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Manantiales de encanto en la Vida Religiosa

La fraternidad, fuente
de encanto en la Vida Religiosa
Q JOSÉ Mª. GUERRERO, S.J.
Miembro del Consejo de Dirección de la Revista Testimonio

INTRODUCCIÓN
En el primer Congreso Mundial de la Vida Consagrada, celebrado en
Roma en el 2004 se congregaron 757 Superiores y Superioras Mayores,
más de 40 teólogos y un grupo de jóvenes invitados. Uno de ellos habló a
la Asamblea diciéndonos:
“Queremos decirles con sencillez y sinceridad que hambreamos comuni-
dades que sean como esos espacios verdes en las ciudades donde se res-
pira aire de Dios, de Humanidad, lugares de encuentro y de amistad, de
apoyo, de serenidad de perdón y de Àesta. En un mundo desgarrado por
las rivalidades y violencia de todo tipo, las comunidades religiosas cree-
mos que deberían ser una potente interpelación a la FRATERNIDAD DE
TODOS. A nuestra sociedad le falta ´alma´ es decir, un clima ecológico
donde se oxigene el corazón porque se viven relaciones cálidas, abiertas,
maduras, llenas de comprensión, de tolerancia amorosa, de respeto y va-
loración del otro, del distinto y diferente, de lealtad, de transparencia, de
valoración del otro, del diferente”.
Enseguida tomó la palabra una joven y nos dijo:
“Los jóvenes de hoy estamos convencidos que nuestras fraternidades de-
berían convertirse en un POTENTE MANANTIAL DE VIDA que empape
nuestra tierra, a veces, reseca e infecunda por la falta de afecto, de cari-
ño, de solidaridad, de ternura y misericordia”.
A lo largo de esta reÁexión, me propongo discernir, con la ayuda del Espí-
ritu, cuándo una comunidad se va haciendo manantial de vida para noso-
tros y para los demás, un manantial de agua cristalina que corre y recorre
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la vida de tantos hermanos y hermanas, sembrando frescura evangélica,


gozo y entusiasmo por doquier. Intento reÁexionar para mostrar cómo
conseguir que ese manantial del “encanto” de la vida religiosa siga co-
rriendo y dando agua limpia y cristalina. La palabra “encanto” se reÀere
a todo aquello que produce alegría contagiosa, fuerte atractivo, suave
frescor y estimulante optimismo. Despierta simpatía, imaginación y fanta-
sía. Y por su naturaleza hace brotar fuerza, entusiasmo e ilusión.

I. IMPORTANCIA DE ESTE MANANTIAL DE VIDA


Nos va quedando cada vez más claro que la vida comunitaria es “mucho
más que un simple compartir un mismo techo, una misma mesa y un mis-
mo reglamento... No somos voluntarios de una organización multinacional,
ni huéspedes más o menos contribuyentes de nuestras casas” (P. Peter-
Hans Kolvenbach).
Hambreamos comunidades que sean como esos espacios verdes en la ciu-
dades donde se respira aire de Dios y de humanidad, lugares de encuentro
y de amistad, de acogida y de apoyo, de serenidad, de perdón y de Àesta.
Necesitamos personas con quienes compartir nuestra fe, nuestra razón
de ser y de trabajar, lo que pensamos y sentimos, nuestros problemas y
esperanzas. Pero, por otro lado, nos desalentamos, a veces, frente a ex-
periencias dolorosas y frustrantes de tantos religiosos que viven solos, a
pesar de estar juntos. No es raro que se cuelen por nuestras casas el mal
humor, cierto afán de protagonismo, competencias y envidias larvadas o
maniÀestas, un individualismo invasor, egoísmos, a veces, camuÁados
que revelan que nos interesa más nuestra propia realización que la entre-
ga a los demás (como si esto fuera posible), ciertas indirectas agresivas e
incluso palabras y hasta procesos a las intenciones de hermanos… Todo
esto escandaliza a los cristianos de a pie y quedan sorprendidos y descon-
certados por el antitestimonio de religiosos y religiosas que hablan mal
de sus hermanos a sus espaldas en vez de corregirlos fraternalmente con
comprensión y cariño.
Esto no es manantial de agua limpia sino un canal de aguas llenas de
lodo.
Por eso decía un Provincial a sus hermanos:
“Necesitamos que nuestras comunidades, siendo apostólicas, sean al
mismo tiempo espacios en que nos sintamos ayudados, en donde se res-
pire franqueza, espacios acogedores y alegres para nosotros mismos y
para la gente que nos quiere y que desea visitarnos… Volvemos a decir
lo que he dicho en otras ocasiones: nos falta demostrarnos que nos
queremos mucho. Nos falta alentarnos más, cuidarnos más, sostenernos
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más unos a otros. No debemos hablar mal de las personas de los otros
ni de sus trabajos”.
Concluyendo, por un lado, añoramos comunidades acogedoras con mucho
sabor a hogar y mucha pasión por la misión. Las necesitamos vitalmente
para crecer, para realizarnos como personas, para ser felices en nuestra vo-
cación. Por otro lado, constatamos la dolorosa realidad de comunidades sin
garra ni mordiente, con poca comunicación vital y mucha desesperanza.
Ayer mismo me decía una religiosa a la que acompaño: Entienda que tengo
que salir de la comunidad para oxigenarme. Son tales las minucias en que
nos enredamos que resulta poco menos que imposible vivir en un clima
tan achatado y enrarecido. ¡Cómo añoramos ese manantial de afecto, de
comprensión y entusiasmo que nos haga sentirnos hermanos y testigos de
fraternidad!
De ahí que algunas comunidades no llenen nuestras expectativas y nos
hagan más sufrir que gozar. Es claro que así nunca se convertirán en una
profecía viviente de futuro para una humanidad desgarrada por tantas riva-
lidades socioeconómicas, étnicas, religiosas.
Mi convicción profunda es que si la vida religiosa tiene hoy una oportuni-
dad y un papel que desempeñar es el de crear en todas partes, suscitar, ani-
mar y sostener hogares de vida auténtica fraterna que no se cierren en el
calor de nido, sino que, partiendo de nuestras comunidades, irradien a los
demás amistad, apoyo, estímulo y reconciliación. Por eso hoy la comuni-
dad es uno de los temas trabajados en la reÁexión teológica y que más pre-
ocupa en la praxis. Así debería ser el MANANTIAL que brota del corazón
de nuestras comunidades.

II. ¿QUÉ HACER HOY PARA QUE ESE MANANTIAL DE FRATERNIDAD


SIGA CORRIENDO Y DANDO AGUA LIMPIA? ¿QUÉ NOS EXIGE?

No cabe duda que el talante comunitario de hoy es bastante distinto del


que se vivió antes de Concilio. Ha sido un largo proceso y no todos han
avanzado al mismo ritmo. Sin embargo y en general, creo que puede aÀr-
marse que el estilo de vida comunitaria es hoy menos rígido y estructura-
do, más Áexible y dinámico. El centro de gravedad de la comunidad no es
ya la norma sino la persona (“el sábado es para el hombre, no el hombre
para el sábado”: Mc 2, 27). Va quedando atrás el religioso y religiosa sim-
plemente “ejecutor” Àel de normas y va surgiendo, en cambio, el hombre y
la mujer más creativos, más corresponsables, que se esfuerzan por discer-
nir en comunidad lo que a la comunidad le compete tanto en su vida como
en su misión.

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Sin pretender agotar el tema, sí querría dibujar el perÀl del nuevo estilo de
las comunidades que son creadoras de aguas limpias y transparentes.

1. De un compartir techo y mesa a compartir la vida y la misión


La experiencia nos ha enseñado que no pocos religiosos y religiosas están
solos a pesar de estar juntos y también al revés que muchos están juntos a
pesar de estar solos. La suma de muchas soledades no da nunca como re-
sultado una comunidad.
Por otro lado, soplan nuevos vientos de modernidad y postmodernidad.
¿Qué signiÀca esto? Que cobra un relieve inusitado y un valor primordial
la subjetividad, la valoración de la persona, la igualdad entre todos, la
participación y la corresponsabilidad, el diálogo y la gratuidad… Dicho
más brevemente, que se ha pasado –o se está pasando– de una vida común
a una comunidad de vida. La vida en común crea una común-unión frágil
y superÀcial que se logra a base de actos comunes que están establecidos
institucionalmente y que se cumplen al pie de la letra (en una escuela mi-
litar es exactamente lo qué pasa, pero una escuela militar está muy lejos ni
siquiera de asemejarse a una comunidad). La comunidad de vida, en cam-
bio, es rica de relaciones personales, de acogida, de respeto y valoración
por el otro, el diferente, es una vida en diálogo y discernimiento, en liber-
tad responsable, en preocupación por el otro. El núcleo articulador de todo
es la amistad auténtica y madura entre los miembros.
En este estilo de comunidad más que la presencia física –siempre deseada
y gozada por los amigos de verdad– es la compenetración de espíritu y la
unión de corazones lo que verdaderamente importa. Es emocionante leer
las cartas de San Francisco Javier a sus compañeros que dejó en Europa
(aquellos primeros jesuitas). El decía que la “Compañía de Jesús es com-
pañía de amor” y así lo vivía. Y “la amistad, como dice Juan Salvador Ga-
viota, no depende del espacio y del tiempo”. Las cartas de Francisco Javier
chorrean afecto y cariño para sus compañeros. Los miles de kilómetros
que los separaban no eran obstáculo para tenerlos siempre presentes, para
vivir en comunión de espíritu con ellos. Y no es raro que suceda que los
que viven bajo el mismo techo y reglamento y se sientan a la misma mesa
se encuentren a mil leguas de distancia sin saber qué piensa el otro, que
sueña y añora, que siente, que le hace gozar o sufrir. El manantial se ha
secado y todo se hace estéril.
2. De estructuras que aniñan a otras que forman en la libertad
No ha sido raro que, con buena voluntad, se hayan multiplicado los apoyos
estructurales que han forjado personas aniñadas, sin creatividad e imagi-
nación, más Àeles ejecutoras de órdenes que discernidoras desde la propia
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responsabilidad y su leal saber y entender de esas decisiones que se iban


fraguando y conÀgurando la misma comunidad. Esa indebida dependencia
no permitía desarrollar la personalidad en toda su plenitud. No se ayuda a
crecer en madurez y en responsabilidad coaccionando la libertad sino pro-
moviéndola. O se ejercita o se atroÀa. Desgraciadamente no faltan todavía
comunidades excesivamente reglamentadas que impiden caminar con hol-
gura y libertad hacia las exigencias de una vida comunitaria seductora por
lo fraterna, comprometida, disponible y gozosa.
No es que neguemos ciertos apoyos estructurales, necesarios en cualquier
grupo social, pero hay unos que forman y otros deforman, Y no olvidemos
aquella sensata advertencia de Pablo VI: “Cuantas más son las reglas me-
nos es el espíritu con que se viven”. Hay que dejar Áuir el agua sin que
nada la tapone.

3. De la uniformidad imposible a la unidad en la diversidad


A veces nos ronda la tentación de querer uniformar lo diverso. Y esto se-
ría un atentado contra la misma personalidad de cada uno. La comunidad
religiosa es una pálida imagen de la comunidad trinitaria. La comunidad
trinitaria no solo está en el origen (la mutua relación y autodonación de
las personas divinas abriéndose y entregándose unas a otras y al hombre)
sino también en el término (comunión real de vida CON el Padre, EN el
Hijo POR el Espíritu Santo y por eso entre los hermanos). Pero la comuni-
dad trinitaria se hace en la diferencia, no en la uniformidad: cada persona
es distinta y actúa distintamente. Y a “imagen… y a semejanza” de Dios
hemos sido hechos (Gn 1, 26-27), pero de Dios Comunidad de personas
distintas. La unidad de la Santísima Trinidad está hecha de oposiciones y
diferencias entre las personas divinas, compartidas en el amor. La unidad
está en la diferencia, no en la uniformidad. ¿Qué signiÀca entonces ese
cierto afán por nivelar a las personas?

4. De la trinchera fortiÀcada al campo abierto donde se lucha


Empecemos por una convicción profunda que nos enseña la experiencia y
es que una comunidad introvertida se neurotiza y acaba siendo un peque-
ño inÀerno. Nuestra apertura, escucha y diálogo con el mundo es siempre
un estímulo de revisión, de provocación a pensar, a examinar, a discernir
lo que de otra manera tendemos a dar por supuesto. La mejor manera de
desdramatizar los pequeños conÁictos y problemas de dentro de nuestras
comunidades es sumergirse en las tragedias que sufren nuestros herma-
nos. Yo estoy persuadido que muchas comunidades vivirían más aireadas
y sanas si abrieran sus puertas y ventanas al mundo, bajasen a la calle,
se metieran en la caravana de los hombres y mujeres y escucharan con
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el corazón a los que sufren, luchan y aman. Hay que estar metido en el
mundo, no perdido en el mundo si queremos sentirnos interpelados por las
deshumanizaciones que agobian a nuestro pueblo. Nuestro lugar no es la
retaguardia cómoda, lejos de la “línea de fuego” sino donde se lucha por la
justicia, la paz y la reconciliación.
Pero hay algo todavía más importante teologalmente. No existe misión
porque hay Iglesia y vida religiosa. Es exactamente al revés: hay Iglesia y
vida religiosa porque hay misión. Las comunidades religiosas no son solo
PARA-la- misión, sino POR-la-misión. El centro articulador de la comuni-
dad no será la casa religiosa fortiÀcada y defendida sino la misión, es de-
cir, el campo abierto donde se lucha por la solidaridad, por la justicia. Y en
concreto, el lugar más especíÀco será el desierto, la periferia y la frontera.
Jesús se des-centró de sí mismo para orientarse históricamente hacia el
Reino de Dios. Ese fue el horizonte catalizador de su vida y ese debe ser el
nuestro. Y al servicio del Reino nació la Iglesia. Por eso es que escarban-
do en el origen de todas las fundaciones nos encontramos la experiencia
de una o varias formas de “deshumanizaciones”, a las que el Fundador o
Fundadora trataron de dar una respuesta evangélica desde la iluminación
(fundante) que le concedió el Espíritu.

III. ¿CÓMO ENGROSAR EL MANANTIAL DE LA COMUNIDAD?


VEAMOS ALGUNOS AFLUENTES
1. Asumir su propia historia personal
Es necesario que los miembros de una comunidad aprendan a aceptarse a
sí mismos con sus talentos y debilidades, con sus valores y sus deÀcien-
cias. Es sanador asumir su historia personal con sus luces y sus sombras,
con sus logros y frustraciones. Aceptarse no quiere decir conformarse, sino
tratar de mejorar a partir de la base que Dios nos ha dado. No elegimos
nosotros nuestra personalidad. Interesa conocerse y aceptarse, dos cosas
sin las cuales mucha gente no llega a realizarse. Sobre esta base es posible
ir evolucionando y tratando de mejorar en lo que uno pueda pero sin ansie-
dad y sabiendo que uno tiene límites, porque la salud del cuerpo se rompe
cuando uno quiere hacer más de lo que puede.
Nuestras comunidades crecerán en este nuevo estilo de participación y co-
rresponsabilidad si los sujetos que las forman son capaces de autoestimar-
se en su justa medida, buscar la verdad y asumir las corrección fraterna,
hecha desde la comprensión y caridad. No hay nadie que no necesite el
aprecio y el apoyo, el estímulo y el perdón de sus hermanos.

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2. Nunca se construye comunidad sino es desde el diálogo


Una comunidad se deteriora y muere si se corta la comunicación vital. Es
impresionante la experiencia que algunas comunidades han sufrido en car-
ne propia:
“En muchas partes se siente la necesidad de una comunicación más inten-
sa entre los religiosos de una misma comunidad. La falta y la pobreza de
comunicación genera habitualmente un debilitamiento de la fraternidad a
causa del desconocimiento de la vida del otro que convierte en extraño al
hermano y en anónima la relación, además de crear verdaderas y propias
situaciones de aislamiento y de soledad… Se favorece, además, la menta-
lidad de autogestión unida a la insensibilidad por el otro, mientras lenta-
mente se van buscando relaciones signiÀcativas fuera de la comunidad”.
(Vida Fraterna en común: Documento de la CIVS-SAV, nº 32).
Esto no es una elucubración. Es una lección de la historia. Los miembros
de nuestras comunidades han de ser capaces del encuentro con el otro, de
escuchar sin cansarse y de aceptar al diferente, de valorarlo y respetarlo.
Hay que evitar a cualquier costo que la comunidad descaliÀque a quien
maniÀesta auténticamente su modo de ser aunque sea distinto. Pensar dis-
tinto en algunas cosas sin que ellos nos cree un problema ni perturbe una
sana amistad debería ser absolutamente natural. Tenemos que ser capaces
de confrontar y ser confrontados por el otro. Este diálogo constante, ani-
mado por la caridad, exige una comunicación abierta y sincera. Pero esta
no se dará sin un ambiente de conÀanza en que podamos expresar lo que
pensamos y sentimos directa, personal, adecuada y positivamente.
Nada grande se construye, y menos una comunidad, si no es desde la sin-
ceridad y transparencia. Que cada uno revele sin timidez lo que es y no
disimule lo que no es. La falta de este realismo humilde está en el origen
de mil hipocresías corrosivas de la verdadera comunidad, cómo soy, cómo
vivo”.

3. Hacia una libertad responsable


El nuevo estilo de vida comunitaria exige personas capaces de comprome-
terse libremente y ser Àeles hasta el Ànal a la “palabra dada”, que no las
paralice lo nuevo, lo inesperado y que busquen con creatividad y coraje
responder, al estilo de Jesús, a los retos que nos va planteando nuestro
mundo. El nuevo talante comunitario requiere personas liberadas del in-
dividualismo invasor, “manifestado en el sacrosanto ‘cada uno para sí’ en
detrimento de la vida religiosa y el trabajo en equipo” que se traduce en
actitudes de manipulación, prepotencia y marginación del otro. Esto no
signiÀca que no se reconozca y se tome conciencia de la originalidad per-
sonal de cada uno, de sus capacidades y limitaciones, de su creatividad y
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su historia, sin que nadie quede reducido al anonimato, como un número


entre otros. Se trata más bien de crear un clima en el que la comunicación
sea posible y a nadie se descuide o se margine. Es decir se trata de perso-
nas libres DE tendencias de acaparamiento, autosuÀciencia, protagonismo
vanidoso y libres PARA entregarse y servir a los demás con humildad y
sencillez.
Así el agua salta cantarina y empapa nuestro corazón.

4. La comunidad: una instancia formativa de primer orden


Me parece que para un sano proceso formativo que no acaba nunca es muy
importante que existan relaciones personales intensas y sanas entre los
miembros de la comunidad. Se trata de una comunidad no de soledades
sino de personas interrelacionadas.
¿Cuándo una comunidad es formadora? Cuando es capaz de crear un
clima propicio para desarrollar la libertad responsable de cada uno de
los miembros y que permite que cada uno pueda expresarse como es y
compartir lo que siente y lo que proyecta. Una comunidad forma cuando
promueve el diálogo entre todos y el discernimiento, la participación y co-
rresponsabilidad, cuando no apura la hora del otro pero la prepara, cuando
enseña más con la coherencia que se vive que con la palabra se predica.
Nuestros jóvenes, especialmente, necesitan comunidades donde se respire
frescura evangélica, se viva con sencillez y con gozo el seguimiento de Je-
sús, se participe con Àdelidad dinámica en la misión del Instituto, donde se
perciba una auténtica pasión por Jesucristo y su Causa, es decir su Reino.
Una comunidad es formativa cuando ama la vida, la cuida, la goza y la
irradia. No necesitamos en nuestras comunidades “profetas de desaventu-
ras”, sino personas que viven alegres en la esperanza y por eso tienen una
actitud positiva y constructiva frente a lo que sucede a su alrededor.

5. “Yo les he elegido…” (Jn 15, 16)


Quizás a nuestras comunidades les faltan hombres y mujeres enamorados
de la persona de Jesús y su Proyecto. Pudiera suceder que estemos más
preocupados por la defensa a toda costa que hacemos de una imagen ideal
de nosotros mismos o de la imagen que creemos que los demás tienen de
nosotros que de acudir oportunamente y pedir la ayuda del Señor. Una co-
munidad anémica espiritualmente es una comunidad mortecina, incapaz de
reencantar ni de seducir a nadie. Incluso para lograr una profunda madurez
humana, más que mecanismos concretos, se trata de lograr una honda ex-
periencia personal de relación con Jesucristo. Desde allí la persona puede
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modelar su vida. El “tiempo perdido” con el Señor es el que hace auténtica


y comprometida la vida, el que ayuda a transformarse para vivir con los
demás.
Los peligros a los que estamos expuestos consisten muchas veces en que
las tareas nos ahogan, que perdemos el sentido verdadero de la misión, que
absolutizamos el trabajo como “profesión“. Pienso que no siempre mani-
festamos suÀcientemente en signos concretos de que es el Señor Jesucristo
a quien primordialmente servimos.
El P. ARRUPE solía decir:
“Nada puede importar más que encontrar a Dios.
Es decir enamorarse de Él de una manera deÀnitiva y absoluta.
Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación, y acaba por
ir dejando huella en todo.
Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama cada mañana.
Qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus Ànes de semana,
lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón,
lo que sobrecoge tu corazón.
Lo que te sobrecoge de alegría y de gratitud,
¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera”.
Y esto también es válido para vivir juntos la vida y misión a la que nos
ha llamado. El es nuestra garantía, nuestra inspiración y camino. Esta-
mos llamados a vivir “como amigos en el Señor” la misión que El nos ha
encomendado. Aquí está el secreto de todo. En medio de nuestros logros
y aparentes derrotas en comunidad, de nuestras esperanzas, nuestros sue-
ños y fracasos, debemos sentirnos afectivamente unidos a aquello que da
sentido a nuestras luchas y trabajos que es. La comunión fraterna no es
una estrategia eÀcaz para una determinada misión, ni un arroparnos unos a
otros para no caer en la tentación de la soledad. Es antes que eso, un espa-
cio teologal donde se puede palpar, sentir y gozar la presencia mística del
Señor Resucitado. A mayor unión de cada uno con Jesucristo, mayor unión
se dará entre nosotros.

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TERMINEMOS CON UNA ORACIÓN


Haz que nuestra fraternidad sea un manantial
que siga corriendo y revitalice nuestra vida toda.

“HAZNOS UNA COMUNIDAD ALEGRE


Señor Jesús, haznos una Comunidad abierta, conÀada,
invadida por el gozo del Espíritu Santo.
Una Comunidad entusiasta, que sepa cantar a la vida,
vibrar ante la belleza, enternecerse ante el misterio y
anunciar el Reino del amor.
HAZNOS UNA COMUNIDAD ALEGRE
Que llevemos la Àesta en el corazón
aunque sintamos la presencia del dolor en nuestro camino,
porque, sabemos, Cristo Resucitado, que tú has vencido
el dolor y la muerte.
HAZNOS UNA COMUNIDAD ALEGRE
Que no nos acobarden las tensiones
ni nos ahoguen los conÁictos que pueden surgir entre nosotros,
porque contamos –en nuestra debilidad– con la fuerza creado-
ra y renovadora de tu Espíritu Santo.
HAZNOS UNA COMUNIDAD ALEGRE
Regala, Señor, a esta familia… tuya
una gran dosis de buen humor para que
sepamos desdramatizar las situaciones difíciles y
sonreír abiertamente a la vida.
HAZNOS UNA COMUNIDAD ALEGRE
Haznos expertos en deshacer nudos y romper cadenas,
en abrir surcos y en arrojar semillas
Y mantener viva la esperanza.
HAZNOS UNA COMUNIDAD ALEGRE
Y concédenos, que, humildemente,
en nuestro mundo abatido por la tristeza,
ser testigos y profetas de la verdadera alegría. AMÉN”

(Ángel Sanz Arribas)

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