que por dichas tierras pasaban, y que fueron ocupados
el 9 de enero de 1747 (AGN, T 776, exp. 1, ff. 22 r.-24 v.).
Las irradiaciones de este tumulto tuvieron sus resultados a corto
plazo. En 1748 las autoridades virreinales libraron un despacho para que

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se le asignasen tres días a la semana de agua corriente a San Bartolomé Te-


petitlán. Sin embargo, ciertos inconvenientes surgieron de esta medida. La
distancia del arroyo al pueblo (un cuarto de legua) le originaba ciertos pro-
blemas a las “niñas doncellas” que acudían a él a traer el agua. Otra contra-
riedad la representó el pueblo de Sayula, “que es donde está el remanente
de la dicha agua, y los indios no quieren dejar el agua en conformidad de lo
mandado” (AGN, T 776, exp. 1, f. 121 r.). Se pasaba de un conflicto entre
los naturales de Tepetitlán y el dueño de la hacienda Endó a otro entre los
pueblos de Tepetitlán y Sayula, con el agua como eje de la disputa.

rBibliografía
236
F uentes primarias
i

Archivo General de la Nación de México (AGN)


Civil (C)
General de Parte (GP) 6,
Indiferente Virreinal (IV) 3.839
Indios (I) 7, 13, 30
Inquisición (IN) 375
Mapas Planos e Ilustraciones (MPI)
Mercedes (M) 33, 60, 71, 73, 75, 76
Padrones (P) 7,
Tierras (T) 776, 1.669, 2.319, 2.587, 2.885, 3.035, 3.570, 3.616
Vínculos y Mayorazgos (VM)

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Fecha de recepción: 28 de agosto de 2010.


Fecha de aprobación: 31 de enero de 2011.

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R
Reseñas
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L
a fabrique d ’ un
saint à l ’ époque des L umières

[La politica della santità.


Nascita di un culto nell’età dei Lumi, 1996].
Marina Caffiero
París: Éhéss, 2006. 223 pp.

Renán Silva
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia

Marina Caffiero (reconocida especialista en la historia de la religión y de


la Iglesia católica en Europa, siglos XVI-XVIII) publicó en Italia esta obra en
1996, la cual fue traducida al francés y publicada en 2006 por las ediciones
de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, lo que da una idea de
su importancia. El tema no parece tener mayor novedad: se trata, en princi-
pio, del estudio de los acontecimientos que rodearon la canonización
de un fraile mendicante a finales del siglo XVIII, y de la significación que
tal episodio tuvo para el catolicismo en el siglo XIX. El secreto y la impor-
tancia de la obra no se encuentran, pues, en el tema, sino en el tratamiento
que se hace de él, en la forma como la autora construye, a partir de tales
eventos de canonización, un problema de investigación; es decir, una apuesta
que le permitirá encontrar las estrategias mayores, en las que tales even-
tos tendrán un sentido por su relación con la historia política y cultural del
período, el cual no es, simplemente, el de los años finales de la Ilustración,
sino, más precisamente, el de los años que van de la Ilustración a la Restau-
ración, pasando por la coyuntura europea revolucionaria de 1790.
La historia, en principio, es sencilla y no tan extraña o exótica como
se pensaría, y parece comenzar de la siguiente manera: “La tarde del miér-
coles santo del año [1783] (el 16 de abril) murió en Roma, en la casa del
carnicero Francesco Zaccarelli […] en el barrio popular de los Monti, un
joven peregrino de nacionalidad francesa. Quebrado por el exceso de sus
penitencias, por sus ejercicios de ascesis y por sus prolongados ayunos vo-
luntarios, Benoît-Joseph Labre expiró a la edad de 35 años”.

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Lo que ocurrió a continuación tiene algo de sorprendente. La muer-


te de quien era visto en el barrio —pero, en ese momento, difícilmente
más allá— como santo y como místico, como hombre de fe extrema, des-
pertó una ola de entusiasmo y fanatismo, y dio lugar, de inmediato, a un
“culto popular” que nadie se esperaba, a tal punto que la autora del libro
dirá que “la opinión popular lo había canonizado” antes que la Iglesia, la
cual, de todas maneras, reaccionó con prontitud, de modo que sus despo-
jos mortales fueron disputados por tres iglesias (dos de ellas parroquiales)
deseosas de albergar sus restos y reliquias, por fuera de que las gentes del
barrio obligaron a retrasar el entierro, pues querían tocar su cuerpo, lo que,
en principio, hace a nuestros ojos más sorprendente el episodio, pues La-
bre era famoso por sus piojos, su falta de baño, sus ropas sucias y sus heri-
242 das de mortificación, recorridas todas por innumerables gusanos, según
lo dan a entender los testimonios citados durante su proceso de canoni-
i

zación. Las disputas sobre el destino final de su cuerpo, luego de que se


determinó dónde reposarían sus restos, no pudieron ser zanjadas sino por
una especie de gran procesión de despedida que recorrió todas las calles
del barrio popular donde había pasado sus años romanos.
Pero, ¿quién era Benoît-Joseph Labre, y por qué la clamorosa reac-
ción de fe y piedad popular que despertó su fallecimiento? Francés de naci-
miento (había nacido en la Diócesis de Boulogne en 1745), luego de haber
tratado, sin éxito, de ingresar en varias órdenes religiosas, Labre se inclinó
por el destino —en esa época, ya poco común— de monje mendicante
y peregrino, y especializó su vagabundeo en dirección a los santuarios eu-
ropeos más conocidos. Durante siete años se dice que recorrió a pie más
de 30.000 kilómetros, hasta que por fin se estableció en Roma, en el barrio
popular de los Monti, donde su figura piojosa y andrajosa se hizo más o
menos popular, sin que llegara a ser muy conocido más allá de las calles del
que se convirtió en su entorno permanente. Dormía tirado en la calle, bajo
los puentes o en los sitios más primitivos que se pueda imaginar.
Al fervor popular por el nuevo santo y a los rumores de milagros
que desde ahora se dirá que rodearon su vida, responderá con una velocidad
asombrosa a la jerarquía de la Iglesia, que, contrariando todas las normas

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La fabrique d’un saint à l’époque des Lumières

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acostumbradas, inicia de inmediato el proceso de canonización de Labre,
quien ya en 1796 era declarado como “venerable”, mientras el entusiasmo
que despertaba su figura no dejaba de crecer. Calmada un tanto la tormenta
revolucionaria en Europa, el proceso de canonización, que temporalmen-
te había sido suspendido, vuelve a escena a principios del siglo XIX (¿un
santo de la Restauración?), en 1860 se produce la beatificación solemne, y en
diciembre de 1881 Benoît-Joseph entra con paso firme en el más alto de
los lugares del panteón católico, para satisfacción de sus fieles numerosos
y de una Iglesia Católica que parece haber dejado de lado cualquier reserva
que al principio pudiera haber tenido frente a la popularidad de Labre
y a los valores de santidad que podría representar. A explicar este acto de
fe —salido, al parecer, de una devoción popular acelerada e inesperada—
se dirige este documentado trabajo, que ha rehuido no solo las trampas de
la biografía y de la etnografía desprovista de fuerza histórica, sino que ha
243

i
querido, en buena hora, ofrecer un contexto político y cultural del proble-
ma analizado, e incluir sus preguntas en un horizonte mayor, a partir del
cual todas las ricas descripciones ofrecidas por la autora encuentran su
perspectiva histórica y antropológica.
Así pues, para Marina Caffiero se trata de poner la “obra, vida y mila-
gros” del futuro santo en un sistema de relaciones complejas en el interior
de la Iglesia Católica, en un momento de una coyuntura política particular
(Europa ilustrada y Europa revolucionaria); es decir, en una de las fases
más intensas de ascenso a la modernidad, de tal forma que el estudio rea-
lizado permita explorar dos tipos de problemas historiográficos mayores.
Por un lado, el de los modelos de santidad, considerados en el cuadro más
amplio de estrategias de las que se dota la Iglesia Católica para enfrentar los
retos de la modernidad y avanzar en un proceso de reconquista de una so-
ciedad laica y secular que se le escapa, para lo cual se ha fijado, desde finales
del siglo XVIII, dos grandes blancos: las clases populares y las mujeres. Por
otro lado, explorar el problema de las formas de estructuración simbólica
de la imagen de un nuevo santo, y, en este caso, de un “nuevo tipo” de san-
tidad, al tiempo que se exploran las funciones sociales y culturales del
santo propuesto a los fieles como motivo de devoción y como inspirador
de una conducta recomendada.

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Para la autora del libro la ocasión es ejemplar, pues los eventos en


torno al nuevo santo y el culto posterior desarrollado, sobre todo en me-
dios populares, resultan ser el síntoma de un cambio mayor en el catolicis-
mo de finales del siglo XVIII, en su confrontación con el mundo moderno
(en principio, el mundo de la Ilustración), frente al cual una de las mayo-
res cartas de la Iglesia fue la del regreso a un pasado mítico, pero de gran
fuerza espiritual para la propaganda católica (la cristiandad medieval, con
sus formas de vida “puras y originales”), un pasado que la historiografía y
la hagiografía de la Iglesia habían narrado muchas veces, hasta convertirlo
en una tradición respetada, aunque estuviera siendo abandonada desde
bastante tiempo atrás.
El personaje se presta de manera magistral al trabajo de exploración
244 de esos problemas históricos por varias razones, que pueden reunirse, para
i

avanzar rápido, en una: Benoît-Joseph Labre representa, desde muchos


puntos de vista, la anti-Ilustración, la negación, en el plano de la religión, de
todos los valores que la modernidad ilustrada proponía. Para empezar, se tra-
taba, en su caso, de una forma de “carrera eclesiástica” que, a su manera,
constituía un desafío a la autoridad de la Iglesia, pues los monjes mendican-
tes, sin pertenencia a órdenes religiosas específicas, vagabundeando por
Europa, no solo eran cosa del pasado, sino que eran cosa difícil de controlar
en el presente, por minoritarios que fueran. Ese tipo de monjes generaban
problemas de disciplina, una realidad que la Ilustración había vuelto a plan-
tear de manera nueva desde mediados del siglo XVIII como un ideal para
la vida social, un ideal que la Iglesia no había dejado de incorporar en su
propio beneficio.
En segundo lugar, el “cura” Labre se presentaba como un modelo
de virtudes, pero su idea de virtud (es decir, la que se desprendía de su
vida, de su forma de obrar —pues recordemos que se trataba de un laico
inculto, apegado a un modelo de devoción que no incorporaba grandes
elaboraciones teológicas—) no correspondía en absoluto a la idea de vir-
tud que en el siglo XVIII habían logrado imponer los ilustrados. Era una
idea que nada tenía que ver con el comercio, ni con el trabajo ni con la
utilidad: los tres principales hechos con los que la Ilustración relacionó al

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virtuoso. Se trataba, más bien, de las virtudes de la vida contemplativa, de
la vida vivida, ante todo, como servicio devoto al Señor (expresado en la
oración, y mucho más, en la mortificación que expía las culpas), pero no
como servicio a los semejantes.

En tercer lugar, este “monje peregrino” hacía una confesión descar-


nada de su adhesión al ideal de pobreza (un ideal más o menos olvidado
por las jerarquías de la Iglesia), y lo hacía, además, de una forma extrema,
pues, de paso, renunciaba a las normas mínimas de civilidad y urbanidad,
como las que tenían que ver con el aseo y el cambio de ropas y el control
preventivo de la enfermedad a través del cuidado del cuerpo; es decir, todo
lo que en el plano de la defensa de la vida contra la muerte (que ya no po-
día seguir siendo simplemente “muerte natural” y podía ser evitada) había
promocionado la Ilustración, un ideario al que la Iglesia no solo había ad- 245

i
herido de manera pasiva, sino que, en buena medida, había promocionado
(por ejemplo, en sus escuelas de primeras letras y en los sermones domini-
cales); entre otras cosas, porque se trataba de conquistas de civilización,
y no solo de fórmulas polémicas de la Ilustración.

Así pues, la vida de este hombre poco institucional y, en parte, “fuera


de las normas”, de cuyo ejemplo quería apoderarse la piedad popular, re-
sulta un caso digno de interés para plantear el problema de cómo y por
qué se llega a ser santo y cuáles son las funciones que cumplen los mode-
los de santidad en el marco de las estrategias de supervivencia de la Iglesia
Católica, que en este caso no solo debía enfrentar los desafíos del mundo
moderno, sino también los desafíos (la demanda de fe) de los medios po-
pulares, apegados a su propia creación (el nuevo santo), sin importar que
en principio esta desafiara la lógica de la institución.

De este último punto en particular, Marina Caffiero sacará materia


para sus análisis de la forma como la Iglesia negocia con sus fieles y como
logra incorporar sus demandas de fe, en los límites de una ortodoxia, que
siempre podrá ser ampliada o reducida, según las estrategias de la institu-
ción; lo mismo que advertirá sobre las complejas “formas de hacer” de una
Iglesia, fuertemente centralizada en el Vaticano, capaz de incorporar, sin

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rupturas y manteniendo el control de la institución, cambios de todo or-


den, al tiempo que deja entre los miembros de la institución el sentimiento
de una enorme participación en decisiones que, finalmente, solo son to-
madas en la pequeña cúpula eclesiástica.
A responder las preguntas planteadas al inicio de su obra es a lo que
dedicará Marina Caffiero los cuatro capítulos que conforman su libro, en
los cuales examinará, a partir del caso Labre, pero también más allá de él,
un grupo nutrido de estrategias destinadas por la Iglesia Católica a defen-
derse del mundo moderno y a restituir un modelo de santidad (en la prácti-
ca, un modelo de cristiano) que no se detiene ante nada, con el objetivo de
promover entre sus fieles un comportamiento práctico, en el que hasta
los piojos del “santo piojoso” pueden resultar, extrañamente, un nuevo
246 acto de fe. Por lo demás, como lo señalaba un hagiógrafo de la época, lo sucio
i

de Benoît-Joseph era lo sucio-contestatario contra la vanidad del mundo;


por ejemplo, la de Voltaire, quien era limpio, perfumado y corrupto, de tal
manera que el piojo se vuelve elemento de santidad y hasta reliquia, lo cual
no evita que los grabados que del santo se repartían a los fieles —y algunos
de los cuales reproduce el libro— lo hayan mejorado sensiblemente.
El modelo de santidad para ese mundo moderno siempre en crisis,
según la percepción de la Iglesia Católica, no será otro que el de un cris-
tianismo que cope desde el principio hasta el fin la vida de la gente, que
estructure una religiosidad práctica con convicciones penitenciales capa-
ces de afectar de manera decidida el propio cuerpo (mortificar el cuerpo)
y liberar la culpa del sujeto por la expiación. En pleno siglo XIX, y después
del acontecimiento de 1789 (que para la Europa continental funda de ma-
nera simbólica el advenimiento de la vida moderna), la Iglesia se propone
la renovación de un modelo de ayer, con fuertes componentes irraciona-
les, con promoción permanente del milagro y de la superstición, con una
visión fatalista de la pobreza que reintroduce en el nuevo siglo su forma de
existencia y de representación en el Antiguo Régimen, al lado de un mode-
lo de peregrinaje y formas de devoción que ya no se ejercerán de manera
práctica en el mundo ni en el camino de Compostela, sino en la capilla y
en la casa, a través de la imagen del santo supliciado y a través del manual

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La fabrique d’un saint à l’époque des Lumières

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de devoción, a través de la recomendación del sermón del domingo y a
través de la lectura de las vidas de santos, una de las formas más extendidas
de literatura sacra en el siglo XIX, con la que se quería, además, combatir la
nueva novela de entrega periódica a través de la prensa.
En el cuarto capítulo de su libro, Marina Caffiero aborda un punto
que parece crucial en una perspectiva de historia social de la Iglesia y de las
religiones, y que apunta a develar el “misterio” de un culto popular salido, al
parecer, de la nada; casi que “milagroso”, diríamos. En realidad, no hay santo
sin patrón y sin interesados en los procesos de santificación. El análisis
de los procesos de ascenso a los altares, sea en sus partes bajas o en las
altas, supone para el historiador la demostración empírica detallada de
las fuerzas que empujan de manera explícita o desde la “tras-escena” para
que el triunfo sea alcanzado.
247

i
Las redes de promoción, las fraternidades de interesados, los cuerpos
profesionales en busca de protector y de principio de identidad, todas esas
formas de construir desde abajo la religión y ampliar la esfera de influencia
de la Iglesia —que están presentes de manera tan evidente, por ejemplo,
en el marco de la sociedad hispanoamericana de los siglos XVI al XVIII—
son pruebas fáciles de integrar en un análisis cuando se quiere demostrar
el carácter socialmente organizado de formas de santidad, de modelos de
espiritualidad, de prácticas de devoción, que de otra manera seguirán apa-
reciendo como “hechos de mentalidad”, como “hechos de cultura” o, aun
peor, como “formas de idiosincrasia” que carecerían de historia.
La religión y las formas de piedad ilustrada, el posible jansenismo de
algunas de las autoridades virreinales, la posición de los ilustrados en torno
a las formas de religiosidad popular, el propio conflicto entre “ciencia y reli-
gión” de los ilustrados (para decirlo en palabras de Jaime Jaramillo Uribe),
el paso del ideal de virtud como la había conocido el siglo XVII a la for-
ma moderna del virtuoso útil y activo, la competencia entre modelos de
santidad que movilizan los párrocos en el siglo XIX (el de la utilidad social
y el de la devoción), como parece deducirse de las descripciones de Ma-
nuel Ancízar en su Peregrinación de Alpha, son todos interrogantes que nos

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Renán Silva
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siguen esperando, como más hacia atrás nos siguen esperando la Virgen
de Chiquinquirá o san Pedro Claver, y sobre los cuales la documentación,
además, se encuentra editada. El libro de Marina Caffiero puede ser, entre
varias otras cosas, una buena guía para emprender la exploración.
La Iglesia y la religión son, ante todo, hechos sociales, productos
creados por la sociedad, a la que, a su vez, dan forma y color, y, a veces,
su propio contenido. Son, pues, creaciones históricas posibles de explicar
más allá de esta o aquella pequeña etnografía sobre esta o aquella peque-
ña devoción, y el principio de su inteligibilidad, como lo muestra el libro
de Marina Caffiero, aparece (o por lo menos se hace posible) cuando los
problemas que se asocian a la religión y a la Iglesia se ponen en el marco
contextual y relacional que permite comprenderlos.
248
i

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Indios, negros y mestizos
en la Independencia
Heraclio Bonilla, ed.
Bogotá: Planeta; Universidad Nacional de Colombia, 2010. 340 p.

Robinson Salazar Carreño


Instituto Colombiano de Antropología e Historia

El libro compila catorce ponencias (correspondientes a igual número de


capítulos) y una relatoría de varios expertos internacionales en temas de
la Independencia de los países de la región andina, reunidos en un semi-
nario que organizó el Departamento de Historia de la Universidad Na-
cional de Colombia (sede Bogotá) entre el 27 y el 29 de agosto de 2008. La
conmemoración del Bicentenario de la Independencia fue el momento
para repensar la gesta emancipadora, plantear nuevas preguntas referen-
tes a una diversidad de actores silenciados por la historiografía oficial, es-
cudriñar en fuentes hasta el momento ocultas en los archivos y aplicar
andamiajes teóricos novedosos. Indios, negros y mestizos en la Independencia
ofrece a sus lectores diferentes versiones de la historia al preguntar por la
gente anónima, la plebe, la muchedumbre o los subalternos, a quienes no
se les puede desconocer su aporte a los procesos independentistas. El tex-
to se halla estructurado en cinco partes, que corresponden a las naciones
independizadas por Simón Bolívar, una relatoría realizada por Georges
Lomné y la bibliografía.
A lo largo de la obra se estudia una diversidad de multitudes anóni-
mas (indios, negros y mulatos —fueran esclavos o libertos—, mestizos,
libres de todos los colores, cholos, la plebe o los subalternos) y su relación
con el proceso de la Independencia de los cinco países de la región andina.
Eran la gran mayoría de la población de aquella época, diferente en propor-
ción demográfica, según la provincia y la jurisdicción del cabildo: los que
trabajaban la tierra y los yacimientos mineros, cargaban mercancías en sus
espaldas o a lomo de mula, se ubicaban en los sectores artesanales, arria-
ban el ganado, realizaban labores domésticas en las casas de los potentados,
vendían mercancías en las calles, las plazas y las tiendas, o vivían “sin Dios,

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ley ni rey”. Cada sector poblacional presentó una posición en relación con
el proyecto independentista o realista; cada uno defendió unos privilegios,
sus intereses y sus derechos adquiridos por un pacto consuetudinario con
la Corona; cada uno buscó ser incluido en los gobiernos republicanos o
en su contraparte realista, para adquirir derechos y libertades. No obstante,
no hubo conexiones sociales y políticas entre ellos, ni, mucho menos, con-
ciencia de cambio, lo cual aseguró el triunfo momentáneo de los ejércitos
del rey y la posterior consolidación del poder de los blancos y los criollos
ilustrados en la fundación de las repúblicas independientes.
Uno de los aportes más interesantes del libro en sus distintos capí-
tulos es otorgarles a los sectores populares o subalternos un lugar trascen-
dental en la historia de las luchas por la emancipación y dejar de lado la
250 incompleta y parca interpretación de la Independencia que involucró a
i

realistas y patriotas criollos que manipularon a su favor a mestizos, indios


y esclavos para provocar revueltas y engrosar ejércitos. Hace visibles los
objetivos, a veces poco perceptibles, las luchas y los “proyectos” (inorgáni-
cos, como los denomina Óscar Almario en el capítulo 1) que defendieron,
o trataron de hacerlo, aquellos sectores subalternos: la libertad de los es-
clavos, la defensa de la autonomía de las comunidades negras, las tierras y
los privilegios de los indígenas, los desacuerdos con los llamados “malos
gobiernos”, así como la conservación de los derechos consuetudinarios de
los unos y de los otros.
Otro aspecto que rescatar en varios de los capítulos (no en todos)
es la búsqueda, en la larga duración, de explicaciones a las reacciones que
tomaron estos sectores a favor o en contra de la Independencia. Varios
historiadores han entendido que no se puede tener un profundo conoci-
miento del proceso si se restringen los estudios a los años 1808 y 1825, sino
que es necesario analizar toda la trama social, política, económica y cultura
del período colonial tardío, e incluso más allá, en cada uno de los entes
territoriales americanos. Así lo hicieron: Heraclio Bonilla (capítulo 14), al
encontrar en las grandes rebeliones indígenas del sur andino de 1780-1781
los antecedentes de los desacuerdos entre los grupos indígenas durante la
emancipación; Elina Lovera Reyes (capítulo 8), en las iniciales relaciones

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Indios, negros y mestizos en la Independencia

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pacíficas entre los caquetíos de Venezuela y los conquistadores españoles, y
la posterior defensa indígena de los intereses de la Corona; Rocío Rueda y
María Eugenia Chaves, en las luchas de los esclavos de Esmeraldas y Cho-
ta-Mira (capítulos 5 y 6) por defender durante la Independencia los dere-
chos adquiridos por sus comunidades décadas atrás. En esto no fueron tan
afortunados, por ejemplo, los historiadores colombianos Catalina Reyes
y Jairo Gutiérrez (capítulos 2 y 4) para explicar las razones de la posición
neutral de los indios de las provincias de Santafé, Tunja y Antioquia en la
independencia de Colombia; o Ítala de Mamán (capítulo 11), con respec-
to a las razones para que los indios de Cochabamba asumieran una férrea
resistencia contra los realistas luego de que estos tomaron el control de la
provincia. Sin embargo, en tales vacíos hay ricos filones de investigación
para futuros historiadores. 251

i
Otro elemento importante del libro es el enfoque regional, que ha
posibilitado profundizar en ciertos sectores poblacionales de un territorio
específico enmarcado por una provincia o una jurisdicción de cabildo, así
se evitan las generalizaciones. Diferenciar a los indios realistas de Santa
Marta (Nueva Granada), Pasto (Nueva Granada) y Coro (Venezuela) de
los republicanos de Cochabamba (Bolivia), Cusco (Perú) y Puerto Viejo
(Venezuela), así como la posición neutral de aquellos que habitaban las
provincias de Tunja y Santafé (Nueva Granada); o a los negros realistas
del valle del Patía (Nueva Granada) de los que optaron por el bando repu-
blicano, como los de Cartagena (Nueva Granada) y Esmeraldas (Quito).
Igualmente, los vaivenes de los negros, esclavos y mulatos de Venezuela y
Popayán para reclutarse en uno u otro bando, de acuerdo con los ofreci-
mientos de libertad y privilegios; o los viejos antagonismos de los indíge-
nas peruanos y las débiles alianzas de criollos, mestizos e indios en aquel
virreinato. Aquellos estudios han permitido matizar las diversas expe-
riencias regionales y de segmentos populares frente a la Independencia,
sin forzarlas a generalizaciones y a una sola expresión frente a los aconte-
cimientos emancipadores.
Por otra parte, el enfoque regional ha permitido acceder a una
variedad de fuentes desconocidas por la historia tradicional (llamada

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Robinson Salazar Carreño
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“historia sagrada” por Miguel Izard en el capítulo 10), que contienen


una valiosa información para ampliar las interpretaciones sobre la épo-
ca. Desde aquella documentación se puede oír la voz de los subalter-
nos y conocer sus acciones, sus alianzas, sus intereses, sus apropiaciones
y las maniobras para conseguir sus objetivos. El ejemplo más evidente
es el texto de Ester Aillón (capítulo 12), quien a través de las causas crimi-
nales seguidas contra el mulato Francisco Ríos reconstruyó el mundo
social de los sectores populares y negros de La Plata (Sucre, actual Bo-
livia), y sus estrategias políticas en los motines contra las autoridades
españolas de 1809 y 1810. También José Marcial Ramos (capítulo 9) logró
construir pequeñas biografías de negros libres y esclavos destacados en
la independencia venezolana por medio de la información dispersa en fuen-
252 tes primarias y bibliográficas.
i

Finalmente, hay dos componentes más que rescatar del libro. El pri-
mero es el llamado de atención para realizar balances historiográficos no
solo del período de la Independencia, sino de cualquier otro, lo cual hizo
Alfonso Múnera (capítulo 3) al comparar las distintas versiones de la histo-
ria que se han producido sobre la intromisión de los sectores negros y mu-
latos en la independencia de Cartagena. El segundo es la visión desde un
espectro más amplio, que desborde los límites provinciales y nacionales,
para comparar las diversas experiencias de los denominados subalternos.
Esta perspectiva fue la utilizada por Miguel Izard (capítulo 10) al descri-
bir, a lo largo del continente americano, los grupos que buscaron refugio
en zonas inhóspitas para huir del control de las autoridades. Así mismo,
Christine Hünefeldt (capítulo 13), al reflexionar en el marco sudamericano
sobre los distintos mecanismos utilizados por líderes militares patriotas y
realistas para reclutar esclavos, así como sobre las estrategias de estos últi-
mos para hallar ubicaciones ventajosas en los ejércitos y la sociedad de los
países independientes. Estos dos elementos permiten ampliar las formas para
abordar el pasado, observar lo que se ha hecho y formular nuevas pregun-
tas con las investigaciones de otros países y de las décadas pasadas.
Una de las preguntas que quedaron pendientes en la mayoría de los
capítulos, y que no se han planteado muchos historiadores que estudian

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Indios, negros y mestizos en la Independencia

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la Independencia, es la cuestión de la inclusión o exclusión de los sectores
indios, negros libres y esclavos y mestizos en la configuración de las nacio-
nes independientes. La historia de la Independencia no debe finalizar
con las batallas definitivas, la rendición de las tropas del rey y la expulsión
de los españoles de los territorios americanos. Es necesario también avan-
zar algunos años más para analizar cómo los líderes políticos y militares
organizaron el Estado y, además, cómo sus decisiones afectaron a los dife-
rentes sectores populares. En esto Óscar Almario (capítulo 1) avanza más
allá de los años críticos de las guerras de la Independencia en la provincia
de Popayán. Argumenta que las comunidades negras fueron excluidas de
la nueva república, lo cual fue respondido con su libertad de hecho, el des-
moronamiento del antiguo complejo esclavista agrominero, la forma-
ción de sociedades negras en libertad y la ocupación masiva del territorio. 253
De igual modo, Heraclio Bonilla (capítulo 14) indica la forma como los

i
indios peruanos se levantaron contra la república “traidora” y solicitaron el
regreso del rey.

Un aspecto que brilla por su ausencia en el libro es la falta de ma-


pas que les permitan a los lectores ubicar geográficamente la provincia o la
localidad a la que hace referencia el capítulo. Más aún cuando se espera
que el público no se restrinja a Colombia, sino que se amplíe a las cinco
naciones del área andina. Se requieren estas ayudas que faciliten una mejor
comprensión de los textos. Además, los planos cartográficos pueden enri-
quecer las interpretaciones del pasado que hacen los historiadores, como,
por ejemplo, en la apropiación del territorio, su organización, su distribu-
ción y la lucha por controlarlo. No es una cuestión de determinismo geo-
gráfico, sino de tener en cuenta las variables del espacio para explicar las
dinámicas económicas, sociales y políticas de la gesta emancipadora. Por
ejemplo, ¿dónde está ubicado el partido de Puerto Viejo? Tatiana Hidro-
vo (capítulo 7) argumenta que su condición portuaria, fronteriza y perifé-
rica contribuyó a la apropiación de las ideas de soberanía y ciudadanía
por parte de los indios de su distrito. Únicamente Elina Lovera (capítulo 8)
presenta la localización de la ciudad de Coro y los centros urbanos bajo su
jurisdicción, fuesen de indios, de negros, de blancos o de mestizos.

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Las primeras gramáticas
del Nuevo Mundo
Ascensión y Miguel León-Portilla
México: Fondo de Cultura Económica, 2009. 152 pp.

Renán Silva
Universidad de los Andes, Colombia

Aportes del Nuevo Mundo a la cultura universal

Ascensión y Miguel León-Portilla, dos de los más grandes eruditos en la


cultura, el pensamiento y las lenguas de los “antiguos mexicanos”, publi-
can este pequeño volumen lleno de informaciones bien documentadas, y
que permite plantear discusiones que no solo tienen que ver con el cono-
cimiento histórico de dos zonas culturales de primer orden dentro de la ci-
vilización mexicana que los españoles encontraron a su llegada a México a
principios del siglo XVI, sino que remite a discusiones mayores en el campo
de las ciencias sociales (incluida, desde luego, la lingüística) y de la filosofía.
En principio, el libro trata simplemente de lo que su título indica: la presen-
tación de las dos primeras gramáticas de lenguas indígenas publicadas en el
Nuevo Mundo. Se acompaña de datos biográficos e intelectuales sobre sus
autores, e incluye una descripción cuidadosa y muy elaborada de la forma
como los dos frailes autores de los textos abordaron el estudio de lenguas
que constituían una novedad. El libro, como señalamos, permite abordar
problemas más generales sobre el marco renacentista y humanista en el
que se cumplieron el Descubrimiento y la Conquista del Nuevo Mundo,
sobre la erudición de muchos de los frailes que participaron en la empresa,
y sobre el significado que para el mundo de hoy tiene ese trabajo de des-
cripción de las dos grandes lenguas de los “antiguos mexicanos”.
Abordemos, pues, cada uno de esos puntos mencionados, comen-
zando por la presentación de las obras de las que con detalle se ocupa el
pequeño volumen, no sin dejar de reconocer que muchos otros trabajos
de los León-Portilla han dado cuenta de muchos otros aspectos de la histo-
ria intelectual y cultural de los nahuas y “michoacanes”, aspectos que no se

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Las primeras gramáticas del Nuevo Mundo

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repiten en este texto. El lector puede, sin problema, dirigirse a la rica y perti-
nente bibliografía que acompaña al libro, y que incluye las referencias a los
textos anteriores de los autores y a muchos otros relacionados con el tema.
Las dos gramáticas que son presentadas y estudiadas son, por un
lado, el Arte de la lengua mexicana, de fray Andrés de Olmos, concluida en
fecha tan temprana como el 1 de enero de 1547, e impresa solo a finales del
siglo XIX (en 1875), pero que circuló de forma manuscrita y fue un texto uti-
lizado y respetado en su época; y, por otro , el Arte de la lengua de Michoacán,
del franciscano Maturino Gilberti, impresa en las prensas de Juan Pablo en
1558. Cabe señalar que, por razones fáciles de comprender, las lenguas in-
dígenas de los pueblos del Nuevo Mundo fueron un objeto temprano del
interés de los altos funcionarios coloniales civiles y eclesiásticos. En parte,
la redacción de estas obras y de algunos bosquejos anteriores que se per- 255

i
dieron, y la de muchos otros posteriores que sobrevivieron y mejoraron
los trabajos pioneros de de Olmos y de Gilberti, obedeció a exigencias del
nuevo poder civil. Se trataba, pues, de conocimiento con fines prácticos
de dominación y con metas precisas en cuanto a los resultados buscados:
conocer las nuevas sociedades amerindias con fines de explotar riquezas
e imponer “lo sobrenatural cristiano”, para decirlo en el agudo lenguaje de
Serge Gruzinski. O, dicho de la forma hoy dominante: se trataba de impo-
ner el poder colonial sobre los pueblos sometidos.
Una de las enseñanzas más valiosas de la obra que reseñamos es que
los procesos sociales de que se trata pueden ser mucho más ricos, comple-
jos, matizados y ambiguos de como lo hace creer el uso actual (de origen,
en apariencia, foucaultiano) de las categorías “poder” y “dominación”. En
primer lugar hay que señalar, como advierten los autores del libro, que es-
tas “artes de la lengua” no habrían sido posibles sin una consideración de
“humanismo universalista” sobre su carácter de lenguas, y no de “dialectos
del diablo” o de formas de comunicación de menor estatuto que las len-
guas europeas. El hecho innegable de que formaran parte de empresas
de poder (pero, ¿qué no lo es?) no hace desaparecer la presencia de tal
perspectiva universalista, y no puede conducir a omitir que, como inves-
tigaciones, las gramáticas de Olmos y de Gilberti se localizan en el mismo

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horizonte conceptual de similares trabajos europeos, y no pueden ser asi-


miladas sin más al simple empeño de someter y dominar. Estas gramáticas,
y algunas de las posteriores, tratan las lenguas indígenas en el mismo plano
de complejidad y objetividad en el cual lo hacían las gramáticas que en
Europa en ese momento daban cuenta, por primera vez, de las “lenguas
nacionales” que empezaban, de forma visible, a convertirse en dominan-
tes en sus propias sociedades. Pertenecen, pues, sin ninguna duda, al cam-
po de la evolución de un saber de perspectiva universal, al que de manera
más reciente designamos como lingüística.
A ese primer elemento hay que agregar un hecho que a veces se ol-
vida, dentro del espíritu vindicativo de muchos de los analistas actuales de
la Conquista y la colonización españolas, y es que la empresa colonial fue
256 adelantada no en el marco de la “oscura Edad Media” (según las leyendas
i

al uso), sino en el marco del Renacimiento; es decir, de una ampliación


de las perspectivas culturales y geográficas que definen lo humano en su
inmensa diversidad. Se trata de un hecho que vuelve a poner de pre-
sente la contribución de primer orden del Nuevo Mundo al nacimiento
de la moderna ciencia social (en este caso, la antropología, la lingüística y las
ciencias de la religión), y la manera ambigua como el conocimiento de la
sociedad (y el de la naturaleza) se encuentra confundido con los proce-
sos de dominación. Como había señalado en su propio contexto Walter
Benjamin, no hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo do-
cumento de barbarie.
En muchas oportunidades se ha hablado, con justa razón, de la ig-
norancia de los frailes que vinieron al Nuevo Mundo (ignorancia repro-
ducida hasta el presente por muchos de sus sucesores), pero no debe
olvidarse que algunos de ellos inscribían su trabajo en el horizonte más
moderno que era posible concebir en ese entonces: por ejemplo, en el
campo de las “ciencias del lenguaje”. Los León-Portilla insisten, con jus-
tas razones, en el hecho de que ni Olmos ni Gilberti siguen al pie de
la letra la más importante obra en su campo existente para ese momen-
to: la Gramática castellana, de Antonio de Nebrija, publicada exactamen-
te en 1492, ni sus Instituciones latinas (una obra anterior), lo que muestra

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no solo su independencia de criterio, sino la manera como asumen al
mismo tiempo la universalidad y la singularidad de las dos lenguas que
están tratando de analizar. Es esa posición de distancia frente a Nebrija,
y su conocimiento directo y práctico de las lenguas que estudiaron lo
que les permite a los dos autores dar cuenta del carácter específico de
las mismas.
No creo que la discusión esté cerrada en relación con este punto,
y la propia descripción que hacen los autores de la forma como los dos
frailes pensaron las lenguas que interrogaron indica que algo del privilegio
que Nebrija daba al latín sigue presente en tales obras, pero creo, también,
el problema es resuelto, en parte, por los León-Portilla al mostrar que el
recurso a las viejas nociones de analogía y anomalía (lo semejante y lo
que difiere) explica cómo se puede utilizar el “modelo estructural de una 257

i
lengua”, sin necesidad de agotar en él las posibilidades y las singularidades
de la nueva lengua estudiada. De tal manera que nada parece desmentir el
maravilloso paso adelante que los dos frailes habían dado al considerar las
dos lenguas que examinaban como creaciones universales y singulares,
expresión del pensamiento y la cultura, al mismo título que lo eran las
lenguas europeas.
En este pequeño libro resalta también la forma como se encuentra
presente en la elaboración de estas dos gramáticas lo que en un lenguaje de
moda se llamaría el “concurso del otro”. No hay que tener una gran inteli-
gencia para darse cuenta de que no era posible describir un vocabulario y
avanzar luego a la estructura de una lengua, pasando, desde luego, por su
fonología y llegando, incluso, hasta aspectos muy detallados de su pragmá-
tica, como lo hicieron estos frailes, sin recurrir a los propios hablantes, sin
estar cerca de las civilizaciones estudiadas, sin interesarse por su sabiduría
acumulada, sin recurrir a lo que Gilberti llamó “las pláticas de los vie-
jos sabios”, lo cual indica que no todo se reducía a la simple dominación
y al interés egoísta. La historia de la lingüística escrita en Europa, con una
perspectiva puramente etnocentrista, nunca se ha dado cuenta de la forma
como el estudio de las lenguas del Nuevo Mundo se constituía en una fuente
importante para el estudio universal del instrumento por excelencia de

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comunicación entre los humanos, pero tal hecho no debe ser conside-
rado como extraño. Los europeos se han negado a sí mismos muchas
formas de enriquecimiento cultural por su falta de universalismo, por
su negativa implícita a considerar que solo existe una especie huma-
na (con variedades diversas, y, a veces, extremas), un hecho agravado
recientemente por todos los propagandistas, de un lado y de otro de la
geografía académica, de “alteridades extremas”, que dividen al género hu-
mano a la manera de elementos separados por su maldad excesiva o por su
bondad intrínseca, según el bando del cual se participe.
El libro se cierra con algunas consideraciones breves sobre “el tesoro
de las lenguas indígenas”, parodiando con fina ironía a Covarrubias, y con
el recuerdo de que esas lenguas, aún habladas por millones de personas
258 en México, abarcan una visión del mundo transformada en sonidos, pa-
i

labras y oraciones, y recordando la imposible separación entre lenguaje y


pensamiento. De igual forma señala que constituyen un patrimonio de la
humanidad. Hay algunas cosas que podrían discutirse de los análisis esbo-
zados en este libro, de su presentación de la organización interna de estas
gramáticas (que es la parte nuclear del texto) o de la forma como hilvana
las vicisitudes personales de los dos autores, pero, en general, el lector debe
sentirse complacido con el trabajo leído, y debe verse impulsado a mirar
desde puntos de vista similares a su propia sociedad. En el caso del Nuevo
Reino de Granada, por ejemplo, la situación no puede haber sido más dife-
rente. Por un lado, el hecho mayor que se impone a nuestra consideración:
la ausencia en nuestro territorio de civilizaciones de tan alta evolución
como las mexicanas. Por otro lado, y correlativamente con lo anterior, la rá-
pida disminución del uso de las lenguas indígenas principales y de su lingua
franca: la lengua de los muiscas o chibchas, en beneficio de la lengua caste-
llana, que en poco tiempo se impuso como la lengua por excelencia de la
comunicación entre los diversos grupos de la sociedad. Se trata de una de
las razones por las cuales ningún trabajo similar al de Olmos o Gilberti, o
a los otros que lo continuaron o lo antecedieron, puede encontrarse en el
caso del Nuevo Reino de Granada. Ninguna de las gramáticas (o vocabu-
larios) que se produjeron aquí logró el despliegue de ciencia ni los alcances
que se encuentran en los trabajos de Nueva España.

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El mestizaje, que atravesó de cabo a rabo la sociedad, fue lo que se
impuso, y las lenguas indígenas que sobrevivieron (un número importan-
te) lo hicieron en marcos espaciales, sociales y demográficos reducidos.
En este punto hay que distinguir con claridad entre la observación mesu-
rada del historiador y el proyecto político de los adalides de la re-etnización
del presente mestizo con fines de acción política, una empresa cuya legiti-
midad no cabe aquí discutir. Nada de ello quiere decir que no se trate de
una historia importante y apasionante para investigar, más allá del simple
inventario de las lenguas aún existentes, o del tradicional lamento sobre la
Conquista española. A pesar de los esfuerzos que al tema han dedicado in-
vestigadores como María Stella González o Humberto Triana Antorveza,
poco se ha avanzado en la historia social de las lenguas indígenas entre los
siglos XVI y XVIII, y, mucho menos, en el conocimiento de todas las hablas 259
y lenguas que deben suponerse entre las poblaciones negras que arribaron

i
en calidad de esclavas. Un punto sobre el cual no se sabe casi nada, a pesar
del intento de uso de “métodos regresivos” y de conectar “etnografía del
presente” con investigación histórica del pasado.
Las formas de comunicación iniciales en los primeros encuentros,
la aparición de los llamados “lenguaraces” (los indígenas bilingües), la in-
mersión de frailes y curas seculares en las lenguas de los indígenas, la im-
posición del castellano, los intentos de implantar el latín en algunos grupos
indígenas y mestizos para usos religiosos, todos los cuales son aspectos
centrales para avanzar en el análisis del proceso de evangelización —y para
cuyo estudio los materiales de archivo parecen ser abundantes—, si-
guen siendo aspectos por estudiar. Y más allá de la política de la lengua,
la acción de la vida social misma, por fuera de toda acción planeada: el
papel del comercio en la imposición del castellano, las lenguas de la co-
municación en las minas, en las haciendas y en los obrajes, las formas del
intercambio en el mercado o en los ámbitos familiares, donde sirvientes
y domésticos debían hacer uso de un castellano complejo, repleto de vo-
cablos provenientes de su propia lengua, de la lengua impuesta, y aun de
frases prestadas al latín, un complejo universo cultural y conceptual muy
importante que está por estudiarse.

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Renán Silva
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A finales del siglo XVIII algunos de los ilustrados, empezando por


José Celestino Mutis (quien era un coleccionista de gramáticas y voca-
bularios indígenas —aunque no había demasiadas para coleccionar— y
mencionaba, no sabemos con qué tanto conocimiento, el atractivo de la
“dulce lengua de los Achaguas”), se preocuparon por las lenguas indíge-
nas, pero la mayor parte de sus observaciones indican que su interés era
ya el mismo de los eruditos y los curiosos, el de quienes se preocupan por
algo que se encuentra en trance de desaparición total, y que, en buena me-
dida, se valora como exotismo. Su interés omitía que esas lenguas tenían
aún una existencia social, si bien de forma minoritaria, y que eran dignos
objetos de estudio. Pero es muy posible que si hubieran concretado ese
interés más allá de la curiosidad habrían carecido de los instrumentos
260 de análisis con los cuales sí contaron los frailes que en México produjeron
no solo las dos gramáticas que aquí hemos mencionado, sino ese verdadero
i

corpus de gramáticas indígenas, esa suma de conocimientos de los cuales


pudieron disponer los estudiosos en la Nueva España, y con los que cuen-
tan hoy los investigadores del México de ayer.

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Poder central, poder local.
F uncionarios borbónicos
en el Tucumán colonial .
Un estudio de antropología política

Ana María Lorandi


Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008. 230 pp.

María Victoria Márquez


Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Una lectura antropológica sobre la administración


borbónica colonial y sus funcionarios

En esta obra, Ana María Lorandi condensa y reelabora sus últimos estudios
sobre los primeros funcionarios borbónicos que actuaron en la antigua
Gobernación del Tucumán. Más allá de su sólida experiencia en el campo
de la etnohistoria, esta vez la autora recupera diversas tradiciones teóricas
para abordar prácticas, ideas y conflictos presentes en esta jurisdicción
durante las décadas previas a la implementación de las reformas político-
administrativas más importantes del poder colonial. El trabajo se enfoca en
la actuación del gobernador José Manuel Fernández Campero (1764-1769)
y en los principales conflictos que atravesaron su gestión en las ciudades
del Tucumán; sobre todo, en Córdoba, Jujuy y Salta. Lorandi reconstruye
con detalle los diferentes discursos y prácticas presentes en ese clima de
tensiones, con base en un conjunto de fuentes inéditas, entre las que se
destacan cartas de gobernadores y actas capitulares, juicios de residencia a
funcionarios coloniales, pleitos por límites jurisdiccionales, denuncias en
torno a la administración de los bienes de los jesuitas expulsos, entre otros,
sustanciados ante las audiencias de Charcas y de Buenos Aires, e instancias
judiciales superiores en la metrópoli.
Como se anuncia en el título del trabajo, la perspectiva de análisis
privilegiada ha sido la antropología política. Al identificar dichas fuentes
como documentos que contienen diversas “voces” de aquel pasado, Lorandi
se propone un análisis que contemple los discursos y las conductas de los
actores individuales y colectivos, y la relación de estos con las normativas y

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María Victoria Márquez
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las instituciones que regulaban la vida de la comunidad. Pero el bagaje teó-


rico desplegado en el trabajo es mucho más amplio. A la reseña de las his-
toriografías clave sobre la cuestión política en América a fines del período
colonial (como John Elliott, Horst Pietschmann, François-Xavier Guerra
y Annick Lempérière, y Juan Carlos Chiaramonte) se integran los intere-
santes conceptos planteados por Antonio Hespanha y Bartolomé Clavero,
desde una renovada historia del derecho, así como lecturas provenien-
tes de la teoría social y de la ética social cristiana.

El problema central de investigación trata sobre las primeras medi-


das reformistas en el Tucumán colonial durante la década de 1760 y las ten-
siones que generaron a escala regional; especialmente, en el ámbito de los
cabildos, órganos de expresión del poder de las élites locales por excelencia.
262 Estos se vieron en la encrucijada de dos modelos políticos contradictorios.
i

Hasta entonces el tradicional esquema corporativo les había permitido


a las élites criollas consolidar un importante grado de autonomía frente a
la administración real, y en este sentido fue fundamental el despliegue de
prácticas muy difundidas en dichos ámbitos, tales como el clientelismo, el
nepotismo y la venalidad de ciertos cargos. En dirección contraria, el pro-
yecto borbónico, de carácter regalista, apuntaba a recuperar el control so-
bre sus colonias y reconstituirlas como fuente de riqueza. Como objeto de
estudio, Lorandi aborda trayectorias, y, sobre todo, “estrategias discursivas”
de diversos actores que intervinieron en este proceso. Además de Campe-
ro, su investigación recupera otras dos figuras que actuaron paralelamente
a su gestión, y que son consideradas en esta obra como representativas de
la nueva calidad de funcionarios promovida por la metrópoli en la segun-
da mitad del siglo XVIII. Uno de ellos es Francisco de Bucareli y Ursúa,
gobernador de Buenos Aires y comisionado especial de la Corona para
realizar el extrañamiento de la orden ignaciana, en lo que diez años más
tarde sería el territorio del Virreinato del Río de la Plata. El otro es el obispo
Manuel Abad Illana, de prédica antijesuita y lenguaje de raigambre próxi-
ma al cristianismo jansenista. Respecto a los dos personajes Lorandi sos-
tiene que fueron típicos funcionarios borbónicos, convencidos regalistas,
enviados con órdenes precisas de implementar los cambios necesarios

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Poder central, poder local. Funcionarios borbónicos en el Tucumán colonial...

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para restituir el poder real e imponer nuevas pautas de comportamiento
en una sociedad caracterizada, según se juzgaba en la Península, por su
“debilidad moral”.
La riqueza de este trabajo reside en la complejidad del análisis que,
desde el doble abordaje a escala micro y macro, articula diversos actores,
campos institucionales y planos contextuales, y así da cuenta del ba-
rroquismo presente en las dinámicas de este espacio social, así como de
las dificultades que se impusieron a la nueva burocracia colonial. En el
plano de los acontecimientos se sitúan los agentes (como el gobernador
Campero, sus aliados y las facciones capitulares opositoras) frente a los dos
principales conflictos que atravesaron sus relaciones mutuas. Uno de los
puntos críticos de esta década, la expulsión de los dominios españoles de
la Compañía de Jesús (1767), movilizó a buena parte de los sectores más 263

i
poderosos de la gobernación, fuertemente vinculados a la orden por me-
dio de intereses económicos y políticos. Otro factor de conflicto fueron
las medidas de Campero en torno a la defensa de la frontera con las pobla-
ciones indígenas del Chaco y al control de los recursos económicos dis-
ponibles para ello (la recaudación del gravamen de “sisa”), que activaron
resistencias en las distintas ciudades de la gobernación. Aquí también la
presencia jesuita, a través de misiones volantes en el Chaco (y el respaldo
que esta tenía entre sectores criollos, en la Audiencia de Charcas, e incluso
en la corte virreinal de Lima) fue un factor de desestabilización del pro-
yecto impulsado por Campero.
Un segundo plano de análisis permite observar estos acontecimien-
tos a la luz del proyecto más amplio del reformismo borbónico. La autora
sostiene que los primeros ministros de Carlos III (1759-1788) comenzaron
implementando políticas menos rupturistas que las dispuestas durante
las últimas décadas de ese siglo, y que se sustentaban, mayormente, en el
nombramiento de funcionarios dotados de una clara convicción polí-
tica y moral acorde con el pensamiento de dichos ministros, en torno a
la necesidad de desarticular las estructuras tradicionales de la sociedad
colonial. Sin embargo, se concluye en este trabajo que una contradicción
fundamental en la política real dificultó, desde su origen, el éxito de estos

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primeros intentos reformistas. La Corona había promovido el recorte de


los poderes locales antes de modificar el marco legal en el que estos se sus-
tentaban, con base en el derecho castellano medieval y en la superposición,
tanto de normativas como de competencias jurisdiccionales. Los vecinos
de las ciudades del Tucumán actuaban en un espacio de corrupción insti-
tucionalizada, de ilegalidad no cuestionada, y en un estado de permanente
hostilidad entre facciones. Ante los intentos de los gobernadores Campero
y Bucareli por quebrar esos márgenes de autonomía logrados por las élites
criollas, plantea Lorandi, estas se ampararon en los cabildos y en otras insti-
tuciones atravesadas por las redes de poder regionales (como la Audiencia
de Charcas), e insistieron en la reproducción de estrategias de poder
tradicionales: reforzamiento de las redes de parentesco y afinidad, prácticas
264 corporativas, y, sobre todo, la manipulación de competencias jurisdiccio-
nales superpuestas.
i

Finalmente, un tercer plano de análisis presente en el trabajo preten-


de dar cuenta, siempre en torno al caso del gobernador Campero, de los
alcances de la transformación cultural e ideológica del siglo XVIII europeo,
en España y en América. Para comprender cuáles fueron las vertientes del
pensamiento renovador de la época que influyeron tanto en el programa
político de los Borbones como en el pensamiento de sus más convencidos
funcionarios, se analizan los escritos de Campero y del obispo Abad Illana,
y se recuperan aquellos elementos conceptuales centrales que remiten al
campo de la “ética pública” y al sentido del bien común. De acuerdo con
este análisis, en torno a ciertas concepciones vertidas por estos personajes
y que sustentaron sus resistidas acciones en el Tucumán, es posible iden-
tificar las influencias del iluminismo francés y del jansenismo heterodoxo.
Entre estos elementos se cuentan: la noción del poder absoluto del monar-
ca frente a instituciones como la Iglesia y el papado; la revalorización del
trabajo y el comercio, a diferencia de los viejos principios de honor guerrero
y prerrogativas señoriales; el lugar de la razón y el individuo como respon-
sable primordial de su accionar, en oposición al sentido del privilegio dado
por la pertenencia a un estamento social; y el valor de la “solidaridad social”
frente a la ritualidad del poder y la defensa corporativa del estatus. Se explica

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Poder central, poder local. Funcionarios borbónicos en el Tucumán colonial...

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de esta forma cómo los nuevos funcionarios borbónicos generaron un cli-
ma de tensión en la sociedad tucumana, y cómo la defensa de dichos prin-
cipios sacudió, aunque no definitivamente, sus fundamentos simbólicos.
La historiografía ha prestado todavía poca atención a este con-
texto; sobre todo en lo relativo a la administración colonial y las élites
criollas. En este sentido, el trabajo de Ana María Lorandi es un aporte
interesante, no solo por su indagación sobre acontecimientos particula-
res de la actuación de Campero en el Tucumán colonial, sino por aquello
que suscita el mayor interés en la propia autora: las estrategias discursivas
y políticas de los actores. Definiendo al Tucumán del siglo XVIII como
un espacio social multiétnico, multicultural, cuyas fronteras con los te-
rritorios indígenas no sometidos eran fluctuantes, la autora plantea que
estas particularidades se conjugaron con la fuerza de la mentalidad y las 265

i
prácticas corporativas de la sociedad colonial, actuaron a modo de ta-
miz ante los lineamientos políticos y simbólicos que pretendía implantar
la metrópoli, e imprimieron un sesgo propio a las reformas borbónicas.
Así es como a los conflictos analizados por Lorandi subyace un proce-
so de formación estatal que, aún en etapa embrionaria, puso en tensión
modelos divergentes de apropiación y prácticas de poder, con nociones
contrapuestas sobre el sentido de la distribución del capital político y
simbólico en la sociedad colonial del Tucumán.
En este trabajo se desatacan también otros aspectos interesantes; en-
tre ellos, una buena síntesis sobre la situación de los indígenas del Chaco
y los asedios españoles durante ese período. En relación con la sociedad
criolla de la Gobernación del Tucumán, se tienen en cuenta los sectores
no pertenecientes a la élite de poder, que conforman buena parte del total
de la población, y que, sin embargo, no emergen claramente en los docu-
mentos históricos. Un acercamiento a esos sectores criollos pobres, mesti-
zos y de castas se presenta en esta investigación en torno a la problemática
de las milicias destinadas a los fuertes de frontera. La perspectiva que adop-
ta Lorandi en esta obra le permite captar cómo estos grupos, reclutados
para la defensa, no parecían sostener lealtades predefinidas, y participaban
en las disputas por los espacios de poder entre los vecinos y el gobernador

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María Victoria Márquez
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negociando su colaboración con una y otra facción a cambio de sueldos


atrasados y otros beneficios. Sin embargo, esta misma perspectiva limita
el trabajo en otros sentidos. Si bien el objetivo de la investigación no es
trazar una prosopografía del gobernador Campero, se echa de menos al-
guna referencia más clara sobre su formación, sus lecturas, sus referentes,
en la medida en que buena parte del trabajo consiste en recuperar, desde el
discurso, sus principios políticos.
Por otra parte, llama la atención que la autora no retome de sus
trabajos previos sobre el tema cuestiones relativas a las negociaciones
del gobernador Campero con ciertas facciones capitulares (o, al menos,
con algunas figuras concretas de aquellas élites) para obtener apoyo lo-
cal. Se mencionan las intervenciones del gobernador a favor de quienes
266 parecen haber sido sus aliados, y, sobre todo, la existencia de apoyos con-
i

cretos recibidos por el gobernador. Pero sería interesante que se diera


en este trabajo un lugar más claro a esa dinámica de “don y contradon”,
que muestra a un tipo de funcionario que, efectivamente, actúa desde
el proyecto borbónico de centralizar el poder y avanzar sobre los espa-
cios controlados por los criollos, pero que sabe emplear los recursos y
mecanismos disponibles para ganar posiciones (Lorandi, “La guerra”).
Así mismo, sería importante que se delinearan, al menos de manera sin-
tética, cuáles fueron los puntos de fisura dentro de las élites criollas que
generaban los faccionalismos mencionados por la autora. Desde nuestro
punto de vista se percibe la necesidad de un desarrollo más extenso de
estos aspectos; especialmente, al momento de explicar aquellos matices
(que Lorandi identifica con claridad a partir de su reconstrucción empí-
rica) entre prácticas y discursos, proyectos y respuestas sociales, apoyos
y resistencias a los primeros intentos de reforma, en el caso particular de
las ciudades del Tucumán durante el siglo XVIII.

rBibliografía
Lorandi, Ana María. “La guerra de las palabras. Córdoba contra el gobernador
Fernández Campero”. Cuadernos de Historia 7 (2005): 97-128. Impreso.

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La disputa por las almas. Las órdenes
religiosas en Campeche, siglo XVIII
Adriana Rocher Salas
México: Conaculta, 2010, 470 pp.

Rodolfo Aguirre
Universidad Nacional Autónoma de México

Sin duda, la salvación de las almas fue una de las más importantes tareas
que el régimen hispánico y la Iglesia se echaron a cuestas en las Indias.
Pero aunque la Corona, los funcionarios reales, las instituciones eclesiás-
ticas y los grupos sociales dominantes coincidieron en ese objetivo, las
formas y los recursos que debían emplearse para lograrlo, según cada uno
de esos actores, fueron diversos. Hoy en día no existe una obra historio-
gráfica que comprenda, aun de manera general, el conjunto de instancias,
materiales o inmateriales, desplegadas en el amplio territorio novohispa-
no para que se lograse llevar a efecto ese objetivo, tan caro al dominio
español, durante los tres siglos de su existencia. Una razón de peso es que,
a medida que durante las últimas dos o tres décadas han ido surgiendo
estudios que han profundizado en las especificidades regionales de las
instituciones eclesiásticas, las antiguas generalizaciones que se hicieron
sobre la historia de la Iglesia han sido rebasadas, y los actuales historia-
dores abocados a su estudio saben que formular nuevas conclusiones
es riesgoso; cuando mucho se han avanzando conclusiones parciales. A
medida que nuevas investigaciones de enfoque provincial se publican, nos
demuestran que aún estamos lejos de conocer todas las variantes y las es-
pecificidades institucionales que se dieron en Nueva España.
La investigación de Rocher Salas, en ese sentido, se ha centrado en
considerar a las órdenes religiosas como grupos de poder en permanente
relación, ya sea de diálogo o de confrontación, con la sociedad campecha-
na. Cada una de dichas órdenes tuvo ámbitos de acción e influencia deli-
mitados a partir del ejercicio de sus tareas en el seno de la Iglesia, y cada
una desarrolló actividades económicas específicas para lograrlo; todo

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ello, subordinado, al menos en teoría, a la salvación de las almas. La


disputa por las almas… posee varias virtudes que es necesario destacar,
para darle su justo valor. En primer lugar, es fruto de una acuciosa investi-
gación documental en archivos nacionales y extranjeros que la convier-
ten en una obra original, pues muchos de los documentos empleados
son inéditos. Mas esta riqueza documental siempre necesita un serio
trabajo de análisis y reflexión, para que realmente pueda rendir aporta-
ciones valiosas a la historiografía, como en esta obra se logra. Un aspecto
que debe destacarse es el de la periodicidad. Aunque hace ya varios años
la historiografía estableció lo poco justificable de estudiar al siglo XVIII
como una etapa histórica, y se impuso la idea de un “largo siglo XVII”,
que iniciaba desde fines del siglo XVI y finalizaba hasta 1750, incluso esta
268 idea debe ser revisada, al menos parcialmente, puesto que con el reinado
de Felipe V, entre 1700 y 1746, se inician cambios sustanciales en política
i

eclesiástica, los cuales, aunque poco espectaculares y menos estudiados


aun, señalan ya, sin embargo, una inflexión en lo que a la historia de la
Iglesia concierne.
La primera mitad del siglo XVIII novohispano es una etapa poco in-
vestigada, pues normalmente se la ha considerado como una continuación
de los procesos de la centuria anterior, o bien, como una época que simple-
mente antecedió el reinado de Carlos III. En medio del llamado siglo de la
integración y las reformas borbónicas, este período, sin embargo, se carac-
terizó por cambios importantes en el ámbito eclesiástico que tuvieron gran
trascendencia. Si bien la transición política de los Austrias a los Borbones
se dio, en general, de forma pacífica en América, de ello no debería seguirse
que ya nada importante sucedió durante el reinado de Felipe V, pues en
lo concerniente a la Iglesia indiana hubo modificaciones que ocasionaron
condiciones favorables para las posteriores reformas de Carlos III. Así pues,
resulta un acierto que Rocher Salas se haya centrado solo en el siglo XVIII,
y, más aun, que buena parte de su libro esté enfocada en la primera mitad
de dicho siglo: algo que no sucede a menudo; pero esta investigación
viene a demostrar la pertinencia de estudiar el reinado Felipe V en lo que a
política eclesiástica se refiere.

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La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en Campeche, siglo XVIII

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Otro aspecto sobresaliente de la obra aquí reseñada es que, si bien
está centrada en la región campechana, en ningún momento del análisis
se olvida su pertenencia a muchos ámbitos mayores, como la gobernación
de Yucatán, el virreinato español o el Imperio Español; es decir, se trata de
un estudio regional vinculado a las problemáticas generales de esos ma-
yores ámbitos a los que pertenece. Esto es una cualidad que no siempre se
encuentra en investigaciones de enfoque regional, con lo cual se pierde el
interés para un mayor público lector.

Igualmente, debe señalarse que no son muchas las obras sobre el cle-
ro regular del siglo XVIII, en comparación con las dedicadas a los siglos pre-
cedentes. Desde el siglo XIX la historiografía se había ocupado de las órde-
nes religiosas, aunque, sobre todo, de su labor evangelizadora y educativa 269
durante el siglo XVI, o bien, de la biografía de sus principales hombres. So-

i
bre los franciscanos son notables las obras de Lino Gómez Canedo, Fran-
cisco Morales, John Phelan, George Baudot, Elsa Cecilia Frost, Carmen de
Luna, José María Kobayashi, Stella María González Cicero y José Refugio
de la Torre Curiel. Los dos últimos han escrito los pocos trabajos mono-
gráficos de carácter regional sobre las provincias de San José de Yucatán y
Santiago de Jalisco. Sin embargo, aún faltan estudios sobre las otras provin-
cias. El siglo XVIII es el menos estudiado sobre las órdenes religiosas, a pesar
de los profundos cambios que hubo en ellas. Está pendiente de hacerse,
por ejemplo, una investigación sobre el impacto que tuvieron en su orga-
nización interna, durante el período comprendido, las secularizaciones de
las parroquias, iniciadas por Palafox, en Puebla, durante el siglo XVII, y la de
Fernando VI, ordenada en 1749. Faltan también estudios sobre la econo-
mía de los conventos, sus propiedades, sus capellanías y sus rentas, y sobre el
destino de sus capitales, así como sobre la influencia de los conventos, en
su calidad de estructuradores del espacio urbano. De ahí la importancia de
contar con La disputa por las almas…, que muestra un camino por seguir
para el estudio del clero regular dieciochesco. Dividido en cuatro grandes
capítulos, este libro nos descubre la cotidianeidad de las tres órdenes reli-
giosas asentadas en el distrito de Campeche, tanto en su interior como en
su exterior. Franciscanos, jesuitas y juaninos desplegaron toda una labor

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en esta región portuaria, entrada marítima al Yucatán colonial. Diferentes


proyectos los animaron, como bien se demuestra en el texto: los hijos de
Asís, dedicados a la evangelización de los indios mayas; los jesuitas, a la
educación y a la formación de la población blanca; y los juaninos, sobre
todo, a la atención hospitalaria de la población flotante del puerto.

En un excelente primer capítulo sobre el Campeche del siglo XVIII,


la autora presenta los diferentes escenarios presentes entonces: desde el
omnipresente clima tropical y sus recursos naturales, y la economía por-
tuaria y de explotación del palo de Campeche, hasta los grupos sociales y
sus gobernantes. En el segundo capítulo, contando ya con el contexto re-
gional básico, Rocher Salas nos mete de lleno a la intimidad económica del
270 clero regular campechano, en la que destaca la estrecha vinculación de los
franciscanos con los recursos indígenas, y donde las obvenciones parro-
i

quiales fueron el principal recurso, complementado con los servicios per-


sonales gratuitos de los indios, no solo para las necesidades de los templos
y conventos, sino también, para los negocios particulares de los frailes, algo
en lo que no se diferenciaban de otros grupos dominantes de la región.

En cambio, los jesuitas tuvieron mucho menos recursos, los cuales


provinieron de varias actividades, como el negocio inmobiliario, el crédito
y la explotación, y el comercio de maderas y tintóreas, así como la actividad
agroganadera (la principal de las cuales era el arrendamiento de inmuebles
urbanos); en cambio, su participación en el mercado del crédito fue redu-
cida, al igual que la explotación de fincas rurales, a diferencia de otra regio-
nes con presencia jesuita. Otro fue el esquema financiero de la orden de
San Juan de Dios, cuyo hospital fue sostenido, básicamente, por la coope-
ración, voluntaria o forzosa, de vecinos, del gobierno regional, de los bar-
cos que arribaban al puerto o de los militares que resguardaban las costas,
más que por las limosnas. De esa forma, marineros y soldados aportaban
un monto fijo que les garantizaba la atención hospitalaria. Estas contribu-
ciones continuaron vigentes hasta fines del siglo XVIII, y constituyeron el
sostén básico del hospital, algo que cambió con la libertad de comercio de
los puertos indianos con España, y por lo cual los barcos ya no se sintieron

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La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en Campeche, siglo XVIII

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obligados a colaborar con los juaninos. Así, el libro demuestra la red de
vínculos entre las tres órdenes religiosas con los diferentes grupos sociales
de la región, lo que les aseguró los recursos financieros básicos para desem-
peñar sus tareas.
Al puntual análisis sobre la economía interna de las órdenes de
Campeche le sigue un tercer capítulo, intitulado “La lucha por el poder”;
quizá el más interesante del libro, por retratar a los hombres que durante
el siglo XVIII las constituyeron: sus afanes, sus ambiciones y sus vínculos
con los grupos de poder de Yucatán. Lejos de ser corporaciones pasivas,
el activismo de franciscanos y jesuitas, al contrario de los juaninos, los lle-
vó a serios enfrentamientos con otros poderes regionales para preservar
sus prerrogativas. Esto lo podemos ver, sobre todo, en el caso de los fran-
ciscanos, quienes, al considerar las doctrinas de indios como un mundo
271

i
exclusivo de ellos, trataron de impedir, al menos hasta antes de Carlos XVIII,
la intromisión de cualquier otra autoridad. Pero no solo ello, pues duran-
te la primera mitad del siglo XVIII la sociedad campechana presenció es-
candalosos pleitos por los altos cargos jerárquicos y la distribución de las
doctrinas de indios. Por otro lado, antes de la secularización tuvieron tam-
bién fuertes enfrentamientos con el clero secular, tanto por cuestiones de
jurisdicción con los obispos como por el siempre espinoso asunto de la
potestad sobre las doctrinas. Inmersos en estas dinámicas, los hijos de Asís
fueron incapaces de advertir los graves problemas en su seno: la carencia
de vocaciones religiosas, un deficiente sistema de reclutamiento, la perma-
nente intrusión de otros poderes, tanto civiles como eclesiásticos, en los
asuntos conventuales, y la ambición por conseguir las prelacías más im-
portantes. Todo ello devino en una provincia debilitada internamente, que
buscaba apoyos externos para resolver sus problemas. Con todo, los fran-
ciscanos, en conjunción con el gobernador de Yucatán y los cabildos de
Mérida, Valladolid y Campeche, pudieron detener las reformas del obispo
Gómez de Parada, durante la década de 1720, sobre cómo reglamentar el
pago de obvenciones.

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Por el contrario, la autora demuestra que los jesuitas, más que con-
flictos en su interior, los tuvieron en el exterior. Como en otras regiones
novohispanas, los hijos de Loyola tuvieron que ganar su propio espacio
en Campeche, ante la poderosa presencia franciscana. Pero no solo esto,
sino que también tuvieron tensiones con el clero secular. Ante ello, los
padres ignacianos recurrieron también a tejer alianzas, ya fuera con las fa-
milias prominentes de la región o con los obispos, para enfrentar a sus
rivales. En contraste, a causa de que su actividad hospitalaria no conlle-
vaba el poder económico o social, los juaninos no tuvieron disputas en
su entorno, y las autoridades de Yucatán respetaron su autonomía, por
lo cual no tuvieron que preocuparse de la vigilancia de gobernadores,
oficiales reales ni obispos.
272 En el cuarto y último capítulo la autora analiza las especificidades
i

en cuanto a la aplicación de las reformas borbónicas en Yucatán y Cam-


peche. Si bien la secularización de doctrinas empezó con fuerza, al igual
que en el resto de Nueva España, a pesar de los disturbios provocados y
de la oposición de varias autoridades, la rebelión de Canek, en 1761, sir-
vió a los franciscanos para demostrar que sin su presencia había siempre
el riesgo de que los indios se rebelaran, dado que el clero secular carecía
de la capacidad de control. El descrédito de los clérigos provocó, entonces,
que la secularización se detuviera, y que los franciscanos recuperaran su
antiguo prestigio. A pesar de la secularización de nueve doctrinas y de la
disminución de sus rentas, la provincia franciscana siguió siendo una de
las corporaciones con mayor poder económico en Yucatán, lo cual mati-
za la idea de una decadencia total del clero regular en las postrimerías del
período colonial. Dentro de la provincia franciscana, si bien ya no se pre-
senciaron los grandes pleitos de la primera mitad del XVIII, la lucha por el
poder continuó, aunque esta vez se dirimió más por la negociación y sin
recurrir a poderes externos, como antes. Y, hacia el exterior, por primera
vez en la historia eclesiástica de Yucatán, y ante los embates borbónicos a
las instituciones eclesiásticas, el obispo y los franciscanos, lejos de escenifi-
car los antiguos enfrentamientos, iniciaron una etapa de colaboración y de
alianza ante el poder regio.

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La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en Campeche, siglo XVIII

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Por lo que respecta a la expulsión de los jesuitas de Yucatán, Rocher
Salas señala que la ejecución de esta se dio sin disturbios, gracias, en buena
medida, a la eficiente labor de los funcionarios y al obediente apoyo del
obispo. En Campeche la residencia de san José y su escuela anexa fueron
entregadas al cabildo local. El siguiente paso fue tratar de que los francis-
canos se hicieran cargo de ambos establecimientos, pero la improvisación
y la dificultad para asegurar su financiamiento provocaron la reticencia
franciscana por más de dos décadas, hasta que en 1799 por fin lo hicieron.
Y en cuanto al devenir del Hospital de san Juan de Dios, su reducción del
personal hospitalario, la limitación al ingreso de novicios y su mayor su-
jeción a la vigilancia civil deterioraron, a la larga, su tradicional presencia
en Campeche; esto, aunado a la desaparición de las contribuciones de las
embarcaciones de que antes habían disfrutado, puso en estado de ruina 273
las finanzas de los juaninos, y así continuó hasta 1821, cuando el hospital

i
fue entregado a la ciudad de Campeche.
Otra problemática a la que se enfrentó la Iglesia yucateca fue el
establecimiento de la Intendencia y de los subdelegados. Los intenden-
tes pretendieron intervenir en asuntos antes privativos de la jurisdicción
eclesiástica diocesana y regular, en lo cual fueron secundados por los sub-
delegados. El choque por la supremacía jurisdiccional no se hizo esperar,
por supuesto. A decir de la autora, el reformismo borbónico tuvo límites
importantes en Campeche, pues ni el clero secular ni las autoridades pro-
vinciales tuvieron la capacidad necesaria para sustituir al clero regular en
muchas de las tareas antes delegadas en este último. Según lo antes expues-
to, La disputa por las almas… viene a confirmar que la historia social y po-
lítica de las corporaciones eclesiásticas regionales es necesaria para poder
profundizar en nuevas líneas de investigación en el futuro.

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Nombrar y representar: escritura y naturaleza
en el Códice de la Cruz-Badiano, 1552
Andrés Castro Roldán:
El Orinoco ilustrado en la Europa dieciochesca
Guadalupe Pinzón Ríos:
William Dampier en el Mar del Sur. Mapas y diarios de viaje ingleses
en el reconocimiento del Pacífico novohispano (siglo XVIII)
Armando Hernández Souvervielle :
La jura de la Constitución de Cádiz en San Luis Potosí (1813).
Un discurso barroco del poder a través de la Iconología de Ripa
María Teresa Aedo Fuentes:
La ambivalencia del discurso inquisitorial:
el proceso de Francisco Maldonado de Silva (Chile, siglo XVII)
Flávio dos Santos Gomes:
Africanos, tráfico atlántico y cimarrones en las fronteras
entre la Guyana Francesa y la América portuguesa, siglo XVIII
José Eduardo Rueda Enciso:
Alianza y conflicto interracial en los Llanos de Casanare (Virreinato del Nuevo
Reino de Granada). El caso del adelantado Juan Francisco Parales, 1795-1806
Francisco Luis Jiménez Abollado
y Verenice Cipatli Ramírez Calva:
Conflictos por el agua en Tepetitlán
(Hidalgo, México), siglo XVIII

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La Red Postal de Colombia, vence el 31 de diciembre de 2011 ISSN 2027-4688
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