Está en la página 1de 3

Dos formas de morir

― Elijan pues. Matamos a uno y nos llevamos al otro. La vaca o el caballo.

― ¿Por qué tienen que matar al que dejan? Llévense ambos o mátenlos a los dos, pero es un
desperdicio que maten al que dejan ―dijo el padre, indignado.

― No les estaba preguntando su opinión. Ahora elijan: la vaca o el caballo.

― La vaca ―dijo la madre.

― El caballo ―dijo el padre, al mismo tiempo.

― Conque no se ponen de acuerdo ―se burlaba el oficial paramilitar, y, caminando lentamente,


haciendo sonar sus botas de barro en el piso de concreto de la pequeña casa, se acercó a la
niña. Se agachó sonriendo, quedando a la misma altura de los ojos de ella, ojos que no sabían si
devolverle una mirada de rabia o de miedo. ¿Qué carajos querían de ella esos ojos que la
miraban con algo que no se definía entre la burla y la ternura?

― Tú decides, pequeña. ¿La vaca o el caballo?

― No la meta en esto, ella no tiene nada que v…

― ¿¡La vaca o el caballo!? ―interrumpió el oficial al padre, mirándolos por primera vez
enfurecido, con esa cara que aquí conocemos bien de una palabra más y se mueren la vaca, el
caballo, el padre, el perro, las gallinas, la madre, el gato, la niña y hasta los putos gusanos de la
tierra donde vayan a ser enterrados.

Verán, para Lucía esta no era una decisión fácil. Sí: la vaca daba leche diaria, eventualmente
otros terneros y carne, por lo tanto daba sustento más o menos permanente; el caballo era el
medio de transporte de su padre cuando tenía que viajar al pueblo a hacer mercado, que
quedaba a tres horas caminando desde la vereda. Era también lo que usaba cuando lo
contrataban para arriar ganado en las fincas de los grandes ganaderos de Arauca, o a jornalear
recogiendo yuca. Pero la decisión no tenía que ver con lo productivo de los animales, la cosa
iba más allá.
La vaca tenía nombre. Miriam, o Miriamsita, como le decían de cariño con su madre. La vaca
respondía por su nombre aunque estuviera rodeada de otras cien vacas. A veces, cuando el
pasto no era suficiente para Miriam en la finca, Lucía y su madre se colaban en fincas más
grandes, donde podían camuflar la suya con otras vacas. Lo bueno era que siempre, al volver
por ella, podían separarla fácilmente de otras vacas al llamarla por su nombre.

Con el padre habían vivido sus mayores aventuras con el caballo. Nunca se había sentido tan
viva como aquellas veces en que iban los dos montados, galopando toda velocidad con el
viento en la cara, despelucándole el pelo enredado por los pastizales de las llanuras infinitas
teñidas de todas las tonalidades de verde, amarillo y rojo.

La vaca le había enseñado paciencia y quietud. El caballo le había salvado la vida una o dos
veces. Su madre amaba a la vaca. Su padre amaba al caballo. Ella los amaba a los dos. Lucía
empezó a llorar.

― Mi comandante, tenemos que irnos. Los elenos saben ya que estamos acá y no demoran en
aparecer ―interrumpió nervioso uno de los soldados rasos de la tropa.

― Cállese, Álvarez. Acá nadie le tiene miedo a los elenos ―se volteó a fulminarlo con toda su
presencia― ¿Usted sí?

― No… no, Señor.

El oficial agarró por el brazo a la niña y la sacó de la casa. La cerca donde estaban guardados el
caballo y la vaca quedaba bajando una pequeña colina y se podía ver desde la entrada de la
casa. Apenas vieron a Lucía agarrada del brazo por el oficial, los animales supieron que algo
estaba mal y se pusieron nerviosos.

― Bueno, niña. Se nos acaba el tiempo. ¿La vaca o el caballo?

Lucía solo lloraba. La madre empezó a llorar también. El padre sabía que cualquier
movimiento en falso implicaría la muerte de todos. Los animales parecían saber lo que pasaba:
el caballo comenzó a saltar y relinchar escandalosamente; sus ojos estaban hinchados y rojos, y
la boca se le llenaba de saliva. Empezó a recorrer todas las esquinas de la cerca, desesperado,
intentando huir, y hasta se lastimó una pata con el alambre por el afán de escapar. Se revolcaba
en el piso de la desesperación e impaciencia. La vaca solo esperaba, apacible, mirando
fijamente a Lucía.
― Bueno, es hora. Los matamos a los dos. Tienes que aprender a tomar decisiones en la vida,
niña. Uno no puede andar indeciso entre dos bandos todo el tiempo, y menos por estas tierras.
Al final, por esas cosas, todos terminan muertos. Te voy a mostrar.

La agarró del brazo y se la llevó a pesar de sus sollozos. La cargó en el hombro cuando ella
intentó tirarse al piso para retrasarlo. Se agarró de la rama del almendro cuando daban la vuelta
para llegar a la cerca y él tuvo que halarla de los pies hasta que cayera. No le hizo ningún daño.
Estaba empeñado en su lección.

Cuando finalmente logró llegar con ella a la cerca, el caballo seguía revolcándose con los ojos
desorbitados, pero no se veía a la vaca. Lucía se incorporó y corrió a buscarla al otro lado de la
cerca. Cuando la encontraron, la vaca estaba tumbada en el pasto, con los ojos entrecerrados y
en estado de aparente serenidad. El oficial la haló del lazo, la pateó, la insultó y la escupió.
Incluso llamó a sus hombres para que le ayudaran con el lazo, pero no hubo forma de ponerla
en pie.

― Bueno, Álvarez. Recoja al caballo y vámonos.

― Pero, Señor, ¿va a dejar la vaca ahí? Está vivita y respirando. Mala cosa que luego la cojan los
elenos. Si quiere, le meto ya un tiro ―apuntó con la pistola.

― Fresco, Álvarez, yo me conozco a las vacas ―se paró mirando a la vaca con altivez y
desprecio― esa bestia ya hace un rato lo decidió y se echó a morir. Ni el mismo diablo la para.

También podría gustarte