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El resurgir de la
Atlántida
Atlántida - 1
ePub r2.0
Chuso101 23.10.13
Título original: Raising Atlantis
Thomas Greanias, 2005
Traducción: Ana I. Domínguez Palomo,
Concepción Rodríguez González y M. del
Mar Rodríguez Barrena
Descubrimiento
1
Seis minutos para el Descubrimiento
Antártida Oriental
Descenso
11
Primera hora del descenso
El abismo
Era el vodka.
Tenía que ser el vodka, perjuró el
coronel Ivan Kovich cuando contempló
por primera vez la pirámide que se
encontraba en el fondo del abismo de
hielo. El vodka o algún alucinógeno
experimental que los americanos le
habían echado a la bebida en la base de
la superficie.
Fuera lo que fuese, decidió, era
parte de un complot americano para
volver locos a los rusos. Había
comenzado con la financiación que el
imperio capitalista aportara a la
revolución comunista de 1917. Se había
convertido en un hecho consumado con
la instauración de Stalin y los gulags, y
poco después con la matanza de veinte
millones de personas durante la Segunda
Guerra Mundial. Todo había culminado
con la humillante desintegración de la
Unión Soviética en 1991 y el alzamiento
de los arcos dorados de las
hamburgueserías americanas en Moscú.
En esos momentos, cuando los
Estados Unidos se habían convertido en
la mayor superpotencia mundial, Kovich
estaba convencido de que los
americanos mantenían vivos a los rusos
para su propio y perverso placer,
negándoles a sus cuerpos los nutrientes
necesarios con los Big Mac y
aniquilando sus almas con series de
televisión como Los vigilantes de la
playa.
Para huir de ese infierno, Kovich
había buscado refugio en la parca e
inmaculada belleza de la Antártida y, sin
embargo, había acabado tropezando con
un verdadero hotel de lujo, todo un Four
Seasons en la nieve, en la forma de la
Base Glacial Orión. Con computadores
último modelo, cómodos dormitorios,
aseos relucientes y una buena reserva de
alimentos, lo único que se echaba en
falta era una piscina y un balneario.
El conserje del Hotel Orión, el
coronel O’Dell, se había mostrado
bastante agradable durante la
inspección. No obstante, los americanos
comenzaron a ponerse nerviosos cuando
los dosímetros rusos detectaron
radiación y Kovich sugirió que se
inspeccionara el gigantesco abismo de
hielo sobre el que se había instalado la
base.
Kovich estaba convencido de que
estaba a punto de descubrir una
instalación de pruebas nucleares, sobre
todo porque la propia Rusia tenía una al
otro lado del planeta, en el Círculo
Ártico.
Tan solo después de alcanzar el
fondo del abismo y de contemplar la
prominente cumbre de una pirámide,
Kovich se dio cuenta de que los
americanos lo habían empujado a él y a
sus veinte camaradas rusos más allá del
límite de lo tolerable. Además, ¿cómo
podría olvidar alguna vez el horror que
reflejaron los rostros de sus hombres al
ver los centenares de cuerpos humanos
congelados en las paredes de esa tumba
de hielo?
Era un hecho cierto que su
comandante había conseguido por fin
conducirlos al Infierno.
El blanco y reluciente exterior de la
pirámide ni siquiera aparecía en los
barridos del radar que realizaban a
escasos metros. Era evidente que los
americanos habían desarrollado un
material de recubrimiento supersecreto e
indestructible que podría hacer que sus
flotas y bombarderos resultasen
invisibles e invencibles.
Como si eso no fuera suficiente,
cierto mensaje se repetía una y otra vez
en la cabeza de Kovich: «¡Espere, aún
hay más!», decía la voz, como en un
espantoso anuncio publicitario
americano. «¡Mucho, mucho más!».
Como bonificación especial a aquel
abismo del Infierno, los americanos
habían dejado algo parecido a una
caravana aparcado sobre la cima de la
pirámide, junto a otro agujero que los
instaba a ir más allá.
Allí, en aquel «habitat», Kovich
dejó a los dos observadores americanos
que los habían acompañado en el
descenso junto con cinco de sus
hombres. Junto con el resto de su equipo
procedió a continuar el descenso a
través del pasadizo de unos dos metros
de altura, y no alcanzaron el otro
extremo hasta bien pasada una media
hora.
Llegaron a lo que parecía ser un
gigantesco horno de piedra del tamaño
de un estadio olímpico. Y, en el interior
de esa cámara, había cuatro soldados
americanos —dos hombres y dos
mujeres— que bajaron las armas, si bien
se negaron a decir una palabra.
Como gran premio final resultó que,
al parecer, no había forma de salir de
aquella tumba. Cuando fracasó el intento
de comunicarse con Vlad y el resto del
personal que se quedó en la Base
Glacial Orión, Kovich se temió lo peor.
Llegó a la conclusión de que lo
habían engañado. Aquello era una
trampa. Los habían atraído hasta esa
tumba descomunal para poder matarlos.
Entretanto, los americanos grabarían las
imágenes de su lento descenso hacia la
locura con cámaras ocultas y las
utilizarían para montar los vídeos de
entrenamiento de sus nuevos reclutas.
Al final, uno de sus hombres
encontró un pasillo abierto.
Kovich dejó unos cuantos hombres
con el fin de que vigilaran a los
americanos y prosiguió con el resto a lo
largo de un túnel cuadrado que conducía
hasta una meseta situada sobre lo que
semejaba un gigantesco túnel del metro
de Moscú, y que parecía ir directo al
centro de la tierra. Calculó que tenía al
menos unos cien metros de alto y que
podría tragarse el centro comercial
GUM de Rusia, el más grande del
mundo. Una serie de canales de unos
doce metros de anchura y unos seis de
profundidad recorrían las brillantes
paredes, el suelo y el techo.
—¡Mire, señor! —gritó uno de sus
soldados al tiempo que señalaba hacia
el abismo—. ¡Hay más!
Tras asomarse al borde, Kovich solo
pudo frotarse los ojos con incredulidad,
porque dentro de uno de los canales
había dos cuerdas que lo desafiaban a
descender todavía más.
Algo se revolvió en la burbujeante
psique de Kovich hasta abrirse paso a
borbotones entre las arremolinadas
imágenes de comida rápida, biquinis,
cuchillos Ginsu y CDs de
autosuperación. Ese algo era la súbita
comprensión de que tanto sus hombres
como él iban a morir. De que jamás
lograrían volver a la superficie.
Con una escalofriante claridad,
Kovich tomó la última decisión
estratégica de su vida: si ellos no iban a
abandonar esa tumba, tampoco lo harían
los americanos.
17
Séptima hora de descenso
Amanecer
22
Quince horas para el amanecer