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Michael Hampe

La vida plena
Cuatro meditaciones sobre la felicidad

Traducción de
Isabel Romero

Galaxia Gutenberg
Circulo de Lectores
Un canon filosófico

PARA HUGO
"La felicidad no es buen material ... Le basta consigo misma.
No necesita comentario. Puede dormir enrollada en sí misma
Lomo un erizo.»
Ci\RL SEELIG, Paseos con Robert Walser

Sin recurrir a la opinión común, la verdad absoluta no puede


i:nseñarse.»
NAGARJUNA, Múla-mádhyamaka-karika, cap. XXIV, 10

• Toda vida humana es radicalmente deficiente y un error,


,Hmque sólo sea porque todos los humanos mueren al fin,
L0ll lo que fracasan en su intento por cumplir con el imaginario
principio de perdurar al menos un poco más.»
RAYMOND GEUSS, Outside Ethics

«Ser consciente de que la otredad de los otros, su ineluctable


\cparación, es condición de la felicidad humana constituye
una verdad a un tiempo fatal e imponente. La indiferencia
i:s la negación de tal circunstancia. »
STANLEY CAVELL, Ciudades de palabras

Experimentamos en nosotros mismos una multiplicidad


i:n la sustancia simple.»
GOTTFRIFD W1LHELM LEIBNIZ, Monadología, parágrafo l6

«Arriba la felicidad, arriba la felicidad,


ahí viene el capataz
con su foco de luz en la noche
r a encendido, ya encendido.
La lámpara emite un gran fulgor,
y así avanzamos en la noche ... »

«Canro del capataz» de los mineros


II

Índice

1. LA PREGUNTA MERITORIA DEL PREMIO


CALENBERG
El perezoso gigante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I 5
Con Krishna en lo alto de la atalaya . . . . . . . . . 20
Meditaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
Bloornsbury . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Currículum vítae . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
Relaciones maestro-alumno. Desavenencias
conyugales y con la institución . . . . . . . . . . . 30
Kolk es mi salvación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
La selección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38

2 . EL PROGRESO CIENTÍFICO Y TÉCNICO COMO


N EUTRALI Z ADOR DEL INFORTUNIO
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Hay progreso: lo que nos enseña la historia
de las ciencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
Quien busca la felicidad debe aprender a evitar
las ideas engañosas por ser causa de desdicha . 56
Relativismo y capitalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
El valor de la verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
La búsqueda de intensidad lleva al engaño . . . . 72
La solución del problema . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
El miedo a la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Las matemáticas abarcan al individuo . . . . . . . 89
Manejar los deseos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
La intensidad y la creación de sentido
en la existencia ilustrada . . . . . . . . . . . . . . . 99
12 La vida plena

3. LA FELICIDAD DEL SOSIEGO ESPIRITUAL


La variabilidad del hombre . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Riqueza . .. .. . ..... .... . ...... ...... .. 106
Poder y honor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I I 4
Goce , , , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
La universalidad del dolor . .. . ... . .. ...... 123
¿Quién puede serfeliz? . ........ . .... ... . . 125
El presente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I 3 2
Libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144

4 . LA FELICIDAD ES IMPOSIBLE, PERO LA VERDAD


ES BELLA
El problema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I4 7
La cultura vista como error colectivo . . . . . . . . 150
La desilusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 56
Freud como filósofo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I 59
La conciencia y la imposibilidad
de la felicidad . .. ..... .. ... . ......... 167
La ética como solución del problema . . . . . . . . 173
Infelicidad, verdad y belleza . . . . . . . . . . . . . . . 176

5 . INTENSIDAD Y SEGURIDAD : DOS REQUISITOS


PARA TENER EXPERIENCIAS AFORTUNADAS
Algunos conceptos sobre la felicidad
posible e imposible . ............... .. . 181
Los hombres y las cosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . I 8 5
Adaptaciones ...... . ... .. ... .. ... . ... . . 191
En buen momento y en mal momento . . . . . . . . 193
Amenazas a la identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197

6. PLURALIDAD DE VOCES
La muerte de Stanley Low . . . . . . . . . . . . . . . . 207
Una imagen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213
Desencuentros ..... . . . ..... .. .. .. ...... 217
Polifonía y descripción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 222
Índice I 3

J\p~:NDICES
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . 241
Notas ..... . .... ... . . ............... . . 25 r
Bibliografía .......... ... .............. 25 7
Referencias fotográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
.t ., ,
I

La pregunta meritoria del premio Calenberg

El perezoso gigante

«De aquí no sale nadie con vida» es una frase que alguien de-
bió de pintar con un spray en algún muro de Hamburgo. La
oí por radio una lluviosa mañana mientras desayunaba. Era
la primera vez en año y medio que iba desde Hannover a la
Academia Calenberg, en Pattensen, para ver a Kolk, quien me
había llamado el viernes. En aquel momento tuve la impre-
sión de que aquel «de aquí no sale nadie con vida» ya lo ha-
bía leído antes, en algún anuncio de prensa de una película de
acción sobre unos presos del corredor de la muerte que se
evaden de w1a prisión estadounidense de alta seguridad, de la
que los héroes consiguen salir indemnes. No obstante, visto
como un lema pintado en el muro de una gran ciudad, el men-
saje me parecía de una gran agudeza, nada belicoso en com-
paración con el texto publicitario de la película, sino más
bien de una sorprendente sabiduría. Y me lo parecía porque,
en general, si interpretamos este «de aquí» en un sentido su-
ficientemente amplio, el lema de la pintada es de todo punto
exacto. Durante algún tiempo podemos ir de aquí para allá
sobre !a superficie de la tierra, pero es evidente que nadie sale
con vida de este mundo.
De todos modos, como esto tiene un final, seguramente sin
consuelo para nadie, uno puede preguntarse por qué dedica-
mos tanto esfuerzo a cambiar y a procurar mejorar nuestras
«relaciones». Quizás este deseo de cambio y de mejora no sea
sino un intento de desprendernos del malestar que provoca la
sospecha, al menos inconsciente, de la evidencia expresada sin
16 La vida plena

tapujos en la pintada en el muro. En el afán de superarnos


cada vez más, podría esconderse la idea de que, si ponemos su-
ficiente empeño en mejorar nuestras relaciones, tal vez incluso
podríamos llegar a librarnos de la muerte. Cuando apenas hay
tiempo para reflexionar ni sopesar nada, es poco probable que
la comprensión de la inevitabilidad de la muerte pueda alcan-
zar el «núcleo emocional» del hombre, o comoquiera que se
llame aquello que nos hace actuar de una u otra manera.
La necesidad de cambio es, sin lugar a dudas, muy variable
según las distintas fases que una persona atraviesa a lo largo
de su vida. A menudo los niños pequeños desean que todo se
repita, y nos piden que les volvamos a leer hoy la misma histo-
ria que les leímos ayer. Sin embargo, como muy tarde en la pu-
bertad, esto cambia. Eso fue lo que me ocurrió también a mí,
y poco después de abandonar el instituto, en el segundo se-
mestre de carrera, la idea de pensar que mi vida podía seguir
siendo igual a como era en aquel momento me sumió en un in-
menso desconsuelo. Stony Brook, mi ciudad natal, me resulta-
ba insoportable, y me aferré a la vana esperanza de que en Bos-
ton todo iba a ser diferente. Muchas personas se equivocan al
imaginar que su vida se «ordenará» cuando consigan estar en
el lugar «adecuado»: dondequiera que vayamos, siempre lle-
vamos nuestras dificultades a cuestas, de modo que no nos
queda más remedio que componérnoslas constantemente con
nosotros mismos. Cuando era joven, yo también me dejé en-
candilar por la ilusión del efecto maravilloso que podía aca-
rrear un cambio de residencia. Pero, una vez en Boston, tuve
que apresurarme en seguir una rutina diaria y semanal muy es-
tricta para controlar el caos y la soledad que marcaron la eta-
pa inicial de mis estudios. A pesar de haber pensado siempre
que si conseguía mudarme a Boston las cosas serían distintas,
una vez allí, me precipité en la nada.
Para ralentizar la caída, todo cuanto podía hacer era esti-
pular con exactitud qué haría en cada momento. Me confec-
cioné un horario al detalle, con intervalos de media hora, en
el que no sólo registré las sesiones de clase en la universidad y
la práctica de deporte, sino también las horas dedicadas a la
La pregunta meritoria del premio Calenberg 17

lectura y al descanso, e incluso programé el tiempo libre para


ir al cine o a dar un paseo. Lo tenía todo planeado. Después
de llevar esa vida escrupulosamente planificada durante dos
semestres, me asaltó con estupor el pensamiento de que qui-
zá todas las personas llenaban el vacío de sus vidas con pla-
nes parecidos a los míos. « ¡No puede ser verdad, es imposible
que esto vaya a ser siempre así!», me dije en medio del tedio
de mi habitación de la residencia de estudiantes. Acto segui-
do, me propuse cambiar la vida (no sólo la mía personal) y
cambié de carrera, aunque está claro que no fue ése el único
motivo. De medicina veterinaria me pasé a filosofía; del pro-
pósito de curar vidas de animales a la curación de vidas hu-
manas: un planteamiento que resultó ser una absoluta equi-
vocación por mi valoración errónea de las posibilidades que
la materia académica «filosofía» brindaba.
Mis colegas masculinos combatían ese mismo tedio más o
menos consciente de la vida en el campus, que en cierto modo
nos afectaba a todos, manteniendo relaciones sexuales y en-
frentándose a las complicaciones comunicativas que les son
inherentes, o dicho con más elegancia: cambiando de amigas.
Cuando uno es joven, a la ilusión del lugar idóneo hay que
añadir la de la persona idónea que uno debe encontrar para
pasar la vida en común. Esta ilusión hace que algunas perso-
nas cambien sin cesar de lugar y de pareja, y que otras se re-
signen, porque no soportan estar mucho tiempo con quien-
quiera o dondequiera que sea. Es verdad que yo también me
casé, pero para entonces hacía ya mucho tiempo que había
dejado de creer en el dadivoso influjo de los lugares y las re-
laciones sexuales.
En realidad nada, ni siquiera la rutina diaria, por bien pla-
nificada que esté, prosigue para siempre, sino que en algún mo-
mento todo cesa para el individuo, para todos nosotros como
individuos -como deja bien patente la máxima del muro-, y si
los científicos tienen razón, también para nosotros en tanto
que especie.
La mañana de la que hablo, mientras iba sentado en el
tren de cercanías que cubría el trayecto de Hannover a Pat-
18 La vida plena

tensen y veía caer la lluvia sobre los campos parduscos a tra-


vés de la ventana, recordé que, una de las últimas veces que
fui a Zúrich a verla a ella y a su madre, estaba en el Museo de
las Ciencias Naturales cuando de pronto pensé en que un día
todo terminaría también para mi hija. Cuando este pensamien-
to acudió a mi mente, ella estaba ante un perezoso gigante dise-
cado que hay en el vestíbulo del Museo Zoológico de Zúrich
y que, en un principio, yo había confundido con una marmo-
ta gigante (ella tuvo que corregirme). Mientras mi hija contem-
plaba la reproducción de un gran mamífero del Pleistoceno, yo
intentaba imaginar la casi interminable cadena de especíme-
nes que ya habían muerto y que iban a morir aún, así como
las especies ya extinguidas y las que tenían que extinguirse to-
davía; a todo esto, y con el asunto del premio Calenberg toda-
vía reciente en mi cabeza, me pregw1té: «¿Por qué deberíamos
mejorar nada? Y ¿para quién? ¿Qué sentido tiene aspirar a la
perfección, ante la aparentemente interminable cadena de indi-
viduos y especies que van a desaparecer?» .
Pero la vida no consiste en el perfeccionamiento de un arte-
facto o en la confección de una obra maestra existencial. Algu-
nos pueden señalar, con razón, que el hecho de que cada tanto
volvamos a estar hambrientos y de que cada comida sea una
reparación pasajera de nuestra imperfecta, a fuer de hambrien-
ta, condición, y el hecho asimismo de que no haya ningún
manjar que nos satisfaga o nos sacie definitivamente, no han
sido nunca un impedimento para que sigamos cocinando osa-
boreando buenos platos. En consecuencia, no por el hecho de
que seamos mortales y nos extingamos, o porque la vida no
pueda representar una plenitud definitiva y eterna, deberíamos
dejar de aspirar a mejorar y perfeccionar la propia existencia.
Una vida buena o justa, aun cuando en último término sea fi-
nita, siempre será mejor que una vida mala o injusta, sobre
todo para aquellos que la hayan vivido. Sin duda esto es prác-
ticamente una verdad conceptual, ¿no es así? Una comida de-
liciosa y saciante no deja de ser una buena comida, aunque lue-
go volvamos a tener hambre.
«¿Acaso el aguijón de la mortalidad, supuestamente res-
La pregunta meritoria del premio Calenberg 19

ponsable de que todos nuestros esfuerzos parezcan carentes


de sentido, no será sino una suerte de sentimentalismo exis-
1t'ncialista de la finitud y de la mortalidad?», pensé ante el pe-
rcwso gigante de Zúrich y mi hija allí de pie. «A buen seguro
~e me pasó por la mente- la imagen de Beckett, de que todos
~nmos como ranas (¿o eran cangrejos?) que cuecen a fuego

,t

UNIVERSIDAD
EAFF,!'?' BIBLIOTECA
Vl11ilada Mine,
20 La vida plena

lento en una cazuela hirviendo hasta la muerte (y nadie se so-


livianta por ello, a diferencia de cuando se los extermina de
golpe), presenta un atractivo estético. Pero ¿transmite algún
conocimiento?», me pregunté ante la rana buey disecada.
«¿Acaso no nos compadecemos del cómico Bill Murray en la
película Atrapado en el tiempo - pensé ante la vista del perro
de las praderas disecado- cuando éste, en el papel de Phil, in-
tenta en vano suicidarse para poner fin al eterno retorno del
mismo día, con lo cual no tiene modo alguno de liberarse ja-
más de su existencia de marmota? La mortalidad no puede
entenderse sólo como una amenaza», se me ocurrió entonces.
No ganaríamos o perfeccionaríamos nada si nuestra existen-
cia fuese infinita, tanto si se perpetuase de manera lineal hasta
el infinito o si retornara siempre al mismo punto de partida
en un bucle temporal, como en la película de la marmota.

Con Krishna en lo alto de la atalaya

A la tenue luz de la distancia, y de camino a Pattensen, pensa-


ba yo que uno puede aceptar la máxima «Muere y ven a la
vida» de Goethe, o sencillamente aprobar, a la manera de
Nietzsche o Bataille, la dilapidación de la naturaleza, que tan-
tas cosas hace fructificar para luego dejarlas perecer. Al final,
en algún momento, incluso lo más aterrador acaba siempre
por desaparecer del escenario de la vida. Por lo demás, se es-
tetiza la existencia para convertirla en un espectáculo que ad-
mita ser contemplado desde fuera . Pero todos tenemos que
participar, en efecto, y no podemos conformarnos con mirar.
Aun cuando nosotros mismos figurásemos entre los ejempla-
res humanos más terribles e indeseables que hubieran hostiga-
do la faz de la tierra, difícilmente podríamos aprobar nuestra
propia desaparición desde la perspectiva de participantes. En
realidad, cuando nuestra existencia se aproxima a su final,
carecemos de una perspectiva exterior. De ahí que la estetiza-
ción de la existencia no sólo sea un acto de cinismo ante quie-
nes son objeto de nuestra mirada estética, sino que también es
La pregunta meritoria del premio Calenberg 2I

1111 engaño hacia nosotros mismos, a l identificarnos con una


divinidad inmortal que contempla a los mortales desde un es-
~ l'nario; un engaño que, sin duda, a más tardar en el momen-
10 de nuestra muerte, se revelará como tal.
La exhortación a ver desde fuera, desde la consabida «ata-
1,\ya», la propia vida y muerte, y la de nuestros seres más cer-
~.inos, y a considerarse uno como un actor que interpreta un
p;1pel, ya aparece en el Bhagavad Cita, en que el dios Krishna
.11.:onseja al príncipe Arjuna que obre de este modo. No obstan-
ll', este ideal heroico-estético está fuera de lugar en el siglo XXI.
Incluso yo, en tanto que veterano investigador en ciencias hu-
manas, como suele decirse, no puedo seguir creyendo de bue-
11a fe en un Krishna o en cualquier otra divinidad apostada en

lo alto de su atalaya.
Es más, ¿qué se supone que debo aprobar desde ese puesto
de o bservación cósmico frente a los hechos de la existencia pa-
tentes en el siglo XXI, como los que reflejan el muere y ven a la
l'ida goethiano y nietzscheano? Puede ser que ya no nos lan-
remos a la batalla contra Aquiles subidos en carros de guerra,
pero nos dislocamos los huesos cuando, en nuestra carrera
rras el aurobús, resbalamos con los excrementos del teckel de
los vecinos y acabamos atropellados por el tranvía. No es difí-
cil imaginar que, en ese mismo instante, en las fábricas cárni-
eas de todo el mundo, miles de cochinillos tan sólo pueden ver
IJ luz que irradian los tubos de neón al compás de los interrup-
tores horarios; todas ellas criaturas que apenas pasarán unos
meses de vida muy poco gratos en alguna fábrica de engor-
de radicada en cualquier búnker de cemento antes de ser con-
vertidas en embutido. Así las cosas, no es extraño preguntarse
4ué tipo de devenir y perecer podemos aprobar. ¿Acaso ha-
bría que contemplar semejantes procesos como parte de un es-
pectáculo grandioso, visto desde una perspectiva cósmica?
Aprobar este hipotético espectáculo heroico del devenir y del
perecer supondría poner la voluntad y el talento al servicio de
1ma realidad heroica y al mismo tiempo negar la trivialidad
de la vida y de la muerte.
2.2 La vida plena

Meditaciones

<<Sólo los narcisistas incurables, tras una concienzuda refle-


xión, pueden desear vivir una existencia infinita », me dije en
la parada del tranvía de Pattensen, de camino a la Academia,
bajo el paraguas sobre el que golpeteaban gruesas gotas de llu-
via. Sin embargo, sé también que mi profesión, la de los eru-
ditos, al igual que la de los artistas, políticos y directivos de
empresa, está poblada de seres atormentados cuya existencia
sólo gira en torno a sí mismos, porque su incapacidad para
amar les impide por fuerza ser amados, lo que a su vez alienta
en ellos una interminable sed de reconocimiento.
Pero ¿acaso estos enfermos narcisistas que, de un modo cada
vez más enfermizo, aspiran a la eterna notoriedad no mues-
tran abiertamente algo que aflige a todos los hombres en secre-
to? ¿Seguiríamos admirando su éxito si fuese de otra forma?
El hecho de la muerte, ¿no emponzoña la aspiración de eterni-
dad y perfección desde el principio y para todos, de tal manera
que fuerza a la existencia a aparecer exenta de afecto y obliga
a compensar esto a través del reconocimiento perdurable y la
inmortalidad de la fama póstuma? ¿No es la muerte una es-
pecie de castigo que nos cae encima, sean cuales sean los pro-
pósitos que pensemos acometer en la vida?
Hasta una cierta edad, ningún niño sabe ni cree que existe
la muerte. Por eso, la primera vez que se enfrenta a ella le su-
pone un trauma. ¿Quizá, por ello, nuestra aspiración a la fa-
ma y al reconocimiento infinito sea, en verdad, la expresión
de un deseo de inmortalidad, de retornar al modus vivendi de
nuestra existencia como niños? ¿Quizá no se trate en modo
alguno de una enfermedad, en el sentido de una desviación de
la normalidad sana? Tal vez la adicción al prestigio interna-
cional y eterno no sea más que la auténtica expresión de lo que
en el fondo todos los hombres han deseado siempre (aun-
que la mayoría de las veces sólo en secreto): plenitud, infini-
tud y la eterna atención de todos sobre uno mismo. Es posi-
ble también que la conciencia de la muerte abra una herida

·...-,
La pregunta meritoria del premio Ca/enberg

1.111 profunda en todos los seres humanos que a duras pc11,1,


1111t·da cerrarse con la ilusión religiosa de la vida eterna o con
l.1 .1spiración al reconocimiento infinito. Y ciertamente, con-
101 me el número de personas que abando~an sus creencias en
l,1vida eterna aumenta, tanto más crece en su interior la nece-
,111.,d de aspirar casi con delirio al reconocimiento perpetuo.
A veces, el enorme esfuerzo de perfeccionamiento que se
,precia en mi mundo me recuerda las prácticas de los monjes
h11distas que, en el Tíbet, en la India o en cualquier otro lugar,
,,. .1fanan en crear con granos de arena multicolores y a lo lar-
go Je muchos días un complejo diagrama figurativo sobre un
l1111Jo celeste. En el centro de este diagrama puede verse, in-
d1,1 intamente, la rueda del tiempo o el monte Kailash, dado
que en algunas mitologías de la región tibetana del norte de la
India éste representa el centro del mundo. Poco después de
d.1r por concluida la composición de arena y de que los mon-
Jl'' intenten o logren efectivamente evocar su dibujo en una
111editación, el Dalai Lama destruye el mandala en una inicia-
' 1011 conocida con el nombre de Kalachakra, de forma que las
lineas multicolores de arena desaparecen en una nada gris,
, orno tuve ocasión de ver en un documental de Werner Her-
; og. Acto seguido, el montón de arena se guarda en un reci-
piente de oro y plata que se lleva hasta un río, y el Dalai Lama
vierte en sus aguas la arena gris que un día representó una
rnmposición figurativa increíblemente compleja.
Ésta es una práctica de lo efímero cuyo objeto no entien-
do. Quizá no lo entiendo porque no domino la disciplina de
l,1s meditaciones que allí se realizan; en realidad no soy capaz
ni de meditar sobre el vacío ni de imaginar, una vez termina-
da la meditación sobre el vacío, un complejo diagrama con
-,ímbolos que pueden representar a más de 7 20 divinidades.
¿ Por qué practicar así la conciencia de la futilidad habida
cuenta del hecho inequívoco de que todo es fútil, con con-
ciencia o sin ella? ¿Acaso hay alguna diferencia si perecemos
con o sin una conciencia clara de lo efímero de la vida? Esta
pregunta supone cuestionarse el sentido de filosofar, siempre
que entendamos la filosofía como un aprendizaje sobre la
UNIVERSJDAD
EAf": ..,. ,. ,:¡ !BLIOTECA
·----
La vida plena

muerte. No obstante, después de décadas de actividad filosófi-


ca, siempre acabo planteándome esta pregunta: ¿de qué sirve
ejercitarse en la mortalidad? Es verdad que los budistas reali-
zan sus prácticas con miras a una reencarnación más afortu-
nada; pero, cuando uno no cree en nada parecido, ni tampoco
aspira a desarrollar una carrera espiritual a través de diver-
sas existencias, ¿por qué insistir en esta práctica? ¿Acaso no
se practica únicamente allí donde, tras un tiempo pasajero, to-
do se vuelve definitivo, y donde no se trata sencillamente de in-
terrumpir algo que no percibimos ni como del todo pasajero ni
como del todo definitivo? ¿No creamos una y otra vez comple-
jos patrones de pensamiento y de percepción que más tarde se-
rán desdibujados, y no por nosotros en particular o por el Da-
!ai Lama, sino por cualquier accidente o enfermedad mortal?
La preg1mta meritoria del premio Cale11berg J.\
,
Hloomsbury

l' n mi caso, no fue la adicción al reconocimiento lo que me


llevó a la filosofía. Esperaba confiado que dedicarme a ella
pudiera proporcionarme Ja claridad y el conocimiento para
,dcanzar una armonía conmigo mismo, una vida feliz en for-
ma de una existencia filosófica en diálogo abierto con otros
que pensaran como yo. Por entonces estaba convencido de que
l'I estudio académico de la filosofía me ayudaría a llevar las
r rendas de mi vida. Pero no ocurrió así.
Esta esperanza anidó en mi interior cuando entablé con-
t.1cto con el círculo de amigos de Edward, mi vecino de habi-
1.tción, al final de mi primer semestre de carrera de veterinaria
,·n Boston. Éste daba una fiesta para sus amigos, de manera
que me resultaba imposible seguir leyendo las Morfologías
d1• los mamíferos. Justo en el momento en que cerré el libro de
golpe, un poco contrariado por el ruido que llegaba desde la
h.1bitación contigua, Edward llamó a mi puerta para invi-
1.irrne a su fiesta, pues se imaginaba que, con la música, no
h.1bría forma de trabajar. Había puesto a su admirado Chet Ba-
kl'r, al que escuchaba siempre con el volumen bastante alto,
y cuando se plantó en mi puerta, empezaba a sonar la mara-
villosa My funny Va/entine. En aquella fiesta, la primera y
unica fiesta de mi vida que me resultó simpática, conocí tam-
hrtn a Leonard, un amigo de Edward alto y de movimientos
rnvarados. Enseguida nos enfrascamos en una conversación
que empezó a girar en torno al «bien». Leonard defendía el
punto de vista de Moore, entonces un absoluto desconocido
pMa mí, de que el bien no es definible, aunque existe muy cia-
r.,mente en la amistad. Me habló de un modo nada pretencio-
,o y entusiasta de la ética de Moore y del grupo de Blooms-
lnrry, de la amistad entre John Maynard Keynes, G. E. Moore
\ Virginia Woolf. No fueron sólo aquellas disquisiciones, sino
1.1rnbién el carisma de Leonard, lo que me impulsó, justo a la
mañana siguiente, a sacar de la biblioteca de la universidad
los Principia Ethica de Moore y varios libros sobre el Grupo
La vida plena

de Bloomsbury, en vez de continuar con las Morfologías de


los mamíferos.
Nunca más volví a las Morfologías de los mamíferos y en
su lugar fantaseé con la idea de que la vida cabal, la buena y la
feliz, tenía que encontrarse necesariamente en una sociedad fi-
losófica como la que en su día los intelectuales del grupo de
Bloomsbury habían formado. En mis lecturas posteriores so-
bre la vida filosófica -que reemplazaron ya para siempre las
de medicina veterinaria- e impresionado sobre todo por los
libros de Pierre Hadot sobre las antiguas comunidades filosó-
ficas, el grupo de Bloomsbury se fusionó con los amigos del
jardín de Epicuro y con los miembros de las escuelas estoicas.
Entonces se me ocurrió que, para llevar una vida correcta, de-
bía estudiar filosofía, pues era de esperar que los miembros
de los seminarios filosóficos formaran sociedades de este gé-
nero, donde se trataría constantemente sobre la vida correcta,
y cada uno apoyaría a los demás en esta búsqueda.
Sin embargo, pensar que la filosofía universitaria tenía al-
go que ver con las antiguas comunidades filosóficas, con el
La pregunta meritoria del premio Calenberg 2.7

~rupo de Bloomsbury o con la práctica de la felicidad y de una


vida cabal, fue una idea descabellada, aunque no me di cuen-
1.1 de ello hasta que ya me había implicado por completo en
l.1 filosofía y en la vida académica. A decir verdad, nunca he
,handonado la reflexión que, gracias a Leonard, inicié en la
tiesta de cumpleaños de Edward, aunque no se relacionara
um mi existencia académica. En cierta manera, el hecho de
dedicarme a la pregunta del premio Calenberg y a los escritos
que se presentaron a modo de respuesta supone un retorno
1 aquella conversación con Leonard. Los diversos puntos de
v1<,ra que se aprecian bien visiblemente en los siguientes tex-
1os han hecho mella en mi ser y han sido sostenidos pública-
mente y de manera inteligente por otras personas ante mí. Las
, es puestas a la pregunta del certamen han sido respuestas que
~ reía encontrar una y otra vez en mi interior, o cuando menos
l l''>puestas que he descubierto en el mundo exterior como ex-
presión de mi indecisión interna, si bien nunca han surgido de
una conversación con amigos, porque -si dejamos aparte a
h.olk- jamás los he tenido.
Como muchos jóvenes de la época, me planteé estudiar
t 11 la universidad porque quería llegar al conocimiento con la
.1yuda de otros. No obstante, allí aprendí que, de hecho, rei-
11.111 en ella las mismas injusticias y existen los mismos juegos
tk poder para hacer prevalecer una opinión determinada que
t 11 cualquier otro lugar del mundo donde coinciden personas
diferentes: de un modo u otro, la cosa siempre estriba en quién
puede alzarse con la victoria frente a uno o varios adversarios.
l'l·rsonalmente, con el tiempo me convencí de que Kafka, en
,11s /1westigaciones de un perro, tenía razón; hay que llevar
.1 roda la jauría a roer un hueso para llegar al tuétano. Ahora
l11c11, de donde lo único que importa es pelear por llevarse al
1111,11 el hueso, es imposible extraer ninguna enseñanza. Des-
pués de aquello me sentí deprimido. En efecto, este tipo de re-
l.1ciones sociales son las responsables, al menos en una pro-
porción nada desdeña ble, de que deba considerar fracasada
111i existencia. Y esta existencia en la Academia, que en su día
pl.rnifiqué como una senda hacia la felicidadby que no obstan-
UNIVERSIDA
EAFll;;
---::
BIBLIOTECA
Vlgllaóa Mi!leo•,· · 1clón
La vida plena

te ha resultado ser una vía de desgracia, es la que me propon-


go exponer aquí.

Currículum vítae

Antes de ser jefe de departamento, no ayudante - gracias a la


intervención de mi profesor Hans-Georg Hauptmann-, sino
jefe de departamento (los grados de rango jerárquico son casi
interminables en el mundo «del pensamiento») de la Acade-
mia Calenberg de las Ciencias, fui docente auxiliar en la Uni-
versidad de Zúrich y siempre tuve plena esperanza de que se
me habilitara allí como profesor titular de filosofía. Mi pro-
yecto de investigación giraba en torno a la historia del holismo
semántico de Spinoza a Brandom. Cuando empecé a trabajar
sobre el tema estaba convencido de la fuerza de la razón, tal
como parece manifestarse en los sistemas de Spinoza y Leib-
niz, aunque también en Hegel y en Brandom. Pero el proyecto
pronto rebasó las fronteras entre la filosofía de orientación
analítica y la hermenéutica, quizás obedeciendo a veladas in-
tenciones estratégicas de las que al principio no fui consciente
y que, no obstante, más tarde serían destacadas con gran énfa-
sis por algunas autoridades zuriquesas en la materia.
Había llegado al tema de mi investigación por un sinuoso
camino. Del estudio del grupo de Bloomsbury, o mejor dicho,
de la obra de Moore y de los libros de Virginia Woolf, había
saltado a la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt y al prag-
matismo. Consideraba que el hecho de no haber encontra-
do en el seno académico un círculo de amigos parecido al de
Bloomsbury debía de obedecer a causas sociales: la sociedad,
con sus totalitarias estructuras económicas, ya no permitía una
fraternidad verdadera ni una vida feliz en ningún lugar, ni si-
quiera en la universidad. El capitalismo intentaba impedir las
comunidades felices que desde la Antigüedad fueron siempre
objeto de debate. Sólo en las sociedades infelices perduran la
aspiración a la riqueza y el sufrimiento causado por no poder
satisfacer alguna necesidad. Si uno deja al margen la riqueza y
La pregunta meritoria del premio Calenberg 29

l.,, necesidades propias para orientarse en grata compañía ha-


' 1.1 l'I conocimiento lúdico, la economía sobra, pensé yo. Cuan-
' I<, ,e lo expuse a mi profesor de Boston, me remitió a los escri-
1, 1,de Max Horkheimer y de Theodor Wiesengrund Adorno y
, ,11 visión de que no puede existir una buena vida en el mar-
' 11 de unas relaciones sociales erróneas. También me señaló

q1w la Teoría Crítica, cuya concepción se había fraguado en el


11 "I II uro para la Investigación Social, estuvo marcada durante
111·xilio por el pragmatismo americano y por el hecho de que
, 11 l'SC país se había consumado la relativización de la distin-
' 11m entre hechos y valores. Así fue como obtuve mi primer
1111110 en filosofía: con un trabajo sobre la Teoría Crítica y el
111 .1grnatismo.
1.rnto el pragmatismo de Pierce y de Dewey como la Teoría
1 1111rn de Horkheimer y Adorno llevan el sello de la dialéctica
luw·hana, aunque el pensamiento tardío de Horkheimer reci-
1,,· t,1mbién influencias del pesimismo de Schopenhauer. Con el
1111 de estudiar a Hegel y a Schopenhauer aprendí alemán y me
11,I\L1<lé a Zúrich. En esta ciudad hice un doctorado sobre op-
11111"mo y pesimismo: la razón como principio de la filosofía
l1q•,l·liuna y la voluntad como principio filosófico en Schopen-
l1.111l·r. Aunque la exposición de mi tesis fue muy elogiada y
le ,gn· obtener un puesto en el departamento de filosofía, en
/ 11r1ch siempre me consideraron «el americano» y constante-
1111·111e me hacían preguntas sobre filosofía estadounidense. Así
hl(' como, diez años después de mi encuentro con Leonard, re-
1 11peré aquel proyecto, durante tanto tiempo olvidado, sobre

\pmoz.a-Hegel y Brandom que al principio me había llevado a


, 1il11v:ir la filosofía para hacer de mi vida y la de los demás una
v1d.1 feliz.
1)urante una época relativamente larga, fui muy bien consi-
d1·1.1<lo en el departamento de filosofía de Zúrich, primero por
-.c·r un estadounidense que había llegado a Suiza procedente
1k la Universidad de Harvard, en Cambridge, Massachusetts,
p., ra estudiar la filosofía desde Kant hasta Hegel y Schopen-
lt,1 ucr; y luego, porque me había quedado «para siempre» en
/ .11rich, o al menos en Suiza. No obstante, en el último mo-
30 La vida plena

mento, mi escrito de habilitación como profesor titular, una


historiografía de 972 páginas acerca del pensamiento que sos-
tiene que la verdad y el significado sólo pueden hallarse en la
Totalidad, fue rechazado.

Relaciones maestro-alumno.
Desavenencias conyugales y con la institución

La amistad con la que había soñado en la fiesta de cumplea-


ños en la que conocí a Leonard, cuyo curioso rostro alargado
me recordaba el de un caballo noble y melancólico, venía de
terminada por el ideal que ya cultivaba en Boston respecto a
las relaciones maestro-alumno propias de las comunidades fi-
losóficas: ¡Sócrates y Alcibíades! ¡Gautama y Ananda! ¡Epic-
teto y Arriano! Pero, a decir verdad, lo que determina la vida
comunitaria en las universidades es el odio. Lo que allí expe-
rimenté no tiene nada de excepcional. Ocurre con frecuencia
que, con la promesa de un puesto vitalicio, un asistente aca-
démico acabe aprisionado, como yo, en una situación de eter-
na dependencia, del mismo modo que la piel de un animal
queda fijada para siempre por el taxidermista en posición de
ataque o de acecho. Pues bien, igual que el taxidermista con-
sigue conservar a la marmota en posición vigilante, también
Hauptmann, mi profesor, me embalsamaba a mí, condenán-
dome de por vida a un sempiterno agradecimiento y a la con-
dición de subalterno. Primero me arruinaba académicamente
con su dictamen reprobatorio para luego disecarme, con ges-
to de eterno agradecimiento, en el puesto de Pattensen. Que
un superior te momifique con obligaciones de gratitud es, en
lo que atañe a la desgracia personal, peor que estar muerto.
En una situación así, uno se siente preso de una terrible falta
de libertad, porque se ve abocado a pensar una y otra vez en
los procesos en los que ha fracasado y en los agentes inducto-
res que lo han Hevado a fracasar.
El profesor Hauptmann fue miembro fundador y más tar-
de presidente de la Academia Calenberg de las Ciencias en
La pregunta meritoria del premio Calenberg 31

l1,111t·nsen. Apenas ocho años después de su fundación, el nue-


, 11 gobierno regional de Niedersachsen tomó la decisión de

, 1, 1,1rla, con el argumento de que sólo disponía de fondos pa-


' .i l.1 financiación del Excelso Clúster de Hannover para la In-
11·,1 ,~ación de Recursos Inhibidores de la Agresión. Por tan-
111, 110 me quedó más remedio que acogerme a la jubilación

I'' 1·111arura.
\1c11Jo ya pensionista, me concentré especialmente en leer
lim•11,1 literatura. Primero me dediqué a las obras de Robert
\\.tl,t·r y más adelante a las novelas y obras teatrales de Thomas
llt-111h;1rd, que evidentemente fueron como una luz en la pe-
1111111hra de mi retiro anticipado. Al principio disfruté con es-
1 1 1111cva situación; no tenía mucho que hacer y pasaba los
d11.., ...olo en el lago Masch. Tras el fracaso de mi habilitación
, •, / 11 rich, mi mujer me había dejado por su oposición a cam-
l,1,11 de ciudad, pues no podía imaginarse una ciudad más es-
1' 111tosa que Hannover. Le hice observar que no debía repro-
dm 11' prejuicios -como un monje budista cuando reproduce
1111 111,111dala con su capacidad de abstracción-y hacerse ideas
¡11 n onccbidas sobre Hannover, y que sólo debía verla como
111 que efectivamente era, porque así se daría cuenta de que es
11111l ho mejor que la fama que tiene. Sin embargo, no lo con-
' g111, o a lo sumo, mi mujer lo interpretó como una «vileza
d, l.t\ mías».
i\,í que ella se quedó en Zúrich, y yo tuve que asumir 1a
nhl1g,1ción de pagar, desde Hannover, su costosa vivienda en
'11111,1. Para colmo, con la excusa de conservar a nuestra hija
, ,11 lado, me pidió la separación. Desde entonces mi hija vie-
111 ,1 verme de vez en cuando a Hannover, aunque casi siem-
1'' 1· voy yo a Zúrich en avión.
Primero tuve que soportar que en adelante apenas vería
1 11-u.·r a mi hija. Las limitaciones financieras derivadas de la

p1hd,1ción anticipada y de la separación también eran duras.


\111 embargo, una vez que llegué a un acuerdo con mi hija en
1, 1, dativo a mis visitas a Zúrich y a las suyas a Hannover, me
•.1 1111 algo más tranquilo. Por aquellos días murió mi madre
, 11 l.,tony Brook y heredé un capital nada despreciable que mis
32 La vida plena

padres habían ahorrado, gracias al sueldo de mi padre y a la


próspera venta de los cuadros que mi madre había pintado
mientras vivió en Rhode Island.
Los cuadros de mi madre mostraban el paisaje en el que yo
había sido feliz durante la breve etapa de mi infancia: los bos-
ques y el mar. Mis padres trabajaban en casa, y cuando quería
charlar con ellos siempre estaban allí; les hablaba de las ardi
!las, los gatos y los pájaros que había visto en el bosque, y de
los barcos que veía en el mar. Sólo durante la pubertad me re
sultaron extrañamente ajenos y odiosos. Cuando nos enfras
cábamos en temas de conversación comunes, al verlos tan en
simismados en su mundo de libros y cuadros, me parecían
artificiales, aburridos y pretenciosos. Pero por mucho que qui-
se alejarme de aquel universo familiar, al final acabé en la fi
losofía, y por tanto de un modo u otro también en la academia.
Pretendía distanciarme del pensamiento y del arte, y ayudar
como veterinario a las vacas a traer a sus terneros al mundo y
a curar la tos a los cerdos de los granjeros. Pero, en vez dl'
orientar mis expectativas hacia los animales, a partir de mi de
cimotercer cumpleaños me quedé sentado en casa despotri
cando contra mis padres por culpa de una tristeza sin caus,1
ninguna. Me resultaban tan extraños y tediosos como se me
antojó el mundo en general al cabo de unos cuantos meses y
como ha continuado siendo el resto de mi vida. Por aquel en
ronces empecé a buscar algo que, bien mirado, no he hallado
jamás. Pero ese discurso de «búsqueda» no es otra cosa que un.1
manida retórica para encubrir la causa desconocida que nw
impedía ser feliz desde el inicio de la pubertad y que ha permn
necido oculta en mi interior como en una noche eterna e inaca
bable, del mismo modo en que, desde entonces, han permane
ciclo ocultos para mí los demás.
Gracias a la herencia, de un día para otro ya no tuve qul'
renunciar a ir al cine, a un restaurante o a comprarme un rra
je nuevo y podía pagar el piso antiguo y enormemente espa
cioso en Zúrich donde residían mi ex mujer y mi hija. Desdl'
mi jubilación prematura, y como vivía solo en la buhardill.1
de una villa art nouveau próxima al lago Masch, podía distri
La pregunta meritoria del premio Calenberg 33

ln11r el tiempo casi por completo a mi antojo. Después de desa-


\ 1111ar y de leer exhaustivamente el periódico, procuraba dar
1111 paseo alrededor del lago. A continuación, me sumergía en
11)'> textos de Walser y luego en los de Berrihard. Al mediodía
1h,1 a la cafetería Sammlung Sprengel o al restaurante del In-
11·rconti, situado frente al nuevo ayuntamiento. Por la noche
il,.1 al cine o al teatro. A veces las películas me brindaban un
p1 t<lCxto para la reflexión, tan valioso o incluso más que la
htura, a la que de repente había vuelto tras haberla abando-
11,1do desde que mi escrito de habilitación fuera rechazado.
\,í transcurrieron al principio mis días como pensionista: en
1 ll'rta soledad, pero sin llegar a ser desagradables.

'"'lk es mi salvación
< 11.rndo el libro de Bernhard amenazaba con acabarse, llegó
1111.1 carta de Pattensen; era de Gabriel Kolk, el conserje del
1 ddicio, que ahora sólo se alquilaba para simposios, y el úni-

' o t·mpleado de la Academia Calenberg al que no habían des-


¡wdic.lo.
Kolk me comunicaba que había varias sacas de correo re-
plt•tns de abultados sobres DIN-A4 en la sala de reuniones de
l.1 Academia, y me pedía que pasara en breve por Pattensen
p.,ra ver de qué asunto se trataba. Las cartas iban dirigidas
, .1,i en su totalidad a mi atención: «Señor Dr. Stanley Low,
11 le de departamento de la Academia Calenberg de las Cien-
''·''"· Sin embargo, costaba demasiado reenviármelas y no
q11t•ría devolverlas a sus remitentes ni deshacerse de ellas,
,1111que tampoco sabía qué hacer con aquel material. Por mi
p.mc, enseguida supe de qué iba la cosa.
Dos años antes de su cierre, la Academia había organiza-
do - y con ello habremos entrado por fin en materia- un con-
' 11rsv y ahora, si estaba en lo cierto, acababan de llegar los es-
1, 110s con los que científicos y académicos se presentaban al
p1 t·mio. La pregunta que daba opción a presentarse al certa-
1111•11 era ésta:
34 La vida plena

¿PUEDE LA VIDA HUMANA LLEGAR A SER PERFECTA ),


EN CASO AFIRMATIVO, QUÉ VÍA SE DEBE SEGUIR PARA
ENCONTRAR LA FELICIDAD?

En el texto de la convocatoria se indicaba que debía n•,


ponderse a la cuestión con un ensayo comprensible para todo
el mundo -el cual no tenía por qué regirse por los estándarl·,
académicos vigentes- con objeto de evitar que sólo fuera :ll
cesible al público universitario especializado, ya que el jura
do tenía la intención de dar una amplia difusión a las pro
puestas aceptadas.
Los escritos que me leí de arriba abajo fueron los menm.
La mayoría de las veces, tras leer las primeras páginas y l.1,
cinco o seis del final, veía a las claras que eran trabajos 111ll)'
poco inspirados, redactados en sentido académico sobre d
tema de la felicidad y desde ámbitos del saber tan diversm
como la neurología, la psicología, la sociología, la filosofía o
la teología. En los puntos esenciales, el trabajo se organizah.1
en torno a un estándar de investigación cualquiera, revelando
su escasa consistencia en fa breve reflexión personal, manifü·,
ta en una conclusión más o menos atinada. Y en los demás i;,1
sos - y éste era el otro modelo de texto-- se trataba de las con
sabidas «guías de autoayuda» que creían poder resolver l.1
pregunta con un repertorio de consejos. Sólo en escasas o,a
siones me sentí fascinado por alguna investigación que no l'II
ca jaba en ninguna categoría y la leí de corrido de la primera .1
la última página. Dispuse los trabajos en un montón aparit·
para realizar una segunda lectura y analizarlos después 111,1,
detenidamente. Como no había un jurado ni un comité qut·
decidiera a quién otorgar el premio, calculo que debí de pas:1 r
me más o menos un año entero solo, sentado a ta mesa. No
obstante, al cabo de cierto tiempo me propuse establecer un:1
clasificación, al menos para mí, de los mejores textos, y darlo,
a conocer a la opinión pública. El resultado es este libro.
Antes de emprender el examen de estos escritos ya bab1.1
perdido la fe en que los libros filosóficos pudieran significar
algo, y en que el tema del premio tuviera algún sentido. El lw
l.a pregunta meritoria del premio Calenberg 35

l ho de que algunos lograsen captar mi atención no me hizo


l ,1111biar de opinión, pero me llevó a pensar en la posibilidad
dr que a partir de tales investigaciones pudieran surgir otros
tr,1/Jajos relevantes. Algunas veces, cuando no tenía mucho
que hacer en el jardín, Kolk me traía un té y ambos nos en-
t, ,l\cábamos en una conversación. A veces incluso se sentaba
, onmigo a la mesa de conferencias. En el transcurso de aque-
ll.1s conversaciones vi claramente que Kolk, el jardinero, te-
111,1 una formación mucho más vasta que todas las personas
, nn las que había tratado hasta entonces como profesor, co-
lq~.1 o estudiante en universidades y academias.
Según me contó, había estudiado matemáticas, filosofía y
¡•,l'Ología en Heidelberg, Cambridge, París y Pittsburg. En Hei-
, ll'lberg quiso doctorarse en matemáticas, y su director de te-
.,, le planteó un problema que era continuación del problema
ill'I triángulo de Schwartz. Un año más tarde, Kolk descubrió
q11l' aquella cuestión ya había sido resuelta mucho tiempo
111,1s y que su padre lo había encaminado hacia un tema so-
hH· el que prácticamente nadie trabajaba. Por esta razón, se
, nlureció tanto que se apartó de la universidad y decidió for-
111.1rse como jardinero profesional. Mientras aprendía el ofi-
, 10, y poco después de haber interrumpido sus estudios, se
pr oruso también participar en un concurso televisivo. Ganó,
,1• embolsó el millón de euros del primer premio y desde en-
1111Kes goza de una independencia económica absoluta, aun-
q11t' no ha renunciado a la jardinería.
«Antes de aquel desastroso asunto con las matemáticas
1. ontaba Kolk- , tuve muy claro que aunque la filosofía era

, ,111 diferencia la materia de estudio que más me gustaba, me


11 ,ultaba imposible dedicarme a ella en el plano académico.»

11111.·, casi todos los profesores de filosofía, como afirmaba


"nlk con gran acierto, están peleados entre sí y cada vez pier-
d,·11 más el tiempo en cuestiones sistemáticas o históricas ca-
,, 111cs de sentido. Después del malogrado proyecto de docto-
, 11,l' en matemáticas, Kolk había abandonado sin llegar a
111 rrl.use la Universidad de Heidelberg e inició la formación
, 11 1.irdinena en Tübingen, su ciudad natal. Afirmaba que en
La vida plena

la escuela del maestro Bohme había conocido a un gran 111í


mero de personas sensatas y particularmente alegres; en cua l
quier caso, muchas más que en la universidad. En su opinión,
estudiar jardinería y tener la ocurrencia de participar en 1111
concurso de televisión había sido lo mejor que le había pasa
do en su vida hasta entonces. Cultivar las plantas le pareci.1
<<algo justo» en un sentido eminentemente elevado de la pala
bra. Había tanto que aprender acerca de cada planta y de l.,
vida en común de todas ellas que la tarea no se acababa pral
ricamente nunca.
Durante su formación en la escuela de Bohme, y sobre todo
desde que lo contrataron en la Academia Calenberg, Kolk vol
vió a aprovechar su tiempo libre para estudiar problemas d1·
matemáticas y filosofía. Durante las vacaciones, tal como 1·1
mismo me relató, realizaba excursiones de interés geológiw,
entre otros lugares, por Australia y Tierra del Fuego, dond1·
uno podía toparse con formaciones rocosas absolutamcnr1·
sorprendentes. Así iba completando su colección de minera
les, que ya alcanzaba unas dimensiones asombrosas, tal co
mo pude comprobar una vez que me invitó a tomar el té en ,11
casa, situada en el sótano del castillo de Calenberg y que l'll
tiempos sirvió de vivienda para el servicio. Kolk asegurnh.1
que esto le había permitido llevar una vida ideal: podía t,
tudiar sin estar sujeto al «funcionamiento desqujciado» dr
una universidad, y de paso se libraba de que antes o después lo
arruinaran mental y moralmente. En su opinión, resultah,1
muy difícil imaginar una independencia mayor de la que gm.1
ba como jardinero en el parque del castillo de Calenberg. Fr.1
él quien tomaba casi todas las decisiones en relación a cuanto
afectaba al parque; las autoridades forestales de la administr,1
ción aprobaban todo lo que les solicitaba. Ver crecer las plan
tas en el parque le hacía tan feliz como poder dedicarse con 11
bertad a la filosofía y a las ciencias.
Kolk hablaba de sus plantas con tanto entusiasmo como
de sus lecturas. «¡Mire cómo ha crecido aquel olmo en el 111
timo verano! », exclamó una mañana de septiembre señal.111
dome uno de los dos impresionantes árboles que, a modo dl·
La pregunta meritoria del premio Calenberg 37

\ ol umnas, ornamentaban la entrada al recinto del castillo,


11 Mo en el momento en que yo echaba a andar por el camino de
¡ ,1';1villa que conducía desde el acceso a _la puerta principal
1

d1• la propiedad Calenberg. Cuando hacía buen tiempo y no


t1•nía ninguna labor que hacer con las plantas, pasaba el rato
,il ;tire libre, inmerso en la lectura, como era su costumbre. En
.,quella ocasión, se había sentado en la antigua glorieta pinta-
d., de blanco que se encontraba en el jardín frente al castillo,
,. iba enfundado en su mono de trabajo verde. Me acomodé a
"' lado unos minutos y comprobé que leía el manual de jar-
d111cría de Christian Fuchs, en la versión publicada en Halle
1•11 1763: Die Vervollkommnungdes Lebens. Vernünftige Ge-
,l,111ken über Zucht, Pflege und Verbesserung der Pflanzen
1tllll Kleintiere im künstlichen Garten, nebst einem Anhang
ilhl'r die erbaulichen Wirkungen der Sorge fiir die Geschopfe
,111( die menschliche Seele (De la perfección de la vida . Juicio-
·,m pensamientos sobre el cultivo, el cuidado y la mejora de
l.,~ plantas y de los animalillos del jardín artificial, acompa-
11.1<lo de un apéndice acerca de los edificantes efectos que
nhra en el alma humana la dedicación a las criaturas) . Tenía
,1hicrto el libro por el capítulo titulado «Sobre la utilidad y
lo~ perjuicios de hongos y escarabajos de los que pueden pro-
vt·erse los árboles y de cómo ello actúa entre los seres, redun-
d,1ndo en su mejora». Kolk podía decirme sin alterar un ápi-
11· la voz y con los ojos igual de chispeantes que no conocía un
ll'xto más grandioso en la historia de la filosofía que la Ethi-
' ,1 de Spinoza y a continuación hablarme de las excelencias de
l,1 espuela de caballero por ser la planta con un azul más be-
llo. Antes de conocer a Kolk me habría parecido sencillamen-
lt' impensable que pudieran existir personas así, que de ver-
d.1<l leen libros y reflexionan sobre ellos, y que no los leen
,olo para escribir una recensión o para acabar haciendo de
111uchos libros uno nuevo, sin otra finalidad que la de dar un
p.1so más en su carrera académica.
La vida plena

La selección

Gracias a las conversaciones que mantuve con Kolk durante


mi jubilación anticipada no sólo logré apaciguar el odio ha-
cia la universidad que me había estado atormentando desde
mi malograda habilitación como profesor titular, sino tam-
bién mi enfado con la industria del libro filosófico y literario.
Me tomé como una especie de rodaje las lecturas de los traba-
jos más conseguidos que optaban al premio -y que no iban
a obtenerlo ya- y alentado por las palabras de Kolk, quien
siempre me animaba a la lectura, volví a retomar el estudio
con atención y placer. «¿Cuántos prejubilados y posjubilados
y cuántos jardineros y zapateros ilustrados se dedicarían a
leer ensayos y reflexionarían durante sus paseos sobre su con-
tenido?», me pregunté una tarde, durante mi idílica y conci-
liadora excursión walseriana, después de haber leído por se-
gunda vez hasta el final uno de los escritos más asombrosos
que optaban al premio, mientras la luz del sol otoiial se co-
laba en mi sala de trabajo a través de los árboles variopin-
La pregunta meritoria del premio Calenberg 39

tos de los que Kolk cuidaba de forma modélica en el parque.


Cuando por fin encontré una editorial para publicar los es-
critos que me parecían más logrados, había que salvar el esco-
llo de la comunicación con los autores; una tarea nada fácil,
porque además de tener que decirles lo mucho que valoraba
sus obras, también me veía en la obligación de informarles de
que, con el cierre de la Academia, se había desvanecido cual-
quier expectativa de gratificación económica. A consecuencia
de ello, algunos manifestaron su deseo de publicar sus traba-
jos a título personal y de forma independiente, al margen de
cualquier conexión con la malograda Academia y la frustrada
concesión del premio. Pero al menos pude ponerme de acuer-
do con cuatro de los seis autores que, a mis ojos (y también
a los de Kolk), habían escrito los mejores trabajos, para reu-
nirlos en una publicación. He seleccionado sólo los textos que
más me gustan, aunque curiosamente todos se complementan,
como he podido comprobar al leer las galeradas de los textos
traducidos al alemán.
El primer texto, el del físico y filósofo científico Erwin
Weinberger, busca la mejora de la vida o la felicidad en el per-
feccionamiento de las cosas, en los procesos técnicos y en los
métodos educativos innovadores. En el segundo texto, basa-
do en la comparación intercultural, la filósofa Lalitha Dakini
plantea llegar a la perfección de la mente, aunque su escrito
también puede ser leído como una crítica al tratado de Wein-
berger. La tercera investigación, de corte pesimista y cultural
por llamarla de algún modo, es del psicoanalista chileno An-
tonio Rojas Martens, quien afirma que la felicidad es imposi-
ble, y que, al margen de la cultura y de la vida entendida en su
sentido estrictamente biológico, cualquier sistema de pensa-
miento cae por su propio peso. En mi opinión, con el tratado
de Rojas el rechazo del progreso que postula Dakini deriva
hacia una especie de nihilismo. En el cuarto texto, el del soció-
logo americano James Williamson, la felicidad se contempla
finalmente como una experiencia que requiere una relación
adecuada entre las cosas y el pensamiento; a su entender, la
interacción de ambas crea una relación de equilibrio capaz de
La vida plena

garantizar cierta seguridad al sujeto, a la vez que hace posible


la intensidad de la experiencia.
A grandes rasgos, éstos son los cuatro puntos de vista. Sin
duda no es casualidad que la desdicha y la vida económica ac-
tual tuvieran un papel en todos los trabajos. Los tratados que
no aludían en absoluto a las posibles causas sociales y econó-
micas del infortunio son en mi opinión mucho más ingenuos
que los presentados aquí. Había también varias investigacio-
nes que buscaban la mejora de la vida en el progreso econó-
mico y técnico o en el pleno dominio del pensamiento huma-
no. Y otras consistían en refutaciones de la posibi lidad de ser
feliz, en un sentido distinto a la de Rojas. Podría haber hecho
imprimir otros cuatro trabajos tan interesantes como cada
uno de los cuatro puntos de vista representados aquí. Ahora
bien, cuando leí los trabajos hoy impresos, y durante aquellos
días de inmersión en la lectura, e incluso algún tiempo des-
pués, siempre tuve la convicción de que cualquiera de esos
autores tenía razón, hasta tal punto que hice míos los argu-
mentos que planteaban. Por eso aquellos textos me impresio-
naron: no sólo porque exponían un determinado punto de
vista sino porque lo hacían de tal modo que, al menos duran-
te un breve lapso de tiempo, me convencieron de que ese pun-
to de vista era el correcto. Ninguno de los que se reproducen
aquí se ha escrito originalmente en alemán. Tres estaban en
inglés y uno en español. Yo mismo he realizado las traduccio-
nes y he hablado con los autores, de ahí que exista cierto tono
homogéneo en todos ellos.
Kolk se tomó la molestia de suprimir «los bernhardismos»
de mi introducción.
-Señor Low -dijo cuando empezó a hablarme de la impre-
sión que la lectura de este texto le había causado-, su intro-
ducción es bella y atinada; la he leído con interés, sobre todo
porque relata muchas cosas de su vida que hasta ahora des-
conocía. Sin embargo, ¿no puede ser que el tono y las valora-
ciones hayan sido redactadas emulando con cierto exceso a
Thomas Bernhard? Algunos pasajes, ¿no revelan tal vez un ajus-
te de cuentas con las personas y con las relaciones de la uni-
La pregunta meritoria del premio Calenberg 41

versidad que dejó hace años? Nadie quiere leer cosas así, sal-
vo aquellos que están en una situación de saldar sus propias
cuentas. Usted sabe que también yo valoro a Thomas Bern-
hard como un artista de la palabra y de la exageración. Pero,
sencillamente, no es posible seguir imitando su voz. Yo, en su
lugar - me sugirió-, eliminaría esos pasajes.
-Sabe ... , mi querido Kolk -contesté- , nunca he tenido
una voz personal. Durante una etapa de mi vida sólo me he
dedicado a escribir tratados científicos en el tono en que de-
ben escribirse. Si usted desea publicar en Archiv für die Ge-
schichte der Philosophie, tendrá que escribir como se escribe
en Archivo, y si desea publicar en Erkenntnis, deberá hacerlo
de otra manera. Por eso hay unas normas de estilo destinadas
a los autores. No puede usted escribir a bote pronto.
-No se escribe a bote pronto -observó Kolk, divertido-, la
imagen no funciona; eso a Bernhard no le habría pasado-aña-
dió riendo.
-Sea como sea, no tengo una voz propia y tampoco la voy
a encontrar ahora por la simple razón de que deba escribir
una introducción.
-Pues -dijo Kolk, meditabundo- no estaría de más tener
una voz propia, y desde luego, no sólo para redactar esta in-
troducción, ¿no le parece?

STANLEY Low
Hannover, mes de abril
43

El progreso científico y técnico


como neutralizador del infortunio

Introducción

Nuestro camino hacia la felicidad consiste en evitar la infeli-


cidad. Ésta es la primera tesis de mi investigación. La segun-
da dice que los mejores medios de que disponemos para evi-
tar la desgracia son la ciencia y la técnica. Para comprender y
aceptar ambas tesis, es preciso contemplar con detalle el pro-
greso de las ciencias y de la tecnología. Si considerarnos que
las ciencias progresan continuamente hasta el infinito, en un
futuro indefinido sería factible medirlo todo, incluso el grado
de felicidad o infelicidad de una persona. Puede que para esto
falten todavía cien, doscientos o hasta quinientos años. Sin
duda, la más afortunada visión del mundo que conocemos
nos dice que éste está hecho conforme a la ley: es una relación
de magnitudes, que varían dependiendo unas de otras. Tam-
bién nuestra felicidad varía en razón de muchos factores des-
conocidos hasta ahora. En nuestra conciencia y en nuestra
vida afectiva han arraigado hechos que son decisivos para la
felicidad. Nos proponemos determinar estos factores en tan-
to que magnitudes y en fw1Ción de sus tipos de interdependen-
cias. Y en algún momento se nos revelará todo. Desaparecerán
los misterios. Al final, cuando la realidad, nosotros incluidos,
se torne transparente, será como si se nos hubiera caído un velo
de los ojos, y seremos capaces de ver hasta qué punto el mw1-
do es comprensible en lo más profundo.
Para fundamentar la esperanza de que la felicidad está su-
peditada a los conocimientos científicos, y es alcanzable gra-
cias a ellos, debemos encararnos con los críticos de la ciencia
44 La vida plena

moderna, sobre todo con los críticos del progreso y los de-
tractores de la verdad científica. Ésta será nuestra primera ta-
rea. Luego investigaremos, en una especie de plano utópico,
las posibilidades de alcanzar la transparencia del yo y sus
consecuencias para la felicidad humana.

Hay progreso: lo que nos enseña la historia


de las ciencias

Nuestra cultura científica existe desde hace sólo cuatrocientos


años. Y sólo hace más de cien que tenemos una idea de lo que
ocurre en el interior de la materia y en el cerebro. Si la empre-
sa de las ciencias experimentales y de las matemáticas se pro-
longase otros tres mil años más -el lapso de tiempo necesario
para que una cultura del pensamiento, sirviéndose primero de
los escasos medios del mito y posteriormente de la religión y la
filosofía, aspire a controlar el conocimiento y el mundo del
yo-, podríamos reconocer cosas y procesos e influir sobre ellos
con la ayuda de la técnica, de un modo que hoy puede pare-
cernos absolutamente imposible desde un ptmto de vista inte-
lectual. Así, del mismo modo que los fenómenos del movimien-
to acelerado, la luz, los campos magnéticos, la electricidad y la
reproducción, se interpretaban antaño como fuerzas y proce-
sos misteriosos, hoy la conciencia y la experiencia cualitativa
nos parecen también muy distintas de la naturaleza. Antes de
Newton, se pensaba que el imán era algo vivo o animado. 1 In-
cluso Goethe sostenía que la luz era divina, y hacia 1900
2

Driesch aún postulaba la existencia de una fuerza vital aními-


ca para explicar la reproducción.3
Siempre que no comprendemos algo, nos sentimos atraí-
dos por ideas religiosas y por oscuras convicciones filosófi -
cas. Sin embargo, la historia de la ciencia moderna ha roto el
encantamiento al que tales ideas y convicciones nos some-
tían. Ya no hay ninguna duda de que el mundo es accesible a
nuestro raciocinio calculador. De hecho, todo cuanto en al-
gún momento de la historia ha revestido un carácter misterio-
El progreso científico y técnico ... 45

so se ha revelado con el tiempo como mensurable y calcula-


ble. Por tanto, podemos deducir inductivamente del pasado
que todo lo que hoy no consideramos mensurable y cuantifi-
ca ble, lo será alguna vez en el futuro; asimismo también es
posible afirmar que las cosas que nunca pensamos que serían
mensurables y cuantificables en el pasado, hoy, en cambio,
son accesibles para el intelecto. El desconocimiento que se te-
nía en la Antigüedad del movimiento acelerado es compara-
ble al que había en la Edad Moderna sobre el magnetismo, la
electricidad y la reproducción y al que existe hoy con respec-
to a la conciencia y la experiencia cualitativa.
Nadie podía anticipar el significado del cálculo infinitesi-
mal antes de que fuera desarrollado por Newton y Leibniz.
No obstante, el cálculo con cantidades infinitamente peque-
ñas hizo posible medir y comprender racionalmente aquello
que a Platón y a Aristóteles les parecía inconcebible e irregu-
lar desde una perspectiva matemática: el movimiento acele-
rado. De forma parecida, el telescopio de Galileo y la teoría
de la gravedad de Newton dieron al traste con la separa-
ción entre naturaleza sublunar y translunar, el supuesto mun-
do divino.4 Marte, Mercurio, Venus, Júpiter, el Sol -esos seres
más allá de la Luna convertidos en dioses por la Antigüe-
dad- eran vistos como cuerpos, ya fueran rocosos o formados
por masas gaseosas. Hemos enviado a hombres y robots a
esos cuerpos celestes y hemos obtenido energía en centrales
nucleares porque hemos comprendido que el interior de la
materia es siempre el mismo y que no cesa en ninguna parte
del mundo.
Entender que la luz no es de origen divino ha hecho posi-
ble salvar vidas aplicando el láser en el quirófano y caldear
nuestras casas con células fotoeléctricas. Desentrañar la natu-
raleza no animada de los imanes nos ha permitido construir
medios de transporte que se mueven sin apenas desgaste de
energía. Y el descubrimiento del ADN ha demostrado que la
reproducción es un proceso meramente material. A partir de
ese momento, hemos estado en condiciones de poder recono-
cer y curar enfermedades hereditarias como la fenilcetonuria
La vida plena

e incluso podemos construir organismos artificiales a medida


de nuestra imaginación.
No existe duda ninguna de que las ciencias se encuentran
siempre en un constante movimiento de progreso. Pero esto
no implica que sea un movimiento hacia un objetivo, hacia la
verdad o la certeza, sino que debe entenderse como un movi-
miento alejado de lo mítico, de lo religioso y de otras oscuras
filosofías, que va en pos de lo mensurable, cuantificable y téc-
nicamente controlable. Si nos concentrásemos en los objeti-
vos de verdad y de certeza, sería fácil extraer una idea enga-
ñosa del tipo siguiente: todas las teorías científicas vigentes en
el pasado han resultado ser falsas, luego las teorías actuales se
revelarán erróneas en el futuro. Si e] progreso es el movimien-
to de aproximación a la verdad, no podemos percibir dicho
movimiento en la historia del pensamiento, sino sólo obser-
var una sucesión de sistemas de convicciones falsos entre los
que con toda probabilidad, algún día, figurarán también nues-
tras convicciones actuales.s
Es bien cierto que poco a poco nos alejamos de todo cuan-
to es inexplicable y oscurantista. 6 Reconocemos el progreso
científico cuando volvemos la vista hacia éste, como es propio
hacer, y no cuando intentamos dirigirnos hacia cualquier ob-
jetivo abstracto pensando que se trata de una «verdad abso-
luta» o de una «certeza inamovible». Si pretendo alejarme de
Scramon, Pennsylvania, cada movimiento que me conduce
lejos de este lugar, sea donde sea que me lleve, será un progre-
so. La ciencia busca alejarse de todo cuanto es incomprensi-
ble, incalculable e incontrolable. Por ello, cualquier conoci-
miento sujeto a la aplicación sistemática de una ley, cualquier
representación matemática surgida de una relación con la
realidad, cualquier tecnología que nos permita configurar el
mundo o nuestro propio ser (genéticamente, pongamos por
caso) de acuerdo con nuestras ideas, supone siempre un pro-
greso. Fue un error por parte de Hegel (r807), Peirce (1965)
y Popper (r963) orientar el progreso en el desarrollo del espí-
ritu o en las ciencias de un modo teleológico para aproximar-
se a un objetivo como la verdad o la certeza. Hoy sabemos
El progreso científico)' técnico ... 47

que no entendemos lo que puede significar «aproximarse a la


verdad» como designación de la supuesta teleología del desa-
rrollo científico.? Sin embargo, no por ellQ vamos a despedir-
nos del progreso.
Mientras entendamos el progreso en un sentido teleológico
y sigamos sin reconocer que de hecho ignoramos hacia dón-
de van las ciencias, estaremos obrando en favor del relativis-
mo y del cinismo. Si no podemos identificar el objetivo de la
verdad y de la certeza, los críticos de las ciencias afirmarán
que todos los sistemas de convicciones de la humanidad son, o
bien igualmente verdaderos o ciertos, o bien igualmente falsos
o inciertos, porque, al ser inconmensurables, no pueden ser
comparados entre sí. 8 Por tanto, mientras la felicidad deba de-
pender de una verdad absoluta que no se produce nunca, la
ciencia no podrá ser nunca un medio para encontrar la felici-
dad. Así, del mismo modo que antaño los hombres creían es-
tar en posesión de la verdad y no por ello dejaban de ser des-
dichados, hoy creemos estar en posesión de la verdad y somos
igualmente desdichados; por tanto, cabe esperar que en el fu-
turo creeremos estar en posesión de la verdad y seguiremos
siendo unos infelices. Ésta es la línea de pensamiento de quie-
nes pretenden renunciar al proyecto del racionalismo ilus-
trado.
Sin embargo, aun cuando ignoro si Einstein está más pró-
ximo a la verdad y a la certeza que Newton o si ambos se en-
cuentran a la misma distancia aunque en lugares distintos, sí
es evidente que, en tanto que N ewton todavía consideraba la
gravitación como obra del pensamiento de Dios y estimaba
la edad del mundo en unos seis mil años, Einstein está más
alejado de la superstición y del error.9 Esto es tan cierto como
el hecho de que París está más lejos de Scranton, Pennsylva-
nia, que Nueva York, y aunque no sepa hacia dónde viajo,
bastará con tener en mente Scranton, Pennsylvania, para de-
cidir si hago algún progreso al alejarme de allí. En este senti-
do, sólo tenemos que fijar y conservar en la retina nuestra
comprensión limitada, nuestras supersticiones y los miedos
asociados a todo ello y responsables de nuestra infelicidad,
La vida plena

para darnos cuenta de que deseamos apartarnos de semejan-


te vía, y para constatar también que, efectivamente, entre la
época de Newton y la de Einstein, nos hemos desplazado, o
sea que hemos realizado progresos aun sin saber adónde nos
conducirá el viaje de la ciencia.
Aunque la conciencia y la experiencia cualitativa de la que
depende la felicidad de nuestro propio ser son todavía hoy un
enigma y un misterio, al menos hemos dejado atrás los enig-
mas y misterios del pasado para transformarlos en algo men-
surable, calculable y por ende técnicamente controlable. Por
tanto, tenemos sobradas razones para estar convencidos de que
un día reconoceremos la conciencia, sus estados y sus decursos
como algo material, regido por leyes y técnicamente domeña-
ble, incluidos los estados que propician los sentimientos de fe-
licidad. Ésta es la conclusión inductiva correcta que debemos
extraer de la historia de las ciencias.
Puede ser que nuestra comprensión de la materia experi-
mente una considerable transformación a lo largo de ese ca-
mino. Pero, desde el punto de vista metodológico, esto no
cambiará en nada el proyecto de la ciencia racionalista. Los
lenguajes matemáticos, que desde el siglo XIX aventajan am-
pliamente en diversidad y exactitud a los lenguajes naturales,
de forma parecida a los lenguajes de cálculo obtenidos a través
del ordenador y los métodos de experimentación y de simula-
ción, serán paulatinamente perfeccionados en su estructura
y en sus aplicaciones: esto es parte de lo que podemos pensar
que será el mundo material en el futuro. La clave decisiva no
es ni la supuesta certeza de las matemáticas ni la evidencia del
procedimiento experimental. Lo más importante es que, en
los últimos ciento cincuenta años, las matemáticas y la infor-
mática han desarrollado un abanico inimaginable de lengua-
jes formales para un sinfín de objetivos.
Estos lenguajes consisten en procedimientos de solución
de problemas que pueden instalarse en máquinas. El proce-
so de experimentación, que junto con el cálculo constituye el
otro gran pilar de la ciencia racionalista, es ante todo un pro-
ceso de crítica. 10 Los experimentos llevados a cabo con éxito
El progreso científico y técnico... 49

siempre han sacudido las conciencias y los hábitos estableci-


dos; gracias a ellos se producen nuevas experiencias y es po-
sible dar nuevos significados a concepciores ya obsoletas. Al
ampliar nuestra experiencia en el experimento, tenemos la
posibilidad de alejarnos de nuestras miserias actuales, porque
modificamos las concepciones con las que describimos y ex-
plicamos nuestro mundo para configurar nuestro pensamien-
to de acuerdo con las leyes de la realidad. Mediante la gran
diversidad de lenguajes formales y de ámbitos experimentales
creadores de nuevas experiencias, la ciencia puede progresi-
vamente dirigir su atención hacia ciertos problemas que ape-
nas se han tratado hasta la fecha, en la medida en que aprende
a describirlos matemáticamente y a estudiarlos con la ayuda
de la experimentación o de los procesos de simulación.
Basta pensar en todos los logros que, gracias a las mate-
máticas y a la experimentación, se han obtenido en los últi-
mos :veinte años en el campo de la biología de sistemas.' 1 En
la actualidad, la diversidad de lenguajes artificiales, de proce-
sos experimentales y de simulación, así como el desarrollo
constante de las capacidades de cálculo, permiten cifrar fenó-
menos como las mareas, el tiempo atmosférico o los movi-
mientos migratorios de los animales, por ejemplo. Hace apenas
cien años, no sólo era imposible considerar estos fenómenos
objeto de investigación científica, sino que incluso existía la
creencia generalizada de que sólo podían pronosticarse me-
diante engorrosas tablas de observación, el saber popular de
la gente del campo y mediante lo que conocemos como «ins-
tinto», es decir, con métodos muy inexactos e incontrolables.
Que logremos aplicar en mayor medida que hasta ahora
los lenguajes formales y los procesos experimentales a los fe-
nómenos de la conciencia y de la experiencia cualitativa sólo
es cuestión de tiempo. En 1853, Hennann Grassmann, quien
también había desarrollado una teoría formal de las mareas,
intentó estudiar formalmente las sensaciones humanas desde
una fase incipiente del álgebra vectorial. 11 Esto sucedía cuan-
do el tempestuoso desarrollo de la variedad de lenguajes for-
males, creados gracias al cálculo de predicados de Frege y
UNIVERSIDAD
EAF~~ BIBLIOTECA
50 La vida plena

Peirce y a las leyes del pensamiento (de 1854) de Boole, ape-


nas había comenzado y no existía aún la psicología experi-
mental. Desde entonces han ocurrido muchas cosas, pero no
suficientes para sustentar una teoría matemática de los esta-
dos emocionales y de la conciencia. Sin embargo, hay tan po-
cos juicios sólidos contra la biología basada en el cálculo de
procesos experimentales y de simulación, como pocos argu-
mentos que aboguen en contra de una investigación compu-
tacional sobre las sensaciones y la conciencia realizada con
simuladores. Creer que en este terreno habría en principio
impedimentos insuperables sólo es una muestra de falta de
imaginación. En la actualidad, quien pueda pensar algo así
con respecto a la conciencia y al entorno sensitivo está tan
equivocado como los filósofos Platón y Aristóteles cuando
afirmaban que sólo aquello sujeto a un movimiento esférico
uniforme podía abarcarse con exactitud desde el punto de
vista matemático, mientras que para el resto de las cosas exis-
tentes en el mundo teníamos que darnos eternamente por sa-
tisfechos con otros métodos de explicación inexactos, o con
el «mito», como afirma Platón en Timeo. 1 3
Ahora bien, cuando podamos describir y simular mate-
máticamente la conciencia y nuestras sensaciones de un mo-
do cualitativo durante todo un día, serán comprensibles para
nosotros en tanto que estado de la materia -por lo que, a par-
tir de ese momento, también deberán ser entendidas como ma-
teria-. No obstante, antes de llegar tan lejos, es preciso saber
qué querernos comprender y aprender a controlar. Hasta aho-
ra nos hemos conformado con aceptar el aspecto provisional
e inexacto del entendimiento, y con el discurso común de que
podemos influir medianamente sobre la conciencia y sobre
nuestras emociones mediante drogas como el alcohol y lama-
rihuana o por la vía de la sugestión personal y la meditación.
Habida cuenta de que casii no hemos entrado en el ámbito de
la formulación del problema científico, y de que tampoco he-
mos abordado su solución, elaborar una teoría de la emocio-
nalidad y de la conciencia nos parece por el momento una ta-
rea imposible. Sin embargo, al igual que en una gran parte del
El progreso científico y técnico ...

mundo hemos aprendido a entender y comprender la materia


no animada o la luz y la reproducción, cabe pensar que, como
seres dotados de conciencia y sensibles, también aprendere-
mos a comprendernos y a detentar un dominio técnico y cien-
tífico de nosotros mismos que irá más allá de las prácticas ha-
bituales.
El manejo habitual y en parte fructífero de expediem:es
como el lenguaje, las drogas, la sugestión y la meditación no
debe llevarnos al error de pensar que hemos alcanzado el ob-
jetivo, pero tampoco podemos caer en la trampa de creer que,
en principio, con los métodos de las ciencias mensurables no
es posible ir más allá en la investigación de la conciencia y los
afectos. Es evidente que el lenguaje ha sido muy subestimado
como medio de influencia sobre otras personas y en especial
sobre la realidad. ¿Cuántas veces no habremos oído la expre-
sión «pura verborrea» para referirnos a algún asunto? ¿No
son acaso los discursos los que ponen en marcha el engrana-
je de los movimientos políticos? ¿No es cierto que una ofen-
sa verbal puede alentar un homicidio? ¿Acaso el discurso de
un abogado no es muchas veces decisivo ante el tribunal de un
jurado que dictamina sobre la vida y la muerte de un acusa-
do? Existe una tendencia a ver los meros «signos» o «el len-
guaje» por un lado y «la realidad» por el otro, como si tales
signos carecieran de un contenido real. Sin embargo, es evi-
dente que son reales en el sentido de una efectividad causal:
uno le habla a otra persona, por ejemplo, para darle una or-
den en el ejército o en una obra, y la persona que ha recibido
la orden de disparar o de poner en movimiento la grúa dispa-
ra o hace que su máquina levante un gigantesco bloque de
piedra. No obstante, pese a que es real, sólo en muy pocos ca-
sos hacemos uso de nuestra lengua como una herramienta
que comprendamos, en el sentido de saber cómo actúa. A este
respecto, es oportuno diferenciar bien las lenguas que han
surgido de aquellas que se han producido. Según Vico, los se-
res humanos sólo pueden comprender realmente lo que han
confeccionado ellos mismos. 14 Con la creación de los lengua-
jes artificiales, las máquinas parlantes y los ordenadores, las
La vida plena

personas han alcanzado una nueva forma de autotransparen-


cia. A excepción de los lingüistas, los retóricos y los poetas,
que son quienes usan «profesionalmente» las lenguas «orgá-
nicas», la mayoría de las personas a lo sumo capta su trans-
parencia de forma parcial, de tal manera que el efecto de la
expresión verbal permanece en parte oculto para ellas. Sólo
mediante el desarrollo de lenguajes artificiales, los seres hu-
manos podrán controlar de verdad este sistema de influencias
para dominarse a sí mismos y a los demás.
Este fenómeno ya se está produciendo en el ámbito de los
lenguajes artificiales de la matemática y la informática. El cir-
cuito impreso de un ordenador es un «mero» signo o plano.
No obstante, el circuito impreso es un signo que se transfiere
directamente a una máquina que resuelve unos problemas de-
terminados.15 Y los lenguajes de programación que se crean
para resolver problemas tales como codificar una imagen o
una melodía en un ordenador, los resuelven en el seno de los
sistemas semiconductores de los circuitos, a medida que una
determinada señal óptica o acústica es almacenada por ellos.
En estos sistemas, ¿dónde están los «meros signos», por un
lado, y la «dura realidad», por el otro? Ambos forman entre
sí una urdimbre en el interior de la máquina. En el fondo, es-
tablecer una diferenciación entre lenguaje y realidad no tiene
sentido porque el lenguaje es parte de la realidad.
Vista la concatenación entre el lenguaje artificial y el orde-
nador se ve claramente que no hay nada que se halle «frente»
a la realidad, sino sólo una realidad, en la que lenguaje y sig-
no son términos tan aceptables como piedras, perros y pla-
netas. La idea de algunos «constructivistas» de dejar atrás
la creencia en la realidad o en la ontología, con el argumento
de que todo es una construcción, es un absoluto disparate. 16
Lo que producimos a partir de signos son constructos, igual
que también lo son el coche o el edificio que producimos con
ayuda de los signos. Esto es así, en efecto. Pero los construc-
tos son reales. Cuando el constructo lingüístico de un discur-
so desencadena un levantamiento obrero, difícilmente puede
denominarse irreal. Cuando un coche, que es una máquina
El progreso científico y técnico ... 53

construida, frena en una autopista en medio de un banco de


niebla provocando un choque en cadena, ¿cómo vamos a lla-
mar a eso un «mero constructo»? Cuando se desploma un
edificio construido con errores de cálculo y numerosas per-
sonas quedan sepultadas bajo los escombros, ¿por qué debe-
ríamos tomar menos «ontológicamente en serio» el edificio
construido con cálculos erróneos que una margarita desde el
punto de vista de su constructividad?
Para conservar el estatus de realidad de algo, lo importan-
te no es si está construido o no, sino en qué medida controla-
mos conscientemente el proceso de confección para conseguir
resolver o no los problemas. Puede que los granjeros, que cul-
tivan plantas y crían animales desde hace siglos, hayan trata-
do de influir con medios técnicos sobre los seres vivos pa-
ra «construir» una leche de vaca ideal o un cerdo de engorde
ideal. Pero, hasta que se produjo el descubrimiento del ADN,
desconocían qué mecanismo era susceptible de ser influencia-
do. Por eso les resultaba imposible construir realmente, sino
que se veían obligados a probar qué tipo de descendientes na-
cían del cruce de una vaca con un determinado buey, o de un
cerdo en concreto con una cerda especial. De un modo u otro,
ya durante el período de cría se manifiesta frente a las criatu-
ras una actitud técnica, aunque imprecisa en lo que respecta
a la influencia constructiva que ese ser vivo va a recibir, ya
que no se domina por completo su herencia biológica. De mo-
do similar, con ayuda de drogas y de ciertas pautas de compor-
tamiento, a través del lenguaje ejercemos influencia sobre
nuestra vida psíquica. Por eso, tratamos de apaciguar con pa-
labras tranquilizadoras a alguien que está muy alterado y ame-
naza con llegar a las manos, e incluso le damos una bebida re-
lajante y le aconsejamos que se siente. Esta forma de actuar
puede ser de relativa ayuda, unas veces más que otras. Sin em-
bargo, hoy todavía conocemos muy poco acerca de los meca-
nismos psíquicos y neuronales que subyacen tras estas reac-
ciones y que las provocan, igual que antaño los granjeros
ignoraban la genética de sus sementales y de sus plantas úti-
les. Tan pronto podamos reconocer el mecanismo de base que
54 La vida plena

provoca una respuesta determinada, aumentarán de forma


exponencial nuestras posibilidades de actuación, del mismo
modo que el descubrimiento del ADN y su función en los ga-
metos ha permitido influir técnicamente sobre el material he-
reditario de los seres vivos. Lo importante no es subrayar la
diferencia entre construcción y realidad, sino distinguir una
realidad opaca - que no podemos crear ni con construcciones
nuevas ni viejas- de una realidad en la que somos capaces de
penetrar porque la hemos construido nosotros. Para hacer
posibles nuestra libertad y nuestros intereses, está claro que
debemos aspirar a ampliar constantemente el ámbito de la rea-
lidad construida por nosotros.
Si bien es cierto que no existe una brecha profunda entre las
<<simples señales» y «la realidad», no lo es menos que, como
nuestros ejemplos demuestran, tampoco la hay entre «la na-
turaleza» y «la técnica». La técnica, que es obra del hombre,
constituye la continuación del patrón natural de la Creación.
El martillo es la continuación del puño del hombre; la rueda, la
continuación de nuestras piernas (o, en el caso de los animales
de carga, de las patas), y el ordenador, la continuación del cere-
bro humano. 1 7 Así pues, mientras que en la evolución natu-
ral los problemas de supervivencia se resolvían sin conciencia
y sólo con los mecanismos propios de mutación y selección,
en la actualidad nosotros resolvemos problemas con recursos
constructivos, como por ejemplo algoritmos evolutivos que
funcionan según los principios de variación o de mutación y
selección, gracias a los cuales podemos confeccionar distintos
materiales.
Pero esto no significa que la evolución biológica deba en-
tenderse como un desarrollo superior en el sentido de un mo-
vimiento teleológico hacia un organismo perfecto que no puede
morir y que, en cambio, puede reproducirse hasta el infinito.
De forma análoga, el desarrollo técnico al que hemos dado
impulso con nuestra consciencia tampoco es ni mucho menos
una máquina teleológica orientada a ser perfecta y capaz de
resolver todos los problemas. La evolución biológica es más
bien un desarrollo inconsciente, alejado de un problema de
El progreso científico y técnico ... 55

supervivencia y reproducción. Dado que siempre van a apare-


cer nuevos problemas de supervivencia y reproducción, pa-
rece claro que ningún organismo podrá ser definitivo para
siempre. Los organismos son componentes que interactúan
unos con otros en su entorno y plantean constante y recípro-
camente nuevos problemas porque se van modificando. Los
constructos que creamos las personas, de acuerdo con estruc-
turas propias surgidas de la evolución natural, interaccionan
entre sí de forma parecida al funcionamiento del cerebro hu-
mano. Así pues, siempre aparecerán problemas nuevos, ya
que los sistemas técnicos y las sociedades sobre las que ope-
ran son cambiantes. En los automóviles y los aviones se insta-
lan ordenadores adaptados que asumen el control de los apa-
ratos. El cerebro humano se adapta a su vez a los ordenadores
y a los nuevos sistemas de lectura y control con la finalidad de
poder manejar estos automóviles y aviones. Las sociedades se
adaptan a los cambios que se producen en relación con lamo-
vilidad de sus miembros mediante automóviles y aviones di-
rigidos por control informatizado. Así las cosas, nada hace
pensar que este proceso vaya a desembocar en una constela-
ción definitiva de tipo orgánico, técnico o social. Tan pronto
se aborda el desarrollo natural y técnico exclusivamente des-
de la perspectiva de la resolución de problemas, dicho desa-
rrollo se convierte en un movimiento de alejamiento de los
problemas que han surgido hasta ese momento. Ahora bien,
dado que este movimiento de alejamiento va a generar nue-
vos problemas, no puede existir un estado final del proceso
que sea plenamente satisfactorio. Ésta parece ser la naturale-
za de la solución de problemas de sistemas complejos para en-
tornos complejos. No obstante, aunque estas formas de desa-
rrollo son únicamente movimientos de alejamiento, es legítimo
denominarlas progreso, puesto que cada vez se resuelven más
y más problemas. Esto nos lleva a pensar que aquello que re-
presentaba un problema en el pasado, hoy, gracias al avance
del desarrollo, ha dejado de serlo.
La vida plena

Quien busca la felicidad debe aprender a evitar


las ideas engañosas por ser causa de desdicha

Las cuestiones de la felicidad y del progreso están estrecha-


mente relacionadas entre sí. Por fin hemos comprendido que
el progreso representa un movimiento de alejamiento de los
problemas dados. Y lo mismo vale decir sobre la búsqueda de
la felicidad. Ésta no debe ser una actividad en pos de objeti-
vos determinados -como el gran amor, la gran fortuna, el
prestigio o el poder-, más bien conviene que sea un movi-
miento de alejamiento de cuanto nos hace infelices, del mismo
modo que el del progreso cognoscitivo, que no se orienta ha-
cia una verdad absoluta, aunque se mantiene alejado del error
(Popper se equivocó al creer que ambos movimientos tenían
necesariamente la misma orientación).
El infortunio es eJ estadio inicial del ser humano que bus-
ca la felicidad: quien es feliz no busca; no desea nada ni desea
alejarse de nada. Quizá durante la infancia las personas se en-
cuentren en un estadio inicial de dicha, pero esta situación
cambia rápidamente al entrar en la adolescencia y la juven-
tud, es decir, cuando la persona intenta con todas sus fuerzas
ser alguien y cuando se ve envuelta en las complicaciones de
la vida sexual que, a su vez, acarrean problemas como lamen-
tira y el fingimiento. La necesidad de adoptar una «identi-
dad» canaliza un movimiento hacia algo, o hacia la idea de
ese alguien que uno podría ser como adulto. Asimismo, el an-
helo hacia el otro sexo propicia movimientos de búsqueda
que no siempre fructifican. Aquí empieza el infortunio.
Pero ¿cuál es la causa real de esta infelicidad humana que
es preciso escudriñar, como si fuera un mecanismo que permi-
tiera entender la búsqueda de la felicidad en el sentido de so-
lucionar un problema? Una respuesta es ésta: la búsqueda fa-
nática de identidad y el hábito de la mentira para con nosotros
mismos y para con los demás. ¿Cuál es la mayor fuente de fa-
natismo y de mentira o ilusión en general? Respuesta: la bús-
queda de la identidad que se emprende con una intensidad re-
El progreso científico y técnico ... 57

ligiosa, y la debilidad humana para aceptar y transmitir las


cosas tal como son. ¿Por qué los seres humanos sucumben a
la búsqueda de identidad religiosa y a las debilidades de la
mentira? Respuesta: porque tienen deseos y son mortales.
Los deseos nos mueven lejos de donde estamos y lejos de
lo que somos como seres cultivados. La muerte acaba con to-
dos los movimientos de búsqueda; acaba tanto con una vida
feliz como con una infeliz. El deseo nos revela que no somos
aquello que fingimos ser desde el punto de vista cultural, pues-
to que muy pocos darían a conocer sus deseos admitiendo
que son su identidad real; no queremos ser un animal que se
deja llevar por la comida y el sexo. La cultura nos obliga a apla-
car nuestros deseos -y, en el caso de la sexualidad, a ocultar-
los y a reprimir la competencia que éstos originan- para favo-
recer unas relaciones satisfactorias. 18 La cultura nos ofrece
máscaras con las que disimulamos como seres que desean, y
nos brinda consuelo para sobreponernos a la muerte como fi-
nal indiscutible de la vida, ya sea mediante fantasías religio-
sas, o escondiendo el óbito en solitarias habitaciones de hos-
pital habilitadas para moribundos. 1 9 Como sabemos desde
Rousseau, la cultura, la represión y el fingimiento van de la
mano. 2 º
Además, en cuanto los seres humanos empiezan a entender
la muerte, tienen claro que no desean morir. Por eso en gene-
ral tienden a mentirse a sí núsmos y a negar el hecho incontro-
vertible de la muerte con mitos de resurrección y reencarna-
ción u otras fantasías acerca de la inmortalidad del alma,
pues las culturas se apresuran a abastecer a las personas con
esta posibilidad de engaño. Si no temiéramos a la muerte des-
de el principio y si bregáramos sin disimulo con nuestros de-
seos en un marco cultural, sería más fácil <<sentirse felices».
Casi todas las religiones no son sino tentativas para conseguir
controlar los deseos y la muerte propia. Y siempre a costa de
mentirnos a nosotros mismos y a los demás. Las religiones
son especialmente peligrosas21 cuando inspiran en sus segui-
dores un grado tan elevado de fanatismo que, en nombre de
la identidad religiosa con la que intentan encubrir su identi-
La vida plena

dad animal como seres instintivos y mortales, ejercen la vio-


lencia contra aquellas personas que no piensan ni actúan como
ellos, y a los que consideran una amenaza para la fachada de
mentiras en la que se amparan y tras la que viven.
Pero ¿qué se puede hacer contra el fanatismo, la mentira y
esta aparente identidad religiosa y cultural que trata de des-
mentir nuestra naturaleza animal y las debilidades humanas?
Respuesta: aspirar de manera honesta a la veracidad, actitud
sobre todo presente en la ciencia racionalista. La ciencia mo-
derna, que se sirve de una inteligencia depurada de emociones
sin aspirar a una verdad o una certeza absolutas, es la escue-
la colectiva más importante de la veracidad. La identidad de
una persona que dedica toda su vida a la investigación veraz
sobre su propio ser y sobre el mundo, buscando el entendi-
miento también veraz con los demás, es la insignia que el racio-
nalismo ha enarbolado como forma de vida ilustrada o cien-
tífica, en contraposición a la vida basada en la farsa de la
religión. Buscar la felicidad con los recursos de la ciencia ilus-
trada significa postular una veracidad necesaria y no dejarse
guiar por creencias en misterios que la razón no puede com-
prender, como la supuesta «resurrección de la carne» del cris-
tianismo.
Una vez nos hayamos decidido por este ideal de vida ilus-
trada, deberemos atenernos a los hechos establecidos científi-
camente y a nuestra propia capacidad de análisis, si deseamos
evitar la desdicha y ser felices. Asimismo, será necesario evi-
tar autoridades, rumores y deseos al servicio de las ilusiones
y aprender a recelar de aquello que en última instancia nos
puede hacer daño. Cualquier persona ilustrada debe entender
la veracidad como un requisito inamovible y de máxima im-
portancia para aspirar a mejorar sus propias circunstancias y
alcanzar la felicidad. Si la dlicha consiste en hacer realidad los
deseos, apartando a un lado los problemas que pugnan con-
tra la realización de los mismos, será preciso descubrir el obs-
táculo que impide exactamente llevarlos a cabo, porque este
impedimento es aquello de lo que debemos alejarnos para ser
felices.
El progreso científico y téwico ... 59

Ahora bien, para comprender aquello que actúa en con-


tra de nuestros intereses es preciso aprender a ver la realidad
atendiendo a su configuración; esto significa estar capacitado
para la verdad. Para reconocer si nuestros deseos son realiza-
bles en la realidad -y, de ser así, ver el modo de llevarlos a la
práctica- es imprescindible el conocimiento de los hechos y
su honesta aceptación . Podemos estar ante la tumba de un ser
querido y decirnos que su alma está en el cielo, y que nos mira
y nos da su apoyo desde arriba; o podemos estar ante una
tumba, y preguntarnos por qué la persona que está ahí aba-
jo ya no se mueve, ni nos habla, ni tampoco puede apoyarnos
ya. En el primer caso nos mentimos a nosotros mismos y a los
demás, ocultamos los hechos porque nos resultan inaceptables
e insoportables. Por el contrario, en el segundo intentamos
penetrar en los hechos, aunque esto no significa que aceptemos
su carácter inalterable.
Si el üúortunio consiste en la imposibilidad de hacer reali-
dad los deseos, existen dos vías para evitar la desdicha: o bien
cambiamos la realidad, de tal manera que nuestros deseos se
puedan realizar en ella, o bien cambiamos nosotros para no
albergar dichos deseos. Si la muerte nos hace desgraciados
porque nos causa temor, sólo nos queda hacernos inmortales
o liberarnos del temor a la muerte. Luego sólo podemos cam-
biar la realidad o nuestros deseos cuando sabemos cómo ha
sido creada la realidad y cómo hemos sido creados nosotros
realmente. Ésta es la posición fundamental de las ciencias y
de la tecnología moderna.
Las ciencias posmodernas de la cultura o del pensamiento
no admiten, en cambio, el contenido de realidad que encie-
rran las verdades científicas, y en consecuencia contribuyen a
la desgracia de la humanidad, porque no tienen recursos para
enfrentarse a la falsedad y al fanatismo (que es en sí mismo
una exageración, y por tanto, también una falsedad en el sen-
tido de inexactitud). Así que tampoco hacen méritos para ga-
narse el título cultural de «ciencia» ilustrada. Se han despedi-
do de la ciencia moderna y con ello también del racionalismo
como forma de vida. Son culpables también de los irraciona-
60 La vida plena

les conflictos religiosos que tantas muertes y desgracias han


ocasionado en los últimos a110s, pues han obviado el hecho de
que el bienestar y el poder de los pueblos que se inscriben en
la tradición de la Ilustración europea no son el resultado de la
violencia y la expoliación, sino el fruto de los conocimientos
que se sustentan en las estructuras fácticas de la realidad.
No es verdad que la física moderna y la teoría de la evo-
lución, por un lado, y la teología de la creación o la creencia
en la resurrección, por el otro, sean verdaderas o hipotéticas «en
la misma medida». A aquel que toma las proposiciones reli-
giosas como aserciones - cosa que ya es un error al ignorar la
interpretación crítica e histórica de las Sagradas Escrituras-
sobre hechos que pueden comprenderse como verdaderos
o falsos también en la misma medida, hay que decirle lo si-
guiente: los enunciados de la física moderna y de la biología
de la evolución son verdaderos, y los enunciados sobre la crea-
ción del mundo por obra de un Dios hecho hombre y sobre la
resurrección de ta carne son falsos.
El relativismo posmoderno no tiene en consideración las
consecuencias de los sistemas de convicciones sobre la vida y
el modo de actuar de las personas. Contempla el sistema de
convicciones de las ciencias o las religiones como meras corre-
laciones de frases, como estructuras proposicionales rígidas,
y pasa por alto sus aplicaciones técnicas y sus consecuencias
prácticas para aspirar a la felicidad. Desde esta perspectiva,
este relativismo no se diferencia de la antigua teoría científica
del empirismo lógico, la cual sostenía que la <<ciencia» (en el
caso ideal) no era sino un sistema inferencia! formalmente co-
rrecto cuyo contenido empírico se revelaba susceptible de ser
revisado.
El absolutismo teórico y el relativismo posmoderno son
posturas muy apropiadas para quienes les gusta tomar parte en
los juegos recurrentes de la arena académica, pues les permite
permanecer ocupados. Sin embargo, ni el uno ni el otro tienen,
al margen del ámbito académico, relación con la vida de las
personas. Tanto el empirismo lógico (visto como la teoría más
influyente del absolutismo teórico en los últimos cien años de
El progreso científico y téwico... 61

la historia del pensamiento) como el relativismo ignoran el


hecho de que la ciencia moderna va ligada a un modo de vi-
da racional; que la ciencia posee una relevancia existencial y
que la utilizamos para mejorar nuestras condiciones vitales a
través de la tecnología. Stephen Toulmin ha desenmascarado
con gran maestría este error del empirismo lógico y del relati-
vismo, al que ha denominado «culto a la sistematicidad».2.2
Este error de conjunto obedece a que el relativismo es una
reacción al empirismo lógico. Como suele ocurrir tantas ve-
ces, y también en esta ocasión, el adversario ha hecho suyos
demasiados falsos presupuestos de su oponente.
En realidad, las consecuencias para nuestra vida que se de-
rivan del hecho de si dependemos de este o aquel sistema de
convicciones son muy amplias. El relativismo no puede com-
prender estas consecuencias existenciales porque difícilmente
las contempla. Sin embargo, quien edifica su vida sobre, pon-
gamos por caso, convicciones falsas de índole religiosa que
no resuelven problemas, sino que sólo los encubren, sucum-
birá a la impotencia y será infeliz. Pero quien es veraz consi-
go mismo y con los demás podrá convertir en hechos aquello
que desea, siempre y cuando aborde sus problemas de reali-
zación con conocimiento y sepa encontrar un camino para
solucionarlos. Por ello, la religión causa infelicidad, y la cien-
cia, felicidad. La religión encubre nuestras dificultades y sólo
nos apacigua frente a los problemas que sufrimos, sin llegar a
resolverlos: es un consuelo y una falsedad. Si buscamos seria-
mente la felicidad deberemos alejarnos de todo cuanto nos
pueda conducir al engaño y a la falsa ilusión, incluida la for-
ma de vida religiosa.

Relativismo y capitalismo

Los postulados relativistas de la posmodernidad a menudo


han sido elogiados como principios de tolerancia. Quien abo-
ga por supuestas verdades absolutas es intolerante y alienta
la hostilidad entre las personas. Los principios de tolerancia
La vida plena

posmodernos no son sino una parte de lo que se conoce como


flexibilización de las personas. Este avance paulatino de la fle-
xibilización lleva a las personas a desorientarse y a ser infe-
lices, dado que las personas demasiado flexibles no saben en
absoluto de qué deben alejarse para mejorar su situación. 2 3
Decir que somos tolerantes, relativizando así el punto de vis-
ta propio para adoptar el ajeno, casi siempre significa que to-
mamos nuestro punto de vista personal con tan poca seriedad
como el ajeno, que lo consideramos desde una perspectiva ex-
terior y que olvidamos o ignoramos que a él debemos remitir-
nos para poder movernos a donde sea.
A buen seguro, en determinadas ocasiones es razonable
adoptar una perspectiva exterior sobre la propia situación per-
sonal para reconocer dónde están los problemas y cuál es la
causa de nuestra desazón en ese momento. En esta fase se pue-
de evaluar la situación desde fuera igual que lo haría un histo-
riador o un médico. Sin embargo, una vez se han reconocido
los problemas vitales que nos afectan, es preciso identificarse
con ellos como con algo propio para así reunir fuerzas y poder
resolverlos. Alguien que lleve una vida conyugal infeliz puede
recurrir al análisis psicológico para saber por qué lo es. Pero si
se aferra a un enfoque psicológico de su matrimonio no reuni-
rá las fuerzas necesarias para separarse, ni para cambiar perso-
nalmente, ni para inducir a su pareja a obrar un cambio, por lo
que difícilmente su matrimonio dejará de ser infeliz. Por ello es
necesario provocar un vaivén, una fluctuación oscilante desde
la perspectiva interna y comprometida, en la que uno sufre, ha-
cia una perspectiva exterior, desde la que el dolor se contempla
como algo externo, para luego volver a adoptar una perspecti-
va interna en la que se resuelven los problemas que han causa-
do tal dolor.2 4 El relativismo sólo existe como una perspectiva
exterior sobre la existencia, no como una postura existencial.
El relativista dice: « Unos consideran oportuno torturar a
las personas que amenazan a la sociedad porque, en su opi-
nión, las sociedades son más importantes que la vida del indi-
viduo. Otros aborrecen semejante conducta porque contem-
plan al individuo y a la sociedad según otra escala de valores.
El /nogreso científico y técnico ...

En cualquier momento puede emitirse un juicio de valor sin


necesidad de que éste sea fundamentado. La sociedad es un
determinante de buena vida para el individuo; pero también
es un determinante de la sociedad mostrar solidaridad para
con los individuos, de modo que aquí tanto vale dar priori-
dad a la sociedad sobre el individuo como anteponer el indi-
viduo a la sociedad. En todo caso la elección entre una u otra
prioridad ya no es filosófica, en la medida en que sólo puede
haber filosofía donde hay fundamentos. Aquí ya no habla-
mos de fundamentos, sino de juicios de valor».•5 La toleran-
cia posmoderna afirmaría que el concepto de la dignidad del
hombre es culturalmente relativo, por lo que no se puede
obligar a nadie a adoptarlo y a posicionarse frente a las prác-
ticas inhumanas de un interrogatorio.
Esta «tolerancia» fomenta, como es sabido, las ansias de
poder de los déspotas y deja solos en las comisarías de policía
a los torturados. Los torturadores reverenciarán esta toleran-
cia, e incluso llegarán a pedir explicaciones a quienes los cri-
tican. Por el contrario, los torturados insistirán en la verdad
del carácter universal del dolor y en la dignidad del hombre.
Lo que los tolerantes olvidan es el hecho de que «nosotros
mismos», en nuestra propia tradición y con el fin de mejorar
nuestras vidas, nos hemos alejado de la idea de que la tortura
pueda ser un medio aceptable. A lo largo de esta historia del ale-
jamiento, los hombres han sopesado y han intercambiado en-
tre sí diversas razones. Quienes han forjado su propia cultura
a partir de esta historia no pueden echar alegremente por la
borda esas mismas razones. ¿Acaso ya no queremos tomarnos
en serio este movimiento y sencillamente nos proponemos de-
valuarlo con el argumento de que es un vía que podríamos no
haber seguido? ¿Será posible que ya no nos reconozcamos en
la tradición racionalista? ¿Acaso no ha sido el principio de to-
lerancia un logro de la Ilustración en asuntos de práctica reli-
giosa? Tal vez este movimiento que nos ha llevado a alejarnos
de los castigos crueles y de la tortura no nos haya hecho feli-
ces, pero al menos hemos aprendido a evitar una fuente de in-
fortunio. ¿Por qué los relativistas tolerantes se niegan a reco-
La vida plena

nocerse en esta tradición? Respuesta: porque no se compro-


meten con ninguna tradición existencial; prefieren «sobrevolar
las cosas», como meros observadores de su propia vida .

Perder de vista la importancia de la realidad en cualquier tipo


de verdad científica, no sólo aquella que conocemos como ab-
soluta o definitiva en última instancia, es una invitación a la
falta de opinión que invalida los esfuerzos de los individuos y
las sociedades por evitar la desgracia. En este aspecto, el po-
sitivismo posmoderno se adhiere al capitalismo moderno que
pretende convertirnos en personas cada vez más maleables
para estar disponibles como consumidores en todas partes
y para que nos apresuremos en acudir allí donde los fabrican-
tes de artículos se propongan enviarnos.
Debemos hacer y comprar todo cuanto insistentemente nos
ofrecen. Se impone olvidar nuestra hiscoria, la que nos ha con-
ducido a fraguar determinadas preferencias y rechazos. Noso-
tros mismos debemos ser una posibilidad pura, como el dinero,
para que los negocios puedan avanzar más deprisa. Si pudiéra-
mos ceñirnos a nuestra fuerza de carácter, a las preferencias y
a las convicciones que nos hemos forjado, es decir, si fuésemos
los sujetos que en realidad deberíamos ser, y pudiéramos dar
por verdadera una cosa y otra como falsa, o sostener que cier-
ta cosa es agradable a diferencia de otra que es desagradable;
resumiendo, si pudiéramos llevar una vida propia, quizá no co-
locaríamos el fotón junto al televisor de pantalla plana ni tam-
poco colgaríamos el buda dorado sobre el higrómetro. Quienes
deben llevar las riendas de nuestras vidas no somos nosotros,
sino quienes persiguen la maximización del beneficio. Son ellos
quienes pretenden convertir nuestra vida en un medio en pos
de sus propios objetivos y de este modo incapacitarnos.
Las personas a las que se les puede vender todo porque no
son nada más, son más serviciales con el mercado que aquellas
otras a las que sólo les importan ciertas cosas porque conocen
luga1·es existenciales donde por nada del mundo les gustaría
estar y a los que por nad_a_del mundo les gustaría acercarse.

.f . ".:, , •::· · ·
El progreso científico )' técnico...

Los lemas anything goes y anything sells se solapan. t:l recha-


zo posmoderno del sujeto y de la verdad son «el lubricante es-
piritual» del capitalismo global,16 cuyo interés no apunta a la
felicidad de las personas, sino únicamente al aumento global
de los índices de beneficios. Ambas ideologías dominantes,
una basada en una identidad religiosa orientada al más allá, y
la otra enfocada a la identidad no efectiva que flexibiliza al
hombre en el capitalismo, son fuentes de infortunio. Así pues,
deben sustituirse por la idea de una existencia racionalista que
se sustente en la aspiración a la verdad.

El valor de la verdad

Hace más de dos mil años que los filósofos reflexionan sobre
la verdad. En el siglo pasado, Alfred Tarski mostró que hay una
respuesta a esta pregunta, al menos en los lenguajes formales,
cosa que en los lenguajes no formales, sin embargo, no ocu-
rre.2•7 Los lenguajes científicos, incluido el de la física, no son
completamente formales, aun cuando utilicen profusamente
las matemáticas. Se refieren a la realidad de la vida cotidiana,
sujeta a una constante evolución tecnológica, y no sólo a las
correlaciones artificiales elaboradas con cuidadoso esmero en
los laboratorios. Si Tarski tiene razón, en estos lenguajes que
evolucionan y no dejan de ampliarse el concepto de verdad
no es definible. Ahora bien, el hecho de que conceptos como
«verdad» o «bien» no puedan ser definidos no significa que
vayamos a contentarnos sin ellos o que podamos dejarlos de
lado. Sin embargo, eso es lo que parecen creer los relativistas
posmodernos, y tienden a poner en duda nada menos que el
valor de la verdad y, lo que aún es peor, consideran la aspira-
ción a la verdad como algo perjudicial. No obstante, dudar del
valor de la verdad es peligroso. En este punto parece darse un
paralelismo entre la religión y la ciencia ilustrada: quien duda
de la existencia de Dios, corre el peligro de ser expulsado de la
religión y de la vida religiosa. Quien duda del valor de la ver-
dad se expone a perder su relación razonable con el mundo,
UHIVl!RSIDAD
EAFIT BIBLIOTECA
66 La vida plena

e incluso su libertad, como ha señalado Bernard Williams. 28


Quien crea que todas las verdades son constructos suscepti-
bles de presentarse de cualquier otra forma, dado que no se re-
fieren a ninguna realidad, seguramente no verá ninguna dife-
rencia clave entre el currículum «falsificado» en un expediente
personal estalinista y mi propio currículum personal, porque
un constructo es al fin y al cabo un constructo. Ahora bien,
como apunta muy acertadamente Williams, entendemos que
se ha producido una intromisión en nuestra libertad cuando
algo que consideramos que ha ocurrido realmente en nuestra
vida, algo que tiene importancia para nosotros, se elimina de
un plumazo de nuestro currículum, por ejemplo por intereses
políticos. No hubiese sido en absoluto deseable que, en un pe-
ríodo de política antisemita en mi país, yo fuese amigo de Scho-
lem, que era judío. Sin embargo, el hecho de suprimir esta in-
formación de mi expediente para que yo siga siendo aceptable
políticamente, no deja de ser una falsificación. Pero ¿cómo po-
demos distinguir las verdades de las falsedades si todo es un
constructo independiente de la realidad?
Hay muchas verdades simples de las que no podemos du-
dar, como las de este tipo: «he nacido», «voy a morir», «los
dientes son más duros que la lengua», «el sol es luminoso>> o
«en r 94 5 se lanzaron bombas atómicas sobre Hiroshima y
Nagasaki», etc. Estas verdades no han sido construidas. Es-
tán al alcance de la mano. Son el producto de procesos físicos
y técnicos bastante complejos. Si es verdad que una bomba
atómica hizo explosión en Hiroshima, parece obvio que exis-
tan determinados supuestos teóricos sobre el uranio y el plu-
tonio, además de las verdades descubiertas por Otto Hahn
sobre la fisión del átomo. Sin embargo es impensable afirmar
que el hecho de la reacción en cadena carece de verdad o que
sólo existe como mero constructo, y a un tiempo reconocer el
hecho de que el lanzamiento de las bombas atómicas es una
acción de guerra que ocasiona dolor. ¿Cómo puede ser que al-
gunas de las personas que consideran los conocimientos cien-
tíficos como meros constructos -dejando abierta la posibi-
lidad de que nuestras mejores teorías estén a la altura de un
El progreso cie11tífico y térnico ...

cuento- puedan afirmar también que la ciencia ocasiona dolor


en su aplicación tecnológica? ¿Acaso alguna vez un cuento ha
ocasionado tanto dolor como la bomba atómica? Si el dolor es
real, y los informes a este respecto son verdaderos, también
debe ser verdadera la tecnología que lo ha causado, del mismo
modo que forzosamente serán verdaderas las teorías que han
hecho posible la tecnología, pues, de lo contrario, la «correla-
ción» entre teoría y tecnología sería un milagro.1·9
En efecto, vamos en busca de la verdad para relacionarnos
mejor con la realidad. Sabemos que algo es real por las verda-
des que poseemos a su respecto. Sabemos cuáles son las ver-
dades de que disponemos, porque conocemos qué aspectos
de la realidad podemos cambiar y cuáles no.
Objetar que se han producido tecnologías gracias a la físi-
ca newtoniana, pero que aun así ésta se ha revelado como fal-
sa, es en última instancia un sofisma que hace caso omiso de
las condiciones limítrofes a las que la física newtoniana y sus
aplicaciones tecnológicas están sujetas. La física newtoniana
es verdadera bajo determinadas restricciones, y la técnica que
ésta hace posible se halla igualmente sujeta a estas restriccio-
nes, y no a las condiciones de una velocidad muy elevada a las
que se refiere la teoría de la relatividad. Porque, veamos, ¿qué
técnica ha surgido de creer en lo que digan los cuentos? ¿Bajo
qué condiciones restrictivas vuelan las alfombras voladoras
de Las mil y una noches? ¿Hay alguna técnica astrológica o
para psicológica que funcione y que nos haya solucionado ja-
más un problema? ¿Son presumibles unas condiciones limí-
trofes bajo las cuales éstas podrían ser efectivas técnicamen-
te? ¿Existe una técnica que admita aplicar la creencia en la
resurrección o en la curación milagrosa? La respuesta a todas
estas preguntas es: «¡No!» . En este mundo sólo podemos ha-
cer realidad, fabricar o construir algo que sea dificultoso y
significativo, si sabemos con exactitud, no de forma aproxi-
mada, y de un modo veraz, no sólo aparente, cómo se han
creado efectivamente las cosas. El saber es la herramienta
fundamental del pensamiento. Sin la verdad no hay conoci-
miento y sin conocimiento es imposible cambiar con éxito la
68 La vida plena

realidad. La física newtoniana está fundamentada y es veraz,


con la única salvedad de que su marco de validez no se extien-
de, como se pensaba en un principio, al mundo entero sean
cuales sean las condiciones de velocidad de los cuerpos. Si
fuera falsa, sería difícil explicar por qué todos los ingenieros se
siguen ateniendo a sus leyes. Si la filosofía sostuviera un con-
cepto de verdad y falsedad conforme el cual se podría consi-
derar que la física newtoniana que se imparte en las escuelas
de ingeniería es falsa, aunque útil, un concepto que no obs-
tante no permitiera diferenciar entre los teoremas falsos, aun-
que útiles, de la física newtoniana, y los teoremas falsos y total-
mente inútiles de la religión, entonces nos veríamos obligados
a decir que esta filosofía de la verdad carece de toda utilidad
frente a nuestra necesidad de comprender lo que diferencia la
verdad de la falsedad. Quien es capaz de deslustrar o lanzar
por la borda la verdad de esta manera, es obvio que no puede
comprender por qué algunos constructos como los de la ma-
temática y las ciencias experimentales nos ayudan a cambiar
el mundo y por qué otros, como los de los cuentos y las narra-
ciones religiosas, no.
La vertiente más complicada y significativa de la transfor-
mación técnica del mundo puede revelarse como algo terri-
ble, como ocurrió con la bomba atómica (creada precisamen-
te para evitar lo terrible, a saber, que la Alemania hitleriana
pudiera apropiarse y hacer uso de esta arma), o como un agen-
te portador de salud, como fue el caso de la vacuna contra la
viruela. Si dejamos de creer en la verdad y de aspirar a conse-
guirla, es decir, si cejamos en nuestra búsqueda de fundarnen-
cos racionales hasta el punto de conformarnos con el frío y
eficiente resultado de su aplicación a las cosas, al final no sa-
bremos reconocer la diferencia entre las quimeras y la tecno-
logía eficaz; entre los sistemas delirantes y la ciencia, y ni si-
quiera podremos pergeñar cómo relacionarnos con el mundo
de un modo exitoso. Me refiero a una relación exitosa con el
mundo -y muy en particular en el plano técnico- que nos per-
mita adaptar el mundo a nuestras necesidades con el fin de
evitar oportunamente el dolor y el infortunio.
El progreso científico y técnico ...

La ciencia racionalista ha propiciado la poderosa técnica


moderna porque ha sido capaz de concebir teorías verdaderas.
La causa de que esto no ocurriera así en las culturas domina-
das por la religión se debe a que éstas han tenido un conoci-
miento muy escaso de la realidad tal como es, y por esta razón
tampoco eran capaces de influenciarla. Si las teorías, los mitos
religiosos y los cuentos fueran constructos del mismo géne-
ro, si todo dependiera de nosotros, entonces poco importaría
para la vida de las personas cuáles son sus convicciones. Así,
siempre y cuando los individuos estuvieran convencidos con
suficiente vehemencia de algo, todo tendría necesariamente
consecuencias tecnológicas, y en caso contrario, nada podría
tenerlas. Pero he aquí que la creencia religiosa no mueve de sitio
ninguna montaüa, a diferencia de los explosivos que, desarro-
llados a partir de teorías químicas veraces, sí las mueven.
Como vemos, la mayor parte de las veces la desgracia ocu-
rre como consecuencia de que nos hacemos una idea falsa de
la realidad; no la vemos como es porque nos asustan los he-
chos. Como nos da miedo estar enfermos, ni siquiera pensa-
mos que podemos caer enfermos, pues eso es algo que sólo les
puede ocurrir a los demás. Nos asusta la muerte, así que ni
nos planteamos la posibilidad de morir. Sin embargo, cuando
ya no podemos ocultar por más tiempo la enfermedad o la
proximidad de la muerte, entonces nos invade la confusión.
Desde un punto de vista psicológico, esta situación es idénti-
ca a la de alguien que, antes de admitir que tiene pocos fon-
dos, opta por gastar el dinero alegremente; y luego, cuando
debe enfrentarse a un juicio a causa de las deudas contraídas,
se hunde en la desesperación. A efectos prácticos, e indepen-
dientemente de cuál sea la teoría filosófica de la verdad que
más nos agrade, es evidente que no todo depende de noso-
tros; la prueba estriba en que debemos esforzarnos cada vez
que queremos hacer realidad alguno de nuestros deseos. Prác-
ticamente no hay duda de que existe una realidad indepen-
diente de nosotros que nos guía en los procesos del cono-
cimiento y por la que debemos dejarnos guiar, tanto si nos
gusta como si no, y al margen de que unas veces oponga resis-
La vida plena

tencia y otras nos ofrezca protección. Los teóricos para quie-


nes todo es un constructo social son incapaces de distinguir
entre aquello que puede pensarse de una manera u otra y la
teoría, que, a través del experimento, da un resultado deter-
minado y no otro. Por esta razón, el concepto de verdad ya no
tiene importancia para ellos, excepción hecha, a lo sumo, de la
verdad entendida como aquello sobre lo cual nos hemos pues-
to de acuerdo. Vista así, la historia de la ciencia se convierte
en una historia de convicciones que se han acordado aceptar en
una época determinada, a causa de un «modo de pensar» de-
terminado. Con el paso del tiempo, nos hemos desviado de
este acuerdo porque el «modo de pensar» ha cambiado y en
consecuencia hemos acordado nuevas convicciones. Esto ha
desembocado en un «cambio de paradigma» o en una nueva
«episteme».
Según los relativistas, los representantes de los distintos pa-
radigmas apenas se entienden entre sí porque los conceptos
que emplean tienen significados completamente distintos. Sin
embargo, la historia de las ciencias no ha discurrido así. Los
teóricos posmodernos han dejado de creer en la posibilidad
de que ciertas verdades puedan ser compartidas por personas de
épocas muy diferentes, y a menudo llaman la atención sobre
las supuestamente tan numerosas convicciones que las per-
sonas han tomado por verdaderas y que al cabo del tiempo han
sido descartadas por ser falsas. A continuación, citan siempre
los ejemplos de la teoría del flogisto de Stahl y la del éter lumi-
nífero de Maxwell para señalar que las suposiciones objetivas
de existencia no son perdurables en el plano de la ciencia.3° La
circunstancia de que hoy las palabras «flogisto» y «éter» ya
no nos sugieran nada debería ser una prueba de que vivimos
en un mundo muy diferente del de nuestros antepasados, don-
de lo verdadero no es lo que era antaño, sino otra cosa dis-
tinta.
No obstante, frente a estos ejemplos habituales, cabe des-
tacar una enorme cantidad de ideas científicas -la mayor par-
te, de hecho-, que bajo determinadas condiciones restrictivas
siguen conservando su validez hasta hoy. El teorema de Pitá-
El progreso cie11tífico )' técnico ... 71

goras es verdadero desde que se formuló, ni siquiera la geo-


metría euclidiana lo ha modificado en absoluto. Las leyes de
la palanca son igualmente verdaderas desde la Antigüedad y
se enseñan en las escuelas desde hace siglos. Las ecuaciones
de Maxwell se explican todavía, aun cuando no creamos ya
en la existencia del éter. La mecánica de Newton se sigue en-
señando y es parte imprescindible de la ingeniería, a pesar de
que haya llovido mucho desde los Principia y no pensemos
ya que la realidad física está determinada sólo por partículas,
el espacio vacío y la fuerza de la gravedad.
Cuanto más tiempo trabaja la ciencia moderna con más
claridad destacan estas dos cuestiones: la primera, que los for-
malismos matemáticos surgidos de teorías afortunadas po-
seen a menudo un grado de generalidad que va más allá de sus
aplicaciones originarias. Así, las formulaciones matemáticas
que se introdujeron en su día para hacer comprensible el mo-
vimiento browniano sirven hoy para describir la propagación
de un virus en una epidemia. La segunda, como hemos visto,
que el método experimental representa una constante autocrí-
tica de la ciencia; las suposiciones quizá puedan hacer conce-
siones a los prejuicios condicionados por nuestra naturaleza
emocional, pero, en el experimento, no resultan sostenibles se-
paradas de los sistemas de convicciones.3 1 Si todas las ver-
dades fueran constructos sería un despropósito que los cien-
tíficos que erigen sus sistemas experimentales para obtener
exactamente unos resultados a su medida fueran tachados de
farsantes y se los excluyera de la comunidad científica. Por
tanto, el experimento sólo es un mecanismo de verificación
cuando se le atribuye una autonomía de desarrollo y no cuan-
do se contempla íntegramente como un constructo nuestro.
Un experimento sólo puede aportar algo nuevo y represen-
tar un veto para una suposición si en su génesis está pre-
sente la realidad, con su capacidad de oposición autónoma, y
si no es sólo el producto de nuestras elucubraciones. Las in-
novaciones de la técnica son los resultados de experimentos
innovadores. Además, en la evolución de la ciencia moderna
se observa un aumento de las exigencias en relación al núme-
72 La vida plena

ro de repeticiones y a la exacta comprobación de los experi-


mentos. Una suposición que haya sido comprobada con el
método experimental difícilmente será desechada como falsa,
aun cuando, con el desarrollo científico, las condiciones del
experimento resulten ser menos generalizables de lo que se
suponía en un principio. Entonces, ¿por qué la pauta de los
sistemas experimentales resistentes e innovadores, que se aco-
gen constantemente a la realidad, se reconoce tan pocas veces
como el mejor procedimiento a nuestro alcance para conocer
el mundo?

La búsqueda de intensidad lleva al engaño

Esto podría obedecer a que los hechos son casi siempre abu-
rridos, y más aún cuando uno pretende conocerlos y medir-
los exactamente hasta el séptimo decimal detrás de la coma,
como exigen algunos procesos técnicos. El proceso de la ad-
quisición de conocimiento sobre los hechos muy pocas veces
resulta apasionante ni está ligado a una intensidad emocional.
La mayor parte del tiempo consiste en una actividad minucio-
sa que se desempeña con rigor y esforzadamente. Sin embargo,
el ser humano necesita experimentar intensidad emocional, ten-
sión, excitación, significado. Se da por supuesto que el sistema
nervioso humano, y sobre todo el cerebro, es como una especie
de «vigorizador» que actúa sobre la intensidad energética de
los procesos físicos laterales. La consecuencia de esta función
vigorizadora es una intensificación de la experiencia desde un
punto de vista subjetivo.3::. Así pues, si supuestamente en nues-
tro cuerpo ya llevamos incorporada «una función de intensi-
ficación», es fácil deducir por qué las personas aspiran a tener
experiencias cada vez más nuevas e intensas y por qué les re-
sulta difícil contentarse con un estado de experiencia poco in-
tenso.
Seguramente las personas exageran o mienten con la mis-
ma frecuencia para aparentar que tienen una vida intensa y ple-
na de significado como para conseguir algún beneficio ma-
El progreso científico y técnico... 73

terial en concreto o evitar cualquier perjuicio. Junto a la fla-


queza de admitir la verdad acerca de los hechos desagrada-
bles, ésta es la razón principal por la cual las falsedades del fa-
natismo, tanto político como religioso, han contribuido, en la
misma medida, a la desgracia de las personas, presentándose
en relación de maridaje, como en el «movimiento» del nacio-
nalsocialismo.
Como afirma ¿con acierto? el matemático Carl Jacob Can-
doris en Abendland (Occidente) de Michael Kohlmeier: «El
hombre estaba aburrido (... ] Y el nacionalsocialismo fue un
[...] asunto emocionante. Cada día era un día festivo. Y hasta
donde alcanzaba la vista, tenía un significado. Todo significa-
ba algo, nadie sabía qué, pero quien más quien menos sabía
que significaba algo. El significado es como una droga. No la
quieres pero la necesitas. Y cada vez necesitas más. Todo tenía
significado. Y un significado elevado, además. Al poco tiem-
po, no podías hablar si no era alzando la voz. ¡Sólo tienes que
oír las cadenas de radio de entonces! Aw1que se abordara un
tema absolutamente banal, se hablaba sobre ello en un tono
que parecía el de Parsifal. Desde las fotografías de carné más
corrientes te miraban a la cara hombres y mujeres erigidos en
profetas».33
Es evidente que significado, emoción e intensidad son tér-
minos que remiten a conceptos muy distintos. La intensidad
de un amor, el significado de la palabra religiosa de un profe-
ta o la tensa emoción en una novela policíaca son cosas muy
distintas. A todo esto, los puristas protestarán por hablar de
una «misa emocionante» (aunque entretanto ya casi todos
hablan de una conferencia «emocionante» en lugar de decir
«interesante», como si la ciencia fuese un entretenimiento y
no tratara de la verdad). No obstante, la intensidad del amor,
el significado de un acto religioso o de la palabra religiosa y
la tensión emocional de una narración tienen algo en común:
hacen olvidar la trivialidad y la gris cotidianidad de los he-
chos anodinos que las hacen prácticamente desaparecer .. . A
este propósito, Kohlmeier reproduce las palabras de Cando-
ri: «la guerra y los bombardeos» eran un «aswlto emocio-
74 La vida plena

nante». Se persigue lo excepcional, porque ese estado termi-


na con el aburrimiento, con la insignificancia, y con la / alta
de intensidad, y porque colma la tendencia, prácticamente
orgánica en los seres vivos, a la intensificación. Cuando las
personas que han vivido una guerra hablan de sus experien-
cias vitales, por muy terribles que éstas hayan sido, casi siem-
pre logran narrar algo sorprendente y significativo. De ahí
también que tantas personas busquen el famoso «gran amor»
o se sumerjan de buen grado en la embriaguez o en el éxtasis
de un profundo sentido religioso sin pensar en las desagrada-
bles consecuencias que se pueden derivar de ello. Porque el
asunto es satisfacer las necesidades de intensidad. Es posible
que ésta sea la razón por la que muchas personas se empeñan
en negar la verdad y lo evidente, o si no, sencillamente, la sos-
layan y prefieren creer en algo improbable, en un cuento, en
una exageración o en el mito como trama de la realidad. Un
movimiento religioso opera cambios inmediatos en la vida de
las personas; de repente piensan que ha despuntado una nue-
va era y que por fin van a abordar temas importantes de ver-
dad; que antes todo era «trivial». En este contexto no es ex-
traño que, por un lado, muchas personas refuten los hechos
del progreso científico, y que, por otro, cada vez más perso-
nas intenten dar un giro renovador a su vida a través de mo-
vimientos religiosos. El racionalismo moderno también pudo
iniciarse como un movimiento que prometía traer el verdade-
ro progreso, a diferencia de lo que ofrecían las religiones de la
salvación. Sin embargo, el camino del racionalismo es lento y
aburrido y está determinado por el arduo trabajo de labora-
torio realizado durante generaciones, mientras que el camino
de las religiones y de las ideologías políticas es rápido, exci-
tante y supuestamente favorece alcanzar el objetivo en una
sola vida. Nada ha podido refutar el progreso científico y
nada confirma las religiones de la salvación, pero debemos
reconocer que la irritante lentitud del trabajo científico y la
ausencia de significados llamativos han hecho poco atractivo
al racionalismo ilustrado.
Es evidente que las verdades de la ciencia no satisfacen por
El progreso científico y técnico ... 75

completo nuestra necesidad de intensidad emocional en lo que


atañe a la percepción del mundo. Por ello, la mayor parte de
las personas prefieren creer en la existencia de un ente divino
en el cielo, hasta el punto de embarcarse por su causa en una
guerra. En el imaginario de mucha~ personas, la felicidad debe
tener cierta intensidad emocional, lo que no excluye la lucha
por la vida y la muerte. Nadie dice que la vida de un investi-
gador no pueda tener su parte de aventura y ser emocional-
mente intensa. Pero, en cualquier caso, son muy pocos los que
gozan de la oportunidad de vivir el descubrimiento de una ver-
dad en un proceso de investigación, experiencia breve por de-
finición, teniendo en cuenta el largo y laborioso trabajo que
con anterioridad se ha dedicado a Sl.l preparación y su evalua-
ción. Una vez se da por establecida la verdad, da la impresión
de que conformarse con aceptar los hechos tal como son im-
plica coartar de tal manera la necesidad vital de fantasía e
intensidad, que muchas personas parecen indefectiblemente
abocadas a sumirse en el mundo de las ilusiones. Al cabo de
un tiempo, si los individuos actúan de acuerdo con las especu-
laciones que les proporcionan los sistemas de creencias reli-
giosas o las ideologías políticas, más pronto o más tarde tales
idearios pueden conducir al infortuni<J, como nos revela la his-
toria de los totalitarismos y de las guerras de religión.
La necesidad personal de intensidad es en sí misma, por
tanto, un problema que se debe resolver en el plano científico
y técnico, si deseamos avanzar por w1a vía alejada de los fac-
tores desencadenantes de desgracia. De modo que, o bien mo-
dificamos la vida cotidiana (tan falta de acción) de tal forma
que se pueda satisfacer esta necesidad elemental de intensi-
dad vital, o bien sencillamente habrá que «sofocar» esta nece-
sidad. El afán de intensidad y la búsqueda de estímulos inten-
sos tal vez se remonte a una época en que detrás de cualquier
arbusto podía haber un animal depredador al acecho, por lo
que convenía potenciar los indicios de su presencia para así
anticipar su ataque. Sin embargo, este ra:,go de atavismo no
tendría por qué provocar las consecuencias desazonadoras y
aciagas de una guerra, de una ludopatía u de cualquier em-
La vida plena

presa que las personas acometan para hacer su vida más in-
tensa. EJ deporte y los juegos en mundos virtuales seguirían
ofreciendo aquí potenciales inagotables. Sin embargo, la di-
ferencia entre las distintas estrategias es considerable; cierta-
mente, puedo estimular mis sentidos con una droga a fin de in-
tensificar o atentar la percepción, o quizá para evitar la falta
de intensidad que se conoce como el «sinsentido» de la vida;
igual que uno puede orientarse también hacia los mundos y
las guerras virtuales o, en último caso, extraviar la propia fa-
cultad de juicio exaltando ciertos sistemas religiosos o ideolo-
gías políticas, de modo que, en la «auténtica realidad», ema-
nen intensidades que precipiten a un sinnúmero de personas a
la desgracia. Como vemos, hay diferencias que no se pueden
pasar por alto. Así pues, en este contexto, el problema primor-
dial es cómo satisfacer la necesidad de intensidad sin alentar
la adicción a una instancia que proporcione intensidad, y có-
mo crear sentido y significado sin perjudicar nuestra capaci-
dad de realizar las tareas cotidianas en esta realidad más bien
banal.

La solución del problema

¿Qué apariencia presenta el progreso por esta vía? Evidente-


mente, un enfoque que soslaye la felicidad en tanto una me-
ta de la vida humana y q¡ue apunte a la necesidad de alejarse
constantemente de La infelicidad para hacer realidad la dicha
no puede ofrecer una respuesta trivial a esta cuestión. En la
historia de la existencia humana emergerán una y otra vez
problemas que deberán ser solucionados con los recursos de
la ciencia y de la técnica. Por ello, desde esta perspectiva, la
«felicidad» no existe (ni mucho menos «la verdad última»).
A pesar de todo, en la existencia humana se observan ciertas
constantes del infortunio que ya han sido señaladas y que aho-
ra vamos a analizar con más detenimiento. Estas constantes
del infortunio son: la muerte, los deseos y la necesidad de in-
tensidad. Pero antes de pasar a abordar estos temas, es preci-
El progreso científico y técnico... 77

so abordar en primer lugar qué significa realmente la «solu-


ción del problema», una vez nos hemos puesto de acuerdo acer-
ca del significado del concepto de progreso.
Si tengo un tumor en el intestino, indiscutiblemente se tra-
ta de un hecho.34 Carece de un significado más profundo. Dios
no me lo ha enviado para castigarme. No es una expresión de
mis deseos ocultos o inconscientes. El tumor no es la manera
en que yo me manifiesto y configuro algo, como pretende ha-
cernos creer Victor von Weizsaker con su delirante enfoque
psicoanalítico sobre la medicina psicosomática. Quizás un
par de at'i.os atrás, en una fiesta de cumpleaños, engulli un brat-
wurst grasiento y quemado, y con ello mi cuerpo asimiló una
elevada cantidad de nitrosamina. Después, es posible que se
produjera una inflamación a consecuencia de la que se forma-
ron células cancerígenas. Tal vez debido al estrés y la falta de
sueño, mi sistema inmunológico estaba poco capacitado para
reaccionar. Las células se asentaron en la mucosa intestinal y
se formó el tumor. En suma, nada más que un aburrido cúmu-
lo de casualidades en unas circunstancias determinadas. Aho-
ra bien, la posibilidad de morirme sí que es algo muy significa-
tivo, en todo caso para mí, y puede representar una desgracia
también para mí. (Y el significado siempre es significado pa-
ra alguien. En cambio, en la naturaleza no existe el significa-
do porque no está ahí para nadie, sino que la naturaleza está
ahí en sí.)
El miedo a la muerte es de una enorme intensidad; consti-
tuye un estado de excepción, como el amor. No obstante, es
un estado de excepción indeseado. El parloteo sobre el cáncer
intestinal de un primo nuestro tiene asimismo una agradable
intensidad, del mismo modo que una novela de médicos re-
pleta de emoción. Pero si soy yo el afectado, no tc:ndría nin-
gún inconveniente en volver a mi realidad anoditúl y exenta
de emociones fuertes que, de repente, ya no me pa1cce aburri-
da en absoluto.
Si el cáncer desaparece y la muerte no se produ~e, no será
la búsqueda de significados profundos lo que no:o ayudará,
sino el conocimiento exacto de los hechos. Evide11Lemente, el

UNIVERSIDAD
EAFlt: BIBLIOTECA
La vida plena

tumor no ha sido cosa del pensamiento. No ha sido constitui-


do mediante los aparatos de diagnóstico que utiliza un médi-
co, sino que ha ido creciendo imperceptiblemente en la oscura
cavidad del abdomen. Cuando me dolía la parte derecha del
bajo vientre, mucho antes de acudir al médico y de que éste co-
nectase el aparato de radjoterapia, el tumor ya tenía una his-
toria que hasta entonces nadie conocía, ni mucho menos po-
dría haber explicado, y que sin embargo había ocurrido. Es
más, con la operación se observa el resultado de esta historia :
el tumor y los tejidos circundantes que había ido destrozan-
do a lo largo de los años. Lo cual no es algo que esté allí para
representar otra cosa. Es lo que es, un hecho simple en el que
hoy pocos filósofos qweren creer, a menos que ellos mismos
tengan algo en el abdomen y el dolor les obligue a aceptar los
hechos y con ello la desgracia. Si muero, no será a causa de un
símbolo o de un significado, ni tampoco a causa de un cons-
tructo de los aparatos de diagnóstico, sino a causa del hecho
del tumor. Si no reconozco el hecho de que el tumor crece, es
obvio que necesariamente moriré por su causa. En cambio, si
lo reconozco, podré empezar a hacer algo en su contra, siem-
pre y cuando haya reconocido exactamente cómo se compor-
ta en el interior de mi cuerpo. Sólo estaré en condiciones de so-
lucionar el problema de la enfermedad en la medida en que
reconozca el tumor como un hecho y me aplique en una tarea
de investigación exacta.
La noticia sobre el crecimiento del tumor en mi intestino
me entristecerá y es muy posible que me haga infeliz. Por eso
rengo que luchar contra él, pues no quiero sentirme infeliz.
Actuar en su contra depende de mi poder. La pregunta que se
formula mi poder frente al tumor es la siguiente: ¿poseo una
técnica para impedir el crecimiento del tumor y facilitar su
extirpación sin que ello me perjudique hasta el punto de mo-
rir? Pues bien, sólo gracias a la investigación científico-técni-
ca es posible responder afirmativamente a esta cuestión.
El segundo paso hacia la aceptación de los hechos será cam-
biarlos si éstos me hacen desgraciado. Tanto una cosa como la
otra pueden representar un problema. Aceptar los hechos de-
El progreso científico y técnico ... 79

sagrada bles o incluso crueles es un problema de quienes están


expuestos a ellos. Cambiar los hechos es un problema de quie-
nes construyen las soluciones técnicas. Adquirir la capacidad
de ver las cosas como son para luego crear una herramienta
con poder para cambiarlas según nuestro agrado es el proble-
ma que debemos solucionar si pretendemos hacer progresos
para evitar la desgracia. Éstos son, en resumen, los dos pasos
que conducirán a la felicidad por la vía del racionalismo cien-
tífico y técnico.
Por dicha vía, gracias por ejemplo a la introducción de
medidas de higiene, hemos conseguido prolongar de forma
considerable la esperanza de vida de los seres humanos, a la
vez que se ha reducido considerablemente la mortalidad in-
fantil. Hemos podido evitar embarazos indeseados y en con-
secuencia hoy no tenemos que alimentar a miles de millones
de personas, cosa que parecía impensable hace apenas dos-
cientos años. Podemos combatir las enfermedades infeccio-
sas, trasplantar órganos, conseguir que los sordos vuelvan a
oír con audífonos artificiales, confeccionar prótesis de ma-
nos, brazos y piernas con las que ayudarse para camjnar. Por
tanto, cabe esperar que en el futuro aprendamos a sanar la ce-
guera con una retina artificial y que seguramente los paraplé-
jicos lleguen a caminar cuando podamos sintetizar el factor
de crecimiento nervioso. Los ciegos verán, los sordos oirán y
los lisiados caminarán, y no precisamente porque hayan per-
dido su capacidad de raciocinio y crean en un milagro, sino
porque en miles de laboratorios hay personas que aspiran sin
cesar al conocimiento, y los técnicos transforman dicho co-
nocimiento en beneficio de todos.
Este proceso vio la luz hace quinientos años, cuando Gali-
leo retomó la idea de la experimentación de Arquímedes y la
desarrolló plenamente como método para adquirir conoci-
miento. Si nos guiamos por este procedimiento, también noso-
tros podremos adaptar la realidad a las propias necesidades y
hasta amoldar nuestro ánimo a la realidad. Nos convertire-
mos de verdad en dueños de nuestros sentimientos, afectos y
pensamientos. Erradicaremos las depresiones y las ideas deli-
80 La vida plena

rantes; acabaremos con las flaquezas de la memoria y la agre-


sión desmedida. Igual que hoy ingerimos péptidos artificiales
para favorecer la actividad digestiva cuando el estómago está
debilitado, o adormecemos los nervios cuando enloquecemos
de dolor, en el futuro será posible favorecer la actividad cere-
bral con las sustancias coadyuvantes adecuadas si el cerebro
está demasiado débil para recordar, para motivarnos o cuan-
do nos hallemos fuera de juego para admitir o aceptar un he-
cho. Mientras aspiremos dignamente a conocer, guiándonos
por los hechos, y reconozcamos nuestra libertad para vivir
como consideremos oportuno y según nos dicte nuestro sa-
ber, el proceso del racionalismo y de la propia determinación
de nuestra existencia proseguirá su curso mediante el conoci-
miento. Por todo ello, buscar la solución del problema se pre-
senta como la vía que más nos alejará de la desdicha.
Pero, a continuación, abordaremos los tres problemas
concretos que hemos mencionado más arriba: la muerte, los
deseos y la intensidad.

El miedo a la muerte

Ser adulto significa, entre otras cosas, aprender a verse «desde


fuera » y no confundir las ideas, que son fruto de la imagina-
ción, con los hechos. Los niños provocan nuestro asombro
porque todo cuanto imaginan mientras juegan lo ven como si
fuera real; esta capacidad de ensoñación también les causa
miedo. Por ello, gracias a su fuerza imaginativa extraordina-
riamente viva y a la circunstancia de que aún no ha desarrolla-
do por completo la capacidad para diferenciar lo imaginario
de la realidad, en la vida del niño la intensidad se mide tanto
por la alegría como por el temor. Un adulto jamás podrá expe-
rimentar, en un juego de roles, tanta alegría como un niño que
juega a los piratas o a los caballeros andantes y se imagina un
monstruo marino o un dragón echando fuego por las fauces.
De forma análoga, nunca un adulto tendrá tanto miedo como
un niño en un sótano oscuro o en el bosque. Sin embargo, dis-
El progreso científico y técnico ... 8r

cernir los hechos de la fantasía y ser capaces de vernos a no-


sotros y al mundo no sólo desde nuestra propia perspectiva,
sino desde muchas otras, y desde «fuera», hasta verlo final-
mente como es en sí, es un proceso que, por norma general, no
termina nunca. Sin embargo, en relación al hecho de la muer-
te, no conseguimos dar ese paso hacia la objetividad. Y no
obstante, también cuando nos enfrentamos a la muerte de-
bemos aprender a ser adultos si en verdad pretendemos ser
felices.
Desde una perspectiva funcional, adoptada no sólo por la
biología moderna sino considerada ya en el siglo XVII por el fi-
lósofo Baruch Spinoza, el persistente pensamiento sobre la
muerte, y sobre todo el miedo a la muerte, son marcadamente
disfuncionales, aun cuando existan indicios acerca de su pro-
ximidad .35 Pensar en la muerte sofoca la voluntad de vivir y, si
se diera el caso de que la disposición a albergar semejante pen-
samiento o temor estuviera genéticamente condicionada, esto
supondría una presión selectiva añaclida.3 6 Al igual que to-
do lo que coarta persistentemente la actividad orgánica de un
ser vivo, la propensión a imaginar la propia muerte no debe-
ría presentar ninguna ventaja de tipo evolutivo. Cuando, por
el contrario, la muerte se anuncia inexorablemente próxima, el
hecho de temerla tampoco tiene ninguna función biológica.
El miedo a la muerte sólo es relevante biológicamente cuando
existe la amenaza inequívoca de la muerte, pero ésta es aún
evitable.
Desde el punto de vista biológico, el temor es una reacción
de alarma que da pie a emprender una acción rápida para
protegerse; de esta manera un ser atemorizado puede in1pedir
su extinción. En una situación de pánico, el cuerpo es presa
de un estado de excitación tan grande que, automáticamente,
puede echar a correr o improvisar un enérgico ataque a un
enemigo. En ocasiones, la secreción de grandes cantidades de
adrenalina provoca una insensibilidad pasajera al dolor que
permite que el ser amenazado siga luchando o huya a pesar de
las heridas. Tanto una reacción como la otra pueden salvar la
vida del ser amenazado; por ello, los seres vivos capaces de
La vida plena

exhibir una reacción de pánico frente a un gran peligro que


puede evitarse han resultado los más favorecidos. Sobrevivie-
ron, mientras que aquellos que permanecían tranquilos sin
alarmarse, o seguían sometidos al dolor pese a la amenaza de
la muerte, fueron devorados y ya no pudieron reproducirse.
Desde este prisma, mientras el temor a la muerte esté condi-
cionado genéticamente y vaya ligado a reacciones psicológi-
cas específicas de alarma, debería considerarse un valor de se-
lección positivo.
Se ha dicho que [se podría] «reconocer difícilmente, lo que
püdiera ser una metafísica de la muerte, a diferencia de una
"física" de la muerte que [sería] perfectamente imaginable;
que esta física se enmarque en el terreno de la biología, la me-
dicina, la sociología o la demografía, es una circunstancia irre-
levante, puesto que la muerte es un fenómeno biológico igual
que el nacimiento, la pubertad o el proceso de envejecimiento;
en cambio, la mortalidad es un fenómeno social como la tasa
de nacimientos, el índice de matrimonios o la criminalidad».37
El autor de estas líneas nos acerca a una visión de las cosas que
puede parecer simplista o trivial, pero al fin y al cabo es la co-
rrecta. La muerte no es, como cree Jankélévitch, una «trage-
dia absoluta», un «completo aniquilamiento», un «monstruo
empírico y metaempírico» ni un «misterio».38 El hecho de que
pueda parecernos así deriva, en última instancia, de nues-
tra perspectiva subjetiva aún inmadura . Sin embargo, sabe-
mos bien que una perspectiva infantil subjetiva distorsiona la
realidad.
Del mismo modo que un niño se asusta ante un hombre
con barba o es presa del pánico ante una sombra a la caída de
la tarde, pensar en la muerte, aun cuando no esté próxima,
también puede sumirnos en la inquietud y estimular nuestra
imaginación. Gracias a su fantasía, el niño despliega todo su
caudal imaginativo cuando ve una barba y unas sombras que,
en realidad, no son sino unos pelos en el mentón o el efecto de
la luz del sol poniente al filtrarse entre las ramas en un cami-
no del bosque. El niño puede imaginarse que ese hombre bar-
budo es un oso que quiere devorarlo y hasta puede que crea
El progreso científico y técnico ...

ver una mano negra gigantesca que trata de agarrarlo en las


sombras de las ramas. El niño no ve las cosas como son por-
que no sabe todavía qué es una barba y qué es una sombra, y
aún no tiene experiencia al respecta. Pues bien, a las personas
les ocurre exactamente lo mismo que a los niños, porque,
aunque su infancia queda muy lejos, en lo que respecta a la
muerte aún no han madurado del todo. La mayoría de las
personas todavía no han aprendido a mantener a raya las fan-
tasías individuales y colectivas que entran en juego cuando se
enfrentan al fenómeno de la muerte. Porque, a diferencia de
lo que sucede con el rostro barbudo o con las sombras del ár-
bol reflejadas en el camino, la muerte no admite que poda-
mos aprender a través de la repetición de la experiencia per-
sonal, con el fin de saber controlar la propia fantasía en una
situación así. Sólo morimos una vez y, por tanto, no podemos
practicar esta experiencia.
Ahora bien, en vista de que no podemos tener una expe-
riencia personal de la muerte y de que por tanto es imposible
aprender cómo es eso de morü; dejamos volar nuestra ima-
ginación ante la vista de un cadáver y nos preguntamos qué
pasará cuando nos llegue a nosotros la hora. «Precisamente
aquello que nos da miedo, nos atrae de un modo irresistible
¡... ] las polillas y la llama de una vela; los seres humanos y la
muerte. Tanto en un caso como en otro interviene la misma
fuerza de atracción. >,39 Aquí, el desencadenante de esta atrac-
ción y el agente que pone en marcha la fantasía es la intensi-
dad de la luz y la intensidad del escalofrío ante el cadáver (al
menos, sucede así con las personas y la muerte; no obstante,
en cuanto a las polillas, es bastante más difícil saberlo ... ). En
efecto, como seres sociales que sufrimos, nosotros nunca po-
dremos percibir el estado de muerte desde el otro lado. Quizá
la fascinación que provoca la muerte se deba a esta imposibi-
lidad social. Sin duda, el hecho de imaginar aquello que es se-
guro que va a pasar no sólo posee un componente de temor,
sino también una carga misteriosa y, al igual que todas las
fantasías misteriosas, aporta intensidad a nuestra vida. Por
eso hay tantas historias que narran las peripecias de una vida
La vida plena

infernal o paradisíaca después de la muerte. En el pasado, es-


tas fantasías desempeñaron una función similar a la que hoy
representan las películas de terror o los cuencos que evocan
estados paradisíacos de felicidad absoluta: hacen más intensa
nuestra vida. Con la salvedad de que, si bien nuestra realidad
jamás puede ser la de estas películas, nunca podemos sustraer-
nos a la situación imaginaria de la muerte, que nos llegará
inexorablemente. Será entonces cuando se planteará la gran
pregunta acerca de si eso que estará sucediendo era lo que ha-
bíamos imaginado sobre el acto de morir y sobre la muerte; o
si era aquello que unos nos han contado que supuestamente
ocurre y lo que otros han podido imaginar; porque al fin y al
cabo nadie ha regresado de entre los muertos. En el momen-
to de morir, el pánico se adueña de nosotros, prescindiendo
del «programa de alarma» biológico, y nos convertimos en
víctimas de las antiguas elucubraciones, tanto propias como
ajenas, que hemos asimilado en nuestra cultura.
Hay informes de personas que han estado al borde de la
muerte o que efectivamente han muerto y luego han revivido.
Estos informes de «experiencias post mortem» han brindado
los «fundamentos» oportunos para desarrollar un buen nú-
mero de especulaciones sobre la muerte y el acto de morir.
Detengámonos en ellas unos instantes. Algunas personas han
relatado que, mientras se precipitaban desde una montaña o
mientras sufrían un paro cardíaco, por sus mentes había pa-
sado una larga serie de recuerdos que abarcaban toda su vida,
incluso su más tierna infancia. Algunos se habían visto a sí
mismos desde arriba en el momento de morir y luego habían
vivido una situación conocida como la «experiencia del tú-
nel ». Creían deslizarse por un pozo en cuyo extremo final se
observaba una luz hacia la cual eran impelidos.
El escritor húngaro Péter Nádas se enfrentó a una expe-
riencia de este tipo cuando padeció un infarto de miocardio, y
la narró en su libro La propia muerte. Nádas describe que, du-
rante su reanimación, se sentía arrastrado por una fuerza a
través de un túnel estriado y que era empujado hacia una luz
que entraba por una abertura ovalada. Nádas ofrece la si-
El progreso científico )' técnico...

guiente interpretación de esta experiencia tan sobrecogedora


para él: «La abertura ovalada eran los grandes labios de la vul-
va de mi madre, en su día separados, que yo conozco desde la
perspectiva del canal del parto[ ... ] en el momento en que fue-
ron separados o se fueron abriendo por sí solos, a medida que
me acercaba para nacer». La extraña luz hacia la que se movía
era «la luz que se filtra por el cristal mate de las ventanas en
los departamentos de obstetricia».4° Las personas que perma-
necen estáticas mucho tiempo sin cambiar de posición pueden
llegar a adquirir también una peculiar vista de pájaro sobre el
propio cuerpo. De esta experiencia han dado fe algunos pilo-
tos de vuelos intercontinentales que, de pronto, han tenido la
impresión de verse a sí mismos a su lado y desde fuera, o las
personas que practican durante horas la meditación en la po-
sición del loto hasta llegar a contemplarse desde arriba; la
perspectiva de pájaro puede por tanto calificarse como ilu-
sión. La posición rígida, propia de casi todas las personas en el
lecho de muerte, seguramente favorece esta ilusión perceptiva
que consiste en observar el cuerpo desde arriba, tal como Ná-
das experimentó. Asimismo, otros procesos neurológicos po-
drían ser los responsables del efecto de «rebobinado» rápido
de los recuerdos. Por tanto, si Nádas tuviera razón, incluso re-
cobraríamos el recuerdo del movimiento a través del canal
del parto en el momento de nacer: la conocida experiencia del
túnel hacia la luz. Sin embargo, los neurólogos no acaban de
ponerse de acuerdo sobre si el cerebro está en condiciones
de retener como recuerdos las impresiones prenatales. Aunque
también es posible que no hayamos descubierto todavía el lu-
gar donde se alojan los recuerdos no vinculados a una codifi-
cación conceptual de la experiencia.
Igual que ocurre con la experiencia del sueño, es compren-
sible que la sobrecogedora experiencia post mortetn requiera
una explicación e interpretación. Como en el sueño, se podría
pensar que el alma se separa del cuerpo, sale de éste y mira
desde arriba (aunque ¿con qué ojos?) mientras avanza hacia
una luz divina. (Para comprobar si esto es un recuerdo del pro-
pio nacimiento sería necesario contrastar las experiencias post
86 La vida plena

mortem de los nacidos por cesárea con las de aquellos que vie-
nen al mundo de manera «convencional», e investigar si la
imagen de verse envueltos súbitamente en una imnensa clari-
dad fuera de sí mismos es común a los nacidos por cesárea en
el relato de una situación análoga.) Las distintas modalidades
de la memoria explicarían que el proceso de la muerte se inicie
con acontecimientos mentales vividos como recuerdos, para
pasar luego a la experiencia del túnel, que en cambio no se
percibe como recuerdo. La explicación científica para diluci-
dar esta diferencia sería que en el segundo caso intervienen es-
tructuras neuronales totalmente distintas de las que se relacio-
nan con la comprensión conceptual de la experiencia -y que
son captadas por tanto como recuerdos de situaciones pasa-
das-. En suma, podría ser que, en la experiencia del túnel, re-
cordásemos por primera vez al final de nuestra vida algo que
no podíamos comprender conceptualmente en el momento en
que lo vivimos y que, por tanto, en el momento en que lo re-
cordamos no podemos reconocer como recuerdo. Lo que revi-
vimos en este caso no es más que la pura intensidad emocional
de nuestro nacimiento.
Si, en esencia, entendemos nuestra vida como una corrien-
te de experiencia4' y como un proceso de la memoria, la muerte
debería interpretarse como una interrupción de dicha corrien-
te de experiencia. No es descabellado suponer que justo antes
de la interrupción de nuestra corriente de experiencia, o sea,
antes del advenimiento de la muerte, pueda acontecer por cau-
sas psicológicas una experiencia íntegra y totalizadora, en una
especie de proceso de retroalimentación en el que se recor-
daran experiencias tan remotas en el tiempo que nunca antes
habían llegado a nuestra memoria. Podría ser que, en el mo-
mento de morir, se activaran ciertas áreas cerebrales muy pro-
fundas, en las que también se almacenaran recuerdos y a las
que no cenemos acceso en nuestra experiencia habitual de
vigilia.
En una película de ciencia ficción del año r968 (2oor:
Una odisea en el espacio, de Kubrick), un ordenador con ca-
pacidades mentales comparables a las de una persona es des-
El progreso científico y técnico...

conectado. Durante su desconexión se va desactivando una


memoria tras otra, y a su vez carga paulatinamente en su me-
moria programas cada vez más elementales, hasta que al fi-
nal canta canciones infantiles. ¿Acaso no podríamos pensar lo
mismo con respecto a la muerte cerebral? Podríamos aventu-
rar que, conforme las competencias mentales fallan, quizá se
activen otras, cada vez más elementales, así como experien-
cias en forma de recuerdos. Esto explicaría que volviéramos a
tener presentes percepciones, sentimientos y pensamientos de
nuestra más temprana infancia, hasta llegar a las impresiones
de nuestro propio nacimiento que rememoramos como un tú-
nel y que constituyen una experiencia de luz impresionante y
por completo desconocida, pues hasta el momento de nuestro
nacimiento no habíamos visto un túnel semejante ni una luz
tan clara, y porque hasta entonces sólo existíamos en el cre-
púsculo de la placenta ...
Si esto fuera así, y desde el punto de vista científico es la vi-
sión más plausible de las cosas, la representación de w1 Juicio
Final donde toda nuestra vida se pone de manifiesto sería de-
senmascarada como una invención religiosa que habría facili-
tado la explicación del aluvión de recuerdos que sobrevienen
en el proceso de la muerte. Desde el punto de vista de la cien-
cia, la idea de que el alma se separa del cuerpo es una explica-
ción incompleta de las alucinaciones que el moribundo perci-
be por el hecho de permanecer en una posición fija durante
mucho tiempo. Igualmente, el viaje a través del túnel hacia
la luz no es el viaje desde este mundo hacia el Más Allá, sino
un recuerdo elemental que ni siquiera llegamos a reconocer
como tal; un recuerdo de nuestro propio nacimiento, quizás
el recuerdo primigenio que nuestro sistema neuronal ha pre-
servado para nosotros como algo nuestro, y que en ese mo-
mento se reactiva, mientras la ausencia de oxígeno inicia el
proceso de cese de la actividad cerebral.
Si podemos explicar de esta manera hipotética las expe-
riencias de la muerte narradas por algunas de las personas
q ue han salido indemnes de ella, no hay razón para ver la
muerte como el final en este mundo y como el nacimiento en
88 La vida plena

la vida del Más Allá. Como ignoramos qué nos deparará esa
otra vida, ante todo sentimos temor. Pero no hay razón para
tener miedo en lo que arañe a cómo se las compondrá nuestra
alma con su nueva forma de existencia separada del cuerpo,
porque ni siquiera es preciso creer que rengamos una. Es evi-
dente que el origen del alma es la necesidad de explicar las cir-
cunstancias que se producen en el particular estado neuronal
que acompaña a la muerte, de la que nuestro estado consciente
se separa radicalmente y que sólo se nos hace débilmente pre-
sente cuando soñamos que volamos.
¿Porqué debemos abogar por una perspectiva científica en
lugar de acogernos a una religiosa? ¿Por qué no pensar que
después de la muerte viajamos a un reino de luz divina, en vez
de aceptar que a la hora de morir experimentamos el lento de-
terioro de nuestro cerebro? David Hume nos brinda un ar-
gumento teórico-cognitivo en favor del enfoque científico:4~
supongamos que alguien asegura haber vivido algo que con-
tradice las leyes de la naturaleza. ¿Qué probabilidades hay de
que esto sea efectivamente así? Comparemos esta probabili-
dad con la de que el personaje que ha propalado la informa-
ción sólo sea un fanfarrón. Según Hume, la probabilidad de
que se trate efectivamente de esto último siempre será más ele-
vada que la primera. Pues bien, con respecto a los informes de
las experiencias post mortem, deberíamos guiarnos por el mis-
mo argumento. La probabilidad de que la muerte y sus con-
secuencias no estén sujetas a unas leyes naturales conocidas
siempre será escasa. Sin duda, es mucho más factible que al-
guien afirme haber tenido una vivencia semejante para colgar-
se medallas, o que deseemos creer en algo así para satisfacer
nuestra necesidad existencial de intensidad.
La consideración científica sobre la muerte es sin duda me-
nos emocionante y menos intensa que la idea de un alma que,
al morir, abandona el cuerpo para irse a otro mundo. Es más,
cuando la neurología haya desentrañado el proceso de morir
y de la muerte, éste se revelará menos interesante que el Libro
de los muertos tibetano o egipcio. De hecho, las celebracio-
nes de la Navidad y la Pascua también serían menos emocionan-
El progreso científico y técnico ...

tes, respectivamente, sin Papá Noel y los huevos de chocola-


te. Sin duda, esta visión científica de la muerte termina de un
plumazo con el último consuelo de que, después del óbito, per-
dure una conciencia incorpórea que guarde en su seno los
recuerdos de nuestra existencia corporal. Ahora bien, esta
perspectiva de las cosas no erradica sólo su faz estimulante y
confortadora, sino también esa otra cara alarmante y aterra-
dora que muchas ideas imaginarias sobre el infierno pueden
presentar. Los cuentos sobre Papá Noel y el conejito de Pascua
no tienen ese aspecto inquietante. Es importante tener presen-
te que las ideas sobre una vida sobrenatural del alma después
de la muerte -siempre que ésta no sobrevenga de manera in-
mediata- serán un agente portador de consuelo que favorece-
rá la intensidad de la experiencia. De entrada, ya de por sí este
pensamiento debería hacernos sospechar, aunque también es
cierto que puede ser una idea sumamente tranquilizadora du-
rante el proceso de la muerte. Desde el punto de vista biológi-
co, el pánico se desvanecerá una vez hayamos aceptado que
nada puede evitar nuestro final. Sin duda alguna, estaría fue-
ra de lugar verse en la necesidad de recurrir a las patrañas que
han inventado unos cuentistas para apaciguar nuestro áni-
mo o aferrarnos a sus argumentos sólo porque nos hace falta
consuelo o intensidad en nuestras vidas. En la medida en que
aprendamos y nos acostumbremos a pensar que somos seres
finitos, conseguiremos librarnos de las ideas fantasiosas e in-
quietantes que nos asaltan en nuestros últimos momentos
de vida.
En el último capítulo habrá que abordar de qué modo la
necesidad de intensidad vital nos ha inducido a incorporar
ciertas afirmaciones improbables en el dominio de nuestras
conv1Cc1ones.

Las matemáticas abarcan al individuo

El manejo de nuestros deseos y la necesidad de aumentar la in-


tensidad de la experiencia hacen suponer que reconocemos
90 La vida plena

cuáles son nuestras necesidades individuales. Sin embargo,


muchas veces nos resulta difícil ver las cosas claras, ya sea por-
que nos avergonzamos de nuestros deseos y necesidades o
porque no nos reconocemos como deberíamos en nuestras ac-
ciones, de tal manera que, hasta cierto punto, somos ajenos a
ellas. Es preciso objetivar los deseos y las necesidades para po-
der manejarlos del mejor modo posible. También en este as-
pecto cabe esperar que la ciencia nos preste grandes servicios
en el futuro, conforme desarrolle métodos para medir las ca-
racterísticas de cada individuo a escala de sus necesidades. En
efecto, todas nuestras necesidades se manifiestan en el organis-
mo a través de estados de excitación que, a su vez, están con-
dicionados por neuronas y hormonas potencialmente men-
surables.
Se suele afirmar que la ciencia, que es capaz de medir y ob-
jetivar, no puede abarcar al individuo. No obstante, esta idea
obedece a un inmenso malentendido extensamente arraigado.
En principio conocemos tres formas distintas de abordar la re-
presentación de la realidad: en primer lugar, la narrativa, que
nos cuenta cómo es, ha sido o será alguna cosa; en segundo,
la categorización o clasificación descriptiva mediante contra-
rios, como claro-oscuro, seco-húmedo, frío-caliente, etc., ca-
tegorías que permiten explicar la conducta de un individuo; y
en tercer lugar, la mensurable, que es el modo de acceder a la
realidad con ayuda de escalas y relaciones matemáticas que re-
presentan todo nuestro mundo. Llamaremos homérico al pri-
mer modelo de abarcar la realidad y a los otros dos, siguiendo
a Kurt Lewin, aristotélico y galileano, respectivamente.➔3
Dado que el individuo humano siempre tiene la facultad de
distinguirse o ir más allá de cuanto se puede aprehender con
conceptos generales, algunos sostienen que éste sólo puede ser
narrado de forma más o menos incompleta. Así las cosas, el
individuo no se dejaría aprehender en el modo aristotélico o
galileano. Por ello, frente a la individualidad, sería preferible
adoptar un enfoque homérico a ahondar en aspectos teóricos.
«El individuo es inefable», «el individuo es inaprehensible»
son conclusiones equívocas aún muy extendidas que se han
El progreso científico y técnico ... 91

derivado de la reflexión expuesta anteriormente.44 No obstan-


te, el hallazgo de Lewin, ya no tan novedoso hoy en día, es el
correcto. Éste apuntaba que, con el método de mensuración y
de representación de las propiedades y relaciones mediante el
lenguaje de la matemática, por vez primera se nos presenta la
posibilidad de acceder de forma adecuada a la individualidad.
Siguiendo la tesis de Cassirer,45 según la cual la ciencia moder-
na ha sustituido los conceptos de ser y sustancia por los de me-
dida y función, Lewin escribe: <<No es la tendencia hacia lo
abstracto, sino precisamente el rechazo de las clases concep-
tuales abstractas, esto es, el deseo de abarcar conceptualmen-
te también el caso particular y concreto, lo que constituye [... ]
el impulso primordial hacia la creciente cuantificación».46 El
método aristotélico intenta clasificar al individuo de acuerdo
con determinadas cualidades: caliente, frío, pesado, etc. De
esta forma trata de abarcar la esencia y la sustancia de lo par-
ticular. El método galileano, en cambio, en lugar de una jerar-
quización por categorías, propone una medición de cualida-
des graduables; sustituye el descubrimiento y la definición de
una esencia por el registro de las dependencias funcionales en
las que se inscriben las cualidades graduables del individuo.
Será oportuno clarificar este estado de cosas abstracto con
un ejemplo: tanto mi hermano como yo tenemos un determi-
nado peso corporal. Puede ser incluso que en una balanza
convencional ambos pesemos igual, unos ochenta kilos. Sin
embargo, si examinamos nuestro peso corporal con minucio-
sidad científica, comprobaremos que existe una diferencia en
los decimales de detrás de la coma. Así, es posible deducir que
yo peso 80,349 kilos, mientras que mi hermano pesa 80,31I.
Y si observo minuciosamente el curso de mi peso y el de mi
hermano a largo plazo, obtendré, siempre que realice una me-
dición exacta, diferentes curvas con respecto a mis niveles del
peso a lo largo del tiempo.
En cambio, si recurriera a la polaridad aristotélica de pe-
sado y ligero no podría constatar ninguna diferencia y tanto
mi hermano como yo figuraríamos en la categoría de «gor-
dos». Esto me llevaría a decir que nuestra individualidad no
92 La vida plena

es aprehensible por nuestros pesos respectivos. Si elijo la apro-


ximación homérica y empiezo a contar que he comido esto y
aquello y que mi hermano ha engullido esto y lo otro, y que
mientras mi hermano dormía, yo he hecho deporte y he tra-
bajado en una cosa y en otra, es obvio que existirán diferen-
cias. Pero ¿aprehendemos así la diferencia de peso entre los
dos? Cómo podría yo narrar el peso, si no se trata de un suce-
so ni de un acontecimiento ... A lo sumo puedo relatar las ac-
ciones, las circunstancias y las eventualidades por las que mi
hermano y yo estamos gordos. Por tanto, en el modo de a pro-
ximación homérico, se observa que el peso no es aprehensible
con relación a nuestra individualidad, y que incluso no es si-
quiera relevante.
Sólo gracias a la medición exacta que ofrecen las ciencias
se pueden convertir las cualidades humanas mensurables en
potenciales criterios para diferenciar unas personas de otras.
En el momento en que se manifiesta un misma cualidad en
dos personas, la posibilidad de constatar una diferencia que
permita distinguirlas como individuos es una mera cuestión
de exactitud en la medición. Valga decir que en cualquier sa-
la de audiencias se recurre a las huellas digitales y a las secuen-
cias de ADN para identificar a los individuos. Y es evidente
que en este contexto la aproximación homérica, es decir, el
relato sobre quién y cuándo ha hecho qué, también desempe-
ña su papel. Pero en cualquier caso, abarcar científicamente
la individualidad se revela como algo fundamental.
Preguntarse de entrada qué cualidades de un individuo son
graduables y mensurables no conduce a ningún sitio, puesto
que dependerá en cada caso de la situación de la investigación
experimental y de la precisión de los aparatos de medida. Los
deseos y los afectos se estructuran de forma distinta en cada
persona. Si pretendemos trabajar con ellos de un modo com-
petente será preciso conocer con la mayor exactitud posible
su estructura y desechar el autoengaño. Es difícil que alguien
admita que es iracundo o asustadizo y -como ha constatado
Lewin en su crítica a la psicología no mensurable- estas cate-
gorías resultan de poca ayuda para comprender al individuo.
El progreso científico y técnico ... 93

Cuando decimos de una persona que es miedosa o que es va-


liente, ¿qué sabemos en concreto sobre ella? Más bien nada,
y tampoco sacaríamos mucho en claro si estableciéramos una
calificación del I al 10. La objetivación métrica adecuada exi-
ge necesariamente pasar por una fisiologización y experimen-
tación del individuo, tal como el método de Galileo muestra.
Así pues, será necesario establecer una situación estándar de
peligro, llevar al individuo a dicha situación, y a continua-
ción, diferenciar en lo posible qué hormonas del estrés han
:ictivado la reacción y medir el grado de excitación neuronal
en las diferentes áreas de su cerebro.
Al confeccionar de esta manera un psicograma objetivo
y exacto de una persona, podríamos eludir juicios inexactos y
malentendidos narrativos, y descartar también la posibilidad
Jel autoengaño. Sin embargo, sí que sería posible aportar da-
tos sobre la naturaleza del individuo en relación a sus deseos y
necesidades, del mismo modo que, actualmente, se miden las
capacidades cognitivas de una persona. Este procedimiento,
equiparable a lo que en medicina somática es una sedimenta-
ción de sangre, sería muy útil para suministrar información
acerca de numerosos valores psicológicos. Por otra parte, un
psicograma cuantitativo podría ofrecer, mediante un test, una
representación objetiva que informase de nuestra propensión
al temor y a la depresión, a la alegría y al desenfreno, a la ne-
cesidad de compañía y de soledad, al ansia sexual, así como a
la búsqueda de distinción y reconocimiento. De esta forma, se-
ría posible aprehender exactamente nuestro estado hormonal
y neurológico en determinadas situaciones y disponer de indi-
cadores que dieran cuenta de nuestro estado de ánimo real.
Cuanta mayor sea la precisión con la que la psicología y la
neurología midan los deseos y los afectos, con mayor exacti-
tud y objetividad seremos capaces de conocernos como indi-
viduos.
Supongamos que, en una situación de miedo cerval, la hor-
mona del estrés X de una persona P alcanza un valor de 10,2,
en tanto que esta misma hormona, en otra persona Q, no reba-
sa el valor de 8,5; supongamos asimismo que cuando X reba-
94 La vida plena

jala magnimd 10, se produce además la hormona de la agre-


sión Z . De este modo, P podría saber que tiene tendencia a la
agresión en determinadas situaciones de miedo cerval. La per-
sona P podría adquirir este conocimiento sin necesidad de
ahondar en su inconsciente y sin verse obligada a pasar por
lances penosos derivados de su incapacidad para desterrar
sus autoengaños. Evidentemente, para que esta técnica fun-
cione, la terminología psicológica deberá ajustarse con gran
exactitud al proceso de medición con el fin de saber qué se
mide, y evitar equívocos de vocabulario en lo que respecta,
por ejemplo, a los valores de medición del temor y la agre-
sión. Para ello, será necesario confeccionar una terminología
psicológica, de acuerdo con un riguroso procedimiento con-
sensuado que permita despejar las diferencias meramente
conceptuales.47 Sin duda, este género de controversias verba-
les también son cosa de la filosofía, pero en esta oportunidad
sólo se trata de que la persona sepa qué se está midiendo
exactamente, de modo que, gracias al resultado del proceso
de medición, pueda conocerse mejor y sin prejuicios. Los de-
bates a propósito de la esencia del temor y de la agresión son
superfluos, dado que pertenecen al método aristotélico. No
nos referimos aquí al temor y a la agresión en términos gene-
rales, sino, de acuerdo con las consideraciones metódicas an-
tes mencionadas, a las cualidades mensurables que definen a
una persona como individuo. A este respecto, es importante
ajustarse a una convención en cuanto a la elección terminoló-
gica para saber qué se mide y cómo se mide, sin aspirar en
modo alguno a un conocimiento de la sustancia, algo a lo que
el método galileano es ajeno.48
No es preciso tampoco que las cualidades medidas y los
conceptos que las designan se organicen en el ámbito de una
vasta teoría psicológica general. Únicamente deberá quedar
claro por qué, con la aparición de determinadas sensaciones
vitales, se pueden medir determinados estados hormonales y
neuronales. (A este respecto podríamos hablar también de teo-
rías psicológicas orientadas a los individuos.) Una vez esta-
blecido un consenso en relación a aquello que se mide, la per-
El progreso científico y técnico... 95

sona deberá aprender a influir sobre estos estados en un pro-


cedimiento de biofeedback. Las personas podrían tener su
propio control sobre la presión sanguínea o el ritmo cardíaco
y respiratorio en el momento en que lograran objetivar en su
beneficio cada una de las cualidades específicas por medio de
instrumentos de medida. Cuando se hubieran objetivado las
cualidades psicológicas y neuronales que acompañan a cier-
tos deseos y afectos, sería necesario confeccionar unos apara-
tos que registraran los valores relativos a los rasgos psicoló-
gicos más relevantes de las personas en su vida cotidiana.
La idea de desarrollar aparatos de esta índole no es nue-
va.◄9 Ya en su Estructura lógica del mundo, escrita en 1928,
Rudolf Carnap hablaba de confeccionar un <<cerebroscopio»
para abordar el problema de la cognoscibilidad de la vida
psíquica de otras personas (el problema de lo «psíquico aje-
no» ).5° Y antes que Carnap ya se hacían conjeturas acerca de
la objetivación métrica de los estados cerebrales, en particular
de la representación figurativa de los pensamientos (con miras
a «leer el pensamiento» de los individuos). Asimismo, en 188 5
el cirujano Eduard Albert confeccionaba un «encefaloscopio»
y, en 1896, el neurólogo parisino Hippolyte Baraduc ideaba
una máquina capaz de producir «iconos psíquicos» e «imá-
genes anímicas» Y En la actualidad, buena parte de estos sue-
ños de antaño se han hecho realidad; por tanto, cabe esperar
que las posibilidades de representar estados neurofisiológicos
de las personas mejoren también de forma fulgurante, gracias
a los continuos avances de la nanotecnología y los microorde-
nadores.
Es previsible que en un futuro próximo se puedan implan-
tar nanodetectores en el aparato circulatorio. Éstos registran
con exactitud la presencia y la tendencia a la concentración
neurofisiológica de sustancias mensajeras relevantes en el or-
ganismo, a la vez que permanecerán conectados a w1 microor-
denador que la persona interesada podrá llevar como una pul-
sera en la muñeca. Los avances en el campo de la resonancia
magnética favorecerán la posibilidad de que un individuo pue-
da llevar en una gorra detectores capaces de verificar su pa-
La vida plena

trón de excitabilidad cerebral y un microordenador portátil


que cruce los datos cerebrales con los datos del flujo sanguíneo
para informar del estado de excitación neurofisiológica exis-
tente en un momento dado. De un modo similar a un pulsíme-
tro, un tensiómetro o un aparato para electrocardiogramas
-que una persona pudiera llevar constantemente en su cuer-
po-, se podría desarrollar también un «espejo neurofisiológi-
co» o un «afectoscopio» que permitiera leer con exactitud, en
un aparato análogo a un reloj de pulsera, los estados relevantes
de deseo y necesidad, y sobre todo sus transiciones (por ejem-
plo así: «agresión de grado 3 a 12 en los próximos 3 minutos,
en fuerte aumento», o «estado de calma en disminución de gra-
do 8 a 6 previsto en la próxima media hora», etcétera).
Una vez que la persona interesada domine las técnicas de
biofeedback, será capaz de hacer una lectura oportuna de sus
niveles neurofisiológicos y en consecuencia podrá también
controlar sus deseos, necesidades y afectos, según la tendencia
que observe por sí misma en el afectoscopio. Si por cualquier
motivo, en ciertas circunstancias, la persona no estuviese en
condiciones de realizar un control voluntario, quizá porque el
nivel de excitación hubiera alcanzado ya un grado excesiva-
mente elevado, sería posible recurrir a un control farmacoló-
gico, favorecido por la ingestión del estimulante o bloqueante
químico oportuno. Se podría disponer de estos coadyuvan-
tes farmacológicos en dosis «recargables» almacenadas en el
afectoscopio, de tal manera que, en caso de fallo del biofeed-
back, al presionar un botón se disparase una diminuta inyec-
ción a la altura del pulso de la muñeca. Igualmente podemos
imaginar afectoscopios que incorporasen una inyección de los
psicotrópicos idóneos, cuyo contenido se administraría de for-
ma automática en caso de que fueran rebasados determinados
valores límite, siempre y cuando el hecho de sobrepasar este
tope pudiera poner en peligro a la persona en tratamiento o la
vida de los seres de su entorno.
Suponiendo que estuviera en una situación peligrosa, una
persona consultaría su afectoscopio para ver si las condicio-
nes que desembocan en [a agresión ya se han registrado, y acto
El progreso científico y técnico ... 97

seguido podría intervenir mediante una técnica de autosu-


gestión sobre este desarrollo psicológico en la dirección más
oportuna, para superar voluntariamente el miedo que ella mis-
ma ha engendrado.
Esta objetivación psicológico métrica no se orienta sólo a
favorecer con más precisión el autoconocimiento, sino a que,
además, las personas disfruten de una libertad y autocontrol
mucho mayores, tras haber adquirido las competencias de
autosugestión idóneas en un training de biofeedback. A dife-
rencia de lo que sucede cuando existe una psicopatología y se
controlan los afectos por vía farmacológica, en este caso la
persona podría controlarse a sí misma con mucha mayor rapi-
dez y precisión, actuando de forma directa sobre su concien-
cia. En última instancia, su autorreflexión se vería apoyada
por unos aparatos adecuados, igual que los relojes de pulsera
contribuyen a favorecer nuestra percepción temporal y nos
sirven para administrar el tiempo de forma correcta.

Manejar los deseos


Estas ideas son todavía utópicas. Sin embargo, al igual que
hoy en día las prótesis de piernas o de brazos pueden ser con-
troladas de forma voluntaria tras un adecuado período de
aprendizaje, en el futuro hasta los procesos fisiológicos y neu-
ronales serán susceptibles de recibir nuestra influencia desde
una perspectiva mucho más amplia, y de acuerdo con el modo
en que ya lo hacemos ahora cuando respiramos más deprisa o
más despacio, o cuando nos tendemos y cerramos los ojos
para recuperar la calma. El monitorizador métrico, que regis-
trará todos los procesos fisiológicos y neuronales, no será otra
cosa que una autoconciencia aumentada y más precisa, de ma-
nera que, con la ayuda de los oportunos aparatos, la autosu-
gestión se verá como un modelo aumentado de autocontrol. A
partir de aquí, sólo resta desarrollar una especie de higiene de
los deseos para cada individuo con la finalidad de que apren-
da a evitar su infortunio y sea más feliz gracias a este modelo
La vida plena

trón de excitabilidad cerebral y un microordenador portátil


que cruce los datos cerebrales con los datos del flujo sanguíneo
para informar del estado de excitación neurofisiológica exis-
tente en un momento dado. De un modo similar a un pulsíme-
tro, un tensiómetro o un aparato para electrocardiogramas
-que una persona pudiera llevar constantemente en su cuer-
po-, se podría desarrollar también un «espejo neurofisiológi-
co» o un «afectoscopio» que permitiera leer con exactitud, en
un aparato análogo a un reloj de pulsera, los estados relevantes
de deseo y necesidad, y sobre todo sus transiciones (por ejem-
plo así: «agresión de grado 3 a 12 en los próximos 3 minutos,
en fuerte aumento», o «estado de calma en disminución de gra-
do 8 a 6 previsto en la próxima media hora», etcétera).
Una vez que la persona interesada domine las técnicas de
biofeedback, será capaz de hacer una lectura oportuna de sus
niveles neurofisiológicos y en consecuencia podrá también
controlar sus deseos, necesidades y afectos, según la tendencia
que observe por sí misma en el afectoscopio. Si por cualquier
motivo, en ciertas circunstancias, la persona no estuviese en
condiciones de realizar un control voluntario, quizá porque el
nivel de excitación hubiera alcanzado ya un grado excesiva-
mente elevado, sería posible recurrir a un control farmacoló-
gico, favorecido por la ingestión del estimulante o bloqueante
químico oportuno. Se podría disponer de estos coadyuvan-
tes farmacológicos en dosis «recargables» almacenadas en el
afectoscopio, de tal manera que, en caso de fallo del biofeed-
back, al presionar un botón se disparase una diminuta inyec-
ción a la altura del pulso de la muñeca. Igualmente podemos
imaginar afectoscopios que incorporasen una inyección de los
psicotrópicos idóneos, cuyo contenido se administraría de for-
ma automática en caso de que fueran rebasados determinados
valores límite, siempre y cuando el hecho de sobrepasar este
tope pudiera poner en peligro a la persona en tratamiento o la
vida de los seres de su entorno.
Suponiendo que estuviera en una situación peligrosa, una
persona consultaría su afectoscopio para ver si las condicio-
nes que desembocan en la agresión ya se han registrado, y acto
El progreso científico y técnico ... 97

seguido podría intervenir mediante una técnica de autosu-


gestión sobre este desarrollo psicológico en la dirección más
oportuna, para superar voluntariamente el miedo que ella mis-
ma ha engendrado.
Esta objetivación psicológico métrica no se orienta sólo a
favorecer con más precisión el autoconocimiento, sino a que,
además, las personas disfruten de una libertad y autocontrol
mucho mayores, tras haber adquirido las competencias de
autosugestión idóneas en un training de biofeedback. A dife-
rencia de lo que sucede cuando existe una psicopatología y se
controlan los afectos por vía farmacológica, en este caso la
persona podría controlarse a sí misma con mucha mayor rapi-
dez y precisión, actuando de forma directa sobre su concien-
cia. En última instancia, su autorreflexión se vería apoyada
por unos aparatos adecuados, igual que los relojes de pulsera
contribuyen a favorecer nuestra percepción temporal y nos
sirven para administrar el tiempo de forma correcta.

Manejar los deseos

Estas ideas son todavía utópicas. Sin embargo, al igual que


hoy en día las prótesis de piernas o de brazos pueden ser con-
troladas de forma voluntaria tras un adecuado período de
aprendizaje, en el futuro hasta los procesos fisiológicos y neu-
ronales serán susceptibles de recibir nuestra influencia desde
una perspectiva mucho más amplia, y de acuerdo con el modo
en que ya lo hacemos ahora cuando respiramos más deprisa o
más despacio, o cuando nos tendemos y cerramos los ojos
para recuperar la calma. El monitorizador métrico, que regis-
trará todos los procesos fisiológicos y neuronales, no será otra
cosa que una autoconciencia aumentada y más precisa, de ma-
nera que, con la ayuda de los oportunos aparatos, la autosu-
gestión se verá como un modelo aumentado de autocontrol. A
partir de aquí, sólo resta desarrollar una especie de higiene de
los deseos para cada individuo con la finalidad de que apren-
da a evitar su infortunio y sea más feliz gracias a este modelo
La vida plena

de autocontrol. Para la observancia de una higiene de estas ca-


racterísticas, los siguientes principios son decisivos.

r. Una persona debería aprender pronto, en su juventud,


a conocer y controlar sus tendencias afectivas. Cuanto antes
inicie este proceso de aprendizaje, más virtuoso y flexible será
después el manejo de la propia afectividad.
2. Las personas deberían vivir en entornos profesionales y
sociales acordes con sus tendencias afectivas. Del mismo mo-
do que una persona con poco talento para las matemáticas y
la técnica no puede ser piloto, un individuo propenso al te-
mor y a la agresión excesiva tampoco debería elegir la profe-
sión de soldado, porque el desajuste entre las tendencias afec-
tivas y las competencias que exige esta profesión le llevaría al
infortunio.
3. Un individuo debería aprender a reconocer qué patrones
afectivos representan para él un peligro de adicción, si es pro-
penso a caer en una adicción al sexo, al juego u otras, dado que
las adicciones son una fuente esencial de infortunio.
4 . Una persona debería cuidar el contacto social con aque-
llos individuos que se adaptan bien a la métrica de su afecti-
vidad, es decir, debería encauzar su vida privada hacia un en-
torno social adecuado para ella, puesto que las disonancias
afectivas en la vida social son una fuente esencial de desdicha.
(Un matching neurológico de personas se revelaría aquí muy
útil.)
5. Cada persona debe aprender a regular la satisfacción de
sus deseos y la manifestación de afectos positivos, dado que
éstos acarrean un «coste» para la parte fisiológica, como de-
muestra la métrica de las sustancias que intervienen en la gé-
nesis de las necesidades y en su satisfacción. Satisfacer los de-
seos y fraguar sentimientos agradables no es algo que se pueda
repetir frecuentemente a voluntad, como se deducirá por la
lectura del <<espejo afectivo».

En general, estos principios constituyen sólo un añadido a


lo que Platón describe en su diálogo La República, cuando in-
El progreso científico y técnico ... 99

daga - en una sencilla y metafórica «teoría del metal o de los


elementos»- sobre el carácter de los seres humanos en rela-
ción con los tres componentes «oro», «plata» y «hierro», asig-
nándoles un papel social y profesional que encaja con la dis-
posición de carácter de cada uno, esto es, con la «aleación
metálica» de sus respectivas almas. En nuestro modelo esta
teoría de los elementos es sustituida por una teoría de las sus-
tancias métrica y exacta; de esta forma, los individuos ten-
drán la oportunidad de influir personalmente en la composi-
ción de las sustancias que juzguen más oportunas para afrontar
su afectividad en una situación dada. En psicopatología hace
ya tiempo que esto se ha llevado al terreno farmacológico.
Basta pensar en el extenso uso de la fluoxetina («Prozac»} co-
mo elevador del ánimo y antidepresivo desde los años ochen-
ta del siglo pasado.
Una «teoría general de la felicidad» que fuese más allá de
los cinco principios antes mencionados es innecesaria ante la
cuestión de fondo de un control de los afectos individuales y
métricos como el que acabamos de ver. Se trata, en último ca-
so, de facilitar las técnicas correspondientes (el espejo afectivo)
y las prácticas educacionales (la capacidad de autosugestión)
que permitan a cualquier persona objetivar sus deseos, nece-
sidades y sentimientos, para controlar el infortunio, sabiendo
reconocer a tiempo una situación adversa para poder interrum-
pir su desarrollo. El detonante que podría desembocar en una
situación adversa y abocar al infortunio siempre va a ser dis-
tinto, de acuerdo con la especificidad de cada individuo, y va-
riable, en la medida de los deseos y de los ritmos de la vida
afectiva de cada uno.

La intensidad y la creación de sentido


en la existencia ilustrada

Los deseos, las necesidades y los afectos son algo puntual o


episódico, que quizá siempre vuelve a la vida de una persona,
pero no son los únicos responsables de la felicidad. Junto a la
100 La vida plena

satisfacción de los deseos y las necesidades, y a la intensidad


de sentimientos positivos, la relación entre sentir y actuar de-
sempeña un papel esencial para valorar si una persona lle-
va una vida feliz o desdichada. Esta distinción es también la
que se ha establecido entre «felicidad de bienestar» y «senti-
do» Y No obstante, también podría denominarse como la ne-
cesidad de una intensidad situacional y una coherencia narra-
tiva. A las personas les gusta sentir, a ser posible, emociones
positivas intensas en situaciones vitales únicas, pero además
pretenden que su vida se desarrolle en un contexto en el cual
pueda ser entendida como una historia bien contada, que no
se descoyunte en meros episodios sueltos.
Si una persona se decanta por la intensidad de las emocio-
nes positivas que depara la satisfacción del deseo sexual inme-
diato, la consecuencia más evidente podría ser que su familia
se vaya a pique a causa de los celos de su pareja. Aunque la fa-
milia no es la única fuente de sentimientos positivos intensos,
por norma general es la que proporciona contextos de sentido,
de igual modo a como lo hace la actividad profesional. En el
presente se hacen cosas por la pareja, y sobre todo por los
niños, para obtener de todo ello un fruto determinado en el fu-
turo. Estas perspectivas a largo plazo a menudo exigen sacri-
ficios en lo que atañe a la intensidad emocional situacional.
Alguien que esté en situación de experimentar la intensidad del
deseo sexual con una nueva pareja no puede contraponer úni-
camente a este deseo los sentimientos positivos intensos que su
familia le genere, pues quizá ponga en peligro su relación fami-
liar; deberá valorar también el significado que tiene su familia,
el sentido que ésta aporta a su propia vida, y qué se perderá si
en su balanza pesa más la intensidad del deseo situacional.
Si las personas no desean tener la sensación de que su vida
es desdichada en la escala del sentido, es importante que se
cumpla el cuarto de los principios antes mencionados, dado
que en las relaciones sociales insatisfactorias, en las que los
conflictos afectivos situacionales son habituales, es fácil que
una persona esté dispuesta a sacrificar los contextos de senti-
do ya existentes y bien arraigados, con la finalidad de volver
El progreso científico y técnico ... 101

n experimentar afectos positivos más intensos. También aquí


es preciso realizar importantes tareas educacionales. Ante to-
do, las personas deben aprender a crear contextos de sentido
en su trabajo -de modo que su ocupación esté en consonan-
cia con sus competencias- y en su vida social, de tal manera
que aprendan a convivir con otras, con las cuales pueda sur-
gir un contexto de sentido cotidiano, y no desenvolverse sólo
en un marco de conflictos afectivos situacionales y flujos de
intensidad positiva.
En este aspecto, también es importante que las personas se
familiaricen con la idea de consumar, es decir, que aprendan
a barajar sus proyectos profesionales y sus contextos de sen-
tido íntimos como algo que han creado en el transcurso de su
vida finita. Cuando se logra interiorizar esta idea de consu-
mación, es imposible que la muerte aparezca como destruc-
ción de algo que en realidad «ni siquiera ha empezado» . Mu-
chas veces, si no se teme a la muerte es porque uno tiene ante
sí tormentos infernales y zozobras igual de temibles y porque
se favorece el sentimiento de no haber realizado nada con
sentido todavía; todo está perdido, de ahí la falta de temor a
l::i. muerte. Por eso, es propio de una educación ilustrada acep-
tar la finitud de la existencia como condición necesaria para
una adecuada planificación temporal de contextos que ten-
gan sentido para nosotros. Quien no se detiene a pensar que
su vida tiene un final, muy probablemente no hará buenos
cálculos con respecto al esfuerzo que requiere crear contextos
Je sentido y subestimará la posibilidad de perderlos; sólo en
el momento de la muerte experimentará este hecho como al-
go en gran medida doloroso.
Se ha asegurado muchas veces que el tiempo es la «sustan-
cia» de la que el hombre «se compone» como sujeto.53 Así,
del mismo modo que para evitar la desdicha debemos apren-
der a controlar la intensidad de nuestra vida afectiva situacio-
nal, también será conveniente aprender a manejarnos con el
tspacio de tiempo finito que es la vida, y convertirlo en un re-
curso para crear sentido vital. La felicidad del hombre ilustra-
do no consistirá en buscar el placer perdurable, ni en aspirar
102 La vida plena

a la salvación en el Más Allá, sino que su objetivo deberá ser


utilizar las competencias de que dispone para evitar la desdi-
cha proveniente de aspirar de manera situacional al goce de
sentimientos intensos, aprendiendo a crear una gama de in-
tensidades compatibles con el sentido vital durante el tiempo
que a cada uno le toque vivir. Precisamente porque, gracias a
los progresos de la medicina, la vida cada vez se alarga más,
es importante subrayar la segunda competencia que apunta a
crear constantemente nuevos contextos de sentido, acotados
también en un tiempo finito. Para poder desarrollar esta com-
petencia, es imprescindible tener una visión nada temerosa
de la propia finitud. Y este espíritu sólo se puede adquirir en
una cultura racionalista, con sus sistemas de educación corres-
pondientes. Junto con la aspiración al progreso científico-téc-
nico, que nos permitirá objetivar la neurofisiología del indivi-
duo con el fin de mostrar su imagen más fidedigna, se revela
aquí la gran importancia del perfeccionamiento de un sistema
educativo comprometido con la veracidad y alejado de toda
tendencia que se nutra de la superstición y del autoengaño.
Las personas que dispongan de recursos técnicos y científi-
cos para cultivar el conocimiento objetivo del yo y que hayan
aprendido a controlarse a sí mismos sin prejuicios tendrán a
su alcance la posibilidad de evitar la infelicidad.

ERWI N WEINBERGER
(Cambridge, Massachusetts)
103

3
La felicidad del sosiego espiritual

I ,, 11,rriabilidad del hombre

N11 u1alquier persona puede ser feliz sencillamente tal como


1, una presunción falsa creer que las personas son como son
qt1l' <,cría preciso cambiar el mundo para que, siendo co-
11111 ,on, llegaran a ser felices en un mundo diseñado a su me-

.l1d.1. Las personas son muy diferentes entre sí, y es posible


'1111, para determinadas diferencias, tenga sentido modificar
, 1 111 u ndo con el fin de posibilitar la existencia de alternati-
\ " · Si la entrada de un edificio cuenta con escaleras y ram-
1' 1, p.1ra que puedan acceder tanto las personas que caminan
, 111110 las que van en silla de ruedas, es porque se ha construí-
' 1,, dl· acuerdo con un proyecto inteligente. Sin embargo, no
1cul.1' las diferencias humanas se presentan de esta forma. Si
1111.1 persona presenta una adicción al alcohol, otra a los jue-
1'' 1, de azar y una tercera a la heroína, la felicidad no pue-
' 1, l onsistir en poner a disposición de la primera tanto alco-
hol i..:01110 desee, facilitar a la segunda el dinero que necesite
I' 11.1 ¡uga1; y proporcionar a la tercera roda la heroína que le
pi 1/l:l. Sería erróneo adaptar el mundo a los adictos y no
111ll'ntar, por el contrario, liberar a las personas de sus adic-
' 1011cs. En este segundo caso estimaríamos conveniente cam-
/11,11· las personas, no el mundo . Y si estuviéramos en disposi-
' 11111 Je curar a los que se desplazan en sillas de ruedas a causa
,h- .1lguna debilidad física, lo haríamos en vez de construir
1 1111pas.

~abemos que las personas son cambiantes; que unas pue-


,li II verse impedidas de un día para el otro por un accidente,
104 La vida plena

que las de carácter iracundo pueden volverse compasivas; y a


la inversa, que las pacíficas pueden tornarse agresivas, igual
que los adictos ser sensatos o los ingenuos volcarse en una
adicción. Todo esto es así y da prueba de la plasticidad y la
ductibilidad de nuestra condición. La naturaleza humana es
tan dúctil como el mundo exterior, y desde ciertas perspec-
tivas, incluso más. En nuestra cultura, no obstante, estamos
acostumbrados a culpar al mundo de nuestra desdicha y nos
empeñamos en cambiarlo, en lugar de reflexionar acerca de
cómo nos hemos desarrollado nosotros mismos y plantear-
nos si no será, precisamente, ese desarrollo el que ha propi-
ciado que nos acogiéramos a unas estructuras incompatibles
con la felicidad, sea cual sea nuestra situación personal.
Mientras las personas son jóvenes están sujetas a «varia-
bilidad», pues la educación no consiste sino en cambiar a una
persona. La educación de los seres humanos responde a obje-
tivos de muy diversa índole. Sólo en muy pocos casos los edu-
cadores parecen haberse aplicado en influir y cambiar a sus
pupilos para que puedan ser felices. La mayoría de las veces,
con la instrucción sólo se persigue que los alumnos aprendan
unas técnicas culturales determinadas, gracias a las cuales se
convertirán en miembros tolerados por una sociedad que les
habrá educado en la observancia, por ejemplo, de las normas
de higiene y de las buenas maneras en la mesa. Posteriormen-
te se tratará de aprender capacidades como leer, escribir, con-
tar, etcétera, que prometen éxito entendido como la adquisi-
ción de bienes y prestigio. Por último, será necesario aprender
también el funcionamiento de algunas máquinas como los
automóviles y los ordenadores, aunque aún no está claro que
estas cosas contribuyan a la felicidad. Prueba de ello es que, a
pesar de la esmerada educación recibida durante la infancia y
la juventud, muchas personas son desgraciadas en la madu-
rez. Y esto parece haber sido siempre así. Por otro lado, es di-
fícil explicar por qué hace siglos que existen escuelas de filó-
sofos en Europa, al igual que centros de sabiduría en Asia, en
los que los adultos reciben enseñanzas para desprenderse de
su desdicha. Como expresa Stanley Cavell, siguie~
La felicidad del sosiego espiritual I05

wig Wittgenstein, el hecho de que haya habido y siga habien-


do una educación de adultos de esta naturaleza demuestra
que algunas doctrinas consideran que las personas también
pueden cambiar en la madurez.' Además, ni que decir tiene
que las enseñanzas que se desarrollaron para la educación de
adultos son muy antiguas.
Todo cuanto hay que saber sobre la felicidad es conocido
ya desde hace miles de años, desde Epicteto a Spinoza, pasan-
do por Buda y Jesús, de manera que las personas pueden saber,
si así lo desean, cómo ser felices. Hace ya varios miles de años
que los individuos indagan en su interior, analizan sus expe-
riencias con los sentimientos, acciones y pensamientos, sin otro
fin que alcanzar la felicidad, por lo que no deja de ser curioso,
dicho sea de paso, que la pedagogía infantil no se haya dedica-
do también con especial esmero a este objetivo. Sin embargo,
por los resultados obtenidos hace ya bastante tiempo en el te-
rreno de las investigaciones sobre el yo, de momento no cabe
esperar que en el futuro el progreso científico sea capaz de li-
berar a nadie de su desdicha. El progreso científico se refiere
sobre todo al conocin1iento humano de la regularidad de las
leyes del mundo exterior y aborda, en concreto, las posibilida-
des de cambiar ese mismo mundo exterior. La idea de que otras
personas puedan liberarnos del infortunio gracias a cualquier
descubrimiento para menguado, es un error de bulto en el aná-
lisis de la pregunta de si las personas pueden ser felices, y en
caso afirmativo, cómo. Por tanto, intentaré evitar este error
fundamental en la exposición siguiente.
El hecho de que exista una educación de adultos para la fe-
licidad de tradición milenaria no significa que el camino hacia
ella se sustente sobre todo en el estudio de esa tradición. Qui-
zás el análisis de las tradiciones no sea perjudicial, pero un es-
tudio de tales características no es equiparable a una educa-
ción propiamente dicha para alcanzar la felicidad. En muchos
casos, estos estudios suelen ser un sucedáneo de una didáctica
incompleta sobre la felicidad que, en lugar de ofrecer unas ba-
ses educativas, se limita a sentar las bases de lo académico.
Así, del mismo modo que nadie puede ser un buen cocinero ni
106 La vida plena

saciarse estudiando un libro de cocina, tampoco nadie será


más feliz sumergiéndose en el estudio de determinados escri-
tos. La felicidad requiere mucho más que esto. De ahí que, a
partir de ahora, mi objetivo no pueda limitarse a abordar e in-
terpretar los textos sobre las palabras de Jesús o de Buda, o los
tratados de Epicteto y de Spinoza. Aunque todos ellos desem-
peñen un papel en mi investigación, este ensayo no debe en-
tenderse como un mero estudio académico acerca de determi-
nados escritos, sino más bien como un intento de responder a
la pregunta de si es posible la felicidad hwnana y, en caso afir-
mativo, cómo. Ciertamente, en este texto se han aglutinado
concepciones bastante generales de distintas escuelas de sabi-
duría, sin pretender mostrar una determinada tradición co-
mo la «correcta» o la «original». La cuestión no es exponer las
controversias entre escuelas o demostrar cuál tiene prioridad,
lo cual no haría más que apartarnos de la respuesta a la pre-
gunta acerca de la felicidad. Ni estar cargado de razón, ni ser
el primero, nada tienen que ver con la felicidad. Las alusiones
a los textos «clásicos» son, por tanto, meras referencias para
quienes deseen seguir leyendo, sin tener en modo alguno la
pretensión autoritaria de imponer una determinada interpre-
tación de tal o cual fragmento perteneciente a tal o cual es-
crito.

Riqueza

Sabemos desde hace mucho tiempo que las personas pueden


ser felices cuando alcanzan el sosiego espiritual. Por este con-
cepto cabe entender que las personas puedan olvidarse, al
menos temporalmente, de sus preocupaciones, para vivir por
completo en el presente y orientar toda su atención a lo que
está ocurriendo. El único camino que conduce a la felicidad
del sosiego espiritual es el del propio esfuerzo. Uno debe es-
forzarse para no desviarse del presente, para no perseguir ob-
jetivos que nos llenen de desazón y que nos causen estrés. No
hay que olvidar que el poder propio es limitado y que las ideas
La felicidad del sosiego espiritual ro7

,obre la buena vida con las que uno crece son en general erró-
111·as, por lo que es preciso liberarse de ellas. Quien desee ser
lrliz deberá poner todo su empeño en liberarse de todas las de-
ptndencias en las que los hombres han caído, inducidos por
l.t\ ideas equivocadas que otros les han inculcado a través de
l., t·ducación. El principal error consiste en creer que la rique-
,1, el honor y el deseo procurarían la felicidad, como ya cons-
1.116 Spinoza, siguiendo a la Stoa (la escuela estoica), en su
l rdctatus de Intellectus Emendatione. 2 Es oportuno detener-
\\' brevemente en estos errores fundamentales. Esta aproxi-
111,Kión quizá pueda parecer ligeramente ingenua y simple,
porque, en el fondo, cualquier persona conoce estas faltas, o
h1l'n por experiencia propia o bien de oídas, dado que todas
«'lbs son bien sabidas desde hace siglos. Pese a todo, es impor-
1.111te dilucidarlas con la mayor sencillez posible para evitar
que sean tomadas como «la opinión de los budistas», «la opi-
11i6n de los cristianos» o «la opinión de los estoicos», esto es,
\ omo indicadores de escuelas con las que podemos enredar-
11os en todo tipo de controversias; aquí se trata más bien de
ptrgeñar algo muy general y fundamental, sobre lo que no es
11l'ccsario discutir más y que se puede comprender, indepen-
dientemente de que uno sea budista, cristiano, estoico o lo
que quiera que sea, pues las controversias entre escuelas no
dl'jan de ser desviaciones de la senda de concentración en la
húsqueda de la felicidad.
El hecho de que en ocasiones las personas caigan en estos
1rrores obedece unas veces a que durante su infancia y juven-
1ud el objetivo de su educación no ha apuntado a la felicidad,
y otras, al hecho de que los educadores ni siquiera saben
) n qué significa llevar una vida feliz. El primer cambio que
l.1 mayoría de las personas experimenta a consecuencia de la
1·ducación es aquel por el que van a convertirse en seres que
persiguen unos objetivos que los harán infelices. La educa-
l 1ón temprana de las personas suele ser una instrucción orien-

1,1da a la desdicha. Por esta razón, la educación de los adultos


l onsiste por norma general en una deseducación, en la que las

personas aprenden a desprfitjWi!frif¡j.iji,ideales adquiridos

--EAFl'I: ~
BIBLIOTECA
ros La vida plena

cuando eran niños y jóvenes. Tradicionalmente este proceso


se ha denominado también des-formación (en contraposición
a formación))
En la mayoría de las sociedades del mundo occidental las
personas creen que la riqueza hace la felicidad, así que cada
vez son más las que sucumben a este primer error, al destinar
cierto tiempo de su vida a la obtención de riqueza, en el sen-
tido de acumular recursos prácticamente innecesarios para su
propia supervivencia o para la de los demás. Si una persona
comprara diez litros de leche y diez panes únicamente para
ella cada día, consideraríamos que su conducta es irracional.
Sin embargo, mediante la existencia del dinero, la acumula-
ción de recursos que exceden los de la mera supervivencia pa-
rece menos irracional, en primer lugar porque, a diferencia de
la leche y el pan, el dinero no se echa a perder; y en segundo,
porque constituye una posibilidad evidente de alcanzar cosas
perdurables.
En las sociedades ricas, o bien las personas ocupan su tiem-
po en apropiarse del dinero de los demás para su propio enri-
quecimiento, o bien adquieren cosas que supuestamente satis-
facen sus necesidades, aun cuando no tengan nada que ver con
su supervivencia personal, sino que son resultado de los afec-
tos de la ambición y la envidia. Como es bien sabido, las nece-
sidades secundarias y terciarias, auspiciadas por estos afectos
hacia determinadas cosas, están en relación directa con el va-
lor de símbolo social que los productos han adquirido. Por
eso, las marcas de determinados automóviles o prendas de
vestir, por ejemplo, son indicativos del grupo en que se clasifi-
ca el propietario, y del estatus que éste ocupa dentro de una je-
rarquía social. Las personas exhiben sus objetos de necesidaJ
ante los demás como un símbolo con el que pretenden demos
trar que son competidores con autoridad, vividores con estilo,
amantes seductores o incluso intelectuales independientes del
mercado. La publicidad de las marcas diseña asociaciones en
tre las cosas y estas distinciones sociales, y se afana en crear
procesos de condicionamiento orientados a que las persona~
consoliden estas asociaciones en sus mentes. En el momento
La felicidad del sosiego espiritual 109

en que esto se consigue, las cosas ya no sólo se compran por su


valor de uso, sino por su valor como símbolo social.
Mientras los fabricantes de productos puedan seguir in-
ventando tantos ideales expresivos y grupales, y tantas necesi-
dades de demarcación y de pertenencia como les plazca, esta-
rán en condiciones de dar salida a una cantidad de mercancía
mucho más considerable de la que sería necesaria para la es-
tricta supervivencia. Si bien las necesidades satisfechas por el
valor de uso de los productos enseguida se agotan, las necesi-
dades que surgen de la comparación social y de los afectos
,\Saciados a la misma parecen ser casi inagotables, de modo
que, como es bien sabido, la posibilidad de ganar dinero gra-
t'ias al valor del símbolo social que los productos han adquiri-
do es mucho mayor que la riqueza que puede crear su valor de
11s0. Si todos tienen una camisa y ya nadie pasa frío, hay que
l.tbricar camisas con un distintivo idóneo para los informales,
otra para los pulcros, una más para los sexualmente motiva-
dos, otra distinta para los que disfrutan de la placidez de la ve-
ll'Z, y así sucesivamente con la fina lidad de dirigir la venta al
grupo al que cada cual aspire a pertenecer. Una vez se haya
.,placado la sed de todos, será preciso producir una botella de
11-4ua para aquellos concienciados con su salud, y otra para los
lltivistas que luchan por el medio ambiente; una cerveza para
los hinchas de fútbol, otra para los directivos pomposos; un
\ ino para los intelectuales urbanos y elegantes, y otro para los
.imantes de la sencilla vida rural; y a continuación, encontrar
o crear incluso- un círculo de personas que muestre su adhe-
,1on a estos símbolos distintivos y desee atribuirse, como se
,11cle decir, una « identidad» por el hecho de adquirir un pro-
ducto determinado. De esta forma, más allá de las particiones
di.' la sociedad en grupos del mismo sexo o con el mismo talen-
! o para algo, con una complexión corporal parecida, de la
mi sma edad, del mismo sector profesional, se crean imaginati-
v,11nente otros grupos e ideales de grupos que son representa-
dos de modo simbólico mediante productos. Una persona que
w conforma sencillamente con comer, beber, vestirse y tener
1111 techo sobre su cabeza no será un objetivo de venta tan fá-
IIO La vida plena

cil como quien se proponga encarnar la imagen de un hombre


fuerte, inteligente, sibarita, deportista, etcétera.
En las sociedades ricas, una parte esencial de la educación
infantil está dirigida a fomentar la aspiración al dinero, en la
medida en que a los niños se les inculca la necesidad de ganar-
lo. Asimismo, desde una edad muy temprana, son educados
para ser clientes a través de los mensajes publicitarios que les
dicen hasta dónde pueden llegar en la vida. De este modo,
cuando alcanzan la adolescencia ya han asimilado el anhelo de
una posibilidad tan abstracta como el dinero y han desarrolla-
do también las necesidades de pertenencia y de territorio, se-
cundarias y terciarias, que sin duda simbolizan las prendas de
vestir de ciertas marcas. Ésta es la pedagogía de la sociedad ca-
pitalista. La iglesia y la escuela no son las únicas que ejercen
un ascendiente sobre las fantasías y los contenidos mentales de
los niños, puesto que el mensaje publicitario deja igualmen-
te su impronta, aunque sólo muy pocas veces esta influencia se
contempla como parte de la instrucción. Para que las perso-
nas sean buenos clientes deben ser también adultos inmaduros
que se dejen convencer, independientemente de la débil per-
cepción que tengan de sí mismos, de que tienen determinadas
necesidades de pertenencia y de territorio y de que les falta un
producto concreto para ser felices. Así, también los adultos se
ven obligados a reconocer su identidad social como algo que
se configura ante todo mediante la adquisición de cosas y no a
través de las relaciones de amistad, parentesco y lealtad profe-
sional. Junto con la supervivencia física y mental, ahora im-
porta también conservar una porción de esa identidad social
ampliamente compartimentada que ha creado la sociedad de
la abundancia.
En las sociedades que aspiran a la riqueza, los adultos se
dividen esencialmente en dos grupos: por un lado, el de aque-
llos que desean apropiarse del dinero de otros con engaños
acerca de la importancia y la necesidad de adquirir ciertos
bienes; y por el otro, el de los que se contentan con su inma-
durez y permiten que se apropien de su dinero estimulando
sus necesidades y la compra de bienes que supuestamente van
La felicidad del sosiego espiritual lII

o satisfacer dichas necesidades. Ambos grupos tienen una vi-


sión equivocada de la urdimbre que favorece una vida feliz.
Este estado de cosas obedece sobre todo a que el objetivo
último que siempre han perseguido las sociedades más avan-
zadas ha sido acumular dinero, y no han fomentado, en cam-
bio, la posibilidad de hacer realidad las necesidades propias
del individuo. En su origen el dinero fue un medio para inter-
cambiar los productos destinados a satisfacer las necesidades
personales en el seno de las relaciones humanas, pero con el
liempo, como reconoció Karl Marx, las necesidades y el valor
de cambio se convirtieron en un medio para multiplicar el di-
nero y, a su vez, la multiplicación de dinero se convirtió en un
objetivo en sí mismo. De modo similar a lo que a menudo
ocurre en una relación desafortunada, esto desemboca en una
inversión de las relaciones medio-objetivo. El dinero, en tan-
to que riqueza abstracta y mera posibilidad de satisfacer una
necesidad, representa entonces el verdadero objetivo del «in-
tercambio» (siempre y cuando pueda hablarse aquí de «inter-
cambio»), sin que nadie sea consciente propiamente del mis-
mo. La consecuencia de ello es una curiosa «alienación,>, en
terminología marxista, de las relaciones de las personas entre
sí y con los objetos; «la relación misma con los objetos, la
operación humana con ellos, se convierte en la operación de
un ente exterior al hombre [en operación del dinero (L. Daki-
ni)] y superior a él».4 De este modo, tanto aquellos que poseen
mucho dinero como los que poseen poco se convierten en la
misma medida en víctimas de la estructura económica capita-
lista en aras de la multiplicación del dinero, mientras que las ne-
cesidades de las personas pasan a ser un medio secundario de
la multiplicación de la riqueza.
Que la felicidad de la vida humana no es un objetivo en las
sociedades de la abundancia se demuestra también por el he-
cho de que la necesidad humana de desarrollar y llevar a la
práctica planes de vida a largo plazo (lo cual se suele conside-
rar, de forma igualmente errónea, como w1a condición de la
felicidad)5 representa para las actuales sociedades de riqueza
un impedimento para la multiplicación de sus activos. Por eso,
II2 La vida plena

en estas sociedades se tiende a tachar de «conservadores» y de


«estrechos de mente>> a las personas que intentan llevar las
riendas de su vida de acuerdo con unos ideales y valores bien
consolidados, con el argumento de que no «están en sinto-
nía con los tiempos». En estas sociedades, la variabilidad y el
cambio se propagan como valores en sí mismos que no necesi-
tan justificación alguna. En el supuesto de que la carga de la
prueba se atribuya a aquellos que no desean cambiar el estado
de cosas, y los que lo cambian se liberen, a su vez, de tener que
dar explicaciones por planear estos cambios, en breve nos re-
lacionaremos con personas que harán, desearán y pensarán
una cosa u otra según la evolución del mercado, sin importar
en absoluto qué es lo que éste «propone». Como los mercados
cambian cada vez más rápido para que así también el dinero
se pueda multiplicar más deprisa, las personas que viven en las
modernas sociedades de la abundancia se ven constantemente
obligadas a cambiar sus necesidades e identidades por otras
nuevas, y sobre todo, a segmentar de tal manera su tiempo vi-
tal que les resulta imposible llevar a la práctica planes de vida.
La visión fundamental de que la aspiración a la riqueza no
hace feliz, al margen de que la adquisición del dinero haya pa-
sado a convertirse en w1 objetivo en vez de un medio, es mu-
cho más antigua que las economías capitalistas y que los aná-
lisis de Marx sobre ellas. De hecho ya encontramos trazas
de la misma en la Antigüedad europea, por ejemplo, en Aris-
tóteles. 6
A causa de este error de la economía capitalista, los ricos
serán tan desdichados como aquellos a quienes pretenden ex-
plotar y mantener en la propia inopia intelectual (en el sentido
de soslayar una reflexión autónoma acerca de la estructura de
sus propias necesidades personales e identidad social). Quie-
nes anhelan la riqueza están obligados a aplicarse en su em-
peño con un gran ahínco; deben desarrollar constantemente
nuevas estrategias para adquirir dinero y no pueden detenerse
a cultivar la capacidad para percibir el momento presente que,
como los demás hombres, ellos también poseen. Una vez que
están en posesión de la riqueza a la que han aspirado, no tie-
La felicid11d del sosiego espiritual 113

nen ya nada más a que aspirar, pero tampoco están en condi-


ciones de percibir aquello que es presente en ese momento, y
por esa razón su vida se les antoja vacía, carente de sentido.
Aunque de distinto modo, se convierten en seres tan irúelices
como aquellos a los que han tenido que embaucar con el fin de
adueüarse de su dinero, vendiéndoles unos bienes inútiles para
satisfacer su supervivencia o convenciéndolos de que, desde el
punto de vista social, era necesario exigir esos bienes. Pues,
por norma general, y a partir de cierta edad, los clientes no se
explican por qué trabajan por todos esos bienes y por qué una
necesidad siempre va seguida de otra.
Visto desde fuera, el modo de vida erigido sobre la rique-
za posee un componente absurdo, porque en su seno la circu-
lación de algo muerto como el dinero parece determinar el
curso de algo vivo como la existencia humana. Es como si en
estas sociedades las personas fueran parte del engranaje de
una máquina que nada tiene que ver con la felicidad y que, no
obstante, para que siga en funcionamiento, no tuvieran más
remedio que adaptar sus necesidades y su ritmo vital a ella.
En una sociedad marcada por este error, es preciso producir
n>nstantemente bienes de forma masiva que puedan venderse
,1 los compradores inmaduros para apropiarse de su dinero.
( :orno sabemos desde hace mucho tiempo, esta producción en
rn:1sa, que es obligada cuando se desea vender algo a un gran
IHÍmero de personas, socava los fundamentos vitales y na-
turales de la existencia humana (y no sólo de la humana). El
dl'tcrioro y, en última instancia, la destrucción de las riquezas
11.1turales hacen a los hombres igualmente infelices, puesto
que los arrastran hacia una incómoda competencia, y no sólo
por recursos como la gasolina, el carbón, o el gas, sino tam-
h1l'n por bienes tan elementales como el aire puro, el agua lim-
p1.1 y los suelos no contaminados. Al mismo tiempo, les ha-
1 1• ,1nidar el temor de que, en un futuro próximo, no habrá

11w<lios de subsistencia para ellos y sus descendientes. Mien-


11,1-., como pensaba Aristóteles, el abastecirniento de aire puro
\ ,1gua potable se considere tarea fundamental de la política,
l 1-, economías capitalistas obstaculizarán el cumplimiento de
114 La vida plena

los deberes políticos más elementales, y la política deberá preo-


cuparse constantemente por compensar los perjuicios que es-
tas economías ocasionen.?
A pesar de todo, la razón de que este modelo económico,
junto con el modo de vida que comporta, no se haya erradi-
cado reside en que la aspiración a la riqueza posee una estruc-
tura adictiva, y obedece también al hecho de que en estas
sociedades apenas existen instituciones que fomenten los con-
siguientes procesos de desadiestramiento para poder liberar-
se de esta adicción. Así como, al principio, el alcohol puede
ser un recurso para calmarse y la cocaína un medio para esti-
mularse, y más adelante, con la caída en la adicción, el consu-
mo de ambas sustancias pasa a ser un objetivo en sí mismo,
de manera que las personas afectadas trabajan y se relajan
para conseguir alcohol y cocaína, pero no al revés, también
en una sociedad que ha caído en el estado de adicción a la
opulencia, la acumulación de capital se convierte en un obje-
tivo en sí mismo al que se supedita todo lo demás. Por ello, en
esta sociedad, las personas, aun siendo infelices, contemplan
la aspiración a la riqueza y los bienes como el ob;etivo idóneo
de su vida, aunque esto signifique pasar por alto los deberes
políticos más elementales. Por esta razón también, en las so-
ciedades democráticas nunca se eligen aquellos partidos polí-
ticos que terminen con las economías capitalistas, porque las
personas temen perder su puesto de trabajo y, con ello, su
fuente de ingresos o de riqueza. Por mucho que la alimenta-
ción y el alojamiento estuvieran asegurados, no sabrían qué
hacer con sus vidas sin trabajo y sin pensar en la adquisición
de riqueza, dado que no están formados o han perdido la ca-
pacidad para percibir el presente.

Poder y honor

La segunda equivocación a la que, también en adhesión con


la Stoa, Spinoza se refiere en el ensayo antes mencionado, re-
side en imaginarse que conseguir poder y honor procurará
La (elicidad del sosiego espiritua!

una vida feliz. Como las personas creen que el poder y los ho-
nores les harán felices, anhelan conseguir aitos cargos e in-
fluencia. Para obtener tales cargos y autoridad, se ven obliga-
das a utilizar a otras personas que les sean únles en el camino
de escalar posiciones influyentes, y a las que no permitirán
acceder a dichas posiciones, pues a fin de cuentas el poder y
el prestigio son bienes tan escasos como el dinero. En el peor
de los casos, el uso de otras personas incluyt el servicio mi-
litar.
Quien anhele el poder y la distinción porque piensa que
proporcionan la felicidad deberá utilizar a otras personas, im-
pidiéndoles al mismo tiempo el disfrute de los oienes siempre
escasos del poder; deberá por tanto engañar a ~us semejantes
y hacerles promesas que en el último momento i.o podrá cum-
plir. Esta necesidad de engañar le llevará a quedarse solo pues-
to que nadie busca durante demasiado tiempo la compañía
de mentirosos. Además, una persona de este talante deberá ser
muy obstinada en el empeño de lograr sus aspiraciones, ya que
siempre habrá terceros que pugnen por esos escasos bienes del
poder y del honor. La competitividad por obtener altos cargos
y distinciones es una lucha pertinaz. Por ello, en esta denoda-
da disputa en pos de su objetivo, los individuos se ven obliga-
dos a pensar siempre en el futuro y no pueden conformarse
con el presente; quien está inmerso en una lucha así, debe pre-
ver los movimientos de su adversario y ser «proactivo». La as-
piración al poder y a la distinción conduce, en consc..:uencia, a
una vida muy parecida a un estado de guerra, aquel estado que
Thomas Hobbes llama «estado natural del hombre». una exis-
tencia «solitaria, repugnante, animal»/ cosa sin duda injusta
para muchas existencias animales que seguramente µoseen un
modo de vida mucho más noble, es decir, una estruct<.ifa orien-
tada más hacia el presente de lo que las personas suden creer.
Una vez que los aspirantes han alcanzado el poder y la dis-
rinción comprueban que, en lugar de ser felices, se han con-
vertido en seres más solos, y que, por tanto, ahora son seres
desgraciados que han desperdiciado su vida. Los ú1ücos que
no tienen problemas de soledad son aquellos que h"n apren-
II6 La vida plena

dido a percibir el presente y se sienten libres de preocupacio-


nes en su sosiego espiritual. A casi todos los demás, la soledad
les produce inquietud, y con el tiempo se vuelven temerosos
porque no tienen a nadie que corrobore su identidad social
y pueda ayudarlos en caso de necesidad. Por consiguiente, la
soledad suele traer consigo preocupaciones abstractas, y en
ocasiones incluso miedo y pánico. Aquellos que carecen de
paz espiritual se ven expuestos al miedo y al pánico, en espe-
cial cuando se inicia el proceso de la muerte, porque este tran-
ce entraña también un proceso de aislamiento. Uno muere en
soledad, para sí, o si se prefiere, es separado de los demás a
través de la muerte. La persona que no es capaz de asimilar
llanamente el proceso de la muerte cuando éste está sucedien-
do, y en lugar de eso trata de pensar en el futuro como es su
costumbre, se encuentra en una situación catastrófica, dado
que no tiene un futuro por delante. Tratar de orientar el espí-
ritu y los anhelos hacia un fin como el futuro, hacia un fin que
ni siquiera existe ya para este espíritu moribundo, es una em-
presa inútil. Esto explica que la muerte sea un acontecimien-
to catastrófico para quienes aspiran al poder y a las distincio-
nes y eso los lleva a imaginarse como seres inmortales, o sea,
infinitamente poderosos. Esto puede observarse en el hecho
de que son muchos los hombres de edad avanzada que persis-
ten en detentar poder y honores a toda costa.
Por culpa de sus desatadas aspiraciones, aquel que anhela
obtener poder y honores no sólo se procurará su propia des-
dicha, sino también la de muchas otras personas, porque las
habrá engañado o eliminado de forma violenta de su camino
con el fin de impedir que le arrebataran el sitio que se recla-
maba para sí, y porque, en definitiva, la propia esencia de los
conceptos de poder y distinción se sustenta en que no todos
pueden ostentarlos. El poder es poder sobre los demás y la
distinción es distinción ante los demás, y sólo entre personas
faltas de poder y prestigio podrán convertirse en atributos va-
liosos, es decir, en bienes deseables. Como el dinero, tampo-
co el poder y la distinción son bienes divisibles a voluntad.
Para todos los bienes escasos es válida la premisa de que su
La felicidad del sosiego espiritual 117

anhelo será un motivo irremediable de discordia entre las per-


sonas. Llegados a este punto, es fáci l darse cuenta de q ue, des-
de esta perspectiva, la aspiración hacia el conocimiento del
presente es un bien de una índole muy distinta. Cada persona
tiene en cada momento un presente, no es posible arrebatár-
selo. El conocimiento de este presente es divisible a voluntad,
sin que merme cuantitativamente. Por consiguiente, el cono-
cimiento del presente es un bien que no resulta escaso y que
por tanto no puede suscitar competencia alguna
En posesión de poder y de honores, el homb1e distinguido
y poderoso siempre temerá que aquel a quien h.c.ya apartado
de su camino con malas artes desee vengarse y :,e asocie con
terceros para ir en su contra, pensamiento que t<1mbién Tho-
mas Hobbes se ocupó de elaborar.9 Por eso la po:,esión del po-
der se relaciona necesariamente con el temor de perderlo. Es
bien sabido que un sentimiento de constante te111or ocasiona
la desdicha. Los dramas de Shakespeare ilustrau de manera
particularmente significativa las desgracias que ...::arrea el an-
helo y la posesión del poder. Los afectos ligados a la búsqueda
e.le poder y de reconocimiento que determinan t111a vida des-
graciada son la ambición y la vanidad. Ambas cualidades es-
tán muy presentes en buena parte de las comunidades moder-
nas y constituyen además un rasgo muy caracte1ístico de las
personas situadas en las capas altas de las sociedades avanza-
c.las. Acerca de estos rasgos afectivos se ha afirmado con muy
buen juicio lo siguiente: «En cuanto a la ambici0n y la vani-
c.lad, puede decirse que tanto una como la otra sun los moto-
res más relevantes de la sociedad. Este anhelo de iama es una
exageración, un tumor que no deja de crecer. Ei. este movi-
miento in crescendo, el hombre es incapaz de hallar el princi-
pio de la contención, el único que podría devolverle la razón
para detener este curso frenético de acción antes del estallido
final. Así pues, la vanidad es una voluntad de cvnquista del
ego que siempre codicia más y que, en virtud dt su expan-
sionismo, aspira a apropiarse de tanto espacio (..01110 le sea
posible». ro
Una existencia que aspira al poder y a la fama necesita
II8 . La vida plena

agrandar, en sentido literal, la extensión del «radio de acción»


de su ego en una perspectiva espacial y temporal : el reino po-
lítico desde donde alguien ejerce su hegemonía es el «micrófo-
no» que amplía el ámbito acústico que «posee» una determi-
nada persona, el gran tiraje que supuestamente aumenta el
grado de atención concedido a las propias publicaciones, la
nutrida prole que nos sobrevive, que prosigue con las empre-
sas que hemos iniciado y que perpetúa nuestro recuerdo, etcé-
tera. Este estado de cosas aboca también al infortunio: todo lo
que es destruido con la muerte alcanzará progresivamente di-
mensiones mayores, y todo lo que debe ser protegido será de
una índole cada vez más compleja. En una vida sujeta a una
expansión de estas características, a medida que pase el tiem-
po será muy difícil prestar atención al presente, de ahí precisa-
mente la necesidad de fomentar cada vez más recursos que
contribuyan a proteger, conservar y fortalecer el yo.

Goce

En tercer lugar, las personas creen que el placer hace feliz y


por eso aspiran a obtener sensaciones de goce. Sin embargo,
las sensaciones de goce breves y pasajeras como una deliciosa
comida, una relación sexual o el consumo de drogas eufori-
zantes acaban induciendo la habituación de los órganos de
percepción. Lo que es maravilloso la primera vez, al cabo
de cien veces se convierte en aburrimiento. Es más, en ocasio-
nes es preciso desarrollar primero una sensibilidad hacia cier-
tos estímulos placenteros con el fin de que aquello que la pri-
mera vez es sólo agradable, sea euforizante la tercera vez.
También en estos casos interviene el hábito, de manera que es
necesario aumentar la intensidad del estímulo o la dosis de las
sustancias que proporcionan placer. La intensidad del estímu-
lo deberá aumentar de forma continuada, si se pretende que
se repitan las sensaciones placenteras. Cuando no es posible
repetirlas, la desgana y la ansiedad entran en escena. Como
las fuentes del placer, ya sean sexuales, culinarias o de otra
La felicidad del sosiego espiritual II9

naturaleza, siempre van Lgadas al gasto de dinero, el impera-


tivo de aumentar la intensidad del estímulo trae consigo el
imperativo de conseguir cada vez más dinero para adquirir
los medios estimulantes de placer que paulatinamente supon-
drán un gasto mayor. En relación con las drogas que no están
bien vistas por la sociedad, como la heroína o la cocaína, se
ha hablado también de la «criminalidad del toxicómano».
Sin embargo, también el dispendio habitual de dinero desti-
nado a la compra de alcohol, a cigarrillos y a poder permitir-
se ocasionalmente una relación sexual con alguien sigue este
mismo patrón. Entre la desesperación que caracteriza la cri-
minalidad del toxicómano y la que provocan las adicciones
que no están tan mal vistas, apenas cabe apreciar una diferen-
cia de grado, en la medida en que en ambos casos se trata de
la consecución de fuentes de placer. El ansia de conseguir un
medio de placer y la preocupación que entraña no obtenerlo
van unidos al ansia de dinero y a la preocupación por no con-
seguirlo. Sólo en esos momentos de goce, casi siempre cada
vez más breves, se produce una liberación de esta dependen-
cia de los medios de placer y de los medios que favorecen su
consecución. En lugar de anhelar la felicidad, este modo de
vida aspira a fabricar sensaciones de placer que actúan como
sensaciones de felicidad, o más directamente, aspira a los me-
dios de fabricarlas.
Desde cierto prisma, los placeres de escasa duración pue-
den ser denominados vagas representaciones de la felicidad,
puesto que al menos se canalizan hacia una concentración,
aunque sea breve, sobre el momento presente. Sin embargo, al
igual que con el dolor intenso, esto ocurre a través de la in-
tensidad de la percepción. La atención es obligada a concen-
trarse por la fuerza de una impresión sensorial y no por lavo-
luntad del observador. Evidentemente, muy pocas personas
quieren sentir dolor, pero cuando éste adquiere cierto grado de
intensidad no queda más remedio que prestarle atención. La
capacidad de dirigir la atención voluntariamente hacia el mo-
mento del presente no se adquiere por la vía de las sensaciones
intensas, antes bien al contrario: las sensaciones de placer y de
120 La vida plena

dolor suelen derivar en acciones orientadas al futuro, en la


medida en que con éstas se procura repetir los estados de goce
y se trata de evitar los estados de dolor. Es más, a menudo las
personas que persiguen el placer de esta forma consideran
las sensaciones poco intensas como banales e irrelevantes.
Por otra parte, a partir de un determinado grado de inten-
sidad, los estímulos desencadenantes del placer perjudican el
organismo receptor del placer. Por esta razón, quienes creen
que el goce proporciona la felicidad no sólo atraen hacia sí la
apatía derivada de su ausencia y las preocupaciones que pue-
da plantear acceder a la fuente del placer, sino que en general
enferman en algún momento a causa del deterioro de sus ór-
ganos sensoriales, incapaces de asimilar la intensidad cada
vez mayor de los estímulos. Ya Epicteto estaba al tanto de
todo esto. Las desgracias de una vida basada en el anhelo cre-
ciente de sensaciones placenteras y en la necesidad de intensi-
ficar constantemente los estímulos han sido igualmente des-
critas en numerosas novelas, como el ejemplo reciente de
Michel Houellebecq."
Aunque todas estas enseñanzas son muy antiguas y pue-
den leerse en innumerables libros, curiosamente es bastante
considerable el número de personas que son víctimas de estos
extravíos, no en vano todas las sociedades están organizadas
de tal manera que sus miembros se ven casi necesariamente
abocados al infortunio ocasionado por estos errores. Con fre-
cuencia, las personas sucumben a la nefasta influencia de al-
guna de estas tres equivocaciones, o a las tres a la vez, y anhe-
lan la obtención de riqueza, poder, reconocimiento y goce al
mismo tiempo. Las distintas tendencias para aspirar a estos
bienes en ocasiones se presentan concatenadas, dado que el
dinero es un medio para obtener poder, honor y también pla-
cer. Por ello, las sociedades capitalistas no sólo propagan la
necesidad de la riqueza, sino también las del poder y el goce.
Una y otra vez da la impresión de que sólo mediante la des-
vinculación de las sociedades existentes, mediante la adopción
del papel del raro, uno esté en condiciones de distanciarse de
estos errores con el fin de que no determinen la propia vida y
La felicidad del sosiego espiritual I21

así invertir la situación para poder liberarse de ellos. En algu-


na ocasión, excepcionalmente, aparecen algunos individuos
que miran con desapego estos objetivos vitales y no se dejan
camelar por estas sociedades enfermizas. De no pertenecer a
este grupo de personas poco común, en general se necesita un
educador para adultos que le apoye a uno en su empeño de li-
berarse de estos extravíos, y una voluntad férrea para tomar-
se en serio el deseo de aspirar a una vida feliz y emplear el
tiempo de vida restante a hacer tal deseo realidad y no dedi-
carlo a cualquier otra cosa. En el final de Esperando a Godot,
de Beckett, Vladimiro le dice a Estragón: «Entonces qué ... ¿nos
vamos?» . Y Estragón contesta: «Sí, ¡vamos!», pero ninguno
de los dos se mueve de su sitio. 12 Tal vez sea ésta la situación de
las personas respecto a las antiguas enseñanzas. En lugar de to-
márselas en serio y dejar de perseguir objetivos vitales que
sólo son portadores de desdicha, en la mayoría de los países
influidos por la cultura europea y norteamericana la vida se
intenta mejorar con el progreso tecnológico basado en el co-
nocimiento científico y por lo demás se deja a las personas in-
mersas en sus equivocaciones. No se reconocen los errores co-
mo tales; sólo se piensa en acrecentar la riqueza general para
que todo el mundo sea rico; en aumentar las posibilidades
para alcanzar la popularidad, con el fin de que todo el mundo
pueda saltar a la palestra de la vida pública; en multiplicar las
fuentes de placer para que así todo el mundo pueda disfrutar
de ellas; en mejorar la medicina para que todo el mundo pue-
da curarse de las secuelas ocasionadas por los excesos del go-
ce. Desde esta perspectiva, la felicidad no es un problema rela-
cionado con el objetivo idóneo de la vida, sino un problema
técnico que tiene que ver con una economía idónea, con una
estructura idónea de los medios de comunicación, con una mo-
ral del goce anquilosada que exige cambios en sus aspectos
técnicos y sociales, y con el progreso en medicina. En realidad,
si no se opera un cambio de ideas respecto a los objetivos, to-
do esto únicamente conducirá a la aceleración tecnológica de
la aspiración al dinero, al poder y al goce, que desembocará
inevitablemente en el infortunio.
122. La vida plena

Quizá sea una pereza biológicamente condicionada la que


induce a los hombres a persistir, incluso cuando ya no ven
amenazada su subsistencia, con tendencias a las que ya se han
acostumbrado. Quizá la aspiración al poder, al dinero y al
placer representen una prosecución de los modos de conduc-
ta originados por la aspiración a la subsistencia biológica, en
la medida en que los hombres, en su condición de seres vivos,
tuvieron que aprender a dominar la naturaleza y a sus enemi-
gos, esto es, tuvieron que adquirir poder, acumular y consu-
mir recursos y reproducirse para perpetuarse como indivi-
duos y como especie, todo lo cual, en caso de éxito, genera
placer. En este último caso, los errores fundamentales incuba-
dos por la aspiración a la felicidad serían tendencias bioló-
gicamente condicionadas, remanentes de un anhelo de con-
servación del individuo y de la especie, que prosperarían en
contextos en que la supervivencia de la especie y del indivi-
duo estuviera asegurada hace tiempo y pudiera llegar a estar
incluso comprometida por la persistencia en el afán de acu-
mular recursos y maximizar el placer. Una posible consecuen-
cia de que las personas no tuvieran que aspirar a la felicidad
para su supervivencia biológica podría ser que el anhelo de la
felicidad verdadera (y no sólo la aparente, fruto de la «exage-
rada» aspiración a la supervivencia) no se sustentaría en un
«programa biológico» que fuese producto de la evolución na-
tural.
Nietzsche hizo notar que la verdad no tiene por qué ser
una condición de la supervivencia biológica y que el error
puede favorecer la vida de una manera mucho más efectiva;
en la misma medida, podría ser que el infortunio fuese una
condición de la existencia biológica mucho más fructuosa
que la felicidad. Quizá sea ésta la razón por la que todos los
afanes que se encauzan hacia la dicha verdadera se muestren
tan laboriosos. Es difícil oponerse a algo que la biología de la
propia vida favorece. Desde este punto de vista, la aspiración
a la felicidad mediante el sosiego del alma requiere mucho
menos esfuerzo -en el sentido biológico de coste energético-
que la aspiración al poder, el dinero o el goce, dado que ésta
La felicidad del sosiego espiritual 123

,,:ola al extraviar al individuo en el pozo sin fondo desusan-


lwlos. No deja de ser sorprendente que las ciencias biológicas
, l.1 psicología aún no hayan considerado la discrepancia que
1 , 1,te entre el anhelo de supervivencia del individuo y el an-

lwlo de felicidad.

I ,, universalidad del dolor

1lna razón que explicaría la falta de reflexiones sobre la rela-


• 11111 entre supervivencia individual y búsqueda de la felicidad
1'11dría ser la siguiente: el «dolor» no es un concepto científi-
' 1 ,. ' 1 A lo sumo, las ciencias conocen aquellas correlaciones

.Id dolor que son mensurables fisiológicamente; e incluso


, , posible que la biología y algunas filosofías aborden la vida
• 11 g,\nica como un proceso de solución de problemas, '4 pero

• ·,1.1mos hablando de los problemas inherentes a la supervi-


p•11cia y la reproducción. Los seres que resuelven estos pro-
likmas aún no han resuelto el problema del dolor. De hecho,
• 1 dolor no es un problema que se pueda solucionar, porque
1 ,, l'l problema de la vida en sí y éste sólo se puede resolver

ddinitivamente» en la medida en que se renuncia a la vida.


1 x,ste una absoluta contradicción en querer vivir sin sufrir,
, omparable muchas veces a la que se deduce de la expresión
· v,d.1 espiritual", que se emplea tan a menudo.» 1 5 La dismi-
'"'' 1ó11 del dolor en el transcurso de la vida, que, en un caso
11h-al, debería conducir al estado de sosiego anímico -la úni-
' ., ft-licidad verdaderamente a nuestra alcance- , sólo es po-
.thlc cuando se comprende que no está en nuestras manos
d1 ll'rminar hasta qué punto será o no dolorosa la vida para
,q11d que tenga que vivirla. Todos los seres vivos son finitos
, 11t·nen un poder finito, y cualquier ser finito puede verse so-
11w1 itlo o dominado por una o varias entidades.16 Y estos pro-
' 1·,os de sometimiento son necesariamente dolorosos.
El sosiego del alma o la posible felicida d del ser humano
.!,·penden de la concepción de este poder limitado en relación
, , 111 la estructura de la propia vida. Por consiguiente, para en-
124 La vida plena

cauzar a las _Jersonas hacia w1a felicidad posible y hacia la


paz espiritual <;erá preciso reconocer tanto la estructura origi-
naria de la propia naturaleza como también su finitud. Sólo
estas concepciones nos eximirían de pensar que el hecho del
dolor nos muestra un error que podríamos haber cometido,
que la aflicción indica un problema técnico aún sin resolver o
incluso que representa un castigo por una falta que pesa sobre
nuestros hombros. Pero, evidentemente, aquí no hay nada de
esto. Pues ni evitar todas las faltas, ni solucionar todos los
problemas vitales o librarse de toda culpa exime a nadie del
dolor. Es más, todos los seres humanos hemos venido a este
mundo sin que nadie nos preguntara y sin poder elegir si de-
seábamos esta existencia finita con un poder limitado, y todos
tenemos que volver a abandonar la vida por medio del proce-
so de la muerte, que siempre acarreará más o menos dolor.'7
El dolor es necesanamente un aspecto de la finitud de la vida,
y no la consecuencia de haber llevado una vida errónea. La
vida errónea, imp0sible en el marco del sosiego espiritual, es
por el contrario la consecuencia de la ilusión del carácter evi-
ta ble del dolor o del poder todopoderoso subyacente a la idea
de que podemos cambiar el mundo a nuestro antojo y mol-
dearlo de modo que en él todas las personas puedan ser feli-
ces con todas sus diferencias.
Tanto la filosofía como la ciencia occidental y oriental hace
ya mucho que saben que no existen hechos individuales o ais-
lados que puedan ser contemplados y considerados por sí solos
como verdaderos. En realidad, todo cuanto es único es ver-
dadero porque tiene unos efectos determinados. En Oriente,
éstas eran las enseñanzas de Buda y de sus sucesores, y en
Occidente, las de los filósofos del devenir, desde Heráclito a
Whitehead. Los principales efectos de los hechos que senti-
mos, percibimos o pensamos son que o bien provocan recha-
zo, o bien atracción; es decir, que, o bien no deseamos volver
a sentir, percibir o reconocer nunca más algo, o por el contra-
rio, queremos volver a sentir, percibir o reconocerlo una y otra
vez. Es casi imposible entablar contacto con los hechos sin po-
ner en juego los afectos del gusto o el disgusto, y sin caer en los
La felicidad del sosiego espiritual

<, 11l',1guientes estados de huida o de atracción. Esta otra con-


• , l'l 1ón acerca del vínculo entre el contacto con el mundo y los
udu•los que de éste se derivan posee una tradición más larga
1 11 ( )riente que en Occidente (en Oriente se remonta a Buda,
1 , 11 Occidente se encuentra en Epicuro y en Spinoza). Por tan-

1,1, ,.., propio de la realidad de todas las cosas que existen para
1111,mros que, cuando entablamos contacto con ellas, expe-
1111u·111emos sentimientos de deseo o de dolor, a veces de una
l, 11111,t tan marginal que apenas los percibimos, y a veces de for-
1111 Llll intensa que nos sumimos, o morimos, en el éxtasis y la
d, ·,,•,peración.
1· I dolor surge, entre otros motivos, por el hecho de que
r,11, contactos, y los anhelos afectivamente condicionados
11111 les son inherentes, nos inducen a adoptar costumbres que
, 111 t 1guran una vida dolorosa, consistente sobre todo en una

¡ 11111.tnente oscilación entre la evitación y la búsqueda. Esta


1

t, 11111.1 de vida se ha entendido y descrito como no libre. 18 De


il11 que la aspiración de la felicidad se oriente a poner fin a
1 1 falta de libertad.

t >111én puede ser feliz?

1 1 hl·cho de que las personas aspiren a la supervivencia y a la


t, l1l 1dad, de que sientan deseo y dolor, de que sufran o inten-
1, 11 ,ustraerse al sufrimiento, a menudo lleva a preguntarse
¡111,·11 es aquí el que en realidad padece y quién intenta luchar
¡,,11 l.t propia supervivencia y aspirar a la felicidad. Con este
1, 11111 de fondo, muchas veces se parte de una falsa alternati-
v 1, lOnforme la cual, o bien tiene que haber, desde el inicio
11mmo de la existencia humana, un yo, un sujeto o una capa-
1il.1d de reflexión dados de antemano e incondicionados, o
1,w11 no existen en absoluto tales instancias y éstas resultarían
~• 1 una ilusión. Pero esta alternativa es falsa. Si aceptamos el
111, ho del devenir, como hacen Buda, Heráclito o Whitehead,
, 1•.1111 el cual todo lo real se origina y existe dependiendo de
1 " demás realidades, y vuelve a desaparecer cuando las con-
126 La vida plena

diciones para su origen y conservación dejan de darse, y, por


tanto, aceptamos también que no hay en el mundo una reali-
dad absoluta, antes bien todas dependen de una red de condi-
ciones, entonces tendremos que afirmar que las instancias del
yo y de la subjetividad se originan y se conservan en unas con-
diciones determinadas y desaparecen de nuevo cuando tales
condiciones dejan de darse. Si no se hubieran originado los ór-
ganos sensoriales, los sistemas de transmisión hormonal y el sis-
tema nervios0 central tampoco se habrían podido fraguar los
anhelos y las percepciones. El hecho de que, en caso de un fa-
llo en estos sistemas, también se vean afectados los procesos
psíquicos pertinentes, o que, como se suele decir, «se colap-
sen», sugiere que la complejidad orgánica, descrita en la fisio-
logía, y la complejidad psíquica, tal como la experimentamos
nosotros, son una misma cosa que puede presentarse de di-
versas maneras, en función de si dicho sistema sólo se con-
templa y se describe o en función de si uno es ese sistema.'9
Una vez que se da un sistema nervioso y sensorial relativa-
mente complejo, se puede influir sobre él con gestos, con el
lenguaje y con todas las formas posibles de influencia que
existen en las sociedades. Un bebé capaz de percibir y de an-
helar el alimento estará expuesto a los halagos y al castigo de
los padres, y por tanto, al lenguaje. Asimismo, el niño cambia
no sólo por ,a influencia de la alimentación que recibe, sino
también por los movimientos que realiza. Conforme crece y
aprende a andar, se operan cambios en su cerebro, imita ges-
tos y muecas y por último aprende la lengua de las demás per-
sonas. También en este caso cabría preguntarse quién es ese
que crece, que aprende a andar, ese cuyo cerebro cambia, que
imita gestos y muecas y que finalmente aprende a hacer uso
del lenguaje. La respuesta es que cada nivel de desarrollo pro-
duce un sistema distinto; un sistema orgánico y psíquico más
complejo, cuya unidad no surge sino del progreso interrela-
cionado de su desarrollo, donde de una cosa se deriva otra. El
niño que aún no sabe andar y que tampoco puede fijar la vis-
ta en los objetos de su entorno es un ser distinto a aquel otro
que ya posee las capacidades para ello. Y el sistema que per-
La felicidad del sosiego espiritual 127

111ite imitar y andar, pero no hablar, es a su vez diferente de


.1quel que facilita participar en los actos de habla de los indivi-
duos de su entorno, sea mediante la comprensión o incluso el
habla. Asimismo, la persona con dificultades motrices deriva-
d,1s de su avanzada edad es otro ser distinto. Y aquel que ya no
puede percibir lo que sucede a su alrededor y que finalmente
deja de hablar, también lo es. Es importante reconocer que en
t·,tc proceso, entre la gestación, el nacimiento, la vida, la muer-
1l' y la descomposición, surgen y cesan una larga serie de com-
plejos desarrollos orgánicos y psíquicos que sólo pueden ser
descritos insuficientemente con los conceptos de yo, sí mismo y
,11jeto. El ser que aspira a conservar su complejidad se forma
y.1 en el seno materno y sólo se extinguirá con el proceso que
denominamos morir. El ser que percibe las cosas del mundo ex-
ll·rior, dirigiendo su atención hacia ellas, se forma una vez que
ha salido del seno materno y puede volver a desaparecer antes
incluso del estado que denominamos muerte (como por ejem-
plo cuando el ser experimenta una pérdida irremediable de sus
l,tpacidades mentales, aunque no renuncie todavía al anhelo
biológico de sobrevivir). Entre una situación y otra del desarro-
llo humano, se forma un ser que puede hablar y decir «yo,,.
El proceso de desarrollo que es alentado por la influencia
de otras personas y sobre todo por la influencia de la lengua,
ll'viste un especial interés, dado que a partir de ese momento
nosotros, como personas, provocamos algo intencionadamen-
1l' en otro ser a través de nuestras acciones, en tanto que antes
t·sc ser se formaba de modo independiente a las intenciones
humanas (aunque, visto desde una perspectiva más funda-
mental, sí es dependiente). En el proceso educativo de un niño
observamos que éste hace cosas que van a merecer un halago
o una reprimenda por parte de los padres. Este proceso de ha-
1.igo y castigo se expresa de esta forma: «Muy bien, Hans, así
, l' hace» y todo tipo de carantoñas; o por el contrario, «Hans
no volverá a hacer esto nunca más», acompañado de algún
¡,!esto brusco. Entonces, el niño desarrolla una asociación en-
1re la acción que acaba de realizar con la palabra «Hans» y
rnn los sentimientos agradables o desagradables vinculados a
128 La vida plena

la recompensa o al castigo. De esta manera, junto con la con-


veniencia de hacer una cosa y dejar de hacer la otra, se le trans-
mite la idea de que él es el autor, el causante y el responsable de
sus actos. Como ya observó David Hume, los sentimientos
de orgullo y de humillación ligados a las acciones de alabanza
y reproche crean la representación de sujeto activo o de autor
en los individuos receptores de tales alabanzas y reproches. 20
La idea del «sujeto causante de las acciones» se crea por
tanto durante el proceso social de la educación, si bien con in-
dependencia de las intenciones de los progenitores. Cuando
éstos quieren educarlos para que hagan una cosa y dejen de
hacer otra, parten de la idea de que los niños ya entienden que
son los sujetos de la acción. Sin embargo, en este proceso de
halago y castigo, se está originando por primera vez en los ni-
ños la conciencia de que son ellos los causantes de las accio-
nes, de que son ellos quienes han recibido o merecido un elo-
gio o una reprimenda por determinadas acciones. Ejercer este
tipo de influencia no intencionada sobre el niño, en el proceso
educacional, no es la excepción sino la norma. Cuando un
adulto no quiere que un niño vuelva a hacer alguna cosa, le
puede dar un grito, alzar el dedo en señal de amenaza y quizás
hasta pegarle. Así, el niño no sólo aprende que no debe volver
a hacer algo, sino también que cuando los demás hacen algo
que a uno no le gusta se les grita, se les pega o se los amenaza.
Cuando un adulto sostiene un incesante discurso moralizador
para convencer a un niño de la rectitud de una determinada
actitud, el nifio aprende a dar por buena aquella actitud a la
par que aprenderá a servirse de largos discursos moralizantes.
Esto significa que los procedimientos empleados ejercerán
igualmente otros efectos sobre el sujeto que es educado, al
margen de aquellos que el educador se haya propuesto inten-
cionadamente conseguir con ellos.
Muy en particular, este tipo de consecuencias educativas
no intencionadas se pueden observar en los recursos que se
suelen utilizar en el proceso de adquisición del lenguaje. Los
padres enseñan a los niños que un perro se llama «perro», una
mesa «mesa» y una manzana <<manzana». Luego, en algún
La felicidad del sosiego espiritual 129

11wmento el niño dirá «Hans quiere una manzana en la mesa».


l ..1 mayoría de los padres pasa por alto que el niño aprende así
.1 emplear la palabra «yo» . Y dado que se encuentra expues-
1o permanentemente al uso de la lengua de los padres, casi al
mismo tiempo aprende también las palabras indéxicas como
,aquí», «ahora» y «yo». Mediante esta capacidad para utili-
1,1r los elementos lingüísticos, se consigue la de reflejar la rea-
lidad. Esto significa que la capacidad para reflexionar sobre
11110 mismo como un ser que ha hecho, percibido y sentido
l·'ito y aquello, proviene sobre todo de la capacidad de sentir
orgullo y arrepentimiento con respecto a una determinada ac-
l ión por la cual el niño ha sido recompensado o castigado, y

de haber hecho un uso correcto de la palabra «yo».11


Por ello puede decirse con cierto pesar que la subjetividad
de la acción y la conciencia del yo son un producto o un cons-
1ructo de la educación, en la que también participa el lengua-
Jt, y que un ser que no reciba una educación lingüística de es-
1.1s características, difícilmente podrá desarrollar este tipo de
tcmciencia, o deberá apañárselas de otro modo para crearla.
(No se descarta que existan otros modos distintos de favore-
cer el desarrollo de estas competencias, pero entre nosotros,
los seres humanos, ha surgido ésta.) Desde esta concepción,
no vamos a deducir ahora que yo no soy yo en realidad, sino
"únicamente» un producto humano. El discurso acerca de los
.. meros productos humanos» sólo tiene sentido, verdadera-
mente, si se establece una diferenciación entre los componen-
res de la realidad que surgen dependiendo de otros y las cosas
mcondicionadas, que surgen a partir de sí mismas. Pero si ad-
mitimos, no obstante, que todo cuanto existe ha surgido con
dependencia de algo o existe condicionado por algo, entonces
también los resultados de la acción humana, al margen de
que se hayan creado con o sin intención, no son menos rea-
les que las cosas que han surgido independientemente de la
.1cción humana, aunque con dependencia de otros factores.
Los ojos y las orejas de una persona se forman dependien-
do de los genes y del género de alimento que el embrión tiene
,1 su disposición. Si los genes «responsables» de la formación
La vida plena

de los ojos y las orejas sufren algún daño o se bloquea el cor-


dón umbilical en la placenta, los ojos y las orejas no se forma-
rán. Si un niño no es instruido según el modelo de halago y cas-
tigo (como fue el caso de Kaspar Hauser), no se forjará en él una
conciencia para ser un sujeto de acción. Si este mismo niño no
aprende el uso de palabras como «aquí», «ahora» y «yo», todas
ellas alusivas a la reflexividad personal, no puede producirse
una conciencia del yo. La conciencia de la acción y la concien-
cia del yo son tan reales como los ojos y las orejas, aunque se
hayan formado dependiendo de actividades humanas como la
educación y el lenguaje (y no únicamente de ou-as cosas como
los genes y la alimentación), y a pesar de que sean también más
difíciles de apreciar porque (al menos por el momento) no po-
demos identificar las diferencias neurológicas que presentan
los cerebros de seres con conciencia del yo y de la acción res-
pecto a los que no cuentan con ninguna de estas conciencias).
Sería un grave error contemplar las creaciones humanas
como algo no real. Los edificios, las bombas y las fábricas son
creaciones humanas. ¿Acaso por ello van a dejar de ser reales?
Cuando un edificio se desploma, cuando una bomba estalla o
cuando una fábrica vuela por los aires, pueden morir seres hu-
manos. ¿Existe alguna prueba más impresionante de algo real
que la muerte de las personas? Es difícil. Todo cuanto las per-
sonas han producido de modo intencionado con sus acciones
no es menos real que lo que ha surgido independientemente de
nosotros. Steven Weinberg, con mucho acierto, ha llamado la
atención sobre este punto más de una vez en sus publicaciones.
Las relaciones humanas propician la aparición de la con-
ciencia de la acción y la reflexividad del yo, y es en el seno de
las relaciones creadas por los seres humanos donde surgen la
ambición y la vanidad, que antes han sido descritas de modo
tan significativo para explicar la dinámica de nuestra socie-
dad y ahondar en su desarrollo material, externo y visible. Los
aeropuertos, los rascacielos, los centros de convenciones, los es-
tadios deportivos y las cadenas de televisión son resultado de
los afectos humanos de la ambición y la vanidad. Sin estos
afectos no se habría~ podido dar estas estructuras materiales
La felicidad del sosiego espiritual 131

que, por otra parte, actúan a su vez sobre la vida afectiva hu-
mana. Aquel que vuela de una metrópolis a otra en un jet,
,1quel otro que contempla la ciudad desde el piso más alto de
un rascacielos acristalado de oficinas, el que da un discurso
,rnte cientos de personas en un centro de convenciones, el in-
dividuo que consigue alzarse con la victoria en un gran esta-
dio deportivo frente a miles de personas, aquel otro que se
presenta en un plató de televisión y es visto por millones de
personas ... todos ellos satisfacen su ambición y su vanidad,
l'xperimentando con ello sentimientos de goce que a su vez
,11imentan y acrecientan su ambición y su vanidad, puesto que
,e ha invertido un gran esfuerzo material para que puedan
JK'rcibir su acción y su propia persona.
La necesidad de contemplarse a sí mismo como sujeto ab-
~oluto, de «reflejarse,> en el mundo como sujeto de la acción y
u:rciorarse de su presencia en este mundo a través de sus pro-
pias acciones surge del malestar frente a la impotencia que
~omporta la relatividad de la existencia y la finitud. El consi-
lkrable número de condiciones que favorecen lo que yo soy
.,hora puede desaparecer de nuevo, y con ellas, yo mismo. Ne-
gar la relatividad de la existencia parece protegernos de este
pdigro. Ahora bien, ¿qué soy yo en tanto que absoluto? La na-
1maleza inaprensible de lo absoluto me «aparta» del mundo
dl' lo relativo, que es lo único que conocemos. De ahí resulta
l.1 necesidad del individuo de objetivarse a sí mismo en el mun-
do de los entes condicionados y finitos. Cuanto más penetre el
,11jcto en una existencia trascendente, tanto más tendrá que
,,cgurarse de su propia realidad en el mundo de la experien-
l l,t mediante acciones de «envergadura» cada vez mayor. En

t·ft>tto, la línea de continuidad entre los factores relativos del


111undo y los que constituyen el proceso de nuestra existencia
e, notable. En un principio el aire es entorno, y al inspirar se
vuelve también parte de nuestra sangre. 22 La palabra existe
primero en el entorno de un sujeto y luego se convierte en par-
11· del pensamiento. No hay una frontera bien definida entre el
11rganismo y su entorno, ni tampoco entre el sujeto relativo y
,11 mundo. Las relaciones de relatividad son igual de cambian-
UNIVERSIDAD
EAFI,:
...... .._,.
BIBLIOTECA
r32 La vida plena

tes que el proceso existencial de los organismos y los sujetos.


Precisamente en esta variabilidad reside la clave de la felici-
dad, que no es ni una condición del surgimiento ni de la con-
servación de los organismos y los sujetos.

El presente
Aunque la vida humana no es sino una sucesión de presentes,
la mayoría de las personas no han vivido casi nunca en su
vida una experiencia atenta y consciente de un momento pre-
sente, a lo sumo, tal vez en su más temprana infancia. Esto es
así porque el proceso de educación que acabamos de ilustrar,
basado en mecanismos de recompensa y castigo, apunta a
que la mente humana confeccione relaciones: esta acción va
seguida de esta otra y aquella acción de la de más allá. De esta
manera, los acontecimientos en tanto que acciones adquieren
un valor cuando se vinculan a consecuencias mediante la re-
compensa y el castigo, y cuando el habla que dirige la con-
ciencia establece el nexo entre la acción y sus consecuencias
mucho más tardías.
De ahí que la vivencia subjetiva siempre se extienda sobre
lapsos temporales más o menos amplios. Los niños viven en un
horizonte temporal estrecho y los adultos, en cambio, en uno
más amplio. Cuando la atención se reparte sobre un horizon-
te más amplio parece debilitarse. Es como si las personas tu-
vieran una determinada intensidad de atención en un estado
de vigilia intermedio para cada una de sus disposiciones, una
intensidad que pueden repartir sobre un horizonte temporal
más amplio o más estrecho. Si la atención se reparte en un ho-
rizonte temporal amplio, ésta será indiscutiblemente más «del-
gada», como sucede con la masa de una tarta, que también se
vuelve más delgada y adquiere una superficie más amplia cuan-
do la extendemos con el rodillo, a diferencia de lo que ocurre
si la trabajamos sobre una superficie más reducida.
La claridad y la precisión con la que se puede percibir algo
determinado dependerá de la intensidad de la atención que a
La felicidad del sosiego espiritual

1 llo se dirige. Del mismo modo, los afectos que van ligados
., l.1 percepción de algo dependerán también del horizonte tem-
pmal en que se percibe. En este aspecto, es posible percibir
.dgo como una huella de un suceso pasado o como un vatici-
11111 de un acontecimiento futuro. Veamos un ejemplo: en mi

111l'l110ria aparece una cara, y recuerdo que es la de un hom-


1,, l' que una vez me enfureció hasta tal punto que consideré
, r11garme. En este caso, sus rasgos no aparecerán con excesi-
, , daridad en mi conciencia; en realidad, serán tan poco da-
,, r, en mi mente como los caracteres impresos de un texto que
li.,yn sido de cierto interés para mí. Sólo pensaré en el motivo
'llll' provocó el enfado y en mi futura venganza; en última ins-
1.1111.ia, la cara aparecerá como un signo que va a facilitar la
, , l.1<.:ión entre aquel pasado y este futuro.
La experiencia temporal de las personas aleccionadas o
111ndicionadas», en términos psicológicos, mediante proce-
"" de recompensa y castigo, se distingue, en gran medida, en
•fllt' una vivencia remite a otra. Al igual que el entramado lin-
1·.111<;tico de un idioma está representado por una red de refe-
11 111. ias, donde una letra lleva a otra, una palabra a otra, una

11 .1,e a otra o un párrafo remite a otro, así también, para la


111.1yoría de nosotros, una experiencia remite a otra experien-
11.1. Para comprender una frase no basta con percibir cómo
,111 na o saber cómo se lee una palabra, es preciso retener ade-

1111., lo que se ha dicho o leído poco antes. De este modo, casi


l,111.1 experiencia trae a la memoria un recuerdo o favorece es-
1'1·1 .1r un acontecimiento futuro. Y así también podemos de-
.1111 1r cuál es la causa de una vivencia presente o ponderar qué

, In tos tendrá una experiencia determinada en el futuro. Los


, 1111t1·xtos narrativos y deductivos son una característica de
1111r,tras vivencias y en general valoramos positivamente que
d,:o pueda verse contextualizado y no aislado. El hecbo de
q11r una acción tenga consecuencias, según sea recompensada
11, ,l!>tigada, y nos resulte a nosotros, como niños, agradable

e 11 1..uyo caso irá ligada al goce- o desagradable -y entonces

, 111roncará con el dolor-, y que de una premisa se puedan in-


1,, 11 consecuencias correctas o erróneas, hace pensar que no
134 La vida plena

es casualidad que en ambos casos se use la misma palabra,


«consecuencia». Las leyes penales establecen las consecuen-
cias de la acción: «el asesino es castigado con w1a pena de
cárcel no inferior a I 5 a11os» . Las leyes de la lógica establecen
consecuencias deductivas: «de p y q se deduce p».
No obstante, la creación de estas relaciones tiene repercu-
siones. Lo que se vive en presente se convierte en un medio de
tránsito hacia el pasado o hacia el futuro. El momento pre-
sente, visto en contextos referenciales, será un indicativo de
lo que ha sido, lo que será o ambos. A esto se suma que las
person::is crean contextos basados en determinados ideales.
En una prueba formal esto se aprecia con absoluta claridad:
o bien d sistema es completo y logrado o bien incompleto y
no logrado. Los elementos constituyentes de un argumento
sólo po~eerán valor en la medida en que aparezcan en el con-
texto relacional de las conclusiones de un argumento comple-
to y safisfactorio.
La percepción de la importancia de un presente «habi-
tual» df'pende en gran medida de si ésta se produce en un con-
texto referencial de estas características, y en caso afirmativo,
en cuál Por mucho que -como una vez observó Goethe- un
color sea el que es, en un retrato, el verde de los ojos se va a
percibir de forma absolutamente diferente al verde extendido
sobre m1a pared de varios metros cuadrados. En el contex-
to relacional de una melodía, un tono que suene por una frac-
ción de ,egundo favorece una vivencia distinta a la que se
propiciaría si el tono sonara sin cesar varios minutos segui-
dos. En h frase «ayer pesqué un eglefino en un banco de are-
na», la palabra «eglefino» causa un efecto muy distinto al
que se oh<:erva al repetir la misma palabra reiteradamente; en
este caso al final da la impresión de que su significado ni si-
quiera se<i presente y lo único que percibimos ya es el sonido
incesante rle la frase vocal («eglefino, eglefino, eglefino, egle-
fino, eglefino... »). Lo que ocurre en esta ampliación espacial
y tempor., 1 de colores, tonos y signos repetidos es la pérdida
de los contextos referenciales en los que éstos aparecían ori-
ginariamf'rJ.te, o en los que fueron conceptualmente integra-
La felicidad del sosiego espiritual 1 35

dos en el caso de que comparecieran aisladamente. Un tono


por sí solo puede despertar en nuestro interior el recuerdo de
una melodía que empiece como tal. Sin embargo, si oúnos inin-
terrumpidamente el mismo tono durante unos minutos, éste
.lcaba por suplantar la melodía, y deja de actuar como signo
1,ars pro toto de la melodía. Casi siempre percibimos una ausen-
cia de contexto de estas características como algo que «per-
turba su sentido».
También tenemos por costumbre entender nuestra propia
vida como un contexto que planificamos personalmente o
que ha planeado un Dios y donde una cosa sucede a partir de
otra, y que ésta puede ser lograda o malograda y que, por tan-
to, se podrá percibir como una totalidad en consonancia con
determinados ideales y se podrá narrar. Pese a saber que nues-
rra propia vida sólo consiste en una sucesión de vivencias pre-
, cntes, ordenamos todas estas experiencias de presente sobre
l'I telón de fondo de nuestra vida, remitiéndonos a ellas según
,can recuerdos o esperanzas, y entonces nos preguntamos, por
l'jcmplo, si ahora se va a repetir otra vez aquello que ya ocurrió
una vez, o si esto que está ocurriendo ahora supone el «paso
idóneo» en el camino hacia lo que esperamos.
Sin embargo, desde la Antigüedad hasta hoy, las sabidu-
rías indias y europeas siempre han destacado la importancia
que la percepción del presente vivo adquiere para la vida de
l,1s personas. Ludwig Wittgenstein hace la siguiente observa-
l ión al respecto: «Si por eternidad se entiende no una duración

temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eter-


namente quien vive el presente».2'1 Esta frase recuerda asimis-
mo a los versos de Angelus Silesius: « Yo mismo soy eternidad/
,;1 a bandono el tiempo/ Y si me concentro en Dios/ y Dios en
111í» . ~4 Al contemplar las prácticas que apuntan a adquirir la
l apacidad de percibir el presente vivo, se observa que éstas
tienden a algo que se encuentra en oposición a la valoración
positiva de los contextos relacionales.
En una meditación budista, se da la indicación de prestar
.ircnción al modo en que el hálito respiratorio entra en el
t. uerpo por la nariz y luego sale, de observar cómo éste circu-

UNIVERSIDAD
EAFI,: BIBLIOTECA
136 La vida plena

la sobre el labio superior y asciende a través de las fosas nasa-


les, y cuando uno está concentrado oportunamente en la res-
piración, es de esperar que las imágenes del recuerdo, las es-
peranzas y afectos se presenten en la mente con el ritmo de la
respiración, sin que pretendamos reprimirlas violentamente
ni tampoco influir o fijarnos especialmente en ellas - de he-
cho, toda nuestra atención debería concentrarse en el paso
del aire a través de las fosas de la nariz- . Como podemos ad-
vertir, esta práctica muestra con claridad que conseguir una
descontextualización de las vivencias, separarlas de los con-
textos vitales donde han adquirido valor a través de deter-
minados ideales de totalidad requiere mucho tiempo. La res-
piración no se observa aquí con el ánimo de comprobar si
fluye correctamente. No se utiliza como un indicador (como
sucede con un médico) para cerciorarse de si la persona está
aún con vida, o si se encuentra en un estado emocional deter-
minado a tenor de su ritmo acelerado. Ante todo, ésta se ob-
serva como algo que está sucediendo en ese momento presen-
te y que no necesariamente debe hacer alusión a algo, siempre
que uno no cree o no fije la atención en marcos referenciales.
Estos contextos relacionales, que la mente crea constante-
mente condicionada por el hábito, deberán perder importan-
cia poco a poco ante la observación atenta del ritmo respi-
ratorio, hasta que al final uno dirija toda su atención a las
sensaciones corporales que se generan con el movimiento de
la respiración.
Dado que apenas tiene nada que ver con los recuerdos y las
esperanzas, al principio la respiración es una práctica muy
aburrida. Da la impresión de que la atención de la persona de-
biera desear comúnmente algo más interesante, en el sentido
de algo significativo, que remita a otra cosa, y ante todo que
muestre algún indicio relacionado con la realización de los
ideales de totalidad a los que se aspira en la vida. La noticia de
que fulano o mengano me ama o me odia, que puedo abor-
dar una actividad u otra o recibir un empleo determinado,
se transmitirá con el mismo aire que observo sentado serena-
mente en postura de meditación, mientras entra y sale a tra-
La felicidad del sosiego espiritual 137

vés de las fosas nasales. Sin embargo, dado que, en este último
caso, el aire se convierte en un medio que transmite informa-
ción, una información con un significado determinado para
mi proyecto vital, no lo consideraré como aire, sino que sólo
prestaré atención al significado que transporta. No obstante,
tras un largo período de práctica constante y no carente de es-
fuerzo, cuando uno consigue fijar la atención en la percepción
de la respiración y mantener alejado todo significado durante
1111 espacio de tiempo considerable, se produce un sentimiento
Je felicidad que conmueve a muchas personas. De repente, las
sensaciones ligadas a la respiración ya no se perciben en abso-
1uto como algo trivial y aburrido porque no remiten a nada; es
más, la vivencia del presente del movimiento respiratorio se
l'Xperimenta de una forma inmensamente precisa y auténtica,
1I tiempo que los significados que entroncan con las valora-
dones de un proyecto ideal de vida, al margen de que se orien-
ten a la riqueza, al poder o a los deseos, se revelan de pronto
insípidos, irreales y efímeros.
El objetivo de muchas doctrinas de sabiduría no es otro
que favorecer esta capacidad de ceñirse a la realidad que su-
lCde en el momento presente, con absoluta y plena atención,
1ndependientemente de las unidades de significado surgidas de
los proyectos vitales, e impedir evitar tal presente cayendo en
rnntextos referenciales. Suele ser propio de las prácticas que
emanan de estas enseñanzas de sabiduría destruir, delibera-
d.1mente, contenidos de significado y contextos referenciales y
lOlapsar el pensamiento racional, por ejemplo, mediante pa-
1,1dojas como la que plantea dar una palmada con una sola
mano.2·5 Puede que, desde tiempos antiguos, fuese necesario
p.tra la supervivencia del hombre el recordar y el anticipar; no
t·n vano, la capacidad del recuerdo ya fue entendida por Aris-
1oLeles como el principio absoluto de la actividad mental. 26
No obstante, en cualquier caso, innumerables corrientes filo-
\oficas que se ejercitan en la práctica de la felicidad coinciden
,·n constatar que la capacidad de observación, esto es, la facul-
1.1d de observar y de poder dirigir toda la atención hacia aque-
llo que está sucediendo, sin tomarlo por algo distinto a lo que
138 La vida plena

propiamente es, constituye el fundamento de una concepción


vital que propicia una vida feliz. Y esto es así porque la mayo-
ría de las veces lo que hace infelices a las personas proviene de
los malos recuerdos, las esperanzas, las preocupaciones y los te-
mores, igual que de falsas presuposiciones de plenitud y de to-
talidad que éstas desarrollan en su fuero interno a partir de un
determinado contexto relacional o que ya están acwíadas en
su cultura.
De un modo muy general, puede decirse que la felicidad
derivada del sosiego espiritual depende de la capacidad de li-
berarse de cuanto es motivo de preocupación. Y liberarse de
las preocupaciones significa que, en la vida de un hombre, los
contextos referenciales fundamentados en el recuerdo y en la
esperanza pasan a tener una importancia secundaria, mientras
que la percepción del presente adquiere una importancia pri-
maria. Para ellos es imprescindible focalizar la atención hacia
aquello que es presente ahora de un modo tan estable que ésta
pueda mantenerse aun cuando sea preciso acordarse y antici-
parse porque así lo exigen las circunstancias corrientes.
Este orden de prioridades -primero la percepción del pre-
sente vivo y luego la persecución de contextos referenciales
que conforman la trama del pasado y el futuro- sólo puede
propiciarse allí donde la supervivencia está relativamente ase-
gurada. Una existencia amenazada, que padezca escasez ali-
menticia y la persecución de sus enemigos, difícilmente estará
en condiciones de albergar estas prioridades. En este aspecto,
cabe observar que no todos los individuos perciben por igual
esa amenaza. Aun cuando nunca padezca hambre ni tampoco
nadie pretenda quitarle la vida, un empresario identificado
con su imperio económico que intente conservar sus fábricas y
su fortuna podrá creer, a causa de la «expansión de su ego»,
que su «existencia está amenazada» porque su imperio econó-
mico amenaza con venirse abajo. Un académico, identifica-
do por completo con su obra, puede pensar que «su vida» se
ve amenazada existencialmente al comprobar que se revelan
erróneos los presupuestos iniciales de los que había partido
tras dedicar veinticinco años a su obra.
La felicidad del sosiego espiritual 139

Este empresario y este académico están en una situación


muy diferente a la del hombre nómada de Neandertal que se
guarece con su clan en cavernas y vive de cerca la amenaza de
ser devorado por cualquier leopardo, igual que tampoco sabe
~j al día siguiente encontrará suficiente comida. Ahora bien, el
sentimiento de inquietud que experimenta el hombre primiti-
vo por su vida no se puede diferenciar en calidad e intensidad
Je la preocupación que sienten el empresario y el académico.
Con el surgimiento de la conciencia de la acción y del yo, aso-
ciados a la expansión del ego, los afectos que van ligados al
anhelo elemental de supervivencia del organismo y que moti-
van la búsqueda de alimentos y de una pareja sexual se proyec-
tan hacia cualquier otra realidad posible. Por este motivo, en
muchas tradiciones de sabiduría, la práctica de la «disolución»
de la conciencia del yo y de la acción, así como de la expan-
~ión del ego, se propugna como un prerrequisito de la prácti-
ca de la percepción del momento presente. Elegir esta vía de
conocimiento puede significar abandonar la familia y renun-
ciar a las propiedades, entre otras cosas, como sucede en algu-
nas órdenes religiosas.
Los miembros de algunas órdenes confían, entonces, en
poder contentarse con mendigar su alimentación para satisfa-
cer sus necesidades vitales más elementales. En otros casos,
.,demás de comprometerse a no poseer ningún tipo de pro-
piedad, contraen la obligación de no acostumbrarse a un
lugar de residencia fijo, donde pudieran desarrollar sus inte-
reses personales, de modo que pudieran acrecentar sus in-
quietudes, y por esta razón se ven obligados a mudarse cons-
1antemente.
Un aspecto esencial de la severa educación hacia la per-
cepción del presente o la des-instrucción es el des-condiciona-
miento de las conexiones mentales que han canalizado el sur-
gimiento de la conciencia del yo y de la acción. Como es
natural, es imposible que alguien se deshabitúe del uso de la
palabra «yo», una vez ha adquirido su dominio. En cambio,
l'S muy factible abundar en prácticas que restrinjan la tenden-
cia a comprenderse como el sujeto de la acción, como el ser
La vida plena

que se constituye mediante las acciones del halago y la repri-


menda.
A causa de los intereses de supervivencia y del condiciona-
miento que recibimos en la edad infantil, una situación de do-
lor desagradable va de inmediato unida a estos dos pensamien-
tos: ,,podría ocurrirme algo peligroso si persiste este dolor» y
«he hecho algo mal y seguro que si siento este dolor es porque
me castigan por algo». De estos pensamientos cabe inferir
que es preciso evitar el dolor para sustraerse de la consecuen-
cia de ver amenazada la supervivencia y poder salir airoso
de esta situación irregular. No obstante, en las prácticas de
meditación, cuando se exhorta a no claudicar cambiando
de postura, pese al dolor que pueda aparecer en una rodilla
por el hecho de permanecer mucho tiempo en una posición
estática, sino que por el contrario se anima a persistir en la
contemplación del dolor hasta que aflore acaso el sentimien-
to de amenaza, y llegado el caso, a limitarse a contemplarlo
sin reaccionar, es porque al cabo de un rato debe producirse
un «descondicionamiento». Es evidente que el dolor y la an-
gustia no necesariamente van unidos al fracaso y al castigo
por haber cometido errores, equivocaciones ni nada semejan-
te; igual que tampoco deben señalar a un «yo» al que se elo-
gia o se reprende como «sujeto», sino que estos sentimien-
tos y sensaciones deben considerarse como un suceso en el
mundo.
Esta ,,disolución» de la conciencia del yo personal apare-
ce en muchas enseñanzas de sabiduría como un componente
para aproximarse a la capacidad de la percepción del presen-
te. En relación a ello, el ya mencionado Angelus Silesius escri-
be: «Hombre/ si eres algo / si sabes algo/ si amas y tienes
algo; créeme/ aún no te has librado de tu carga [... ] La muer
te es cosa santa; cuanto más poderosa es, tanto más espléndi-
da es la experiencia de la vida. Aunque el hombre sabio mue-
ra mil veces/ obtiene, mediante la verdad, mil vidas» .2 7
Mientras una conciencia del yo se considere una realidad
fundamental y necesaria, estará ligada también a una inquie-
tud por su conservación. No obstante, tan pronto se reconoce
La felicidad del sosiego espiritual J4I

lomo algo que ha nacido y puede volver a desaparecer, algo


que origina una preocupación porque se percibe como amena-
1.1do, aumenta también la probabilidad de la percepción del
presente. Cuando Angelus Silesus habla de «muerte», segura-
mente estaba pensando en la des-instrucción de una vigorosa
H'presentación del yo, puesto que de ella resultan «cargas» : el
yo posee un carácter, sabe algo, ama algo, posee algo y puede
prrder todo eso. El miedo a la pérdida está más o menos pre-
wnte de forma continua, como una inquietud en duermevela
1, como auténtico pánico. En tanto que no sea superada esta
propensión, la percepción del presente no podrá ser sino bre-
Vl'. Y es imposible percibirla allí donde el dolor intenso o la
.unenaza de muerte hacen su aparición.
La posibilidad de debilitar la conciencia del yo no tiene
por qué realizarse necesariamente con prácticas ascéticas en
1 onrextos espirituales. También la maestría en el manejo de

1111 instrumento musical o de una actividad deportiva puede


''- recentar hasta cierto punto la probabilidad de experimen-
1,1r la percepción del presente. Es bien sabido que tocar músi-
1 ,1 puede llevar a una plena focalización de la atención sobre

,·1 sonido, del mismo modo que la ejecución de un complica-


do movimiento corporal propicia la absoluta concentración
"1hrc dicho movimiento. Con frecuencia, las personas rela-
1.1n que estaban tan abismadas en su actividad que apenas se
lt.tbían dado cuenta de cómo pasaba el tiempo. No obstante,
rttl'rcce la pena señalar que estas actividades sólo son factibles
,·11 un marco donde la supervivencia del yo está protegida.
'\hora bien, a pesar de este factor de protección, no es menos
1 it·rto que estas prácticas no espirituales se pueden trastrocar

l"ll su «contrario»: cuando un músico se abisma por comple-


111 en la práctica de tocar, al igual que un pintor en la activi-
d.td de pintar, un matemático en sus investigaciones, etcétera,
,ll'ndo objeto de elogios por su actividad, en algún momento
put'de ocurrir que toda la atención que antes habían dedica-
do a la percepción del presente -por la vía de la práctica de es-
'·" actividades- sea utilizada como un medio de expansión
,l,·I yo. Viendo a un pianista en un escenario, es difícil saber
La vida plena

si tocar el piano es para él un acto motivado por sí mismo o si


ha emprendido una carrera profesional como pianista para
tener éxito en la vida y ser aclamado, desentendiéndose por
completo del significado en sí de tocar el piano. Como tam-
poco es posible decir desde una mera perspectiva exterior si el
remero persigue el movimiento de la barca con toda su aten-
ción porque está abismado en esta observación o si, sencilla-
mente, se concentra en el movimiento del bote para avanzar
lo más rápido posible y vencer.
En principio, casi cualquier actividad puede ser una activi-
dad que se realice como acto motivado por sí mismo o no ser-
lo, y en consecuencia ésta se revelará, o bien como un presen-
te vivo, o bien como un medio en pos de un objetivo. En la
terminología de la filosofía aristotélica esto se denomina pra-
xis o técnica respectivamente. Un limpiador de ventanas hace
su tarea fundamentalmente para ganar dinero; el movimien-
to de limpiar las ventanas es un medio para llegar a un obje-
tivo. Pero puede no obstante «abismarse» en el movimiento
de limpiar las ventanas, de tal manera que pueda desear rea-
lizar tal actividad por lo que representa por sí misma. De to-
dos modos, no se puede apreciar «desde fuera» con qué «ac-
titud interior» lleva a cabo su actividad este individuo. Sin
duda alguna, hay muchas actividades establecidas al margen
de las instituciones espirituales que se desarrollan con propó-
sitos de muy distinta índole. Con toda probabilidad, la dife-
rencia entre trabajo, arte y deporte es propiamente la que
existe entre aquellas actividades que se llevan a término por
la voluntad de la supervivencia del yo y las que se ejercitan
por sí mismas, si bien, en las sociedades ricas de organización
capitalista, las actividades artísticas y deportivas paulatina-
mente muestran una mayor orientación hacia la competitivi-
dad y el dinero. Sin embargo, esto no debería impedir a nadie
realizar estas actividades u otras de cualquier otro género en
tanto que motivadas por sí mismas, con la finalidad de aumen-
tar su capacidad para percibir el presente.
A decir verdad, estas «actividades de ocio» no establecen
una prioridad duradera de la percepción del presente respec-
La felicidad del sosiego espiritual I43

to a la preocupación. La consolidación de una actividad refle-


xiva sólo es posible cuando, en cada percepción y en cada
movimiento, percibimos en primer lugar que, en el presente
de aquel momento, está teniendo lugar una percepción y un
movimiento corporal. Sólo posteriormente nos plantearemos
qué percibimos y con qué fin lo abordamos. Dar prioridad a
la percepción del presente significa que quien mira una cara,
de entrada, percibirá que está mirando una cara, y luego, per-
cibirá qué cara percibe; que quien camina hacia la puerta de
un jardín primero percibirá su modo de caminar, y sólo des-
pués que está dirigiéndose a la puerta del jardín. La vida
<<normal» está concebida para percibir significados y contex-
tos de significado, de tal forma que uno intenta poner en su
punto de mira ciertos objetivos de acción y a continuación
procura llevarlos a la práctica. Sólo en situaciones de «tiem-
po muerto» se producen percepciones y movimientos por sí
mismos. Es entonces cuando la práctica del violín se aprecia
por su sonido y no por su significado; cuando la natación se
percibe por el movimiento y no sólo como un movimiento
impulsado para avanzar hacia un lugar determinado; sólo así
será posible percibir el presente como una experiencia «exen-
ta de preocupación». Aquel que desee poner en práctica esta
prioridad de la percepción del presente en todos los planos de
su vida deberá practicar habitualmente la percepción del aho-
ra sin prestar atención a los contextos referenciales u otros
que puedan ser causa de inquietud, y establecer, «descubrir»
o «despertar» en su ser, una competencia perdurable de re-
flexión o de observación, siempre y cuando crea, como los
budistas, que dicha competencia es inherente a todos desde
siempre (como «naturaleza de Buda»). Para esta práctica se
requieren amplios espacios de libertad donde se esté eximido
de las preocupaciones que van ligadas a la supervivencia bio-
lógica.
144 La vida plena

Libertad

Para todos los seres, la mayor exención de preocupación de-


bería consistir en el desconocimiento de la muerte o en no te-
mer su advenimiento. Por este motivo, Spinoza asegura que
las personas juiciosas «en nada piensan menos que en la muer-
te». 28 Una persona que viva en cualquier sociedad rica y mo-
derna posee innumerables identidades sociales de creación
simbólica que, desde el punto de vista afectivo, pueden ser «de-
fendidas» casi con tanta tenacidad como la identidad biológi-
ca. Son de sobra conocidos los casos de personas que se han
suicidado por no poder pagar las deudas de juego o porque
han destruido alguna de sus identidades sociales de cualquier
otro modo. Con la creciente complejidad de las identidades
sociales, aumenta proporcionalmente la amenaza de no po-
der mantener la imagen del ser en que uno se ha convertido y
esto trae consigo preocupaciones. Así pues, el primer paso en
el camino hacia la liberación de las preocupaciones consisti-
rá en demoler las identidades sociales. Por esta razón, en mu-
chas comunidades espirituales, como pueden ser los monas-
terios, se exige abandonar la familia y la profesión antes de
entrar en su seno, de modo que el neófito se libera de sus iden-
tidades sociales básicas para construir otras. Una persona que
cumpla con estos preceptos abandona el mundo de los con-
textos referenciales complejos para entrar a formar parte de
un mundo social sencillo, y se abrirá también a la posibilidad
de multiplicar e intensificar la percepción del ahora.
Asimismo, en algunas comunidades espirituales se intentan
erradicar las preocupaciones en torno a la propia superviven-
cia biológica. En este aspecto, no sólo se aspira a desprender-
se del hábito de las necesidades sexuales, sino también amen-
digar el alimento para así nj siquiera tener que abastecerse uno
mismo mediante el trabajo propio. El espacio de libertad que
se genera con ello es inmenso y podrá ser utilizado para esta-
bilizar la percepción del presente durante las prácticas de reco-
gimiento que se extienden a lo largo de buena parte del día.
La felicidad del sosiego espiritual 1 45

1:sre tipo de libertad monacal ha sido objeto de crítica por dos


motivos: primero, por el empobrecimiento de la vida humana
,·n la comunidad, dada la imposibilidad de establecer estre-
t hos vínculos afectivos como los que se forjan habitualmente
1•11 las familias; y segundo, porque esta libertad monacal y la
ldicidad propiciada por la percepción del presente no deja de
',t·r una existencia parasitaria que mendiga para vivir, dejando
1·11 manos de otros su propia supervivencia.
Siempre y cuando se busque la plenitud forjada en las ale-
grías y las penas de una existencia determinada por el ideal de
t onservación del yo y la especie -que Aristóteles y sus suce-
,ores convirtieron en el modelo al que debía aspirar una vida
humana-, representará un empobrecimiento vital tratar de
perpetuar por todos los medios la percepción del presente y
buscar la felicidad de la paz espiritual a través de la liberación
dl· las preocupaciones.L9 Ahora bien, si aceptamos que la con-
,trvación biológica del yo y de la especie no es compatible
l on la felicidad porque intensifica forzosamente las preocupa-

l 10nes, entonces podemos negarnos a aplicar este modelo a la

propia vida. Así las cosas, la pregunta que debemos responder


1·, la siguiente: ¿deseamos renunciar a la felicidad para hacer
rt·nlidad nuestra identidad biológica, ocasionalmente median-
11· la adquisición de sucesivas identidades sociales; o deseamos
rt nunciar a la identidad biológica para llevar a la práctica la
felicidad? A la vista de que es imposible controlar el origen de
l.1 propia identidad biológica, dado que la existencia orgánica
110s es dada sin nuestra intervención por un acto procreador
1k nuestros padres, la identidad biológica constituye un ante-
' ,·dente común a todos. En primer lugar, estamos en este mun-
do con todos los anhelos y los apetitos que son propios de la
lOnservación del yo y de la especie. Tras constatar las preocu-
p,1ciones que traen consigo las identidades biológicas, cabe
preguntarse si deseamos erigir un sistema aún más complejo
,k identidades y necesidades a partir de ésta o si deseamos dis-
1.111ciarnos del deseo de realizar nuestras posibilidades biológi-
1 .1s del modo más pleno que podamos.

Para estar en condiciones de lograr una toma de distancia


146 La vida plena

como la que proponemos, deberá abrazarse efectivamente la


posibilidad real de otra existencia distinta a la que está deter-
minada por el ideal de la plenitud de la conservación del yo y
de la especie. Las comunidades de aquellos que se han abona-
do por completo a la felicidad de la percepción del ahora ofre-
cen modelos de vida de los que se deduce que es posible dis-
tanciarse de la identidad biológica. Asimismo, con el paso de
los siglos tales comunidades han desarrollado numerosas prác-
ticas que no sólo pueden ser de ayuda para sus miembros, sino
también para las personas que todavía deben preocuparse
por su subsistencia. Si todas las personas lograran distanciar-
se de su identidad biológica, la humanidad desaparecería. Si
todos los seres humanos buscaran {micamente hacer realidad
su identidad biológica, no se podría realizar representación
alguna de una felicidad posible para el hombre ni tampoco
constatar su práctica. En este aspecto, no debemos contem-
plar la coexistencia de la vida determinada biológicamente
por las inquietudes con la existencia que anhela la felicidad
como una relación parasitaria donde la aspiración al sosiego
del alma se alcance a costa de los que viven sumidos en el tra-
bajo y las preocupaciones. Esta relación podría describirse
asimismo como simbiótica, de manera que algunos, en la me-
dida en que aseguran el sustento vital de los demás, hacen po-
sible una libertad en la cual se darán a conocer y se transmiti-
rán unas prácticas de liberación personal para alcanzar la
felicidad que representarán una posibilidad abierta a todos
los seres humanos.

LALITHA D AKINI
(Nairandschana}
4

La felicidad es imposible,
pero la verdad es bella

El problema
Que deseemos ser felices e incluso que debamos serlo si lo que
intentamos es llevar una buena vida es un objetivo que, ya
desde la Ética a Nicómaco de Aristóteles, parece estar fuera
de toda duda, al menos en el mundo occidental. En la India,
China o para los filósofos pesimistas europeos, como Scho-
penhauer y sus sucesores, las cosas se han visto de otra mane-
ra, pero «en nuestro continente» la felicidad casi siempre ha
sido un asunto importante y además supuestamente posible;
de hecho, ¿cómo íbamos a aspirar a algo que no considera-
mos posible? Por otra parte, parece igualmente evidente que
ni la vida en su sentido estrictamente biológico, ni la vida en
el seno de la cultura, conducen a la felicidad. Lo que invita a
pensar que el conocimiento de la felicidad y su persecución sólo
~erían factibles si lográramos salvaguardarnos de las «tram-
ras» de la existencia biológica y de la cultura, que son las que
r,onen trabas a la felicidad.
Pues bien, en esta investigación intentaré demostrar que
un proyecto de estas características es imposible. No existe
ningún proceso de reflexión o de conducta por el cual poda-
mos zafarnos a lo largo de la vida de las determinaciones bio-
l<'>gicas y culturales elementales, ni siquiera por medio de la fi-
losofía. Si damos por cierta esta observación y aseguramos
.1Jcmás que nuestra existencia biológica y cultural hace la fe-
licidad imposible, entonces la idea de la felicidad no sólo re-
presentará un objetivo inalcanzable, sino, además, una fanta-
,,a irreal. Asimismo, es un error pretender hacer realidad las
La vida plena

fantasías irreales, porque este propósito abocaría necesaria-


mente en un sentimiento de fracaso.
Si le digo a un niño que debe dar un salto de nueve metros
y éste no lo consigue, y yo, extrañado ante su impotencia, le
vuelvo a decir que tiene la obligación de poder, mi actitud
lo conducirá a la desesperación. Algo similar les sucede a los
adultos que creen tener la obligación de ser felices: o bien se
desesperan, o bien fingen y aseguran que son felices aunque no
lo sean, es decir, se esfuerzan por que su vida se corresponda
con una fantasía imaginaria, sólo porque los demás les han di-
cho que eso es lo que deben hacer. La única mejora de la vida
que podemos lograr como seres humanos es liberarnos de la
presión que supone estar obligados a creer en la posibilidad de
hacer realidad algo imposible. Esta mejora es la única a la que
deberíamos aspirar, en lugar de pretender alcanzar «la vida
plena>,, y es también la que voy a argumentar.
En la inútil búsqueda del hombre en pos de la felicidad, las
representaciones abstractas de «la naturaleza» y de «la cultu-
ra» suelen desempeñar un papel primordial. A veces, las con-
diciones naturales bajo las cuales los hombres han existido
se han descrito como factores que han in1pedido la felicidad,
y por mucho que, especialmente en épocas de florecimien-
to cultural, se ha buscado la salvación en las ciencias y en los
avances del progreso, más de una vez la cultura se ha visto
también como un factor de corrupción, y a los hombres como
un canal de perversión. Esto ha favorecido, a su vez, la idea
de que para encontrar la felicidad era preciso el retorno a In
naturaleza.
Sin embargo, la naturaleza y la cultura no existen como
tales. ¿Acaso podemos recordar un estado natural? ¿No exis-
tirá sólo en forma de diorama en el Museo de Ciencias Natu-
rales, donde se nos antoja que los neandertales moldeados
en plástico que se sientan en torno a un fuego son personas
como nosotros? Y por otra parte, ¿dónde está esa cultura en
la que nos refugiamos para huir de la naturaleza? ¿Acaso hu,
olas gigantescas, las grandes tormentas, los terremotos y los
meteoritos no son capaces de arrasar los edificios más moder-
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 149

nos y todo tipo de instalaciones técnicas, y en última instan-


cia, incluso la especie humana y todo cuanto ésta ha produci-
do? ¿Qué hombre ha conseguido la inmortalidad? ¿No es la
muerte un acontecimiento natural?
Estas preguntas apuntan a mostrar que es imposible es-
tablecer el límite entre la cultura y la naturaleza. Desde la de-
sesperación, imaginamos las circunstancias en las que se ha
desenvuelto nuestra vida; una naturaleza en la que alguna vez
rodo fue mejor, o incluso una cultura en la que quizás alguna
vez todo sea mejor. «La naturaleza» y «la cultura» son claves
que ilustran ilusiones en las historias de salvación y decaden-
cia. La creencia en la felicidad a través del «retorno a la natu-
raleza» se nutre de la decadente historia de que una vez nues-
tro estado nanual fue vivir en un paraíso donde no existían ni
l'I dolor ni la muerte y del que, no obstante, fuimos expulsa-
Jos por cometer un pecado. Sin embargo, el paraíso de la Bi-
blia no es la naturaleza que conocemos. La creencia en el pro-
greso técnico como solución a todos los problemas de nuestra
rxistencia natural ha sido alentada por una historia de sal-
vación quimérica: por muchas penalidades y catástrofes que
ocurran en el camino vital de un individuo, de una tribu o de
toda una especie, al final todo acaba bien, somos salvados,
hemos aprendido de nuestras faltas y técnicamente podemos
hacer realidad la felicidad. Ahora bien, ¿qué evidencia tene-
mos de que la historia de la humanidad vaya a ser forzosamen-
te una historia de salvación así? ¿Acaso les ha ido mejor a los
dinosaurios? ¿Por qué cualquier género de desarrollo que pue-
da darse en este mundo debe apuntar a la salvaguarda de nues-
1ros intereses? No hay ningún indicio de que exista un Dios
que esté ahí para nosotros, que se preocupe de nosotros, que
perdone nuestras faltas y que, al final, nos salve. Y tampoco
h:1y ninguna evidencia de que nosotros solos consigamos sal-
varnos, de que al fina l nuestra capacidad para solucionar los
problemas triunfe y seamos capaces de sobreponernos a todas
l.ts dificultades y las catástrofes que nosotros mismos hemos
lomentado o que el mundo, con independencia de nuestra in-
1crvención, puede depararnos aún. Estas representaciones del
La vida plena

paraíso y de la salvación no son sino meras fantasías que fue-


ron concebidas para afianzar en nuestro imaginario la idea de
que la felicidad es posible. Si renunciamos a ellas, tal posibi-
lidad será sencillamente dudosa.
Por ello, primero mostraré por qué es imposible que la cul-
tura haga feliz a las personas, y a continuación analizaré las
constantes de la vida biológica y su incompatibilidad con la
representación de la felicidad. Como conclusión, abordaré
la mejoría de la vida que supone aceptar que la felicidad es
imposible.

La cultura vista como error colectivo

Las personas crean patrones de muchos tipos. Uno es el de la


propia vida como individuo y otro el que se ha establecido
junto con más personas, en las grandes comunidades, y que se
ha definido como «cultura» . Ambos tipos de patrones, el in-
dividual y el de las grandes comunidades, están relacionados
entre sí y pocas veces interactúan de forma armónica. A me-
nudo, el hombre se encuentra maniatado en el molde de su
patrón vital, de tal manera que no puede satisfacer las exigen-
cias de la sociedad. También puede ocurrir que la sociedad
contemple las necesidades individuales de crear un determi-
nado patrón como un trastorno. Una duda fundamental con
respecto a la idea del patrón colectivo ha sido formulada re-
cientemente por Imre Kertész:

No sé cuándo pensé por primera vez en la posibilidad de que al-


gún error terrible, alguna ironía diabólica, actúe en el orden mun
dial, que sin embargo se vive como una vida normal, y ese error
terrorífico es la cultura, el sistema de ideas, el lenguaje, los con-
ceptos, que te ocultan el hecho de que llevas tiempo siendo una
pieza bien engrasada de la maquinaria creada para tu extermi-
nio. El secreto de la supervivencia es la colaboración, pero al ad
mitirlo te cubres de vergüenza, de manera que prefieres negarlo
antes que asumirlo. 1
La fe/icidad es imposible, pero la verdad es bella 151

Como casi todo lo que formula Kertész, también esta afir-


mación se refiere al trasfondo de los campos de concentra-
ción nacionalsocialistas. Ahora bien, Kertész advierte una re-
lación fundamental entre los campos de concentración y la
cultura europea, puesto que más adelante, en la entrevista
que se hace a sí mismo, continúa escribiendo:

Precisamente en ese contexto se revela el significado funesto de


Auschwitz para el hombre formado en la cultura ética europea.
Una de las leyes de esta cultura, resumidas en los diez manda-
mientos, reza así: ¡No matarás! Si el asesinato en masa puede
llegar a convertirse en un ejercicio diario, es más, en un trabajo
cotidiano, como quien dice, habrá que decidir si es válida esa
cultura cuyo sistema de valores ilusorio se enseñaba aquí en
Europa a todos, tanto a los asesinos como a las víctimas.

-Estás esbozando [observa Kertész para consigo mismo] una vi-


sión espantosa: millones de niños van a la escuela con mochilas
a la espalda y se reencuentran luego como verdugos y como víc-
timas en las antesalas de los crematorios, ante hoyos abiertos
para las fosas comunes ...

Si empezamos a hablar de la cultura y del sistema de valores


europeo, no tardamos en desembocar en la cuestión del ase-
sinato."

Aun cuando a primera vista pueda parecerlo, Kertész no


t ,ene la intención de hacer en parte responsable a la cultura
c•uropea de los asesinatos en masa cometidos en Europa du-
1,inte el siglo XX. ¿Cómo una abstracción como la cultura po-
dría cargar con esta responsabilidad? Kertész sólo se propone
,ubrayar la gran discrepancia que existe entre los ideales que
'l' transmiten en la cultura europea y la verdadera realidad de
t•t;ra cultura. La causa que ha desembocado en esta discrepan-
' 1.1 podría hallarse en una ilusión acerca de los mecanismos
que intervienen en la creación del patrón del itinerario vital
de cada individuo, así como en el hecho de que tampoco se
152 La vida plena

han dilucidado las fuerzas impulsoras de la socialización.


Una última vez, Kertész dice a este respecto:

Da la impresión de que no sólo el ser humano, sino también la


sociedad, no ha nacido para ser feliz, sino para luchar. La meta
indicada es siempre la felicidad, pero es tan sólo una imagen en-
gañosa. Todavía no sabemos cómo encaja la vida individual con
los fines de la sociedad, de los que apenas podemos saber nada.
Todavía no sabemos qué nos mueve ni por qué vivimos, de he-
cho, más allá de cierto automatismo vegetativo. Lo cierto es que
todavía no se ha arrojado luz sobre si realmente {nosotros] exis-
timos o si sólo somos las corporeizaciones de montones de célu-
las que trabajan dentro de nosotros, fenómenos que, necesaria-
mente, hacen como si fuese una realidad autónoma. A mí, que
no soy importante, me importa, sin embargo, algo que no es im-
portante ... ,

En nuestra cultura, la felicidad es importante para casi to-


das las personas. La felicidad y la verdad son los dos objeti-
vos que todos persiguen, ya sea como individuos o en sacie
dad. Todos orientan sus esperanzas hacia estos dos objetivos,
como si el mundo tuviera que estar diseñado «en el fondo»
para las acciones de las personas, para de este modo posibili
tar su felicidad; como si el mundo tuviera que «adaptarse» a
la capacidad de conocimiento humano o a la inversa, favore-
ciéndose así la verdad. Sin embargo, como individuos y socie-
dad caemos en errores y en situaciones en las que nos resul
ta imposible perseguir la felicidad tal como la imaginamos. ¿A
qué se debe esto? ¿No hay una perspectiva desde la que resul-
te irrelevante el anhelo a la felicidad (y a la verdad)? ¿Acaso
no han creído saber algunos estadistas, como Lenin, y los lla
ruados portadores de cultura, como Nietzsche, que la felici
dad individual debería ser sacrificada como un todo, en bl'
neficio del progreso político o cultural de la humanidad? ¿Dl·
dónde extrajeron la certeza de su convicción? ¿Por qué Sl'
imaginaban estar en posesión de una verdad y qué felicidad
anhelaban para el futuro que pudiera justificar el sacrificio
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella I 53

del presente de tantas personas? ¿En posesión de qué verdad,


t•xactamente, creían estar cuando daban por seguro que esta
o aquella otra organización de las relaciones humanas condu-
ci ría en el futuro a la felicidad? ¿No podríamos pensar, quizá,
que la felicidad y la verdad -que la idea de «adaptar» la ac-
l ión, los deseos y los conocimientos humanos, por un lado, y
d mundo por el otro- son ideas utópicas, convenidas, que no
11cnen justificación de ninguna clase? ¿Acaso, en estas consi-
deraciones, no resulta ya suficientemente dudoso presuponer
que el mundo está ahí y la acción humana y el conocimien-
10 aqut?

l lny muchas cuestiones concernientes a la relación entre la fe-


111:idad individual del hombre y las hipotéticas amplias pers-
Pl'Ctivas de la cultura o de la naturaleza, según se prefiera,
que no sólo han sido planteadas por lmre Kertész, sino tam-
h,én por Sigmund Freud. Ambos han respondido en la línea
del filósofo británico del siglo XVII, Thomas Hobbes, al que
quisiera volver la vista. Hobbes entiende que la felicidad es
11na quimera, una ilusión que no se puede llevar a la práctica
1•11 ningún contexto, ni en el individual ni en uno más amplio,
y.1 sea natural o cultural. Hobbes ya había concebido la vi-
~1on elemental de que todos los procesos vitales están ligados
1 movimientos y que estos movimientos necesitan recursos.
·\o.;í, durante todo el tiempo que vivimos nos sentimos atena-
1.1dos por el temor de que estos recursos se agoten. Para su
, 1htención, debemos movernos, y para poder movernos, ne-
' l'sitamos recursos. Según Hobbes, es imposible salir de este
1 ,rculo. Así, escribe:

En efecto, no hay cosa que dé perpetua tranquilidad a la men-


te mientras vivamos aquí abajo, porque la vida raras veces es
otra cosa que movimiento y no puede darse sin deseo ni temor,
como no puede existir sin sensaciones. Qué clase de felicidad
guarda Dios para aquellos que con devoción lo honran, es al-
go que nadie puede saber hasta que esté gozando de ella, por tra-
1 54 La vida plena

tarse de goces que ahora nos parecen tan incomprensibles, co-


mo ininteligible es la frase «visión beatífica» de los escolásticos. 4

Como es obvio, en última instancia, las palabras de Hob-


bes sobre la felicidad que guarda Dios para nosotros son
irónicas. Hobbes difícilmente podría haber creído en un Más
Allá. La mirada beatífica es una vida sin movimiento, una
vida que no necesita recursos y, por ello, que no conoce tam-
poco el deseo de recursos ni el temor a perderlos. Sin embar-
go, una vida sin movimiento es, para este filósofo, wia con-
tradicción en sí misma. Tampoco la cultura o, por decirlo en
palabras de Hobbes, el estado, nos convertirá en personas di-
námicas y estáticas a un tiempo, en seres capaces de vivir sin
que cueste nada.

Si las cosas son tan evidentes - y sin duda, la visión hobbesia-


na de la vida ha conservado una razonable vigencia hasta
hoy, ya que se puede ver con más claridad que entonces con
qué rigor dependemos de los recursos-, cabe preguntarse de
dónde proviene, pues, la idea de felicidad, y por qué pensa-
mos en la posibilidad de hacerla realidad. Puede ser que esta
idea se incube en la breve etapa de protección infantil; que
provenga de un vago recuerdo no verbalizable. Tal vez sea un
mecanismo de autoengaño que los adultos «instalan» en los
niños, para llevar hacia delante su vida y poder bregar más fá-
cilmente con sus responsabilidades. En la película de Werner
Herzog sobre la hiscoria de Kaspar Hauser -quien estableció
su primer contacto con la cultura siendo ya un muchacho,
tras haber permanecido años encerrado en una cueva oscura
sin contacto con otras personas-, el joven percibe su «presen-
tación en el mundo» como una «dura caída». Justo antes de
su violenta muerte, tiene una visión que narra así, en su lecho
de muerte: «Allí, vi el mar. Vi una montaña y a muchos hom-
bres que habían subido a la montaña, como en una proce-
sión. Había mucha niebla. No podía ver con claridad. Y más
arriba, estaba la muerte».
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella I 55

Da la impresión de que la idea de la felicidad, que se nos


111<.:ulca desde niños como una promesa implícita y como una
, ,1rga, no parece medrar en la persona de Kaspar Hauser. De
lil'cho, para él el tránsito desde la cueva oscura «hasta el mun-
do» no supone en absoluto una mejora. La instrucción cultural
que debe seguir, aprendiendo a hablar, a comer debidamente y
.1 tocar el piano, entre otras cosas, es a su juicio equiparable al
penoso ascenso colectivo a una montaña. Como se muestra en
l.1 película, tras el nacimiento, el líquido amorfo, el medio natu-
1,11 donde se origina la vida, la bolsa amniótica donde se flota
l'l1 un estado de beatitud semiinconsciente, son abandona-

dos por el hombre en su camino hacia la cultura y son susti-


tuidos por una empinada montaña pedregosa. Las personas,
de forma similar al propio Kaspar, se ven de pronto en la obli-
g.ición de aprender una ingente cantidad de cosas, lo que
.,ignificará un adiestramiento e implícitamente también un es-
lucrzo. No obstante, al final, las personas mueren o son asesi-
nadas, como sucedió en el caso de Kaspar Hauser o en el de va-
rios millones de personas, si recordamos la primera cita de
Kertész. En una ocasión, Kaspar dice que los hombres son lo-
bos para el hombre y con esta frase deja pasmados a sus edu-
1:adores. Desde el enfoque de Kaspar, la instrucción cultural
.,e encuentra en la niebla y carece de orientación; no está cla-
ro qué se propone ni hacia dónde debe conducir, aparte de
hacia la muerte. Por otra parte, en su última visión en la an-
tesala de la muerte, donde un viejo bereber guía una carava-
na por el desierto hasta detenerse frente a una montaña por-
que cree haberse equivocado y no es capaz de orientarse ni
<;iquiera dirigiendo la vista hacia la brújula, Kaspar cuestiona
el movimiento colectivo de la cultura, porque no es sino un cie-
go errar sin dirección que no presta ningún servicio al indivi-
duo ni apunta tampoco a tm objetivo colectivo.s No entiende
las promesas de felicidad de aquellos que le han educado a su
salida de la cueva, aun cuando a veces, igual que un niño en ple-
na naturaleza, experimente momentos felices, como al dar de
comer a un animal. Intenta imitar los movimientos culturales
del hombre, pero no entiende para qué, porque no puede en-
La vida plena

tender las promesas de felicidad. En su última visión, se diría


que todo el aparato de la cultura no fuese sino un error para él.
Puede ser que Kaspar siguiera siendo un niño auténtico a
pesar de su instrucción cultural. En efecto, un niño no da su
brazo a torcer en relación a las cosas que le parecen evidentes.
Al principio1 no se deja obnubilar por los adultos, que insis-
ten en plantearle una valoración de las circunstancias absolu-
tamente ajena a la suya propia, y sólo se deja guiar por lo que
le dictan sus sentidos. Las espinacas son repugnantes, de ahí
no hay quien lo mueva, y si le obligan a comérselas, grita. El
agua es fría y no refrescante, y para evitarla, también grita.
Un niño pequeño es incapaz de ver con perspectiva la educa-
ción y la cultura como un todo. En la película de Werner Her-
zog, parece que Kaspar Hauser posee la implacabilidad de su
propio juicio, como sólo es capaz un niño que no pretende
adular ni «impresionar» a nadie; y sin embargo, por otra par-
te, en el momento de su muerte, Kaspar ya ha adquirido una
perspectiva de totalidad sobre el programa de instrucción. El
juicio de Kaspar al respecto de la cultura resulta aplastante:
un movimiento colectivo fatigoso, absurdo y sin objetivo, en
cuyo final no hay otra cosa que la muerte.

La desilusión

El ensayo de Freud titulado El malestar en la cultura se con-


sidera «quizás el último gran tratado sobre la felicidad». 6 Di-
fícilmente se puede negar que la definición de la felicidad y
su posibilidad de realización no sean cuestiones de esencia fi-
losófica. En cierta perspectiva, y dado que la Academia Calen-
berg intenta mostrarse abiertamente continuadora de Freud,
parece razonable remitirse a su figura. Con toda probabilidad,
desde el tratado aristotélico sobre la eudaimonia, la felicidad
siempre ha sido un tema abordado en filosofía. Sin embargo,
apenas en el siglo xx, y acaso únicamente de modo explícito
a través de Nietzsche y de Freud, da la impresión de que se ha
establecido una estrecha relación entre cultura, naturaleza y
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella T 57

felicidad. Al igual que Kertész, también Freud trata este asun-


to en un contexto en el que, comoquiera que definamos la «fe-
licidad», el intento de realizarla tan sólo dará motivos para la
resignación. Para Freud, la cuestión no es qué cultura puede
favorecer la felicidad de las personas, sino más bien, por qué
la felicidad individual y la cultura parecen no ser compatibles
entre sí, especialmente cuando no pasa desapercibido el he-
cho de que el objetivo último de todas las culturas es la felici-
dad del individuo. Freud cree que no. Si bien es cierto que El
malestar en la cultura apareció en forma de libro ya en r930,
o sea, antes de la llegada al poder del Partido Nacionalsocia-
lista, se escribió con la conciencia puesta en las experiencias
de la Primera Guerra Mundial. En efecto, en su ensayo, Freud
define la cultura como una instancia de protección frente a la
agresión humana. Escribe:

La cultura domina l-..] la peligrosa inclinación agresiva del indi-


viduo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por
una instancia alojada en su interior como una guarnición militar
en la ciudad conquistada.1

En r932, en respuesta a la carta de Albert Einstein «¿Por


qué la guerra?,>, Freud explica su concepción de la cultura co-
mo un proceso de sensibilización a través del cual la guerra,
con sus atrocidades, cada vez será más insoportable para los
hombres. (El pensamiento es aquí parecido a la idea de Nietz-
~che acerca de una creciente decadencia derivada de la instruc-
ción cultural, aunque la valoración implícita que hace Freud
t•s distinta de la Nietzsche.) Las personas se volverán demasia-
do sensibles para soportar el derramamiento de sangre en la
guerra. No cabe esperar que sea la conciencia del absurdo de
la guerra lo que impulse al ser humano a abolir esta institu-
ción. En este sentido, según Freud, el instinto de agresión o de
muerte se halla excesivamente arraigado en la constitución
humana. En última instancia, el proceso cultural deberá pro-
piciar una «intolerancia constitucional» frente a los aconteci-
mientos en los campos de batalla, en virtud de la cual el hom-
La vida plena

bre cultivado se hará pacifista, aunque de hecho no lo sea por


su naturaleza instintiva básica, y esto será así no por una cau-
sa intelectual, sino más bien por una secundaria: la afectiva. 8
Según Freud, la posibilidad de un «despliegue» duradero
del placer en la agresión, como puede darse en la guerra, a la
larga fomentaría tan poco la felicidad humana como una con-
ducta sexual no constreñida a las normas culturales, e igual-
mente ligada a la agresión, en la medida en que, en este ca-
so, también se busca barrer del camino los impedimentos que
separan al individuo sexual del objeto de su deseo.9 Un des-
pliegue del placer de agredir, al fin y al cabo, no sería sino una
amenaza más acentuada que abocaría a los seres humanos a
experimentar una gran inseguridad con respecto a sus seme-
jantes, a alentar cada vez más crueldad en unos y a provocar
más temor en otros -procesos todos ellos que, en definitiva, se
observan en las guerras-. Por estas razones, la cultura es ne-
cesaria. Ahora bien, según Freud, el ser cultural humano ha
cambiado «una porción de posible felicidad», como la que ga-
rantiza el placer en la destrucción y en la sexualidad, por una
«porción de seguridad» .10 Pero la satisfacción de los instintos
no deja de ser sólo una porción de felicidad, no una felici-
dad permanente que, de acuerdo con el sentido del dictum
de Nietzsche, según el cual todo placer «quiere la eternidad»,
sólo existe en la imaginación. En este aspecto, también la cul-
tura pacifista es únicamente una seguridad en parte y no una
seguridad verdadera o eterna, porque siempre estará expuesta
a zozobrar ante el peligro de la guerra.
Las circunstancias naturales no permiten a los hombres
ser felices, pues según Freud la propia disposición natural y
biológica del hombre atrae hacia sí la desdicha. De acuerdo
con Freud, la frase <<tal como nos ha sido impuesta, la vida
nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufri-
mientos, decepciones, empresas imposibles,," no sólo es apli-
cable a la existencia cultural de las personas, sino también a
la natural. La complicada afectividad interna de los seres hu-
manos que, a decir de Freud, se manifiesta necesariamente en
la contradictoria pulsión natural de Eros y Tánatos y en la li-
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella I 59

hido, radica en el conflicto permanente que existe entre las in-


dinaciones hacia la autodisolución y los anhelos producti-
vos. Esto no permite a la persona, como ser originado en la
naturaleza, felicidad alguna en el sentido de una actividad so-
'>cgada y satisfactoria. Da la impresión de que Freud tiene una
imagen de la situación natural del hombre parecida a la de
Thomas Hobbes, si bien para Freud es incluso más opaca,
porque no tiene sólo en cuenta los recursos alimentarios, co-
mo señalaba Hobbes, sino también la sexualidad y las ten-
Jencias destructivas que a un tiempo la contradicen y res-
paldan. La complejidad interna de la naturaleza humana se
acrecienta de Hobbes a Freud. En la obra de este último, jun-
to con el deseo y el temor aparece también el anhelo de fusión
y de destrucción. Los objetos del deseo con los que pretende-
mos fundirnos sólo pueden alcanzarse si apartamos numero-
sos impedimentos del camino. Sin embargo, cuanto más nos
aplicamos en destruir las trabas, más agresivos nos volvemos,
más incapaces somos de hacer efectiva una conciliación y ser
pacíficos. Ya la afectividad, que representa el primer funda-
mento para nuestra conservación como especie, es según Freud
contradictoria en sí misma y no fomenta precisamente la feli-
cidad. Con ello, hemos establecido las «coordenadas» princi-
pales en torno a las cuales el pensamiento freudiano aborda
la cultura: junto a la seguridad que ésta ofrece, está la pulsión
natural, en sí contradictoria, del hombre, y por encima de
ambas, la quimera de la felicidad. Con relación a estos tres ejes,
freud contempla la existencia humana de un modo que aún
hoy sigue arrojando luz.

Freud como filósofo

Que Freud sea tratado aquí, en relación con sus ensayos teó-
rico-culturales, como un filósofo que tiene algo válido que
decir sobre la cuestión de si los hombres pueden ser felices, y
en caso afirmativo, de qué modo, quizá pueda parecer algo
sorprendente de entrada. Pero, en cualquier caso, obedece a
160 La vida plena

varias razones. La primera es de índole teórico-cognoscitiva y


la segunda, de la que ya hablaremos después, atañe al modo
en que Freud aborda la ética.
La razón teórico-cognoscitiva alude al trato que Freud es-
tablecía con la verdad. No me refiero ahora a la verdad cientí-
fica de la teoría psicoanalítica de las pulsiones. Es bien sabido
que esta teoría genera controversia en el seno de la psicología
clínica y de la psiquiatría, y que posteriormente el psicoanáli-
sis ha ido incluso más allá en su desarrollo. La pregunta acer-
ca de si el psicoanálisis es verdad, en lo que atañe a su acepta-
ción científica, no interesa aquí, porque no es un asunto sobre
el que la filosofía pueda decidir. En este aspecto, es de mucho
mayor interés la verdad de la valoración de la existencia cul-
tural y natural del hombre, que Freud abordó en el contexto
de su trabajo terapéutico. Contemplar el psicoanálisis estric-
tamente como una forma de terapia puede significar enten-
derlo como una técnica para apartar el dolor, al margen del
conocimiento de las situaciones verdaderas. Si así fuera, un
autoengaño podría sustituir a otro y únicamente sería necesa-
rio que el nuevo autoengaño resultara útil para el terapeuta y
para el paciente que busca su ayuda. Ahora bien, hablando
desde una perspectiva teórico-científica, semejante significa-
do instrumentalista del psicoanálisis no se corresponde con el
conocimiento freudiano del yo.
Esto ya se aprecia claramente en la célebre representación de
interdependencias vinculada a la psicología individual, don-
de el éxito de la curación siempre está en concordancia con
un progreso de conocimiento; es más, la curación de una neu-
rosis exige realmente un progreso de conocimiento por par-
te del psicoanalista. Este pensamiento no concuerda con una
comprensión instrumental del psicoanálisis, porque cuan-
do una técnica no funciona quizá requiera ser modificada o
adaptada, pero no implicará forzosamente una expansión del
conocimiento. Sin embargo, en psicoanálisis, es necesaria una
expansión así porque cada caso se presenta con una peculia-
ridad distinta y nunca se corresponderá del todo con las re-
presentaciones teóricas. Si un clavo no se asegura en la pared
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 161

con un martillo pequeño, no habrá más remedio que usar uno


mayor. Al margen de que no se puede enfocar este asunto con
un martillo cualquiera, tampoco es preciso tener mucho co-
nocimiento sobre las relaciones humanas para darse cuenta
de que esta cuestión tiene más enjundia que fijar un clavo en
una pared.
La exigencia de conocimiento que Freud asocia con su pro-
yecto, y en particular en sus escritos teóricos sobre la cultura,
es aún más clara si cabe que en el campo de la psicopatología
individual. El título de su segundo gran ensayo acerca de este
tema, «El futuro de una ilusión», lo dice todo. Desde el plano
de la cultura y el de los individuos, Freud trata la desilusión y
la fortaleza. En efecto, las ilusiones son para él un signo de las
flaquezas humanas por no poder soportar la realidad tal como
es. No tiene sentido desilusionar a alguien que no es capaz de
soportar la verdad. Antes derrumbaría o reemplazaría la vieja
ilusión por una nueva, con tal de poder tolerar su vida. La
cuestión de la fortaleza en relación con la capacidad para so-
portar la verdad nos remite al poder. No obstante, el deseo de
adquirir este poder magno sólo tiene sentido, al margen de la
aspiración a la felicidad, cuando la verdad se contempla pro-
piamente como un valor.
Sabemos tanto por Nietzsche como por Ibsen que la ver-
dad no es un lenitivo para paliar el dolor, ni tampoco una
condición para la supervivencia. Al contrario, puede ocasio-
nar dolor y ser peligrosa. A aquel a quien sólo le interesa so-
brevivir y llevar una buena vida, no debe importarle vivir en
una ilusión mientras ésta le preste servicio. Destruir una ilu-
sión y acometer el esfuerzo de continuar desprovistos de ella
sólo se puede ver como una ventaja siempre que se considere
peor una buena vida con la ilusión, que una vida difícil con la
verdad. Sin embargo, en aquellas circunstancias en que ni
la vida natural ni la cultural pueden procurar felicidad, la ver-
dad debe representar un valor más allá de la felicidad. Parece
que Freud piensa exactamente así. Por ello, parece compartir
la convicción filosófica de John Stuart Mili de que es mejor
ser un Sócrates infeliz que un cerdo feliz. Por consiguiente, su
162 La vida plena

psicoanálisis no se puede contemplar como una mera técnica


que, llegado el caso, alivie el dolor con ilusiones.
Freud establece una relación directa entre la ilusión y la re-
ligión que resulta muy relevante para nosotros en este contex-
to. Define una ilusión general como un error de un género
muy concreto: como un error que debe satisfacer deseo, pero
que no lo hace, de tal manera que sólo encubre la insatisfac-
ción del deseo. La fuerza de la religión como un factor deter-
minante de la cultura, reside, según Freud, en la fuerza de los
deseos que promete satisfacer. Son deseos hasta tal punto im-
periosos que parece imposible hacerlos desaparecer. Vale de-
cir que, para Freud, la ilusión religiosa se acerca a la «idea
delirante en el sentido psiquiátrico». Así, Freud llama creen-
cia a una ilusión «cuando la satisfacción del deseo, en sumo-
tivación, pasa por delante», de modo que la «relación con la
realidad» pasa a un segundo plano con respecto a la satisfac-
ción del mismo, por lo cual la ilusión puede renunciar a las
«constataciones» . 1 2
Este discurso de «realidad» y «delirio», de «deseo» y «re-
nuncia a las constataciones» sólo es realmente comprensible
en el momento en que Freud puede concebir una relación con
la realidad no ilusoria sino veraz, en la medida en que nos
preguntemos por los refrendos o las afirmaciones.
Las religiones mosaicas prometen satisfacer el deseo de los
seres humanos de que una entidad divina más grande y po-
derosa que ellos mismos les ofrezca de por vida una compen-
sación por la sensación de abandono e impotencia que expe-
rimentan frente a una realidad que a menudo los trata con
indiferencia. Frente a la flagrante impotencia humana -que se
manifiesta del modo más terrible ante el peligro de la muer-
te-, este deseo es tan acusado que se revela capaz de producir
ilusiones muy diferenciadas, cuyos cimientos son inamovi-
bles, a pesar de la absoluta falta de evidencias.
La impotencia del individuo frente a la realidad tiene que
ver especialmente con la falta de participación, con el hecho
de no verse implicado a título individual en el orden de la rea-
lidad, tamo en lo que atañe a la naturaleza como a la cultu-
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 163

ra. En ambos casos da la impresión de que el individuo se li-


mite a ser un mero contribuyente y portador de complejos
procesos, pero nunca el objetivo. Así pues, cuando sus deseos
son satisfechos, no es para él mismo, sino porque tal satisfac-
ción de sus anhelos es un medio que redundará supuestamen-
te en otro objetivo natural o cultural «más elevado» . Una re-
ligión capaz de alentar la fantasía de que un Alguien personal
va a satisfacer los deseos de los individuos tal como lo hacen
unos esforzados padres, compensa de hecho la indiferencia
que manifiesta la naturaleza y la cultura frente al individuo
de un modo «regresivo», en palabras de Freud, mediante la
posibilidad de recuperar la protección infantil bajo la atenta
mirnda de los padres.
La idea físico-teológica por la cual un terreno arenoso es-
d ahí para favorecer el crecimiento de coníferas y patatas, y
porque un Dios habría visto las coníferas y las patatas respec-
tivamente como material de construcción y alimento humano,
l'S una invención; esta supuesta organización del mundo que,
para muchas personas, constituye una prueba de la existencia
de un Dios, no es sino un cuento enrevesado para salvaguar-
dar mediante el autoengaño su necesidad de protección. En
rfecto, al igual que a las circunstancias naturales que sirven a
los intereses humanos, también podemos referirnos a cosas
1an terroríficas como las serpientes venenosas, los depreda-
dores, los terremotos, las erupciones volcánicas y, en última
111stancia, la indiferencia del espacio cósmico en el que las es-
trellas surgen y se apagan en el transcurso de miles de millo-
nes de años.
Mientras que la familia casi si.empre funciona al servicio
de cada uno de sus miembros, aunque uno pueda preguntar-
~c en qué medida su función reproductiva sirve a individuos,
d caso es distinto cuando hablamos de la naturaleza y de la
cultura. En este aspecto, Freud piensa como Spinoza, de un
modo antiteleológico: las personas creen que la naturaleza
y la cultura son sistemas organizados para ellas o cuyo ob-
1etivo son ellas. Sin embargo, en verdad no es así. La terapia
consiste en comprender esta verdad y aprender a contenerse,
La vida plena

esto es, a desprenderse de las ilusiones. Por tanto, la tera-


pia a la que aspira Freud no es de tono optimista, como ocu-
rre con Aristóteles cuando pondera las posibi lidades de la
felicidad en la naturaleza y en la cultura; la suya, por el con-
trario, es una terapia de resignación que desenmascara la
representación de toda posibilidad de felicidad como una ilu-
sión, y que desbarata otras muchas más, entre otras las reli-
giosas.
En este teh'>n de fondo, la ilusión más significativa es la que
representa la inmortalidad. Según Freud, para el inconsciente,
que es el susrrato instintivo y natural de la vida anímica, la
muerte es impensable. De ahí la amplia tendencia a aceptar los
mitos como e( de la «resurrección de la carne•> en el cristianis-
mo, o aquel)oc¡ otros en los que se habla de un alma inmortal
como una sustancia que se separaría de un cuerpo inerte, co-
rno ocurre en el platonismo, aun cuando en su contenido no
exista la menor evidencia de verdad. También los mitos de in-
mortalidad que operan con representaciones anímicas sin sus-
tancia satisfacen este deseo de supervivencia. La idea budista
según la cual a un organismo complejo, como un cuerpo o
una persona, no se le atribuye una realidad (estaría vacío), si-
no que se halla compuesto por partículas subatómicas (kalapas)
que no pueden desaparecer, cumple también esta función. El
ejemplo que en ocasiones se utiliza para dilucidar este pensa-
miento es el siguiente: el hecho de que la nube no cesa cuando
llueve, sino que se transforma en gotas de agua, disimula la
posibilidad de la desaparición de una perspectiva. La transw,-
tanciación de la experiencia con el cuerpo por otra en el cuer-
po, de manera que éste permanezca en un estado de reposo
meditativo, plantea la perspectiva de un hombre que vive en d
mundo preparado en parte para desaparecer, y sustituye ést.1
por otra segmentada. Precisamente, esta desaparición de l.1
perspectiva de «amplio alcance», donde el mundo es un relún
de fondo que se experimenta con el ejercicio de los cinco sen
tidos corporales, es la que se teme y la que alienta el miedo .1
la muerte. Así, la «supervivencia» de las partículas element.1
les, ya sean átomos de constitución material o microelementm
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella I 65

«ontológicamente neutros», sólo suplanta en apariencia la su-


pervivencia de esta perspectiva.
Una persona que deja caer al suelo un costoso jarrón chino
por el que tiene gran aprecio, y después de llorar su pérdida
asegura que el jarrón no se ha roto, sino que más bien se ha
transfigurado o que su idea sigue existiendo en un espíritu di-
vino, sería tachada con toda la razón de neurótica y trastorna-
da, y desde luego no diríamos de ella que es demasiado frágil
para soportar el hecho de la pérdida de un jarrón. Sin embar-
go, ¿acaso no se comportan así miles de millones de personas
onte las tumbas de sus seres queridos? Visto así, ¿cómo po-
dríamos no darle la razón a Freud cuando éste describe la reli-
gión como un fenómeno psicopatológico que surge de las fla-
quezas humanas para soportar la realidad tal como es? La
valoración de que la religión representa una quimera, al mis-
mo tiempo que se revela como una fuerza de creación extraor-
dinariamente relevante en la cultura, lleva a Freud a concebir
una sospecha general sobre las instituciones culturales quepa-
rece coincidir con la sospecha de Kertész antes citada, aunque
ésta sea formulada de modo menos radical:

La conclusión de que las doctrinas religiosas no son sino ilusio-


nes nos lleva en el acto a preguntarnos si acaso no lo serán tam-
bién otros factores de nuestro patrimonio cultural a los que
concedemos muy alto valor y dejamos que rijan nuestra vida; si
las premisas en las que se fundamentan nuestras instituciones es-
tatales no habrán de ser calificadas igualmente de ilusiones, y si
las relaciones entre los sexos, dentro de nuestra civilización, no
aparecen también perturbadas por toda una serie de ilusiones
eróticas. • J

Es bien sabido que Freud contempla los recursos del ero-


1ismo con desconfianza, dado que éstos no apuntan a la feli-
d dad de los individuos, sino a satisfacer a la sociedad alen-
1.lndo luchas de competencia. La desconfianza de Freud frente
,d carácter quimérico de todos los factores culturales se detie-
ne, no obstante, ante la ciencia. En su esfera no se puede tra-
I66 La vida plena

tar nada que esté 1lusoriamente al servicio de la satisfacción


de los deseos, porque sus lentos avances se caracterizan por
los muchos impedimentos con que se topa; por otra parte, la
ciencia otorga gran importancia a las constataciones que re-
futarían, llegado el caso, una verdad acomodaticia y compla-
ciente con los deseos. Al mismo tiempo, a decir de Freud, en
la búsqueda de refrendos en la que la ciencia se fundamen-
ta, toma cuerpo igualmente una instancia que une más a los
hombres que sus instintos naturales y sus lazos culturales, a
saber, la razón:

No hay instancia alguna por encima de la razón. Si la verdad de


las doctrinas religiosas depende de una vivencia interior que la
atestigüe, ¿qué hacer con los numerosos seres humanos que no
han tenido una vivencia tan singular? Cabe exigir a todos los
hombres que empleen las dotes de la razón a su alcance, pero no
puede exigirse una obligación universal válida sobre un moti-
vo que sólo existe para muy pocos. Admitamos que alguien, en
virtud de un éxtasis que lo conmovió profundamente, haya ad-
quirido el absoluto convencimiento en la realidad objetiva de
las doctrinas religiosas. Bien, pero ¿qué significaría esto para
otro?'4

Habida cuenta de que los lazos eróticos de los individuos


conducen a la competencia -cuando dos personas desean pro-
piamente a la misma- o en el mejor de los casos a la indiferen-
cia -si una no atina a comprender el deseo de la otra como
algo que parece prometer la felicidad, y en su lugar sólo es
causa de extrañeza-. y en vista, asimismo, de que el éxtasis re-
ligioso no deja de ser una experiencia interna y privada, la ra-
zón se revela, para Freud, como una instancia general que, al
menos, todos tienen la posibilidad de compartir. En este pun-
to, su pensamiento coincide con filosofías racionalistas como
las de Descartes o Kant. Ciertamente, desde el punto de vista
de Freud, la «voz del intelecto» no deja de actuar con levedad,
y sólo en escasas ocasiones puede imponerse frente a las incli-
naciones dirigidas hacia la satisfacción de los deseos y a las
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella I 67

pulsiones latentes en el ser humano. Sin embargo, la verdad, y


en cuanto a este punto deberíamos estar de acuerdo con él, le
parece más importante que los cómodos sentimientos que a
veces fundamentan una ilusión de felicidad.

La conciencia y la imposibilidad de la felicidad

Como hemos mencionado, Freud asegura que la cultura es un


medio para controlar el impulso de agresividad del ser huma-
no. Tal como hemos visto, a los ojos de Freud la cultura «do-
mina la inclinación a la agresión del individuo», debilitando
sus fuerzas corporales y emocionales, a medida que éste asume
los problemas de la vida, hasta dejarlo al final <,desarmado»,
de tal manera que, mediante sus normas, éste crea una «instan-
cia en su interior» <<haciéndolo vigilar [... ] como una guarni-
ción militar en una ciudad conquistada».'5 El mecanismo de
vigilancia instituido en la cultura para controlar la agresión
es la conciencia, que Freud llama el «superyó» . En esa instan-
cia psíquica, los juicios de valor que las personas interiorizan
en la infancia a través de la intervención de sus padres ejercen
un control de por vida.
Antes de que los padres desempeñen su tarea educativa,
esta instancia no existe. Constituye el principio de la cultura
en el individuo. Por un lado, los padres son protectores y una
fuente de atenciones -una función que más adelante, como
hemos visto, será asumida ilusoriamente en la religión por un
Dios Padre-; por el otro, constituyen el punto inicial de la ins-
trucción, mediante la creación de una estructuración interna
personal y la elaboración de un complejo aparato psíquico
que hará de guía y a través del cual se sofocará la inclinación
infantil a la expansión del yo y a la destrucción.
Sin embargo, la creación de una conciencia o superyó tie-
ne su precio: la conciencia de culpa. El hombre instruido diri-
ge contra su propia persona la agresión que no puede orien-
tar hacia el exterior. El complejo aparato psíquico interno
que crea la instrucción es de naturaleza agonal, de manera tal
r68 La 11ida plena

que la agresividad de los individuos no se plasma en una pug-


na exterior, sino por el contrario se transforma en una pugna
manifiesta en el interior de las instancias psíquicas.
En El malestar de la cultura, Freud expresa el objetivo de
su razonamiento de la siguiente manera:

Esto [ ...] corresponde por completo con el propósito de destacar


el sentimiento de culpabilidad como el problema más importan-
te de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el
progreso de la culnira reside en la pérdida de felicidad por aumen-
to del sentimiento de culpa. 16

El niño exhibe un instinto natural a la agresión cuando se


complace en romper la vajilla o cuando le pega a otro niño
que quiere su juguete. A su vez, los padres muestran una con-
ducta agresiva al sujetar al niño, con el fin de impedir que siga
adelante con su agresión, y al inculcarle que no debe hacer
eso. De esta forma, el niño es instruido mediante la educa-
ción. Éste aprende la lección y la aplica en el momento en que
adquiere cargo de conciencia cuando actúa con agresividad
contra las cosas o contra otras personas. <<La agresión de la
conciencia -escribe Freud- conserva la agresión de la auto-
ridad.»17
De ahí que la instrucción no haga desaparecer la agresión,
sino sólo aliente una conversión; la agresión dirigida hacia las
cosas o contra las personas se convierte así en una pulsión
que se desarrolla en el interior del individuo, en su propia
vida psíquica. Dicho en pocas palabras, de la agresión ínter-
individual resulta una agresión que opera en el interior de la in-
dividualidad. Desde una perspectiva superficial, la circunstan-
cia de calificar como «malo» lo agresivo y lo destructivo, y
como «bueno», lo pacífico y lo constructivo, no implica ne-
cesariamente que la instrucción de una persona represente
un desarrollo beneficioso. Uno tendría la sensación de haber
conseguido erradicar del mundo el instinto destructivo de la
agresión, cuando en realidad ésta sólo «habría ido a parar
bajo la alfombra». En lugar de acometer a otras personas y
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella r 69

arremeter contra las cosas en el exterior, el hombre instruido


orienta la agresión hacia sí mismo, hacia su propia naturaleza
instintiva. El impulso de actuar con agresividad contra otras
personas y contra las cosas es combatido en el fuero de la con-
ciencia, de forma que la carga agresiva incluso puede ser ma-
yor durante este proceso de interiorización.
Según Freud, una vez se ha fraguado una conciencia o un
superyó, se desarrolla una dinámica igualmente singular en
este complejo aparato interno. «Toda renuncia instintual -es-
cribe Freud: o sea, cualquier inhibición o contención de un im-
pulso agresivo e indeseable (desde el punto de vista cultural)- se
convierte en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda
nueva renuncia aumenta su severidad y su intolerancia. Si lo-
grásemos conciliar mejor esta situación con la génesis de la
conciencia moral que ya conocemos, estaríamos tentados a
sustentar la siguiente tesis paradójica: o bien la conciencia mo-
ral es la consecuencia de la renuncia instintual, o bien la re-
nuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde afuera) crea
la conciencia moral que a su vez exige nuevas renuncias instin-
tuales. » 18
Desde esta perspectiva freudiana, como resultado de inhi-
bir la conducta agresiva a través de una conciencia violenta-
mente moralizante -tal como plantea Freud en su modelo di-
námico-energético-, las inclinaciones agresivas se reconducen
hacia la conciencia personal, o sea, lejos de las instancias psí-
quicas dirigidas hacia el exterior. Así, mediante la inhibición
del instinto, la conciencia moral se refuerza, a la par que se
abastece de las energías inhibidas. Para entendernos, es como
si el mecanismo al que recurre la policía para impedir que un
ladrón cometa un robo indujera luego a éste a entrar en la
fuerza pública. Por lo demás, este símil psicológico fue utili-
zado por Anthony Burgess en su novela La naranja mecánica;
en ella también cambian los papeles, y los criminales conver-
tidos en policías se ensañan violentamente con el antiguo je-
fe de su banda, del mismo modo que ellos habían hecho con
otros en el pasado, cuando eran jóvenes criminales fuera de
la ley. 19
La vida plena

En aquellas circunstancias en que la agresión interna no es


necesaria para lograr el control de la conciencia, acaso por-
que el aparato cultural parece pujar por una agresión «natu-
ral» orientada hacia fuera, como en situaciones de guerra o
en otros conflictos de grupo, vuelve a hacerse visible de re-
pente en el exterior la agresividad interna latente en la educa-
ción cultural. En Freud vemos que la represión de la agresi-
vidad dirigida hacia el exterior genera una mayor agresión
sobre la conciencia, es decir, que la agresión interna aumenta
también con la instrucción. Sorprenderse por el hecho de que,
tras una fase culturalmente pacífica, sean los hombres ins-
truidos quienes, llegado el caso, desarrollen una fuerte activi-
dad agresiva de cara al exterior durante la guerra, es algo que
para Freud resulta injustificado. En efecto, los hombres cul-
tos no son pacíficos. Durante la instrucción, su capacidad
para la agresión incluso se ha acrecentado a través de un su-
peryó o una conciencia fortalecida. En última instancia, la
cultura ha refinado sus sentidos; ha debilitado su capacidad
para soportar las crueldades del exterior ligadas al derrama-
miento de sangre, pero no ha eliminado su deseo de cometer-
las. En efecto, están acostumbrados a las mayores crueldades
psicológicas, aunque no sean sangrientas. Cuando la religión
manda no hacer alguna cosa y se forja una conciencia en con-
sonancia con este mandato, la agresión que puede manifes-
tarse contra quienes no lo reconozcan va a ser inmensamente
acentuada. En época de paz sólo se practica la agresión con-
tra uno mismo, de forma que la actividad violenta casi queda
desplazada por completo; no obstante, podría suceder que un
grupo determinado actuase contra otro con violencia porque
este último hubiera desdeñado la validez de sus normas e idea-
les, provocando así la descarga de una voluptuosa actividad
violenta hacia el exterior. Los conflictos religiosos como los
que se dan en la India entre musulmanes e hindúes pueden
contemplarse como una constatación de esta consideración
psicoanalítica.20 En la época de Freud, la euforia con Ja que
los miembros de las naciones avanzadas entraron en la Prime-
ra Guerra Mundial y la crueldad con la que luego se mataron
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 171

unos a otros constituye, desde una perspectiva científica, una


evidencia flagrante de esta tesis. Unos años después, en los
campos de concentración, la falta de escrúpulos que muchos
médicos con un elevado nivel cultural exhibieron al tomar
parte en los crímenes nazis, adujo otra prueba de que la esme-
rada educación de la que alguien haya podido disfrutar no
permite establecer un pronóstico en relación con las cruelda-
des que es capaz de cometer.
¿Qué consecuencias útiles se pueden extraer de esta teoría
de la agresión para ahondar en la posibilidad de la felicidad
humana? Empecemos diciendo que, mientras el individuo vi-
va en una situación interna de conflicto, no puede ser feliz,
porque sus instintos o sus ideales morales no se hacen reali-
dad: o bien tiene cargo de conciencia, o bien sufre a causa de
las frustraciones derivadas de sus deseos instintivos y de sus
necesidades no satisfechas. Si dirige la agresión hacia conflic-
tos exteriores, y por tanto, hacia los demás, quizá se libere de
su cargo de conciencia, pero se sentirá amenazado en su vida
y sufrirá por el temor a una situación belicosa. Así pues, la fe-
licidad individual consistiría en hacer realidad los ideales mo-
rales sin renunciar a las pulsiones o en hacer realidad los de-
seos sin desarrollar cargo de conciencia. Sin embargo, según
Freud, esto no es posible. En efecto, el retorno a un estado na-
tural de libre conciencia, al margen de que es irrealizable, sólo
conduciría a sembrar la amenaza mutua que desembocaría en
despertar el temor recíproco de unos hombres para con otros.
Ya en su día Hobbes demostró que las personas abandonan
un estado natural de guerra permanente de todos contra to-
dos tan pronto se percatan de las ventajas que para su seguri-
dad supone la creación de un monopolio de la violencia. En el
polo opuesto, una agrupación de personas cultas y pacíficas
persigue aunar las energías que representan y fomentan los
impulsos humanos, con la finalidad de poder prestar un ser-
vicio cultural. No obstante, esta coyuntura provoca un con-
flicto inderogable entre el anhelo individual de felicidad y el
desarrollo cultural colectivo. El individuo espera, quizá du-
rante toda su vida, que deban ser compatibles la moral y la
172 La vida plena

vida, las necesidades propias y las de los demás, las situacio-


nes conflictivas y las no conflictivas; y no obstante, experi-
menta permanentemente que esto es imposible. Visto de for-
ma realista, tampoco el sosiego de la muerte promete felicidad
alguna.
En cierto modo, Freud supone que existe una pulsión en el
hombre que lo llevaría a retornar a un estado inorgánico, a
un principio de nirvana, por causa de una pulsión de muerte,
como éste la denomina. Asimismo, considera que esta pul-
sión es una de las raíces de la exaltación de la guerra. 21 Dicha
pulsión debería entrar igualmente en conflicto con las pulsio-
nes vitales eróticas; según esto, en el hombre no sólo habría
una contradicción entre la conciencia y la naturaleza pulsio-
nal, sino que además la naturaleza pulsional del hombre de-
bería ser en sí contradictoria. No obstante, por una parte,
Freud no estaba muy seguro de la plausibilidad de este pos-
tulado, y por otra, el retorno del individuo al sosiego de la
muerte, a la disolución de una actividad orgánica en otra
inorgánica, no prometía la felicidad, sino sólo el final de las
desdichadas contradicciones de la vida. La fuerza de la pulsi-
vidad erótica que mantiene la vida en movimiento siempre da
como resultado opuesto conflictos internos o externos. De
ahí surgen el deseo de materializar una actividad exenta en lo
posible de marcas pulsionales y la ilusión en apariencia pací-
fica de poder realizar semejante actividad en una vida des-
pués de la muerte. Freud escribe a este respecto:

Tal como (... ] deben combatirse en cada individuo las tenden-


cias antagónicas -la de felicidad individual y la de unión huma-
na-, así también han de enfrentarse por fuerza, disputándose el
terreno, ambos procesos evolutivos: el del individuo y el de la
cultura. Pero esta lucha entre individuo y sociedad no es hija
del antagonismo, quizás irreconciliable, entre los protoinstintos,
entre Eros y muerte, sino que responde a un conflicto en la pro-
pia economía de la libido, conflicto comparable a la disputa por
el reparto entre el yo y los objetos. No obstante las penurias que
actualmente impone a la existencia del individuo, la contienda
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 173

puede llegar en éste a un equilibrio definitivo que, según espera-


mos, en el futuro alcanzará también a la cultura.u

La ética como solución del problema

Ante este dilema intrínseco y estos conflictos externos, algu-


nos filósofos ponen sus esperanzas en la ética. Sería necesario
hallar la ética apropiada que favoreciera la armonía de los
hombres consigo mismos y con los demás, pues con ello el an-
helo de felicidad que persigue el individuo sería compatible
también con su necesidad de socialización. Este pensamiento
parte de la idea de que la ética es un proceso de solución de
problemas, cuya máxima finalidad no es otra que resolver
el problema de cómo las personas pueden ser felices. Ahora
bien, hay problemas que tienen solución y otros que no la tie-
nen, como bien sabemos por las matemáticas. Y no hay mo-
tivo alguno para creer que sea posible resolver verdadera-
mente el problema de cómo las personas pueden ser felices
con su pulsividad natural y con la necesidad de una cultura
capaz de domeñarla.
Los conflictos que inducen a las personas a enfrentarse
consigo mismas y con los demás representan el primer pro-
blema que debemos resolver en el camino hacia la felicidad.
Si lográsemos resolverlo, estaríamos hablando de una ética
en buena medida fructífera. Sin embargo, desde la perspecti-
va de Freud, la ética no está en condiciones de dar una solu-
ción a este problema. Para él, la ética no resuelve el problema
en absoluto, porque es en sí propiamente parte del proble-
ma. La ética no es otra cosa que la formulación del ideal de la
cultura, en la que se manifiesta, según Freud, aquello que el
aparato cultural denomina el superyó. Mientras este superyó
se proponga formular una ética, cuyo objetivo sea mantener
la socialización y sentar unas bases disuasorias de todos con-
tra todos, dicha ética será en sí misma un fenómeno cultural
y no aquello que podría reconciliar de modo recíproco la exis-
tencia cultural y natural del ser humano. En cualquier caso, y
1 74 La vida plena

Freud también apela a este recurso, la ética puede contemplar-


se todavía como un proyecto terapéutico, con el que debería-
mos aliviar Jos perjuicios que los individuos necesariamente
padecen, a causa de la contradicción de su bagaje natural y de
las contradicciones entre sus aspiraciones individuales y cultu-
rales. Sin duda, en el camino hacia la felicidad, una terapia de
tales características es algo tan poco grato como tener una
pierna escayolada, pero, en cualquier caso, siempre será mejor
que tener la pierna rota:

El superyó cultural [escribe Freud] ha elaborado sus ideales y ha


erigido sus normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones
de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concep-
ta de la ética. En wdas las épocas se dio el mayor valor a estos sis-
temas éticos, como si precisamente ellos hu hieran de colmar las
máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel punto que
es fácil de reconocer como el más vulnerable de toda cultura. Por
consiguiente, debe ser concebida como una tentativa terapéutica,
como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del
superyó lo que la restante labor cultural no pudo antes alcanzar.
Ya sabemos que en este sentido el problema consiste en eliminar
el mayor obstáculo con que tropieza la cultura: la tendencia cons-
titucional de los hombres a agredirse mutuamente; de ahí el parti-
cular interés que tiene para nosotros el quizá más reciente precep-
to del superyó cultural: «Amarás al prójimo como a ti mismo». ~1

La ética religiosa y filosófica intenta hacer realidad un ob-


jetivo que no era capaz de lograr la «labor cultural» al uso,
tal como la denomina Freud. La labor cultural al uso es la
educación infantil; la psicoterapia y la ética filosófica pueden
entenderse como continuación o revisión de esta tarea. 2.4 No
puede emerger sencillamente de la cultura. La religión y la
cultura son ellas mismas fenómenos culturales, aun cuando
nos conminen al abandono de la cultura y a un supuesto «re-
torno a la naturaleza». Una ética de la firmeza, como parece
haber defendido en parte N ietzsche, es igualmente un fenó-
meno cultural, incluso cuando ésta apele a la naturaleza, del
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 17 5

mismo modo que una ética cristiana apela al amor del prójimo.
Para Freud, el psicoanálisis es un sirviente de la cultura. El psi-
coanálisis y la ética navegan en el mismo barco, en tanto que
ambos intentan ser terapéuticos y trabajar en los quebran-
tos de la vida humana fruto de la escisión entre lo natural y lo
cultural. En su psicoanálisis de la cultura, Freud intenta ilus-
trar en qué medida las prestaciones culturales obedecen a una
sublimación, a una no pervivencia de las pulsiones; siempre
han dependido de ello y siempre lo harán. Freud confiaba en
que la cultura recondujera las pulsiones humanas, y que di-
cha empresa pudiera culminar de un modo veraz y con un es-
caso coste de esfuerzos represores. De ahí su interés en la ética
cristiana. El mandamiento «Ama al prójimo como a ti mismo»
es, para Freud, la mayor defensa contra la agresión humana y
un ejemplo sobresaliente que distingue el procedimiento no
psicológico de la cultura del superyó. Sin embargo, en opi-
nión de Freud, <<el mandamiento es irrealizable; tamaña infla-
ción del amor no puede menos que menoscabar su valor, pero
Je ningún modo conseguirá remediar su mal». 2 5
Si las personas reconocen que no hay un poder trascen-
dental que les exija ser víctimas de sus deseos, si reconocen
que toda cultura es una obra humana para proteger al ser hu-
mano de la naturaleza, y ante todo de su propia naturaleza,
entonces tal vez sean capaces de considerar, a través de la mi-
rada de Freud, los mecanismos del aparato cultural no sólo
como una amalgama de inclinaciones ajenas. Mientras las
ilusiones religiosas, así como la búsqueda y las promesas de
felicidad filosóficas, deban asegurar el aparato cultural, la
cultura en sí se verá amenazada en el preciso momento en que
semejantes promesas y agentes intin1idatorios sean desenmas-
carados como ilusiones. Mientras las esperanzas depositadas
en los posibles logros del aparato cultural incurran en el ex-
ceso de apuntar a la felicidad o incluso a la inmortalidad, la
cultura será desdeñada como una empresa fracasada que in-
cumple las expectativas, y su pretensión de sublimar las pul-
siones será desestimada.
La vida plena

A mi juicio, el destino de la especie humana [escribe Freud al fi-


nal de El malestar en la cultural será decidido por la circunstan-
cia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer
frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del ins-
tinto de agresión y de autodestrucción.26

Infelicidad, verdad y belleza

Con su teoría de los instintos, Freud emitió un diagnóstico so-


bre el estado de la vida orgánica, concretamente en cuanto al
modo en que ésta se inserta en la cultura o en cuanto a los fac-
tores que dificultan su integración en ella. A esto se agregan
los determinantes biológicos de la vida, de los que Freud ha
partido y que son de naturaleza individual. Sin embargo, es
preciso tener en cuenta que nuestra vida biológica no es un
mero hecho individual, puesto que un determinante esencial
de nuestra existencia orgánica proviene de los genes. Éstos son
entidades curiosas. Quizá los genes almacenados en el núcleo
celular en forma de ADN sean algo muy concreto, pero como
«información» biológica (otro concepto en gran parte sin es-
clarecer), resultan ser en realidad entidades bastante abstrac-
tas, casi algo así como los caracteres de un sistema de signos
que establece más o menos con exactitud cómo es la estructu-
ra de nuestra existencia orgánica.
La mejor teoría biológica que poseemos hasta aquí sobre
el origen de la vida (y que ya era conocida por Freud, aunque
no en su modelo actual), parte de la idea de que, tanto en su
estructura general como en las secuencias de signos concretos,
dicho sistema de signos ha surgido de forma histórico-natural,
en el transcurso evolutivo de la vida orgánica. Como indivi-
duos no tenemos poder para determinar en qué contextos cul-
turales existimos, ni podemos decidir si naceremos o no, ni
tenemos tampoco autoridad para establecer la estructura que
tendrá nuestra existencia orgánica. Algunos pretenden com-
pensar esta falta de poder frente a la existencia biológica con
prácticas ascéticas con las que alcanzar un amplio dominio
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella I 77

corporal. Pero, al final, tampoco esta ansia de poder es reso-


lutoria. 21
Con los progresos de la medicina reproductiva nuestros
padres no sólo pueden determinar si vamos a existir (es decir,
si seremos engendrados o no), sino también cómo vamos a ser
creados, en la medida en que seleccionen, entre las células fe-
cundadas, aquellas que genéticamente se ajusten mejor a sus
ideas propias. Las estructuras entre las que establecerán su
elección, son, a su vez, el resultado de tma larga historia de
varios miles de millones de años de vida en nuestro planeta.
Por tanto, nuestra existencia orgánica es marcadamente «pro-
funda» y «ajena» desde una perspectiva histórica. «Profun-
da» por cuanto que la estructura de nuestro organismo está
determinada por procesos-en el sentido al que alude Stephen
Jay Gould- que sólo pueden ser determinados a escala del
tiempo profundo, lo que quiere decir que se remontan a millo-
nes de años en el ámbito de la vida no humana. 28 Y «ajena» en
tanto en cuanto no tiene nada que ver con nuestra conciencia
individual, y tampoco necesariamente con aquello que llama-
mos biología humana, y sin duda menos aún con lo que deno-
minamos cultura humana. El aparato cultmal es demasiado
joven desde el punto de vista de la evolución biológica como
para haber grabado ya sus huellas en el material genético.
Evidentemente, no consistimos sólo en una existencia or-
gánica, pero sí somos eso también. En este aspecto, hay que
darle la razón a Freud una vez más. Frente a la historia que ha
dejado tras de sí esta existencia como tipo genético, la histo-
ria individual del inconsciente de una persona en su extensión
temporal dura menos que la de un rayo. Es extraordinaria-
mente improbable que todo cuanto se origine en nuestra con-
ciencia individual, en relación a deseos e intenciones, «case» de
alguna manera con nuestro equipamiento orgánico. Conside-
rando que ni siquiera los muebles que heredamos de nuestros
abuelos encajan ya con nuestros gustos de hoy, cabría pre-
guntarse por qué la vida emocional, nuestras pulsiones y nues-
tra corporeidad deberían entonces encajar con aquello que
está arraigado en nuestra conciencia por obra de los símbo-
La vida plena

los a los que nos hemos visto expuestos durante nuestra edu-
cación.
La vida humana consta de muchas capas; una orgánica que
no podemos escoger, otra cultural que nuestros padres extien-
den sobre ésta y sobre la que tampoco tenemos capacidad de
decisión -y que representa, además, un «intento de adiestra-
miento» de nuestra dinámica orgánica-, y por último, la que
se fragua cuando nosotros, con catorce o quince años propia-
mente, empezamos a asumir una responsabilidad para compo-
nérnoslas con los ideales que nuestros padres nos han inculca-
do con su educación, ya sea para asumirlos o para descartarlos.
Para hacernos una idea clara de la situación en la que nos
encontramos, podemos recurrir al siguiente símil: hace miles
de años que un río brioso discurre a través de un valle, y en
las épocas en que el deshielo es más acusado éste siempre
arrastra consigo, desde las montañas donde nace, los árboles
que arranca de raíz hasta depositarlos en el valle. Allí se cons-
truye un muro de contención, para que los árboles situados
río abajo ya no sean arrancados de cuajo y para poder utili-
zar la fuerza del agua como fuente de energía; una vez hecho
esto, nos mandan construir una casa para que vivamos en
ella, sobre esa presa, que no deja de ser una central eléctrica.
A nosotros nos asusta la impetuosa corriente y el muro nos
parece espantoso, pero no tenemos ningún otro lugar adonde
ir. Podemos soñar con ríos caudalosos que no se lleven nada
por delante a su paso y con muros tan bellos como suaves ri-
beras, pero tales contradicciones sólo pueden hacerse reali-
dad en los sueños.
Soportamos tan mal la belleza de un río impetuoso como
la fealdad del muro que lo retiene. La representación de la ar-
monía que parece ocultarse en la idea de la felicidad radicaría
en hacer compatibles las contradicciones. Pero, en el malestar
de la existencia, las personas advierten que no hay compati-
bilidad posible. Por este motivo, las imágenes de la felicidad
en el fondo no son ni siquiera bellas, dado que no son vera-
ces. En este aspecto, pese a suponer un alma inmortal, Platón
tenía razón en decir que la verdad y la belleza se pertenecen la
La felicidad es imposible, pero la verdad es bella 179

una a la otra. Por ello no existe una imagen bella de la felici-


dad del hombre, porque tampoco hay una imagen veraz de
ésta. La ausencia de verdad corrompe nuestra exjstencia más
aún de lo que ya lo está por culpa de las contradicciones con
las que tenemos que vivir. ¡Olvidémonos de la felicidad y de
las imágenes sin verdad que nos hemos forjado de ella! ¡No
dejemos corromper nuestra vida con falsas pretensiones y
mentiras! ¡Busquemos la verdad y su belleza en vez de la feli-
cidad! En esta bella estampa no figuran hombres felices, es una
estampa sin hombres y sin las contradicciones que éstos en-
carnan. Ernst Jandl ilustra esta imagen así:

la bella estampa
ahórrale el hombre a la bella estampa
para que, también tú, puedas ahorrarte las lágrimas
que derrama cualquier hombre;
ahórrate cualquier huella del hombre:
que ningún camino recuerde a un paso firme, ni el campo al pan,
bosque alguno a la casa y al armario, ni una piedra a una pared,
manantial alguno a un trago, ni un estanque ni un lago ni el mar
a un flotador, una barca, un remo, una vela o un crucero,
ningún acantilado a lo que se encarama, ninguna nubecilla
a la lucha contra el temporal, ninguna porción de cielo
a los ojos que se alzan, al avión, a la nave espacial -que nada
recuerde a algo; salvo el blanco al blanco
el negro al negro, el rojo al rojo, lo recto a lo recto
lo redondo a lo redondo;
así permanecerá sana mi alma. 2 9

ANTONIO ROJAS MARTENS


(Santiago de Chile)
r8r

5
Intensidad y seguridad: dos requisitos
para tener experiencias afortunadas

Algunos conceptos sobre la felicidad posible e imposible

Decidir si existe la felicidad y si los hombres son capaces de al-


canzarla siempre va a depender de lo que se entienda por «feli-
cidad>>. Podemos acogernos a un concepto que la haga inalcan-
zable, o considerar otro distinto que la ponga a nuestro alcance.
Sin embargo, no tendría sentido idear un concepto de felicidad
que el hombre no pueda hacer realidad. Efectivamente, las per-
sonas aspiran a la felicidad e incluso no son pocas las que afir-
man, y a menudo con razón, que han sido felices. ¿Deberíamos
entender, entonces, que estas personas aspiran a un estado fic-
ticio que en el fondo no pueden hacer realidad? ¿Por qué íba-
mos a tachar de hipócritas a todos los que aseguran ser felices?
¿A causa de alguna melancólica convención social, tal vez?
Un concepto o bien es relevante para la conducta humana,
lo cual se advertirá si se produce alguna diferencia en la vida
de los hombres cuando éstos lo utilicen, o bien es irrelevante
y supone otro «canto de sirena» más, entre los tantos que se
componen para vivir, de modo que se podrá desechar con ab-
soluta tranquilidad, pues sin él en nada esencial cambiará la
vida. Desde una perspectiva puramente teórica es tan poco
viable probar o refutar que existe la «felicidad», como pro-
bar o refutar - desde una perspectiva puramente teórica- que
«Dios» existe.' Hay que preguntarse qué apariencia tiene la
vida de las personas sin este o aquel concepto de la felicidad
o de Dios, es decir, hay que reconocer la función de estos con-
ceptos en las acciones vitales del hombre, para poder hacerse
una idea clara al respecto.
La vida plena

A buen seguro, también las ilusiones y los conceptos rela-


cionados con ellas desempeñan un papel importante en la vida
humana. Sin ir más lejos, la ilusión de alcanzar un supuesto
Paraíso después de la muerte puede ser el motor que impulse a
algún musuhnán a cometer un atentado suicida. Si, concep-
tualmente, éste no entendiera el Paraíso como el lugar de re-
sidencia del alma, quizá no emprendería su acción criminal.
Cabe la posibilidad de forjarse un concepto de «felicidad» que
funcione de modo similar al del Paraíso, que es el concepto de
una ilusión y que, no obstante, desempeña además una fun-
ción en la vida del hombre. El concepto de Paraíso como lugar
donde el alma se aloja después de la muerte no puede inter-
pretarse de modo que designe una ilusión o algo real, porque
siempre se refiere a una esperanza, sea ésta una esperanza ilu-
soria o una esperanza que se colma para cada individuo, y
porque nunca remite a algo que, al margen de esta esperanza,
pudiese determinar ahora nuestra conducta. (En efecto, no te-
nemos constancia de ninguna acción de eficacia probada en
relación con las ahnas después de la muerte, ni de ninguna
acción que tenga lugar en los supuestos lugares destinados a
las ahnas después de la muerte.) Así, mientras que el discurso
sobre el ahna en el Paraíso siempre va a tratar de una posibili-
dad, el discurso sobre la felicidad en ocasiones abordará espe-
ranzas e ilusiones, y otras veces aludirá a los asuntos presen-
tes, a lo real. Por tanto, el concepto de la felicidad como un
estado eterno del alma en el que ésta contempla a Dios tras ha-
berse redimido es un concepto presuntamente ilusorio y rela-
cionado con una mera posibilidad. No voy a seguir más lejos
por este camino, aun cuando esta ilusión propiamente dicha
tiene consecuencias en las acciones de las personas y ha tenido
consecuencias muy concretas en el pasado, cuando las iglesias
cristianas prometieron la resurrección y la felicidad en el Más
Allá a los hombres que se atuvieran a llevar su vida de una for-
ma determinada . En vez de ahondar en este aspecto, aquí sólo
voy a partir de la idea de que el dolor real, el sufrimiento y los
conflictos son atolladeros que, por norma general, se esfuman
en el momento en que las personas se consideran felices.
Intensidad y seguridad...

En general, el ser humano suele llamar «felicidad» a un es-


tado agradable, placentero e intenso, semejante al que se pro-
duce cuando se habla de la «felicidad amorosa» o de que una
vivencia de naturaleza estética, como la asistencia a un con-
cierto o la lectura de una novela, nos ha hecho felices duran-
te cierto período de tiempo. Es un estado que surge cuando
las personas están en armonía consigo mismas y con aquellos
con quienes están en contacto porque existe una afinidad de
pensamiento y de estado de ánimo; cuando las cosas con las
que uno tiene que ver no se revelan como impedimentos, ni
causan contrariedades, ni hieren, y cuando se es al mismo
tiempo consciente de que se está viviendo una experiencia in-
tensa, como puede ser el caso del deportista que se erige ven-
cedor en una dura competición, en cuyo caso éste festeja la si-
tuación y afirma que es feliz: ha superado un conflicto y los
demás reconocen que el escollo ha sido sorteado con éxito.
Un estado de felicidad de estas características no consiste
sencillamente en librarse del dolor. Si fuera así, también la
muerte o la inconsciencia se podrían considerar estados de fe-
licidad. Si la experiencia carece de cierta intensidad no se da
aquello que las personas denominan ,<felicidad». Para que una
persona pueda calificarse a sí misma de feliz, la relación espe-
cífica entre intensidad y descargo de conflicto no puede ser
simple, trivial o aburrida, ni dar cabida a tensiones exaltadas
que hagan que el sujeto se sienta amenazado. En la esfera de la
ética y ante la dificultad para expresar su alcance, alguna vez
se ha hablado del sentimiento que a uno le envuelve cuando
tiene la certeza de que «no puede pasarle nada malo». 2 Pues
bien, también esta expresión se puede aplicar para referirse a
la experiencia de la felicidad: uno alberga el sentimiento de
que no puede sucederle nada amenazante, tiene la sensación
de que está en el lugar idóneo ( «como en el regazo de Abra-
ham»), de que pertenece al lugar donde está, y percibe con
gran interés y alegría que él y el mundo en el que existe han
sido creados así.
El balance de una experiencia dotada de intensidad y sere-
nidad, de una vivencia con acentuados matices y carente de
La vida plena

amenazas a la existencia, será sin duda distinto en función de


cada persona.3 Un montañero experimentado hará precisa-
mente tal balance de un paseo por la montaña; en cambio, no
pensará igual el paseante inexperto, para quien tal vez la ex-
cursión represente una amenaza porque mirar desde las al-
turas le produce vértigo. Una película de dibujos animados
ofrecerá la proporción adecuada de estímulo y sensación de
seguridad a un niño, pero resultará aburrida para un adulto
porque no le procurará suficiente intensidad. Por un lado, esto
significa que la felicidad, vista como una experiencia intensa y
rica en matices - siempre que no sea amenazante ni resulte
conflictiva- , es relativa en función de quién sea la persona que
experimenta una situación dada, y por otro lado, permite es-
tablecer una gradación de unas circunstancias a otras. Habida
cuenta de que todas las personas son diferentes y tienen nece-
sidades de intensidad distintas, y considerando que todas de-
sarrollan sus propias estrategias para superar los conflictos,
cada una en particular valorará sus experiencias como más o
menos felices de acuerdo con este baremo.
Ahora bien, todos estos factores descriptivos no dejan de
ser simples indicaciones. A sabiendas de que todas las perso-
nas viven en algún momento situaciones intensas, aunque no
por ello amenazantes, cualquiera puede remitirse a esta des-
cripción indicativa para hacerse una idea de en qué consis-
te ser feliz. No se trata aquí de dar una definición estricta
del concepta de felicidad, de la cual poder deducir -como ha-
cen los filósofos con tanto agrado en la actualidad- criterios
por los que evaluar si una experiencia es dichosa o no. Nadie
se rige por criterios ni verifica si es feliz o no de acuerdo con
ellos, igual que tampoco ideamos el concepto de «lleno>, a
partir de los criterios derivados de saciedad, ni nos pregunta-
mos si nuestro estado individual satisface o no sus premisas
después de habernos regodeado con una buena comida. Sólo
unos pocos pedantes con veleidades filosóficas cuestionarían
a alguien que expresara abiertamente «¡Dios mío, qué feliz
soy!», proponiendo comprobar, de acuerdo con ciertos crite-
rios, cómo se ha logrado la experiencia para que alguien ose
Intensidad y seguridad...

llamarla así, e incluso, si la persona en cuestión acaso tiene


autoridad para darle un apelativo de esta naturaleza. Aquí la
cuestión no es abordar este tipo de particularidades que afec-
tan a la legitimidad del uso de la lengua, sino idear un concep-
to de felicidad que se corresponda con nuestra experiencia;
que sea explícito y que llame la atención sobre el hecho de que
la felicidad, si bien es poco habitual, efectivamente es posible,
y a partir de dicha experiencia habrá que averiguar cuándo es
factible y en qué medida está en nuestra mano que ésta pueda
darse.
Cualquier persona es capaz de imaginar experiencias co-
yunturales y vivencias en determinadas etapas de la vida que
puedan propiciar una sensación de felicidad. Sin embargo,
que estas coyunturas se puedan pensar no significa que vayan
a presentarse ni que puedan provocarse. Las personas siem-
pre viven en situaciones sociales complejas, en las cuales son
transformadas y a las que a su vez transforman mediante sus
acciones; en consecuencia, es posible afirmar que sólo aque-
llas coyunturas en las que se dé este delicado equilibrio entre
intensidad y ausencia de conflicto favorecerán la experiencia
de la felicidad. Esta vivencia suele representar un lance fue-
ra de lo corriente en el flujo de la vida, que casi siempre desa-
parece al poco tiempo. Por norma general, en las reflexiones
sobre la felicidad no se tiene suficientemente en cuenta la in-
mensa complejidad de los factores con los que las personas
deben bregar en algunas etapas de su existencia.

Los hombres y las cosas

El primer aspecto que se debe tener presente sobre este tema


-y que muy pocas veces se suele plantear- es la complejidad
de las relaciones entre los hombres y las cosas. Las personas y
las cosas establecen diferentes tipos de relaciones y se influ-
yen recíprocamente de un modo que se revela muy importan-
te para la felicidad. Sería erróneo considerar que las personas
poseen una naturaleza subjetiva sólida y las cosas tma sólida
186 La vida plena

estructura objetiva, de tal forma que el punto de intersección


entre ambas conducirá a la aparición de determinadas expe-
riencias. Es más, el modelo de pensamiento del siglo pasado
ha mostrado una y otra vez que esta contraposición entre una
subjetividad rígida y una coseidad sólida es desacertada. Ya a
comienzos del siglo xx, Ernst Cassirer se atenía a las siguien-
tes consideraciones:

Para el hombre, no existe desde el principio una representación


fija de sujeto y objeto por la que luego éste oriente su conducta;
sólo en la totalidad de esa conducta, sólo en la totalidad de sus
actividades espirituales y anímicas, y también carnales, va hacia
el saber de ambos, va a escindirse por primera vez el horizonte
del yo con respecto al de la realidad. Entre ambos no existe des-
de el origen una relación estática y fija, sino más bien un movi-
miento fluctuante de vaivén, en el cual paulatinamente cristali-
zará en el exterior aquella forma en la que el hombre aprehende
su propio ser y el ser de los objetos. 4

Por muy trivial que pueda parecer este pensamiento, posee


no obstante una gran profundidad. En primer lugar no debe-
mos perder de vista que las personas que se desarrollan en dis-
tintos entornos reales serán también individuos distintos o con
distinta ,,forma», como expresa Cassirer. Un ser humano que
crece en un mundo donde abundan las cabañas de paja, ade-
más de lanzas, flechas y canoas, se convertirá en alguien muy
distinto a otro que se eduque en un mundo de rascacielos, auto-
móviles, aviones, ordenadores y teléfonos. En general, diremos
que las diferentes relaciones sociales, en diferentes socieda-
des donde aparecen estas cosas distintas, favorecerán también
mantener un trato con personas distintas. Esto es seguro a cien-
cia cierta, pero no es toda la verdad.
Tratar con cosas dispares exige y fomenta hábitos y com-
petencias también dispares, canaliza formas de movimiento y
de percepción específicas, lleva a forjarse cadenas de asocia-
ción y abstracciones bien diferenciadas. Así como existen cir-
cunstancias que favorecen la influencia mutua entre los seres
Intensidad y seguridad...

humanos, también hay otras que alientan la mutua transfor-


mación de las personas y las cosas, y que, al igual que las cir-
cunstancias interpersonales, desembocan en experiencias que
pueden ser valoradas. Es fácil imaginar que un hombre acos-
tumbrado a vivir entre cabañas de paja, lanzas y canoas sea
infeliz cuando intenta mudarse a una ciudad, porque la es-
tructura de su objetividad no encaja, ciertamente, con lasco-
sas con las que se encuentra de un día para otro. En la pelícu-
la Dersu Uzala (El cazador), de Akira Kurosawa, se describe
este género de situaciones. Los soldados rusos que llegan de
la ciudad para hacer prospecciones en la inmensidad agreste
de la taiga siberiana se encuentran «fuera de lugar» en aque-
llas tierras. A su vez, el cazador que traba amistad con el ca-
pitán del destacamento encargado de realizar las prospeccio-
nes sigue a éste a la ciudad, pero allí se siente desdichado,
fuera de su sitio, porque no puede estar todo el día encerrado
en el interior de la casa como un « leño seco» y porque no pue-
de salir a cazar con su arma para proveerse de cuanto necesi-
ta tal como era su costumbre, sino que debe ir a una tienda a
comprar alimentos a cambio de dinero. Todo lo que percibe
el cazador kirguís y todo a cuanto está acostumbrado no tie-
ne nada que ver con el lugar en el que se encuentra casi al fi-
nal de la película, con la ciudad y las cosas que lo rodean. Por
eso es infeliz.
Muchas personas de edad avanzada se ven expuestas a ex-
periencias similares. El entorno cambia y quienes lo cambian
a menudo tienen la idea de que, al poner a disposición de los
mayores una cocina eléctrica, un ordenador o un reproductor
de DVD, su vida será un poco más fácil. Sin embargo, puede
ser que estas personas no se acostumbren a la percepción y el
manejo de determinadas cosas, así que no van a facilitarles la
vida en absoluto, más bien al revés, porque esta circunstancia
les obliga a satisfacer de forma permanente una exigencia de
cambio y de adaptación a la nueva situación. Las cosas de-
muestran entonces que la subjetividad de las personas mayo-
res no encaja en el mundo que otros valoran corno práctico e
interesante.
188 La vida plena

Las personas se alegran por principio de gozar de una per-


cepción adecuada y de poder desarrollar acciones dirigidas
hacia un fin concreto. En este aspecto, sus hábitos percep-
tivos y de acción, así como las competencias ligadas a estos
hábitos, suelen estar vinculadas a determinadas coyunturas
que pueden «adaptarse» más o menos a un esquema de percep-
ción y acción previamente establecido. Por ejemplo, Dersu, el
cazador, es capaz de leer las huellas de un tigre, perseguir un
corzo y construir un refugio con maleza de la taiga. Pero no
puede hacer sonar música de un violín, carece de oído para
apreciar la música clásica europea porgue no ha recibido la
debida formación al respecto y no puede leer novelas o com-
parar precios en una tienda. Por ello, sus hábitos de percep-
ción y de acción están desaprovechados en la ciudad, y los
que necesitaría para manejarse con las cosas de la ciudad, no
los posee. Cuando las competencias subjetivas y el mundo
no encajan bien aparecen las experiencias de extrañeza.
Con frecuencia el ser-en-lo-extraño se ha descrito como
una desgracia; lo ajeno no consiste sólo en tenérselas con una
naturaleza extraña, una lengua extraña y costumbres socia-
les extrañas, sino también en manejarse en un mundo de co-
sas extrañas. También el desfase entre un mundo nuevo de las
cosas con relación a una estructura adquirida en el pasado se
suele enjuiciar como desafortunado, o al menos nunca se va a
calificar de afortunado, más bien al contrario, se valorará co-
mo un extrañamiento propiciado por los «nuevos tiempos» y
se tachará de conflictivo. En esas situaciones de extrañeza
uno ya no es capaz de reconocerse a sí mismo. Sin duda son
los hombres quienes propiamente han confeccionado cosas
como las armas, los ordenadores, las cabañas de paja y las ca-
noas; pero el hecho de que estos objetos sean sus creaciones
técnicas no significa que todas las cosas confeccionadas por
ellos se adecuen al resto de la humanidad en todos los tiem-
pos. La casa y ese entorno de confianza donde uno ha apren-
dido a desenvolverse bien gracias a la adquisición de hábitos
constituyen contextos de cosas. En muchos números de paya-
sos la rebeldía de las cosas adquiere un importante papel: la
Intensidad y seguridad...

tabla que puede caer sobre el prójimo al menor movimien-


to de quien la sostiene sobre la cabeza, el papel que no se acaba
de desprender, la manguera que no despide agua en absoluto,
o a lo mejor sí, aunque en el momento que uno menos se lo
espera, y por si fuera poco, el líquido no sale por donde tiene
que salir. En estas situaciones no sólo se pone de relieve la fal-
ta de destreza de las personas, sino que también se destaca de
forma clara la autonomía de las cosas. Aunque nuestras cos-
tumbres siempre han tenido que ver con las cosas, también es
verdad que estas costumbres no siempre consiguen dominar-
las, o al menos no por completo.
Los trances absurdos que acontecen cuando las cosas no
salen como estaban planeadas no los conocemos únicamente
por los números de los payasos. Las cosas que están ahí aun-
que no debieran de estar, como puede ser una piedra que blo-
quea una carretera, o que faltan, cuando deberían estar, como
la llave desaparecida que ha ido a parar al fondo del bolsillo,
pueden acarrear molestias inoportunas y representar peligros
o incluso desencadenar catástrofes, como los anillos de goma
que no sellaron bien la cámara de combustión del transbor-
dador espacial Challenger, momento en el que el asunto, a di-
ferencia de lo que ocurre cuando el agua de la manguera del
jardín sale justo por los agujeros por donde no debe, pierde
toda la gracia.5
Como la mayoría de los seres vivos, en lo que se refiere a
los procesos de adaptación tamo a humanos como a cosas no
humanas, las personas se las componen mejor para adaptar-
se a lo que les sirve de alimento. Cuando se constituye un há-
bito se observa una propensión o un rechazo especial hacia
determinadas cosas de comer, como es propio de los niños
que se llevan a la boca todo lo que sabe a dulce y en cambio
rechazan los alimentos que son amargos. En concordancia
con el ritmo de los tiempos, las cosas de comer se fabrican con
métodos técnicos altamente desarrollados con el fin de que
puedan servir de sustento. Existe una industria de productos
alimenticios de la misma manera que existe una industria del
automóvil, hay una opinión crítica sobre las especialidades cu-
La vida plena

linarias que se ofrecen en los restaurantes prestigiosos o existe


una crítica de arte.
En cambio, cuando se trata de otras cosas, las personas
no hacen valoraciones tan exigentes o minuciosas. A qué tipo
de cualidades visuales y a qué sonidos uno debe exponerse se
considera menos importante que la cuestión alimenticia. Aun
cuando existan valoraciones equivalentes a las del gusto para
aludir a la percepción de otros sentidos, como el «ruido» y la
«sonoridad» o para referirse a una «panorámica agradable» o
una «vista horrorosa», se diría que las personas apenas pien-
san en las consecuencias que conlleva exponerse a determina-
das visiones o ruidos. Que consideremos (supuestamente) per-
judicial comer dulces cada día, beber alcohol y fumar no se
juzga equiparable al hecho de que a la mayoría no le guste mi-
rar hacia un muro que se desmorona ni tampoco oír el persis-
tente ruido de una obra. ¿Acaso en las cosas habrá indicios de
la «toxicidad» que nos llega a través de la alimentación co-
rrompida? ¿Nos «perjudica» un edificio «enfermo» si vivimos
en él? Es tan cierto que el persistente ruido de una obra pone
enfermo a cualquiera como que la incesante sucesión de imá-
genes de la televisión deja algún género de huella en el cerebro;
del mismo modo, por otra parte, que las comidas que ingeri-
mos dejan su impronta en nuestro organismo, favoreciendo la
adaptación del sistema digestivo y excretor. Resulta poco dis-
cutible que, a la vista de los factores de continuidad que exis-
ten entre un organismo y su entorno, las cosas producen en
nosotros muchos más efectos que los derivados de la simple
ingestión de alimentos. Es probable que ocurran muchos fenó-
menos de los que hasta ahora no somos conscientes, y que és-
tos escapen a nuestro control, dado que la interacción entre
nuestro cuerpo y las cosas aún no ha sido suficientemente in-
vestigada.
El conocimiento de las ciencias naturales y de su aplicación
técnica que hacia el año I6oo marcara el comienzo de la era
«moderna», no sólo se caracteriza por el hecho de que el hom-
bre adquiere un poder y una independencia mayor de los con-
textos naturales y del azar por medio de la creación de cosas
Intensidad y seguridad...

artificiales y de espacios vitales sujetos a su control, como se


aprecia en el caso de la obtención de las energías hidráulica y
eólica mediante máquinas que funcionan con carbón o ura-
nio, o también en la amplia independencia de las influencias
climatológicas de la que gozan las ciudades gracias a la crea-
ción de espacios vitales artificiales. Paulatinamente serán más
visibles las relaciones y las dependencias entre las cosas y «no-
sotros•>, así como las consecuencias de «nuestras» acciones so-
bre el mundo de las cosas. De ahí resultará, asimismo, una
conciencia cada vez más fortalecida de «nuestra» interrela-
ción con el mundo de las cosas y se afianzará la creciente obli-
gación de ser cuidadosos en «nuestro» obrar, dado que la red
constituida por las consecuencias de nuestras acciones será
cada vez más tupida y experimentada.6 La asimilación y la di-
gestión de los alimentos pueden describirse también como una
transformación de cosas sometidas a un procesamiento indus-
trial. Efectivamente, los productos alimenticios pueden descri-
birse como la punta de un iceberg en lo que atañe a las adap-
taciones, las construcciones y las reconstrucciones que se dan
entre el hombre y las cosas, con independencia de que unas
sean conscientes e intencionadas, y otras inconscientes y sin
objetivo aparente.

Adaptaciones

Si las adaptaciones se llevan adelante impulsadas por estados


de amenaza y de conflicto, estaremos hablando de un estado
inadaptado cuando las experiencias felices sean improbables
porque el trabajo sobre la transformación del yo o el cambio
de perspectiva sobre el mundo aún no se ha realizado. Con to-
do, este trabajo también puede producir bienestar debido a la
adquisición exitosa de nuevas competencias. No obstante, el
estado de dicha se genera más bien a través de hábitos esta-
blecidos, en virtud de los cuales los cambios que acontecen
permiten que uno tenga la sensación de encajar en este mun-
do, de que existe en el lugar adecuado y en las circunstancias
192 La vida plena

idóneas. Desde siempre, las personas que han buscado cons-


cientemente la felicidad no sólo han ponderado qué podrían
comer, sino que también han reflexionado acerca del entor-
no natural en que iban a vivir y cómo iban a crear los objetos
artificiales que necesitarían a su alrededor para ser felices.
En la época moderna, la compleja relación que existe entre
las personas y las cosas, tanto naturales como de origen téc-
nico (en adhesión al concepto de society en Whitehead, to-
mado de Bruno Latour) se ha interpretado como un híbrido
colectivo.?
El aspecto más destacado de esta interpretación es que lo
humano, lo natural y la técnica no se pueden separar. Antes
bien, todos estos factores interaccionan constantemente entre
sí, y ninguno de ellos puede modificarse sin alterar también el
resto. La representación de un factor humano «puro», inde-
pendiente de la naturaleza y de la técnica, es una abstracción
equivalente a imaginar la naturaleza y la técnica independien-
tes del hombre. El trato con estas abstracciones sólo obedece
por norma general a funciones ideológicas, en aquellos casos
en que se busca «salvar» o «proteger» «la naturaleza» ante
«el hombre» o «la técnica», en aquellos otros en que se pre-
tende salvaguardar «la técnica» ante «las fuerzas naturales»,
o cuando «lo humano» piensa en la necesidad de resguardar-
se de la técnica y del embrutecimiento natural.
Hoy, por ejemplo, difícilmente habrá un cerebro humano
en el planeta que no esté estructurado conforme a la técnica,
y no me refiero a la técnica de la psicofarmacología (si bien es
probable que ésta adquiera aún mayor importancia con el
tiempo), sino conforme a la técnica de los medios de comuni-
cación que configura los procesos cerebrales de un modo que
nos permite ver la televisión, llamar por teléfono y utilizar el
ordenador. Así como hay un músculo que opera para elevar
cargas pesadas o sostener un objeto cualquiera durante un
lapso considerable, en tanto que otro actúa sólo para mover
cargas ligeras y sujetar cosas por un breve espacio de tiempo,
igualmente un cerebro con cuya ayuda se procesan rápidas
secuencias de imágenes en simbiosis con un teclado ejecu-
Inte11sidad y seguridad... 1 93

tor será distinto del que no entra en contacto con estas cosas.
Por otra parte, toda técnica resulta del conocimiento apli-
cado a las relaciones naturales y al seguimiento continuo de
los avances realizados por eJ ser humano. Para las personas la
naturaleza es en sí algo amenazador, algo a lo que se deben
adaptar o gue deben modificar, porque de lo contrario podría
destruirlas; aunque evidentemente la naturaleza no deja de
ser ventajosa para el hombre, dado que lo contiene. Todo lo
humano es un híbrido forjado de naturaleza y técnica, en la
medida en que lo natural, lo técnico y lo humano son indife-
renciables porque todas las personas actúan y están acostum-
bradas a actuar de una forma concreta; y estos modos de ac-
tuación no son sino técnicas de adaptación, técnicas del yo
y de la configuración del mundo. Al ver el músculo de una mo-
delo, fortalecido y bien modelado en un gimnasio, uno puede
preguntarse: ¿es natural? Desde luego, porque no podría ser
como es si no hubiera existido la evolución natural de los ma-
míferos. Segunda cuestión, ¿es algo técnico? Por supuesto,
porque las máquinas en las que trabaja la modelo han sido
construidas para entrenar y modelar el músculo de una forma
determinada. ¿Es algo humano y cultural? Indiscutiblemente,
porque parte del dinero que las personas ganan en el seno de
una cultura humana es destinado a encarnar un ideal de be-
lleza establecido. En estos procesos orientados a configurar
híbridos colectivos, en los que lo humano, lo natural y lo téc-
nico se entretejen de un modo inextricable, no se puede abor-
dar la posibilidad de la felicidad sin plantearse, en especial, su
estructura temporal.

En buen momento y en mal momento

Cuando hemos tenido que darnos mucha prisa para acudir


puntuales a la estación y, una vez en el andén, resulta que el
tren lleva tres horas de retraso, solemos enfadarnos. Nos he-
mos ceñido al plan del viaje, pero éste no ha sido respetado.
Si la lluvia que debe caer en primavera después de la siembra
194 La vida plena

no llega y la semilla no brota, el agricultor -y, llegado el caso,


también la población- podría pasar apuros por no disponer
de cereales para alimentarse. Si una madre muere durante el
nacimiento de su hijo y ya no lo puede alimentar ni educar,
sus familiares se sumirán en la tristeza. El enfado, la necesi-
dad y la tristeza no son compatibles con la felicidad. En todos
estos casos, los sentimientos que denotan desgracia (un tér-
mino acaso demasiado fuerte para ser empleado en referencia
al primer ejemplo, pero no para el segundo ni el tercero) so-
brevienen a causa de un desajuste en el plano temporal. He
salido corriendo para coger el tren, pero el eren no se ha ate-
nído a su horario y aún no ha llegado. El agricultor ha plan-
tado las semillas, pero la lluvia que debe hacer brotar las se-
millas no llega cuando se espera o en el momento adecuado.
La madre ha llevado al niño en su seno con la intención de
poder alimentarlo y educarlo, pero muere antes de tiempo en
el parto.
La complejidad causal, en la que las personas se ven en-
vueltas junto con las entidades naturales y técnicas, viene
dada por sucesos o acontecimientos en un juego de transcur-
sos y simultaneidades. Las valoraciones concernientes a lo
que cuadra oportunamente y lo que no estarán no sólo rela-
cionadas con la circunstancia de si será posible aplicar esque-
mas de percepción o de acción a determinadas cosas, sino
también con la circunstancia de si los transcursos se desarro-
llarán en el orden secuencial y la velocidad «idóneas», y tam-
bién con la eventualidad de que el factor de simultaneidad se
dé como estaba planeado. Cuando un ave migratoria vuela
hacia el norte a la «espera» de la primavera y ésta se retrasa,
no se produce un acto de simultaneidad, igual que en el caso
del tren que no llega.
Los transcursos y las simultaneidades que se esperan y los
transcursos y las simultaneidades que efectivamente encajan
en un marco temporal son ajenos a la diferenciación de la na-
turaleza, la técnica y lo humano. Podríamos describir los co-
lectivos híbridos como un proceso pulsátil en cuyo seno ope-
ran patrones de secuencias y simultaneidades a un tiempo
Intensidad y seguridad... 1 95

naturales, técnicas e individuales, sea a través de la acción hu-


mana, como con los horarios de trenes, sea con independen-
cia de ella, como en el caso de las estaciones del año. Las ex-
periencias de conflictos y de «lo que cuadra oportunamente»
siempre tienen una relación estricta con el juego de secuencias
y simultaneidades temporales. En un cuadro, los colores se
perciben de forma simultánea; y en una melodía, a su vez, los
tonos se aprecian como una secuencia. Encontrarse con un
amigo en la plaza del mercado de modo imprevisto constim-
ye una situación de simultaneidad «feliz», y que a uno le caiga
un rayo, una «desgraciada». Un experimento sin fallos es una
secuencia de signos afortunada, y una cadena de fallos técni-
cos y humanos, como la que ocurrió en el accidente del reac-
tor de Chernóbil, es una secuencia catastrófica.
Si algo o bien ocurre simultáneamente con otra cosa o bien
acontece dentro de una determinada secuencia de signos, ello
implica que ese algo adquiera un significado y un valor tanto
para el espectador como para el sujeto activo. Que una cosa
«lleve» a otra, como suele decirse cuando alguien encuentra a
las personas «adecuadas» en el momento «idóneo», de mane-
ra que las informaciones que éstas pueden facilitarle a uno
sean relevantes para él, forma parte de la felicidad, en el senti-
do de que el azar es venturoso. La felicidad vital no es inde-
pendiente de la casualidad afortunada.
Podemos pensar, en consonancia con lo expuesto anterior-
mente, que de entrada una persona goza de una predisposi-
ción para tener experiencias de gran intensidad en contextos
exentos de amenaza. Supongamos que alguien se ha formado
para ser un gran músico y que podría ser feliz con su talento.
Pero ocurre que, de un día para el otro, esta persona se ve in-
mersa en una guerra o sufre las consecuencias de una catástro-
fe natural y ya no puede realizar aquello para lo que tiene ta-
lento, dado que en una situación de guerra o de cataclismo el
mundo donde tendría relevancia tocar música desaparece. Si
hubiera nacido treinta años antes o después y hubiera desarro-
llado igualmente esta formación musical, con toda probabili-
dad su talento le habría procurado una inmensa fuente de fe-
La vida plena

licidad; sin embargo, la falta de concordancia entre ambas cir-


cunstancias lo hace imposible. Las personas de habla inglesa
que se han visto en la tesitura de vivir una guerra o una gran
catástrofe natural, más de una vez se han remitido no sin ra-
zón al refrán que dice « On birth at the wrong season is the
trick of evil» para expresar que «han nacido en mala hora por
una jugarreta del diablo». 8
El proceso de adaptación para que las personas se acoplen
oportunamente a las circunstancias o para que las circunstan-
cias encajen con las aptitudes lleva su tiempo. Como ya he-
mos mencionado, el proceso de adaptación, tanto si implica
adaptarse a los demás como a las cosas en sí, muy pocas ve-
ces se percibe como una experiencia feliz. Cuando las per-
sonas realizan procesos de adaptación para encajar en el
mundo suelen pagar un precio: en el caso más trivial, el del es-
fuerzo y la incomodidad, y en el peor de ellos, el del dolor.
Como la vida es finita y los procesos de adaptación represen-
tan en muy pocas ocasiones experiencias felices, este tiempo
vital invertido suele entenderse como el precio que se paga
por la aclimatación. En la actualidad, muchas personas que
utilizan un ordenador, cuando van a enfrentarse al aprendiza-
je de un programa nuevo se cuestionan, por ejemplo, si ade-
más se verán obligadas a adaptarse a una máquina nueva o si
tal vez el precio que deberán invertir en tiempo vital y en mo-
lestias será demasiado elevado con relación a las prestaciones
y a las facilidades de trabajo que los desarrolladores de nue-
vos programas prometen. Por otra parte, los transcursos de la
acción temporal pueden estar organizados de tal modo que
sólo resulten razonables uno tras otro, en una determinada
concatenación sucesiva de aptitudes que van siendo paulati-
namente consumadas, a modo de una actividad de trabajo
productivo en cadena. Si por alguna razón sobreviene algún
cambio durante el transcurso de la acción, toda la estructura
temporal se desmorona.
Intensidad y seguridad... r97

Amenazas a la identidad

Las personas saben quiénes son y cuál es su mundo porque se


adaptan al medio; pero esto no significa que este proceso
siempre vaya acompañado de experiencias ricas en matices y
de un sentimiento de protección, es decir, de felicidad. En un
sentido estricto, significa que uno mismo no es extraño para
el mundo y viceversa. Sobreponerse a experiencias de extra-
ñeza y poder adaptarse a circunstancias nuevas también en
etapas posteriores a la infancia es una facultad muy útil que
se estima positivamente. No obstante, cuando la dinámica
cambiante del mundo, por un lado, y la elevada valoración
positiva de la flexibilidad, por el otro, se canalizan con miras
a exigir un perpetuo cambio, las personas se ven obligadas a
crear constantemente nuevos patrones de hábito, de tal ma-
nera que, mientras elaboran un nuevo patrón, ya constatan
que las cosas a las que aún intentan adaptarse están de nue-
vo a punto de desaparecer, y se ven inmersas en una vorágine
de cambio que amenaza aquello que denominamos su «iden-
tidad». En estas circunstancias, la persona ni siquiera sabe
quién es, ni en qué mundo vive de verdad. El capitalismo mo-
derno ha sido descrito como un sistema que favorece la apa-
rición de estos fenómenos de flexibilización total y de amena-
za a la identidad.9 Mientras aceptemos que estas condiciones
tienen cabida en nuestro concepto de la felicidad, sólo propi-
ciaremos que las personas sean desgraciadas.
En efecto, dado que las personas se proponen llevar a tér-
mino proyectos vitales de acuerdo con sus respectivas identi-
dades y tratan de configurar su mundo en consonancia con
estos planes, la desestabilización de la formación y conserva-
ción de una identidad puede suponer una complicación in-
mensa e incluso desembocar en la imposibilidad de hacer rea-
lidad cualquier proyecto vital.
Considerando que todo cuanto ocurre con independencia
de lo que se planifica se interpreta como subjetivamente ca-
sual o naturalmente necesario, en este mundo tan variable
UNIVERSIDAD
EAFI,: BIBLIOTECA
La vida plena

que el hombre apenas si puede planificar nada, el azar ad-


quiere cada vez más importancia. Así, la predisposición al ries-
go se valora cada vez más como cualidad humana, al igual que
adquiere cada vez más significación la tendencia a implicar-
se en procesos cuyo control se limita a una planificación muy
relativa, y que exigen además tal celeridad y son tan comple-
jos que se hace imposible predecir su desenlace.'º En estepa-
norama, la flexibilidad y la predisposición al riesgo reempla-
zan como virtudes a la prudencia y la sensatez. De hecho, en
unas circunstancias siempre tan cambiantes, la experiencia
acumulada en otra etapa de la vida aparece exenta de valor, y
la propensión a planificar con exactitud una acción determi-
nada y ponderar su alcance es ahora de menor relevancia, so-
bre todo porque partimos de la idea de que los procesos no se
pueden planificar en sus aspectos esenciales, lo que nos obli-
ga a hacer frente a los imprevistos según se presente la situa-
ción. En esta tesitura, las personas serán infelices si buscan la
seguridad en un proyecto vital que les permita llevar a térmi-
no experiencias intensas sin el componente de amenaza. Aho-
ra bien, si el hombre desiste de hacer planes vitales, le resul-
tará más fácil desarrollar la aptitud adecuada para favorecer
experiencias cada vez más intensas en contextos sin amenaza.
Sin duda, la sensación de seguridad no puede basarse sólo en
confiar en la probable realización de un proyecto vital.
La fiesta y la embriaguez anímica representan una posibi-
lidad adicional para crear situaciones felices. Las personas
siempre han creado coyunturas sociales y físicas propicias
para sacar partido de las condiciones vitales cotidianas, de tal
manera que, una vez se han dado ciertos requisitos de seguri-
dad, han podido dedicar un tiempo claramente delimitado a
intensificar su experiencia. Pero dichos requisitos son un es-
tado excepcional, como lo es el tiempo festivo. Cuando los
proyectos vitales carecen de sentido, el éxtasis, auspiciado
por la fiesta o cualquier otro factor, gana significación. n En
este contexto, da la impresión de que la intensidad de la expe-
riencia que puede llamarse de sentido es reemplazada por la
intensidad que produce el éxtasis. Si este diagnóstico es acer-
Intensidad y seguridad... I99

tado, la creciente búsqueda de intensidad en la embriaguez


anímica puede también ser un síntoma de que cada vez se ex-
perimentan menos relaciones de sentido mediante proyectos
vitales. Por otra parte, en lo que atañe a la posibilidad de una
experiencia feliz, el éxtasis parece una posibilidad que se ase-
mejaría a la experiencia de que de repente todo encaja, de que
en un momento dado de la vida un contexto de sentido se per-
cibe en toda su intensidad y sin que se cierna sobre él ningu-
na amenaza. Cuando un instante parece revelarse como la
culminación de un plan, como puede ser el caso de alguien
que se haya propuesto llevar a término una obra determina-
da y en un momento determinado sabe que lo conseguirá, la
propia certeza del logro y el «reflejo» de una totalidad tem-
poral en un momento puntual conforman las condiciones de
una experiencia de felicidad que no tiene por qué tomarse
como un «paréntesis» en el curso temporal de la vida, como
ocurre con la sensación de embriaguez. Aquí, la experiencia
de la felicidad se descubre como algo que surge en cumpli-
miento con la vida; en cambio, en el caso del éxtasis, es algo
que se produce en un «intervalo de descanso» o en unas «va-
caciones de la vida», como lo bautizó Robert Musil.
Sin embargo, no hay motivo alguno para calificar esta úl-
tima modalidad de experiencia afortunada de verdadera o
auténtica y tachar de falsa o indebida la de la embriaguez aní-
mica. El hecho de que se haya criticado la felicidad que pue-
da sobrevenir en estados de éxtasis se debe a que a veces sus
efectos secundarios alteran la capacidad de perseguir proyec-
tos vitales, y porque también en ocasiones se crea una depen-
dencia de este «estado excepcional», o sea, una adicción al
éxtasis. No obstante, esta consideración sólo será válida en la
medida en que en los sistemas sociales todavía puedan forjar-
,e identidades y contextos vitales más amplios. En un mundo
en constante dinamización y habitado por personas flexibles
y carentes de una identidad duradera resulta prácticamente
imposible establecer una clara diferencia entre el espacio tem-
poral que se dedica a cumplir con las previsiones y con lo co-
tidiano, y ese otro constituido como estado excepcional per-
200 La 11ida plena

manente, porque el significado del azar y del cambio en las re-


laciones vitales llega al extremo de convertir la vida corriente
en una especie de «frenesí embriagador». Aun cuando no rei-
ne constantemente la intensidad de la fiesta, sí retorna cons-
tantemente la «sensación acusada del cambio» que se genera
cuando las personas transitan de un empleo a otro o cuando
abandonan el estrecho contexto social formado por el com-
pañero sentimental, los amigos y los vecinos por uno nuevo,
sin que puedan ni deseen seguir unidos a aquello que hasta
entonces había contribuido a forjar su identidad.
La otra cara de esta «sensación acusada del cambio» es el
miedo a enfrentarse a una situación nueva que comportará
asimismo una carga mayor de extrañeza de lo que pueda pa-
recer, porque tal situación es más amenazante que la anterior,
ya familiar para nosotros. Se necesita tiempo para conocer a
las personas y más tiempo aún para desarrollar un patrón de
hábito conjunto, de modo que de este trato resulte una vida
común relativamente libre de conflictos. Quien no tiene tiem-
po para desarrollar el proceso que supone acostumbrarse al
otro debe renunciar al sentimiento de seguridad que transmi-
ten las uniones estrechas con hábitos compartidos y darse por
satisfecho con cierta superficialidad o cierta «visión externa»
de la vida del otro y con una consiguiente inseguridad en las
relaciones. «El miedo a lo ajeno», visto como un estado emo-
cional álgido que puede resultar de sustituir una perspectiva
por otra, es un sentimiento que no sólo está vinculado con el
temor a los conflictos ocasionalmente derivados de los desen-
cuentros propios de la convivencia, sino que se relaciona con
un afecto que emerge también del temor a tener que hacer un
esfuerzo, un esfuerzo tanto de comprensión como de adapta-
ción a la situación o a lo comprendido. Si las circunstancias
entre las personas vuelven a cambiar antes de que haya podi-
do concluir un proceso mutuo de adaptación que pudiera crear
una estructura de hábito, suele producirse una desorienta-
ción social. Algo similar se puede decir sobre la relación entre
las personas y las cosas: se necesita tiempo para adaptarse a las
cosas, ya se trate de muebles en un entorno nuevo, o del méto
Intensidad y seguridad... 201

do de aprendizaje para familiarizarse con el funcionamiento


de aparatos técnicos como un automóvil o un ordenador. Si
las cosas cambian en un período de tiempo más rápido del
que los individuos necesitan para aprender a adaptarse a ellas
en cuanto a su funcionamiento y su manejo, también en el
mundo de las cosas se produce una desorientación.
En las sociedades que se rigen mediante sistemas científicos
y técnicos, el progreso posee un valor muy alto. Por la genera-
ción de nuevos conocimientos se paga un precio más elevado
que por la producción de certezas. Además, la creación de apa-
ratos técnicos entronca con un mercado donde se otorga una
gran importancia a la venta rápida de productos nuevos, por-
que así se pueden obtener altos beneficios en un corto espacio
de tiempo. Dado que las cosas creadas con la ayuda de la técni-
ca configuran buena parte de nuestro mundo, la aceleración
de la producción compartimentada de conocimientos y de sus
aplicaciones técnicas imprime mayor velocidad al curso con el
que se suceden los cambios en el mundo de las cosas y esto re-
percute, a su vez, en los hábitos de las personas.
Este proceso de aceleración no tiene en cuenta los límites
de las personas en relación con sus capacidades para im-
plementar adaptaciones, crear hábitos y establecer procesos
de aprendizaje exitosos. Y tampoco tiene en cuenta el hecho de
que, en general, la flexibilidad y la capacidad de aprendizaje
de las personas, conforme éstas cumplen años, disminuyen
en determinados ámbitos, por lo que cada vez necesitan más
tiempo para asimilar nuevos hábitos. En un mundo de estas
características, la firme solidez de los patrones de hábito y la
consolidada identidad de las personas maduras se aprecia más
bien como una desventaja, como una falta de flexibilidad poco
acorde con el ritmo de los tiempos. Los jóvenes ya no son, ni
mucho menos, aquellos rebeldes que no saben adaptarse al
mundo, a diferencia de los adultos que ya llevan mucho tiem-
po viviendo y adaptándose a él; es más, dado que son de por
sí seres flexibilizados de entrada, los jóvenes están en condi-
ciones de enfrentarse a casi cualquier situación de este mun-
do en constante cambio y de asumir el riesgo de transformar
202 La vida plena

por completo su propia identidad (mientras exista). En cam-


bio, las personas de edad avanzada o bien sencillamente que-
dan excluidas del proceso de cambiar el mundo o bien son ex-
pulsadas, por ejemplo en lo que concierne a participar en la
producción técnica.
De esta forma, se dificulta en gran medida la posibilidad
de que las personas de edad avanzada puedan compartir mo-
mentos de felicidad con los jóvenes, ya que cada generación
tiende a replegarse sobre sí misma dentro de un sistema social
estructurado de acuerdo con su mundo comunitario y de co-
sas. El único medio que las personas de edad avanzada tienen
a su alcance para conservar su identidad es preservar su mun-
do social y el de sus cosas de los procesos de cambio acele-
rado. Estos parapetos son bastante factibles y no sólo fruto
de una reacción frente a la reciente dinamización de las rela-
ciones virales. Desde este punto de vista, los monasterios y las
comunidades de «disidentes» representan aquellos espacios
donde las relaciones sociales y con las cosas son preservadas
y estables. En estas comunidades que se desmarcan de los pro-
cesos de aceleración, la felicidad se ve menos expuesta al azar
que en los modelos tecnificados y de ritmo frenético, caracte-
rísticos de las relaciones virales propiciadas por el engranaje
del progreso científico y técnico que funciona en los merca-
dos capitalistas. La «naturaleza» parece aquí más cercana,
porque la lentitud y el ritmo cíclico de los cambios -si hace-
mos caso omiso de posibles catástrofes como terremotos, erup-
ciones volcánicas o la caída de algún meteorito--, configuran
una suerte de contramundo de la tranquilidad, que parecerá
más seguro que el mundo de las cosas producidas científica y
técnicamente a todo aquel que no busque las experiencias de
felicidad en las contingencias de la flexibilidad. No obstante,
en el discurso acerca de la «naturalidad» de la vida «sencilla»
o «lenta » y la «no naturalidad» de las relaciones vitales dina-
mizadas en el acelerado mundo tecno-científico de los merca-
dos capitalistas, se reconoce implícitamente que la «dinámica
propia>> de la investigación científica y la técnica consagradas
al progreso, así como de los mercados aceleradores del ínter-
Intensidad )' seguridad...
- ~
<.:::.
cambio de bienes, tiene en realidad un componente "ll "t
ral», en la medida en que aquí no intervienen personas q'-l i\\
rigen un proceso, sino como mucho simples comentadlJ ~tl,,\
críticos de un acontecer que se desenvuelve por sí mismo.~:~\
guna mente ha concebido todavía ni procesos natur~¡ ' -1¡ \
procesos sociales para las personas. Sin embargo, sei:t~ \ \
error suponer que allí donde no hay relaciones configt.tri\ ¾\
expresamente de acuerdo con las representaciones hu~qr:t \
correspondientes, no podrían darse experiencias felic~~ i\l'\'\
cosas y las relaciones siempre se crean a partir de ident¡~ (''\
previas al proceso de su diseiio. Pero el proceso de <t·i\'-'l\
siempre cambia a quienes lo han creado, además de a la~~~(,~\
y relaciones creadas por ellos. A causa de este acoplalt\. ~~ \
1
retroactivo resulta imposible garantizar que unas pet ~1) \
congenien con otras, y a su vez que las personas congeni~t 1\~\
las cosas recurriendo a planificaciones. t\ ~ '\
Así, al igual que dos personas que se conocen y hac:~ \"\\
sas juntas porque se gustan, y ambas cambian mutua t\ ~
por el hecho de estar juntas - quizás incluso tanto qu~ ~~I)>
de gustarse-, puede ocurrir también que, en razón de S\\ ~~j \\
tidad, las personas diseñen determinadas cosas que le~ 1'-'l~\-
cen muy útiles a primera vista y, después de cierto períl:) l:\ \\
adaptación, se den cuenta de que son un engorro. Siem))tjl) \ \
mos a encontrarnos con individuos que digan que aq1/~ \;~ \
che, aquel ordenador y aquella casa eran como se los }¡:1 ~ \\
imaginado y que les gustaron nada más verlos. Sin emb.¡~t \ \
una vez han experimentado en su propia piel lo que e.1:/t \ \
ducir, escribir o vivir con aquello, han acabado por de¡; ~~¾\
cualquiera de esas cosas. Estas formas de pensar sue1~~~~ \ \
propias de personas de edad avanzada con hábitos fi¡ I'\ \ \
ámbitos que requieren una nueva adaptación. Para lo¡;\\\-
que crecen viendo un sinfín de objetos y que han adquii:¡l)_i~~:
buenas a primeras su primer equipamiento de hábitCl¡;tj~ \'\
cuestión se ve de otra manera. Una persona que llevad~' ~ ~¾
acostumbrada a desplazarse con el tranvía, a escribir cl:)~~J~\
ta y a vivir en un bloque de pisos no considerará que ~l l)_ t:\\
bio de hábitos que supone conducir un coche, escribir ~~\\
~~
~,
~ \
\ \
204 La vida plena

ordenador y , ivir en una casa unifamiliar sea una adaptación


a un mundo más agradable, sino sencillamente que ya no
hace el recorndo de siempre, que no se le da valor al papel im-
poluto y a la unta negra, y que ya no habla con los vecinos.
En ese momento, la persona es claramente consciente del con-
traste existente entre lo que recuerda sobre sí misma del pasa-
do y lo que percibe sobre sí misma en el presente. Sólo en el
momento en que la propia persona advierte el cambio a tra-
vés de este contraste es posible reconocer que las cosas ejer-
cen una influencia sobre nosotros, igual que nos influyen los
demás. Como poco, siempre es una suerte que dos personas
distintas, cada una siendo como es, congenien entre sí, por-
que las personas siempre se cambian mutuamente unas a
otras. Por tanto, en el mejor de los casos, su forma de ser jun-
tas va a constituir un proceso que, en la esfera de este otro
proceso de cambio personal, podrá proporcionar experien-
cias de felicidad. Asimismo puede suceder que no suponga
ninguna suerte tener que acomodarse constantemente al per-
fecto mundo de las cosas con sus múltiples dobleces desagra-
dables, porque también los hombres y las cosas se modifican
entre sí. Sería un gran error suponer que las representaciones
de felicidad basadas en el progreso técnico parten de relacio-
nes adaptativas estáticas.

En realidad. estas consideraciones ponen en tela de juicio de


un modo flagrante la idea de la adaptación. Si uno sólo se
plantea la :'elicidad como el resultado de la adaptación del
mundo a las personas o de las personas al mundo, soslayaría
con ello las competencias adquiridas sobre procesos, previas
a estas adaptaciones propiamente dichas, y que acarrean
también procesos de cambio con un desenlace incierto. Estas
competencias adquiridas dan lugar a cambios recíprocos que
sólo pueden planificarse relativamente y que a su vez interfie-
ren con las adaptaciones planificadas. Las personas se adap-
tan al clima cuando calientan sus hogares, y al actuar de este
modo alteran el clima. El hecho de que el clima cambie, cam-
Intensidad y seguridad... 205

bia a su vez a las personas, que hallarán nuevas ideas para ob-
tener una temperatura agradable, etcétera. De acuerdo con
este patrón, todos los procesos acaban siendo híbridos colec-
tivos de cosas y personas.
Si la felicidad se concibe únicamente como el resultado de
una adaptación exitosa, ésta se revelará como algo imposible
en el trasfondo de esta dinámica de conocimiento. En cam-
bio, si entendemos por felicidad aquello que surge cuando se
favorecen experiencias intensas en contextos no amenazado-
res, tal vez entonces la felicidad no sea del todo independien-
te de los procesos de adaptación, en la medida en que, por lo
general, el resultado de lograr una adaptación sea una seguri-
dad fruto de la interacción de las personas entre sí y con las
cosas, de tal manera que desemboque en cierta estabilidad de
las relaciones. Ahora bien, esta estabilidad no basta para que
se dé necesariamente la felicidad, pues la mayor característi-
ca de la experiencia intensa es que aparece de forma inespera-
da y no puede planearse. En ocasiones, los poemas solemnes
documentan la experiencia intensa que significa «pertenecer
n algo», que una cosa determinada o aquel ser suponga un
motivo para alegrarse de estar en el mundo, que ello no sea el
resultado de un esfuerzo en el que nos hayamos aplicado no-
sotros o el mundo, sino de algo que se da como una aparición
en un momento afortunado. 12 En este sentido, las experien-
cias de felicidad son bastante posibles en relaciones relativa-
mente no amenazadoras, si bien es algo que no se puede pla-
nificar ni siquiera en el marco de unas relaciones seguras. Las
experiencias de felicidad nos acompañan parcialmente, sin
embargo es inútil intentar verlas como algo que podamos
confeccionar mientras cambiamos nosotros, o los demás, o
incluso las cosas que nos rodean de acuerdo con un plan.

J AMES WILLIAMSON
(Granchester, Cambridge)
207

Pluralidad de voces
Tener opiniones nos aleja de la plenitud
BUDA

La muerte de Stanley Low

Nunca podremos saber con certeza si Stanley Low presintió o


planeó su muerte, si fue un accidente o un suicidio que tenía
en mente desde mucho antes. Tras finalizar la corrección de
las galeradas de este libro, un viernes de mayo a mediodía,
tomó un avión desde Hannover a Zúrich para pasar el fin de
semana con su hija y su ex mujer. Con posterioridad, ella con-
tó que por la tarde Low había salido de la casa, situada en la
zona del Zürichberg, después de haber discutido con su hi-
ja de crece años. Tal como revelaron las investigaciones de la
compañía de seguros, había tomado un taxi -prácticamente
en el mismo portal de la vivienda familiar- que lo condujo
desde Spyriplatz hasta el cantón de Glaris, donde pernoctó en
una pensión rural de Elm. Según relató la dueña de la pen-
sión, al día siguiente, o sea, el sábado de buena mañana, em-
prendió desde allí camino hacia el Freiberg.
Low me habló en alguna ocasión de las excursiones que
había hecho con su hija por el parque de Freiberg. En una la-
dera poblada de pastos en el monte alpino de Ampachli, poco
antes de llegar a la reserva natural de Karpf, que se extendía
más allá de la última granja, miraba con los prismáticos a las
marmotas mientras se hallaba en compañía de la niña. La
posnira de estos animales vigilantes, que se enderezan sobre
cualquier elevación del terreno y que en cuanto se cierne so-
bre ellos una sombra emiten un silbido tan fuerte que todos
los miembros del grupo se escabullen en la cavidad más pró-
xima, a Low siempre le había llevado a pensar que la posición
208 La vida plena

erguida de los humanos es también una postura de vigilan-


cia permanente. Desde tiempos inmemoriales, los filósofos
han sacado conclusiones sobre nuestra postura erguida y se han
remitido a ella para establecer un criterio de distinción en-
tre los hombres y los animales, como el hombre de Platón,
definido como un «animal bípedo sin plumas». Como sostu-
vieron los filósofos posteriores, la postura erguida -pensaba
Low- había supuestamente «tendido la mano» para hacer
posible el uso de la herramienta, cosa que habría facilitado
asimismo el rápido desarrollo del cerebro y de las facultades
mentales. Aunque también hay monos, como por ejemplo los
babuinos, que jamás se han puesto, ni por un instante, de pie
sobre sus dos patas, y que tampoco se sentarían para hacer
uso libre de sus manos, como Low sabía por las investigacio-
nes del biólogo de Maguncia, Winfried Henke, y como todos
nosotros sabemos también por las visitas al zoológico. Al igual
que muchos argumentos filosóficos, la historia de la posición
erguida, basada en rancios postulados de biología, probable-
mente no tiene mucho que ver con la realidad. Pero, en su va-
nidad, las personas tienen la imperiosa necesidad de distin-
guirse como especie de los animales y, en opinión de Low,
más de una filosofía y de una teología están al servicio de
satisfacer esta necesidad por medio de cualquier teoría del
«ortogradismo», como se la llama en el campo de la antropo-
logía.
El propio Low estaba convencido de que existía una con-
tinuidad entre las personas y los animales, y se había aproxi-
mado a esta cuestión a través de la metafísica de la evolución
de Peirce, con su sinergismo, y de la teoría schopenhaueria-
na de la voluntad universal en la naturaleza, para sustentar
su convicción de que también las personas son animales, sin
duda «malogrados» de un modo muy particular y por ello mal-
hadados también, como se esmeró en expresar. Más de una
vez le oí criticar a Heidegger, quien aseguraba que el hombre
muere, pero el animal termina; esto es, que el hombre existe
en su mundo interpretativo, mientras que el animal sólo po-
see un entorno. La filosofía de Heidegger que, según Low, ha-
Pluralidad de i•oces 209

bía sido sobrestimada en el siglo XX, alcanzaba aquí una tris-


te cima del disparate, al adornarse con una terminología pom-
posa que tenía su origen en un prejuicio religioso.
Por mi parte pienso, como Low, que la sucesión de conti-
nuidad entre hombres y animales es mayor de lo que suelen
210 La 11ida plena

asegurar los filósofos; pero, al mismo tiempo, me parece, y


aquí Low hubiera discrepado, que las categorías de felicidad
e infelicidad no tienen nada que ver con la historia natural, y
que no tiene ningún sentido interrogarse por la dicha y la des-
dicha de un tigre en relación con la «felicidad» o la «infelici-
dad» de una persona. Calificar a los animales o las personas de
«logrados» o de «malogrados» sólo es aceptable en contex-
tos tecnomorfos y teológicos, en los cuales cabe preguntarse
si un Creador ha logrado hacer realidad las intenciones que
tenía cuando se puso manos a la obra a crear los seres vivos.
Sin embargo, en cuanto reconocemos que nadie pensaba ha-
cer nada con nosotros, ni con el tigre ni con ningún otro ani-
mal, es absurdo hablar de que esta o aquella especie ha sido
lograda o malograda. Es más que probable que los animales
no reflexionen acerca de su vida y que no se alegren de su
supuesto sentido existencial: si la felicidad significa alegrarse
por las relaciones que aportan un sentido (y al menos para mí
éste es un significado plausible de la palabra), será difícil que
experimenten felicidad. Sin embargo, a menudo he visto a
ciertos animales, en concreto a perros o monos, sumidos por
completo en una actitud absorta, y visto desde fuera me ha
dado la impresión de que se encontraban en ese estado de gra-
cia en el que, cuando se da, parece que nosotros, las personas,
tenemos la sensación de que todo encaja y nos sentimos am-
parados por esa Totalidad.
En otra ocasión en que también hablamos de las marmo-
tas del Freiberg, Low observó respecto a este asunto de la
postura corporal humana que, además de la posición vigilan-
te de las marmotas, siempre le habían llamado la atención la
actitud de los osos cuando se ponen de pie sobre sus dos pa-
tas en señal de amenaza. Los perros y los caballos también al-
zan el cuerpo cargando sobre sus cuartos traseros cuando
amenazan. Resoplan acercándose a la cabeza de su adversa-
rio, haciéndoles así oír el impacto de sus mandíbulas. En aque-
lla ocasión, Low aventuró que la razón por la que los hom-
bres andaban por el mundo sobre las dos piernas podía deberse
a que siempre se habían hallado en un estado de perpetua vi-
Pluralidad de voces 2I I

gilancia o de amenaza permanente o incluso de una mezcla de


ambas. ¿No serán el miedo y la agresión la base de casi todas
las actividades humanas, en particular de la técnica, tan alta-
mente valorada por los antropólogos filosóficos, pero que a
fin de cuentas es siempre una técnica armamentística y de gue-
rra?, se preguntaba. Mostrarse al enemigo en una postura fir-
me sobre las dos piernas para amenazarlo probablemente in-
dique el punto de partida en el que el hombre empezó a andar
en posición erguida.
Hacia las nueve de la mañana del sábado del que habla-
mos, en su diligente marcha, Low debió de pasar por donde
las marmotas y luego ascender hasta la reserva natural de fau-
na de Karpf, donde seguramente vio cabras monteses y rebe-
cos. A continuación, cuando ya se encontraba al nordeste del
lago Chüeboden y más o menos frente al monte Wildmadfurg-
geli, quiso ascender por una escarpada pared de roca. Hubie-
ra necesitado una cuerda de escalada, clavos y mosquetones,
pero él ignoraba que podría necesitarlos y evidentemente no
los llevaba encima. Iba sin el menor equipaje; ni siquiera en-
contraron una mochila con unas mínimas provisiones entre
sus pertenencias. No llevaba anorak, ni botas de senderismo,
sólo un traje de lana y el chaquetón negro que usaba siempre.
Al parecer aquella mañana había lloviznado en la región
de Glaris, por lo que a buen seguro las piedras estarían resba-
ladizas. Desde aquella pared se precipitó cien metros en una
caída mortal. No está claro adónde pretendía llegar en reali-
dad en su ascenso, puesto que no hay camino más allá de la
mitad superior de la pared. En el mes de mayo era imposible
llegar a ningún sitio, salvo a un gran helero, empinado y en-
durecido, que a duras penas habría podido escalar sin las he-
rramientas adecuadas, como unas botas con crampones y un
pico. Quizás en su fuero interno Low pensara que el ascenso
sería arriesgado, y desde luego tal como iba vestido, con el
chaquetón, mucho más difícil aún; hasta es posible que hu-
biese evaluado la posibilidad de caer y por tanto también una
posible muerte -si alcanzaba cierta altura de caída, claro está.
La línea divisoria entre una muerte accidental y una vo-
212 La vida plena

luntaria difícilmente puede ser clara. Las personas que han


agotado hasta el extremo su voluntad de vivir, a menudo co-
rren riesgos extremos, pues el peligro de salir mal parados ya
no supone nada terrible. Tal vez a Low le sucediera algo así.
Puede ser que, mientras emprendía el ascenso por aquella pa-
red resbaladiza, la posibilidad de morir supusiera una repen-
tina atracción, como les sucede a algunas personas que se
sienten atraídas por la profundidad del abismo. También es
posible que se hubiera empeñado en ascender la pared con la
idea de que, o bien divisaría una hermosa visea del lago Chüe-
boden, o bien causaría su muerte; en función de sus propias
fuerzas y de su destreza para acometer aquel p unto, caracte-
rizado por la humedad y por una placa de roca muy lisa. Qui-
zá tuviera en mente lanzarse al vacío desde el helero y senci-
llamente se cayó anees.
Aquella misma noche, la dueüa de la pensión dio aviso al
servicio de salvamento de montaña de que Low no había re-
gresado, tal como le dijo que haría cuando se fue. Pero la no-
che había caído ya, y el equipo de rescate nada podía hacer. El
Pluralidad de voces 213

sábado por la tarde Low se cruzó con otro montañero que ba-
jaba del Wildmadfurggeli. Tanto para sus familiares -en par-
ticular, para la hija que vio por última vez a su padre en una
situación de discordia, a consecuencia de la cual éste había
abandonado la casa- , como también desde el punto de vista
técnico del seguro en lo concerniente al pago de la compensa-
ción en caso de muerte, el accidente era mejor opdón que ha-
cer pesquisas sobre la muerte voluntaria. Low no había salta-
do desde la montaña, dijo el experimentado montañero que
se lo había cruzado.

Una imagen

Un joven de Kirguizistán que había fijado su residencia en


Suiza encontró a Low. El tipo se llamaba Said Aitmatov y su
sagacidad era extraordinaria. Me encontré con él en el pueblo
de Elm. Como siempre que iba de excursión a la montaña,
aquel día Said también llevaba consigo su teléfono móvil, que
utilizaba para sacar fotos. Después de permanecer un rato en
aquel lugar y de tener la vivencia que me contó, según me dijo
en su alemán con acento extranjero durante nuestro encuen-
tro, fotografió al muerto por dos motivos: por un lado, pen-
saba aportar con ello una especie de documento sobre la des-
gracia que en algún momento quizá se revelase de utilidad (y
a este respecto no le faltaba razón). Por otro lado, aquel jo-
ven, cuya óptima situación económica resultaba evidente, era
también artista, y como supe por él en conversaciones poste-
riores, además de su interés por conocer la naturaleza -prue-
ba de ello es que había viajado por todos los rincones del mun-
do recorriendo largas distancias siempre a pie-, se dedicaba
de forma muy intensa a su trabajo. Es posible que su ímpetu
artístico hubiese alentado en su interior el deseo de capturar
en una fotografía la superficie de rocalla con el muerto.
Said Aitmatov me describió con detalle que, al vislumbrar
el rostro de Low entre las piedras del terreno poblado de ro-
calla donde había caído, experimentó una emoción tan asom-
214 La vida plena

brosamente conmovedora que se vio obligado a sentarse so-


bre un peñasco y allí permaneció sin moverse. Ignoraba cuán-
to rato debió de estar ahí sentado. Hasta que no volvió a le-
vantarse de su asiento de roca no se percató de la presencia de
dos grajillas acurrucadas muy cerca de él, en unas piedras.
Low tenía el pelo cano, y también su rostro había adquiri-
do un ligero tono grisáceo. Tal como Aitmatov dio a conocer,
iba ataviado con un traje verde con motas blanquinegras y
llevaba zapatos negros. (Con aquella vestimenta me lo había
encontrado muchas veces en la Academia.) Low yacía en me-
dio de aquella pista rocosa, entre las piedras negruzcas y gri-
ses cubiertas por líquenes verdosos y blancuzcos que en algún
momento se habían desprendido de la pared; igual que el
muerto, que dirigía la mirada al cielo con los ojos abiertos y
una plácida sonrisa en la cara, o en cualquier caso así le había
parecido a Aitmatov. Era, dijo el kirguís, como si el muerto
perteneciera a aquel lugar, como si hubiera estado allí siem-
pre o como si al final hubiera llegado a donde, con todo el
derecho, siempre había querido ir. Según el montañero, no se
Pluralidad de voces 215

veía sangre ni tenía el cuerpo contraído, antes bien sus pier-


nas y sus brazos estaban extendidos como alguien que estira
sus miembros en la cama después de un sueño reparador. No
se oía nada, ni los pájaros ni el silbido de una marmota, nada;
había una quietud manifiesta hasta en el suave rumor de la
lluvia ligera que caía sobre las piedras.
Nunca en su vida había visto una pista de grava tan her-
mosa como aquella con Low muerto allí en medio, hasta el
punto que, por extraño que pueda parecer, le invadió una
sensación de euforia conmovedora y absolutamente descono-
cida para él hasta entonces, frente a aquel muerto sonriente
entre las piedras, por cuyo rostro se deslizaban unas diminu-
tas gotas de llovizna en un gesto afectuoso. Aitmatov contó
que la «resonancia» de aquella sensación de euforia de la que
había sido presa junto al muerto en la rocalla persistió duran-
te todo el día, e hizo hincapié en que no había sido una eufo-
ria impetuosa - si es que se puede llamar así a la impresión
que lo había forzado a dejarse caer sobre un peñasco y per-
manecer allí absorto en el paisaje-. El sentimiento de aquel eco
emocional era algo absolutamente desconocido para él. En
aquel estado, y por primera vez en su vida, le habían venido a
la memoria determinadas impresiones visuales, sensaciones y
estados de ánimo de su infancia, lo cual le había proporcio-
nado una gran serenidad. Mientras estaba sentado sobre el
peñasco, junto a la pista de grava, le había embargado o so-
brevenido una sensación de temporalidad tan especial que
había sacado el teléfono móvil de la mochila para sacar una
foto de Low tendido allí, entre las piedras y la pared rocosa.
Durante mucho tiempo, no pudo borrar de su mente las foto-
grafías que hizo entonces, hasta que al final se decidió a inten-
tar pintar lo que vio.
De hecho, aún estaba trabajando para plasmar sobre el
lienzo la pista de grava con Low yaciente. Pero, igual que
ocurre con los textos, las imágenes no dejan de ser reduccio-
nes, sinopsis de la realidad. Lo que Aitmatov vivió en aquella
pista rocosa, fue más bien una especie de experiencia «ínte-
gra» de la realidad. Cuando encontró a Low, no pensó de in-
216 La vida plena

mediato: « ¡Oh, Dios mío, este hombre se ha precipitado des-


de ahí arriba, a ver si puedo hacer algo por él...! ». No pensó
esto ni nada parecido. Lo extraño del caso fue que, según el
propio Aitmatov, no concibió la escena que vio como una si-
tuación ponderable en un sentido u otro, ni la percibió en ab-
soluto como una situación de emergencia, si bien enseguida
tuvo claro que ahí había una persona muerta. Antes bien, ex-
perimentó un vínculo de unión con aquel hombre que yacía
allí tendido y tuvo la impresión de que él mismo se sentía par-
te de un patrón complejo y casi interminable. Fue como si, en
su ser, se aunaran todas las piedras y los colores de éstas, el
brillo y el rumor de las gotas, los rasgos del rostro del muer-
to, el motivo jaspeado del traje de Low y las formas que se
habían moldeado en s11s zapatos, en el momento en que un re-
guero de lluvia caló en la polvorienta capa de la piel negra;
fue como si en su ser se aunaran todas aquellas particulari-
dades con la misma concisión. Todo aquello había sido para
él, se veía obligado a repetirlo, una manifestación hasta en-
tonces desconocida del presente, sin remitir a nada más. Y le
había invadido una gnn alegría que no podía explicar.
Cuando lo vi, aún P.staba trabajando en el cuadro, y preci-
samente el hecho de que aquella experiencia no conseguía
materializarse lo llevaba por momentos a pensar en aceptar
el mundo no como algo verdadero, sino como es; o en no to-
marlo siquiera por verdadero, sino como si por primera vez
existiera sólo en él, incluso aunque este mismo hecho hiciera
imposible pintar un cuadro de aquella pista rocosa. De niño,
algunas veces uno puede descubrir en una pared empapada
de humedad o en las nubes todo género de formas que llegan
a ser df' una belleza pasmosa. Y, a buen seguro, no es en abso-
luto desacertado emplear el término « belleza» para ilustrar lo
que vivió entonces. Sin embargo, es una palabra que a la vez
se le antojaba excesivamente simple, como una calificación
cualquiera con la que tanto podemos valorar un cuadro, un
texto, lo que sea.
A juzgar por la posición del cadáver al pie de la pared ro-
cosa, como lo capturó el pintor con su teléfono móvil, Low
Pluralidad de voces 217

debió de caer de espaldas tras haber ascendido unos dos ter-


cios de la misma. La aseguradora de Zúrich mandó compro-
bar esta información a su gente antes de desembolsar la corres-
pondiente compensación por causa de muerte. Los expertos
del equipo de rescate en montaña se personaron una vez más
con Aitmatov en el lugar de los hechos y se ocuparon de facili-
tarles todas las explicaciones necesarias. El día del entierro, yo
mismo vi el cadáver en el cementerio de Flunter, en Zúrich.
En efecto, Low tenía una expresión de placidez en el rostro,
como la que se aprecia en alguien que hubiera dejado, por fin,
algo agotador tras de sí.

Desencuentros

En los últimos días antes de su muerte, que Low había pasa-


do muy ocupado en corregir con «alta precisión» las galera-
das, también nuestras conversaciones se volvieron más áspe-
ras. En los tres años y medio de camaradería desde que nos
conocimos, habíamos charlado extensamente de filosofía, de
218 La vida plena

la vida académica y no académica, de política, de economía y


de arte. Tanto para mí como para Low fue una época muy es-
timulante. Sin embargo, en nuestra última conversación so-
bre Tala y Austerlitz, novelas de Thomas Bernhard y de W. G.
Sebald respectivamente, habían surgido tensiones porque yo
dejé traslucir mi impresión particular de que el tono bernhar-
diano, que el autor empleaba a partir del discurso del prín-
cipe al final de su relato Trastorno y que impregnaba cada
una de sus obras, se iba reduciendo a una malla con la que el
autor, de un modo casi artesanal, trataba cualquier tema. Por
su parte, el silencioso Sebald se esmeraba en la modulación
del idioma, quizá también en un tono constante e inconfundi-
ble que me resultaba sin embargo simpático, porque con cada
uno de sus libros escribía una y otra vez la misma obra sobre
la extrañeza, la decadencia y la melancolía, sin que uno tuvie-
ra nunca la impresión de que recurriera a una especie de «mé-
todo de lenguaje» con que poder «fulminar» cualquier tema.
Enseguida me di cuenta de que la impetuosidad totalmente
superflua de mi valoración sobre estos autores que ambos ha-
bíamos leído y apreciábamos hirió a Low. Las conversaciones
permanentemente evaluativas acerca de las contribuciones a
la pregunta del certamen debieron hacer mella en mi mente,
induciéndome a establecer una suerte de ranking entre ambos
artistas de la lengua. Todavía hoy me reprocho el no advertir
en aquel instante que ahí estaban presentes dos voces, y que
la cuestión no era en absoluto dirimir cuál de las dos era la
«correcta» o la «más importante» (¡como si aquellas valora-
ciones personales se mostrasen reveladoras en algún senti-
do!), pues creo que con aquel desaire de entonces dañé mi re-
lación con Low, y eso es algo que ahora ya no puedo arreglar.
Porque yo sabía bien que, para Low -y debí haberme ate-
nido a esa observación-, las obras de Bernhard poseían un
significado que iba más allá del aspecto estético. A mi pare-
cer, su lenguaje era para él un dique existencial que se había
convertido en un sustitutivo de una voz propia. Mi observa-
ción desfavorable estaba movida por algo intangible, como
ocurre a veces con las diferencias estéticas (y también políti-
Pluralidad de voces 219

cas) que no se pueden clarificar desde una mera perspectiva


argumental, y en consecuencia, difícilmente resultan explíci-
tas para los implicados. Los distintos puntos de considera-
ción de los que parten las personas en razón de sus diferentes
juicios de valor, según sus experiencias, no se pueden «equi-
parar» entre sí, sólo cabe tomarlos en cuenta y reconocer que
ahí existe una diferencia. Si tal diferencia no se acepta, y por
el contrario uno intenta poner mayor acento en ella o encu-
brirla, se desencadenarán pugnas. En aquella ocasión incurrí
en el error de intentar disimular nuestras divergencias, y eso
produjo un inevitable enfriamiento de la relación. A partir de
entonces nos limitamos a intercambiar unas pocas palabras,
siempre cordiales, eso sí.
El lunes de la misma semana en que Low murió, más o me-
nos dos semanas después de nuestra conversación sobre Tala
y Austerlitz, me llamó para comunicarme que tenía previsto
llevarse a casa las últimas correcciones de las segundas gale-
radas y que las enviaría a Múnich desde una estafeta de co-
rreos de Ha1mover. Con ello daría por concluido su trabajo. Me
daba las gracias y al colgar se despidió con un «Hasta la pró-
xima». La despedida de Low me causó cierta tristeza, aunque
no la consideré como el vaticinio de que pretendiera acabar
con su vida poco tiempo después, y de hecho hoy tampoco me
lo parece. Pudo haber sido sencillamente un hecho acciden-
tal. Sólo porque alguien ha muerto, uno tiende a interpretar
con demasiada facilidad todo cuanto ha podido decir y hacer
antes de su muerte como un indicio y una preparación del fi-
nal. Ante todo llevamos luto por las conversaciones que no
podremos retomar y por los malentendidos imposibles ya de
corregir, y que se hacen difíciles de soportar en estos casos,
pues se nos pasan por la cabeza una y otra vez, mientras les
brindamos una ristra de interpretaciones que deben obligato-
riamente cobrar especial relevancia para el final de la vida. Por
mi parte, tenía la esperanza de que en algún momento pudié-
ramos subsanar los resquemores surgidos en nuestra última
conversación en la Academia de Calenberg, quizá mediante
una charla sobre la absurdidad de las jerarquías. La desgracia
220 La vida plena

de la muerte consiste en que, por su causa, ya nada podemos


enmendar entre nosotros.
La voz de Low y la mía; la voz de la hija de Low y la de él
han quedado suspendidas en una relación inconclusa. Como
en cualquier relación, unas veces la conversación se tornaba
ora estimulante ora sofocante; unas veces había impedimentos
y otras, momentos de euforia. En un juego recíproco de voces
así no se trazan objetivos; sin embargo, en ese juego de re-
ciprocidades, cuando una voz se desmarca de la otra, a aquel
que se ha quedado rezagado le parece que el objetivo, inma-
nente en apariencia, ya no se podrá alcanzar jamás. Mientras
nos hallamos en un intercambio, éste a menudo nos resulta
una carga y deseamos evitarlo. Ahora bien, en cuanto éste se
ve truncado por la muerte de una persona, nos da la impresión
de no haber podido decir lo más importante; es como si nos
hubieran arrebatado la posibilidad decisiva de llevar hasta el
final algo que en definitiva ya tenía un principio.
Me pregunto si quizás este enfriamiento de nuestra rela-
ción pudo contribuir de algún modo a corroborar su decisión
de poner punto final a su vida. Low podía pensar que, en el
fondo, ya no había nada de qué hablar ni conmigo ni con su
hija, que su mundo se había agotado para siempre. Sé muy
bien que nuestra existencia se entreteje siempre de conversa-
ciones inacabadas y de malentendidos, y que la mayoría de
las veces estos actos inacabados y desencuentros no van acom-
pañados de una muerte voluntaria, sino que, al contrario, ha-
brá efectivamente una continuación y una reconciliación. A
pesar del trabajo de los últimos afios en la Academia Calen-
berg y de las conversaciones que mantuvimos -que, por un
lado, no sólo le ayudaron a desprenderse de un estado de odio
«teledirigido>, hacia su mentor académico, sino también a su-
perar su resignación respecto a lo académico y a su vida con-
yugal, devolviéndolo a un estado de pensamiento activo y a
una plática amigable-, me seguía atormentando pensar que
ese estado nuevo y mejor para su persona hubiera sido tan
efímero. Paradójicamente, ni él quería volver a padecer el es-
tado de odio y resignación en el que se había visto sumido en
Pluralidad de voces 221

un principio, ni tampoco consideraba viable proseguir con el


nuevo.
Cuando el editor se enteró de la muerte de Low, preguntó
en primer lugar a la viuda si podía buscar las galeradas para
decidir hasta qué punto había dejado avanzado el trabajo so-
bre las copias de los cuatro escritos finalistas del premio. A
su vez, la viuda se puso en contacto conmigo porque sentía
que la tarea la superaba. Después de revisar personalmente
las pruebas, informé al editor de que no había que enmendar
nada del conjunto de la obra; a continuación, éste me pedía
- ahora, tras la muerte de Low- que redactara algo sobre él a
modo de reconocimiento, o sea, que escribiera un texto en el
que plasmara mi valoración de toda esta empresa relativa a
la pregunta meritoria del premio Calenberg, dado que Low
le había informado de mi colaboración en la elección de los
textos.
Esto era cierto, en la medida en que leí y discutí con Low
algunos de los trabajos enviados. Sin embargo, desde el prin-
cipio los contenidos argumentales de los textos y la posible
jerarquizacíón de los mismos me interesaban poco, como tam-
bién le ocurría al propio Low. En realidad, me proporciona-
ban mayor aliciente los diferentes puntos de partida desde los
que se podía intentar dar respuesta a la pregunta acerca de si
las personas pueden ser felices, como estos trabajos muestran.
En este libro, a mi modo de ver, la recopilación de estas distin-
tas visiones es una cuestión más interesante que los diversos
fundamentos, mejor o peor logrados, que lleven a uno a estar
más de acuerdo con un determinado punto de vista que con
otro. No voy a clasificar por orden estos tratados ni tampoco
me propongo reflexionar acerca de qué punto de vista adopta-
ría a título personal con mayor probabilidad, puesto que no
tengo la menor intención de hacer mío ninguno en especial.
222 La vida f,lena

Polifonía y descripción

Si hubiera existido un jurado destinado a conceder un premio


al ensayo elegido como ganador, este libro no hubiera visto la
luz, sino que sólo se hubiera publicado el escrito más exitoso
a ojos de la comisión. Cuando Low afirmaba que el estado li-
minar en el que tanto él como yo manejamos estos textos
- además de la circunstancia de que fueran muchos y no hu-
biera ni convocatoria de premio ni jurado, aunque sí existie-
ra todavía la sala de la academia, y no la Academia-, cuando
decía que dicho estado limítrofe era un ideal, hacía referencia
solapadamente a las consabidas controversias académicas
-como las que suelen producirse en este tipo de certáme-
nes entre los distintos miembros del jurado que se toman
por prestigiosos «representantes» de ciertas «direcciones» fi-
losóficas- que, evidentemente, no tenían la menor cabida en
nuestra situación. Para empezar, porque ni Low ni yo nos
considerábamos «representantes» de ninguna «postura» filo-
sófica concreta. Además, no te1úamos que convencernos mu-
tuamente de nada, ni tampoco teníamos que convencer a na-
die de la supuesta «predominancia» o «insostenibilidad» de
determinados puntos de vista.
Es más, Low reivindicaba el derecho a no tener necesidad
de afianzarse en un punto de vista concreto porque, según él,
el mundo académico lo había aniquilado mentalmente. Yo, en
cambio, rechazo por principio lo que suele entenderse como
«tener» o «representar» puntos de vista. Al igual que Kierke-
gaard, cuyo único principio era no partir de ningún principio,
mi punto de vista consiste también en no erigirme en represen-
tante de punto de vista alguno, ni de cara a mí mismo ni de
cara a los demás, para no rebajarme a ser un defensor de una
forma determinada de ver las cosas, porgue si actuara así, de-
bilitaría irremisiblemente mis facultades para contemplar y
describir la vida y el mundo de un modo veraz. Esto es algo
que también me quedó claro en las conversaciones que man-
tuve con Said Aitmatov, quien, con su inusual conocimiento
Pluralidad de voces 223

del alemán y con la distancia de alguien que no se expresa en


su lengua materna, observó que «tener» indica sin duda una
posesión, y que él no era capaz de entender una convicción o
una visión del mundo como una posesión que se debiera admi-
nistrar y conservar como si fuera un coche o un costoso reloj
de pulsera. Le parecía más bien que las convicciones le sobre-
venían en una conversación o una reflexión, o que de pronto
él iba a parar en medio de una visión del mundo, como cuan-
do se encontró con el cadáver de Low en la pista de rocalla.
Del mismo modo, ocurría que una determinada opinión se le
hurtaba, o él salía de cierta visión del mundo como si el suelo
resbalara bajo sus pies, tras lo cual iba a parar y se encontra-
ba casualmente en medio de otra visión. Lo mismo ocurre con
un niño que, al crecer, cambia inintencionadamente de punto
de vista, descarta determinadas convicciones y adopta otras
que le parecen más plausibles. Cada cual crece hasta que se
le queda pequeña una determinada actitud con respecto al mun-
do, y luego se encuentra con otra en su camino, como le pasó
a él cuando se encontró con Low en las montañas, suceso que
lo llevó a penetrar en una visión del mundo, al menos por un
breve espacio de tiempo.
En la misma conversación en la que Aitmatov me transmi-
tió estos pensamientos, ambos estuvimos de acuerdo en que
Nietzsche había formulado muy bien la cuestión en el pun-
to 5 5 de su Anticristo, donde describe a quien tiende a te-
ner convicciones como un enemigo de la verdad. En ese tex-
to, Nietzsche sopesa en general «si no son las convicciones
enemigos más peligrosos que las mentiras[ ... ]. Yo llamo men-
tira -escribe- a no querer ver una cosa que se ve, a no querer
ver una cosa en el modo en que se la ve [... ]. La mentira más
común es aquella con la que nos engañamos a nosotros mis-
mos [... ]. Ahora bien, este no querer ver una cosa que se ve,
este no querer ver una cosa en el modo en que se la ve, es casi
la primera condición de todos cuantos toman un partido [... l
Un hombre de partido se convierte necesariamente en un
hombre que miente». Aitmatov y yo coincidíamos también
con Nietzsche en que hay problemas «en los que la decisión
224 La vida plena

sobre la verdad o la falsedad que contienen no le correspon-


de al hombre: los más elevados problemas, los sublimes pro-
blemas de valor supremo se encuentran más allá de la condi-
ción humana[ ...] Comprender los límites de la razón, esto es
precisamente filosofía (... )».1
Aitmatov agregó que esto también se podía aplicar a la
pintura, que sólo cuando llegaba a enjuiciar los límites de su
capacidad era capaz de pintar un cuadro que a sus ojos seco-
rrespondiera con la verdad. Cualquier juicio acerca de un
rostro o un paisaje corrompía la posibilidad de reproducir
aquello que había visto. En el instante en que enjuiciaba un
rostro, ya fuese el de un bribón o el de un santo, le resultaba
imposible pintar lo que veía su mirada. En caso de que enjui-
ciara un paisaje, tanto si se trataba de un paisaje urbano he-
terogéneo como de uno virgen, entonces acabaría ilustrando
en su cuadro ese juicio y los afectos que le son inherentes, pero
de ninguna manera plasmaría la verdad de tal paisaje.
Low, por el contrario, se consideraba un fracasado por su
falta de criterio. Rechazaba a Nietszche, al que consideraba
un relativista con el argumento de que su filosofía era contra-
dictoria en sí misma. Quien no ve el mundo desde un punto
de vista determinado, en el fondo no ve nada, opinaba Low.
Dado que en la universidad siempre había tenido que adop-
tar y demostrar puntos de vista ajenos a él, había perdido la
capacidad de desarrollar un criterio propio. A su parecer, ya
no podría subsanar esta supuesta carencia, y por eso se había
convertido en un hombre melancólico. Los argumentos que
yo alegaba para darle a entender que ahí no había carencia al-
guna, no fructificaron. En cuanto a mí, debo expresar que, a
mis ojos, soy un exitoso hombre sin punto de vista a propósi-
to, un hombre a quien la propia falta de punto de vista le pro-
porciona continuamente un motivo de alegría. En efecto, a mí
no me interesa percibir el mundo desde un punto de vista,
sino tener presencia en él. Debilitaría intencionadamente mi
conciencia de que pertenezco al mundo si me sentara en el
trono de una opinión para contemplarlo desde arriba. A Low
y a mí nos unía nuestra falta de punto de vista común en lo re-
Pluralidad de voces 225

lativo a nuestra visión del mundo. Compartíamos algo fun-


damental, pero los dos éramos ajenos el uno al otro con rela-
ción a nuestro estado de ánimo, por lo que la comunicación
resultaba interesante para ambos. De ello se nutrió nuestro
intercambio, y más de una vez tuve la impresión de que mi
papel en nuestra amistad consistió en evitar que su melanco-
lía se convirtiera en desesperación.
Después de la conversación con Aitmatov, pensé que la ex-
presión de alegría o de placidez manifiesta en el rostro sin
vida de Low tal vez podría haber obedecido al hecho de que
éste había perdido dónde asirse. Quizás había sido por pri-
mera vez consciente de la placidez de la caída o de la ausencia
de asidero justo en el momento de precipitarse sobre la pista de
grava y en el instante de morir de resultas del impacto-como
es propio tras una caída desde semejante altura-. Tal vez en
ese instante pudo experimentar la alegría de verse libre de su-
jeciones y de no tener que buscar ninguna más.
Low y yo estuvimos de acuerdo en que la representación,
ya se trate de filosofía o de economía, esto es, ser «represen-
tante» de este o aquel contexto de afirmaciones, sólo puede
atribuirse a una visión muy especial y limitada de la historia
del pensamiento. Cuando nos referimos al «contraste primige-
nio» de la actividad filosófica entre Platón y Aristóteles no se
trata de distinguir los dos «representantes» de diferentes con-
textos de afirmaciones, sino más bien de distinguir, por un
lado, entre una filosofía en la que no se representa algo deter-
minado {Platón), y por el otro, una filosofía representadora
diferenciada (Aristóteles).
Efectivamente, en toda la historia del pensamiento, Aristó-
teles destaca como el más brillante e influyente representante
de una filosofía que afirma y defiende sus aseveraciones con
fundamentos o que aboga por éstos. Por el contrario, en sus
Diálogos, Platón muestra diferentes puntos de vista, y los plan-
tea de una manera distinta a cómo lo hace Aristóteles en los
proemios de sus tratados. En éstos se compendian los puntos
de vista representados {aparentemente) hasta ese momento, con
objeto de que Aristóteles pueda distanciarse de ellos desde su
226 La vida plena

propia posición. Aun cuando en los diálogos platónicos Só-


crates desempeña un papel privilegiado, personajes como Pro-
tágoras, Parménides y Tuneo no son menos importantes y
autónomos. La filosofía de Platón, tal como la conocemos por
sus diálogos, es plurivocal y polifónica. Da cuenta de las posi-
bilidades de pensamiento y de sus relaciones entre sí. Por su
parte, tampoco Sócrates afirma una u otra cosa; antes bien, a
menudo mediante procedimientos mayéuticos intercalados en
el curso de la conversación, hace aflorar los puntos de vista de
sus discípulos, torna visible con qué se vinculan y qué se dedu-
ce de ellos. Este modelo de filosofía polifónica es un pensa-
miento creador de conciencia y portador y 0)1ente de puntos
de vista que constituye una escenificación de distintas voces.
Preguntarse qué enseñanza no escrita defendió Platón jun-
to con estos diálogos corrompe el contraste entre una filosofía
aseverativa <<monofónica» y una filosofía indicativa «polifó-
nica». Aunque Platón defendiera verbalmente w1a enseñan-
za no escrita por él, como parece sugerir su séptima carta, de
ello no se deduce necesariamente que la filosofía deba encau-
zarse hacia una afirmación concluyente, hacia una teoría en la
que esto o aquello se proclame y se fundamente como la verdad
última. Por el contrario, ya en los escritos de Platón, y en nu-
merosas ocasiones con posterioridad, la filosofía siempre ha
sido polifónica. Aunque de entrada consideremos el Tractatus
y las investigaciones filosóficas de Wittgenstein como dos vo-
ces distintas, el hecho de que el propio autor manifestara su
expreso deseo de que ambas obras se publicaran en un mismo
volumen convierte a Wittgenstem en un filósofo polifónico.
Lo mismo se puede afirmar de Schelling en sus diferentes perío-
dos y proyectos; ahí se revela la voz de la filosofía trascenden-
tal y de la filosofía natural, de la filosofía de la identidad y la
filosofía positiva tardía. Además, ¿de qué otro modo se podría
calificar la Fenomenología del espíritu de Hegel si no dijéra-
mos que es filosofía polifónica? Se ha afirmado que Hegel re-
toma en este libro aspectos de los diálogos platónicos, que la
dialéctica hegeliana y la dialógica platónica se concatenan
como procedimientos diferentes que presentan un abanico de
Pluralidad de voces 227

posibilidades de pensamiento filosófico en una pugna que, en


Hegel, irá posteriormente seguida de un proceso de desarro-
llo. El libro de Kierkegaard O lo uno o lo otro es también po-
lifónico, en la medida en que presenta una alternativa existen-
cial filosófica; y aún resulta más difícil decir cuántas voces
hablan al final a través de Nietzsche, el «portador de másca-
ras». En la Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer, en
los escritos de Mijaíl Bajtín y en Maneras de hacer mundos de
Nelson Goodman, la filosofía a varias voces y no aseverativa
llega finalmente al siglo XX para favorecer la reflexión de una
metódica conciencia del yo.
En ocasiones pueden alzarse muchas voces en nuestras ca-
bezas durante un breve lapso de tiempo. Unas veces, las di-
ferentes voces pueden identificar fases propias de la vida de
un pensador, como en el caso de Schelling o de Wittgenstein.
Quién sabe si, de no haber fallecido poco después de terminar
su Ética, no se hubieran alzado también en Spinoza, igual que
en Wittgenstein, quien si bien después del Tractatus quería ya
enterrarse vivo en el ámbito existencial de la enseñanza pri-
maria, alzó aún otra voz. Y quién sabe si tal vez Spinoza no
hubiera escrito algo comparable a las Investigaciones filosó-
ficas después de su Ética. Las voces necesitan tiempo para
desplegarse, puesto que se engendran como reacción a lo que
ya ha sido dicho por uno mismo. Por esta razón, morir dema-
siado pronto y ser testarudo son los mejores métodos para se-
guir siendo monofónico.
En literatura la pluralidad de voces siempre ha estado muy
extendida. El caso más célebre ha sido, según el teórico ruso
Mijaíl Bajtín, el talento narrativo de Fiódor Dostoyevski que,
a diferencia del desamparo que curiosamente trasluce su escri-
tura en los escritos teóricos, otorga toda la fuerza de su espíritu
a las muchas voces de sus personajes. El propio Dostoyevski
contemplaba su carácter de creación verbal como algo en
cierta perspectiva autónomo. A partir de esto, Bajtín desarro-
lló una teoría general sobre la pluralidad de voces, aunque la-
mentablemente sólo ha recibido atención en la teoría de la li-
teratura, y apenas en la filosofía. 2 Cada vez que los filósofos
228 La vida plena

niegan sus voces tempranas, aseguran que en el pasado «es-


taban equivocados» y se ven obligados a enmendar la plana,
y en ese instante aseguran «representar» la verdad, lo que se
produce a lo largo de este desarrollo intelectual es un cambio
en las ideas fundamentales sobre las cuales filosofan. Sin em-
bargo, no todos los lectores participan de tales cambios. A me-
nudo juzgan las posiciones tempranas como más plausibles
que las posteriores, como le sucedió al filósofo de Heidelberg
Erhard Scheibe, quien siempre sostuvo que el primer Witt-
genstein era más meritorio que el último, a su entender más
extraño y esquivo. Hay también muchos filósofos más intere-
sados en la primera etapa de Schelling que en aquella que ema-
na de su posterior filosofía positiva y bastante católica. En ge-
neral, los lectores no aprecian como un verdadero signo de
madurez el hecho de que un filósofo abrace postulados dife-
rentes.
Casi todo el mw1do cree que, cuando se produce un cam-
bio en el pensamiento, la posición última debería ser la más
próxima a la verdad, y que la posición temprana represen-
ta por necesidad un error, únicamente porque se aparta de la
posterior. Pero en este punto podría haber un nuevo error.
Quizá no sea factible justificar la elección del punto de parti-
da de un pensador, ni siquiera desde un punto de vista filo-
sófico. Cuando una persona parte de varias suposiciones dis-
tintas a la vez y surgen varias voces, todas ellas igualmente
válidas, es evidente que se le va a presentar un problema. Oír
voces es sin duda, a menos que hablemos de un escritor que se
encuentre sumergido por completo en la escritura de su tex-
to, un síntoma psicopatológico. No obstante, en nuestra vida
la sucesión diacrónica de voces podría no ser otra cosa que la
consecuencia natural de transformar nuestro modo de pensar.
En especial, aquella experiencia cuyas consecuencias hayan
propiciado adoptar una posición determinada en un momen-
to de la vida, en muchos casos debería también favorecer la
aparición de nuevas formas de pensar. Es posible que existan
personas incapaces de tener experiencias, ni tan siquiera con el
propio pensamiento. Pero, como es obvio, no me estoy refi-
Pluralidad de voces 229

riendo a éstas, sino a aquellas otras que poseen una naturale-


za filosófica; sólo éstas deducen de su vida consecuencias ra-
zonadas y observan qué consecuencias vitales les aporta su
filosofía, o se ven obligadas a constatar con estupor (a diferen-
cia de los filisteos académicos) que su actividad filosófica no
tiene la menor repercusión sobre su vida.
Cuando se dan tantas hipótesis de pensamiento como pun-
tos de partida de la experiencia, habrá que considerar que los
diversos puntos de partida de la propia experiencia aparecen
como posibilidades para avanzar hacia otros puntos de parti-
da mentales. Es muy fácil imaginarse de qué forma tan dife-
rente hubiera discurrido nuestra vida si hubiéramos experi-
mentado tal cosa y hubiésemos dejado de experimentar tal
otra. Cualquier persona tiene la posibilidad de abordar una
experiencia desde distintos puntos de partida; por ejemplo,
¿cómo valoraríamos en el presente nuestra situación vital, es
decir, cómo la experimentaríamos de haber participado en
una guerra, o si no hubiéramos vivido una guerra en la que
nos correspondía tomar parte? ¿Acaso no deberían plantear-
se todas las personas con edad suficiente estas cuestiones al
relacionarse con sus hijos y los propios hijos al tratar con sus
padres, a fin de que todos pudiéramos comprender algo me-
jor las formas de pensar de nuestros semejantes? ¿No nos pre-
guntamos todos, en algún momento de nuestras vidas, qué se-
ría para nosotros hoy la persona A si hubiéramos conocido a
la persona B antes y no después de ella? Para percibir en nues-
tro fuero interno todos estos posibles puntos de partida con
precisión, tal vez se requiera barajar cierto sentido de la po-
sibilidad, a la manera de Robert Musil. Tal vez sólo los escri-
tores sean capaces de plantear todas las posibilidades expe-
rienciales y vitales que anidan en algún lugar recóndito de su
propia existencia y que reconstruyen a través de sus persona-
jes. Pero es obvio que en aquellos casos en que este sentido de
la posibilidad apenas esté débilmente formado y uno no se
preste a la tendencia de investigar con la ficción las posibilida-
des de las experiencias, la vida y el pensamiento, las actuales
precondiciones de la experiencia serán sobrevaloradas como
230 La vida plena

necesarias. Desde las propias perspectivas internas (no dife-


renciadas a través de ejercicios ficcionales), la naturaleza de
la propia persona y el decurso de su desarrollo aparecen como
necesarios; en cambio, vistos «desde fuera», se suelen enjui-
ciar como casuales. Las personas que apenas pueden llegar a
imaginarse que otras partan de hipótesis distintas de las suyas
se revelarán, por tanto, carentes de fantasía.
La presentación o la muestra y la descripción de diferentes
concepciones cognitivas, así como de distintos puntos de par-
tida, poseen un valor en sí mismo porque pueden ir ligadas a
hallazgos, siempre que esto se acompañe de la necesaria exac-
titud. Somos propensos a contemplar únicamente las explica-
ciones y las conclusiones que favorecen un determinado cono-
cimiento. Sin embargo, aquello que se describe no se da antes
de su descripción con la misma exactitud y concisión que sur-
gen en el decurso de una buena descripción y después de ella.
La buena descripción prepara para exponer a la vista caracte-
rísticas y estructuras, y con ello hace visible alguna cosa, del
mismo modo que un microscopio o un telescopio favorece que
algo sea visible. Gracias al cotejo de descripciones surgen a la
luz contrastes adicionales, los cuales ponen de relieve con ma-
yor claridad aspectos de lo descrito que no nos sería dado apre-
ciar fuera del contraste. Esto se conoce como el método de la
«presentación abarcadora» de Goethe y del último Wittgens-
tein. Así, una presentación abarcadora conduce a una propia
concisión de la experiencia sin que, a diferencia de la explica-
ción, una cosa deba retrotraerse a otra, con la consiguiente
simplificación de los aspectos complejos de la realidad.3
Said Aitmatov me contó en una ocasión de qué forma ve lo
que le impresiona y que sólo cuando lo pinta es consciente de
lo que ve, hasta el punto de que cada vez ve más, y entonces
comprende por qué le ha impresionado una determinada pers-
pectiva. La pintura constituye w1 medio con el que descompo-
ne los esquemas y los juicios de valor que se establecen entre él
y el mundo, hasta el punto de hacer incomprensibles sus pro-
pias intuiciones. Empieza a pintar y, al mirar el lienzo, se da per-
fecta cuenta de que aquello que ha pintado no es lo que ha vis-
Pluralidad de voces

to. Por ese motivo, para él, la pinrura es una forma de crítica
propia con respecto a su forma de ver. Sólo a través de la acti-
vidad pictórica se interroga acerca de cuanto ha visto realmen-
te. No estamos hablando de precisión fotográfica. Sólo en
contadísimas ocasiones, cuando es obra de un artista, la foto-
grafía restituye lo que vemos de una manera en la que, al mi-
rar la fotografía, se nos revela lo que hemos estado viendo allí.
Una mirada impactante hace surgir algo especial en noso-
tros y ese algo específico que despierta en nuestro ser influye a
su vez sobre lo que vemos. En opinión de Aitmatov, esta in-
teracción tendría que documentar el cuadro. La verdad de lo
que vemos, cuando verdaderamente vemos algo singular, no
es una verdad que pueda aprehenderse con juicios generales.
Según Aitmatov, se trata de la verdad de una interminable com-
plejidad de formas, colores, sensaciones y pensamientos. La
imagen como manifestación de esta interminable complejidad
debería comprimir lo menos posible, sólo así podría aparecer
esa verdad también a los ojos del observador. La teoría filosó-
fica de que la verdad tiene relación con juicios y premisas es en
el fondo falsa, precisamente porque el esfuerzo de sinceridad
hacia la complejidad en sí y la complejidad del mundo nada
tiene que ver con formar juicios que deban ser objeto de sen-
tencia. Así como un juez debe reducir una persona al hecho
delictivo que ha cometido, o así como en un proceso penal la
verdad sobre un acusado se reduce a descubrir si ha cometido
o no la acción por la que se le acusa, de modo análogo el jui-
cio de percepción reduce lo visto a un contraste entre sí y no,
según sea una cosa u otra, fría o caliente, bonita o fea, clara u
oscura. Por ello, nos atreveríamos a decir que quien emite un
juicio de valor miente, porque niega la complejidad que existe
más allá del simple contraste y que no obstante se le ofrece en
la percepción.
Si la filosofía pudiera acercarse a la pintura en el sentido
de la aproximación que establece Aitmatov, y pudiera preo-
cuparse por hacer visibles los múltiples puntos de vista del
pensamiento y los complejos contenidos de nuestra experien-
cia, emprendería, a mi entender, una importante vía de <lesa-
232 La vida plena

rrollo, pues reconocer la diversidad individual con relación a


la vida, las experiencias y el pensamiento se ha considerado,
con toda razón, un requisito básico para la felicidad huma-
na. 4 Quien no reconoce estas diferencias o no quiere verlas
claramente ante sus ojos sufre, o bien por la extrañeza que le
causan los otros, o bien por la falta de veracidad que preten-
de mostrar para consigo mismo y para con los demás, procu-
rando presentarse «en el fondo» como un igual para librarse
de la experiencia de extrañeza. En estas condiciones, una vez
más, está claro que no todos somos iguales ni pensamos igual,
y que cada cual elabora su forma de pensar a partir de ideas
básicas distintas. Sin embargo, esto no quiere decir ni mucho
menos que el hecho de la diferencia se deba combatir como si
fuera una falta, o que haya que reprimirla como si se tratase de
una percepción errónea, de manera que o la voz propia, o la
de los demás, se considere inaceptable. Ambas opciones hacen
al individuo igualmente infeliz. Todo cuanto se canaliza a em-
prender una lucha sin esperanza contra la complejidad de la
realidad, ya sea contra la nuestra propia o contra la inagota-
ble complejidad «del mundo», entorpece la felicidad.
Al principio del libro, cuando en su semblanza Low relata
que una causa absolutamente desconocida le había impedido
ser feliz el resto de su vida, y cuenta que tan malhadado influ-
jo había aparecido en la pubertad, cuando sus padres se lean-
tojaron personas por completo ajenas a él, lo que propició a su
vez que dirigiera en su contra toda su rabia acumulada, senci-
llamente nos está diciendo que en su día no consiguió recono-
cer la diferencia y la extrañeza de sí mismo y las de los demás,
tal vez porque no tuvo el empeño, la fuerza o el apoyo sufi-
ciente para desarrollar ese tesón y esa fortaleza. Descubrir que
somos diferentes a nuestros padres o que no congeniamos con
ellos conduce a experimentar extrañeza frente a quienes hasta
ese momento han sido las personas más cercanas a nosotros, y
esto fácilmente puede traer consigo el rechazo, bien de noso-
tros mismos, bien de nuestros padres o bien de ambos. Esto
va inevitablemente un.ido a un doloroso sentimiento de pérdi-
da de protección. En el mundo ya no nos sentimos en casa ni
Pluralidad de voces 2 33

tampoco encontramos ya casa, a menos que consigamos ad-


quirir una presencia entre la variedad de existencias más o me-
nos independientes del mundo, propiamente como un ser, di-
gamos, autónomo, en la medida que aprendamos a reconocer
el infinito repertorio de complejas diferencias que conforma el
mundo como aquello que es parte de la independencia. Con
frecuencia, tras la pérdida de la seguridad infantil se inicia
una búsqueda desesperada, que puede llegar a abarcar toda
la existencia, en pos de personas o de entornos que supuesta-
mente no nos resulten extraños. No es la posibilidad de una
independencia propia (aunque sea limitada) ni la alegría que
ésta proporciona lo que determina la existencia de la mayo-
ría de las personas, sino el sufrimiento producido por la se-
paración.
Me da la impresión de que Low mantuvo esta búsqueda
durante toda su vida, tal era su empeño en encontrar una
amistad filosófica que entroncase con el ideal que encarnaba
para él el grupo de Bloomsbury. Sin embargo nunca logró su
propósito, y toda la vida sufrió por ello. En efecto, en su bús-
queda fluctuaba siempre entre la actitud distante de los de-
más que permanecían ajenos a él y el rechazo que experimen-
taba para consigo mismo, porque no era capaz de crear un
«vínculo» con los demás. A decir verdad, si la vida en la Aca-
demia le había hecho desdichado se debía sobre todo a que
tenía grandes esperanzas depositadas en la existencia de una
amistad filosófica y buscó esa amistad, equivocadamente, en
la universidad.
El error fundamental de Low, si nos tomamos la licencia
de hablar así de su error existencial, consistió en encandilar-
se con una determinada expectativa y decidirse a cambiar la
veterinaria por la filosofía después de una fiesta de estudian-
tes en la habitación de su vecino, sobre todo teniendo en cuen-
ta que las probabilidades de desarrollar una voz propia y de
aceptar y valorar el distanciamiento de los otros eran muy es-
casas teniendo en cuenta la fuerte presión conformista que se
practica en el mundo universitario. De este modo, en el traba-
jo sobre los escritos que optaban al premio Calenberg, el re-
234 La vida plena

conocimiento de la diversidad de voces, incluida la suya, le


parece logrado desde una perspectiva estrictamente intelec-
tual, que no existencial, aun cuando cabe albergar dudas acer-
ca de si esta selección reproducía realmente puntos de vista
particularmente alejados los unos de los otros.
¿Qué buscaba Low al ir en pos de una amistad como la que
suponemos pudo existir en el grupo de Bloomsbury, o como
la que creyó encontrar en la fiesta de Leonard? Quizá busca-
ra esa especie de confrontación específica que el filósofo Stan-
ley Cavell explicó una vez en una conversación: cuando le pre-
guntaron por qué tocaba el clarinete en vez de estudiar piano
como su madre, CaveU respondió que nunca quiso aprender
un instrumento solista, que siempre había preferido tocar
en una banda, en una banda de jazz. Frente al rechazo que a
Adorno le inspiraba el jazz, al que tachaba de género musical
de competición, Cavell contestó: «Oh, Adorno nunca enten-
dió bien el jazz. Cuando los miembros de la banda introducen
un turno de variaciones sobre un tema, no se pretende que na-
die gane. Se trata del tema en sí, del provecho que se le puede
sacar. Todos se alegran cuando alguien consigue de forma ines-
perada introducir una variación nueva. Luego los miembros
de la banda intentan a su vez dar una réplica y de esta forma
el tema adquiere cada vez más intensidad. ¿Acaso no procu-
ramos que ocurra lo mismo con una conversación?».
Hay muchas clases de amistad; aquellas que prestan un
servicio, aquellas que satisfacen el deseo y aquellas que bus-
can el poder. Existen sociedades competitivas en las que se lu-
cha para erigir a un vencedor, y también comunidades de
buen talante donde priman los valores y donde las conviccio-
nes propias compartidas se protegen a la vez que se defienden
«hacia fuera». Low no buscó nada de esto; pero lo encontró.
Buscaba claramente aquello a lo que se refería Cavell: una
conversación acompañada de una réplica, ni competitiva ni
que avanzase en un vaivén acomodaticio; cuyo sentido fuese
llegar al fondo de la cuestión tratada o ampliar sus horizon-
tes; que no apuntara a establecer un vencedor ni a obtener
consenso, sino a ofrecer una visión inexistente aún sobre el
Pluralidad de voces 2 35

objeto de la conversación, con el fin de que lo hablado se vie-


ra con una luz distinta a la de ahora.
Low se sentía decepcionado por el hecho de que, en la
Academia, la concepción de las ideas se producía estrictamen-
te para favorecer el ascenso personal; allí no había ni el menor
rastro de una comunidad que diera impulso a nuevos enfo-
ques. Cuando, de hecho, en una comunidad de estas caracte-
rísticas la vida de quienes animan el espíritu de la misma se-
ría más afortunada si, lejos de centrarse en su propio interés,
se esforzaran en hacer prosperar nuevas concepciones, cosa
que además resultaría más ventajosa para el desarrollo de sus
integrantes. Con la felicidad sucede igual que con el conoci-
miento, la amistad y el amor; no se puede forzar nada, es inú-
til empeñarse en enderezar algo que es como es para produ-
cir otra cosa, porque la voluntad de producción es un mero
freno. No obstante, Jo que sí podemos hacer es poner nuestro
esmero y nuestro afán para que la felicidad sobrevenga. Las
comunidades humanas suelen ser infelices porque están mar-
cadas por la voluntad productiva: el triunfo, el placer, el po-
der, la solidaridad, la visión de que todo debe perseguirse con
una voluntad férrea y de que debe estar bien hecho técnica-
mente. Entretanto, se evalúa si se sigue el camino correcto y
aquello a lo que se aspira se persigue por sistema. Dado que
el conocimiento, el amor y el placer son capacidades que se
hacen o se producen, nadie se sorprenderá de que la felicidad
se quede siempre por detrás de las esperanzas, y no necesaria-
mente por falta de intensidad, sino porque uno no se conten-
ta con lo que es, y porque se compara con aquello que se espe-
raba que fuese. La infame comparación no consiente siquiera
lo que tiene autonomía propia o hace de ello algo irreconoci-
ble. Quien se apunta a la técnica del benchmark está perdido
porque se convierte en un esclavo de la comparación. Lo ines-
perado sólo puede pasar cuando algo que no se pretendía ni
estaba planeado surge «por sí mismo», porque ni siquiera nos
lo podíamos imaginar. Para que lo inimaginable haga acto de
presencia se precisa que confluyan en este afanoso juego muy
distintas fuerzas que no deben entrar directamente en con-
236 La vida plena

fronración aunque sea preciso tener conciencia de la diversi-


dad de actores que intervienen, como ocurre cuando los mú-
sicos tocan el clarinete, el piano, el bajo y la batería en una ban-
da; ellos no entran en confrontación, sino que cada uno tiene
conciencia de la diferencia específica de cada instrumento.
Todos poseen su propia voz, lo que no les impide en absoluto
poder improvisar sobre el mismo tema.
En esta compilación, Low trató de manifestar este recono-
cimiento de las diferencias y Ja posibilidad de estudiarlas. Que
actualmente los esfuerzos filosóficos se orienten a imitar las
ciencias del individuo sin otro objetivo que suministrar ex-
plicaciones estándar y teorías de validez general que sustenten
dichas explicaciones sólo servirá para avalar un proyecto filo-
sófico de desarrollo desfavorable. (A esto cabe añadir como
agravante el espíritu capitalista de compararlo-todo-en-el-mer-
cado que, con el tiempo, ha alcanzado también al mundo de
las ciencias y la filosofía y difícilmente admite un pensamien-
to independiente que no pretenda ser objeto de comparación.)
Por ello, cuando Low me comunicó que planeaba publicar es-
tos textos, yo vacilé, pues me daba la impresión de que no en-
cajaban en el paisaje actual de la filosofía y la literatura.
Si nos propusiéramos realizar una aportación al margen
del desarrollo actual de la filosofía que tuviera una oportu-
nidad real de ser tomada en cuenta, no podría estar representa-
da únicamente por estos ensayos. Más bien, debería hacerse
un trabajo teórico sobre una filosofía descriptiva de las diver-
sidades que no se perdiera en las oscuridades de un «pensa-
miento de la diferencia» como el que se ha dado en el siglo xx.
Asimismo, habría que dilucidar en él, por un lado, la diferen-
cia entre la descripción filosófica de las diversas experiencias
o pensamientos y de las muchas voces que de ello emergen, y
por otro, Ja ausencia de punto de vista que no encuentra una
voz propia. Una depuración de estas car acterísticas debería
responder a muchas preguntas. Por citar sólo algunas, valgan
éstas: ¿Qué significa entonces la descripción y cómo es esta fi-
losofía descriptiva respecto de una filosofía crítica? ¿Hasta
qué punto la descripción de algo es un intento de sustraerlo a
Pluralidad de voces

la obligación de la comparación y de reconocerlo(!· <3::>


cificidad? ¿Qué relevancia tendrían estas verdade~ ~ ~l\ ~
vas sobre las diferencias, en contraposición con l;¡_ ~~\:'.~~\)1:,
ciones tipificadas para la vida? ¿Sería posible potJ.: ~~ l't~t¡,
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en una reiterada sobrevaloración de la filosofía? S¡()l't~¡ l't-\1:~
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GA BRIEl
Pattensen, mes;¡ l<z,\
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Apéndices
La vida plena

frontación aunque sea preciso tener conciencia de la diversi-


dad de actores que intervienen, como ocurre cuando los mú-
sicos tocan el clarinete, el piano, el bajo y la batería en una ban-
da; ellos no entran en confrontación, sino que cada uno tiene
conciencia de la diferencia específica de cada instrumento.
Todos poseen su propia voz, lo que no les impide en absoluto
poder improvisar sobre el mismo tema.
En esta compilación, Low trató de manifestar este recono-
cimiento de las diferencias y la posibilidad de estudiarlas. Que
actualmente los esfuerzos filosóficos se orienten a imitar las
ciencias del individuo sin otro objetivo que suministrar ex-
plicaciones estándar y teorías de validez general que sustenten
dichas explicaciones sólo servirá para avalar un proyecto filo-
sófico de desarrollo desfavorable. (A esto cabe añadir como
agravante el espíritu capitalista de compararlo-todo-en-el-mer-
cado que, con el tiempo, ha alcanzado también al mundo de
las ciencias y la filosofía y difícilmente admite un pensamien-
to independiente que no pretenda ser objeto de comparación.)
Por ello, cuando Low me comunicó que planeaba publicar es-
tos textos, yo vacilé, pues me daba la impresión de que no en-
cajaban en el paisaje actual de la filosofía y la literatura.
Si nos propusiéramos realizar una aportación al margen
del desarrollo actual de la filosofía que tuviera una oportu-
nidad real de ser tomada en cuenta, no podría estar representa-
da únicamente por estos ensayos. Más bien, debería hacerse
un trabajo teórico sobre una filosofía descriptiva de las diver-
sidades que no se perdiera en las oscuridades de un «pensa-
miento de la diferencia» como el que se ha dado en el siglo xx.
Asimismo, habría que dilucidar en él, por un lado, la diferen-
cia entre la descripción filosófica de las diversas experiencias
o pensamientos y de las muchas voces que de ello emergen, y
por otro, la ausencia de punto de vista que no encuentra una
voz propia. Una depuración de estas características debería
responder a muchas preguntas. Por citar sólo algunas, valgan
éstas: ¿Qué significa entonces la descripción y cómo es esta fi-
losofía descriptiva respecto de una filosofía crítica? ¿Hasta
qué punto la descripción de algo es un intento de sustraerlo a
Pluralidad de voces 2 37

la obligación de la comparación y de reconocerlo en su espe-


cificidad? ¿Qué relevancia tendrían estas verdades descripti-
vas sobre las diferencias, en contraposición con las explica-
ciones tipificadas para la vida? ¿Sería posible poner fin a la
desdicha fruto de la uniformidad y de la comparación me-
diante la descripción de diferencias? O ¿acaso esto consistiría
en una reiterada sobrevaloración de la filosofía? Sin embar-
go, hace mucho tiempo que dejé de considerar tarea mía res-
ponder a estas preguntas para explicar la compilación de
Low. Por mi parte, me he despedido de este tipo de investiga-
ciones académicas.

GABRIEL KOLK
Pattensen, mes de julio
- -- ---

Apéndices
Epílogo

Karim Bschir insistió en desaconsejarme este epílogo. Entien-


do y comparto sus reservas hacia quienes se explican a sí mis-
mos. Sin embargo, tenía el deseo de comentar aquí lo prece-
dente. Por ello, diré aún lo siguiente: contemplar la felicidad
como el objetivo último de la acción es una de las interpreta-
ciones más extendidas de la vida humana. Pero este propósi-
to final no debe ir ligado necesariamente a la vida, sino que
podría haberse concebido de modo histórico,r como mostró
Raymond Geuss en su ensayo Happiness and Politics. Es cier-
to que aspirar a la felicidad parece ser, como la muerte, una
especie de constante antropológica. Con todo, el hecho de
que en todas las culturas existan analogías con la experiencia
de la felicidad, y que toda la humanidad se vea abocada amo-
rir, no significa que la felicidad y la muerte no tengan histo-
ria.~ El anhelo de reconocimiento y de distinción, tal como
pudo haber marcado la vida en la época homérica, como si-
gue haciéndolo hoy en los escenarios deportivos (o en la esfe-
ra militar) y en el mundo del espectáculo (o en la política), tal
vez sea una alternativa a la aspiración de la felicidad, y no tie-
ne por qué entenderse, del. mismo modo que he hecho yo en
el texto que da voz a Lalitha Dakini (o Spinoza), como unan-
helo fallido de felicidad. E.o el pasado quizás habrá habido
personas que hayan sacrificado la felicidad conscientemente
para ganarse el reconocimiento y las distinciones, igual que
sigue ocurriendo en la actualidad . Sin embargo, son muchos
quienes hoy creen que la fama es sinónimo de felicidad, y que
una vida consagrada al reconocimiento y los honores podría
equipararse a una vida en la que se persigue la dicha. (Tal vez
ta vida plena

pudiera decirse algo similar sobre la aspiración al placer.)


Sólo una investigación empírica e histórica sobre el ámbito de
lo social nos permitiría llegar a saber cómo se desenvuelven,
efectivamente, las cosas. La finalidad de este libro, sin embar-
go, no era adentrarse en estas historias ni «teorizar» sobre la1,
supuestas constantes antropológicas: felicidad y muerte. No
obstante, rastrear desde una perspectiva histórica esta pers-
pectiva aristotélica o budista, por la cual todos los hombres a1,
piran a la felicidad, sí era, en efecto, uno de los objetivos pri
mordiales de estas consideraciones experimentales. Me he
interrogado acerca de qué trata en realidad esta perspectivn
y de qué tendencias podemos reconocer en ella, en el supuesto
de intentar adoptarla variando ligeramente el punto de vista
en cada caso.
La muerte o la relación con la propia finitud era el segun
do tema de estas investigaciones, y entronca con el primero,
con el anhelo de felicidad. En efecto, desde la perspectiva
antes mencionada, la relación con la propia finitud aparccl'
como un motivo y principio en la estructuración de la exis
tencia humana; las religiones y los proyectos culturales qut·
han tomado ímpetu durante generaciones, así como las cien
cias que se consagran al progreso, tienen que ver con el signi
ficado de la finitud de la vida humana y con la superación dt·
las dificultades que entraña reconocer el hecho de la muerte.
Si nos basamos en una escala cuantitativa de la duración del
tiempo de vida, cualquier vida podría considerarse imperfel'
ta, porque siempre cabría esperar que durase un poco más. 1
Por mucho que unos pocos sean capaces de contemplar la in
mortalidad como una condición de felicidad, esto no es óbi,t·
para que pudiéramos argumentar, por el contrario, que si la
vida durase indefinidamente la existencia humana perderia
valor. Sin embargo, la finitud de la vida no ha sido objeto dt·
lamentación sólo en la Antigüedad europea, que establec1.1
una distinción4 entre los felices inmortales «sin destino» y lo,
«sufrientes» mortales; también en la Edad Moderna la fin,
tud se interpretó como una mácula5 de la existencia, como
una imperfección no adquirida o como un «mal metafísico,,.
J:.'pílogo 2 43

El método con el que se han tratado aquí ambos temas, el


de la felicidad y el de la muerte, es poco corriente en la biblio-
wa fía académica establecida en filosofía. Por esta razón, tal
vez resulte de utilidad dedicar unas palabras a su comentario.
Fn estas cuatro investigaciones, cada una de las cuales pre-
,cnra puntos de partida distintos, de forma análoga a las dis-
1111 tas posiciones frente a la hipótesis sobre Dios que abordan
los interlocutores del libro de Hume Diálogos sobre la reli-
giún natural (capítulos 2 al 4), se ha experimentado con dis-
tintos significados de la felicidad y con los diversos rangos de
relevancia de la muerte. En un marco narrativo ficticio, la im-
portancia de estos temas se pone de relieve a través de dos po-
~1bles existencias, la de Low y la de Kolk respectivamente,
quienes describen y exploran las relaciones entre las diferen-
tes posiciones teóricas bajo una forma narrativa (capítulos r
y 6). En este aspecto, me guiaba la convicción de que, a dife-
1encía de una fenomenología con intenciones de fundación
l icntífica, una descripción que mostrara y revelara diferentes
puntos de vista filosóficos podría representar una alternativa
111Jependiente y legítima para abordar extensamente esta em-
presa en la filosofía. Una filosofía descriptiva de este género,
110 obstante, está obligada a operar más cerca de la literatura
de lo que lo hace la fenomenología. El presente modelo de ex-
posición surge de esta convicción. La cognición de puntos de
vista o voces distintas en una descripción de contrastes, una
d<!scripción de pluralidades, que determine que el texto en su
rnnj1mto merezca la denominación específica de «canon filo-
,ófico», me parecía un objetivo en sí mismo en lo que atañe a
los temas de la «felicidad» y la «muerte» . En este sentido, el
111oclelo de este libro se relaciona con una de las concepciones
que me gustaría transmitir aquí, ya que para mí es particular-
mente valiosa. Me refiero a la de Cavell, a saber, que recono-
,-er las diferencias es la condición primordial de la felicidad, y
que la incapacidad para aceptar las diferencias es el primer
paso hacia la infelicidad. Poder reconocer, considerar y to-
krar la diversidad en la existencia humana en lo que atañe a
ll'mas relativamente elementales, no en todos desde luego,
244 La vida plena

constituye un molde de apacibilidad. Verse forzado siempre a


superar estas diferencias, a tener que apartarlas o a unificar-
las, puede desembocar, por el contrario, en agresiones inúti-
les de distinta naturaleza. En este aspecto, aspirar de forma
ininterrumpida al entendimiento y al consenso en temas muy
fundamentales sólo da muestra de la incapacidad para estar
en paz con ellos.
Las diferencias de enfoque entre una persona para quien
cinco es la suma de dos más tres, con respecto a aquella otra
que la contempla como el resultado de tres más dos, no dará
cuenta en absoluto de una pluralidad de voces. Las diferencias
entre las convicciones fundamentales de una persona religio-
sa como Lalitha Dakini y las de una no religiosa como Erwin
Weinberger no se pueden abarcar en una escala de <<verdade-
ro» y «falso». Aquí se trata de distintas voces o registros de la
existencia humana, en las cuales determinadas observaciones
son verdaderas o falsas. Tiene tan poco sentido decir que Wein-
berger tiene razón y que Dakini se equivoca como afirmar que
el tigre es un animal propiamente dicho y que en cambio el ca-
racol no lo es, aunque sea posible distinguir entre un tigre sano
y otro enfermo y entre un caracol sano y otro enfermo.
La pregunta de cuándo tiene esto que ver con la diferencia
entre correcto y falso en una única voz o en un único registro
de la existencia y cuándo se ve confrontado con un cambio de
voces o de registros, es a menudo una cuestión filosófica di-
fícil que, no obstante, a mi entender podía responderse con
relativa facilidad al abordar los temas de la «muerte» y la «fe-
licidad» aquí expuestos. Por el contrario, algunos teóricos pos-
modernos, como observa con razón Erwin Weinberger, tra-
tan con excesiva ligereza la figura de la polifonía y creen, por
ejemplo, que las preguntas a respuestas tales como si el sol es
una estrella fija o no, o si el bacilo del cólera ya existía antes
de que Robert Koch lo descubriera en 1884, son cuestiones de
«punto de vista», cosa que a buen seguro no es así.
La descripción de muchas voces, tal como hace visible un
diálogo o este «canon filosófico» imaginario, es un signo re-
conocedor de diferencias. En oposición a ello, una filosofía
Epílogo 2 45

unívoca que se propone decidir siempre entre puntos de vista


fundamentales o entre distintos registros de la vida, o un mo-
delo de pensamiento que, en última instancia, no acepta las
diferencias fundamentales, puede ser cuando menos un paso
teórico hacia la infelicidad. Este pensamiento de contenido
referido a la felicidad hacía necesario desde el principio tratar
el tema desde una polifonía o en una modalidad que diera
muestra de las diferencias a la manera de un diálogo, de un
intercambio epistolar o de un «canon filosófico» como el que
se ha elegido aquí.
Las voces pueden determinar tanto la andadura curricular
de las personas como las formas del pensamiento y de inves-
tigación en las ciencias. Weinberger es una voz que apuesta
por las ciencias racionalistas como la física o la biología, y Da-
kini es una voz que aboga por una concepción religiosa de la
vida. Dado que la vida y las ciencias se influyen recíproca-
mente, es obligado en ese contexto confrontar también las vo-
ces de los modelos vitales que beben en lo religioso con las
voces de las ciencias. No obstante, en lo que concierne a las al-
ternativas fundamentales en la vida o en la elección de los «re-
gistros de la existencia», uno no puede decidir entre decantar-
se por los principios científicos o por los religiosos, y dejar
que su vida esté determinada por las ciencias o por la religión
como si se tratara de experimentar con cada uno de estos
registros durante un tiempo de «prueba». Tampoco hay una
«metavida», más allá de esta forma de estar en el mundo con
orientación científica o religiosa, en la que pudiéramos hallar
principios que nos sirvieran de guía para este tipo de eleccio-
nes existenciales. Como dice Paul Feyerabend, es uno quien
decide estar con una pareja determinada, acometer un deter-
minado trabajo y vivir en un país concreto sin conocimientos
previos sobre las posibilidades reales o no de hacer factibles
cualesquiera de estas decisiones. Es más, los factores que cana-
lizan lo que es posible e imposible se dan y aparecen en el mo-
mento en que se hace una elección vital. Es una fantasiosa in-
vención de manual de autoayuda creer que por medio de una
«lista de factores seguros» va a ser posible dilucidar de ante-
La vida plena

mano cómo se configura la vida y qué principios se deberán


atender para tomar unas decisiones en vez de otras y así aho-
rrarse las experiencias vitales amargas. Por otra parte, des-
pués de algún tiempo, ni siquiera se puede volver al punto
cero en el que se tomó la decisión, precisamente porque tan-
to nosotros como el mundo hemos cambiado durante el pro-
ceso subsiguiente a la decisión que propició la experiencia de
vida y de actuación.
Feyerabend opina que lo comparable tiene validez para las
ciencias. También en este ámbito se decide perseguir deter-
minados temas con determinados métodos sin disponer pre-
viamente de metaprincipios irrevocables que permitan elegir
científicamente entre todos los temas y métodos que es posi-
ble abordar. Quizás esto fuera el espacio soñado por los co-
misarios de proyectos científicos y por los teóricos universa-
listas del conocimjento. Pero, si Feyerabend tiene razón, una
teoría general de las ciencias que crea poder facilitar tales
principios frente a toda experiencia científica conducirá hacia
una dirección tan errónea como el manual que se proponga
dar las claves de la vida feliz guiándose por el modelo propio
de la receta del cocinero. Las ciencias y la vida se desarrollan,
ambas, en conformidad con unas líneas fundamentales de his-
toricidad (no planeadas), conforme prosigue su avance. En
las ciencias, la vida y el trabajo no sólo empiezan en el mo-
mento en que sus formas han sido verificadas de antemano y
organizadas racionalmente según principios de rango supe-
rior.6 En el supuesto de que el decurso de este desarrollo hu-
biera dado como resultado diferentes formas de vivir y de pen-
sar, el espectador tendría ante sí la descripción crítica de la
polifonía que plantea estas preguntas: ¿Qué aspectos son fac-
tibles en este modo de vida o en esta forma de pensamiento?
¿Cuál es el precio que se paga para que esto sea posible den-
tro de un determinado marco? ¿Qué cabe descartar ahora
y qué será imposible a largo plazo? ¿Qué se puede cambiar y
qué no?
La voz de Kolk está manifiestamente destacada en este ca-
non. No se trata sin embargo de una voz que exprese una po-
Epílogo 2 47

sición teórica, como en el caso de los «puntos de vista» de los


autores ficticios que optan al premio, y que esté situada por
tanto en la misma categoría que las demás voces de los cuatro
ensayos o en un plano desde donde enjuiciar los ensayos. La
posición de Kolk consiste precisamente en no dar por supues-
ta una posición teórica «correcta» frente al mundo, sino más
bien en intentar tener presencia en él y esforzarse por des-
cubrir aquello que existe en el mundo con cierta independen-
cia (piedras, plantas, personas, filosofías), reconociendo cada
cosa en su autonomía. Las descripciones de Kolk están pensa-
das aquí como el resultado de una actividad muy distinta a las
demás descripciones de este libro (incluidas las descripciones
de Low). El método descriptivo de Kolk parte de una concep-
ción eminentemente práctica y que al mismo tiempo puede
ser caracterizada muy bien como filosófica. Conduce a una
actividad cuyo objetivo en sí es explayarse en la contempla-
ción y la descripción de todos los puntos de vista, lo que no es
óbice para adoptar uno en concreto.? Esta postura se podría
considerar como lealtad con los individuos en el mundo sin
ocultar su propia individualidad en él, es decir, sin identificar-
se con otra individualidad como si fuera la suya propia, pues
esto significaría perder su voz en sí. 8
Asimismo, las actividades descriptivas de Kolk deben en-
tenderse como un método para reconocer las diferencias y
son el resultado de poner la atención en ellas. El entendimien-
to que se infiere de escribir y leer las reflexiones que aparecen
plasmadas en estas cuatro voces es una forma de ejercicio
mental; está pensada como un exercitium o una meditatio. En
efecto, también las voces o los registros de la existencia son
entidades que tienen una presencia en el mundo y en las que
uno puede sumergir su atención. No obstante, cuál es el papel
que no desempeñan las teorías de la felicidad se reconoce ante
todo en la medida en que uno «recorre» dichas teorías y sa-
be distinguir su amplia falta de efectividad en la vida respec-
to a su cometido explícito. Este recorrido es un prerrequisito
práctico que favorece la idea de que el importante y clarifica-
dor negocio que apunta a la búsqueda de la vida plena carece
La vida plena

de sentido.9 Por ello, la lectura de este libro está pensada co-


mo una terapia para dejar de teorizar sobre la felicidad.
Para clarificar el significado de la postura de autoolvido o
abismamiento y la actividad descriptiva relacionada con ésta,
de la que emerja una representación ilustrativa y no una teo-
ría explicativa, podemos alterar ligeramente una frase de Witt-
genstein: «La solución del problema de la vida se aprecia en
la desaparición de ese problema. (¿No es ésta la razón por la
que las personas que tras largas dudas han llegado a ver cla-
ro el sentido de la vida nunca han podido decir en qué con-
sistía tal sentido?)» . Si reemplazamos aquí la palabra «senti-
do» por «felicidad» y por «vida» el enunciado sería éste: «La
solución del problema de la felicidad se aprecia en la de-
saparición de ese problema. (¿No es ésta la razón por la que
las personas que han encontrado una vía para llevar una vida
feliz nunca han podido decir en qué consiste la felicidad?)» .10
Mientras uno crea que es preciso alcanzar un conocimiento
teórico concreto para ser feliz (o para encontrar un sentido a
la vida), seguramente albergará la idea de poder propalar
con aseveraciones en qué consiste la felicidad. Kolk no aspira
a decir qué convicción específica acerca del mundo o de las
personas hace feliz, porque no cree que exista una convicción
que trate sobre o de algo que haga feliz, ni que su posesión sea
condición de felicidad. Le basta con desarrollar su propia ca-
pacidad de aparecer en el mundo junto a los demás seres aje-
nos a él, de manera que el mundo no sea contemplado des-
de afuera, ni se desatienda, ni se «subestime» lo ajeno, o nos
distanciemos de él por aplicar una escala de juicios para eri-
girnos en jueces de otros individuos.
Aun cuando aquí se destaca la voz no teorizadora de Kolk,
yo no soy Kolk. En efecto, ni poseo el don de diferenciar des-
criptivamente los minerales ni el de cuidar un jardín (ni así me
desenvuelvo ante el mundo). Y tampoco dispongo de una for-
tuna como la suya, que le permite mantener una absoluta in-
dependencia de pensamiento, en contraste con Low, quien
depende económica y existencialmente de la Academia. Por
esta causa, a diferencia de Kolk, aún no he dejado de pensar en
Epílogo 2 49

la pregunta de cómo culminar el conocimiento concebido aquí


a través de una descripción leal de las diferencias. Sin embar-
go, una teoría sobre la visión forjada en la muestra de las dife-
rencias sólo podría ser el resultado de una futura investigación
sobre el conocimiento a través de una descripción leal, en la
que tanto la formación de significado como la orientación de
la atención a través de las descripciones desempeñarían un im-
portante papel.
Parte de las consideraciones que se exponen en estos tex-
tos se remontan a mediados de los años ochenta, y en princi-
pio estaban destinadas a ser un diálogo filosófico ficticio so-
bre la muerte y la felicidad que unos presos mantenían antes de
su ejecución en la Alemania nacionalsocialista. Pero en aquel
momento todo aquello quedó en esbozo. No obstante, más
adelante recurrí al material recopilado en ese contexto para
preparar un seminario sobre la muerte que impartí en 1998
en la Universidad de Kassel y para unas conferencias sobre fe-
licidad, praxis y técnica que, desde el año 2004 y hasta hoy,
imparto en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich. Una vez
que hube tomado la decisión de descartar el diálogo formal
y acogerme en su lugar a este «canon filosófico» imaginario
para representar la pluralidad de voces en estos temas, conté
con el estímulo de las conversaciones reales y nada ficticias
que mantuve en Zúrich con Bruno Contestabile sobre lo útil,
la felicidad y el riesgo. En los últimos dos años he intentado la
arriesgada empresa de configmar este libro no sólo de acuerdo
con una estructura imaginativa, sino, además, efectivamente
literaria, gracias a los intercambios de opinión y los textos
de Peter Bieri, Stanley Cavell, Wolfram Eilenberger, Raymond
Geuss, Sibylla Lotter y Lutz Wingert; sus aportaciones han
influido y contribuido a fortalecer el método filosófico, aun-
que muchas veces ignoraran por completo en qué estaba
trabajando. Sus textos, así como las conversaciones que des-
de 2006 mantuve con ellos sobre el significado de las descrip-
ciones y las explicaciones, sobre argumentación y ficción, entre-
otras muchas consideraciones genealógicas y «supratempo-
rales» en filosofía, y desde luegoUl(l1fflSltiAdUe atañe a los
EAFI,: BIBLIOTECA
La vida plena

temas de la felicidad y la muerte, me impulsaron a trabajar en


el mío propio. En efecto, todas las personas mencionadas aquí
muestran, en sus propios trabajos, que aparte de la pusilani-
midad, no hay razón para no desviarse de las modalidades de
escritura filosófica al uso y prácticamente estandarizadas por
fuerza, cuando uno considera su propio pensamiento al mar-
gen de la norma o de los estándares establecidos. Me gustaría
mostrar mi agradecimiento aquí a todas las personas antes
mencionadas y a los estudiantes de mis clases por las sugeren-
cias verbales y escritas que me han aportado en relación con
los temas tratados.
Peter Bieri, Karim Bschir, David Gugerli, Gisela Neukomm
y To bias Heyl leyeron el texto antes de su impresión, aportan-
do sus inestimables comentarios y contribuyendo en parte
también a su mejora. Aprovecho la ocasión para mostrarles
mi agradecimiento por sus juicios amables y sinceros y por su
propuesta de abreviar una versión en su origen más larga.
Combinar la ficción con la reflexión teórica, como es el caso
de este libro, es un recurso formal que está muy arraigado en la
tradición de la escritura filosófica. El ensamblaje y reflejo recí-
proco de razonamiento teórico y narración está presente desde
Platón hasta Kierkegaard y Camus (y actualmente también en
Pascal Mercier o Peter Bieri), pasando por Tomás Moro, Mon-
taigne y Voltaire. Puede parecer una osadía que pretenda adhe-
rirme a esta tradición. No obstante, el hecho de que este géne-
ro de libros siempre haya existido corrobora mi confianza de
que siempre habrá también lectores para este tipo de textos.
Aunque esta obra se la dedico a mi hijo, no tengo necesaria-
mente la esperanza de que un día sea uno de sus lectores. Y si
emprendo cualquier actividad en su compañía no será con la
idea de reflexionar con él, en un plano profesional, sobre el
mundo y sobre mi propia persona, sino sencillamente para es-
tar presente en el mundo. Por ello, también él ha contribuido
en una parte nada desdeñable al contenido de este libro.

MICHAEL 1-IAMPE
Zúrich, enero de 2 o o9
Notas

2. EL PROGRESO CIENTÍFICO Y TÉCNICO COMO NEUTRALI Z ADOR

DEL INFORTUNIO

r. Véase Gilbert, 19 58, p. 308.


2. Véase Schone, 1987.
3. Véase Driesch, 1909.
4. Véase Toulmin y Goodfield, 1961.
5. Véase a este respecto Laudan, 19 8 1.
6. Véase Niiniluoto, 1979 y 2007.
7. Véase Miller, 1974; Psillos, 1999; Tichy, 1974.
8. Véase Kuhn, 1962; Feyerabend, 1975.
9. Newton, 1950; Westfall, 1980.
ro. Véase Hagner y Rheinberger, 1998; Rheinberger, 2000; Ham-
pe, 2007, pp. 154-164.
11. Véase Wolkenhauer, 2001.
12. Grassmann, I 8 53.
13. Platón, Timaios, 29c.
14. Véase Vico, 1730/2000 y Morrison, 1978.
15. Véase Pircher, 200 5.
16. Véase Von Foerster, 1985.
17. Véase al respecto Gehlen, 19 57.
18. Véase al respecto Freud, 1948.
r9. Véase Elias, 1982.
20. Rousseau, 1914.
21. Véase al respecto Kakar, 1997.

22. Véase Toulmin 1972, pp. 52-84.


23. Véase al respecto Sennett, 1998.
24. Véase al respecto Elias, 198 3, pp. 7-72.
2.52. La vida plena

25. Jankélévitch, 2007, p. 87.


26. Según Lutz Wingert en una entrevista.
27. Tarski, 1949 y 1969.
2.8. Williams, 2002, cap. 9 .
29. Véase Boyd, 1973.
30. Véase al respecto Weinberg, 2001, p. 199.
31. Véase Dewey, 193812.002, pp. 533 y ss.
32. Véase Whitehead, 1929/i978, p. 109.
33 . Kohlmeier, 2007, p. 97.
34. Véase Weizsacker, 2005.
35 . «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y
su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida» :
Spinoza, Ethica IV, Proposición 67.
36. Véase Tugendhat, 2007, p. 165.
37. Jankélévitch, 2007, p. 13.
3 8. Jankélévitch, 2007, pp. 14 y ss.
39. Nuland, 1993, p. 15.
40. Nádas, 2002, pp. 279 y 281.
41. Véase al respecto Parfit, 1984, pp. 281 y ss.
42.. Véase Hume, 1975, pp. u3-133 y Hampe, 1997, pp. 73 y ss.
43. Véase Lewin, 1981.
44. Véase Hampe, 1996, p. 53, y la bibliografía allí citada.
45. Cassirer, 1919.
46.Lewin, 1981,p.242.
47. Groeben, 1992.
48. «Penetrar en el ser es algo que considero una empresa tan
imposible como un esfuerzo inútil.» Así escribe Galileo a Markus
Welser el r de diciembre de 1612, citado por Ros, 1990, p. 8.
49. Mis agradecimientos a Michael Hagner por esta referencia.
50. Carnap, 1928/r979, §167.
51. Véase al respecto Hagner, 2006, pp. 228 y 232.
52. Schmid, 2.007.
53 . Rohs, 1996, p. u (en adhesión a Brocker, 1977, p. 25).
Notas 2 53

3. LA FELICIDAD DEL SOSIEGO ESPIRITUAL

r. Cavell, 2005, p. 112.


2. Spinoza, 192 5, vol. II, pp. 5 y ss.
3. Maestro Eckhart, 1963, pp. 352 y ss.
4. Marx, 1966, p. 248.
5. Véase Sennert, r998.
6. Aristóteles, .r979, 1122a.
7. Aristóteles, 1971, 1330b.
8. Hobbes, 1991, p. 89.
9. Hobbes, 1991, p. 88.
ro. Jankélévitch, 2007, p. 127.
11. Epicteto, 1984, p. 22 y Houellebecq, 1994.
12. Beckett, 1960, p. rr6.
13. Michaelis,1958, XXXlll.
14. Popper, 1994.
15. Schopenhauer, 1988, p. 141.
16. Spinoza, Ethica, Axioma IV: «En la naturaleza no se da nin-
guna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada
una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla pue-
de ser destruida» .
17. Véase Lürkehaus, 2008 .
18. De Spinoza en la cuarta parte de su Ethica.
19. Ésta es la teoría del aspecto doble de la materia y lo psíqui-
co, como sostuvieron por ejemplo Spinoza y Schopenhauer en la fi-
losofía occidental.
20. Hume, 1978, pp. 277-280.
2r. Anscombe, 1975.
22. Gendlin, 1997, pp. J y ss.
23 . Wittgenstein, Tractatus, Premisa 6, p . 43rr.
24 . Angelus Silcsius, 1984, p. 13. (Versión castellana de Lluís
Duch Álvarez.)
25. Véase ·walther, 2001.
26. Aristóteles, 1982, 98oa21-b2r.
27. Angelus Silesius, r984, pp. 24-27.
28. Spinoza, Ethica IV, Proposición 67. Véase íbid., 38 .
2 54 La vida plena

29. Aristóteles, 1979, p. 1.100: «La felicidad requiere una pleni-


tud ética y una mesura completa de la vida» . Véase también Nuss-
baum, 1999, pp. 49-59.

4. LA FELICIDAD ES IMPOSIBLE, PERO LA VERDAD ES BELLA

r. Kénesz, 2006, pp. 76 y ss.


2. Kértesz, 2006, p. 207.
3. Kértesz, 2006, p. 232. La cursiva es mía.
4. Hobbes, 1984, p. 48.
5. Herzog, 1974.
6. Von Henning Ritter en FAZ, 5 de mayo de 2006.
7. Freud, 1948, p. 483.
8. Freud, 1950, p. 26.
9. Freud, 19 59, p. 20.
10. Freud,1948,p. 499.
II. Íbid.
12. Freud, 1948, p. 354.
13. Freud, 1948, p. 356.
14. Freud, 1948,p.351.
15. Freud, 1948, p. 483 .
16. Freud, 1948, p. 493. La cursiva es mía.
17. Freud, 1948, p. 492.
18. Freud, 1948, p. 488.
19. Burgess, 1992, pp. 190 y ss.
20. Véase Kakar, 1997.
21. Freud, 1987, pp. 375-488.
22. Freud, 1948, p. 501 .
23. Freud, 1948, p. 503.
24. Véase Hampe, 20066, pp. 93-110.
25. Freud, 1948, p. 503.
26. Freud, 1948, p. 506.
27. Véase al respecto Nietzsche, 1955, vol. II, pp. 838-900:
«¿Qué significan los ideales ascéticos?».
28. Véase al respecto Gould, XXX.
29. Jandl, 1983, p. 83 .
Notas 2 55

5. INTENSIDAD Y SEGUR IDAD: DOS REQUISITOS PARA TENER


EXPE RI ENC IAS AFORTUNADAS

J.James, 1985, pp. 442 y ss., y p. 455.


2. Wittgenstein, 1989, pp. 14 y ss.
3. Whitehead, 1978, pp. III y ss.
4. Cassirer, 1996, p. 175.
5. Collins/Pinch, 2000, cap. 2.
6. Latour, 1995 y 2008.
7. Latour, 1995 y 2001.
8.Whitehead, 1929/1978, p. 223 .
9. Véase Sennett, 1988, cap. 7.
ro. H ampe 2006a, pp. 104-u2.
11. N ietzsche, 1969, pp. 445-53r.
12. Véase,por ejemplo, «Der Bagger», «Die Krote» y «Der Fuchs»
en Kühn, 2000.

6. PLURALIDAD DE VO C ES

1. Nietzsche, 19 5 5, vol. II, p. 1222.


2. Véase Eilenberger, 2008.
3. Schulte, 1990,pp. IT-42.
4. Cavell, 2004, p. 381.

EPíLOGO

1. Geuss, 2005, p. r o r .
2. Sobre la historia de la muerte, véase Aries, 1978. Sobre la his-
toria de la felicidad, véase Hossenfelder, 1996, y Thoma, 2003 .
3. Véase Geuss, 2005, p. 239, y la alusión que allí se hace a Ci-
cerón y Séneca.
4. Véase Holderlin, 1958, p . 149.
5. Véase Leibniz, 1985, I, p. 21.
6. Feyerabend, 1984, pp. 156-159.
La vida plena

7. Seel identifica el concepto de felicidad que subyace en esta


posición práctica con el nombre de «procesual» y «formal» . Véase
Seel, 1999, p. rr 5-
8. Esta caracterización se adhiere a la definición de Whitehead
de religiosidad como « World-loyality », véase Whitehead, r 9 26/r 960/
1990, p. 59. En este sentido Kolk y Aitmatov eran religiosos.
9. Véase también Lorenz, 2008, p. 134.
ro. Wittgenstein, 1980, Tractatus, p. 6521 .
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Título de la edición original: Das Vollko111111e11e Lebe11.
Vier Meditatio11e11 iiber das Gliick
Traducción del alemán: Isabel Romero Reche
Diseño de la colección: Gloria Gauger

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© Ca rl Hanser Verlag München, 2009


©dela traducció n: Isabel Romero Reche, w,o
© Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 201 0

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forocomposición: Maria García
Impresión y encuadernación: Primer industria gráfica
N. ll, Cuatro cami110s sin, 08620 Sant Vicen~ deis Horts
Barcelona, 2oro. Impreso en España
ISBN Círculo de Lectores: 9 7 8-84-672-4063-4
ISBN Galaxia G utenberg: 978-84-8109-872-3
N.º 365 58

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