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Ernenek ponía siempre cuidado en no cometer ninguna inconveniencia.

Con todo, ya estaba


cansado de pedir permiso. Y no porque Anarvik se lo negara, pues rehusarse a prestar su propia
mujer o el cuchillo, habría sido digno de inaudita mezquindad; pero, así y todo, el pedir
continuamente favores no era digno de quien pertenece a una raza tan orgullosa que sus
miembros se llaman a sí mismos sencillamente inuit, es decir hombres, para dar así a entender al
mundo que las otras razas, comparadas con la suya, no pueden considerarse compuestas por
verdaderos hombres: y esto, aunque el resto del mundo no sea de la misma opinión y los llame
esquimales, término despectivo que les daba el pueblo limítrofe piel roja Algonquior y que
significa "comedores de carne cruda" Muchas de esas tribus no merecen ya tal nombre; pero el
exiguo número de esquimales polares que lleva una existencia nómada en las regiones centrales
del Ártico, cerca del Polo magnético, regiones inaccesibles para el hombre blanco, no cambiaron
su tosca manera de vivir, la misma de cuando la raza humana era joven. Son como niños, alegres,
ingenuos y sin piedad. En la época de los tanques de guerra, empuñan todavía arcos de cuerno y
huesos de ballena, y flechas con punta de piedra; se reparten el producto de la caza y no saben
mentir. Hasta tal punto son de toscos... Ernenek era un esquimal polar. Sobre la lámpara de
esteatita, el té

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