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Primer soneto de Corona

dedicada al amor
Lady Mary Wroth

Víctor Manuel Mendiola

01 febrero 2020

¿De este atroz laberinto cómo huir?

Hay muchas sendas, mas ningún camino:

si giro a la derecha, ardo de amor;

permíteme avanzar hacia el peligro;

y si giro a la izquierda, el gozo cesa;

déjame retornar con mi inquietud,

aunque un beso traspase mi fortuna;

estar quieta es más cruel, de cierto lloro.

Así, déjame ir en cualquier sentido,

hacia el frente o atrás, o hacia mí misma,

debo aguantar las dudas sin descanso

y de ese modo hallar la mejor senda.


No obstante, lo más duro de este dédalo

es depender del hilo del amor. ~

Dos poemas
Jordi Doce

01 febrero 2020

Esta mano

que se crio en cautividad

no sabe valerse por sí sola.

Teme extraviarse

en la selva de su albedrío,

su entusiasmo animal.

Y por respeto al laberinto

de la vida voluble

cayó en el laberinto de sí misma.

La piel del dorso

es la cara visible de una luna

que guarda su distancia


de este mundo, del mar electrizante

del temblor

y el sobresalto.

Y esos dedos de araña

que acechan a lo lejos

no sabrían marchar de cacería

aunque quisieran. ~

El cuerpo es esta plaza soleada

donde unos viejos hacen tiempo

y el café de la esquina

con su toldo raído y sus sillas metálicas

es el castillo de los indolentes

que han hecho su negocio

del hablar por hablar.

Tu oído, demasiado humano,

no capta lo que dicen:

carece de la astucia del animal terrestre.

Ahora un perro dispersa las palomas


que bullían unánimes

entre migas de pan.

Es un trabajo diurno: una mano de luz

sobre el muro encalado del verano,

el volumen del campanario

barriendo con su sombra el pavimento.

La salud de los vínculos

es esta sencilla homeostasis. ~

Poema
José Javier Villarreal

01 enero 2020

algo nos hace falta,

un sello que no tenemos, un par de monedas,

algún billete de baja denominación. La gente,

que no nos conoce, nos ve de reojo, algo intuyen,

o acaso es que se nota demasiado.

Siempre que se lee con atención hay un epílogo,


una tarde que resucita a los muertos,

un momento de fragilidad al pie de una alta montaña.

No sabemos qué hacer, a quién hablar.

Buscamos y rebuscamos sin saber exactamente qué.

Estamos en medio de un río, pero no se mueve,

cruzamos un desierto, pero hemos perdido la caravana,

el pueblo elegido pasó hace tiempo y, ahora, que intentamos

el paso, las aguas comienzan a juntarse.

Todo lo teníamos planeado, todo estaba bajo control:

el brillo de los ojos, el tono de la voz, la actitud corporal.

El sol brillaba y el viento, por la ventanilla del taxi, nos acariciaba la


cara.

No había duda, los cormoranes secaban sus plumas

y los ángeles nos acompañaban en silencio.

Atrás todo estaba por resolverse; sin embargo,

las piezas iban embonando y nosotros nos hacíamos cargo,

el rompecabezas –con sus flores y su cielo azul–

iba adquiriendo forma sobre la mesa;


nadie lo tocaba, nadie –que no fuéramos nosotros–

se atrevía a mover una pieza.

Pero de pronto algo no combina, algo minúsculo pierde su ritmo,

quizá sea la blusa, el comentario o la mirada del taxista,

una pieza que se nos ha caído,

la inquietud de que algo se nos ha olvidado,

la incertidumbre

de que quizás, en el asiento de a lado, o detrás de nosotros,

no haya ningún ángel. El viento ya no entra por la ventana,

la fila es enorme y no avanza, todo se detiene

menos el tiempo,

el tiempo con sus bisagras, con sus inversiones a plazos,

con su mesa de dinero, con el sentimiento de culpa

que ha empezado a mover su abanico; pero el viento

ya no entra por la ventana, ya no estamos en el interior del taxi,

no hacemos fila para comprar un café.

Estás sola, al pie de una alta montaña, viendo cómo la tarde resucita a los
muertos,
sintiendo en tu cuerpo el dolor de que alguien, tal vez la empleada
doméstica,

ha guardado el rompecabezas y limpiado la mesa.

La gente –que tú no conoces– te mira de reojo

como intuyendo algo. Buscas en tu bolso, pero no sabes qué.

Los ángeles se han ido, los cormoranes no aparecen

y tienes que hacerte a un lado porque tu turno ha pasado

y la gente –que tú no conoces– sigue llegando,

siempre tan segura, tan dueña de sí. ~

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