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abía una vez cuatro niños sentados alrededor


de una mesa, en una pequeña cocina. Eran dos
muchachos y sus dos hermanas menores. En un
extremo de la mesa estaba sentada una figura espantosa.
Llevaba una capa negra y su rostro quedaba oculto debajo
de la caperuza, así que sólo sobresalía su nariz puntiaguda.
Afuera, junto a la puerta, estaba su guadaña.
Era la Muerte.

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La extraña figura respiraba profundamente y con fuerza,
lo que la hacía más terrorífica, pero los niños no tenían miedo.
En ese momento su pena era demasiado grande.
En el piso de arriba, postrada en la cama,
su abuela se encontraba enferma.
La Muerte había venido por ella.

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Los niños intentaban ganar tiempo. Sabían que la única amiga
de la Muerte era la Noche y que debía regresar a su reino al amanecer.
“Quizá podamos despistarla para que se olvide del tiempo y tenga
que irse sin la abuela”, pensaron los cuatro.

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