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Yo debí ser músico.

Debí inscribirme en las clases de piano cuando tenía seis años, debí asistir al taller y no
mentirle a mi madre. Debí escuchar a Chopin desde los siete y desarrollar el oído. Debí pedir
un teclado por navidad, debí tocar en la banda del colegio. Debí componer canciones de amor
para Andrea, cantarle en su cumpleaños, decirle cuánto la amo en unas cuantas notas y no
mentirle. Ni a ella ni a mi madre. Debí formar una banda y rebelarme de manera irracional
contra la música clásica. Fumar porros en una sala de ensayos, serle infiel a Andrea mientras
ella cree que me volveré famoso, que algún día compartiré escenario con Amén, que abriré
conciertos en el estadio nacional. Y sobre todo no mentirle, no mentirle a nadie. Debí
prepararme para una avalancha de drogas y alcohol, afterpartys, discos rayados con líneas de
cocaína, una clandestina forma de libertad. Debí recuperarme de la depresión que dejaría la
partida de Andrea, cuando sus padres realizaron que yo era pésima influencia, cuando
pensaron que mi estilo de vida la embarazaría con un pequeño cúmulo de malas decisiones y
que le haría parir terribles consecuencias. Debí elegir ese camino hace veinte años y no
asustarme del futuro.

Debí decirle a mi madre que el profesor de piano me asustaba, que tenía las manos muy
grandes, que nunca me inscribí a la clase y por el contrario pasé toda mi infancia en la
biblioteca. Leyendo como un pelotudo, un buen pelotudo. Leyendo triste la mayor parte del
tiempo y renunciando al otro gran futuro que me aguardaba. Andrea se fijó en el baterista del
salón, yo me fijé en ella, pero nada de eso fue suficiente. Crecí observando a todos de lejos, no
acercándome mucho a la fogata, anotando en la libreta azul momentos que perderían
relevancia con el tiempo. Me pasé el tiempo escribiendo las cosas que querría hacer algún día,
sin hacer ni mierda. Y ahora, veinte años después descubro que debí ser músico y no escritor.
Lo supe todo el tiempo, pero, así como a mi madre y a Andrea, me mentí. Y sigo sorprendido
de lo sencillo que es mentirse a sí mismo. Me compré una guitarra, desempolvé la armónica
plateada e intenté ser Bob Dylan frente al espejo. Llamé a Andrea y le colgué apenas terminé
de cantar, esta canción vale por todos los cumpleaños en los que no te canté. Compré dos
gramos de cocaína y una botella de whisky, la vida es eso que sucede cuando estás con resaca.
Luego de algunos excesos la llamé de nuevo. Le dije que tocaría en un bar esa noche. No sabía
que tocabas. Yo tampoco, y le mentí de nuevo, y le seguí mintiendo durante toda la llamada.
Me felicitó por mi último libro. No sabía que me leías Andrea, de haber sabido te enviaba una
copia autografiada. Pero qué huevón para decir eso. Entonces te veo esta noche, tocaré por
media hora más o menos, luego podemos ir por un trago. Colgué e inhalé otra línea de las
muchas paralelas sobre un disco rayado de Phoenix.

Fui a mi habitación y busqué mi pijama. Me senté al filo de la cama y resolví limpiar todo al día
siguiente. Mañana seré otra persona. Me mentiré de nuevo. Pobre Andrea, seguro me
esperará en el bar, beberá dos copas antes de recordar que soy el imbécil que la llama cuando
se emborracha y se coloca, todo porque empezó mintiéndole a su madre desde muy pequeño.
Recordará que soy escritor y no músico, que soy un cobarde, que canto mal, que escribo peor.
Solamente puedo quedarme dormido y despertar en 1998, decirle a mi madre toda la verdad
antes que sea demasiado tarde. No queda otra salida. Nunca hubo otra salida. Y la ansiedad
terminará devorando a todos. Le escribiré un mensaje a mi madre: me pariste roto. Luego me
arrepentiré e ignoraré sus llamadas, la verdad es que nadie oirá de mí en mucho tiempo. La
mentira es el cubo de cristal donde encierro todas mis ensoñaciones. Sé que al despertar me
repetiré lo mismo una y otra vez. Yo debí ser músico.

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