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Todos somos censores Por Perry Nodelman .

REVISTA IMAGINARIA Nº 279 | Lecturas | 28/9/10

Artículo publicado originalmente en la revista CCL, Canadian Children’s Literature Nº 68 (1992),


traducido por Paula Cadenas e incluido en la antología Un encuentro con la crítica y los libros
para niños, seleccionada y editada por Brenda Bellorín y María Fernanda Paz Castillo (Caracas,
Banco del Libro, 2001. Colección Parapara Clave). Imaginaria agradece a María Beatriz Medina
—Directora Ejecutiva del Banco del Libro de Venezuela— la autorización y las facilidades
proporcionadas para la reproducción de este artículo.

La mayoría de los lectores de esta publicación, como yo mismo y las personas con las cuales
hablo acerca del tema, están en contra de la censura en los libros infantiles. Como yo, hacen
muecas de horror al enterarse de que funcionarios sindicales en British Columbia intentan
prohibir un libro ilustrado que trata de la tala de árboles porque podría predisponer a los niños
contra los leñadores, o de que una junta educativa al oeste de Canadá prohibe un cuento de
Robert Munsch que trata de un maestro y un director que no logran que un niño se ponga un
traje especial para la nieve, aduciendo que socava el respeto que deben sentir los jóvenes
lectores por quienes detentan la autoridad (es decir, maestros, directores y juntas educativas) (*).
Nos reímos de estas medidas —evidentemente desacertadas— de supresión porque tenemos
fe, no sólo en la importancia del principio democrático de la libertad de pensamiento y expresión,
sino también en el sentido común de la mayoría de los niños. Creemos que ellos son
suficientemente astutos (o posiblemente demasiado rígidos) para ser subvertidos tan fácilmente
como se imagina la mayoría de los censores o pseudo-censores.
Sin embargo, en mis conversaciones con otras personas acerca de estos asuntos, siempre llega
un momento en que hasta los más reacios opositores de la censura se vuelven censores,
convirtiéndose en versiones de aquello que atacan ferozmente. He llegado a la conclusión de
que cuando se trata de libros para niños, todos somos censores. Nosotros, los que estamos en
contra de la censura, probablemente nos convertimos censores de libros que difieren de
nuestros propios valores (teóricamente opuestos a la censura), libros que atacan la libertad
individual o que refuerzan los estereotipos sexuales. Alguien que se enfurezca ante cualquier
intento de prohibir los libros anti-leñadores probablemente exigirá que otros libros sean
censurados por anti-ambientalistas.
Esto quizás no sea sorprendente, pero sí peligroso. Sugerir que tenemos el derecho a dar por
terminada una discusión acerca de cualquier tema o a prohibir cualquier libro equivale
sencillamente a manifestar que la censura es, en algunos casos, apropiada; y si esto es así
¿quién es el encargado de distinguir entre un caso y otro?
Quisiera aclarar que mi posición respecto a estos asuntos es extremadamente sencilla; algunos
dirían que es simplista. No hay absolutamente nada que una persona pueda decir que amerite
una prohibición. Sin importar cuán ofensivo, cuán estrecho de mente, cuán peligroso se
considere que sea. Aunque sea sexista o racista, o se refiera a equivocadas representaciones
neo-nazistas de la historia. Ni la pornografía. Nada.
Pero esto no implica que los fanáticos, necios y pervertidos tengan derecho a no ser
cuestionados. Al contrario: deben ser cuestionados. Si logramos evitar que lo digan, perdemos la
oportunidad de cuestionarlos; y la historia nos enseña que el mal y la locura reprimidos
sencillamente aumentan y se tornan más peligrosos. Se convierte en algo prohibido y tentador.
Crece y empeora. No, es mejor que se diga, para que a la vez nosotros ejerzamos la libertad de
señalar cuán ridículo o peligroso es, con la certidumbre de que si nuestros argumentos en contra

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son lógicos y bien fundamentados, algunas personas aceptarán la validez de nuestras
conclusiones al respecto. Creer lo contrario sería una arrogancia sin sentido.
Por ello, nada debe ser censurado ni suprimido; y eso incluye —posiblemente antes que todo—,
los murmullos de censura de los censores en potencia. Porque si verdaderamente estamos en
contra de la censura, no nos queda otra alternativa que permitir a los censores ejercer la libertad
de expresión. Si realmente somos tolerantes, debemos tolerar su intolerancia, para así poder
condenar su equivocación.
Todo esto suena bien y es cierto, dirán ustedes; por supuesto que debemos permitirle a la gente
decir lo que desea. Pero el derecho que tienen las personas a decir lo que piensan no significa
que las demás tengan la obligación de escucharlas, sobre todo si “las demás personas” a las que
nos referimos son los niños. Por eso, está bien, dejemos que los escritores expresen su racismo
o antiambientalismo; siempre y cuando tengamos el derecho a no escucharlos, y más que eso,
tengamos el derecho de mantener sus perversiones enfermizas lejos del alcance de los niños
que están bajo nuestra responsabilidad.
James Moffett, en su controversial libro Storm in the mountains, habla sobre el intento de prohibir
—en West Virginia— la serie de textos sobre artes del lenguaje que él había editado. Allí sugiere
que la censura se origina en lo que denomina agnosis(“deseo de no saber”). Esta es una
posición personal aceptable, sobre todo cuando la asumen adultos que en realidad sí saben,
pero sencillamente no están interesados. Supongo que ese es el fundamento para seleccionar lo
que vamos a leer; como por ejemplo, buscar libros de ciencia ficción parecidos a los que ya
hemos disfrutado, o rechazar la pornografía. No obstante, si se trata de los niños, la situación no
es tan sencilla.
En lo que respecta a niños, muchos de nosotros ponemos en práctica cierto tipo de agnosis.
Rechazamos algunos libros porque pensamos que pueden enseñar a los niños algo que
nosotros ya sabemos, pero que no deseamos que ellos sepan.
Generalmente no queremos que tengan ese conocimiento porque creemos que puede dañarlos
o pervertirlos; es decir, que el conocimiento del mal los hará “malos”. Esta posición no toma en
cuenta un hecho importante: nuestro propio conocimiento del mal no nos ha hecho “malos” a
nosotros. En general ocurre lo contrario, cuando nos encontramos con un estereotipo sexista, no
nos convertimos en acérrimos chauvinistas, sino en feministas furiosas(os). Nuestra respuesta
habitual ante el descubrimiento de textos nocivos es un acceso de rectitud escandalizada.
Pero esto sucede debido a que ya sabemos identificar los estereotipos por lo que son; podría
sostenerse (y de hecho es así) que mentes más débiles o inmaduras que las nuestras carecen
de esta capacidad. En otras palabras, los niños aceptarían los estereotipos inconscientemente, y
por eso debemos protegerlos para que no lean libros que los contengan.
Pero vivimos en un mundo no sólo repleto de libros con los cuales estamos en desacuerdo, sino
también de publicidad por televisión, narcotraficantes, vendedores por teléfono, políticos,
evangelistas y niños cuyos padres tienen valores distintos a los nuestros. Mantener apartados a
los niños de las ideas y los valores que no nos gustan resulta prácticamente imposible. En vez
de tratar de protegerlos suprimiendo los materiales potencialmente peligrosos, sería más lógico
ayudarlos a aprender la importancia de ser menos confiados. Mi hija asumió la responsabilidad
de identificar el sexismo en los libros de texto que leía cuando el mundo la hizo tomar conciencia
de su sexo, y sus padres la ayudaron a ser consciente de la opresión que enfrentaría debido a
ello. Desde entonces, ella puede ver hasta el certamen “Miss Estados Unidos” sin un deseo
aparente de transformarse en una egomaníaca con cerebro hueco.
Supongamos que no hubiéramos enseñado a Alice —mi hija— a reconocer los estereotipos
sexuales. A pesar de las fervorosas convicciones de los adultos acerca de cuáles libros no

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deben leer los niños, hasta ahora no he conocido a nadie —ni una sola persona— que admita
que aprendió a ser malvada o violenta por la maldad y violencia contenida en los libros que leyó
en su niñez. Puedo citar un ejemplo que demuestra lo contrario: una alumna del curso de
literatura para niños que dicté este año me mostró un libro que atesora porque le había
encantado cuando era niña. Hoy en día, lo mantiene oculto porque le parece insoportablemente
racista y no quiere que sus hijos lo lean y se contaminen con él. El libro sí es muy racista; se
llama 10 Little Negroes y habla de “Sam Chocolate” y su esposa Ébano, que se sienten
“orgullosos como mapaches” de su familia cada vez más grande de “negritos”. Pero al contrario
de lo que sugiere la imperiosa compulsión de esta estudiante por suprimir el libro, este no la
había convertido en racista. A pesar de ser una niña en aquel entonces, no había sido víctima
del delito que —imaginaba— el libro cometía en los demás.
Tengo que preguntarme si estos delitos se cometen en realidad, es decir, si los libros por sí solos
juegan una parte importante en la formación de nuestros valores menos loables. Sí, los libros
confirman lo que sospechamos acerca de nuestro mundo, o posiblemente hacen que lo
cuestionemos; incluso podrían ofrecernos nuevas opciones para que las tomemos en cuenta.
Pero indudablemente tomamos nuestras decisiones basándonos en lo que ya sabemos y en lo
que ya somos. Si los libros o la televisión enseñan a los niños lo que sus padres o personas
responsables de su crianza preferirían que ellos no aprendiesen, sólo puede deberse a dos
motivos: o los niños son inherente e ineludiblemente malvados, a pesar de los intentos de sus
tutores por convertirlos en buenos (yo me rehuso a aceptar esta conclusión); o bien los padres
de los niños no ofrecieron a sus hijos un contexto desde el cual poder rechazar el mal.
Por lo tanto, sospecho que los libros son siempre menos significativos para nuestra educación
que los valores que nos inculcan quienes nos cuidan y nutren; ya sean los valores en los cuales
ellos dicen creer y se esfuerzan por inculcar, o bien los que en realidad ponen en práctica y nos
enseñan. También sospecho que es esto último lo que realmente enseña a tantos niños a amar
la violencia y a no preocuparse por los demás, aunque muchos de nosotros culpamos de ello a la
televisión y a los cómics. Los programas de televisión y los libros dirigidos al gran público debe
tener popularidad para ser rentables, y sólo conservan su popularidad si reflejan los valores
conservadores de la sociedad, es decir, si confirman la realidad en la cual la mayoría de las
personas se imagina que habita. Si afirmamos no compartir esa versión de la realidad, pero no
nos esforzamos para que los niños que están bajo nuestra responsabilidad se percaten de las
objeciones que hacemos a los valores inherentes a esta, no debe sorprendernos que los niños
tomen esos valores de la televisión y los libros.
Para efectos de la discusión, voy a fingir que lo que acabo de argumentar es erróneo en este
caso específico; es decir, que las palabras que leemos sí tienen una influencia ineludible sobre
nosotros, y que independientemente de la posición que usted tenía cuando comenzó a leer este
ensayo, para ese momento ya lo he convencido de que tengo razón en todo. Mi prosa insidiosa
ha hecho bien su trabajo, y triunfó sobre todas sus convicciones previas. Logré persuadirlo: la
censura es siempre un error.
Sin embargo, sospecho que usted continúa siendo un censor. Como señalé anteriormente, en lo
que respecta a los libros infantiles, todos somos censores; pero la cuestión que hace que nos
volvamos más censores que nunca no tiene que ver con los valores, con la violencia, ni con el
estereotipo sexual que he discutido hasta ahora. Tiene que ver con la edad.
Independientemente de que seamos padres, maestros, bibliotecarios, o especialistas en
literatura para niños, la mayoría de nosotros sólo quiere determinar una cosa acerca de cualquier
libro para niños que cae en nuestras manos: ¿está dirigido a niños de qué edad? Y aunque
sostenemos que nos interesa encontrar la edad apropiada, casi siempre dirigimos nuestros

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esfuerzos para definir la edad errónea. “¿Este libro es muy sencillo para un niño de cuatro
años?”, preguntamos. O bien, “¿Es demasiado avanzado para un niño de ocho años?”
Prácticamente toda discusión entre adultos acerca de libros para niños confirmará que este
enfoque es el que prevalece. Encontré los siguientes comentarios en una revisión rápida de una
edición reciente de CM: A Reviewing Journal of Canadian Material for Young People, publicación
cuya intención es orientar a los profesionales encargados de hacer adquisiciones para
bibliotecas escolares y públicas:
“Se recomienda para niños de hasta aproximadamente ocho años de edad (pero no para edades
superiores). Debe resultar atractivo para niñas en los grados básicos superiores (pero no para
quienes estudian segundo o doceavo grado, y parece que cualquier niño lo suficientemente
confundido como para que le guste debe ser sometido a terapia).”
“La complejidad del vocabulario, el contenido emocional y los elementos psicológicos lo hacen
inapropiado para lectores por debajo del nivel intermedio.”
“Está repleto de palabras, hasta 200 palabras por página, lo cual es excesivo para los
aficionados a los libros ilustrados.”
“Los jóvenes lectores podrían tener dificultad en comprender los cambios súbitos de tiempo… La
narrativa también representaría un desafío para los jóvenes lectores, ya que no estarán
familiarizados con muchas de las expresiones.”
Hasta las recomendaciones positivas se expresan por medio de comentarios llenos de censura
acerca de las edades en las cuales un niño no debe leer un libro:
“Hay demasiado texto, a veces se trata de un relato oscuro y alarmante, y las ilustraciones son
tan intrincadas como tapices; pero si se lee en voz alta o se recomienda a un lector lleno de
confianza, sin duda será disfrutado.”
Estos revisores dan por sentado que lo más importante de su tarea es determinar qué público no
debe tener acceso a estos libros. En otras palabras, son censores.
Sin embargo, estoy seguro de que se sentirían ofendidos si los llamara de esa forma. Apuesto
que la mayoría —si no todos— propugna la libertad de expresión y es enemiga acérrima de la
censura. Apuesto que estos revisores calificarían la práctica que he definido como censura en
términos muy distintos. Probablemente la llamarían “selección de libros”, considerándola una
consecuencia necesaria de nuestra preocupación como adultos por el bienestar de los niños que
están bajo nuestra responsabilidad.
Pero así como “literatura erótica” es un nombre que designa a la pornografía que aprobamos,
“selección de libros” es un nombre que designa a la censura que aprobamos. Aunque resulta
igualmente sospechosa.
Por ejemplo, esas caracterizaciones de las habilidades de niños de edades específicas rayan
peligrosamente en los estereotipos insensibles inherentes al sexismo y al racismo. Los niños
reales pocas veces pueden ser descritos con generalizaciones acerca de las capacidades o los
intereses que deben tener a edades específicas; es decir, lo que para un niño de cuatro años
resulta difícil, puede resultar sencillo para otro de la misma edad, dependiendo de su carácter, su
inteligencia y experiencia, y esto sucede tanto con los libros como con la vida. Al prohibir en una
forma generalizada, privamos a muchos niños de experiencias estimulantes y placenteras que sí
están en capacidad de manejar.
Pero supongamos por un momento que un número significativo de niños no esté capacitado, y
que un libro específico contenga gran cantidad de palabras con las cuales muchos niños no
están familiarizados. Sería mejor considerar esto no como un motivo para prohibir el libro, sino
como una oportunidad para enseñarle a los niños no sólo esas palabras en particular, sino el
placer de aprender nuevas palabras en general. La selección de libros que se orienta a partir del

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criterio de que niños de cierta edad no están listos para ellos es sumamente antipedagógico, ya
que es una forma de evitar que los niños aprendan cosas que nosotros suponemos que
desconocen.
Pero estoy seguro que no los convenceré de eso tan fácilmente como pretendí hacerlo
anteriormente. Las suposiciones acerca de la naturaleza de la niñez que apuntalan esta
obsesión con las capacidades de los niños de acuerdo a sus edades están tan arraigadas en
nuestras actitudes culturales que han adquirido estatus de verdades incuestionables; al igual que
la convicción de que nosotros los adultos estamos obligados a proteger a los niños de lo que nos
parece inapropiado para ellos. Si todos somos en cierta forma censores de libros para niños, es
porque nuestras suposiciones acerca de la niñez —y por tanto acerca de la literatura para
niños— tienen una carga de censura.
Incluso la existencia de una serie de textos designados como literatura infantil representa una
forma de censura. Esta literatura no existía hace unos cien años, y por un buen motivo: no se
creía que los niños fueran lo suficientemente distintos de los adultos como para requerir una
literatura aparte. La necesidad de este tipo de literatura surgió cuando los niños comenzaron a
demostrar necesidades significativamente diferentes, necesidades definidas casi siempre en
términos de su vulnerabilidad relativa, y de la consecuente obligación de los adultos de
protegerlos de un conocimiento cabal del mundo que resultara peligroso. No parece
sorprendente que los primeros libros para niños, surgidos en Europa a finales del siglo XVI,
fueran ediciones expurgadas de los clásicos; es decir, libros censurados.
Desde la aparición de la literatura infantil, esto ha continuado invariablemente. C. S. Lewis dijo
que a él le gustaba escribir libros para niños porque “esta forma permite —u obliga a— no incluir
las cosas que prefiero dejar afuera”. Por definición, la literatura para niños es una literatura que
deja afuera algunas cosas, es decir, las censura.
Las suposiciones acerca de la naturaleza infantil que están soterradas bajo la mentalidad
censora continúan ejerciendo un gran poder. La mayoría de nosotros pensamos que los niños
son inocentes, es decir, que ignoran cuáles son las restricciones de la madurez adulta, y por lo
tanto son salvajemente primitivos y tienden hacia el mal; o en su lugar, que no han sido
manchados por la corrupción adulta y por lo tanto son deliciosamente puros y deben ser
protegidos. Ambas actitudes sugieren la necesidad de aislar a los niños, ya sea de la inmodestia
corruptora de la sexualidad adulta o de las limitaciones corruptoras de la racionalidad adulta.
En otras palabras, la niñez tal como la entendemos exige que los adultos se comporten como
censores; los niños pueden continuar siendo niños sólo mientras los adultos censuren sus
percepciones acerca del mundo adulto. Y parece que tenemos una profunda necesidad de que
la niñez se prolongue lo más posible. La respuesta de muchos adultos ante mis
recomendaciones positivas de libros para niños con contenidos que consideran inapropiados es
la siguiente: “Seguro que podrían comprenderlo, pero ¿por qué tienen que leer acerca de cosas
terribles cuando son tan jóvenes? Ya se enterarán de eso con el tiempo”.
Durante los últimos siglos —desde que concebimos la idea de que los niños son distintos a los
adultos por las limitaciones inherentes a su capacidad para comprender— hemos desarrollado
un sistema altamente sofisticado para determinar exactamente cuándo y cómo deben enterarse.
Creemos que existen “etapas” en el desarrollo del pensamiento infantil, y en las capacidades
morales y sociales de los niños. Estos no sólo difieren de los adultos en su forma de pensar las
cosas, sino que los niños más pequeños son distintos a los más grandes: la especie “humana”
está conformada por una serie de subespecies cronológicamente diferenciadas que son
inherentemente distintas entre sí.

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Es por eso que nos preocupamos tanto por esas categorías etarias: mientras los niños no sufran
esas abruptas y aparentemente mágicas transformaciones de una subespecie a la siguiente, de
una etapa a la siguiente, sencillamente no están en capacidad de absorber más que la cantidad
limitada que permite la etapa en la cual se encuentran en un momento dado, del mismo modo
que las orugas no pueden volar. Pensamos que exponerlos causaría un cortocircuito en sus
mentes, y quemaría unos fusibles cognoscitivos. Sus cabezas podrían explotar.
Al censurar libros, en realidad intentamos evitar esas explosiones. Muchas de las personas con
las cuales hablo acerca de estos temas están convencidas de que facilitar a los niños libros que
no son apropiados para la etapa en que se encuentran —es decir, que no son lo suficientemente
sencillos— de alguna manera ahogará cualquier deseo de pensar algo o leer otro libro.
De nada sirve que estos adultos admitan que ellos mismos han leído libros con palabras
desconocidas, sin que esto les causara daños serios; y que leyeron palabras como
“onomatopeya” o “diploblástico” y sobrevivieron, sin haber explotado. No sólo sobrevivieron, sino
que siguieron leyendo. Antes de persuadirlos de que deben confiar en sus propias experiencias,
por encima de sus convicciones teóricas acerca del significado de las edades y las etapas, debo
cuestionar esas etapas.
En realidad se trata de algo que resulta sencillo cuestionar. La idea según la cual la niñez consta
de una serie de etapas relacionadas con edades específicas es una versión de las teorías
cognoscitivas del psicólogo suizo Jean Piaget, y a menudo la versión que se expresa es
incorrecta. Piaget nunca sugirió que las relaciones entre las etapas de desarrollo y la edad
cronológica de los niños fueran tan rígidas como creen muchos de sus seguidores, o que la
información debía mantenerse alejada de los niños según etapas específicas, porque ellos no
pueden manejar ideas o experiencias desconocidas. Todo lo contrario: Piaget resalta que los
niños necesitan asimilar nuevas ideas y experiencias antes de pasar a una nueva etapa, y que
pueden lograr esto si cuentan con la información, y no sencillamente porque alcanzaron un punto
cronológico mágico.
Por otra parte, Piaget sí afirmó que era imposible que los niños aprendiesen conceptos que él
definió como fuera del alcance de su etapa actual de desarrollo, una idea que la investigación
más reciente sobre desarrollo cognoscitivo ha cuestionado seriamente. Versiones ligeramente
distintas de los experimentos en los cuales Piaget basó sus teorías han demostrado que los
niños pueden alcanzar formas de pensar que teóricamente resultan imposibles a etapas
asombrosamente tempranas.
Las investigaciones contemporáneas también cuestionan la suposición de que el desarrollo
consiste en una serie de cambios periódicos de un estado específico a otro. Estudios recientes
sugieren que el aprendizaje ocurre gradualmente, en una serie continua de pequeños pasos,
siempre y cuando existan nuevas experiencias para que los niños (y los adultos) aprendan de
ellas. Aunque sí parecen existir las etapas esbozadas por Piaget, estudios sugieren que éstas
podrían ser impuestas culturalmente como resultado de elementos tales como edades de ingreso
a la escuela y nuestras creencias adultas del tipo de experiencias que pueden procesar los
niños; como manifestó Barry J. Zimmerman: “lo que parece ‘normal’ desde el punto de vista de la
maduración en el proceso cognoscitivo y en el desempeño refleja, si se le examina más de
cerca, un sistema culturalmente impuesto de ‘estímulos y frenos’ ”.
De acuerdo con el psicólogo cognoscitivo Charles Brainerd, “las objeciones empíricas y
conceptuales a las teorías (de Piaget) se han vuelto tan numerosas que ya no pueden seguir
siendo consideradas como una fuerza positiva en las investigaciones sobre desarrollo
cognoscitivo”. Sin embargo, Brainerd agrega que “su influencia continúa siendo muy profunda en
los ámbitos de la educación y la sociología”, y también, por supuesto, en la discusión que

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puedan generar los libros infantiles. No hay motivo alguno —excepto, quizás, la rigidez con que
adoptamos una teoría claramente pasada de moda— para no seguir el rumbo señalado por los
psicólogos cognoscitivos, y dejar de utilizar concepciones insostenibles acerca de las etapas
infantiles como base para rechazar un libro para niños. Sobre todo cuando las “etapas” que nos
imaginamos logran convertirse en profecías que se autocumplen. Los niños privados de
información por parte de adultos que los suponen incapaces de absorberla resultan ser tan
egocéntricos e ilógicos como sugiere que lo serán la teoría de las etapas. Al negarles el
conocimiento, los niños continuarán siendo ignorantes.
Por supuesto que la ignorancia es sólo otra palabra, menos positiva, para la “inocencia”, la cual
nos lleva de vuelta a las otras suposiciones acerca de la niñez que manifesté anteriormente, que
nos hacen rechazar libros que creemos corromperán o hasta pondrán fin a la inocencia infantil.
Para respaldar mi posición acerca del peligro de ciertas suposiciones en torno a la censura, me
veo en la necesidad de argumentar que los niños no son ni deben ser inocentes.
Argumentar que la niñez no es específicamente una época de inocencia es fácil, tristemente
fácil. Si en vez de considerar nuestros ideales y mitos acerca de la niñez empleamos el
conocimiento que tenemos de los niños en la realidad, rápidamente nos percatamos de que hay
un número sorprendentemente bajo de niños efectivamente inocentes. Aquellos cuyo sustento
depende de adultos que les pagan por sus servicios sexuales indudablemente no son inocentes,
ni aquellos sometidos a abusos sexuales o físicos por parte de sus familiares. Los niños que
mueren de hambre en las calles de los países del Tercer Mundo y con demasiada frecuencia en
las callejuelas de los del Primer Mundo, tampoco son inocentes: no tienen tiempo para ser
inocentes si han de sobrevivir. Tampoco los que viven bajo un techo pero en una pobreza tan
extrema que duermen hacinados con sus padres y hermanos mayores tampoco son inocentes, ni
tampoco los hijos aparentemente protegidos de alcohólicos adinerados, maníaco-depresivos o
ejecutivos corporativos crónicamente ausentes del hogar.
Tampoco son particularmente inocentes los numerosos niños con suficiente suerte para no estar
incluidos en este terrible catálogo de vicisitudes. No lo son si ven televisión, o si tienen contacto
con otros niños que la ven; no lo son si interactúan en algún momento con otros seres humanos
que pueden equivocarse, incluyendo aquellos que tanto se esfuerzan por mantener su inocencia.
Pero podría argumentarse que esas son exactamente el tipo de experiencias brutales y
destructoras que los niños no deberían tener. Esas experiencias forjan y perjudican a las
personas, por lo que proteger a los niños de las mismas, posiblemente es una forma de
mantenerlos sanos y saludables. Este tipo de agnosis parece ser buena para los niños.
Pues bien: ¿deben ser inocentes los niños? Sí, evidente e idealmente, sí; deben ser inocentes
ante la presencia del hambre, del caos emocional, de la explotación por parte de los adultos
ávidos de sexo y violencia. No tengo intención alguna de argumentar que el hambre y la
explotación y la violencia son buenos para los niños; no son buenos para ningún ser humano.
Por otra parte defiendo que el conocimiento de estas cosas es bueno para los seres humanos,
incluyendo a los niños. Si sabemos algo, podemos pensar en eso aunque no lo hayamos
experimentado jamás. Y pensar en el mal es sin duda nuestra mejor defensa contra éste.
Al menos, por supuesto, que creamos que el mal es inherentemente más atractivo que el bien.
Yo no lo creo. Creo que todo lo que se relaciona con el mal y la violencia es repugnante, y no
hay que pensar mucho para descubrir en toda esta “sobreoferta de mal” los límites voluptuosos
de cierta autocomplacencia perversa; siempre y cuando uno haya desarrollado estrategias de
pensamiento.
Asimismo, creo que si a los niños se les brindara conocimiento de este tipo de cosas y
estrategias para pensar en ellas, podrían llegar a conclusiones —no necesariamente iguales a

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las conclusiones que yo podría llegar—, pero sus conclusiones serán sutiles y bien pensadas, y
tomarán en cuenta la mayor cantidad posible de elementos. Las teorías del desarrollo moral —
como la de Lawrence Kohlberg— que sugieren que los niños en realidad no son capaces de
pensar así, no sólo dependen de suposiciones piagetianas hoy en día insostenibles, sino que
son objeto de serios y merecidos ataques por ser chauvinistas desde el punto de vista
masculino, así como eurocéntricas; ya que premian las actitudes de creadores europeos como
las de mayor jerarquía en la evolución moral. Llegó el momento de dejar a un lado estas teorías
y tratar de ayudar a niños de todas las edades a ser tan sutiles en su pensamiento moral como
nos gusta creer que somos nosotros.
Cuando menos, si damos a los niños conocimiento del mundo, podremos discutirlo con ellos, y
comunicarles nuestras propias actitudes. En cambio, si preferimos mantenerlos ignorantes de
todo lo que rechazamos (teóricamente porque los estamos protegiendo de eso), perderemos la
oportunidad de sostener este tipo de discusiones. Al mismo tiempo, es probable que los niños
discutan estos asuntos tan interesantes entre sí. Pueden llamarme elitista, pero tengo más fe en
la solidez de mis propios valores que en los que pueden idear un grupo de niños de cuatro años,
o jóvenes de catorce años, que han sido mantenidos en la ignorancia del pensamiento maduro
para proteger su inocencia. Cualquiera que como yo haya aprendido en el parque y en la calle
tantas cosas sobre temas como el sexo y lo que realmente quieren las mujeres, a falta de
discusiones públicas o con nuestros padres sobre estos temas, comprenderá por qué he llegado
a esta conclusión: la ignorancia no es precisamente una bendición, y raras veces es inocua.
De hecho, estoy convencido de que son más dañinos quienes ignoran lo que seres pensantes y
morales consideran malvado, que quienes tienen conocimiento acerca de esas cosas; es la
ignorancia —y no el conocimiento— lo que destruye el paraíso.
La verdadera inocencia no es ignorante. Permanecer inocentes, es decir, tratar de no hacer el
mal, exige conocer el mal. Por lo tanto, el conocimiento protege a la inocencia: sólo los que están
armados de nociones éticas y prácticas acerca del comportamiento propio y del comportamiento
de los demás, poseen recursos para ser buenos. Y estoy convencido de que esto es
particularmente cierto en el caso de los niños.
De esta forma llego a la esencia de mi propia filosofía en lo que respecta a la selección de libros:
no se preocupen porque los niños no comprendan lo que deberían comprender. Más bien tengan
esperanzas de que comprenderán. Estimúlenlos a aprender. Permítanles leer cualquier cosa que
les interese, de acuerdo al nivel de dificultad que ellos mismos decidan que pueden manejar,
para que ellos mismos aprendan lo que sienten que deben saber. Denles acceso al conocimiento
del mundo tal cual es; a libros que lo describan con todo el detalle necesario, y anímenlos a
conocerlo en la forma más cabal, profunda y sutil que sea posible. Si creemos que puede haber
algo que no comprendan, ayudémoslos a comprenderlo; hay que enseñarles los hábitos
mentales y las estrategias de lectura de modo que, cuando lean, tengan experiencias ricas,
significativas y productivas.
No siempre tuve tan buen sentido de las cosas. Lo aprendí de mis hijos. Cuando eran más
pequeños, Josh, Asa y Alice seleccionaban los libros que les atraían o que querían que les
leyésemos de un estante que contenía todos los libros para niños que había en la casa. Era una
selección ecléctica: contenía no sólo los que yo consideraba que eran buenos libros, sino
también los que había comprado para usar en mis clases de literatura para niños como ejemplos
de mala literatura, y a veces, los que consideraba que manejaban valores inapropiados, tontos, o
superficiales. Para mi mortificación, los niños a menudo seleccionaban y disfrutaban de mis
ejemplos de libros malos, y a pesar de mi abierta oposición a la censura, no puedo negar que
sentí la necesidad de restringir lo que escogían.

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Pero luego me di cuenta de que los niños nunca parecían interesarse o dejarse influenciar
mucho por los “malos” valores, y seleccionaban tanto los buenos ejemplos como los malos. El
acceso a las tentaciones del mal no pareció alejarlos de la apreciación de lo que sus padres les
enseñaron que era bueno. Por eso, me tragué mi mortificación y permití que escogieran lo que
desearan.
Esto no cambió mucho después que aprendieron a leer y tuvieron mayor libertad a la hora de
escoger sus lecturas. Al dejar de estar limitados a los libros para niños o a los otros libros que
teníamos en la casa, leían lo que deseaban; si bien en ocasiones debí luchar con mi conciencia
para permitírselos.
¿Cuál fue el resultado? El libre acceso al conocimiento no convirtió a ninguno de mis hijos en
monstruo, al menos según mi definición de monstruo. Hoy en día son adolescentes y ante los
ojos de su orgulloso padre actúan como seres sensibles, humanitarios, responsables y felices:
son seres humanos morales, a pesar de —aunque yo creo que fue a causa de— su amplio y
temprano acceso al conocimiento del mal, la lujuria, el dolor, la anatomía, la vulgaridad y la
violencia.
Gracias a este acceso, es obvio que mis hijos nunca fueron las criaturas “aniñadas” que los
adultos decimos admirar. Desde muy temprano, su conocimiento les mostró su propio poder: su
derecho a ser escuchados y a ser tomados en serio, y su libertad para evaluar el
comportamiento de los demás, incluyendo los adultos, con una mirada considerada y a veces
crítica. No puedo negar que esas cualidades ocasionalmente han causado angustia y hasta
enfurecido a algunos de sus maestros y profesores. Un número sorprendente de estos me ha
dicho que los niños deben respetar siempre a los mayores, independientemente del tipo de
abuso, estupidez, o estrechez de mente que decidan poner en práctica. De hecho, son estas
conversaciones preocupantes con individuos insensibles y defensivos —que profesionalmente se
ocupan del cuidado de los jóvenes— las que confirmaron mi confianza en que el conocimiento
que adquirieron mis hijos sobre el mal y la capacidad para pensar en él de forma analítica les ha
servido de protección.
Eso no implica que jamás rechazaría un libro o programa de televisión u obra teatral. Mi
sugerencia de dar a los niños más libertad para escoger incorpora una condición muy
importante: que este proceso tenga lugar en un contexto de un interés activo —por parte de los
adultos— por la vida de los niños y por la lectura, y como parte de un esfuerzo activo de estos
por enseñarles todas las capacidades de respuesta crítica y análisis que nosotros mismos
poseemos. Si no se hace en este contexto, los niños sí podrían ser influenciados por libros y
programas de televisión tontos y superficiales o llenos de maldad. De hecho, eso ocurre. Por
ello, nosotros como adultos tenemos el derecho —en realidad la obligación— de informar a los
niños lo que consideramos es malvado, inmoral, vulgar o sencillamente tonto, sin negarles al
mismo tiempo el acceso a ello.
Por eso, mis hijos han tenido que escuchar a sus padres discutir acerca de la estupidez de
algunos libros que a ellos les gustaban, aunque les permitíamos disfrutar de esa estupidez.
Cuando eran más pequeños, a menudo me negaba a leerles libros que no me gustaban, por
ejemplo, libros que dejaron de interesarme después de haberlos leído cien veces, o cualquier
cosa de los Ositos Cariñosos. Ellos podían ver esos libros por sí solos todas las veces que
quisieran, pero no sin antes escuchar mis opiniones al respecto. Asimismo, tenían que escuchar
a su padre y a su madre hablar con sarcasmo sobre las tonterías de algunos programas de
televisión que veíamos con ellos, con lo cual aprendían a defender sus propios gustos o a
compartir el sarcasmo. Me complace decir que ellos aprendieron rápidamente a hacer ambas

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cosas, y aunque hoy en día sus gustos y opiniones a menudo difieren de las de sus padres,
comparten nuestro placer e interés por discutir estos asuntos.
En otras palabras, nos esforzamos por enseñarles que hay opiniones distintas sobre ciertas
experiencias que les daban placer. No sólo tenían que reconocer la existencia de estas
opiniones distintas; también tenían que aprender a pensar, para de ese modo defender —o
incluso cambiar— sus propios gustos e intereses. Su inocencia estaba acorazada, no sólo por el
conocimiento, sino por haber aprendido formas responsables de pensamiento.
Algunos dirán que este nivel de participación por parte de los adultos no es posible para todos,
que no todos son especialistas en literatura para niños, que muchas personas encargadas de
cuidar un niño tienen otras responsabilidades y sencillamente no tienen tiempo para leer los
libros que leen los niños bajo su responsabilidad, o para ver los programas de televisión que ven
dichos niños, y mucho menos para discutir esas experiencias con sus hijos. Pero uno no
necesita ser especialista en la materia para comunicar a los niños la reacción que uno siente
ante un libro, basta con tener la disposición para responder con honestidad, y ser consecuente
con esa respuesta. Y en cuanto a los que no tienen tiempo para este tipo de conversaciones, no
estoy tan dispuesto a absolver a gente que por lo menos debería sentirse culpable por su falta de
participación. Los niños sí requieren cuidado, y un cuidado responsable consume tiempo y
esfuerzo; por ello hay que hacer un esfuerzo por leer y comentar un par de libros sobre ardillas y
princesas de cuentos de hadas, si esto contribuye a que los niños bajo nuestro cuidado no
absorban valores que nos parecen aborrecibles y, con el tiempo, no terminen siendo el tipo de
personas que afirmamos despreciar. Creo que esto es precisamente lo significativo.
Más aún, estoy convencido de que son pocas las personas con niños a su cargo que no
participan en su vida intelectual e imaginativa por insensibilidad o falta de interés. Una vez que
han desechado su fe en el valor o inevitabilidad de la ignorancia infantil, los adultos con los que
he conversado estos asuntos aceptan tranquilamente la responsabilidad de darle a los niños un
conocimiento más amplio del mundo y orientarlos para que desarrollen una forma más sabia de
comprenderlo.
Y lo hacen porque esto les enseña una cosa sumamente importante: al darles libertad y
responsabilidad para escoger por sí mismos, la mayoría de los niños escogen sabiamente. En
su descripción del columpio de cuerdas en el establo de Zuckerman contenido en Charlotte’s
Web, E. B. White indica que los padres siempre se preocupan de que los niños
accidentalmente se caigan del columpio y se hagan daño. Pero según White, “los niños casi
siempre se aferran más tenazmente a las cosas de lo que creen sus padres”. Yo también lo
creo, se aferran tanto a las cuerdas como a los valores de quienes velan por ellos, pero no nos
corresponde a nosotros los adultos aferrarnos por ellos para inculcarles un falso sentido de
seguridad.

Nota

(*) Una persona que leyó los borradores de este ensayo sugirió que los ejemplos de actitudes
censoras que utilicé son tan absurdos que los lectores de épocas posteriores y de otros lugares
podrían pensar que las inventé a manera de chiste. No lo hice, y no son chistes. De acuerdo a
la información suministrada por el “Book and Periodical Council for Freedom to Read Week
1992”, las escuelas en Lloydminister, situada en la frontera entre Albert y Saskatchewan,
retiraron las copias del libroThomas’ Snowsuit de Robert Munsch de sus bibliotecas escolares
entre 1989-89, temiendo que el libro socavaría la autoridad de los directores de planteles en
general. Para comienzos de 1992, el libro todavía no estaba disponible en dos escuelas de

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Lloydminister. Mientras tanto, en febrero de 1992, muchos diarios canadienses informaron
que los miembros del sindicato IWA-Canadá en la Costa del Sol, al norte de Vancouver,
habían exigido que el libro Maxine’s Tree de Diane Leger-Haskell (Orca, 1990) fuese retirado
de las bibliotecas escolares, tildando el libro de “ofensivo para los leñadores”. Parece que uno
de los miembros del sindicato exigió esta medida después que su hija de seis años leyó el
libro en la escuela y llegó a la casa a decirle, “Lo que tú haces es malo, papá” (Globe and
mail, febrero 1992).

Bibliografía
- BRAINERD, Charles J. “Preface”. Recent Advances in Cognitive Developmental Research. Carles
J. Brainerd (editor). New York: Springer-Verlag, 1983.
- CM: A Reviewing Journal of Canadian Material for Young People. 20,3 (mayo 1992).
- LEWIS, C. A. “On three ways of writing for children”. Children’s Literature: Views and Reviews.
Virginia Haviland (editora). Grenview: Scott, Foresman, 1973.
- MOFFETT, James. Storm in the mountains. A case study of censorship, conflict and
consciousness. Carbondale: Southern Illinois UP, 1988.
- TRIER, Walter. 10 Little Negroes. N. versión. Londres: Sylvan Press-Nicholson Watson, 1944.
- WHITE, E. B. Charlotte’s Web. 1952. New York: Harper Trophy-Harper & Roe, 1973.
- ZIMMERMAN, Barry J. “Social Learning Theory: A contextualist account of cognitive functioning”.
Brainerd, Recent Advances…, 1-50.

Fotografía: grajewski fotograph inc.

Perry Nodelman es un especialista, docente y escritor canadiense de literatura infantil y juvenil.


Es Doctor en Literatura Victoriana por la Universidad de Yale (1969) y desde 1975 se especializó
en la enseñanza y escritura de literatura infantil. Durante 37 años (1968-2005) fue profesor del
Departamento de Inglés de la Universidad de Winnipeg y ahora es Profesor Emérito.
Fue presidente de la Asociación de Literatura Infantil de Canadá y publicó alrededor de cien
artículos sobre literatura infantil y juvenil en revistas especializadas, muchos de ellos focalizados
en la teoría literaria como un contexto para entender los libros para chicos.
Escribió libros de análisis y crítica sobre el género: Words About Pictures: The Narrative Art of
Children’s Picture Books, The Pleasures of Children’s Literature (un libro de texto utilizado en
universidades de Estados Unidos y Canadá, que va por su tercera edición, escrita en
colaboración con Mavis Reimer), y The Hidden Adult: Defining Children’s Literature.
Fue editor de dos revistas académicas: Children’s Literature Association Quarterly(1983-87),
y CCL/LCJ, the Canadian children’s literature journal (2004-2008); y actualmente forma parte del
Comité Editorial de las revistas Jeunesse, IRCL, y The Journal of Children’s Literature Studies
Como escritor de ficción para niños y jóvenes es autor de cuatro novelas: The Same Place But
Different y su secuela A Completely Different Place; Behaving Bradley, y Not a Nickel to Spare:
the Great Depression Diary of Sally Cohen. En colaboración con Carol Matas escribió una serie
de cuatro novelas fantásticas para jóvenes lectores —Of Two Minds, More Minds, Out of Their
Minds, y A Meeting of Minds— y la trilogía Ghosthunter: The Proof that Ghosts Exist, The Curse
of the Evening Eye, y The Hunt for the Haunted Elephant.

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