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Las mujeres están confinadas a un trabajo absolutamente mecánico, que no exige otra cosa que

rapidez. Cuando digo mecánico no imagines que puedes soñar en otra cosa mientras lo haces, ni
mucho menos reflexionar. No, lo realmente trágico de esta situación es que el trabajo es demasiado
mecánico para ofrecer material al pensamiento, y que además de ello prolube también cualquier tipo
de pensamiento. Pensar equivale a ir menos deprisa; y hay normas de velocidad establecidas por
burócratas despiadados que hay que seguir para no ser despedido y para ganar lo suficiente (el
salario es a tanto por pieza). Yo no puedo todavía con ellas, por muchas razones: la falta de hábito,
mi habilidad natural que es considerablemente pequeña; bastante lentitud, también natural, en los
movimientos; el dolor de cabeza y cierta manía de pensar de la cual no consigo desprenderme. En
cuanto a las horas de descanso, teóricamente existen en grado suficiente con la jornada de 8 horas,
pero prácticamente quedan absorbidas por un cansancio que a menudo llega hasta el
embrutecimiento. Si quieres completar el cuadro, añádete que se vive en una atmósfera de
subordinación total, perpetua y humillante, siempre a las órdenes de los jefes. Claro que todo esto te
hace sufrir más o menos según el carácter, la fuerza física, etc. Habría que precisar más, pero a
grandes rasgos es así.

Quiero servirme de una comparación. No causa pena alguna mirar las paredes de una habitación
desnuda y pobre; pero si la habitación es la celda de una prisión, cada mirada a sus paredes es un
sufrimiento. Lo mismo ocurre con la pobreza cuando va ligada a una subordinación y dependencia
totales. Como la esclavitud y la libertad son simples ideas, y son cosas que hacen sufrir, cada detalle
de la vida cotidiana que refleje la pobreza a la cual se está condenado hace daño; no a causa de la
pobreza, sino de la esclavitud. Imagino que es más o menos como el ruido de las cadenas para los
forzados de antaño. Y que lo mismo ocurre con todas las imágenes del bienestar del cual se carece.
Porque se presentan en forma tal que nos recuerdan que no sólo estamos privados de este bienestar,
sino también de la libertad que le va anexada.

Este almuerzo no es un descanso ¿Qué hora es? Quedan pocos minutos para el ocio. No debo
descuidarme: apuntar un minuto de retraso representa trabajar una hora sin cobrar. El tiempo pasa,
debo entrar. He aquí mi máquina, mis piezas; debo comenzar de nuevo. Ir más deprisa... Me siento
desfallecer de fatiga y desaliento. ¿Qué hora es? Aún faltan dos horas para salir. ¿Cómo podré
resistir? Pero se acerca el contramaestre. “¿Cuántas haces? ¿400 por hora? Es necesario que hagas
800. Sin esta cifra no te tendré aquí. Si a partir de ahora haces 800 continuarás trabajando”. Habla
sin levantar la voz. ¿Para qué chillar si cualquiera de sus palabras ya bastan para provocar angustia?
¿Qué respondo? Callaré y me esforzaré aún más. A cada segundo, venceré este disgusto y este
desánimo que me paralizan. Más deprisa. Debo duplicar el ritmo. ¿Cuántas he hecho después de una
hora?: 650. La sirena. Ir al recuento de trabajo, vestirme, salir de la fábrica con el cuerpo vacío de
toda energía vital, el espíritu vacío de ideas, el corazón disgustado, lleno de rabia silenciosa, y
encima con un sentimiento de impotencia y sumisión. Porque la única esperanza para el día
siguiente es que quiera dejar transcurrir otro día parecido. Respecto a los demás días que seguirán,
es algo aún lejano. La imaginación se niega a recorrer un número tan grande de minutos tristes.

La fatiga. La fatiga agobiante, amarga, por momentos dolorosa hasta tal punto que se desearía la
muerte. Todo el mundo en todas las situaciones sabe lo que es estar fatigado, pero para esta fatiga
sería preciso un nombre distinto. Hombres vigorosos, en la flor de la edad, se caen de cansancio en
el asiento del metro. No después de un golpe duro, sino después de una jornada de trabajo normal.
Una jornada como será la del día siguiente, la del otro, siempre. Bajando por la escalera del metro,
al salir de la fábrica, hay una angustia que ocupa todos los pensamientos. ¿Encontraré un asiento
vacío? Sería demasiado permanecer de pie. Pero a menudo hay que permanecer de pie. ¡Cuidado,
que entonces el exceso de cansancio no te impida dormir! Y al día siguiente es preciso cansarse un
poco más.

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