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Puede decirse que la estética contemporánea representa en cierta parte una visión e

interpretación de la filosofía del arte y la belleza pasada y del conjunto de la cultura humana
a lo largo de la historia. Sin la existencia de una reflexión filosófica sobre el arte, la estética
actual no sería nada, la cual ha ido cambiando y rompiendo con el clasicismo dieciochesco,
interrumpiendo con los nuevos bríos como si se tratara de una refundación.
Para Aristóteles los tres factores mas importantes eran la Imitación, la armonía y el ritmo, los
cuales para él, éstos se encontraban en la Tragedia, la cual considerada como la excelencia
en el arte y en donde el mismo era llevado a su máxima expresión.
Con Aristóteles y su poética estamos en presencia de un pensar maduro y sobrio sobre la
actividad creativa humana.Valiéndonos de ellos hemos perfeccionado los medios de
expresión artística. El género artístico supremo es, para Aristóteles, la tragedia, que junto con
la poesía épica constituyen las artes en las que se emplea la palabra como instrumento
privilegiado.
Solemos dividir la historia en épocas. Esas épocas se originan en hechos que por ello mismo
tienen la característica de fundantes, fuentes matriciales, pues originan cambios cualitativos
en la conciencia que los pueblos tienen de sí mismos; esa nueva conciencia da origen también
a la conformación de nuevas estructuras en todos los ámbitos del quehacer humano:
económico, político, social, religioso; en particular, también generan una nueva sensibilidad
colectiva que se expresa en una mayor libertad en el ámbito de la creación simbólica, como
son las bellas artes; a ese fenómeno cultural lo llamamos “revolución cultural”. Tres
revoluciones están al origen de la Edad Contemporánea: la revolución industrial nacida en
Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII, revolución que constituye la base material (la
“infraestructura” o modo de producción) de esta nueva era; la revolución política en Francia,
surgida a partir de 1789 y que culmina con la promulgación del Código Napoleónico o
Código Civil que da un nuevo sentido al Derecho Romano, pues hace de la justicia no el fin
último del derecho y, por ende, de la política, sino la conditio sine qua non de la libertad; con
esa base ideológica se le asigna a los pueblos como tarea suprema en el ámbito político la
creación de los estados nacionales; finalmente, surge la revolución cultural en Alemania, que
da origen a la estética del romanticismo como expresión de la nueva sensibilidad del naciente
sujeto histórico, el individuo burgués, un citadino solitario, ambicioso en lo financiero pero
ávido de plenitud existencial.
Todas estas revoluciones fueron sistematizadas gracias al primer gran sistema filosófico que
surge en los orígenes mismos de la Edad Contemporánea: la filosofía de Emmanuel Kant
(1724-1804). Kant dice que todas las cuestiones que se plantea el espíritu humano y cuya
más elevada y sistematizada expresión es la filosofía, se pueden resumir en una: ¿qué es el
hombre? La respuesta en torno a esa crucial cuestión es dada no a la luz de una definición
abstracta, sino indagando las facultades que capacitan al ente humano a actuar en la historia,
ya que le posibilitan a materializar en sus obras los tres valores trascendentes de la metafísica:
la verdad que es el objetivo perseguido por la razón (Vernunft) y formulado por la ciencia,
el bien que es la razón de ser de la ética, y la belleza que es creada por las artes. Por su parte,
la función de la filosofía es asumir una actitud crítica, entendiendo por tal el indagar detrás
de cada creación de la historia cuál es la acción humana que la hace posible. En consecuencia,
todo el ámbito de lo humano es cultural, nada escapa al quehacer y, por ende, a la grandeza
y a las debilidades de los seres humanos. Los grandes sistemas filosóficos posteriores al
kantiano se inspiran en el genio de Koenisberg, pues cada uno toma como punto de partida
de su propia indagación filosófica una de las críticas del maestro.
El primero en tomar como punto de partida la revolución cultural e inspirarse en la tercera y
última crítica de Kant titulada “La crítica del juicio” fue Schelling, quien como buen
romántico afirma que el arte en su más prístina manifestación se hace patente en la palabra
poética. Pero la poesía no se expresa en conceptos racionales como la filosofía, ni en fórmulas
matemáticas como la ciencia empírica, sino recurriendo al claro-oscuro del lenguaje
simbólico, porque la función del poeta es señalar el camino conducente a la región donde se
vive la dimensión última de la existencia, lo cual no es más que el misterio que rodea al
humano existir. Por eso Schelling, evocando al IÓN, ese breve diálogo del joven Platón,
asimila al poeta, no al filósofo sino al sacerdote que, como el oráculo de Delfos, no habla en
discursos racionales sino en un lenguaje simbólico que requiere, por ello mismo, de un
intérprete para que sea accesible a los humanos, pues es una especie de arrebato místico más
cercano a un estado de locura que al cuerdo equilibrio del sabio. Tales son los rasgos
característicos del poeta, cosa muy en concordancia con la estética romántica que ve en la
inspiración del artista una especie de éxtasis creador. La poesía es la palabra del destino,
evoca el mensaje del destino que anuncia el designio de fuerzas superiores al hombre pero
que han sellado el infortunio del mísero mortal que ha osado desafiarlo. Nietzsche ya en el
ocaso de la era romántica, lo calificará como “héroe trágico” y lo convertirá en el modelo del
ser humano, porque es allí y solo allí, donde este logra alcanzar la plenitud de su existencia.
Tal es, específicamente, el caso de Edipo que, desde Aristóteles los filósofos ven como el
prototipo del héroe trágico, culpable pero no responsable de una falta de dimensiones
metafísicas convertida en peste purulenta que azotaba a todo un pueblo inocente, ya que
Edipo incurrió en ella ebrio por la soberbia del poder y que los griegos llaman “Ybris”, al
igual que el bíblico Adán, al ceder a la tentación del poder que, supuestamente lo asimilaba
a su dios; Eva, compañera de Adán, tan ingenua como ambiciosa, fue seducida y seductora
al escuchar embelesada la maléfica voz de la serpiente que prometía a la pareja y, con ella, a
toda la especie humana, que serían “como Dios” si transgredían el tabú impuesto por la
divinidad. Ante una cultura europea, imbuida de pseudovalores cristianos, pero embelesada
por la racionalidad materialista y ávida de poder y riqueza, seducida por las voces de sirena
de una galopante e indetenible revolución industrial y política, Schelling recurre a las
ancestrales sabidurías, mezcla de filosofía y mística religiosa, rebosante de sensualidad y
espiritualidad, como son las tradiciones religiosas del Oriente, específicamente de la India,
pero sin otra pretensión que de crear una filosofía del lenguaje que ve en el origen de este –
el lenguaje– una experiencia primigenia de una dimensión no racional alejada del concepto -
“idea”- platónico.
De ahí partirá el representante de la nueva generación que irá más lejos, mucho más lejos,
que su antecesor y maestro. Me refiero a Arturo Schopenhauer. Si Schelling se hace eco de
la euforia provocada por la primera generación de románticos, henchidos de una voluntad de
un idealismo universalista, como en el caso de Goethe, o imbuidos de una nobleza inspirada
en altos valores éticos como Schiller, Schopenhauer, por el contrario, es la expresión
filosófica del pesimismo que invade a los círculos intelectuales más lúcidos que tomaron
conciencia del alcance paneuropeo de la revolución de 1848, la primera de estas dimensiones
posterior a la francesa y a las guerras napoleónicas; por lo que debía ser interpretada, no solo
en su dimensión política como un grito reclamando libertad y justicia social para todos y no
solo para la ascendente burguesía industrial. Las mentes más lúcidas vieron en la revolución
de 1848 un repudio a las consecuencias deletéreas de una revolución industrial que no
cumplió lo que de ella se esperaba: la plenitud existencial. Los nuevos maestros del arte
literario no lanzaron loas a la nueva época, como Madame Stäel, ni le hicieron una lectura
apologética del pasado como Chateaubriand, sino todo lo contrario, detectaron con no
disimulada amargura, la hipocresía imperante en una sociedad burguesa que fue la primera,
por no decir la única, clase social que se apropió de los beneficios de la revolución industrial
y política. De esta patética y desgarradora experiencia surgió el realismo social de Balzac y
Flaubert, o la denuncia vehemente de Dickens. Pero pronto la denuncia se convirtió en el
grito de un hombre solitario y el calificativo de “burgués” como sinónimo de decadente. Nada
mejor para expresar ese estado de ánimo convertido en ambiente cultural, que la música de
hombres solitarios, cuya búsqueda desesperada del amor como un absoluto, los llevó a una
muerte prematura y trágica. Tal fue el caso de los grandes maestros de la primera época del
romanticismo musical como Schubert y Schumann

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