Está en la página 1de 144

Metetelo

en la cabeza
CARMEN NESTARES
Foto portada: © Getty Images
© Carmen Nestares, 2008
© de esta edición: Odisea Editorial, 2012 Palma 13, local izq. - 28004 Madrid
Tel.: 91 523 21 54 www.odiseaeditorial.com
e-mail: odiseaeditorial@grupoodisea.net Odisea Editorial también en e-book:
www.odiseaeditorial.com
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas,
sin la autorización por escrito de los titulares de los copyrights, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o
electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de
Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o
préstamo públicos.
ISBN: 9788415294443
Impreso en España/Printed in Spain
1
La casa estaba fría porque era demasiado grande como para abastecerse con el
calor que desprendía el aparato de aire acondicionado, tecnología Inverter, que
habían instalado meses atrás, cuando descubrieron que aquella casa de la costa
no estaba preparada para el invierno. Y allí, en una esquina del salón, en el lugar
en el que habían colocado el ordenador de sobremesa, Inmaculada estaba
tiritando, pero permanecía en el asiento, sorprendida al descubrir que Alicia
había cambiado la contraseña de acceso a la factura de su teléfono móvil.
Mientras su aliento cálido se hacía visible al chocar contra el aire frío de la
estancia, seguía probando contraseñas sin plantearse si lo que hacía estaba bien,
si era adecuado invadir la intimidad de su novia. Sólo podía pensar en algún
pretexto válido con el que preguntarle a Alicia el motivo por el que había
cambiado su contraseña, sin despertar su cólera.
No era la primera vez que Alicia mentía con el consentimiento de Inma. Porque
de cara a los demás la vida de Alicia era una mentira. Mentía cuando decía que
trabajaba porque no soportaba que todos supieran que era su novia quien la
mantenía; mentía cuando decía a sus familiares que Inma era tan sólo una amiga
con quien compartía piso, porque siempre pensó —y con razón—, que a sus
padres les escandalizaría tener una hija lesbiana; y ahora mentía cuando decía
que salía a trabajar algunos fines de semana para adiestrar perros en haciendas
andaluzas que siempre carecían de cobertura telefónica.
Vivían en un chalet, propiedad de los padres de Inma, en un pueblo costero de
Cádiz. Era un lugar tranquilo, tal vez demasiado para Inmaculada, enamorada de
Madrid, su ciudad natal. En cambio, Alicia disfrutaba de la calma y el
aislamiento, que le eran más familiares puesto que creció en una provincia de
Buenos Aires y Madrid siempre le resultó atosigante.
Poca gente sabía por qué se fueron de Madrid. Todo se remontaba a la primavera
de cuatro años atrás.
2

1
A Inmaculada le cedieron sus padres una casa en Madrid cuando tenía veintidós
años. Fue iniciativa de su madre porque la convivencia entre Inma y su padre era
una guerra constante e insalvable. La madre de Inma temía que llegara un
momento en que la falta de entendimiento entre ambos levantara un muro
infranqueable, perdiendo así la unión paterno-filial. El asesor de la familia se
encargó de proporcionarle un sueldo lo suficientemente alto como para sufragar
los gastos y lo suficientemente bajo como para no tener que hacer la declaración
a Hacienda.
Inmaculada estudiaba publicidad y tenía veintitrés años cuando conoció a Alicia,
cinco años mayor que ella. Tras pocos meses de noviazgo, decidieron vivir
juntas y Alicia se mudó a la casa de Inmaculada.
Sólo habían transcurrido dos años de convivencia cuando llegó aquella
primavera que cambiaría la vida de Inmaculada y determinaría su final.
Los padres de Inmaculada viajaban constantemente y, con el pretexto de regar
las plantas de interior, la pareja acudía algunas noches a la casa de los padres de
Inma para jugar al billar y tomar unas copas sentadas frente a las vistas de postal
que se oteaban desde el ático.
En una de aquellas noches se retrasaron más de lo habitual y a pesar de que el
reloj marcaba las dos de la madrugada, las calles de aquella zona céntrica de
Madrid estaban muy transitadas por jóvenes, porque era viernes, un viernes
caluroso que invitaba a los madrileños a acudir en masa a las terrazas de la
capital. Su demora era el resultado de una discusión, cuando Alicia encontró el
armario repleto de ropa revuelta y sin colgar.
—¡No pienso andar detrás de ti todo el tiempo para que esté la casa arreglada!
—le gritaba mientras lanzaba la ropa al suelo—. Y me da igual que hayas sido
una pija de mierda que no supiera ni hacer la cama, pero te he dicho miles de
veces que estoy harta de hacerlo todo y que no lo valores. ¡Eres una inútil!
—Mi amor, no te enfades. Tú tampoco has hecho nada hoy.
3
—¡Que no! —gritó enfurecida mientras le miraba desafiante—. ¡Eres una hija de
puta desagradecida!, ¿cómo puedes decirme eso?, ¿es que te piensas que se ha
limpiado sola la cocina?, ¿que los suelos relucen porque tú los pisas? Esto no lo
soporto, encima, ¡encima! No tienes vergüenza y debería dejarte para que te
dieras cuenta de todo lo que hago.
—Lo siento. Tienes razón, tienes razón. Te prometo que voy a esforzarme en
hacer mejor las cosas.
—Más te vale, porque estoy harta de tu falta de consideración.
—Podemos plantearnos poner una chica...
—¡Cómo puedes tener tanto morro! —ladró Alicia, cada vez más enfurecida —,
¿te crees que esa es la solución? Lo que yo quiero es que cambies. Con tu salida
me demuestras que no tienes ninguna intención.
Inma decidió no decir nada más porque cualquier palabra suya, cualquier
iniciativa o planteamiento de debate constituía un incentivo que alimentaba los
gritos de su novia. Se limitó a recoger la ropa que estaba esparcida por el suelo
mientras Alicia se seguía quejando.
—¿O a ti te parece normal? —preguntó con el dedo índice levantado.
Inma no contestó. Se preguntaba si no consideraría que ya era bastante el
sometimiento que manifestaba su humillación cuando toleraba sus gritos
mientras se agachaba para recoger del suelo la ropa que Alicia había tirado. No.
Además quería que contestara a aquella pregunta déspota.
—¿Es que no piensas contestar?, ¿te parece normal?, ¡dime!
Se propuso seguir en silencio para tratar de concederse aquella pequeña dosis de
dignidad.
—¡Me tienes harta! —prosiguió Alicia, dispuesta a ganar todas las batallas—. ¡Y
encima tienes la cara de no contestar!, ¡di!, ¿te parece normal?, ¡vamos!,
¡contesta!, ¿o es que eres tan inútil que ya ni puedes responder a una pregunta
sencilla? ¿Te parece normal?
—No, joder, no. ¡Soy un puto desastre!
4
—Pues a ver si cambias, bonita, porque como sigas así me largo.
Inmaculada estaba colgando en una percha unos pantalones de Alicia, con la
inquietud de la impotencia que genera la humillación. Su gesto era de derrota y
en su interior sentía sacudidas de ansiedad que impedían distinguir los azotes
marcados por el miedo a un nuevo enfrentamiento de aquellos otros provocados
por la indignación. Cuando alcanzaba ese estado de nerviosismo sentía que su
cerebro se cerraba como un candado, quedando expuesta a la deriva de los
acontecimientos, sin criterio, sin iniciativa. Sólo cabía en sus pensamientos la
urgencia por calmar esa tempestad que Alicia había levantado y el temor a
provocar que otra nueva ola se adentrara en su playa, lamiendo los cachitos de
identidad que aún conservaba y añadiendo además el nefasto resultado del
abandono. Contempló los pantalones. Eran de traje. No podía pensar. No podía
recordar la forma en que Alicia le mostró reiteradamente cómo doblar aquella
prenda, de manera que quedara el pliegue de las piernas intacto.
Afortunadamente, Alicia salió de la estancia dando un portazo y ofreciéndole a
Inma la oportunidad de doblar los pantalones del modo en que le pareciera más
conveniente. Sabía que, muy probablemente, eso supondría otra discusión pero,
con un poco de suerte, tan sólo despertaría un leve reproche, un ligero gruñido
de insatisfacción.
Tras cumplir la orden, los ojos de Inmaculada, que seguían cargados de
ansiedad, buscaban a Alicia con el propósito de calmarla. Pero la ansiedad es
enemiga del raciocinio y a pesar de que la experiencia mostraba que,
inexorablemente, los resultados eran más favorables cuando Inma respetaba con
silencio los minutos que proseguían al desatar de la ira de su novia, jamás podía
contener su impaciencia por recuperar la paz.
—Mi amor, no soporto que estemos mal. Sólo quiero hacerte feliz.
—Pues no lo parece. Eso tienes que pensarlo antes y ahora quiero estar sola.
Siempre atravesaban el mismo proceso. Y al ver Inma la decepción en el rostro
de Alicia, al ver su gesto amargo y apagado, su mirada hueca, su entrecejo
fruncido y la ausencia de todas las sonrisas que era incapaz de generarle, se
cernía sobre ella la culpa por no remediar aquellos enfados. Si encontrara la
forma de ser
5
más disciplinada, si pudiera inculcarse el orden que colmara las necesidades de
su novia, si pudiera ser menos despistada y si pudiera retener todos los detalles
que eran de su agrado, facilitaría la convivencia y no tendrían motivos de
disputas.
—Lo siento, mi vida.
Alicia yacía en el sofá, mirando la televisión, mientras su novia la contemplaba
con los ojos llenos de lágrimas.
—Anda, no llores... Te perdono si me traes una coca-cola.
Al llegar a la cocina y abrir un cajón Inma observó que todos los vasos
pequeños, los únicos que Alicia empleaba para beber porque decía no soportar
vasos más grandes, estaban sucios, dentro del lavavajillas. Por pereza cogió uno
del armario y sirvió en él el líquido marrón. Cuando entró en el salón, con el
vaso en la mano, la reacción de Alicia fue instantánea.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gustan esos vasos?
—Mi amor, es que están sucios.
—Pues los limpias. Parece mentira que después de tres años viviendo juntas
todavía no me conozcas.
—Si lo sé. Es que no pierdo la esperanza de que algún día dejes de tener todas
estas manías y no repares en el tamaño del vaso, en la forma de la cuchara o en
el estado impoluto de cada habitación.
—Pues si no te gusta, ya sabes lo que tienes que hacer. Aunque serás tú la que
llore si lo dejamos.
—Pero si me gustas, mi vida. Te acepto como seas. Sólo que a veces eres un
poco coñazo.
Cuando terminó la película que ambas vieron, tumbadas juntas en el sillón, fue
cuando se dispusieron a ir a la casa de los padres de Inma.
Cuando Inma empujó la puerta blindada, haciéndola girar, sonó el pitido que
advertía que estaba conectada la alarma. Dejó la puerta abierta y se adentró
6
apresurada para teclear la clave. Como no habían cenado se dirigió a la nevera
para empezar a preparar una cena ligera.
—¿Qué te apetece? —preguntó y, al no obtener respuesta, observó que su novia
aún no había entrado.
Cerró la nevera y salió al pasillo, encontrándose allí con Alicia, de espaldas a
ella, de frente a la parte interior de la puerta principal. Su dedo inspeccionaba un
trozo de papel celofán adherido a la madera, del que colgaba un papel tamaño
folio.
—¿Qué haces? —preguntó Inma aturdida.
—Nada. Acércate y mira esto.
Había trozos de periódico pegados al papel, letras recortadas que juntas
formaban una frase: «claro, clarito: con hechos».
En un rápido proceso mental hasta conseguir asimilar el significado de aquella
nota, Inma recordó cómo un par de semanas atrás sus padres recibieron un sobre
anónimo que nadie tomó muy en serio. Se trataba de una advertencia con letras
impresas: «Todo bajo nuestra mirada: familia, casa, hijos. ¿Cuánto vale la
seguridad?». Aquellas palabras iban acompañadas por un recorte de periódico en
el que aparecían tres encapuchados con rifles de asalto. Nada más recibirlo, los
padres acudieron a la policía y allí les notificaron que no era alarmante, que
podía tratarse simplemente de alguien que tuviera el antojo de molestarles.
Pero en esta ocasión el autor o autores de la carta habían conseguido entrar en la
casa sin forzar la cerradura, habían burlado la alarma y habían pegado en la
puerta, por dentro, un papel, para hacer constancia de que iban en serio, de que
había motivos para asustarse.
—¿Para qué has tocado el celo? —preguntó Inma con la voz entrecortada —.
Ahora estarán tus huellas.
—No sé, quería inspeccionarlo.
—Bueno, no te preocupes. Eres mi novia. Avisaremos de que lo has tocado para
que descarten tu huella.
7
De pronto un latigazo de temor accionó las piernas de Inma, que empezaron a
temblar, al ritmo de sus manos.
—Alicia, ¿y si siguen aquí? —le susurró.
—No lo sé. Pero no te preocupes, que yo te defiendo. ¿O prefieres que nos
vayamos?
Inma lo dudó y, cuando ya estaba a punto de ponerse en marcha hacia la puerta,
evocó la estampa del viejo revólver que guardaba su madre, como recuerdo de su
tío.
—Quédate aquí —dijo Inma—, que voy a por la pistola.
—¿Tenéis un arma? —preguntó Alicia entusiasmada, devota como era de las
armas de fuego.
La casa tenía cinco habitaciones, cinco baños, la cocina y una gran terraza. Todo
estaba a oscuras mientras Inma se adentraba por los pasillos. «Mejor así —
pensó—, porque ellos no conocen tan bien como yo esta casa». Las piernas le
seguían temblando y tenía que esforzarse por evitar que sonaran sus pisadas a
costa de sus movimientos entorpecidos por el miedo. Cuando llegó hasta la
cómoda que estaba buscando, abrió con dificultad y cuidado el último cajón.
Complicada tarea considerando el temblor de sus manos. Y allí estaba el
revólver que fuera parte activa y criminal de la guerra civil. Al sostener el arma
se disiparon parte de sus temblores, que fueron sustituidos por abundante sudor
que brotaba de las palmas de sus manos. Habitación por habitación fue
inspeccionando cada recoveco de la
casa, revólver en mano, tal y como había visto hacer en las películas. Cuando vio
su estampa en el espejo de uno de los baños le sobrevino una sensación
ambivalente: por un lado, el pavor de hacerse consciente del peligro que
entrañaba aquella situación; por otra parte, el poder que otorgaba la imagen del
revólver en sus manos y un cierto orgullo por sentirse la valerosa protagonista
dispuesta a atrapar a los malhechores, salvaguardando así la tranquilidad de toda
su familia.
8
En un tramo del pasillo se topó con Alicia.
—¿Qué haces con la pistola?
—¿Tú qué crees?, pues comprobar si están aquí.
—¿Ya has buscado por todas las habitaciones?
—Me queda sólo la que está junto a la entrada.
—Pues no te preocupes, que allí no hay nadie. Ya he mirado yo.
—¿Y has entrado desarmada? Mi amor, te dije que me esperases en el pasillo.
—Cielo, es que yo no soy tan miedosa. Recuerda que estuve en el ejército y que
sé defenderme sin necesidad de un arma. Podría matar a alguien con un sólo
golpe certero.
Inma sacó su teléfono del bolsillo y llamó a su madre para relatarle lo sucedido.
Después habló con su padre, quien le sugirió que se marcharan a casa y que se
reuniera con su hermano, a la mañana siguiente, para ir con él a la comisaría.
—Nosotros saldremos mañana, así que hasta la tarde no podremos estar en
Madrid —dijo el padre de Inma, con la voz sosegada.
Desde que salieron de la casa, Inma no soltaba la mano de su novia. La sangre
fría de Alicia siempre favoreció que Inma se sintiera protegida estando a su lado.
Confiaba ciegamente en su capacidad para resolver cualquier situación de una
forma instintiva y apoyada por todas aquellas técnicas de defensa que había
adquirido en el ejército. Aquel era uno de los aspectos que más admiraba de su
novia y se sentía orgullosa, segura y fuerte caminando con ella de la mano
porque tenía la sensación de que juntas eran invencibles. Y del mismo modo que
tenía la certeza de que ante cualquier delincuente que hiciera peligrar su
integridad física, Alicia estaría capacitada para defenderla, Inma sabía que ella
misma también se lanzaría con instinto animal hacia cualquiera que amenazara a
su novia, aun a costa de perder su propia vida.
—¿Tienes miedo, mi amor? —preguntó Alicia cuando estaban en la cama, a
punto de dormirse.
9
—Un poco. Además de por nosotras, por mi familia. ¿Y tú?
—Yo no. Quédate tranquila, bonita, que seguro que no pasa nada.
La comisaría parecía un local comercial en plenas rebajas de verano y los
policías entraban y salían con paso acelerado para evitar ser víctimas de las
preguntas de los que allí esperaban su turno. Después de mucha espera, un
uniformado pronunció desde la entrada el nombre del hermano de Inma: Antonio
Azcárate.
Les enviaron directamente a la brigada número dos, encargada de amenazas por
bandas presumiblemente organizadas.
—Además del envío postal que nos trajo su padre hace unas semanas, y del
papel colgado en la puerta ¿han recibido algún otro aviso?
—No —respondió Inma.
—Y dicen que el mensaje del texto es «claro, clarito...» —el policía levantó la
vista del papel en el que Inma trascribió las palabras que figuraban en aquella
advertencia y se quedó pensativo durante unos instantes
—. ¿Tenéis algún familiar que se apellide Claro o Clarito? Antonio contuvo una
carcajada y fingió una tos inminente para esconder tras ella los bufidos de su
risa. Una voz reclamó la atención del audaz policía que les estaba tomando
declaración.
—Como esta sea la seguridad que tenemos, vamos de cráneo —susurró Inma.
Los hermanos acudieron al piso de sus padres para esperar allí a la policía
científica, que tomó huellas de la parte exterior de la puerta de entrada, de la
cerradura y de la parte interior, alrededor del celofán del que pendía la amenaza.
—¿Nos pondrán escolta? —preguntó Inma a uno de los policías, mientras se
disponían a entrar en el ascensor.
—No. Eso tiene que ser una iniciativa privada.
10
Y privada fue la iniciativa de los padres. Dos días después ya contaban con
guardaespaldas. Quizá no en un sentido convencional, puesto que el equipo de
escoltas había acordado unas horas de trabajo, al estilo de funcionarios, con
entrada al domicilio a celar a las tal de la mañana y salida ocho horas más tarde.
¿Y si los delincuentes operaban en el transcurso de su descanso? Aquella era una
pregunta que mejor quedaba sin contestar. Lo importante era que la familia se
sentía asegurada: un escolta para el hijo, otro para la hija y otro para el
matrimonio.
La luz se desplegaba sobre todo el espacio que ofrecía el comedor de los padres
de Inma y toda la familia, padres e hijos, estaba sentada a la mesa.
—Lo que me parece raro —observó Antonio rompiendo el silencio— es que se
hayan fijado en nosotros. Tenemos dinero, pero no tanto como para que una
banda nos localice. Quiero decir, que no sale la empresa en los diarios de
economía ni en ningún otro lugar público.
—Ha tenido que ser alguien con llave y que se supiera la alarma. O tal vez exista
alguna forma de burlar una alarma —dijo Inma.
—La policía dice que sí hay manera de burlarla —repuso el padre—, en cuyo
caso sería un acto muy profesional.
—Pues no parece que sean muy profesionales en vista del collage, tipo película
de sobremesa, que dejaron en la puerta —observó Antonio.
Marcela, la nueva asistenta, entró en la sala para retirar los platos.
—¿Ella lo sabe? —preguntó Antonio con una voz apenas perceptible, cuando
Marcela salió de la estancia.
—No —respondió la madre—. Este asunto no debe saberlo nadie. Sobretodo
tenlo en cuenta tú, Inma —se giró y miró a su hija con seriedad —, que eres muy
dada a contar todo a todo el mundo.
—¿Quién más tiene llaves de esta casa?, aparte de nosotros, claro — preguntó
Inma.
11
—Pues sólo la asistenta anterior, si es que hizo copias.
—De eso quería hablar —interrumpió Antonio—. ¿Qué ha sido de María? Me
llama la atención que se despidiera precisamente un mes antes de todo esto. ¿Dio
algún motivo?
—Es porque estaba a punto de venir su marido de Bolivia y quería irse interna a
un chalet de Majadahonda, porque allí necesitaban un matrimonio.
—Eso puede habérselo inventado para tener una coartada —intervino Inma, algo
entusiasmada por poder emplear términos policíacos que estaban dentro de
contexto.
—Pues tiene toda la pinta de que haya sido ella —aseguró Antonio.
—Bueno, no queda más remedio que dejarlo en manos de la policía — concluyó
el padre, antes de retirarse.
Al llegar a casa, junto a su guardaespaldas, Inma se encontró a Alicia en el sofá,
mirando una película. En aquel momento reparó en que no era capaz de
contextualizar a su novia en ningún otro lugar que no fuera frente al televisor,
durmiendo o limpiando la casa. Temía que fuera víctima de alguna
depresión porque desde hacía un tiempo no veía alegría alguna en su cara, ni
ilusiones, ni muestras de afecto. Inma no saludó tan cariñosamente como solía
hacerlo, puesto que su madre le pidió insistentemente que no revelara su
homosexualidad ni siquiera a Óscar, el guardaespaldas. Con que también ante él
fingían ser compañeras de piso. A Alicia no parecía molestarle aquella
incongruencia que nacía del prejuicio de la madre de Inma sino que, por el
contrario, se mostraba más comprensiva que su novia puesto que, secretamente,
le avergonzaba su tendencia sexual.
Cuando terminó la película, Alicia se fue a la habitación de invitados porque en
ella se suponía, de cara al escolta, que dormía cada noche y porque en ella se
encontraba el ordenador de sobremesa. Mientras Inma seguía a su novia con la
12
mirada pensó que se le había pasado desapercibida otra de las actividades que
Alicia realizaba con frecuencia: navegar por Internet. Se sacudió la cabeza.
¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado siendo, como era, una de las muchas
cosas que más le gustaban de ella? Le atraía de su novia que absorbiera
información de todo tipo, que se interesara por las cosas más extravagantes y que
investigara por la red para aprender más sobre asuntos insólitos. Esa faceta tan
despierta de Alicia era, tal vez, lo que más le seducía.
Inma aprovechó que su novia había salido del salón para conectar la
videoconsola y competir contra su guardaespaldas con un juego de carreras. Se
estaba despertando entre ellos cierta compenetración y a Alicia le empezó a
parecer que las miradas que Óscar le dirigía transgredían su relación profesional.
—Es que le das demasiadas confianzas —le dijo Alicia cuando Óscar se marchó.
—¿Estás celosa?
—No, mi amor. Me parece divertido.
Tras varias semanas, los delincuentes no habían dado nuevas señales y la familia
se mostraba más relajada.
Uno de aquellos sábados, Inma jugaba con Óscar, sumergidos en el televisor, con
los mandos en la mano, mientras Alicia se duchaba.
—Flaquita —dijo Alicia, asomándose a la puerta del salón—, ya llegamos tarde.
Inma se disculpó con Óscar, soltó el mando y fue a su cuarto para terminar de
arreglarse. Iban a asistir a la fiesta de cumpleaños de Mario, un amigo de Alicia.
Mientras estaba en su dormitorio, recibió una llamada de su madre.
—Cariño, ¿te ha dado Antonio los cuatrocientos euros para cambiar la cerradura
de mi casa?
—Sí, esta mañana. ¿Qué tal por Cádiz?
13
—Muy bien. No te olvides de que el martes irá el cerrajero.
Por un instante olvidó dónde había guardado el dinero, pero enseguida recordó
que Alicia le había sugerido meterlo en una pequeña caja metálica, dentro de uno
de los armarios de su cuarto.
—Mira que es caro, ¿eh? —se quejó su madre.
—Ya, mamá, pero es que son cerraduras de seguridad y no sé qué historias más
que me ha dicho el hombre que me enviaste hace unos días. Mira, aquí tengo el
presupuesto —dijo Inma, mientras abría un cajón de su mesita de noche y extraía
un papel—: trescientos veinte euros.
—Y, ¿no podías haber puesto tú el dinero?
—¡Qué va!, pero si andamos pilladísimas este mes...
—Hija mía, no sé qué haces con el dinero. No pagas hipoteca, ni alquiler, ni
suministros... ¿Me quieres decir en qué lo gastáis?
—Bueno, mamá, tengo que irme. Un besito.
Nunca sabía cómo esquivar esas preguntas. Mil euros tampoco era tanto dinero
para dos. Bastaba con salir a comer fuera un par de veces por semana, ir al cine y
comprar comida para que todo el sueldo volara antes de llegar a fin de mes.
Aunque también era cierto que no tenía un control riguroso de su economía y
que en absoluto le asistían pretensiones de ahorro. Ella, como titular, y su novia,
como autorizada, tiraban para vivir de una cuenta bancaria que irremediable
estaba en números rojos los últimos días de cada mes.
Óscar las acompañó hasta el garaje y fue con ellas en el asiento de copiloto hasta
cruzar un par de calles.
—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó Inma.
—No, gracias. Déjame en la siguiente calle, que hay una estación de metro.
14
Inma no quiso insistir porque supuso que era una formulación paradójica que
incomodaría al chico el pretender dejar en la puerta de casa a su guardaespaldas.
En la casa de Mario comprobaron cómo José, su novio, había llenado las paredes
de globos y mensajes de felicitación. Se trataba de un pequeño estudio con una
magnífica terraza. Mario las recibió con una generosa sonrisa y abrazó a Alicia
efusivamente porque siempre se había sentido atraído por la belleza y el temple
de su amiga. Estando con ella menguaba a tiempos de su infancia y volvía a
sentirse niño, un niño dependiente y respetuoso; un niño generoso sólo con ella,
atento sólo hacia ella y todo un abanico de facetas que no mostraba ante los
demás porque esa autoridad sólo se la despertaba ella. A Inma le desconcertaba
tanta intimidad por parte de Mario puesto que, cuando les escuchaba, era testigo
de que Alicia era simple receptora, que jamás se involucraba en temas propios.
En opinión de Inma, Alicia era para Mario una madre y una terapeuta.
Tras la segunda copa, Inma estaba tentada de servirse otra más y todo bajo la
mirada acusadora de su novia, que semanas atrás había lanzado otra amenaza,
otro chantaje: si se volvía a emborrachar, Alicia
se iría para siempre.
—Mi amor, creo que será mejor que nos vayamos —propuso Inma.
A Alicia no le agradaban las reuniones sociales y atendió a la solicitud de su
novia despidiéndose rápidamente de los invitados.
Eran las dos de la madrugada cuando llegaron a su casa. Su edificio era de
reciente construcción y tenía vigilancia las veinticuatro horas. Se trataba de un
bajo con dos habitaciones, dos baños y una amplia terraza de cincuenta metros
cuadrados que colindaba con espacios comunes de la urbanización,
controlados por cámaras de seguridad que se conectaban a la garita del vigilante.
Al entrar en el garaje coincidieron con el ministro de economía, que vivía en el
tercero de aquel mismo edificio, y un despliegue de escoltas se hizo con la
puerta de acceso al subterráneo.
15
—¡Qué coñazo lo del ministro este! —exclamó Alicia mientras esperaban en la
puerta del garaje.
—No te quejes, que gracias a él tenemos un coche con escoltas camuflados las
veinticuatro horas junto al edificio. Es una seguridad adicional que no pagamos.
Inma entró en su casa sin sueño, con la actividad que inyectan las primeras copas
de alcohol, por lo que se fue directamente a la habitación de invitados para
escribir un e-mail a su mejor amiga, Cristina, que vivía en París.
Estaba entretenida, redactando con fluidez un resumen de las últimas semanas
cuando, minutos después, se asomó Alicia a la habitación.
—Mi amor, no quiero que te asustes —dijo con naturalidad y con una sonrisa
dibujada en los labios.
—Pues si no quieres que me asuste no digas que no quieres que me asuste...
—Han entrado en casa.
Inma se levantó de un salto con los ojos muy abiertos y una expresión de pánico.
—¿Cómo lo sabes?, ¿qué ha pasado?
—Tranquila, mi vida, tranquila, que no pasa nada. Dame la mano.
Alicia la condujo hasta el baño principal. Unos trazos de carmín componían un
extraño dibujo en el espejo: una cruz y unas letras griegas en cada cuadrante.
—¿Se han llevado algo? —preguntó Inma.
—Falta el dinero que habíamos dejado en la cajita negra del armario.
Se asomaron al salón y comprobaron que el dinero era lo único que faltaba.
—No puedo entenderlo, ¿pero por dónde han entrado? —preguntó Inma con la
cara desencajada—. La cerradura no está forzada.
—Tal vez por la terraza —respondió Alicia mientras se dirigía hacia la
habitación. Levantó la persiana y se encontraron con que las puertas de aluminio
que daban acceso al exterior estaban abiertas de par en par.
16
Inma salió a la terraza y reparó en que la llave de la cerradura que bloqueaba las
dos puertas metálicas estaba echada, porque sobresalía el pestillo de una de las
puertas. Alicia se acercó y tras un rápido vistazo obtuvo una conclusión
razonable.
—Han podido abrirlo igual que si fuera un libro porque nos olvidamos de trabar
cada una de las puertas al suelo. Fíjate en los pestillos de cada marco: están
levantados.
—¿Serán los mismos que han entrado en la casa de mis padres?
—No lo sé, mi amor, pero, ¿recuerdas que hace dos meses tu madre nos envió a
María para que nos limpiara la casa? Ella sabe dónde vivimos.
—¿Y crees que fue ella quien levantó los pestillos y que están abiertos desde
entonces?
—Puede ser, porque limpió los cristales de las puertas correderas de cristal,
mientras tenía abiertas las puertas metálicas de la misma forma en que están
abiertas ahora.
Inma llamó a su madre y le informó de lo sucedido. Llamó después a su
guardaespaldas y fueron los tres juntos a una comisaría para denunciar los
hechos.
Al igual que ocurrió en la anterior ocasión, la policía científica apareció a la
mañana siguiente y trataron de encontrar alguna huella en las proximidades de la
caja metálica negra, en las puertas, en el interior del armario y, mientras, Inma
observaba su trabajo como si, una vez más, se tratara de una novela de Agatha
Christie. Minutos más tarde, los funcionarios le pidieron que les mostrara el
recinto comunitario para encontrar algún vestigio que indicara el lugar por el que
pudo colarse el o los delincuentes, burlando las cámaras de seguridad.
Todas las terrazas de los bajos de la urbanización colindaban con un pasillo que
se adentraba hacia la piscina. Bastaba un poco de agilidad como para poder
saltar la valla que separaba las superficies comunes de las privadas. Inma
condujo a los dos policías hasta la piscina, mientras ellos observaban cada tramo
que recorrían. Finalmente llegaron a la separación de cristal opaco que separaba
la
17
urbanización de la calle. Uno de los agentes se acercó a un punto concreto del
cristal y avisó a su compañero.
—Esta mancha podría ser una huella —comentó—, aunque no es lo
suficientemente evidente como para que podamos analizarla.
—Desde luego que no. Aunque comprobemos que es una mancha de goma, de
poco va a servirnos. Hablemos con el vigilante para ver qué nos cuenta sobre las
grabaciones de las cámaras. Y usted, señorita, puede marcharse ya. Gracias por
su colaboración.
Días después la policía detuvo a María cuando estaba entrando en una boca de
metro. La interrogaron y ella respondió servicialmente, preocupada por si la
echaban del país, puesto que no estaba en situación legal dentro de la
Comunidad Europea. Interrogaron a los propietarios del chalet para quienes
trabajaba. Interrogaron a su novio, también boliviano. Y, tras seguir sus pasos
durante una semana, concluyeron que no tenían motivos para su detención. No
obstante, la familia de Inma seguía pensando que había sido ella quien organizó
la trama de amenazas. Todos lo pensaban, excepto la madre de Inma que, por
simple intuición, sospechaba que María nada tuvo que ver en aquel asunto
delictivo.
Pero, ¿quién fue, sino María? Entre todos empezaron a elucubrar el desarrollo de
la historia teniendo en cuenta a Ismael, un amigo electricista del padre de Inma,
que quedó insatisfecho cuando lo despidieron de la empresa por beber
demasiado, porque cuando pensaban en enemigos de la familia era la única
persona que se les podía venir a la mente.
—Pudo entrar desde la azotea del edificio y descolgarse con una cuerda hasta la
ventana de la cocina —arguyó Antonio—, porque esa es la única zona de la casa
que queda fuera del ángulo de la alarma. De ese modo se explicaría por qué no
estaba forzada la cerradura y por qué no sonó la alarma.
—Pero eso es un poco como la película Misión Imposible —observó Inma
contrariada porque le apasionaba más la trama de suspense que la de acción.
18
—Bueno, pero piensa que Ismael antes de ser electricista fue bombero y para un
bombero esa hazaña es el pan de cada día.
Y por más que le daban vueltas, no sacaban nada en claro. La policía cesó la
investigación tras un mes sin noticias y, poco a poco, el tema dejó de ser el único
motivo de conversación. Pero los guardaespaldas seguían con su trabajo, lo cual
suponía una pequeña fortuna para la economía de la familia.
19
El inicio del otoño fue más frío de lo habitual. Madrid volvía a ponerse en
marcha tras las vacaciones e Inma notaba, cada vez que se alejaba de su propio
desasosiego, que Alicia se mostraba melancólica e insatisfecha. Tenía tan
asumida la falta de comunicación que se abría entre las dos como un abismo, que
ya ni tan siquiera iniciaba un diálogo encaminado a descubrir las causas de la
frustración de su novia. Sospechaba que se debería a la ausencia de sus
familiares porque no conseguía acostumbrarse a la capital y daba muestras de
tener siempre presente cómo se hacían las cosas en su país, ensalzando sus
costumbres en detrimento de España. Esperaba que Alicia no le planteara nunca
que fueran a vivir a Buenos Aires porque de sobra sabía que todo lo tenían más
fácil donde estaban. Y, egoístamente, desde luego que también a ella le asustaba
perder sus raíces.
—En esta época empieza el calor en mi país —comentó Alicia mientras veían un
programa de televisión—. No soporto el frío.
—Ya lo sé, mi amor. Pero piensa que en junio empiezas a disfrutar del calor,
mientras allí se congelan. Además, ya llevas ocho años aquí y hasta has perdido
tu acento. ¿Cómo es que no te acostumbras?
—Para ti es fácil hablar así, porque nunca has tenido que salir de tu patria.
—Tienes razón, mi vida, perdóname por lanzar un comentario tan frívolo. Vamos
a tratar de ahorrar para así poder viajar en Navidades con los tuyos.
—¿Qué mosca te ha picado? Tú nunca me apoyas en esto...
Tenía razón. Cuando las dos empezaron a salir juntas, Inma observó desde el
principio que Alicia mentía a sus familiares cuando les decía que tenía negocios
en España. Era camarera de un bar de Chueca y ganaba el dinero suficiente para
alquilar una habitación por el centro y para satisfacer
sus primeras necesidades. Y, no obstante, tenía que ideárselas cada mes, a costa
de no comprarse una camiseta que llevaba semanas deseándola, o de salir con
sus
20
2
amigos sólo un par de veces al mes, para así enviar algo de dinero a su familia,
de forma que sufragara su engaño. Al principio, Inma se imaginó que su familia
estaría en situación paupérrima, pero poco después fue descubriendo que vivían,
aunque sin lujos, sin necesidades, por lo que estalló en cólera, presa de la
indignación, pues le costaba entender que llamaran constantemente para pedir a
Alicia que les girara el dinero de un sofá, la cuota de la escuela de sus sobrinas o
cualquier otro asunto económico que se les metiera entre ceja y ceja. Los
primeros meses fue incapaz de hacerle saber a Alicia lo que pensaba, pero
cuando Alicia se instaló en su casa tuvo menos reparos en manifestar su
contrariedad cada vez que buscaban juntas un Western Union para girar dinero a
Argentina. Al poco tiempo, Alicia perdió su trabajo en el bar y mantenerse las
dos únicamente con el sueldo de Inma se hacía muy difícil.
Alicia dejó de pedirle a Inma que le acompañara a enviar dinero, pero Inma
sospechaba que lo haría igualmente, aunque de forma más dilatada en el tiempo.
De aquella manera se instauró su primer tema intratable. Así empezaron los
secretos y la falta de entendimiento. Las mentiras tal vez arrancaron en el
Western Union de Gran Vía.
—Cielo, vayamos de vacaciones. Mis padres tienen vacía una casa en el Puerto
de Santa María. Con lo que a ti te gusta el mar, seguro que lo disfrutas y así
desconectamos unos días —le propuso Inma a Alicia una noche, después de que
Óscar terminara su vigilancia.
El chalet no estaba muy lejos del mar. Tenía tres habitaciones, tres baños y un
salón inmenso. Ambas quedaron fascinadas por el lugar, acostumbradas a vivir
en espacios no más grandes de sesenta metros cuadrados.
La primera noche, tras cenar en el jardín de la casa, Alicia se quedó
plácidamente dormida en una de las tumbonas. Inma terminó de recoger la mesa
y después de meter los platos en el lavavajillas, se acercó a su novia con la
intención de despertarla para ir juntas a la cama, pero al contemplar sus
facciones relajadas por el sueño, se detuvo enternecida. Se arrodilló con
suavidad,
21
procurando que no le crujieran los huesos, porque no quería despertarla, porque
sabía que Alicia se burlaba de aquellas manifestaciones de amor, porque siempre
le asfixiaba su embelesamiento. Pero Inma no podía evitar que se le escapara en
ciertas ocasiones su adoración por aquellos trazos de piel y hueso. Mientras la
contemplaba, borracha de sus rasgos, no podía comprender cómo había quienes
decían que les parecía que Alicia tenía los ojos demasiado hundidos y la cara
demasiado grande. Sus labios, carnosos, se entreabrían en un gesto que a Inma le
parecía siempre sensual. Deseaba besarla, no podía resistirse a aquellos labios. Y
estaba a punto de acercarse cuando Alicia abrió sus ojos, unos ojos que Inma
siempre
decía que eran de gata.
—Vaya, me he quedado dormida.
—Sí, cielo. Es que se está aquí muy bien.
—Me encanta este lugar.
—Pues he estado pensando que tal vez nos venga bien trasladarnos aquí una
temporada.
Alicia se incorporó con suavidad, sorprendida ante la propuesta de su novia.
—¿Cuándo has pensado en esta idea?
—Ahora mismo, al verte dormida aquí. Tener a Óscar supone un dineral para
mis padres, yo puedo seguir estudiando aquí y, por otro lado, a ti nunca te gustó
Madrid.
—Bueno, mi amor. Lo hablamos mañana. Ahora vamos a la cama.
La playa más cercana, a pesar de tratarse del mes de septiembre, estaba desierta
aquella mañana. Se sentaron en la arena, sin toalla y con la ropa puesta. Inma
estaba pendiente de Alicia, observaba su gesto tranquilo mientras el viento
azotaba su melena, con los ojos cerrados y la cara llena de paz. Hacía mucho
tiempo que no transmitía aquella serenidad, tal vez desde las primeras semanas,
22
antes de perder su trabajo y antes de vivir junto a Inma. Dejó pasar mucho
tiempo cuando se decidió a romper aquel maravilloso silencio.
—Mi amor, entonces, ¿te gustaría vivir aquí?
Alicia se giró y, abriendo un ojo con esfuerzo, deslumbrada por el sol, sonrió con
dulzura.
—¿Y a ti?, ¿crees que podrías vivir lejos de tu querido Madrid?
—Contigo podría vivir en cualquier sitio.
—Ya, mi amor, pero las cosas no son así. Y te lo digo por experiencia.
Inma cogió una pequeña rama y trazó garabatos en la arena. Le costaba discernir
qué quería hacer ella misma. Lo ignoraba y le frustraba no saberlo.
—Cielo, no puedo saber si me arrepentiré o no, si estaré mejor o peor. Sólo sé
que te veo bien aquí y que, si las cosas se tuercen, siempre podemos volver a
Madrid.
A su regreso a Madrid Inma le expuso a sus padres la intención de mudarse a la
playa. Parecía razonable y lo era, teniendo en cuenta que su marcha supondría un
ahorro importante para la economía familiar, puesto que allí prescindiría de la
seguridad del guardaespaldas.
En pocos días ya tenían todo dispuesto e Inma, amante de las reuniones sociales,
había organizado una fiesta de despedida.
La casa se empezó a llenar a las diez de la noche. Mario y José fueron los
primeros en llegar y lo hicieron junto a Jesús, compañero de las correrías de
Alicia en Buenos Aires, que había cruzado el Atlántico, semanas atrás, siguiendo
la estela de su más admirada amiga.
—Ahora que llego a Madrid, resulta que tú te vas —dijo Jesús nada más entrar a
la casa.
—Siempre puedes venirte con nosotras.
23
A Inma se le torció el gesto porque no conseguía simpatizar con aquel hombre de
costumbres excéntricas y dudosa educación. Lo que había sido una invitación
comprometida, semejante individuo llegaba a tomárselo al pie de la letra.
Minutos después aparecieron Clara y Paloma, una pareja que conoció Inma en
una fiesta meses atrás. Desde aquel día Paloma avasallaba a Inma con mensajes
pretenciosos, en los que relataba, casi desesperadamente, su pasado y las
emociones que acompañaban a cada reseña significativa, con
una intención imperativa de encontrar a alguien que sintiera tanta compasión por
su supuesto sufrimiento, que estuviera dispuesto a rescatarla. Bajo ese mar de
alusiones, vía e-mail, autocompasivas y autocomplacientes, Inma quedó
ahogada, asfixiada, pero apenada por la mezquindad de aquella pobre
mujer. De modo que siempre que se acordaba, la llamaba para salir a dar una
vuelta con su pareja, para ir al cine o para asistir a alguna fiesta. Paulatinamente,
cuando Paloma se percató del desinterés de Inma, fue cambiando de rumbo y su
acercamiento se desplazó hacia Alicia. Ambas congeniaron precipitadamente y,
aunque siempre era mayor el interés que manifestaba Paloma por verse, Alicia
trataba de complacerla en aquel intercambio de mensajes y llamadas. Clara, al
percatarse del exceso de
intimidad que existía entre las dos amigas, llamó la atención de su novia y, por
tanto, las llamadas se dilataron y la relación entre ambas perdió aquella
intensidad de sus inicios, convirtiéndose en una amistad más relajada.
La siguiente en llegar fue Susana, una muy buena amiga de Inma, que aparecía
de la mano de otra mujer, reciente adquisición de Susana, que cada semana
presentaba a un nuevo ligue. Y tras ellas, el resto de invitados, casi
simultáneamente, se desplegó por el salón.
Inma pasó la noche contemplando la botella de güisqui. Tenía un límite
establecido por Alicia: dos copas. Y buscaba el momento adecuado para empezar
con la primera, para disfrutarla ni demasiado pronto ni demasiado tarde. Desde
hacía algún tiempo, Inma encontraba dificultades para relacionarse con los
demás. Sentía cierto sopor ante las conversaciones triviales de los amigos de su
novia y la proximidad de cualquiera que no perteneciera ya de antemano a su
24
círculo más estrecho de amistades, le hacía sentir incómoda. Y, no obstante,
insistía en dar fiestas siempre que tenía ocasión, porque le gratificaba ver su casa
llena de invitados. Y, ¡qué demonios!, porque era una fabulosa excusa para
servirse un par de copas y buscar una evasión. Aún sin saber de qué escapaba,
buscaba un pretexto para
huir constantemente y con más vehemencia en aquellos meses que se había
levantado una restricción al sosiego de andar con el alma drogada y las neuronas
sedadas. Expresa prohibición de su novia a quien, en cierto modo, contemplaba
como si fuera su carcelera. Y asumía sus pautas con agrado, resignada,
obediente, como la más fiel víctima de un síndrome: el de Estocolmo.
—¿No bebes? —le preguntó José, cuando se acercó a la mesa para servirse su
tercera copa.
—No. Ya sabes. No puedo. —¿Cuántos bonos tienes? —Dos.
José se acercó más a Inma.
—Pero nadie ha hablado de la proporción de alcohol que debe contener cada
copa, ¿no? —le susurró mientras volcaba generosamente el güisqui de una
botella sobre los hielos de un vaso de tubo—. Ten, tu primera copa.
—Si prácticamente es todo alcohol. No sé si seré capaz de beberme esto.
—No te preocupes. Después la vas rellenando con más limón.
Y eso hizo, aunque fue tal la cantidad de alcohol por vaso que con tan sólo dos
de sus copas, a última hora de la fiesta, ya se le cruzaban los ojos y hablaba
disparatadamente, dando muestras evidentes de su estado ebrio.
—Y dime una cosa, Paloma —dijo, sentándose en el sofá, haciéndose un
pequeño hueco entre Paloma y Susana, que conversaban animadamente—: ¿por
qué vistes siempre de negro?
25
Paloma la miró con desdén y volvió la cara hacia Susana, como si aquella
pregunta jamás hubiera existido; como si la propia Inma no existiera y fuera un
ente inidentificable que se había interpuesto entre las dos.
—Lamento la interrupción —se disculpó Inma mientras se levantaba del asiento
—, corre mucha hostilidad por estos lares —y trató de separarse del sofá cuando
sintió la mano de Susana en su muñeca, que la atrajo de vuelta hacia el asiento.
—¿Qué decías, reina?
—Nada, lo que pasa es que realmente no sé a qué atiende esa moda siniestra.
Quiero decir, que de pura ignorancia, y dejo bien claro que mi pregunta no va
cargada con ápice alguno de sarcasmo, no sé qué se
reivindica con esos atuendos. Tal vez sea algo llanamente estético...
—Déjalo, Inma —interrumpió Paloma—, es algo que tú no entenderías.
Inma no quería pelear. No tenía ganas de enzarzarse en una discusión acalorada
con alguien que no significaba gran cosa en su vida. Tal vez estando sobria
hubiera decidido defenderse con un buen ataque, utilizando para ello una
respuesta ingeniosa, pero estaba demasiado perjudicada por el alcohol y aún no
había alcanzado un grado de borrachera tan alarmante como para no detectar sus
propias limitaciones en aquella situación. Muy oportunamente se escuchó su
nombre, pronunciado por la voz de José y, con esa disculpa, se levantó.
Cuando alcanzó la otra esquina del salón se encontró con los ojos de José
clavados en uno de los amigos de Alicia.
—Mira lo que está haciendo este gilipollas —le susurró.
Jesús, aquel hombre de piel morena, reía junto a otro de los invitados de Alicia,
mientras sostenía en alto una copa. Brindaron y, tras dar un sorbo, Jesús volcó el
vaso, dejando caer líquido al suelo de parqué. Inmediatamente, Inma buscó a
Alicia con la mirada y comprobó que su novia acababa de ver lo sucedido.
Inmaculada estaba roja por la ira y tuvo que abstenerse de hacer algún
26
comentario porque sería reprobado por su novia. Así sucedía siempre que ella
trataba de reivindicar su espacio ante algún amigo de Alicia.
—Vamos, entiéndelo, que va borracho —sintió el aliento de Alicia en su nuca.
—Estoy aturdida por su falta de respeto. Me gustaría que le dijeras algo. —Pues
con la borrachera que llevas tú, no sé cómo no lo comprendes.
—Yo jamás derramaría intencionadamente alcohol en la casa de nadie.
De nuevo, Jesús levantó el vaso, brindó con el otro invitado, dio un trago y dejó
caer otra cantidad generosa de líquido al suelo.
—¿Qué coño estás haciendo? —inquirió Inma, sin poder contener por más
tiempo su rabia.
—Estoy brindando con la Madre Tierra. No seas estrecha de mente. —Pues vete
a brindar a la puta terraza y no seas tú estrecho de compostura. Alicia dio un
respingo y sostuvo a Inma por el brazo.
—Es que hay que estar a favor de la Tierra, que es la que nos da los alimentos y
todos estos lujos que veo en tu casa —insistió, sin dejar de sonreír, instantes
antes de volver a dejar caer el contenido de su vaso sobre el suelo del salón.
Antes de que Inma pudiera volver a protestar por el evidente desafío, Alicia se
adelantó.
—Ya basta, Jesús, hombre. Deja de beber tú y deja de darle de beber a tu Madre
Tierra —dijo con una sonrisa.
Pero a Inma no le convencía que empleara un tono cariñoso tras su provocación.
—Si no quieres salirte a la terraza, brindas en la calle. ¿O vas a pagar tú el
encerado de la madera?
—Déjalo ya, Inma, que no va a hacerlo más.
Cuando se fueron todos los invitados, empezaron a recoger los vasos y botellas
vacíos que estaban repartidos por las repisas y las mesas del salón.
27
—No me gusta que tu amigo me provoque. Es injusto. Y sobre todo teniendo en
cuenta que estamos en nuestra casa. Estoy muy indignada.
—Espero que no me vengas ahora con tus rollos, que estoy muy cansada. Y,
además, estás borracha y no te soporto.
—Pero eso no tiene nada que ver. Es que no tiene educación, joder. Me ha
fastidiado la noche y tú te quedas impertérrita, como si no fuera contigo, como si
tuviera yo la estúpida manía de que no tiren bebidas al parqué de nuestra casa.
—Ya le dije que no lo tirara más.
—Pero se lo dices bromeando. Y no siento que defiendas mis intereses, mi
respeto, mi intimidad y nuestra casa.
—Paso de ti. Hoy mejor me voy a dormir al sofá porque me das asco
—¿Por qué?, ¿pero por qué arremetes contra mí? ¿Te doy asco?
—Sí, me das asco cuando bebes. Te rechazo en este estado. Y no entiendo por
qué sigues bebiendo cuando sabes que no te soporto así.
—He bebido sólo dos copas.
—Pues tal vez deberías plantearte beber una o ninguna. Y ahora olvídame, que
quiero dormir tranquila —dijo mientras cogía del armario un juego de sábanas.
La ansiedad se hizo con el esqueleto de Inma y, aunque instantáneamente había
decidido dejarla marchar al sofá sin poner resistencia, rápidamente se abalanzó
hacia la puerta, dispuesta a convencer a su novia de que durmieran juntas.
—Mi amor, es que no creo que merezca la pena que discutamos y yo no voy tan
borracha. Creo que es bueno que hablemos las cosas. Me gustaría que me
entendieras.
—No. No te puedo entender. Yo no soy como tú. Yo entiendo a la gente y no
discuto con ella. Tú eres como todo el mundo. Eres como mi madre, que siempre
ha reprobado mis amistades. Y no lo voy a permitir. Métetelo en la cabeza.
28
—Pero si yo no repruebo tus amistades, sólo exijo que a mí no me perjudiquen.
Si no quieres defenderme, al menos deja que yo misma lo haga sin que después
sufra tus enfados. Si no te pones de mi lado, al menos no te pongas en mi contra.
—¡Eres una hija de puta! Yo no me pongo del lado de nadie, ¿te enteras? —No
me insultes, por favor, no me llames «hija de puta».
—Hija de puta. Es mi forma de hablar y si no te gusta, te largas.
—Yo nunca te insulto.
—Me importa una mierda lo que tú hagas. Yo soy así y se acabó.
—Pues podías intentar remediarlo. Es que me impacta mucho.
—¡Mira!, como sigas jodiéndome, me largo a la calle. No te soporto. Vete con
tus lloriqueos a la cama y déjame dormir en paz.
—Es que no consigo asimilar estas discusiones. Se vuelven desproporcionadas,
¿no te das cuenta?
—Te juro que me largo como no te vayas ahora mismo del salón — exclamó
Alicia mientras se levantaba del sofá.
—Está bien, está bien —la detuvo Inma, sosteniendo sus brazos con las manos
—. No te vayas, que ya me voy yo a la habitación.
En la cama le faltaba el aire. Era causa directa de la ansiedad. No podía dormir
porque le pesaba estar viva, respirando en aquel preciso instante mientras su
novia yacía en el sofá. No soportaba sus desencuentros porque no atendían a
razones, porque Alicia se desquiciaba y no había forma de entablar un diálogo
que culminase en pactos de entendimiento y de convivencia. Y sentía culpa, una
culpa que se instalaba como un pedrusco en la boca de su estómago. Le
atormentaba la culpa de haber bebido, de estar borracha, de dar asco a la persona
a la que más amaba. De pronto todo lo demás era insignificante: no le
importaban los desafíos de Paloma ni los de Jesús; no le importaba el maltrato
verbal de su novia... De pronto sólo quería estar bien, sólo quería ser absuelta del
castigo y liberarse de la sensación de culpa. Necesitaba urgentemente el perdón
de su novia
29
porque ya nada más tenía cabida en sus pensamientos. De modo que la ansiedad
movió sus articulaciones y la condujo de nuevo al salón.
—Perdóname, mi vida —imploró al bulto que hacía el cuerpo de Alicia bajo las
sábanas. Pero su novia no respondió y tras permanecer varios segundos de pie,
se fue frustrada a la cama.
A la mañana siguiente, tal y como era costumbre, Alicia actuaba como si no
hubieran vivido una dramática discusión horas antes. En la cara de Inma se
dibujaba una sonrisa siempre que a Alicia le nacía el impulso de darle la mano
mientras miraban una película. Albergaba el deseo de que en la playa
no existieran aquellas batallas. Tal vez les esperaba una nueva vida, una vida
mucho mejor. Inma se levantó del sofá para abrir el flamante y blanco portátil
que Alicia le había regalado meses atrás, poco después de la boda de su
hermano.
Aquella fue la única época en la que Inma veía a Alicia salir varias veces por
semana para trabajar como adiestradora canina. Estaba orgullosa de su novia
cada vez que regresaba de El club.
—¿Cómo te ha ido hoy? —preguntaba Inma cuando Alicia volvía a casa.
—Muy bien. Dicen en El club que soy la mejor adiestradora. Todos están
encantados conmigo y quieren que sea yo quien adiestre a diez perros para el
próximo concurso.
Coincidió que en aquel año se casó el hermano de Inma. Y tras el evento, los
recién casados partieron a algún país exótico.
En la casa que los padres tenían en Madrid, la habitación de Inma, por ser la más
grande y acogedora, pasó a ser la habitación del hermano y, tras la boda, aquella
suite se convirtió en una sala poco personal, receptora de todos aquellos muebles
que sobraban y que habían estado acumulando polvo en el trastero. Por tal
motivo, cada vez que Inma iba allí, acompañada siempre por Alicia, trataba de
encerrarse algunas horas en su cuarto, con el pretexto de dormir o de leer en su
30
cama un rato, mientras su novia dormía la siesta. Regaba las plantas, ya que sus
padres se alojaban en Madrid muy pocos
meses al año, y ponía alguna película en el salón, cómo si jamás se hubiera ido
de su refugio y aún dispusiera de su espacio tal y como lo dejó al marcharse.
El hermano de Inma dejó los regalos de la boda en uno de los cajones de la
habitación en cuestión: unos sobres con talones y una cartera con cuatro mil
euros.
Fueron semanas muy agradables para Inma. Alicia se mostraba tranquila y
entusiasta con su trabajo.
—Este mes tengo siete caniches y debo adiestrarlos en tres semanas. En El club
confían mucho en mi trabajo y van a pagarme setecientos euros por mes y por
perro.
—¿Y te llevará mucho trabajo?
—Un par de horas, varios días a la semana.
—Mi amor, estoy muy orgullosa de ti. Siempre me admira lo mucho que vales.
Según su ánimo, marchaba a trabajar o bien por las tardes o bien por las
mañanas.
—¿No tienes un horario establecido? —le preguntó Inma una tarde, mientras
Alicia se vestía con su ropa deportiva.
—Claro que no. Los perros están en El club hasta que termine el trabajo, así que
puedo ir cuando quiera. Es lo bueno de ser mi propia jefa.
Veinte días después de la boda regresaron los novios y los padres de Inma, junto
a María, la asistenta interna, adelantaron su vuelta a Madrid para estar presentes
en el día de cumpleaños de su hija. Para cuando Inma llegó a la casa de sus
padres, se encontró a todos en el salón, visionando la cinta de vídeo que traían
los recién casados, como testimonio de su viaje por países exóticos. María, la
31
asistenta interna, estaba ultimando los detalles de limpieza porque se había
tomado la tarde libre.
—Bueno, para el vídeo y después continuamos viéndolo, que tenemos hora en el
restaurante —dijo el padre de Inmaculada—. Vamos a celebrar el cumpleaños de
tu hermana.
María, que en aquellos momentos recogía un cenicero del salón, puso cara de
sorpresa y se acercó a la madre de Inmaculada para decirle algo en voz baja.
—Bueno, pero no tardes, que vamos mal de tiempo.
María fue hasta su habitación con el paso apresurado e, instantes después, se
aproximó hasta la puerta principal y salió de la casa.
—¿Qué pasa? —preguntó Inmaculada.
—Que no sabía que es hoy tu cumpleaños y quiere comprarte algún detalle.
—Pues llegamos tarde. Ya se lo dará —inquirió el padre de Inmaculada.
—Es que ha insistido mucho.
Pocos minutos después, María apareció con un regalo. Se trataba de un muñeco
de peluche. Inmaculada la abrazó, enternecida por su gesto.
—No era necesario que te tomaras la molestia de salir precipitadamente. Muchas
gracias.
Tras la comida, Inma se fue a su casa, dispuesta a pasar todos los minutos
posibles de aquel día señalado junto a su novia. Le esperaba su regalo y estaba
entusiasmada. Alicia había llenado la casa de velas y al fondo del salón había
una caja envuelta en un papel rojo chillón, que se encontraba rodeada por flores
de todos los colores y tamaños. Inma se giró hacia su novia y la abrazó con
fuerza.
—¡Qué detallista eres, mi amor! Ya no me importa si quiera lo que esté envuelto.
Esta estampa tan bella es mi regalo.
—De eso nada. Ve y ábrelo que va a encantarte. Más vale, después de lo que me
ha costado.
32
Al desenvolverlo, Inma se encontró con un ordenador portátil blanco.
—Pero..., mi amor, esto costará una fortuna...
—Lo sé, pero te hacía falta. Además, ayer me pagaron parte del dinero del
adiestramiento y quería que todo fuera para ti, mi amor. Jamás he pagado tantos
billetes juntos tan complacida como esta mañana.
Mientras tanto, a unos quilómetros de distancia, Antonio, el hermano de Inma,
iba a la casa de sus padres para recoger cosas de su habitación. Fue entonces
cuando descubrió que su cartera no estaba en el cajón.
—La habrás perdido en tu viaje. Te la habrás llevado y no lo recuerdas —le dijo
su madre.
—Imposible, mamá. Esta cartera la dejé aquí, junto a los cheques y los sobres.
Entre los dos llegaron a la convicción de que algo tenía de sospechoso el
repentino interés de María por salir de la casa.
—Seguro que el regalo para Inma fue su pretexto. Tal vez quiso bajar para tirar
la cartera en alguna papelera, por si registrábamos su habitación — elucubró
Antonio.
—Deberías bajar e inspeccionar las papeleras de la zona —observó la madre y
su hijo atendió su consejo y salió a la calle para, minutos más tarde, regresar sin
éxito.
Las sospechas recaían sobre María por ser la única persona, ajena a la familia,
que transitaba libremente por las habitaciones del hogar. Por ello, Antonio y su
mujer dirigían gestos hostiles a la asistenta cada vez que ésta se acercaba para
servir algún plato.
—No comprendo por qué no la despides, mamá —declaraba Antonio—. Hay
indicios para pensar que nos está robando y tú sigues con ella tan contenta.
—Aquí no se ha probado nada —se defendía su madre—. Esta chica parece muy
maja y muy honesta.
33
—Tú verás lo que haces. Por mi parte, tendré cuidado de no dejar en tu casa
nada de valor.
Meses después María recibió una llamada de su novio: como no podía soportar
las distancias que los separaba, se vendría a España, por lo que tendría que
buscarse otro empleo como externa o encontrar algún chalet que necesitara un
matrimonio.
La última vez que la familia volvió a ver a María fue cuando ésta acudió para
limpiar la casa de Inma. La llamaron por petición expresa de la policía, como
estrategia para poder seguirla a la salida del domicilio y detenerla después, junto
a la boca de un metro.
34
Caminando por el Puerto de Santa María llamó la atención de Inmaculada una
tienda de animales que tenía expuesto en la vitrina un bonito cachorro blanco.
—¿De qué raza es este perrito, mi amor? —preguntó Inma.
—Es mestizo.
El cachorro, al ver a Alicia, extendió su pata y clavó en ella sus ojos juguetones.
—¿Lo quieres? —le preguntó Alicia.
—¡Ay!, no sé. Es tan bonito y da tanta pena... El pobrecito, aquí encerrado en
este espacio y con este calor...
—Piénsalo. Es para toda la vida.
El suelo de la jaula de cristal estaba repleto de papeles de periódico empapados
en pis y excrementos del animal.
—Comprémoslo —dijo Inma.
—¿No quieres pensarlo?
—No, no. Comprémoslo.
Se llevaron el perro a casa y Alicia parecía satisfecha.
—Echaba en falta tener animales —comentó Alicia mientras peinaba a la recién
llegada—. Ya sabes que en mi casa de Argentina teníamos cuatro perritos, seis
pájaros y un tití. Era un mono adorable. Algún día compraremos uno y verás lo
divertido que es vivir con un monito en casa.
—Lo de tener un mono jamás me lo había planteado, pero sí quería tener un
collie barbudo, como aquel que me regalaron en mi adolescencia. Es la raza
canina más inteligente y, además, mi perrita era preciosa.
35

3
—Pues yo te lo regalo, mi vida.
—No, cielo. Ahora tenemos a esta perrita, que también es adorable.
Gata, la perra blanca, resultó ser un animal hiperactivo que llenaba de alegría las
veinticuatro horas que la pareja tenía desocupadas. A pesar de que una de sus
dueñas era adiestradora, el animal no conseguía aprender cuál era el sitio en el
que debía dar rienda suelta a sus necesidades.
Gata aún era una cachorrita cuando se les planteó la posibilidad de quedarse con
la perra de una conocida de Alicia, que pretendía dejarla en la perrera municipal.
Inma siempre sintió debilidad por los ojos de Bizca y, al enterarse de las
intenciones de la amiga de Alicia, no dudó en ofrecerse para cuidar del animal.
Alicia consintió de buen agrado y viajaron a Madrid para recoger al nuevo
miembro de la familia.
Al tener dos perras Inma pudo descubrir que sus ladridos no atendían a un
régimen ordinal del doble, sino que respondía a un efecto sinérgico, puesto que
los ladridos de la una estimulaban los de la otra y viceversa. Como resultado se
encontraron con que un «guau» constante se convertía en el ruido de fondo de
todas las horas de sus días.
Desde que se instalaron en la casa de la playa dormían más de once horas diarias
e Inma se levantaba aturdida y somnolienta, incapaz de moverse con agilidad.
Había perdido la vitalidad y cualquier actividad física o mental le suponía un
esfuerzo desmesurado.
Una de aquellas mañanas en las que Inma despertaba con las articulaciones
agarrotadas y la mente anquilosada, Alicia le pidió que se vistiera porque iba a
darle una sorpresa.
36
Recorrieron más de cincuenta quilómetros y en aquel trayecto Inma no cesaba en
su empeño por descubrir el destino de su viaje. Pero Alicia no quería revelar el
regalo hasta que no lo tuvieran ante sus ojos.
Llegaron hasta un pueblo del interior y Alicia aparcó junto a una casa de campo.
Hacía frío allí e Inma, instintivamente, se agarró al brazo de su novia para sentir
su calor.
—No te agarres así, que pareces una vieja y, además, nos puede ver alguien —
espetó Alicia, mientras se deshacía de las manos de Inma.
Inma, molesta, se acurrucó en su abrigo. En realidad estaba enojada consigo
misma por seguir siendo cariñosa con Alicia sabiendo que siempre, cuando
estaban fuera de su casa, ella respondía con desaires.
Alicia llamó al timbre de la puerta y abrió una señora de avanzada edad, con una
amplia sonrisa de bienvenida.
—¿Eres tú la chiquita que llamó ayer?
Alicia asintió con la cabeza y la señora las invitó a entrar. Junto a la puerta, una
camada de perros revoloteaba alrededor de su madre.
—¡Aquí está la sorpresa! —exclamó Alicia—. Un pastor catalán. No he
conseguido un collie barbudo, pero esta raza se le asemeja.
No podía ser cierto. ¿Cómo era posible que Alicia tuviera la intención de
comprar otro perro? Inma estaba consternada: por un lado, el buen propósito de
su novia; por otra parte, la insensatez de hacerse cargo de un perro más.
Pesó más lo primero y se sintió incapaz de rechazar el regalo.
—¿Cuál vas a quedarte? —preguntó la anciana.
En aquel mismo instante, uno de los cachorros se acercó a Inma con
determinación y se tumbó sobre sus pies.
—Este. Si es perra, porque no quiero que se cruce con las que ya tenemos. Alicia
levantó al animal y examinó su sexo.
—Sí, es una perrita.
37
Regresaron a casa con el animal sobre las rodillas de Inma.
—Mi amor —dijo Inma en tono conciliador—, creo que ya somos demasiados
en casa.
—Pues yo quiero un chihuahua.
—¿Estás loca?
—¡Qué cara! Yo te regalo el perro que te gusta y, ¿a mí quién me regala el mío?
—No, cielo, si yo te doy lo que tú quieras, pero más adelante. Ahora ya somos
demasiados pares de ojos dentro de una casa.
Los cachorros crecieron y la casa ya no parecía tan grande. El sofá se había
convertido en el arca de Noé, las micciones y defecaciones se hacían presentes
de forma cíclica en el suelo de cualquier parte de la casa y la cantinela de
ladridos se arrancaba cada vez que los animales intuían la presencia de cualquier
movimiento en las proximidades del chalet.
Alicia, a pesar de todo, mantenía la casa impoluta. Tenía apilados varios
detergentes con aroma a fresas silvestres y varias veces al día pasaba la fregona.
Era infrecuente que Inma se encontrara con algún líquido sospechoso antes de
que lo hiciera Alicia y, cuando ese milagro sucedía, pasaba la fregona a pesar de
no satisfacer el grado de exigencia de su novia.
—Te he dicho miles de veces que chupes bien el pis antes de volver a restregar
la fregona por el suelo. Así lo único que consigues es esparcirlo. Es que eres una
inútil y para hacerlo así, es mejor que no lo hagas.
Inma reconocía sus propias limitaciones y aceptaba el reproche porque asumía
no ser muy hábil para las labores domésticas o, al menos, no tan pulcra como
Alicia. Pero su nivel de exigencia le atolondraba y desmotivaba, dando como
resultado una actitud perezosa, al tiempo que atemorizada. La contraposición de
ambas emociones recogidas en el mismo instante bloqueaba su cerebro y le hacía
sentir incapacitada. Así, con el tiempo, dejó de agarrar la fregona y le propuso a
Alicia ocuparse ella de la cocina y de la colada.
38
Pero las manías de Alicia iban en aumento y, como si de un brote de sarampión
se tratara, se multiplicaban con el paso de los días. El aspirador y la fregona se
habían convertido en una extensión de sus brazos y aún cuando estaba sentada
en el retrete aprovechaba para limpiar con el papel higiénico
el metal que sostenía la escobilla del baño. Y entre limpieza y limpieza, la
televisión era una constante. Sólo se oía ruido dentro de aquella casa: el ruido de
los gritos de Alicia, el ruido de los ladridos de las perras y el ruido de la
televisión. Así, cuando se asomaba la noche, la agitación de Inma alcanzaba
cotas máximas. Se turbaban sus sentidos y acababa convertida en un manojo de
ansiedad y nervios. El mismo ruido que escuchaba por el día, se colaba por sus
poros y sentía cómo colonizaba cada víscera, cada vena, cada parte de su cuerpo
para quedar reducida a una masa estrepitosa de vértigo y angustia. Nunca supo
enfrentarse a un dolor tan abstracto y siempre fue fiel ejecutora de diversos
mecanismos de evasión. Y en aquella época su mente le pedía dosis de alcohol.
Alcohol como estandarte frente a una vida frustrada.
—Tengo ansiedad. Voy a servirme una copa —decía casi cada noche después de
recoger los platos de la cena. Alicia torcía el gesto y dejaba escapar
intencionadamente su desagrado. Pero cedía siempre y cuando no sobrepasara
aquella primera y única dosis.
Por las mañanas, ya curada su ansiedad, a Inma le despertaba la presencia de su
novia, cada vez que Alicia le llevaba el café y lo ponía sobre su mesita de noche.
El café de la mañana. Ningún momento más feliz en los días de Inma como
aquellos minutos en los que, con la mente somnolienta, veía aparecer a su novia
para ofrecerle el único gesto de amor que aún conservaba. Y mientras, sentada
en la cama, daba tranquilos tragos de café, alternados por las caladas de humo
del primer cigarro. Y reparaba entonces que eran aquellos sus únicos instantes de
auténtica serenidad. Una ausencia completa de la ansiedad que le sobrevenía en
cuanto ponía los pies sobre sus baldosas color arena y observaba cómo Alicia se
desplegaba por todos los rincones del chalet, abarcando disciplinadamente todo
el listado de tareas domésticas que tenía asumidas. En semejante proceso de
limpieza
39
era cuando Inma redescubría cada mañana que no se asomaba a la cara de Alicia
gesto alguno de ternura cuando, por accidente, se cruzaban sus miradas. Y, no
obstante, le angustiaba tanto la ausencia de Alicia que se sentía incapaz de salir a
realizar cualquier acción en solitario. Había perdido la iniciativa y la
individualidad y así los días transcurrían bajo el sometimiento de su propia
dependencia. Luchaba, consciente del problema, por saber si detrás de aquella
necesidad insana quedaba amor. Y su prueba más fehaciente era aquel
embelesamiento que se apoderaba de sus vías perceptivas cada vez que la
observaba, cuando comía, cuando dormía, cuando caminaba o cuando Alicia
hacía cualquier cosa mientras creía que Inma no la estaba viendo.
Así pasaron dos años y cada nuevo día era el calco del anterior. El maltrato
psicológico de Alicia hacia Inma era otra de las constantes que surgía de forma
cíclica y caprichosa, como reflejo de su ánimo. Otro componente más de la
rutina establecida y ambas habían adoptado y asumido cada cual su propio rol
como algo inevitable.
Una mañana de invierno a Inma le despertó el ruido de la cerradura de la puerta.
Al levantarse y llegar a la entrada se encontró con Alicia, que sostenía un
pequeño bulto peludo entre sus brazos.
—¿Qué haces con ese perrito?—preguntó Inma consternada.
Alicia articuló una respuesta que parecía tener estudiada.
—Es para mi mamá. Me pidió que le llevara un yorkshire cuando fuera a Buenos
Aires.
—Pero, ¿cuándo vas a ir a Buenos Aires?
—Dentro de un par de meses.
—¿Y por qué no te has esperado a comprarlo pocos días antes de irte? —Porque
este me lo regalaban, pero tenía que ser ahora.
—¿Quién?
40
—Unos clientes de El club.
El club. Desde que llegaron a Cádiz Alicia argumentó que El club le debía
dinero por el último trabajo y que, por tanto, había decidido no aceptar más
proyectos.
El cachorro, Freud, se adaptó en pocos días a su nuevo hogar.
—Me has hecho una envolvente —dijo Inma una mañana mientras cogía la
mano de su novia—. Nunca compraste al perro pensando en tu madre porque
sabías que me encariñaría y que después sería incapaz de verlo marchar.
—Tienes razón. Pero, ¿a qué no te arrepientes? —No. Siento por él algo muy
especial.
—Yo también.
41
Era verano cuando Paloma anunció sus intenciones de ir a visitarlas junto a su
hijo, Andrés, un adolescente con problemas de autoestima. Debido a las
ausencias y despropósitos de la madre en cuestiones de su educación, Andrés
había desarrollado el poder de odiarla y, por tal circunstancia, buscaba la forma
de destruirla con sus ideales. Encontró el medio cuando se identificó como
neonazi. Se abstuvo de declararle a su madre sus pretensiones racistas y
homófobas y ella, ajena a la vida interior de su único descendiente, tampoco
estaba interesada en averiguarlas. Era una madre que se arrepentía de serlo y,
como consecuencia, su hijo era un skinhead descerebrado.
Cuando Paloma llegó, abrazó a Alicia con fuerza, mientras que a Inma la saludó
con cierta rigidez. Andrés, ataviado con atuendos de invierno, mostrando un
complejo referente al cuerpo que estaba desarrollando, saludó con frialdad,
erecto pero cabizbajo, como un coronel que saluda acomplejado.
A partir de aquella visita Inma se disponía a preparar comidas vegetarianas del
agrado de Paloma. Era su único aliciente para hacerle sentir bien acogida, para
darle todos los honores, puesto que se sentía incapaz de manifestar hacia ella
cierta empatía. No era de su agrado y no quería demostrarlo, por lo que buscaba
siempre algún pretexto que la mantuviera ocupada. Tortilla campera, ensalada
césar, pimientos fritos y un oído paciente para escuchar sus aventuras con una
novia que compartía su vida durante los últimos dos años.
—Me doy cuenta de que Clara no os cae muy bien —dijo Paloma después de
saborear el primer trago de su cuarta cerveza—. Y yo lo entiendo, puesto que
estoy a punto de dejarla.
—¿Por qué? —preguntó Inma.
—Porque no es capaz de satisfacerme.
—Pues Susana siempre está glosando tus excelencias —mencionó Inmaculada.
42

4
—¿De veras?
—Sí. Piensa que eres muy guapa.
Y como aquella que no se estima, como aquella que se tiene por lo que acaba
siendo: una persona marginada y poco considerada por el resto, acabó
sucumbiendo al interés de una mujer sólo por el hecho de saberse deseada.
—Pues cuando vuelvas a hablar con Susana, dale mi teléfono.
Tras su visita, Paloma regresó a Madrid con la obsesiva intención de acostarse
con Susana. A la propia Inmaculada le sorprendía que una mujer tan atractiva e
inteligente como su amiga Susana pudiera interesarse por alguien tan vulgar. Lo
que no le sorprendió fue que Paloma, después de tres polvos, declarase estar
completamente enamorada.
Desde la primera noche nacieron las demandas de amor incondicional y eterno.
Y Susana, que no estaba entregada a semejante compromiso, insistía en la idea
de que Paloma conservara su relación aparentemente marital y prosiguiera con la
excitación del adulterio. Pero Paloma ya se había convertido en ventosa y quería
toda la ventana para ella.
—Dejaré a Clara —decía tras correrse en una cama de hotel.
—No —insistía Susana—, porque lo que tienes con ella es serio y conmigo sólo
obtienes sexo.
—Pero es que de ti quiero todo.
—Pero es que sexo es lo único que puedo darte.
—Cambiarás de idea cuando lo deje con mi novia.
—No, cari, porque es tu novia lo que nos mantiene atadas.
—Eso piensas ahora, pero ya verás lo que sientes por mí cuando me libere.
Imposible convencer a Paloma. Imposible decirle que no estaba enamorada.
Imposible hacerle escuchar algo que no entraba en sus planes. La ventana era el
objetivo del plástico cóncavo dispuesto a adherirse con obcecación. Un
«quiéreme» suplicante que no escuchaba su pareja.
43
Lo dejó con Clara muy a pesar de las advertencias de Susana. Y a partir de aquel
instante todo fue en declive y las llamadas desconsoladas de Paloma a Alicia
fueron en aumento. Y las llamadas divertidas de Susana a Inma crecieron
también como la pólvora. Una desesperada y la otra asfixiada. Pero de vez en
cuando tenían sexo.
Y para cuando, un año más tarde, Paloma anunció otra visita con su hijo
skinhead, Inma temía las conversaciones interminables acerca de Susana. Y en el
reflejo de los ojos de Paloma, Inmaculada podría verse como un sobre de correos
sobre el que escribiría la invitada para hacer llegar el mensaje a
Susana.
Pero Inma no estaba dispuesta a convertirse en la confidente de Paloma, puesto
que ella jamás había manifestado el menor interés por el criterio de Inmaculada.
Paloma despreciaba a Inma sólo porque disponía de una casa sin pagar una
hipoteca, la despreciaba por vivir sin trabajar, por tener una novia a la que ella
misma admiraba, por conducir un coche sin habérselo ganado con su esfuerzo y,
en general, una vida que envidiaba secretamente. Inma representaba todo aquello
que Paloma detestaba por puro antagonismo.
—Me voy unos días a verte, guapa —le anunció Susana a Inmaculada una tarde
de verano.
—Pero, ¿sabes que también viene Paloma?
—Sí, pero ella va dentro de diez días y yo, si te parece bien, pensaba salir
mañana.
—¡Claro!, no tienes ni que preguntar.
Susana era una mujer alta y de cuerpo atlético. De cara bonita y mirada sincera.
Cuando Inmaculada la observó mientras le abría la puerta, se encontró con una
mujer radiante, más hermosa que nunca debido a su corte de pelo.
44
—¡Estás preciosa! —exclamó Inma al verla.
Durante la tarde se preguntaba Inma si tanto cambio podía deberse a un simple
paso por la peluquería, pero fue descubriendo, mientras hablaba con Susana, que
era el derroche de templanza y seguridad de Susana lo que desnudaba tanta
belleza.
Sentadas a la mesa, durante la cena, las tres conversaban animadamente,
mientras los animales revoloteaban por una casa que, durante aquellas horas,
recuperaba la alegría. Con Susana había un pretexto para romper el silencio e
Inma contemplaba los gestos de su novia. Le atrapaba el deseo cuando la veía
sonreír y opinar con soltura.
Ya en la habitación, Alicia se desvistió mientras Inma no dejaba de observarla.
Se metió en la cama tras encender el televisor y su novia la abrazó con los brazos
y las piernas.
—No me imagino vivir sin ti, mi amor —susurró Inma—. Me hace feliz ser tu
familia.
Paloma viajó sin su hijo porque supo que iba a coincidir dos días con Susana y
no quería que el niño entorpeciera un posible reencuentro romántico. Iba
dispuesta a tratar de seducir a su amada, agotando así sus últimos cartuchos.
Pero Susana tomó la decisión de quedarse un par de días más con la única
intención de hablar con Paloma y tratar de darle al asunto un final amistoso.
Muy al contrario de lo que le sucedió al ver a Susana, Inma se encontró en el
recibidor de su casa con una mujer de mirada insulsa y aspecto vulgar. Sentía
que era uno de esos rostros que no decían nada y que no llegaban a ser
desagradables a la vista a cuenta de una melena abundante y hermosa, que
justificaban el único atractivo que Susana pudiera ver cuando se movía entre las
sábanas.
Sus ojos, anhelantes, buscaban al entrar la presencia del objeto de su obsesión a
través de toda la estancia.
—Se ha ido a la playa —informó Inma.
45
—Y, ¿cómo está? —Muy bien. —¿Y Alicia? —En la ducha.
La tensión que respiraban ambas al encontrarse a solas siempre se hacía
evidente. En consecuencia, Inma desplegaba arrolladoramente todo su repertorio
de buena anfitriona, ayudando con la maleta y ofreciendo algo de beber.
—Acomódate, que voy a preparar la comida porque vendrás cansada y
hambrienta por el viaje.
Mientras Inma cocinaba llegaba a sus oídos una apenas perceptible voz de
Paloma desde la terraza. Inma supuso que estaría hablando con Alicia.
Imaginaba que estaría desahogando su desamor y trataba de recrear la cara de
Alicia, sus gestos, la mirada solícita que dirigía siempre a sus amistades.
Alicia regalaba su escucha y sus consejos, pero de su vida no revelaba nada.
Atraía así a personas solitarias que, de pura inseguridad, no se cansaban de
hablar de ellos mismos. ¿Acaso no se sorprendían de que Alicia jamás hubiera
acudido a ellos con algún lamento o alguna alegría que compartir?
Era aquel el motivo principal por el que Inma desconfiaba de todos ellos.
Se escuchó el ruido de la cerradura cuando Susana regresó. En aquel preciso
instante Inma estaba
poniendo los salvamanteles sobre la mesa de la terraza.
—¿Ha llegado ya? —preguntó Susana en un susurro apenas perceptible. —Sí,
hace poco más de una hora.
—Y, ¿dónde está?
—Se ha ido con Alicia a dar una vuelta.
46
Minutos después estaban las cuatro sentadas a la mesa de la terraza. Susana no
paraba de sacar temas intrascendentes, y Paloma no cesaba en su empeño por
mostrar un gesto abatido por la frustración y la desesperanza.
Tras los postres Paloma se levantó de su asiento y manifestó su interés por
aquello que se veía tras la barandilla de la terraza. Era evidente que demandaba
de aquel modo la atención de Susana emulando alguna escena de telenovela. Su
larga y rizada melena tomaba vida con las pequeñas embestidas del viento.
Alicia e Inma rápidamente comprendieron que eran partes sobrantes del atrezo y
buscaron una disculpa para dejarlas a solas.
Una hora más tarde, Inma y Alicia comprobaron que sus invitadas se habían
encerrado en la habitación. La puerta de la habitación de invitados se abrió a la
hora de la cena.
El semblante de Paloma se mostraba bien distinto, pues lucía una radiante
sonrisa que delataba varias horas de buen sexo.
Pero Susana buscó una excusa y se fue a la mañana siguiente, con lo que, tras su
partida, la cara de Paloma volvió a ser la mismísima que trajo a su llegada. Y con
su mirada de mártir buscaba constantemente el cobijo en los ojos de Alicia. Inma
se sintió como una extraña durante aquella semana
cuando, cada vez que se acercaba al par de amigas, cesaban los murmullos de
Paloma, quien lanzaba una mirada impertinente, molesta por la interrupción.
«Menuda gilipollas», salía Inma de la estancia protestando para sus adentros.
Cuando una de las mañanas Alicia le anunció que habían decidido pasar el día en
una playa nudista, Inma declinó la invitación.
—¿Estás segura de que no quieres venir? —preguntó Alicia mientras sostenía el
picaporte de la puerta principal, con la toalla en el hombro y un cesto con
bocadillos y loción solar. Y, sin esperar si quiera la respuesta, se marcharon,
dejando que el aire absorbiera su propuesta.
Inma se sentó en el sofá con un libro, dispuesta a disfrutar de todo un día de
calma, sin sentir que estorbaba en el salón de su propia casa.
47
Paloma se fue a Madrid y la rutina volvió tras su partida. Una rutina adorada y
esperada por Inma; una rutina detestable y cansina para Alicia. Los maltratos
eran más frecuentes porque ya no había día en el que Alicia no profiriese algún
insulto que apocara el ánimo de Inma, cada vez más replegado. Y siempre bien
acompañado por una retahíla de gritos y amenazas de abandono.
—¡Me tienes harta! —anunciaba Alicia cuando se iniciaba cualquier
discusión que marcaba su disconformidad ante cualquier actitud de su novia
—. ¡Métetelo en la cabeza!
«Perdón», pensaba Inmaculada y decía en voz alta:
—Perdón, perdón, perdón por lo que sea, sólo perdóname y no discutamos y no
me grites y no te vayas.
Estaba aprendiendo a canalizar su carácter, a establecer los límites del respeto
para toda frontera que colindara con los de afuera, pero no con ella, con Alicia
no, con Alicia era un perro que enseñaba la tripa en señal de sumisión cada vez
que escuchaba un gruñido o una simple advertencia.
Pero sus disculpas reforzaban el juego y Alicia palpaba su propio poder y quería
saborearlo a través de mayores dosis de ansiedad en la mente debilitada hasta la
anulación de su novia. Por lo que salía de casa dando un portazo y dejando su
móvil sobre la mesa.
Por algún motivo, Inma siempre temía que no volviera a aparecer, aunque el
episodio se hubiera repetido hasta la saciedad, porque cada vez que Alicia se
ausentaba sentía como certero su abandono y el vértigo de su pérdida. La
impotencia de no contactar con ella, la incertidumbre, el dolor, el vacío... y la
culpa. La culpa era el lastre que bloqueaba su pensamiento.
Alicia le castigaba para alimentar así su dominancia y su ego, e Inma se
amedrentaba y se empequeñecía un poco más. Depositaba, junto a las cenizas de
todos los cigarros que apagaba por la histeria, más cachitos de ilusión y de
identidad y aplacaba su ardor sobre el cenicero.
48
—Te amo —le decía a Alicia cuando la veía entrar. Y eran aquellas las únicas
palabras que se oían hasta que pasaba la noche, porque Alicia no quería hablar.
Simplemente se dormía a su lado de la cama, consciente de que de aquella forma
proseguía el castigo para Inma. Y más allá de una estrategia conductista, su
despotismo era el reflejo de su desprecio.
Tras varios meses, Susana se enamoró de una mujer y dejó a Paloma
definitivamente. El contacto entre Alicia y Paloma se hizo más manifiesto, lo
cual era del agrado de Inma, que siempre deseo que Alicia fuera capaz de
encontrar un entorno acogedor fuera de las fronteras de su país.
—Voy a confesarte algo muy absurdo que no debes contar a nadie porque se
supone que es un secreto —le dijo un día Alicia en tono conciliador—. Tú sabes
que a Paloma le entusiasma el hecho de mostrarse desnuda en las playas porque
se siente bien con su cuerpo. Y mira que tripa le sobra un rato. Pero ella no
parece ser consciente y ha decidido enviarme una foto desnuda.
—¿Sí?
—Sí. Porque es un testimonio del día que pasamos juntas en la playa nudista,
¿recuerdas?
—Sí.
—Pues mira —dijo sacando de un sobre una de las fotos.
«No está tan mal —pensó Inma—. Un poco fea, pero buenas tetas».
—Está horrible.
—Ya, pero a ella le gusta exhibirse.
—¡Qué rara es! ¿Conservarás la foto?
—Claro. A mí me da igual, pero imagínate que viene y me la pide para verse. —
Ya. Hay que ver lo vanidosa que es la gente.
49
Cuando Inma se enteró de que su madre iba a vender su coche, un coche que a
Alicia siempre le había fascinado, le propuso a su madre un intercambio: el
coche que un par de años atrás Inmaculada le regaló a Alicia, a cambio del de su
madre.
La madre de Inmaculada estuvo conforme y ofreció el vehículo que había
pertenecido a Alicia a una agencia para que se ocupara de su venta. La diferencia
de precio entre los dos vehículos era notable, pero la madre de Inma no aceptó el
dinero de su hija.
En el mismo mes, y a pesar de que Inma disponía de un todoterreno, su padre le
regaló un descapotable.
—Siempre me gustó el coche de tu madre, pero lo cierto es que es muy lento y
gasta mucho. Me arrepiento de haberme desprendido del deportivo que me
regalaste —dijo Alicia varias semanas después.
—Pues podemos venderlo y te quedas con mi todoterreno y así no tenemos que
mantener tres coches.
—Pero qué morro tienes. Claro, tú estás encantada con tu descapotable y a mí
que me zurzan.
—No, cielo, yo quiero que tengas el coche que te guste, pero podemos tomar esa
medida de forma provisional. Además, mi descapotable es como si fuera tuyo.
En un principio la idea de la venta del coche no cayó en gracia, pero por alguna
razón, meses después, Alicia se propuso buscar con premura algún comprador.
Lo propuso en una agencia y días después recibió la llamada de un interesado.
Cuando fueron a la agencia se encontraron con una mujer dispuesta a pagar
nueve mil euros.
50
—De eso nada —susurró Inma—. Este coche vale más de diez mil.
—Ni se te ocurra estropear la venta —advirtió Alicia—. ¿Tienes alguna idea de
lo difícil que es vender este modelo?
Inma no comprendía por qué su novia se exaltaba tanto cuando fue precisamente
ella quien propuso su venta. ¿Cuál era la urgencia?
—Podemos esperar un poco y ver qué pasa.
—¡Joder!, no sé por qué cedí e intercambié mi coche...
—¡Pero si este cuesta el doble!
—Ya, pero el otro era mío y podía hacer con él lo que me diera la gana.
—Y este es tuyo también, mi amor.
—Sería mío si estuviera a mi nombre.
—Está bien. Lo malvendemos si es lo que tú quieres. No opino porque sea tuyo
o mío, opino por sentido común.
—¿Qué insinúas? Yo sé mucho más que tú sobre coches. Y me estás haciendo
pasar vergüenza, porque esta gente está esperando nuestra decisión.
—Vamos, vamos a firmar.
La agencia les entregó nueve mil euros en efectivo y al día siguiente lo
ingresaron en la cuenta corriente de Inma, en la que Alicia figuraba como
autorizada. Pero en menos de tres meses volvían a estar en números rojos.
Oportunamente, como regalo de la venta de una propiedad, los padres de Inma
dieron cuatro mil euros a cada uno de sus hijos. En aquella ocasión la pequeña
fortuna se evaporó en menos de cuarenta días.
«¿En qué gastamos tanto? —se preguntaba Inma constantemente—. Si casi no
salimos, si hace años que no vamos de compras, si sólo nos damos pequeños
caprichos muy de vez en cuando...». Decidió llevar la contabilidad de su
economía a través de una hoja de cálculo y anotaba cualquier gasto que surgiera
y cualquier ingreso extraordinario.
51
Uno de los gastos de aquellos meses fue la adquisición de otro perro: un
yorkshire enano. «De perdidos al río» —pensó Inma cuando Alicia le comentó
que uno de sus clientes, que se dedicaba a la cría y venta de animales, tenía un
pequeño yorkshire cuya vida peligraba al estar rodeado por más de veinte
pastores alemanes en una casa. Le llamaron Coco y se convirtió en el ojito
derecho de Alicia en pocas semanas.
52
En agosto Paloma volvió a anunciar su interés por visitar a Alicia. —¿Cuántos
días piensa quedarse? —preguntó Inma.
—Creo que diez. Viene con su hijo.
—La cosa mejora por momentos.
—No seas irónica. Yo aguanto a tus amiguitos. Además, piensa que a mí también
me da pereza.
—Bueno, mi vida, no te preocupes porque verás que te lo pasarás bien.
Paloma y su hijo de diecisiete años llegaron a la hora señalada.
—Lo que más me molesta de ella es que se deje querer hasta el punto de no
plantearse coger un autobús para ahorrarte ciento veinte quilómetros de trayecto
—dijo Inma antes de que Alicia saliera en busca de los invitados.
Paloma entró en la casa con un gesto resplandeciente. Saludó a Inma con una
sonrisa y se sentó junto a ella. Durante la primera hora de conversación Paloma
comentó ilusionada que tenía novia desde hacía unos meses. Sacó de su mochila
una foto y glosó los problemas que sacudían su relación durante las últimas
semanas. El punto de partida del tema de la media hora restante se inició cuando
Paloma abordó un asunto inmobiliario. La economía y su ausencia era algo que
siempre le tenía preocupada y, por tal razón, sus amigos la consideraban algo
tacaña.
—Si vendo mi casa de Madrid y me traslado a Murcia con mi novia, podría
comprar una casa allí a pagar entre las dos, por lo que con el dinero que me
sobrara de la venta de mi casa, tal vez podría invertir en algo.
—Pero, ¿por qué te vas a Murcia?
53

5
—Porque a ella van a trasladarla por trabajo. Ese es uno de los problemas que
tenemos, porque yo no lo veo del todo claro.
El día transcurrió con cordialidad por parte de Paloma y aquella circunstancia,
insospechada, cambió las expectativas de Inma que se mostraba ilusionada y
alegre por la llegada de la amiga de su novia.
Con mucho esmero, Inma preparó para la cena comida vegetariana, en honor a
Paloma y los cuatro mantuvieron una conversación animada y agradable.
—Mañana nos vamos a Chiclana —le dijo Alicia a Inma cuando estaban ya en la
cama—. Entenderé que no te apetezca venir con nosotros.
—Bueno, no sé...
—Vamos a caminar durante todo el día y sé que todo eso te da pereza y
más aún con estos acompañantes.
—Sí, creo que mejor me quedaré en casa. ¿De verdad que no te importa, mi
vida?
—Claro que no.
Regresaron a casa tarde y todo transcurrió con normalidad. Por la noche, al
acostarse junto a Alicia, Inma vio en la cara de su novia una belleza añadida. Un
aura, el resplandor de unos ojos más atentos y alegres.
—Estás preciosa esta noche, mi amor.
Alicia sonrió con cierto desdén o tal vez con vergüenza porque nunca le gustaron
aquel tipo de halagos.
—Me gusta que lo estés pasando bien con Paloma. Adoro verte así.
El ladrido de uno de los perros despertó a Inma. Somnolienta, reparó en que no
estaba Alicia en su lado de la cama. Miró el reloj y al comprobar que eran las
54
once de la mañana decidió levantarse. En la cocina se encontró con Paloma, que
se estaba preparando un bocadillo.
—¿Y Alicia? —preguntó Inma.
—Ha salido un momento para comprar algo.
De golpe volvió a sentir Inma el ambiente tenso. El silencio que mediaba entre
las dos por alguna razón era incómodo, como lo fue siempre. En un intento por
superar aquel desencuentro, Inma lanzó una pregunta que pretendía ser
cómplice.
—¿Qué tal con tu novia?
Pero Paloma no respondió. Inma se planteó, desconcertada, que tal vez no le
había escuchado, por lo que repitió la pregunta.
—¿Te va bien con tu novia?
Paloma sonrió y miró hacia la ventana. —¡Qué calor hace!, ¿no?
La impertinencia de Paloma dejó a Inma aturdida. No supo contestar y tampoco
quería hacerlo puesto que sabía que si lanzaba cualquier comentario
desagradable, Paloma mostraría su actitud ofendida y tensa ante Alicia,
buscando su coalición.
Inma se mantuvo calladita y prosiguió friendo las patatas. Alicia apareció justo
cuando Paloma estaba saliendo de la cocina. Había ido con Andrés al
supermercado y regresaban con algunas bolsas.
—¿Qué estás cocinando? —preguntó Alicia. —Una tortilla paisana, que a ti te
encanta. —¿No te he dicho que no comemos aquí? —Pues no.
—¡Ah!, lo siento, pensé que lo había hecho. Es que hemos pensado ir al centro
del pueblo para dar una vuelta —Alicia se acercó más a Inma y bajó el tono de
su
55
voz antes de proseguir hablando—. Es que Paloma está discutiendo estos días
con su novia y necesita hablar y salir a tomar aire. De todas formas, si quieres
venir, ya sabes que yo siempre estoy encantada.
Inma se sintió excluida y molesta.
—No, gracias. Ve para que se desahogue contigo. Pero no pienso quedarme a
cargo de su hijo.
—Tranquila, que no pensaba pedírtelo. Además, a él tampoco le apetece
quedarse a tu lado.
—Pues bien que les gusta chupar de una casa que también es mía... —Estúpida
—susurró Alicia—, más vale que no incomodes a mis invitados.
Los tres regresaron sonrientes al atardecer.
—¿Qué tal el paseo, mi amor? —preguntó Inma cuando se encontró con Alicia
en su habitación.
—Un poco aburrido. ¿Y tú?
—Bien. Pero te he echado de menos. Tenía muchas ganas de verte.
—Pues hemos pensado en ir ahora a una tienda de discos. ¿Te quieres venir?
—Claro. Con tal de estar contigo en estos momentos cualquier plan me apetece.
Mientras permanecían sentados los cuatro en el interior del coche sonó el
teléfono de Paloma.
—No, no pienso adelantar el viaje —susurraba a su interlocutora con un tono
malhumorado desde la parte trasera del vehículo—. Estoy aquí con mi amiga...
Claro... Pues lo siento... Que no, que no me voy mañana...
Inma trató de escuchar, pero Alicia procuraba mantener una conversación sobre
cualquier asunto trivial.
56
—Pues te aguantas. Te he dicho que me quedo —proseguía Paloma con su
discusión telefónica.
Inma seguía haciendo esfuerzos por tejer el argumento de cada palabra, pero
Alicia no cesaba en su empeño por interpretar monólogos que ensordecían las
palabras de su amiga.
Una vez dentro del centro comercial todos pasaron a la tienda de música, libros y
películas. Inma disfrutaba siempre que entraba en aquel local y se perdía por los
pasillos, entusiasmada con sus búsquedas de artículos.
Minutos después, se tropezó con Paloma, que la estaba buscando.
—Oye, ¿podrías decirme qué música le gusta a Alicia? Es que me apetece
hacerle un regalo y no sé cuál comprar.
Inma le dio una orientación sobre los gustos musicales de su novia y fue en su
busca para entretenerla mientras Paloma le compraba su sorpresa.
Regresaron a casa y la voz de Paloma sonó desde la habitación de Inma.
—¡Alicia!, ¿puedes venir un momento?
Inma supuso que le estaría dando el regalo y le molestó que buscara intimidad
para tener lo que ella había considerado un simple detalle de agradecimiento por
la hospitalidad de su amiga.
Desde aquel momento empezó a verlas muy unidas, extremadamente unidas. Y
afloró su primer brote de celos. Los celos. Dejaría de vivir con Alicia a cambio
de su nuevo compañero, aquellos celos que le atormentarían durante meses hasta
el punto de consumirla y llegar a desear en infinidad de ocasiones que la
internaran en un psiquiátrico.
57
Quedaba un día de suplicio antes de que Paloma regresara a Madrid. Inma había
salido a comprar al supermercado y al regresar se encontró con que Paloma
estaba en el jardín de la urbanización, fuera de la casa, con el móvil en la oreja y
con cara disgustada mientras discutía con su interlocutor en un tono muy bajo.
Al verla, Inma saludó con un movimiento de cabeza, pero Paloma, sin devolver
el saludo, le dio la espalda y se alejó de aquella parte del jardín.
—No hay motivo para ser tan maleducada y descortés conmigo —le dijo Inma a
su novia cuando se la encontró limpiando los excrementos que los animales
habían dejado a lo largo de toda la terraza y parte de la habitación.
—No empieces con lo mismo de siempre. Ya cansas.
—Pero tengo razón. Y tú haces que me trague mis protestas ante ella y ante
todos tus amigos. No sé hasta dónde me puedo controlar o hasta dónde es bueno
que lo haga.
—No quiero enfadarme. Sólo te diré que cuando se ha puesto a hablar con su
novia a mí tampoco me ha hecho caso.
No diría nada. Asumiría otra pequeña derrota ante Alicia, ante Paloma y,
sobretodo, ante ella misma.
Cuando Paloma entró en la casa, Alicia seguía limpiando e Inmaculada se
encontraba en el sofá, junto a Andrés. La invitada se puso delante del televisor,
miró a Inma y anunció con una sonrisa:
—Nos vamos al bingo, Alicia y yo.
Sin tener si quiera que pensarlo, Inma dio su réplica: —Yo también voy.
¿Cuándo salimos?
Paloma miró hacia la habitación de la pareja, de donde procedía el sonido de una
aspiradora y, sin volver la mirada hacia Inma, guardó silencio y se adentró por el
pasillo hacia aquel cuarto.
Inma ya no soportaba la idea de pasar tiempo con Paloma, pero tampoco estaba
por la labor de dejarlas marchar, conservando aquella intimidad tan
58
estrecha que comenzaba a resultarle sospechosa y excluyente. Insultante.
Desafiante.
Pasaron las horas y comenzó a anochecer y durante aquel tiempo el encuentro
entre el par de amigas había sido escaso. Alicia se personó en el salón, tras su
sórdida labor de limpieza.
—Se está haciendo tarde. ¿No queríais ir al bingo?
—No, flaquita, hemos pensado que no vamos a gastar. Nunca tenemos suerte
con los cartones y ya me tiene frustrada ese dichoso juego.
—Pues a mí me apetece salir y hacer algo.
—Ahora nos vamos Paloma y yo a pasear por la zona un ratito.
Paloma salió en aquel momento del baño. Se había arreglado de manera
exagerada. El pelo, su abundante y rizada melena, se dejaba caer haciendo de su
apocada cara una imagen con cierto atractivo y su vestido, negro y escotado,
hacía relucir lo único bonito de su cuerpo: su abundante pecho, que aprisionado
dentro de un sujetador que lo levantaba y escotaba, esbozaba una imagen erótica
y apetecible. Con los zapatos de plataforma conseguía estilizar su barriga
incipiente y caída y con las lentillas de domingo prescindió de las gafas para
tratar de sumar belleza, sin darse cuenta de que quedaban al descubierto un par
de ojos pequeños y hundidos.
—Pues voy yo también, que no me apetece nada quedarme en casa.
—Mejor quédate, flaquita, que vamos sólo a dar una vuelta y caminar para
hablar de su novia. Venimos en un ratito y nos vamos todos juntos a alguna parte
o jugamos a las cartas.
—Está bien. ¿Me compras tabaco?
—Claro.
Se fueron a las once de la noche.
Durante la primera media hora Inma no padeció síntoma alguno de ansiedad.
Escuchaba las palabras de Andrés, que proclamaba abiertamente su ideología
59
neonazi, buscando el entendimiento de una lesbiana. Curiosa estampa se gestaba
entre el minihitler y la niñera impuesta y mal pagada. A medianoche sonó la
música de un cubo porta bolígrafos con función de alarma que Alicia, adicta a la
compra en locales chinos, había adquirido semanas atrás. Hasta ese día, jamás
había reparado en que la melodía era la
del cumpleaños feliz. Por algún motivo le inquietó sobremanera. Entre la
conversación desconcertante que fomentaba el niño, la falta de nicotina y el paso
de los minutos, Inma sintió como su pierna iniciaba un baile rítmico, cada vez
más frenético. Buscó su móvil y llamó a Alicia, pero la melodía que provocaba
su llamada inició sus notas desde la mesilla de noche de su habitación. Cuando
probó con el número de Paloma descubrió que también ella se había dejado el
teléfono en la casa. ¿Habría sido premeditado?
Dieron las dos de la mañana cuando Inma tuvo el impulso de levantarse y
anunciarle al chico que se irían al puerto para tomar una copa en algún bar. En
primer lugar, era su idea de calmar así su ansiedad; en segundo lugar, era su
forma de encontrar el modo de revelarse, de demostrar, cuando ellas llegaran,
que no habían conseguido humillarla hasta el punto de mantenerla encerrada en
casa, a cargo de un aprendiz de cabeza rapada, y que salía a disfrutar de la fruta
prohibida por Alicia: un cubata.
La noche estaba despejada y el tráfico de gente por el puerto era abundante.
Entró en el primer bar. Necesitaba un antídoto, algo rápido que acabara con
aquella sensación de impotencia.
—Cuando estás con tus amigos, tú bebes, ¿no? —le preguntó al chico. —Claro.
Pero no se lo digas a mi madre.
—¿Qué quieres?
—Ginebra con limón.
Pidió al camarero y, al recibir el güisqui, dio un largo trago.
—Yo que tú estaría celosa —dijo el chico, con una sonrisa postiza que jamás
abandonaba su cara.
60
Sonó su teléfono móvil. Era Alicia.
—Pero, ¿dónde estáis?
Su voz reflejaba un ánimo encendido por el buen humor. Y podía ver su sonrisa
porque hasta ese punto conocía su respiración según las muecas de su cara.
—Hemos salido.
—¿Venís ya?
—En un rato.
Inma terminó su copa y antes de que el chico acabara con la suya, se levantó,
pagó la cuenta y se fueron hacia la casa.
Se las encontró en el sofá, una amplia rinconera de color rojo chillón en la que se
podían tumbar tres personas. Pero ellas se encontraban la una pegada a la otra.
Sentadas, mirando hacia el frente. En ambos rostros se dibujaban espléndidas
sonrisas.
—¿Por qué coño decís que vais a dar una vuelta y regresáis a las tres de la
madrugada? —inquirió Inma nada más cerrar la puerta principal.
—Uuuy, qué miedo —se burló Alicia, ante el enfado de su novia—. Tú sales con
tus amiguitos y yo no te digo nada.
—No se trata de eso, porque mis planes nunca son excluyentes y porque yo no
obligo a nadie a que haga el puto papel de niñera. Y, ¿por qué te has dejado el
teléfono, Alicia?
—Se me ha olvidado —respondió, aun con la sonrisa en sus labios.
—¿Y tú, Paloma?, es tu hijo, ¿no? Podías haberte llevado el móvil.
—También se me olvidó —dijo, con otra de las sonrisas del amplio abanico de
sonrisas que albergaban entre las dos aquella noche. Esta era desafiante.
—¿Y mi tabaco?
—Uy, lo siento, no me he acordado —dijo Alicia.
—No te preocupes, que ya lo he comprado yo. Me voy a la cama.
61
En su habitación su mente repetía constantemente en el recuerdo la imagen que
acababa de presenciar. No pensaba ni deducía, sólo sentía la humillación de
aquellos gestos ante su enfado. Pero, ¿por qué?, ¿por qué eran tan dañinas?,
¿estaría ella comportándose de un modo asfixiante? Hacía muchos años que
había perdido la iniciativa para plantearse ante cualquier asunto relacionado con
su novia si sus razonamientos eran válidos, si eran o no justos. Por inercia, ella
misma se cuestionaba su percepción sobre las cosas y, por defecto, acababa
rechazando sus propias intuiciones porque generaban dolor siempre que entraban
en conflicto con el parecer de Alicia. Pero en aquella ocasión era muy intensa la
sensación de desagrado. Dio vueltas en la cama y en cualquier postura el dolor
se hacía insoportable. Dentro de aquella cárcel en la que no podía pensar ni
defenderse, dentro de aquella cueva en la que su identidad quedaba diluida por
los intereses de su carcelera, era un simple pegote de ansiedad que se
autodestruía al permitir que los demás lo hicieran. Sentía que la culpa era propia,
que no podía culpar a nadie más que a ella.
Alicia tardó algo más de una hora en ir a la cama. Se puso el pijama y se tumbó,
dándole la espalda.
—¿No vas a decir nada? —preguntó Inma.
—¿Qué quieres que diga? Estoy cansada y tengo ganas de dormirme.
—Explícame sólo a qué se debe la actitud que habéis tenido.
—¡No hay nada que explicar!
—Esa tía es una gilipollas y tú una desconsiderada.
—¿Quieres que me vaya de la cama?
—No, tan sólo quiero que hablemos.
—¡Pues yo no quiero!, y como vuelvas a insultar a alguno de mis amigos no me
ves más el pelo, ¿te enteras?
—¿Y que ella me insulte no te ofende? —Ella no te ha insultado.
62
—Lleva insultándome toda la semana, con sus gestos, con sus desprecios...
—¡Cállate!, ¡me tienes harta!
Aquella vez Inma calló no sólo por el miedo a que Alicia acabara abandonando
la habitación, sino por la humillación añadida que supondría que Paloma
escuchara los gritos. Se la imaginaba sonriendo en aquel instante desde su cama,
con el oído atento a las palabras que procedían de su cuarto.
A la mañana siguiente, al levantarse, se encontró a todos en el salón. Ya tenían
dispuestas las maletas
junto a la puerta.
—Buenos días —saludó Inma mirando exclusivamente a su novia. Paloma se fue
hacia el baño e Inma entró en la cocina.
—Bueno, voy a llevarles.
Al salir de la cocina, Inma tropezó con Paloma.
—En fin, ya nos veremos, Inma —dijo Paloma.
Inmaculada tenía frente a ella a su novia, que la miró con un gesto de amenaza.
Conocía su mirada y sabía qué era lo que le estaban gritando sus ojos: «despídete
bien o atente a las consecuencias».
—Cuídate —dijo Inma y acercó su cara para darle dos besos.
Con el chico también se mostró distante, aunque educada. Deseaba no tener que
volver a mantener contacto con ninguno de los dos.
Los tres dejaron la casa, pero el veneno se espaciaba a lo largo de todas las
habitaciones como si fuera un gas que podía respirarse en cada rincón.
Desde que Alicia regresó de la estación, no paró de recibir mensajes al móvil.
Hasta aquella fecha tenían la costumbre de comentar entre ellas quién era el
remitente sólo por la necesidad de compartir las noticias que recibían sobre
63
amigos que conocían las dos. En sus días aburridos de mutua soledad era un
acontecimiento recibir información sobre terceros más o menos comunes. Pero
en aquella ocasión Alicia omitió comentario alguno.
—¿Quién es? —preguntó Inma.
—Paloma, que nos da las gracias.
Respondió ante el primer mensaje. Pero del resto no pronunció palabra alguna,
sino que, tras recibirlos, se concentraba frente a su teléfono antes de dar una
respuesta a su remitente.
Estaban durmiendo cuando sonó la melodía del móvil de Alicia. Inma miró el
reloj y comprobó que eran las dos de la madrugada. Alicia se levantó de la cama
y salió de la habitación. Inma dedujo que si se hubiera tratado de algún familiar,
Alicia habría permanecido entre las sábanas. «Es Paloma» — pensó.
—¿Ha pasado algo malo? —preguntó Inma cuando Alicia regresó a la cama. —
No.
—Y, ¿quién era?
—Paloma, que acaba de pelearse con su novia y estaba llorando.
Discutieron nuevamente debido a las quejas de Inma, por considerar una falta de
respeto que llamara de madrugada. Alicia, obcecada en la defensa de su amiga,
se ofendía en representación de Paloma.
Durante el día siguiente Alicia se mostraba ausente. Fría con Inma pero alegre en
sus actos. Varias las veces Inmaculada se encontró a su novia tumbada sobre la
cama, con el teléfono en la oreja, sonriendo a su interlocutor.
—Era Paloma, ¿no? —Sí.
—Pues parece tu novia. —¿Por?
64
—Pues porque me recuerdas al anuncio de la primera colonia Chispas,
precisamente al fotograma del primer amor.
—¿Qué es eso?
—Olvídalo. Tú no estabas en España en aquellos años.
—Menuda tontería es esa. Ella tiene novia.
—Ya. Y también tú.
A última hora de la tarde Inma fue a la estación de autobuses para recoger a su
amigo José.
Pocos meses atrás José rompió su relación con Mario y, desde entonces, Alicia
no escondía su mala opinión sobre José. Se mostraba indiferente ante él cada vez
que se cruzaban e Inma, aunque se disgustaba, no tenía la potestad para inquirir
queja alguna porque, cuando lo intentaba, Alicia replicaba con algún argumento
sin derecho a réplica por determinante y por absurdo. El «sí, señor» de la
relación, el pan de cada día.
Aprovechando que el hermano de Inma había decidido pasar con su mujer el fin
de semana en la casa en la que vivían los padres durante su estancia en Cádiz,
habían previsto entre todos organizar una timba y, a pesar de que a Alicia no le
entusiasmaba jugar a las cartas, se vio obligada a asistir.
Se inició el juego en la terraza de los padres de Inma. Al entrar, Alicia se mostró
fría, lo cual no era de extrañar pues aquel era su proceder habitual ante los
contactos que Inma aportaba a la pareja. Pero sí sorprendieron sus varias
ausencias cada vez que sonaba su teléfono.
—Es Paloma —informó Inma al grupo—. Están hablando constantemente, tanto
que parecen novias.
Inma tenía una forma de hablar que nadie tomaba en serio, puesto que ella
misma parodiaba las situaciones desagradables, siempre en ausencia de Alicia,
puesto que casi todas las desgracias de su vida estaban referidas a ella. Les contó
la escena de la noche anterior como si se tratara de un chiste y al reparar en que
65
todos ellos se asombraron, reforzó su indignación y se sirvió un cubata bien
cargado, porque aquella era la máxima reivindicación de sus derechos, de su
rebeldía, puesto que el diálogo con Alicia era toda una utopía. Antes de que
regresara Alicia a la terraza le dio tiempo a terminarse su copa, así que
aprovechó para servirse otra.
Se sentaron a jugar y una hora más tarde Inma comenzó a mostrar síntomas de
su embriaguez. Pero Alicia no parecía indignada y tampoco dijo nada cuando
todos se levantaron para rellenarse sus copas, incluida Inma.
Todos se reían de las torpes ocurrencias que dificultosamente articulaba Inma,
pero Alicia permanecía en silencio, con gesto malhumorado.
—Voy a ponerme un bocadillo —anunció Inma al ver la cara de su novia, con la
intención de meter algo en el estómago que absorbiera el alcohol y su efecto—.
Cuando regresó de la cocina e intentó tomar asiento, perdió el equilibrio y se
cayó al suelo. De nuevo todos volvieron a reír hasta que Alicia se incorporó
enfurecida.
—¡Levántate!, que estás montando el espectáculo.
Inma se incorporó sin dejar de sonreír y, al tomar posesión de su sitio, agarró el
bocadillo y dio una dentellada con tan mala suerte que el jamón cayó al suelo.
Todos volvieron a reír, expectantes, deseosos por presenciar nuevos desbaratares
procedentes de la borrachera de Inma.
Pocos minutos después dieron la partida por finalizada.
—Podríamos salir a dar una vuelta, que todavía es pronto —propuso José. —Yo
no tengo ganas, id vosotros —repuso Alicia.
—¿No te importa, mi amor?
—No, claro que no, vete y pásalo bien con tu amigo.
Regresaron al amanecer y, sin mediar palabra, Inma se desvistió y se metió en la
cama. Le extrañó que no hubiera protestas por parte de Alicia, pero lo agradeció
puesto que se hubiera evidenciado su borrachera.
66
Y al día siguiente tampoco tuvieron lugar las quejas. Inma se mostraba más
servicial que de costumbre en respuesta a la extremada frialdad de su novia.
—¿Te pasa algo? —preguntaba Inma con desmesurada preocupación. —No es el
momento de que hablemos de ello.
67
Alicia esperó a que José se marchara, dos días más tarde, para mantener con
Inma la conversación que ella tanto temía y esperaba.
—Lo que hiciste aquella noche terminó de decepcionarme. Estoy muy
desilusionada contigo y en estos días he decidido separarme. Si quieres que
sigamos juntas, la única forma será viviendo por separado.
Debido a su dependencia emocional y a que aquella conversación no era la que
esperaba —puesto que esperaba más bien una sesión de castigo, gritos, insultos
y, tiempo más tarde, la callada reconciliación—, sus palabras le asestaron tal
sacudida que Inma quedó muda, mientras, sin proponérselo, las lágrimas
empezaron a resbalarle por la cara.
—No llores, porque si no puedes soportarlo, entonces lo dejamos y ya está.
Inma seguía sin habla y no había reparado si quiera en que tenía la cara
empapada. Se restregó los ojos con la manga de su camiseta e hizo un esfuerzo
desmesurado por ser capaz de mantener aquella conversación con calma.
—Está bien. Si es lo que deseas...
Alicia le abrazó y aquel acto hizo que el llanto de Inma fuera más copioso.
—Piensa que así volveremos a tener un noviazgo —prosiguió Alicia—. Y lo más
bonito de las relaciones es la época de novios, ¿no crees?
—Para mí es bonito todo lo que vivo a tu lado. No sé disfrutar las cosas si no las
comparto contigo.
—Pues piensa que podremos seguir compartiéndolo todo, aunque vivamos en
casas distintas, y así no habrá enfados por la limpieza ni por tus despistes ni por
mis manías. Es que estoy cansada, Inma, y creo que es la única posibilidad de
que sigamos juntas.
—¿Dónde vamos a vivir?
68

6
—Ahora me voy una semana a Madrid y después lo pensaremos.
—¿A Madrid?
—Sí, necesito estar con mis amigos. Me iré un par de días a casa de Mario, otros
días iré a casa de Paloma y otros días a casa de Marta.
Marta era la portera del estudio que Alicia alquilaba cuando se conocieron. Se
trataba de una mujer adulta poco cultivada, sufrida y confiada. A Inma le
parecía, a pesar de que no tenían muchas cosas en común, que era la única
persona digna de trato dentro del entorno de Alicia, porque cuando no tenía
papeles legales de residencia, Marta hizo la vista gorda, confió en la palabra de
la argentina y dio buenas referencias sobre ella a la propietaria. Alicia, muy
agradecida, siempre tuvo a Marta en consideración y sintió en ella el apoyo
maternal que había dejado a un océano de distancia.
—Paloma. Últimamente está muy dentro de nuestras vidas.
—Es que hace dos días tuvo un accidente de coche.
—¿Y eso?
—Iba con su novia. Lo estaba dejando con ella porque no le gustaba el trato que
le daba a su hijo.
—Pero si Paloma nunca tiene en consideración a su hijo.
—Eso es lo que tú crees. Y, además, yo estoy aconsejándole que cambie esa
faceta.
En aquel preciso momento Inma recordó una conversación que mantuvieron
años atrás, poco después de trasladarse a la casa de la playa. Estaban hablando
sobre sus amistades e Inma relataba todas las decepciones que padeció en su
vida a ese respecto.
—Yo no quiero a mis amigos —sentenció Alicia.
—¿A qué te refieres? —preguntó Inma.
—Pues que no despiertan en mí sentimiento alguno.
—Ni siquiera Eva, la amiga que tienes en Buenos Aires desde hace tantos años.
69
—No. Prefiero que estén bien a que estén mal, pero lo cierto es que no puedo
sentir lo que ellos me demuestran.
—Entonces, ¿por qué mantienes su contacto?
—Por ellos. Porque les hago falta. Y a mí no me importa siempre y cuando no
me molesten. Además, me gusta ser tan importante en sus vidas y ellos quedan
muy satisfechos porque se consideran los elegidos.
Inma se inquietó recordando aquella conversación. ¿Por qué necesitaba ver a sus
amigos si no los quería, si ella jamás pedía consejos, si era incapaz de sentir
nostalgia?
Gracias a la culpa de Inma, Alicia tenía vía libre para salir de casa sin ser
cuestionada. Durante los días sucesivos Inma no podía tener otra cosa en la
mente que no fuera el arrepentimiento por haber bebido tanto aquel día mientras
jugaba a las cartas.
Mientras observaba cómo Alicia hacía la maleta, Inma no pudo reprimir las
lágrimas, que derramaba en silencio por miedo a que Alicia volviera a acusar su
debilidad.
—Bueno, flaquita, me voy ya —dijo desde la puerta. No te olvides de que Gata
está con antibiótico y trata de no tener la casa hecha un desastre o te acabará
comiendo la mierda.
Cuando Alicia salió, Inma entró en la habitación en la que dormían todas las
perras y fregó el suelo; después pasó el aspirador, la fregona y la bayeta por cada
rincón de la casa y no paró hasta verlo todo tal y como Alicia solía dejarlo. Por
la noche llamó su novia.
70
—Ya estoy en Madrid. Voy a subir a casa de Paloma y voy a tirarme en plancha
en el sofá porque estoy agotada.
Poco después Inma marcó el número de Alicia y se encontró con una voz
distante. Más de lo habitual.
—Tan sólo te llamo porque quiero despedirme cariñosamente de ti hasta
mañana.
Alicia bajó el tono de su voz.
—Estamos viendo una película los tres.
—¿Y eso te impide ser cariñosa conmigo?
—Espera —Inma oyó unos pasos y después volvió a escuchar la voz de su novia
—. Mi amor, descansa y mañana hablamos.
—¿Dónde estás?
—En la habitación de Paloma.
—¿Y qué haces en su habitación?
—No empieces con tonterías, que ya te he dicho que estamos viendo una
película.
—No dormirás con ella en su cama, ¿verdad? —No, dormiré en el sofá.
Al día siguiente Alicia seguía en casa de Paloma, y al siguiente, y al siguiente. Y
allí pasó toda la semana.
—¿No decías que irías también a la casa de otros amigos? —le preguntó Inma
varios días antes de que Alicia regresara.
—Es que a Paloma y a su hijo le hacía tanta ilusión tenerme con ellos que me he
visto incapaz de decepcionarlos.
71
Inmaculada tenía la esperanza de que Alicia cambiara de planes cuando se
encontrara la casa más limpia de lo que ella misma la había dejado, pero nada
más entrar manifestó su voluntad de buscar un piso en alquiler.
—Bueno, Alicia, había pensado que ya que vamos a pagar a alguien, prefiero
que alquilemos un ático que tiene mi madre cerca de aquí y así el dinero no se lo
llevará un extraño. Ahora está vacío y se trata de una urbanización de lujo. Tiene
sólo una habitación, pero la terraza es enorme.
Inmaculada le contó a su madre que una amiga suya quería trasladarse al Puerto
de Santa María y que estaría interesada en alquilar su ático. Al tratarse de una
amiga, su madre rebajó el precio y pidió setecientos cincuenta euros.
—¿Estás segura de que es buena idea que te vayas? —le replanteó Inma a su
novia—, piensa que si pago ese dinero, nos quedarán sólo doscientos cincuenta
euros para vivir.
—Aceptaré trabajos de El Club y en cuanto pueda, yo misma me haré cargo de
esos pagos.
De nuevo El Club. ¿Volvería a trabajar con ellos después de asegurar que le
habían timado?
Antes de que Alicia hiciera posesión de su nuevo hogar, Inma tuvo que marchar
a Madrid a la espera del nacimiento de su primer sobrino.
— Cuando vuelva solucionaremos lo del ático y pagaremos el alquiler. De todas
formas, ahora estarás sola en casa y no te molestaré.
—Pero es que no soporto esta casa.
—Pues es la nuestra.
—Ya no es mi casa. ¿No puedes arreglar el tema del piso antes de marcharte? —
No. Mi madre ahora está en Madrid y no tengo las llaves.
72
A pesar de lo mucho que le costaba siempre despegarse de su novia, cuando
Inma llegaba a Madrid y se rodeaba de los suyos, sentía cómo una parte de ella
se hacía más fuerte, algo más fuerte, lo suficientemente fuerte como para no
querer volver y encontrarse con su propia dependencia y con el
tormento de no sentir paz junto a la persona que amaba. La desesperación y esa
pequeña porción de energía le llevaron a tramar una estrategia: tal vez, si actuaba
y fingía ante sí misma para convencerse de que la posible ruptura con Alicia no
le afectaría, podría, a la larga, encontrarse con que ese sentimiento se replegaba
en el alma hasta el punto de convertirse en cierto.
Y jugando a fingir se permitió ver a sus amigos y disfrutar de las horas que
pasaba con ellos.
—¿Cómo llevas lo de Alicia? —le preguntaban.
—Muy bien. Tal vez esté liada con Paloma y posiblemente lo dejemos. Pero la
vida sigue.
Todos se asombraban al ser conocedores de la extremada dependencia emocional
que padecía su amiga. Se alegraban, y más aún considerando que la mayoría
sospechaba que Paloma se había convertido para Alicia en más que una amiga.
El sobrino de Inma tardó en nacer más de lo previsto y ya habían pasado diez
días desde que Inma llegó a Madrid, cuando Alicia le anunció que Paloma y su
hijo irían a verla el fin de semana. Viajarían en avión y fue la propia Alicia quien
compró los billetes a través de una página web, con la cuenta bancaria de Inma.
El billete de Paloma y el de su hijo.
—¿Vas a invitarles?
—No, claro que no, pero es que ellos no tienen Internet en casa, así que lo paso a
nuestra cuenta y cuando llegue Paloma, me dará el dinero.
73
Inma había empezado a detectar las mentiras de Alicia por la sintaxis de sus
frases y por el tono en el que articulaba las palabras. Pero, después de todo, no le
molestaba en exceso que madre e hijo, aquella familia que Inma tanto detestaba,
viajaran a su casa por cortesía de su cuenta bancaria porque, después de todo, a
Inma siempre le satisfizo la idea de que Alicia usara su dinero como propio. Era
la mentira lo que estuvo a punto de sacudir su ánimo. Pero no lo permitiría
durante aquellos días en los que había decidido que nada podría perturbarle.
—Me alegro —aseguró Inma—. Así no estarás tan sola.
¿Quién hablaba por ella cuando decía aquellas palabras que sentía como
sinceras?, ¿estaría dando resultado su estrategia?
Pero el último día, precisamente antes de tomar el tren, sintió la urgencia por
llegar, por ver a Alicia, por encontrar huellas que delataran su relación con
Paloma. Llegó a Cádiz un día después de que Paloma y su hijo se hubieran
marchado.
Alicia tardó más de una hora en personarse en la estación y su recibimiento fue
frío. Inma ya no esperaba que fuera de otra manera.
No pronunciaron ni una sola palabra en todo el trayecto y al entrar en su casa,
Inma vio tendido un juego de sábanas en la terraza. Asoció ideas rápidamente y
entró en la habitación de invitados para comprobar que el juego de sábanas de la
otra cama estaba sobre el colchón.
—¿Por qué has puesto a lavar un solo juego de sábanas? —preguntó Inma,
escondiendo su rabia.
—Las del hijo de Paloma. Es que ella dice que es muy limpia y que no mancha.
—¿Acaso ha dormido contigo?, ¿en nuestra cama?
—¡No digas tonterías!, ¡qué ganas tengo de marcharme! Si empiezas con ese
asunto me voy a dormir al coche.
74
Alicia se movía como una autómata por la casa. Y cada vez que Inma trataba de
darle la mano cuando estaban sentadas sobre el sofá mirando el televisor, Alicia
extendía sus dedos y aprovechaba cualquier pretexto para despegarse.
—Pero, ¿tú me amas todavía? —preguntaba Inmaculada cuando se encontraba
con gestos semejantes.
—Sabes que sí, pero necesito estar lejos porque si sigo aquí, acabaré odiándote.
Cuando su madre llegó a Cádiz y le entregó a su hija las llaves del ático, ésta lo
estaba deseando para ver si realmente la distancia le devolvía a su novia la
ilusión por estar juntas.
Sus amigos insistían en que Alicia tenía un romance con Paloma, pero aquellas
sugerencias se transformaban en veneno que se inyectaban en sus venas con el
único fin de mortificarla, porque no era capaz de asimilar la traición a no ser que
alguien le mostrara unas fotos que delataran aquello que a todos les parecía
evidente. A todos menos a Cristina, su gran amiga, la persona a la que Inma más
admiraba.
—No creo que estén liadas —decía Cristina—. Lo que pasa es que necesitáis
espacio porque os pasáis el día juntas. En parte es culpa tuya, porque te estás
comportando de manera asfixiante y cuanto más te acercas, más la alejas.
El parecer de Cristina le tranquilizaba. Por cariño, siempre eran muy críticas la
una con la otra.
No obstante, su calma duraba tan sólo unas horas y después le asaltaban al
recuerdo las mismas imágenes que tanto le hacían sospechar.
—Me voy a Madrid—anunció Alicia una mañana.
75
—¿Otra vez? No han pasado ni dos semanas desde tu último viaje. Y nuestra
economía no está para tirar cohetes.
—¿Te preocupa el dinero? Si es eso lo que te importa, no te preocupes más, que
me busco yo solita la vida.
—Sabes que no, mi amor, pero ¿para qué vuelves? —He quedado con unos
compañeros de El Club. —¿Qué compañeros son esos?
—Pues unos que viven en Andalucía. Con quien mejor me llevo es con una que
se llama igual que tú y que, al igual que tú, se muerde las uñas. Pero ella está
gorda.
—¿Y el resto?
—Pues son dos chicas más y dos chicos. Uno de ellos está enamorado de mí. He
quedado con todos este fin de semana en Madrid.
Inma quería creer que aquellos compañeros existían, que no se trataba de una
burda mentira de última hora para disfrazar su necesidad de ver a Paloma. Pues
de qué le serviría no creerlo si le faltaban las pruebas que delataran su
inexistencia.
Varios días atrás Inma había acompañado a Alicia a un taller de chapa y pintura
para reparar algunos golpes y arañazos que mostraba el todoterreno, por tanto,
Alicia se hizo con el coche de su novia para poder viajar a Madrid.
El motor del deportivo rugió. Era lo único que abatía el brutal silencio que había
sucedido al cierre del portón de madera que daba a la calle cuando Alicia salió
con su maleta. Y aquel silencio, aquella agonía acallada, ensordecida por el
despotismo con el que su novia estaba actuando, se alargaría varios días. De
pronto, el programa que estaba viendo con Alicia antes de que ésta marchara,
dejó de tener sentido; la hora de comer, que se aproximaba por los dictados de su
rutina, era un momento sin funciones, otro hueco, otro vacío de aquel día; las
demandas de los perros, a través de sus ladridos, eran peticiones
76
desproporcionadas que asfixiaban la capacidad de reacción de Inma; el sol que
se filtraba por los amplios ventanales del salón eran bocanadas de fuego que
quemaban sus retinas. Y cuando estaba a punto de sumergirse en una profunda
depresión, en la más hostil de las frustraciones, la ansiedad salió al rescate de su
alma atormentada. Con el corazón agitado y la energía que inyectaba su
desesperación, se levantó de un salto e inició sus labores de limpieza de una casa
que ya estaba limpia. No podía contener tanta alteración y cualquier actividad
resultaba insuficiente. Tenía ganas de llorar, una necesidad acumulada durante
muchas semanas que no satisfacía por incapacidad.
Cuando la casa estuvo resplandeciente y después de bañar a cada uno de sus
animales, peinarlos y secarlos, llamó a Alicia. Consciente de cada minuto que
había pasado desde que ella marchó, según sus cálculos, su novia ya debía de
estar entrando en la capital.
—¿Qué tal el viaje?
—Tranquilo. Estoy a diez kilómetros de Madrid.
—Ya te echo de menos. Mi vida...
—Dime.
—¿Me sigues amando?
—Claro. Pero no preguntes tonterías de ese tipo. Me molesta porque esas cosas
se dicen espontáneamente.
—Pero ya nunca me lo dices y yo necesito saberlo. Saber la verdad. No quiero
conducir tu respuesta, no quiero obligarte a amar. Sólo quiero salir de mis dudas.
—Las dudas que dices son las que has creado tú con tus despropósitos. Y este es
un bache que debo de superar porque me has hecho perder la ilusión.
Así que, mientras tanto, te pido que no preguntes y que no me agobies. No
puedes depender tanto de mí todo el tiempo.
—Perdona. Supongo que llevas razón. ¿Qué harás esta noche?
77
—Tenemos una fiesta en Miraflores. —¿Dónde dormirás?
—En la casa de una de mis compañeras.
Sonó la melodía del cumpleaños feliz a medianoche. Algo rugió en su interior y
aquellas notas inocentes desataron su inquietud. Se había prometido a sí misma
no llamar a Alicia para no agobiarla, pero le fue insostenible retener el impulso
de marcar su número. La frustración y la inseguridad se hicieron dueñas de su
mente inestabilizada cuando su novia no atendía a la llamada. Sin pensarlo, se
fue a la cocina para buscar algún antídoto a su impotencia y del armario asió una
botella de güisqui y se sirvió un generoso cubata que, muy lejos de calmarla,
aceleró su impaciencia y su intranquilidad. Llamó de nuevo para comprobar que
Alicia seguía sin atender. Y, en respuesta, volvió a servirse otra copa. La
ansiedad corría ladera abajo como un alud que iba alimentándose de todo lo que
encontraba
a su paso. Imparable, el irraciocinio se estaba haciendo con el cuerpecillo de
Inma y su mente estaba dando vueltas en el vértice de un precipicio de
desesperación. Tras su tercera copa llamó y saltó directamente el contestador. Su
novia había apagado el teléfono.
Se debatía entre los celos y la preocupación. Celos porque una parte de ella, la
mayor parte y la más reprimida, pensaba que aquellas amistades eran un invento;
preocupación porque el acceso a Miraflores consistía en una carretera antigua en
la que se sucedían curvas muy pronunciadas y traicioneras para quien llevara un
cóctel de más y no conociera bien el trayecto. Se revivía así el temor que le
atormentaba alguna de sus noches cuando le explicaba a Alicia que si algún día
le sucedía algo jamás le avisarían porque ningún papel le unía a ella.
Los dos motivos, igualmente poderos, movilizaron su cuerpo hacia la acción.
Pero no tenía coche. Su coche se lo llevó Alicia. Se vistió, rellenó los cuencos de
agua de sus perros y salió de casa completamente borracha, con la idea de ir a la
estación de autobuses.
78
Caminó más de cinco quilómetros hasta llegar a la estación. Estaba amaneciendo
y durante el recorrido había ido recuperando su sobriedad. No fue capaz de
pensar durante la hora y media que duró el paseo, sino que trataba de descargar
su ansiedad a cada paso, agradeciendo el agotamiento, porque mermaba su
histeria. Al llegar a la estación y detenerse ante la taquilla comprendió que era
absurdo el viaje. Aunque el servicio de transporte ya estaba operativo, decidió
volver andando para hacer más tiempo, porque no quería llegar, porque no quería
meter la llave en la cerradura y aprisionarse tras los barrotes de su casa. Pero
cuando llegó, a pesar de la animadversión que le causaba el amplio sofá rojo de
su salón por los recuerdos que evocaba, se quedó allí dormida y, desde entonces,
supo que sin Alicia no podría volver a yacer en una cama.
—¡Me has llamado cuatro veces!, ¿se puede saber qué coño querías? — le
despertó la voz de Alicia, reproducida en su teléfono.
—¿Por qué no respondías anoche?
—Porque estaba en una fiesta y no había cobertura.
—Pero si daba señal.
—Eso es cosa de... el modelo de móvil que tengo. Está apagado pero da señal.
Es una opción de este teléfono.
Aquel móvil fue un regalo que Inma le hizo meses atrás. Y lo detestaba porque
proyectaba en el aparato todo el dolor y el odio que debiera dirigir a una persona,
a su novia. Cada vez que sonaba su melodía de llamada o el aviso de algún
mensaje, sentía cómo se instalaba una piedra en la boca de su estómago, al igual
que le sucedía cada medianoche, cuando sonaba el cumpleaños feliz.
—¿Has dormido bien?
—No, no he dormido. Por la mañana desayuné churros con todo el grupo. Y
anoche, después de la fiesta, estuvimos en una bolera y... y todos están
encantados conmigo. Lo estoy pasando muy bien. Jaime, uno de ellos, el que
está enamorado de mí, siempre intenta seducirme.
79
—¿Y surte algún efecto?
—Bueno, anoche nos enrollamos...
Una punzada de dolor asestó el cuerpo de Inma. Fue algo físico. ¿Dónde estaba
la sangre? Aquella piedra de su estómago se había ensanchado y sentía como
seguro que había desgarrado su esófago.
—Pero fue una tontería —prosiguió Alicia—, porque ya sabes que no me gustan
los hombres, así que no te sientas mal, que eso no son cuernos.
Después de todo, Inma nunca dio importancia a aquel relato puesto que tenía la
secreta certeza de que aquellos amigos eran producto de la capacidad de
inventiva de Alicia. Pero aquella sospecha, si lo analizaba, suponía un dolor
mayor, puesto que con el beso inventado del tal Jaime estaría, tal vez,
disfrazando un beso real de Paloma. Curioso lavado de conciencia.
Alicia volvió tres días después. Llegó a casa por la tarde y, tras un frío saludo, se
metió en la cama. Al desvestirse, Inma reparó en los moretones que presentaba
en uno de sus gemelos. Cuatro marcas. Cuatro dedos.
—¿Y eso? —preguntó Inma señalando los cardenales.
—Los perros de El Club, que son muy bestias. Mañana me iré a la otra casa y
ahora voy a dormir, que estoy agotada por el viaje.
Inma comprobó que realmente estaba agotada pues tardó menos de diez minutos
en caer en un profundo sueño. Al contemplarla mientras dormía sintió nostalgia.
El sueño disculpaba su falta de entrega y sus gestos recobraban la dulzura de
antaño.
Sonó un pitido que advertía la recepción de un mensaje. El mismo sonido que,
en un reflejo puramente conductista, tensaba el estómago de Inma. Era el
teléfono de Alicia que, excepcionalmente, había dejado por descuido en la mesa
de la entrada. Inma, decidida, se levantó de la cama sin hacer ruido y fue hasta el
salón en busca del aparato. Quiso sentarse antes de manipular los botones y al
mirar la pantalla se encontró con aquello que esperaba. El remitente: Paloma. El
mensaje:
80
«No sé cómo voy a aguantar tanto tiempo sin escribirte. Mi dirección es calle
Candilejas, 2, 1oB. ¿Qué me regalarás?».
Tras un profundo suspiro, un temblor asestó el cuerpo de Inma, que tuvo que leer
con dificultad, puesto que la mano le temblaba mientras sostenía con ella el
teléfono. La piedra de su estómago se agrandó hasta tal punto que tuvo que
reprimir una arcada. Las palpitaciones de su corazón, veloces y severas, eran lo
único que podía escuchar y se concentró en ellas para evitar el vómito, pero no
fue capaz y, con torpeza, debido a que sus piernas flaqueaban, entró en un baño y
vomitó. Vomitó su inocencia.
Aun le temblaba el cuerpo cuando entró en su habitación. Zarandeó sin
brusquedad el brazo de Alicia para despertarla y cuando ésta abrió los ojos le
mostró su teléfono.
—Ya no hace falta que sigas mintiendo.
Alicia fingió mantener aún la conciencia perdida en el sueño. Abrió y cerró los
ojos bruscamente, para así ganar algo de tiempo. Y, tras aquella torpe evasiva,
empleó otra a través de un gesto de extrañeza, un gesto que Inma le había visto
utilizar cada vez que mentía a alguien que no era ella.
—¿Voy a tener que aguantar tus tonterías nada más llegar a casa? ¡Son pajaritos
que tienes en tu puta cabeza! —dijo tras leer el mensaje. No había un «te
quiero», un «gracias por el placer que me diste anoche», ni nada que supusiera
una alusión explícita a una relación. Aquello era todo cuanto Alicia necesitaba
comprobar antes de lanzar sus gritos y ofensas—. ¡Me voy, que me tienes harta,
puta de mierda!
—No te vas tú, te echo yo —dijo Inma con serenidad, luchando por combatir su
bajada de tensión, aprovechando el vendaval de un momento de lucidez que
pretendía conservar el sentido de su dignidad.
Alicia se vistió y cogió de la mesilla las llaves de la casa que su novia estaba
alquilando para ella.
81
—Me iré a Buenos Aires porque estoy harta de estar aquí. Ya nada me retiene —
dijo Alicia en el umbral de la puerta.
—Paloma puede ser un buen motivo para quedarte.
Alicia se abalanzó hacia Inma.
—¡Hija de puta! —le gritó y le asestó un empujón que impulsó su cuerpo contra
una de las paredes.
—Vete, por favor —insistió Inma y Alicia se fue dando un portazo.
Durante toda la tarde la mente de Inma se ausentó del cuerpo. Se veía a sí misma
como si estuviera en un estado catatónico. No podía moverse y se limitaba a
dirigir su mirada hacia el televisor, sin ser capaz de ver algo.
Por la noche fue recuperando su ansiedad, medio a través del cual podía dar un
paso hacia sí misma, con un sentimiento de dolor abstracto. Pero desde aquel día
se vería mermada su capacidad de llanto y, a cambio, cada noche del resto de su
vida tendría a la ansiedad por compañera inseparable.
Sonó el teléfono y se encontró con la voz de Alicia. —Ya no me verás nunca
más.
—¿Y para qué me llamas?
—Para advertirte.
—¿Qué quieres de mí?, ¿qué esperabas?
—Que fueras mi amiga.
—Yo no puedo ser tu amiga. Y tú ya no me amas. Pero si necesitas dinero, te
voy a ayudar igualmente a que salgas adelante.
—No es por dinero y sí te amo, pero he perdido la ilusión.
82
Y Paloma. Paloma nada. Alicia insistía una vez tras otra, con vehemencia y
convicción, que la fantasía de Inma le estaba jugando una mala pasada. Que
nadie se interponía entre las dos, que Paloma no era de su agrado, que le parecía
fea y vulgar, que no entendía cómo había llegado a infravalorarla hasta el punto
de pensar que podría excitarse con una mujer como aquella.
—Si te pusiera los cuernos sería con una chica atractiva.
Inma quiso creerla. No tenía otra elección. Ni valor, ni defensa, ni independencia
emocional. Nunca existió para ella la posibilidad de un engaño porque creció
con Alicia sobre los cimientos ingenuos de un amor confiado y se había vaciado
hasta el punto de no encontrar nada en su interior si no contaba con la fe en su
amada. Dolía tanto la confirmación de todas sus sospechas que se acogía a
cualquier negación para evadir la responsabilidad de asumir una derrota tan
desproporcionada para su mente cautivada y enferma de dependencia. Estaba
atrapada, inválida, desarmada. Y así fue como aceptó seguir sometida y
enganchada al sufrimiento. Tenía un pretexto: luchar para recuperar la ilusión de
Alicia. Paloma sería una palabra impronunciable, porque cada vez que articulaba
la sucesión de las letras padecía salvajes arcadas que le conducían hasta el baño
para vomitar el nombre de aquella mujer. Y también era innombrable porque a
partir de aquella noche Alicia gritaba cuando Inma aludía con sus preguntas
cualquier asunto referente a aquella misma sucesión de letras. Desde entonces,
desde aquel primer ataque de ansiedad, fue incapaz de comer regularmente,
puesto que su aparato digestivo rechazaba el alimento a cuenta de aquella
especie de piedra que contraía su estómago de manera permanente. Si comía, lo
vomitaba, pero, en cualquier caso, nunca tenía ganas. Igualmente, entre el pago
de la fianza y el alquiler de la casa de su madre, no tenía dinero para comida. Su
cuerpo, débil y cada vez más delgado, empezaba a asemejarse a su estado
mental.
A partir de aquella noche Alicia no volvería a vivir junto a Inmaculada.
83
Una mañana Inma se acercó al ático por petición de Alicia. Se había citado con
el empleado de la constructora porque había goteras en el baño y consideraba
que Inmaculada era contundente en las negociaciones. En aquel aspecto Inma
creía que su novia no había madurado lo suficiente, porque no podía reivindicar
sus intereses y dejar a un lado, a pesar de las circunstancias, su papel de
seductora y complaciente ante los extraños.
Mientras Inma le mostraba al representante de la constructora las imperfecciones
que había provocado la gotera, sonó el teléfono de Alicia que, inmediatamente,
salió a la terraza. Inma, con la certeza de que se trataría de Paloma, se acercó con
rabia a Alicia.
—Podrías venir para mostrar conformidad o disconformidad respecto a las
propuestas de este caballero, ¿no crees?
Tras su gesto de contrariedad, Alicia dejó correr por su boca una frase para su
interlocutora, que despertaría aún más sospechas en la mente quebradiza de su
novia.
—Es que ha venido Inma para tratar el tema de las goteras, que ya sabes que yo
soy un desastre para estas cosas.
—¿Por qué tienes que dar explicaciones?
—¡Señora! —demandó la voz del empleado.
Inma solucionó el asunto de la gotera y esperó en el salón a que Alicia regresara.
—Era ella, ¿verdad? —preguntó cuando Alicia se sentó en el sofá.
—Sí, ¿por?
—¿Tan importante era que te ausentas cuando se trata de resolver un asunto que
te incumbe a ti?
84

7
—Estaba llorando. No podía colgar.
—Ah, ¿sí?, ¿por qué lloraba?
—Porque ha encontrado un diario de su hijo y ha descubierto que se relaciona
con skinheads.
—Y tú eres su otra mamá.
—No me vengas con gilipolleces y sácate los pajaritos de la cabeza. Es mi
amiga, ¿te enteras? Y ahora vete de mi casa, que estaba muy tranquila.
Una de cal y otra de arena. Planes de futuro y testimonios de hastío. Y cuanto
mayor era el temor de Inma de que Alicia amara a otra persona, mayor era su
necesidad de desmentirlo con pruebas.
Alicia e Inma se veían con frecuencia, varias horas al día, para sentarse frente al
televisor y, ante la falta de ternura de su novia y la ausencia de momentos
íntimos entre las dos, Inma sentía cómo se expandía la ansiedad en su interior,
cómo hacía metástasis el tumor de sus celos.
—Me voy a Madrid a otra reunión con mis compañeros de El Club. —Yo
también quiero ir a Madrid.
—¿Y las perras? Tienes que quedarte para cuidarlas.
—Buscaremos una asistenta para el fin de semana.
—Como quieras, pero allí estaré con mis amigos y no podré verte.
Además, ¿de dónde piensas sacar el dinero para pagar a la asistenta? Si sólo
tenemos setenta euros cada una para todo el mes.
—Se lo pediré a mis padres cuando esté allí y le pagaré a mi vuelta.
Al día siguiente Inma encontró una asistenta, la misma que limpiaba la casa de
una de las amigas de su madre.
85
El viernes por la tarde emprendieron el viaje a Madrid en el todoterreno y,
durante el trayecto, Inma comprobó que Alicia tenía la melodía de su móvil
insonorizada. El teléfono de Alicia se había convertido en parte de su piel, en
una prolongación de su cuerpo que, estando con su novia, jamás soltaba. Pero la
vibración del teléfono, aún estando en el bolsillo de Alicia, llegó a los oídos de
Inma, a pesar de que Alicia fingiera no percatarse del aviso.
—¿Qué necesitas de mí para que pueda hacerte feliz? —preguntó Inma.
—Ya lo sabes. Que seas una persona normal, que no tengas pájaros en la cabeza,
que seas madura. Siempre soñé con tener a mi lado una mujer que me cuidara y
tú eres tan despistada y tan controladora que impides que me sienta orgullosa de
ti.
—¿Crees que esta distancia nos ayudará?
—Supongo que sí. Supongo que necesito echarte de menos y comprobar que
realmente cambias. Con el tiempo recuperaré la ilusión. Siempre me pasa lo
mismo.
Tras poco más de cien quilómetros de trayecto, el motor del coche empezó a
emitir unos sonidos estridentes y alarmantes. Era gris el humo que salía por el
tubo de escape y la velocidad disminuyó bruscamente.
—¡Mierda! —se quejó Alicia.
Alicia se desvió en la siguiente salida y entraron en un pueblo de Sevilla. En una
de las rotondas de aquella localidad, el coche se paró y comprobaron el nombre
de la calle y del pueblo en el que se encontraban antes de llamar al seguro y
solicitar una grúa.
—Con un poco de suerte, lo tendrán reparado mañana —dijo Inma—. Así
podríamos pasar la noche en un hotel de aquí. Parece un pueblo bonito y seguro
que es barato.
—Ni en broma. He quedado en Madrid y pienso irme hoy como sea. Tomaré un
autobús.
—¿Tanta es tu urgencia?
86
—¡No me molestes con tus dobles sentidos!
—Pero si sólo tiene un sentido mi pregunta.
—¡Me tienes harta! —salió del coche y se puso a caminar.
«Va a llamar por teléfono para avisar a su amante de su situación» — pensó
Inma. Quince minutos más tarde, cuando Alicia apareció y entró en el coche,
Inma no pudo reprimir la frase que le daba vueltas de manera incesante.
—¿Ya has dado el parte?
—¡Joder!, ¡no puedo más contigo! ¡Quiero dejarlo!
Una parte de Inma se sintió aliviada al escuchar aquellas palabras que meses
atrás le suponían la peor de sus pesadillas. No quería discutir, no quería rogar, no
quería otra cosa que no fuera dejarse llevar por lo inevitable, por lo previsible,
por aquello que sabía que tenía que pasar tarde o temprano.
—Como quieras —se sorprendió a sí misma al articular aquella respuesta.
Esperaron en silencio la llegada de la grúa y más de una hora después se
trasladaron con el mismo silencio, sentadas en la cabina del conductor, hasta el
taller más cercano.
—Esto tiene muy mala pinta —dijo el mecánico—. Parece que se han roto las
correas del motor y las piezas para este modelo de coche tardan en llegar al
menos una semana.
Eran las ocho de la noche cuando el seguro les informó de que tenían a su
nombre dos billetes de autobús con vuelta a su domicilio. Enviarían un taxi hasta
el taller, que les desplazaría gratuitamente hasta la terminal de autobuses.
—¿Te irás a Madrid? —preguntó Inma mientras esperaban la llegada del taxi. —
No. Ya es demasiado tarde.
—¿Realmente quieres que lo dejemos?
—No. Pero no quiero hablar más. Estoy muy estresada.
87
Durante las tres horas que duró el trayecto en autobús, ninguna de las dos
pronunció palabra. Sus miradas no llegaron a cruzarse e Inma pensó, mientras
contemplaba con disimilo las bellas manos de Alicia, que ocasionalmente se
movían buscando una postura confortable, que empezaban a convertirse en dos
extrañas, en dos pasajeras sin nada más en común que el origen de sus viajes.
Al llegar a la terminal de autobuses del Puerto de Santa María, le pidieron a un
taxista que las llevara hasta la dirección del ático, porque habían dejado el coche
de Inma en el garaje de la urbanización de Alicia.
—Hoy quiero dormir sola —anunció Alicia.
—No te preocupes, que cojo mi coche y me marcho.
Inmaculada iba a despedirse con la intención de bajar al garaje, cuando recordó
que el mando a distancia que activaba la apertura de la puerta estaba en el
salpicadero del todoterreno.
—No pasa nada —resolvió Alicia—. Seguro que el vigilante tiene un mando.
Caminaron hasta la garita del guarda de la urbanización para descubrir que aquel
hombre no tenía mando ni llaves de sitio alguno.
—Podemos bajar y esperar a que entre o salga algún vecino —propuso Alicia.
—Es tarde y estoy cansada. Y no creo que a estas horas haya mucho movimiento
de coches; y más aún considerando que son pocos los que han quedado aquí
después del verano. ¿Tanto te molesta que duerma contigo?
Inma lo tuvo claro: Alicia quería estar sola para poder llamar y, con tono
empalagoso, manifestar su tristeza por el viaje frustrado.
Al entrar en el baño sorprendió a Alicia escribiendo un mensaje. Lo hacía ya con
sobrada maestría por lo deprisa que tecleaba y frunció el ceño al encontrarse con
Inma a través del espejo.
—¿Me estás espiando? —No. Tranquila.
88
Ya en la cama el teléfono se iluminó. Permanecía insonorizado para que no se
delatara la respuesta de Paloma. Por primera vez Inma se planteó algo que hasta
la fecha jamás había tenido en cuenta: era ella misma quien pagaba las facturas
de los mensajes y llamadas que emitía Alicia. Tardó mucho en dormir a cuenta
de la indignación y de algo que empezaba a ser habitual: la humillación y los
celos.
89
Inma vivía sobre el vértigo de su soledad, aunque casi todos los días Alicia le
concedía unas horas para ir al cine o para cenar.
Para poder comprar comida, Alicia usaba la tarjeta de El Corte Inglés de
Inmaculada, con su consentimiento, al igual que con esa misma tarjeta llenaba el
depósito de gasolina, puesto que seguía estando autorizada.
—No podemos seguir así —declaró Inma, mientras compraban cosas
elementales en el supermercado de los grandes almacenes—. Esta factura llegará
a la cuenta a fin de mes y la situación se irá agravando. No nos podemos permitir
tener dos casas sólo con mi sueldo.
—No te preocupes por eso. Para fin de mes habré conseguido algún trabajo más
de adiestramiento y pagaremos todo lo que usemos ahora.
Inma no confiaba en ello, pero no estaba a la altura como para cuestionarle algo
a Alicia pues cualquier réplica incitaba su ira, cada vez más frecuente.
Y aún estando en aquella situación económica tan precaria, Inma descubrió que
su novia se había comprometido a pagar la puesta de largo de su ahijada, la hija
de su primo, que cumplía quince años. Lo supo accidentalmente, cuando recibió
una llamada desde Buenos Aires de Adriana, la madre de la niña en cuestión,
una mujer a la que Inma siempre tuvo mucha simpatía. Adriana llamaba
preocupada porque no recibía noticias de Alicia y la fiesta estaba prevista para
aquel mes.
Cuando Inma le preguntó a Alicia sus verdaderas intenciones respecto al
compromiso que había adquirido, ella tenía clara su respuesta: estaba a la espera
de recibir dinero por sus trabajos y así podría comprar dos billetes de avión y
pagar la fiesta. Preguntar «cuándo» era toda una osadía, al tiempo que suponía
una idiotez, puesto que Inma tenía por seguro que la respuesta de Alicia no sería
90

8
precisa y, ni mucho menos, sincera. Con mucha habilidad Alicia había
conseguido convertir su trato en despotismo, una constante censura a la
información que Inma podía tener sobre el transcurso de su futuro y de su propia
economía. E Inma aceptaba su anulación con el alma resignada de los sometidos,
de los vencidos frente a alguien que creen más fuerte. En ese pulso de poder,
cedió desde el principio por una idea equivocada e inmadura, como si ofreciera
con ello una dádiva de amor.
Porque con Alicia nunca tuvo la necesidad de reivindicar orgullo alguno. Y para
cuando quiso darse cuenta, lo que tenía arrancado del alma era su autoestima.
El dinero era, después de todo, lo que menos le importaba a Inma en un
momento en el que el único pensamiento que ocupaba su cabeza era la
supervivencia de su cordura.
Su capacidad de suspicacia estaba mermada por la ansiedad, pero aún así fue
capaz de elucubrar un plan desesperado, un pretexto para viajar a Madrid cuando
se acercaba el fin de semana, ya que había detectado que cada quince días, los
viernes, Alicia organizaba algún viaje con sus nuevos supuestos
compañeros. Comprobó que había acertado cuando Alicia manifestó su
descontento.
—Pero es que yo iba a salir también de viaje.
—¿Con tus compañeros?
—Sí. Pensaba quedarme en Cádiz en casa de mi amiga Inma.
—¿No vive en Madrid?
—No. Vive en Cádiz con su madre. ¿Es importante que vayas a Madrid?, ¿no
puedes ir otro día? Porque alguien tiene que cuidar a los perros.
91
—No creo que pase nada porque anules alguna vez tus reuniones con los nuevos
amiguitos.
Se conocían demasiado y Alicia tuvo claro que Inma, con su frase y con su tono,
estaba cuestionando la existencia de aquellos inéditos compañeros.
Por algún motivo, dejó pasar su atrevimiento.
—Está bien. Anularé mis planes y cuidaré yo a los perros.
Inma experimentó una ligera satisfacción al ratificar que había sido capaz de
frustrar los planes de su novia. Era una pequeña victoria que anotaba en su haber.
Aunque le sobrevino la inquietud cuando se planteó que si no había sido
Mahoma el que acudía a la montaña, podría ser la montaña quien se arrimara a
Mahoma: otro posible viaje de Paloma en avión, con todos los gastos pagados.
Al entrar en la casa que sus padres tenían en Madrid volvió a ratificar que aquel
era su refugio y milagrosamente, al traspasar el umbral de la puerta y sentir el
abrazo de su madre, se disolvía de nuevo el consabido vértigo que le había hecho
derramar tantas lágrimas durante el trayecto en tren. Se aflojaba el nudo de su
estómago y oxigenaba sus pulmones con el aire sano del que siempre fue su
hogar, encontrando con ello pequeñas dosis del equilibrio que tanto necesitaba.
Quería sustentarse en algo estable y sería capaz de afrontar la traición de su
novia si la información era del todo fiable, del todo incuestionable y segura.
Había pensado en repetidas ocasiones en contratar a un detective y había llegado
a ponerse en contacto con una agencia de Cádiz para conocer sus tarifas. Pero no
tenía dinero y, sobretodo, sospechaba que ni siquiera sería capaz de interpretar
unas fotos que reflejaran la imagen de Paloma y Alicia entrando en su portal.
Únicamente podría convencerle la confesión de Alicia o encontrárselas desnudas
y haciendo el amor.
Aprovechando su viaje a Madrid, decidió citarse con Marta. Se encontró con ella
en una cafetería del centro.
92
—Estás más delgada y tienes mala cara —observó Marta.
—Es que no me encuentro muy bien. Por eso he quedado contigo. Sé que Alicia
es tu amiga, pero a fin de cuentas yo también la quiero, así que eso nos sitúa en
el mismo lado. Además, tú conoces su versión, que ni siquiera a mí me cuenta de
forma clara. No quiero involucrarte, sólo quiero que, si puedes, me orientes para
saber qué necesita Alicia y qué puedo hacer para recuperar su ilusión.
—Dale su tiempo. A mí me dice que está agobiada.
—Pero no puedo dejar de asfixiarme yo pensando que, tal vez, mientras pretende
conservarme, sitúe a Paloma por delante.
Había pronunciado las palabras mágicas que abrían las puertas de sus náuseas.
Hizo un esfuerzo por controlar sus nervios, que afloraron instantáneamente.
—Pues no debes obsesionarte con esa idea, Inma. Te juro que a mí me ha dicho
que no tiene nada con ella.
—¿Y aquel día?, ¿aquel día que me dejaron a cargo de su hijo y tardaron tanto
en volver...?
—Aquello fue sólo un beso.
La cara de Inma se descompuso. Empalideció y sintió cómo se iba haciendo
presa de otro ataque de ansiedad. Marta, al observar el gesto de su interlocutora,
se precipitó a hablar, tratando de arreglar el efecto que habían producido sus
palabras.
—Bueno... un beso inocente... un pico en los labios... algo sin trascendencia. Ella
me dijo que te lo había contado.
—No. Y no quiero traicionarte, pero no podré evitar hacerle saber que me lo has
dicho.
—Lo entiendo. Pero no está con Paloma, te lo puedo asegurar porque Alicia me
lo cuenta todo y, de ser así, yo lo sabría a ciencia cierta.
93
Cuando se despidieron, Inma tenía la sensación de estar emocionalmente
anestesiada. No obstante, sacó el móvil de su bolso y llamó a Alicia. Cuando
ésta se enteró de que acababa de citarse con Marta, enfureció y reivindicó su
derecho a la intimidad y a la propiedad de sus amigos. Los gritos le pasaron
desapercibidos a Inma en aquella ocasión y pudo traspasar su cerco hostil para
decirle lo único que tenía en su cabeza.
—Ya sé que besaste a Paloma aquella noche —(arcada).
Al otro lado de la línea se hizo un silencio que a Inma le pareció denso y eterno.
Escuchó la respiración agitada de su novia que, súbitamente, se convirtió en los
jadeos de un llanto rabioso.
—¡Eso es mentira!
—¿Para qué iba a mentirme Marta?
—Lo ha malinterpretado todo. ¡Y no puedo más!, ya hasta le tengo manía a
Paloma. ¡Me quiero ir a Buenos Aires!
Inma, conmovida por el llanto de Alicia, que no era en absoluto habitual, se dejó
calar por su desesperación y trató de darle consuelo.
—No te preocupes, amor, que si lo necesitas, pues nos vamos y así nos relajamos
un poco.
—¡Es que no puedo más con esto!
—No llores, por favor, tranquilízate. Nos vamos y ya está. En cuanto vuelva
compramos los billetes.
Buenos Aires era como un trozo de madera en mitad del océano, un lugar en el
que sostenerse para sobrevivir de su naufragio. Buenos Aires era lejos. Buenos
Aires era la ausencia de Paloma y de su sufrimiento.
Cuando Inma regresó de Madrid planeó junto a su novia el viaje a Sudamérica.
Alicia le insistió en que pidiera al personal de su banco una tarjeta Visa.
94
—Es que me asusta mucho tener crédito en esta situación —replicaba Inma.
—Pues necesitamos la Visa para poder alquilar un coche porque con nuestra
tarjeta de débito no podremos.
Y Alicia se lo repetía cada día hasta que, finalmente, se acercó a su banco y
solicitó la Visa, con el correspondiente duplicado a nombre de Alicia.
Para el pago de los billetes de avión Alicia también había encontrado una
solución.
—Usaremos la tarjeta de El Corte Inglés y pagaremos el viaje a crédito y a
plazos a través de la agencia del propio centro comercial. Y cuando regresemos
aceptaré un par de trabajos de adiestramiento y con lo que me paguen podremos
anular lo adeudado.
Pero aún quedaba por resolver un problema. ¿Cómo pagarían la fiesta de
cumpleaños de la ahijada?, ¿cómo pagarían su estancia en aquel país?
—Podríamos pedir un crédito —propuso Alicia.
—Pero en el banco tal vez tarden más de veinte días. No nos dará tiempo. Y no
creo que sea buena idea.
Aunque, por otra parte, Inma estaba ansiosa por huir de su país. Era su
salvoconducto hacia un país que restara sus motivos de locura. Una necesidad.
Una razón de supervivencia. Cedió, por tanto, a la idea propuesta por Alicia de
pedir un crédito con ánimo de usura, por parte de una de aquellas compañías que
ofertan con rapidez un dinero a devolver, en pequeñas cuotas durante diez años,
a cuenta de los intereses que reclaman en la letra pequeña. Le daban seis mil
euros y debía nueve mil a la firma del contrato.
95
El avión ofreció un maravilloso paisaje de la enorme ciudad argentina. Una vista
aérea nocturna con agua, montaña y luces. La inmensidad de una ciudad venida
a menos. Inma se acercó a Alicia para asomarse a la ventanilla. Sus mejillas se
rozaron y en aquel instante en el que a Inma le pareció un contacto accidental
fue cuando volvió a reparar en la distancia física que se había abierto entre ellas.
Respiró sobre su oreja y sintió su olor. Quería fundirse en ella, abrazarla y
recordarle que llevaba puesta la misma colonia que usó el día en que se
conocieron. Pero le lastimaba la certeza respecto a su fría reacción, a la sequedad
de sus palabras. Prefería guardarse el amor para ella.
En el aeropuerto Ezeiza se encontraron con la familia de Alicia al completo: sus
padres, su hermano, su cuñada y sus dos sobrinas. El recibimiento fue entrañable
a ojos de Inma, que le dolía asistir al reencuentro de una familia desenraizada
por las circunstancias. Los abrazos suponían punzadas en el corazón de una
persona que lo había tenido todo hecho. Amó a Alicia en aquellos momentos por
su dolor, por su soledad en un país extraño. Amó a Alicia por su nostalgia. Amó
a Alicia por ser pobre. Y amó a Alicia porque siempre la había amado.
La localidad, a las afueras de Buenos Aires, era un lugar humilde, pero acogedor.
Las casas se dispersaban por todo el barrio que, acalorado en pleno mes de
noviembre, transitaba las calles a pecho descubierto. Inma pensó en los
«descamisados» de Evita Perón y sintió algo agradable que alejaba su espíritu de
las recatadas normas de conducta con las que había crecido en su tierra.
96

9
A falta de dinero, el hermano de Alicia había hecho del piso superior de la casa
de sus padres su hogar. Era algo habitual en aquellos lares. Y las niñas
correteaban por el patio que comunicaba las dos viviendas. Al entrar, un loro
pronunció el nombre de la cuñada de Alicia. Inma se sonrió, atrapada
por el encanto de lo exótico.
Debido a los prejuicios religiosos de la madre de Alicia, Inma asumía que en
aquella familia todos la trataran como una simple amiga porque su novia jamás
había confesado su tendencia sexual. Y, como amiga, dormiría en la habitación
de Alicia, en camas separadas.
Alicia llegó tan agotada que, nada más tenderse en su cama, encontró el sueño.
En cambio, Inma sabía que se encontraba atada al insomnio y a la zozobra. La
falta de descanso y de alimento estaba haciendo de su cuerpo un enraizado de
huesos, pellejo y ojeras. Durante su primera noche decidió que tendría que
cambiarse el color del pelo para sentirse menos fea.
Cuando la luz de la mañana penetró en la habitación, la pequeña habitación de
paredes desconchadas en la que había crecido su amada, Inma se desperezó con
ganas de ver pasar el día. Un día de inmersión en el entorno de Alicia, dentro de
su familia y de las costumbres con las que ella se había criado. Un atisbo de
felicidad iluminó el espíritu dentelleado de aquella mujer herida. Y se levantó
como si nunca hubiera existido el desamor ni el engaño. Dispuesta a empaparse
de la vida de Alicia.
—Vamos a conocer a Adriana —propuso Inma ilusionada cuando observó que
su novia remoloneaba entre sus sábanas.
Sentía el deseo, desde que fue consciente de su partida, de ver el rostro y el
cuerpo de la mujer que tanta simpatía le despertaba. La mujer de su primo. La
madre de la ahijada de Alicia. Una amiga en un país extraño. Una aliada por
intuición. Un alma gemela desperdigada en un lugar tan ajeno, tan lejano.
97
Inma estaba nerviosa cuando se encontró ante la puerta de la familia de Adriana.
Después de haber hablado tantas veces con ella por teléfono, temía
decepcionarla y ansiaba descubrir qué rostro se escondía tras aquella voz tan
calmada. Y, curiosamente, cuando Adriana abrió la puerta, descubrió a una mujer
casi idéntica a lo que ella misma imaginaba. Le dio un abrazo efusivo y muy
sincero. Necesitado, incluso, en aquellos momentos de soledad, porque Adriana
era su reflejo: una persona engañada a costa de su ingenuidad. En la cabeza de
Inma no cabía el concepto de que el marido de Adriana dañara a una mujer, a
ojos de ella misma, tan valiente, tan entregada, tan atractiva e inteligente.
Y desde aquella tarde, las visitas de Inma a la casa de Adriana eran constantes,
tanto que Alicia le reprochaba que no pasara más tiempo con sus padres y sus
sobrinas.
Una tarde Alicia propuso a Inmaculada la idea de tomar café en el centro de su
localidad y buscar una joyería para comprar sendos anillos de compromiso. La
idea ilusionó a Inma, que tomó la iniciativa como un propósito de amor y de
estabilidad a su regreso a España.
El calor era implacable y, mientras caminaban hacia el centro, con los cuerpos
sudados, marchaban en silencio, fingiendo que todo entre ellas estaba bien, que
la propuesta acallaba las sospechas.
Por inercia, por fragilidad, por costumbre, por aprendizaje o por cualquier otra
causa que hubiera generado el entramado de su relación, las motivaciones y el
estado de ánimo de Inmacula era el resultado directo de las intenciones y de la
hábil manipulación de Alicia. Por tanto, su humor era
voluble a cuenta de lo postizo, debido a que sus ganas no procedían de dentro, de
la reflexión, de sus entrañas, sino que se hurgaba desde fuera, a través de los
hilos que manejaba su titiritera.
Inmersa en el mecanismo elaborado de una relación que tan sólo se hizo posible
cuando asumió su rol, Inma creía sentirse entusiasmada como si aquel fuera el
más real de los sentimientos.
98
Se sentaron a la mesa de una de las cafeterías más emblemáticas de la localidad
y, mientras Inma relataba su impresión sobre el lugar y las gentes, sobre el
ambiente sofisticado de los locales de hostelería, en contraste con la situación
caótica y resignada de su país, una llamada al móvil de Alicia interrumpió su
eufórico discurso.
—No. Ahora hay moros en la costa—los labios de Alicia le hablaron al
micrófono del teléfono.
En el cuerpo de Inma volvieron a removerse sus constantes temores. ¿Cómo
podía tener Alicia tan poca sutileza?, ¿moros en la costa? Podría al menos haber
ideado un dialecto secreto de amantes.
Repentinamente, todo el entusiasmo de Inmaculada se esparció, demostrando
cuan frágiles eran sus emociones. La realidad no podía esconderse durante
mucho tiempo.
—¿Todavía sigues en el curro? —preguntó Alicia e Inma observó que en su cara
se reflejaba su ya habituado gesto de «situación comprometida». Una voz en el
interior de Inma, aquella voz a la que jamás podía escuchar porque el dolor se lo
impedía, estaba gritando que era Paloma quien hablaba desde el otro lado de la
línea—. No te preocupes, que queda Semana Santa.
¿Semana Santa?, ¿para qué?, ¿tenía algún viaje prometido a su amante?, ¿trataba
de compensarla por el viaje que en aquel momento estaba realizando con su
novia, con su ex novia o con lo que fuera que Paloma pensara que era Inma para
Alicia?
Mientras Alicia proseguía conversando, Inma, impulsiva, se levantó de su
asiento para dar a conocer su certeza: «es Paloma». El gesto de Alicia procuró
manifestar su desconcierto y hablándole con los ojos, replicó: «estás loca». Pero
no colgó a su interlocutor o interlocutora y prosiguió charlando, sin perder su
sonrisa. En un gesto arrebatado de actividad, Inma le pidió a uno de los
camareros que les cobrara. Pagó y ambas salieron de la cafetería, pero Alicia aún
mantenía su comunicación telefónica. Ya en la calle, se separó ligeramente de
Inma para despedirse, posiblemente, con más intimidad.
99
—Era ella, ¿verdad? —preguntó Inma cuando Alicia se guardó el teléfono en el
bolsillo.
—Pero, ¿por qué dices tantas tonterías?, ¿hasta cuándo vas a estar
molestándome?
Y Alicia le explicó que era una amiga de Buenos Aires, prostituta, que se
dedicaba a viajar en autobuses en busca de clientes. Que se la encontró en la
iglesia el domingo, cuando acompañó a su madre.
—¿Cómo pueden creer en Dios las prostitutas? —preguntó Inma con un tono
sarcástico.
Alicia, airada, dio media vuelta. —¡Se acabó!
—¿Lo nuestro?, ¿por qué?
Inma vio cómo Alicia caminaba calle abajo, hacia un horizonte que desconocía.
Sin pensar, movida por la inercia de su dependencia, de su culpa y de su
desesperación, la siguió. Entre otras cosas, porque no sabía volver a casa.
—Pero al menos razóname por qué me dejas ahora.
Alicia continuó caminando sin replicar. Sus zancadas eran inalcanzables e Inma
corría tras ella para no perderla de vista entre la gente.
—No me dejes aquí. ¡No tengo a dónde ir!
Pero Alicia siguió andando durante varios minutos hasta darse la vuelta
bruscamente, con la certeza de que encontraría la figura de Inmaculada.
—¡No me sigas! Déjame en paz. Voy a casa de una amiga y no quiero volver a
verte.
—Y, ¿a dónde voy?
—Haz lo que quieras. Vete con Adriana o vete a casa. Todavía queda algo de
dinero del crédito, así que puedes usarlo para comprar un billete de avión.
—No creo que quede suficiente.
100
—Pues no lo sé, y tampoco me importa.
Alicia caminó e Inma se quedó inmóvil, observando cómo su novia se marchaba
con el paso decidido y sin girar la cabeza. No pudo llorar, pero sintió cómo las
lágrimas, desobedientes, salían de sus lagrimales. Miró a su alrededor. Era una
calle a miles de quilómetros de su casa. Se sentó en la acera, desplomada, sin
energía, sin esperanza. No tenía a dónde ir y no sabía ir a ninguna parte. Sacó, en
aquella acera argentina, su bandera blanca.
Pasaron los minutos, pero ella estaba ausente, indigente, sumergida en algún
lugar recóndito de su decepción. El dolor se había hecho con todas sus
palpitaciones y sentía cómo la calle se convertía en un río que arrastraba su
estancia a la deriva. Ya no le importaba dónde y cómo acabar. Sólo quería estar
sin estar. Allí callada. En la quietud de un lugar anónimo. Sin más gritos. Sin
más torturas por el desamor.
—¡Vamos! —ordenó Alicia.
Inma levantó la mirada y se encontró con la figura de la mujer a la que amó
durante tantos años.
—¡Te perdono!, pero que sea la última vez que me atosigas con el mismo asunto
de siempre. Y espero que ahora hayas experimentado la misma soledad, estando
lejos de tu gente, que he vivido por tu culpa tantas veces.
Acató la orden por pura necesidad. No encontraba fuerzas para salir de aquella
situación por iniciativa propia. Desde aquel momento su anulación era radical.
Alicia había conseguido hacer bien aquello que Inma cuestionaba que hiciera
con los perros: había adiestrado a su pareja. De toda la situación le quedó la
pena. ¿Cómo no se dio cuenta aquellas «tantas veces» de que su novia estaba
sola y requería su apoyo?
Cuando llegaron a la casa de los padres de Alicia, no volvieron a hablar palabra
alguna sobre el incidente. Y cuando se fueron a la habitación, Alicia
101
encendió el televisor y le advirtió a Inmaculada que no quería tratar el asunto,
que era mejor dejarlo pasar.
Pero Inma no pudo pegar ojo en toda la noche. Casi no quedaba dinero del
crédito que habían pedido porque, a pesar de que decidieron entre todos los
interesados que la fiesta de quince cumpleaños de la ahijada de Alicia se
pospusiera, gran parte del capital sirvió para vivir aquellos días a base de
excesos. Tal vez no quedara dinero suficiente para comprar otro billete de avión.
A las siete todavía no había amanecido en Buenos Aires, pero Inma necesitaba
huir a alguna parte, caminar y agotarse físicamente para dejar de pensar. Se
vistió en silencio mientras Alicia seguía durmiendo y salió de la casa sin hacer
ruido. Las calles estaban desiertas y, mientras caminaba hacia el centro de la
localidad, sentía sus pasos, se sentía, por primera vez en mucho tiempo, a sí
misma. Y cedió la ansiedad para cernirse sobre ella la tristeza.
Cuando llegó al centró entró en un locutorio dispuesta a escupir el dolor
mediante un teclado y buscar el consuelo de alguien familiar que le hiciera sentir
que no estaba tan sola, ni siquiera en un país tan extraño. Pensó en Cristina y
escribió durante horas. Y junto a sus palabras, de sus dedos brotaron carámbanos
y el corazón le quedó seco. Se secó en el centro de la plaza de una localidad
porteña, al amanecer, durante aquella mañana de verano, porque en aquel
instante, mientras escribía, supo que jamás podría volver a ser feliz junto a la
persona que amaba.
Cuando regresó a la casa de los padres de Alicia lo hizo con desgana. Le hubiera
gustado desaparecer, meter su alma en un congelador y sacarlo cuando el
corazón ya estuviera sano. Y gracias a su desgana pudo pasar el día sin buscar
amor en la mirada de Alicia. Seguía anestesiada durante el desayuno, durante la
comida y durante la merienda, pero al caer la noche, en el momento en que la luz
del sol se confundía con la luz que desprendían las farolas de las calles
bonaerenses, la ansiedad hacía su presencia habitual, retomando el mando de un
alma marchita para cargar sobre ella más daño, procurando reencontrar su
autoestima en la victoria frente a Paloma. Y fue la ansiedad quien se alió con la
102
intuición para sugerirle que Alicia estaba comunicándose con Paloma, que había
salido con un pretexto poco fiable para entrar en algún locutorio y marcar el
número de Madrid. No sabría dónde buscar, así que salió de la casa para pasear
por el barrio, para agotarse, para no pensar. Y en su caminata se encontró con
Alicia, que sostenía el móvil mientras hablaba con alguien. Alicia, al ver a Inma,
se separó e Inma, en lugar de seguirla, se sentó sobre la acera de la calle. ¿Le
confesaría todo en aquella ocasión?, ¿qué excusa urdiría al colgar a su
interlocutora?
—¿Has venido a espiarme? —preguntó Alicia, como era previsible, cuando se
acercó a Inma.
—He salido a dar una vuelta.
—Estaba hablando con la amante de mi primo, por si te lo estás preguntando.
La amante de su primo. En aquella familia todos se movían por deslealtad y
engaños. Y con una cara despejada sería Alicia capaz de entrar aquella misma
noche a la casa de su primo y mirar a Adriana a los ojos, sintiendo nada.
—¿Para qué?
Para citarse con ella y conocer al hijo secreto de su primo. Una traición que a
Adriana le llevaba atormentando durante más de un año.
—No llevo bien este tipo de situación —intervino Inma—, y no te juzgo, que
será por mi inmadurez, pero prefiero que no me cuentes estas cosas, que después
no soy capaz de sentirme enteramente limpia ante Adriana.
Inma pudo controlar la ansiedad que le afloraba por las noches durante el resto
de estancia que permanecieron en Buenos Aires. Y cuando ya era capaz de no
esperar nada de Alicia, ésta orquestaba un plan de seducción para volver a
retener al insecto en su tela de araña. Y prometía las alianzas, verbalizaba su
ilusión por superar «el bache» y narraba sus proyectos de futuro en común,
manteniendo así incandescente un atisbo de esperanza en la mente de
Inmaculada. El fuego se propagaba por su alma de modo inmediato si Alicia se
esforzaba un poco. Aun
103
quedaban brasas por arder y Alicia tenía la astucia suficiente como para
conservar localizado el escoldo antes de que el dolor de Inma lo convirtiera todo
en cenizas.
Por tanto, a su vuelta a España, Inma regresó al escenario y la apertura del telón
se inició nada más pisar el aeropuerto de Cádiz. Al igual que aquellos que dan
tregua con su abstinencia al consumo de alguna droga, para después caer, aún
más debilitados, en las fauces de la adicción, Inma se encontró con que la
ansiedad le aguardaba en su propio país, aún más sedienta, más brutal y
autodestructiva. ¿Hasta cuándo? ¿De dónde salía aquella energía renovada y
potenciada? ¿Cuándo caducaría el sufrimiento? Se aferraba a las palabras de
Alicia: «todo saldrá bien y volveremos pronto a estar como antes». Pero,
¿cuándo? Inma entendía la ansiedad como si fuera una ecuación: frustración
elevada al número de promesas y multiplicada por el número de traiciones.
104

10
—Te creo si me dices que este es un bache que nada tiene que ver con terceras
personas —dijo Inma justo antes de despedirse, bajo el umbral de la puerta de
Alicia—, por eso no creo que te cueste dejar de ver a Paloma — (náuseas)—.
Tómatelo como mi único capricho en esta situación.
—¡Desde luego que se trata de una decisión caprichosa e injusta y no puedo
condicionarme por tus celos de loca!
—Es una cuestión casi de supervivencia, Alicia. Te lo pido porque estoy
perdiendo la cordura. Con eso me basta para respetar el tiempo que me pides.
—Está bien. Pero vendrá este fin de semana. Quedaré con ella y se lo diré a la
cara. A ella y a su hijo.
Inma, sorprendida, se marchó sin añadir algo más. Esperaba una escena
humillante y sólo pretendía dejar latente, una vez más, su voluntad. Que Alicia
estuviera conforme, que su novia cediera era algo que escapaba de su rutina. Así
pues, tras pensarlo durante horas, decidió que le daría un voto de
confianza. Atravesaría el calvario otro fin de semana a cambio de la ruptura
definitiva de su dolor.
Aquel viernes de noviembre Inma sentía cómo la arena golpeaba sus mejillas
mientras caminaba por la orilla de una de las playas de Cádiz. El viento era
molesto y el frío húmedo traspasaba su ropa y atería sus articulaciones. Salió de
casa huyendo de su teléfono. Fuera, lejos de su vida y de su espacio, podía dejar
sentada a la ansiedad en su sofá rojo y recuperar pequeños fragmentos de sí
misma.
105
Al regresar a casa comprobó que Alicia no había llamado. Apagó el teléfono y
evitó durante toda la noche la tentación de encenderlo. Quería cumplir su parte
del trato: su voto de confianza.
A la mañana siguiente le despertó el sonido del timbre de la puerta.
—No pensé que vinieras a verme este fin de semana —dijo Inma al ver a Alicia.
—¿Qué crees?, ¿que porque tenga invitados voy a dejar de hacer mi vida? Y tú
eres mi vida.
—¿Se lo has dicho ya?
—No. He sido incapaz. Pero se lo diré esta tarde. ¿Sabes?, desde ayer tengo
ganas de hacer algo.
Alicia se dirigió al salón y extrajo de la estantería un disco que introdujo en el
equipo musical. Empezó a sonar la balada que habían adoptado como canción
simbólica de su unión.
—Tenía ganas de que bailáramos nuestra canción. Ven, mi vida, baila conmigo.
Inma se deshizo en sus brazos y apoyó su barbilla en el hombro de Alicia. Sintió
por un instante que aquel cuerpo volvía a ser su refugio.
—Si te vas a poner a llorar me marcho —anunció Alicia.
—No. Perdóname. Es que de pronto me ha parecido estar viviendo otro
momento.
—Bueno, de todas formas ya tengo que irme.
La canción no había terminado cuando Alicia se despegó del cuerpo de Inma.
Regresó a la estantería para coger sus dos raquetas de pádel.
—¿Te importa si me las llevo?
106
Inma hizo un gesto con la cabeza, mostrando su aceptación. Estaba anonadada.
Con aquel baile Alicia había pagado el alquiler de sus raquetas. Pero, ¿cómo
podía pensar aquello?, ¿cómo podía rebajar a su novia a semejante concepto?
Quizá Alicia tuviera razón y todo fuera fruto de su imaginación, de una locura
transitoria, de unos celos infundados y vulgares. Pensar de aquella manera
equivalía a arrebatar del carácter de Alicia cualquier ápice de sensibilidad para
con ella y, en cierto modo, era un paso hacia su deshumanización. Pensar así era
asumir que los pasos que acercaban a Alicia estaban marcados por la
manipulación y por unos mezquinos intereses. Enterró lo sucedido y se
concentró en la idea de que aquella misma tarde Alicia hablaría con Paloma y
rompería sus lazos, cuales fueran, devolviendo paz a la mente confundida de
Inmaculada.
Inma se mantuvo el resto del fin de semana en su sofá. Programó en su cadena
musical la repetición de las mismas diez canciones y se dejó absorber por
aquellas melodías para pensar en nada.
Pero la noche del domingo volvió a accionar su espíritu y descolgó el teléfono
para llamar a Alicia.
—¿Se lo has dicho ya?
—Lo intenté ayer, pero se puso a llorar y sentí lástima.
—¿Volverás a verla?
—No. Pero seguiré hablando con ella por teléfono.
—¿Y qué pasa con el pacto que teníamos?
—Lo he intentado, pero me cuesta dejar de hablar a una amiga sin motivos.
—¿Sin motivos? Alicia, te juro que lo intento con todas mis fuerzas, pero es
difícil creer que no te la estás follando.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? —Porque estoy cansada.
107
—¿Cansada?, pues lárgate de mi vida.
—Dime la verdad. Sólo te pido eso, porque necesito que me lo digas para poder
marcharme.
—¿La verdad? La verdad te asustaría, porque estás muy lejos de saber todo
aquello que realmente me está pasando.
Inma, instantes atrás tan abatida, repentinamente sintió cómo un gancho se
incrustaba en su pecho, levantando nuevamente sus pies del suelo.
—¿A qué te refieres? —preguntó alarmada.
—Imagínate por un momento que estoy atravesando una situación dramática y
sólo procuro apoyarme en mis amistades para que me den fuerza.
—Esa fuerza también puedo dártela yo. En cambio me apartas.
—Es que no te das cuenta de nada. Imagínate entonces que te aparto con alguna
intención. Que te aparto para que no seas testigo de algo terrible.
—Nada me puede hacer sufrir más.
—Sufrirías más si supieras que tengo un tumor.
De nuevo Inma recuperó su capacidad de llanto. Las lágrimas salían a
borbotones por arrepentimiento. ¿Realmente había estado tan ciega como para
no darse cuenta de que su novia se estaba muriendo? En esa noria en la que se
había convertido su mente, era el turno de la desesperación.
—¿Tienes un tumor?, ¿desde cuándo?
—No voy a hablar de ello. Sólo quiero que entiendas que puedes arrepentirte.
Eres como todo el mundo y eso no me gusta.
—Perdona...
Al colgar, su culpa dinamitó los edificios de autosuficiencia que había empezado
a levantar aquel fin de semana. La ansiedad volvió a presidir la junta de sus
emociones y quedó derruida su iniciativa de evasión.
108
No obstante, una voz interior le sugirió que la enfermedad de Alicia podría
tratarse de una nueva artimaña, esta vez sádica hasta el extremo, para esconder
sus traiciones. Como todas las demás cosas, Inma no podría comprobar si su
tumor era real, pero lo mantendría en la recámara de sucesos probables. Y no
obstante, al sacudir la cabeza, fue algo que nunca creyó.
Tenían previsto volver a viajar a Buenos Aires para fin de año. Inma esperaba
con impaciencia la llegada de esa fecha para volver a escapar de sus problemas.
—¿Has conseguido aquel trabajo de adiestramiento por el que te pagarían tanto
dinero? —preguntó Inma cuando, una tarde, sentadas frente al televisor, surgió el
tema del viaje.
—No. Han vuelto a engañarme los jefes de El Club.
—El banco ha devuelto varias domiciliaciones. Entre otras cosas, está sin pagar
la última mensualidad del crédito privado. Por otra parte, en tu último viaje a
Madrid gastaste todo el crédito mensual de la Visa.
—Yo no gasté el crédito de la Visa.
—Si entras en la página del banco podrás comprobar que aquel fin de semana
que dijiste que pasarías en Despeñaperros en una casa de Marta, figura una
extracción bancaria por la totalidad del crédito mensual que nos concede la Visa.
—No sé...
—Lo curioso es que esa extracción se realizó en Madrid.
—Bueno, sí, ahora lo recuerdo, pero es que acompañé a Marta hasta Madrid
porque tenía que ver a uno de sus hijos. ¿Acaso estás siendo irónica?, ¿acaso te
importa el dinero?
—No, que va, sólo trato de comentarte nuestra situación económica. No
obstante, pienso que podrías haber dejado algo en la cuenta por consideración
hacia mí, sobretodo sabiendo como sabes que en estas semanas no puedo ni
comprar tabaco.
109
—Si te molesta me lo dices y no vuelvo a tocar tus cosas.
—No, no pretendo que dejes de considerar lo mío como nuestro. A fin de
cuentas, seguimos siendo una familia. Pero, ¿cómo vamos a viajar? Además,
piensa que nos gastamos el dinero del anterior crédito y ni siquiera entonces
pagamos la fiesta de tu ahijada.
Alicia volvía a tener todo bajo control. Una respuesta rápida y, según su criterio,
inteligente: otro crédito.
—¿Otro crédito? —preguntó Inma desconcertada.
—No es tan mala idea. Con esa cantidad podremos pagar el atraso del pago del
crédito anterior, podremos pagar la fiesta y nos sobrará lo suficiente para salir
adelante hasta que yo consiga algo. Y en cuanto lo consiga, cancelamos las dos
deudas. Sabes que cuando llegué a España pude salir adelante y siempre me has
elogiado por ello. Pues del mismo modo lo haré a nuestra vuelta. O es eso o no
nos vamos a Buenos Aires.
Inma se encontraba desorientada. Por un lado, su imperiosa necesidad de volver
a huir de España; por otra parte, su insolvencia impedía afrontar los pagos
atrasados. Había perdido su capacidad de decisión y aquella circunstancia banal
le estaba superando porque no le quedaba ni el más mínimo recoveco en su
cerebro para enfrentarse a un dilema de índole material.
Alicia llamaba todos los días para saber si había resuelto ya la situación, es decir,
si le habían concedido los siete mil euros. Y para cuando su banco accedió,
Alicia se encargó de comprar los billetes a plazos, mediante su tarjeta de El
Corte Inglés, lo cual supuso una discusión moderada entre la
pareja, puesto que Inma pretendía pagar el vuelo con el dinero del préstamo.
Se irían el día treinta y uno de diciembre y regresarían el dos de febrero. Aún
quedaba un mes por delante y, entre medias, el cumpleaños de Inma: el quince
de diciembre.
110
Cuando la entidad bancaria ingresó en la cuenta de Inmaculada Azcárate el
préstamo, ésta fue a casa de su novia para desvelarle una sorpresa.
—Para celebrar que nos han concedido el crédito, he pensado que en el puente
de diciembre podríamos irnos a Ibiza. Sé que no es la mejor fecha para viajar a
las Baleares, pero sabes que tengo ganas desde hace tiempo de conocer esas
playas.
Alicia permaneció en silencio.
—Bueno, di algo. A mí me hace ilusión y creo que necesitamos un viaje
romántico.
—Verás, es que para esos días me ha salido un trabajo en Arcos de la Frontera.
—Pues recházalo.
—No puedo porque ya me he comprometido y piensa que son doscientos euros
que no nos vienen nada mal en estas circunstancias.
—No me importa perderlos.
—Pero es que a mí me quita prestigio si rompo el compromiso. —Pues no me
quiero quedar en casa durante el puente. —Alguien tiene que cuidar de los
perros.
—¿No te das cuenta que estoy sola aquí? Tú entras y sales cada fin de semana
alterno, pero yo llevo meses encerrada y sin ver a nadie. A veces pienso que
estoy volviéndome loca cuando un poco de lucidez permite que me observe ante
el espejo. Me han salido diez canas y diez son los quilos que he perdido. Me
siento vieja, me siento fea porque en casa me enveneno. Constantemente me
falta el oxígeno y padezco ataques de ansiedad casi todas las noches. Me asusta
quedarme encerrada en aquellas paredes, preguntándome dónde estarás.
—Pero ya te lo he dicho. Estaré en Arcos de la Frontera. En una finca,
adiestrando dos perros, trabajando para un matrimonio de ancianos. En cuanto a
111
eso de que estás sola, yo también estoy sola en España y tú al menos cuentas con
tu familia.
—Ya. Está bien. Hasta mañana.
Inma se marchó cabizbaja. No podía discutir. No servía para nada. Y asumió el
nuevo trabajo de Alicia como cierto porque la experiencia le indicaba que dudar
le hacía aún más daño.
Al llegar a casa, encendió su ordenador y trató de abrir la cuenta de correo de
Alicia. Con las palmas de las manos empapadas en sudor y roto su sentido de la
moral y del respeto, tecleó la clave, pero un mensaje anunció que aquella
secuencia de letras no era la adecuada. «Tal vez se deba al frío de la estancia» —
pensó al observar cómo su aliento cálido emitía una imagen al mezclarse con el
aire frío del salón. Volvió a teclear, pero no dio resultado y procuró, entonces,
acceder al registro de llamadas de la cuenta del teléfono móvil de Alicia, pero
tampoco le sirvió la clave que usaba Alicia meses atrás. Era evidente que su
novia había previsto aquella reacción. Estaba a punto de apagar el ordenador
cuando se le ocurrió revisar el historial de Internet, para comprobar cuáles
habían sido las últimas webs visitadas. Y se encontró con la página de una
agencia de viajes y con un número de reserva para un vuelo a Canarias
justamente el día en que daba inicio el puente de diciembre. Un viaje para dos,
con hotel y pensión completa.
Otro ataque de ansiedad se hizo con su cuerpo. El temblor de sus manos anunció
la tormenta que acechaba sobre ella y, experta en aquellas lides, se retiró al baño
para padecer en él la sucesión de síntomas restantes: las arritmias, el vómito, la
roca atrancada en el esófago, los mareos, el dolor de estómago y una repentina
bajada de tensión.
Quedó tan agotada cuando concluyó la embestida psicológica que nada más
recostarse en el sofá cayó en un profundo sueño. Y en aquella fantasía favorecida
por su inconsciente, fue capaz de abandonar a Alicia. ¿Por qué no podía hacerlo
cuando estaba despierta?
112
Durante la tarde del día posterior, Alicia tocó el timbre de la puerta. La luz del
sol iluminaba el rostro de Alicia, un rostro sonriente y despreocupado.
«Impostora —pensó Inma—, invéntate cualquier excusa que me convenza y me
arranque esta sensación».
—Pensé que irías a Arcos de la Frontera durante el puente de diciembre; ha sido
una sorpresa comprobar que en realidad tienes pensado irte a Gran Canaria —
espetó Inmaculada con la mayor naturalidad de la que fue capaz de interpretar.
La cara de Alicia se arrugó e Inma pensó que casi se hacían visibles los destellos
de pensamiento que cruzaban su cabeza. Aquel gesto era el anuncio de una
discusión acalorada.
—¿Has estado espiándome? Si lo has hecho, lo has hecho mal porque estás
equivocada.
—Toma otra salida, porque ya he visto la factura en Internet. Te estás confiando
mucho.
Otro silencio necesario para encontrar una excusa.
—Pues entérate bien y descubrirás que anulé ese viaje. Era una sorpresa que te
tenía preparada, pero después salió el trabajo y tuve que anularlo.
«¡Diana! Te has ganado el peluche de la feria». Inma no se lo creía, pero era
incuestionable. ¿Cómo demostrar sus intenciones?, ¿cómo asegurar que no era
ella la invitada a aquel viaje?
Inma se fue a la ducha para evadir con ello el consabido ciclo de discusiones y
gritos. Y cuando salió del baño se encontró con que Alicia ya se había marchado.
Entró en Internet y comprobó que su novia había borrado todo el historial de
páginas webs.
Bastaron dos días sin hablarse para dejar correr el tema de Gran Canaria. Y, días
antes de que tuviera lugar el puente de diciembre, Alicia anunció que en la finca
de sus clientes no había cobertura. Aunque no creyera ni una sola palabra, Inma
seguía atada a su propósito de confianza, puesto que toda ambigüedad
113
resultaba ser veneno que se filtraba por sus venas y provocaba sus ataques de
ansiedad.
Llamó a la asistenta que había atendido a los perros durante su estancia en
Buenos Aires y tomó la decisión de marcharse a Madrid para no mortificarse
durante aquellas fechas.
Al pisar el andén de la estación de Madrid le sobrevino el frío de la ciudad y
aquella sensación le producía nostalgia. En aquellas horas en las que
contemplaba sus calles desde el asiento trasero de un taxi, deseó estar sola y
liberada de toda atadura emocional, de toda competición obsesiva que le
condujera al esfuerzo por recuperar su autoestima a través de un amor ensuciado.
Pero sabía que no tenía el control de su vida, que estaba flotando sobre la
realidad y que, por alguna razón, era incapaz de apearse. En cierto modo le
empezaban a aburrir las normas del juego de Alicia que despertaban en ella
reacciones tan reincidentes, tan dramáticas, tan previsibles.
Susana, al conocer los pormenores que relataba Inma respecto a su situación de
pareja, insistió en quedarse su teléfono móvil. De aquella forma consiguió alejar
la ansiedad y tomarse el puente como una fase de descanso.
Pero el lunes recuperó su aparato y, al encenderlo, escuchó un mensaje de Alicia:
«El lunes iré a buscarte a Madrid y pasaremos, si quieres, unos días juntas».
—¿Dónde estás? —preguntó Inma tras marcar el número de Alicia. —En
Madrid.
—Se oye ruido de gente.
—Estoy con mis compañeros de trabajo.
—¿Vas a venir a buscarme a la casa de mis padres?
—Sí. Esta tarde. A partir de las seis. ¿Por qué has apagado el móvil? —¿Te
importa?
114
—Claro. Es que te llamé el jueves para decirte que no aceptaría el trabajo para
así poder estar contigo durante el puente. Estaba dispuesta a viajar a Madrid para
buscarte, pero mis intenciones se frustraron por tu imprudencia.
Con sus palabras aún podía inocular el virus del arrepentimiento e Inmaculada
pasó el resto del día maldiciéndose por haberse desprendido de su teléfono. Para
cuando Alicia apareció en la casa de sus padres, Inma estaba deshecha.
—¿Y tus padres? —preguntó a través del portero automático.
—De viaje. ¿Subes?
—Claro.
Alicia subió y se encontró con una Inma que nuevamente estaba pendiente y
arrepentida, lo cual pareció frustrarle.
—No sé para qué he venido —dijo cuando se acomodó en el sofá del salón. —
¿Por qué dices eso?
—Porque contigo no puedo ser yo misma.
—Pensé que querías quedarte conmigo unos días en Madrid.
—No. Me marcho a mi casa.
—¿Quieres que vaya yo también?
—Haz lo que te apetezca.
—Yo quiero estar contigo.
—Pues sígueme esta misma noche, porque no soporto estar en la casa de tus
padres.
—Como quieras.
—Toma —dijo Alicia y le extendió dos billetes de cien euros—. Este es el
dinero que me han dado por mi trabajo.
—¿Y por qué me los das? Quédatelos tú. Son tuyos. —Para que los administres.
115
Hicieron el recorrido hasta el Puerto de Santa María y llegaron de madrugada,
cada una a su casa. Y se despidieron como si los actos de Alicia fueran
incuestionables, como si las sospechas nunca surgieran en la cabeza de Inma.
Había comprado su derecho al silencio por el módico valor de doscientos euros.
En las vísperas del cumpleaños de Inma plantearon las posibilidades de
celebración: un restaurante italiano, francés, oriental... Todos los años había sido
una fecha señalada que Alicia trataba con suma trascendencia y, con
desproporcionada atención, manifestaba su interés de adoración desde las doce
de la madrugada que daba paso al día que recordaba el aniversario del
nacimiento de su novia.
El catorce de diciembre, a partir de las once de la noche, Inma estuvo pendiente
de su teléfono. Tenía la certeza de que sonaría cuando el reloj dibujara en su
pantalla las doce y el catorce se tornara en quince. Pero a medianoche el teléfono
permaneció mudo y lo único que sonó fue el cumpleaños feliz que entonaba la
caja que Alicia compró en un establecimiento oriental. A la una de la
madrugada, cuando Inma daba por perdida la llamada de felicitación, llamó su
novia.
—¡Felicidades! —gritó Alicia.
—Gracias.
—Es que me he quedado dormida.
—Me lo imaginaba. No te preocupes, mi amor.
A mediodía Alicia pasó a recoger a Inma y la llevó a un restaurante nuevo. En
cuanto al regalo, Alicia dijo que lo había encargado porque se trataba de un
objeto, según ella, muy especial y exclusivo, por lo que estaba a expensas de que
la empresa avisara para ir a buscar el obsequio. Después de comer, cada una se
fue a
116
su casa. De aquel modo pasó Inma el cumpleaños más triste de sus treinta años.
Desde aquel día detestaría la fecha que recordaba el día de su nacimiento.
117

11
A fin de mes Alicia anunció que Paloma iría a Cádiz, junto a su hijo, para pasar
con Alicia las Navidades.
—Pero si nos vamos a Buenos Aires el treinta y uno —argulló Inma.
—Es que el mismo día de nuestra partida yo me he ofrecido para llevarles a
Madrid. No te olvides de que nuestro avión sale desde la capital.
—¿Es que no quieres pasar las Navidades conmigo?
—No seas hipócrita, Inma. Tú no crees en esas cosas.
—Paloma tampoco —(arcada)
—Ya, pero su hijo se lo toma como una fecha especial y quieren compartir eso
conmigo, lo cual me halaga. ¿Tienes algo que decir?
—Pues que en tal caso, me iré a Madrid, para darle el gusto a mis padres. Pero
creo que ya es hora de que elijas entre una de las dos.
—¿Cómo?
—Que empieza a ser evidente que debes decidirte entre Paloma o yo.
—No sé de qué me hablas, pero no elijo a ninguna y me quedo con las dos.
—A mí no me satisface.
—¡Pues entonces a la mierda tú y Paloma! Veo que sigues con esos pájaros en tu
cabeza y realmente te despistas de la situación que atravesamos.
—No me importa lo que digas. Sólo sé que no puedo seguir manteniendo esta
farsa.
—¡Entonces me largo para siempre!
El portazo era un reclamo para Inma, que no concebía aún la discordia que
generaban los asuntos no tratados. Salió, sin pensar, tras su novia y se la
encontró
118
en el aparcamiento, tratando de arrancar el coche. Inma sabía que Alicia
marcharía y que, tras su partida, marcaría la mente de Inma con la impotencia. Y
cada vez le asustaba más sufrir el consabido calvario porque iba disminuyendo
su energía y ya apenas contaba con fuerza para enfrentarse a su propia angustia.
La desesperación plantó a Inmaculada frente al vehículo, bloqueándole la salida.
—No quiero que te vayas sin que tratemos bien el tema. —¡Déjame!
—Sólo quiero que hablemos.
—¡Vete! —gritó Alicia claramente alterada.
—¡No!
Alicia extendió su brazo hacia el salpicadero y cuando localizó su cartera, la
abrió, para extraer de ella una cuchilla de afeitar.
—¿Qué haces? —preguntó Inma. Instantáneamente, el miedo le acarició la nuca.
Alicia asió la cuchilla con su mano derecha y se la incrustó en la muñeca
izquierda. Hasta que Inma procesó la imagen, pasaron varios segundos, varios
cortes.
—¿Qué coño estás haciendo? —gritó Inma.
—O te marchas o sigo.
La cuchilla reflejaba la luz de una farola cuando Alicia la expuso frente a los
ojos de Inma. Una cuchilla bañada en sangre. Inma contemplaba atónita el
espectáculo. No podía moverse ni articular palabra.
—Sal de mi camino o sigo cortándome —insistió Alicia.
Inma miraba incrédula al interior del vehículo. Y, como si estuviera ausente de
su cuerpo, observó cómo Alicia volvía a incrustarse el filo de la cuchilla en su
brazo izquierdo, haciendo brotar gotas de sangre que corrían a lo largo del brazo
de su novia.
119
—¡Está bien! —concluyó Inma, con la cara llena de lágrimas—. Me voy, pero
no sigas lastimándote.
El coche se alejó precipitadamente e Inma se quedó rígida en mitad del asfalto,
siguiendo al coche con la mirada, pero cuando fue capaz de reaccionar, corrió
hacia la casa y llamó a Alicia.
—Estoy en la carretera, dirección a Cádiz —dijo su novia.
—Pues párate en la siguiente gasolinera para que podamos charlar con calma.
Alicia cedió e Inma se presentó en el lugar indicado en pocos minutos. Le
costaba dirigir el volante porque su cuerpo temblaba y las lágrimas
emborronaban su visión de la carretera. Cuando llegó a la gasolinera, aparcó y,
tras localizar el todoterreno, camino hacia él y se sentó en el asiento de copiloto.
—No pasa nada, Alicia. Me iré a Madrid el veinticinco de diciembre y tú podrás
pasar esas fechas con tus amigos. Sólo quiero que no te hagas daño.
—Es que no puedo más con esto.
—No te preocupes, mi amor, que nada es tan terrible como para autolesionarte.
Estoy contigo. Te respeto y confío en ti. Pero, por favor, no te hagas eso. Si
vuelves a hacértelo, me lo haré yo para que entiendas lo que duele presenciar el
dolor de la persona que más quieres.
Todos los adornos navideños empezaban a plagar las calles de El Puerto de Santa
María. La visita era inminente. Una nueva estocada en el espíritu de Inma, que
asumía el golpe con resignación. Preparó su maleta y se citó con la mujer que
siempre atendía a sus animales. Pero iría con Freud, uno de los yorkshire, su
perro más querido, porque con él y con el otro yorkshire, Coco, viajarían a
Buenos Aires.
—Pasaré a recogerte a las cuatro, para llevarte a la estación —dijo Alicia a
través del teléfono.
—Vale. ¿También vendrá el hijo?
120
—Claro. Ya te lo dije. Es Navidad y no va a dejar a su hijo solo, ¿no crees?
—Pues no me extrañaría, teniendo en cuenta lo que Susana me ha contado.
—¿Qué es lo que te ha contado esa estúpida?
—Que mandaba a su hijo a casa de los abuelos cada vez que se citaban para
follar.
—Pues ya no se va a casa de sus abuelos —¿era un desafío?, ¿lo decía porque lo
había presenciado?, ¿era un golpe intencionado?, ¿estaba defendiendo el honor
de su amante a costa de otra dentellada al amor propio de su novia?, ¿era
arrogancia?, ¿presunción? Otro banderillazo con una salida muy cobarde y muy
sencilla:— lo sé porque ella me lo ha contado.
Aquel era otro índice que le hizo comprender que se estaba fraguando en su alma
una capacidad de inmunidad contra las emociones, de tal forma que ni siquiera
era necesario que la ansiedad saliera de su retaguardia para solventar el drama.
Las pequeñas heridas ya no sangraban.
Las Navidades pasaron muy lentamente para Inma, que procuraba entretenerse
en cualquier recado familiar o jugar a las cartas con su madre. Evitó llamar a
Alicia porque había aprendido que, tras sus infructuosas llamadas, la ansiedad se
acrecentaba. Parte de ella se había convertido en vegetal, demostrándose que
vivía mejor cuando no esperaba algo de los demás y, mucho menos, de Alicia.
El día treinta y uno de diciembre Alicia llamó de madrugada. Se encontraba
camino a Madrid, conduciendo junto a Paloma y a su hijo. Llegaría en un par de
horas a la capital y pasaría a recogerla a casa de sus padres para ir desde allí al
aeropuerto.
Durante aquel tiempo Inma no hizo otra cosa que imaginarse la manera en que
las dos hablarían durante el viaje en el interior de un coche que antaño
121
tuviera tantos buenos recuerdos para ella; se imaginaba sus manos, unidas sobre
la pierna de Paloma, con los dedos entrelazados; imaginaba
también su despedida en el portal de Paloma, una despedida efusiva tras pedirle
a Andrés que fuera subiendo las maletas a casa. Y, tras el acaloramiento que les
despertaría un apasionado beso, tal vez Paloma le invitara a entrar en el edificio
para descargar su deseo en un polvo rápido y excitante sobre las escaleras.
A las seis de la mañana Alicia aparcó en una de las plazas de garaje que
pertenecía a los padres de Inmaculada y, al encontrarse con su novia, saludó con
frialdad, con un suave contacto de sus labios. Pidieron un taxi para ir hasta el
aeropuerto y a las pocas horas ya estaban sobrevolando Madrid. Inma sabía que
no había sido buena idea aquel viaje y se dio cuenta en el mismo instante en que
saludó a Alicia. Aquellos ojos de quien se hacía pasar por su novia constituían la
mirada de una extraña que lanzaba saetas de indiferencia cada vez que se
encontraba con su cara.
—Ya tengo tu regalo —anunció Alicia tras un par de horas de vuelo. Sacó de su
bolsa de mano una caja y la colocó sobre las piernas de su novia.
Se trataba de una videocámara digital.
—Me ilusiona mucho, mi amor —dijo Inma al ver el aparato—, pero no tenías
que haber gastado en este momento. Sabes que me hace feliz cualquier detalle
que venga de tu parte.
—No te preocupes, porque la voy a pagar a plazos con nuestra tarjeta de El
Corte Inglés.
«¡Fabuloso! —pensó Inma— otro crédito era justamente lo que menos podía
preocuparme».
El avión aterrizó en el aeropuerto Ezeiza de Buenos Aires a las cinco de la tarde,
hora local.
122
Buscaron, junto a su padre, la empresa de alquiler de coches que habían
contratado. Un caballero salió de la ventanilla de la compañía con una libreta y
un bolígrafo cuando encontró en su listado de clientes el nombre de Inmaculada.
Tras leer el contrato, Inma firmó y, todos juntos, salieron al estacionamiento del
aeropuerto en busca de su pequeño turismo.
Desde los asientos traseros, a través del espejo retrovisor, a Inmaculada se le
contagiaba el entusiasmo que encontraba en el rostro de su novia porque sabía
que le ilusionaba disponer de un coche para llevar a sus sobrinas al zoo, al cine o
a cualquier otro lugar de interés infantil. Aquellas pequeñas criaturas eran las
únicas razones que despertaban verdadera ternura en el corazón de Alicia e
Inmaculada disfrutaba al encontrar en su novia algún sentimiento tan real que no
se mostrara envuelto en una capa de mentiras.
El ambiente en el barrio de Alicia era festivo y la gente deambulaba por las
calles con serpentinas y litronas. A Inma le resultaba exótico experimentar un fin
de año con calor, con tanto calor como hacía aquel verano en Buenos Aires.
Tras la cena, salió toda la familia a la puerta de la casa para tirar cohetes e
Inmaculada disfrutaba la celebración con tanto entusiasmo como el que
mostraban las sobrinas de Alicia, porque para ella todo aquello era una novedad.
Hacía mucho tiempo que no sonreía y las bengalas que sostuvo durante unos
minutos supusieron un respiro en su naufragio, aunque tan breve como la luz que
desprendían aquellos palos de alambre.
A partir de la mañana siguiente, Alicia e Inma se dispusieron a ayudar con los
preparativos de la fiesta de quince cumpleaños de la ahijada de Alicia. Todo
consistió en recoger vajilla, manteles y elementos decorativos para trasladarlos a
un pequeño polideportivo que Adriana había alquilado con la ayuda de la pareja.
Y el día de la celebración Alicia salió pronto de casa porque debía acompañar a
su ahijada a la sesión fotográfica. Inma, aburrida, pasó las horas dibujando trazos
en un cuaderno, leyendo una novela y caminando por las proximidades del
barrio.
123
Cuando llegó la hora de arreglarse, al abrir el armario para sacar su maleta, se
encontró con la bolsa de viaje de Alicia y, sobre ella, su teléfono móvil. Tembló
al sostenerlo y, sin esperanza alguna, tecleó la contraseña para encender el
aparato, segura de que su novia también habría cambiado aquella clave. Pero la
pantalla del teléfono se iluminó y el pequeño procesador se puso en marcha.
Inma tuvo que sentarse para no sentir el temblor de sus piernas. Estaba a punto
de inspeccionar los datos que guardaba Alicia como una alhaja, sus llamadas, sus
mensajes y todo aquello que custodiaba como una leona. Lo primero en abrir fue
la bandeja de entrada de sus mensajes y se encontró con un mensaje, un único
mensaje que, por descuido y falta de tiempo, Alicia no había borrado aún: «Buen
viaje, mi argentina del alma. Te espero con los brazos y el corazón abiertos».
Para sorpresa de Inmaculada, a pesar del inevitable disgusto y la acostumbrada
ansiedad, aquellas palabras de Paloma no supusieron ninguna sorpresa. Por el
contrario, la bandeja que contenía los elementos enviados estaba vacía. En
cuanto al registro de llamadas, Alicia no había sido lo suficientemente prudente
como para borrarlo e Inma pudo comprobar que desde hacía más de cuatro
meses, intercambiaba varias llamadas al día con Paloma, más de treinta minutos
diarios. Lo que más le dolió a Inma fue descubrir que justamente antes de la
medianoche, el día de su cumpleaños, Alicia realizó una llamada a Paloma hasta
las doce y cincuenta y ocho, instante en el cual, tras colgar, llamó a Inma. No se
había dormido, tal y como aseguró, sino que, aun siendo consciente, con la
indiferencia del
desamor, agotó su afán de diálogo con la persona que verdaderamente le
ilusionaba, para llamar al término de su cuestión prioritaria.
Terminó de vestirse y, mientras caminaba hacia la casa de Adriana, sentía el
temblor de sus piernas. ¿Cuántas pruebas más de desamor necesitaba?
—Quedamos en que manejés vos el auto de mi marido para que vayamos juntas
a la fiesta —dijo Adriana, visiblemente nerviosa por los preparativos
—. Él irá con Alicia en el auto que alquilasteis.
124
El coche en cuestión era un vehículo fabricado en el año setenta y dos. Inma
puso sus zapatos de tacón sobre los pedales y trató de arrancar, sin éxito, el
motor castigado del viejo automóvil. Adriana se sentó al volante para poder
arrancar, haciendo uso de pequeños trucos que le veía hacer a su marido cada
mañana. A Inma le seguían temblando las piernas cuando volvió a sentarse al
volante. La marcha atrás era un proyecto en exceso complicado por la dureza
que mostraba la caja de cambios. Estaba a punto de tirar la toalla cuando el
coche se precipitó hacia atrás bruscamente y, a pesar de que Inma pudo ver el
vehículo que estaba aparcado a unos metros, en la otra acera de la calle, cuando
quiso pisar el freno comprobó que para acatar la orden, la maquinaria requería
una presión contundente, nada apropiada para unas piernas de mujer temblorosa
con zapatos de tacón porque aquel coche requería un traje de astronauta. El
golpe fue inevitable. En cuestión de segundos toda la calle se plagó de vecinos
dispuestos a husmear e Inma salió del vehículo consternada. Le dolía la cabeza y
el temblor de sus piernas se hizo más descontrolado. Pero tenía que mantener la
entereza, hacerlo por Adriana, porque tan nerviosa e ilusionada como estaba, lo
último que le vendría bien sería un problema añadido a un acontecimiento que
los argentinos daban tanta importancia: la fiesta de quince cumpleaños.
Alicia estaba preciosa. Entró, acompañando a su ahijada, al ritmo de una música
que hacía el acto de presencia más solemne. A ojos de Inma, por su educación,
aquello le parecía una horterada, pero todos los argentinos de la sala observaban
emocionados como la niña, radiante, caminaba por un pasillo hasta llegar a la
mesa presidencial, en la que le esperaban sus padres. Inma contemplaba a Alicia
con disimulo, redescubriendo en silencio la belleza del rostro y del cuerpo de la
persona que más había amado. Tenía memorizado cada rincón de aquella piel
suave. Le bastaba acariciarla para disfrutar, no necesitaba el sexo para expresar
su adoración. Y allí estaba, haciendo el amor con su novia a través de su mirada,
desnudándola con los ojos, irremediablemente enamorada de la persona más
cruel, incrustada en los vértices de una relación insana.
125
El dinero del crédito que habían solicitado fue diluyéndose rápidamente tras la
ceremonia e Inma volvía a preocuparse por la situación y temía que lo restante se
desviara hacia las arcas de la familia de Alicia, siempre dispuesta a tomar tajada.
—Ya que estamos aquí y yo conozco Sudamérica tan poco, me gustaría que
hiciéramos un viaje juntas a alguna parte.
—Pero es que yo tengo que estar con mi familia.
—Te hablo sólo de un par de días.
Pero el mes fue transcurriendo y Alicia no tenía la intención de un viaje
romántico. Y aunque Inma no quería darse cuenta, hubiera resultado artificial e
incómodo dadas las circunstancias que estaban atravesando. Por otro lado, unos
días antes de que llegara la fecha de vuelta a Madrid, en el cajero de un banco
pudieron comprobar que ya no les quedaba saldo y que de lo único que podrían
disponer sería de doscientos euros, a crédito, por cortesía de la Visa.
—Voy a acompañar a mi madre al centro para ver unos fusibles, ¿te vienes? —
preguntó Alicia el día anterior a la fecha de su vuelta.
Era una tarde despejada y el sol, a base de insistir, había conseguido levantar un
poco el ánimo de Inma, que quería disfrutar del último día de calor que tendría
en mucho tiempo. Tras varios minutos de caminata, alcanzaron la ferretería que
la madre de Alicia frecuentaba. El tendero sacó del interior del local una caja de
fusibles, tras escuchar la petición de su clienta.
—Son cien pesos —dijo mientras lo envolvía en un trozo de papel.
Alicia se metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera. Su madre, que no había
hecho ni el intento de hurgar dentro de su bolso, contempló cómo su hija
extendía la tarjeta de crédito.
—No puedo creer que hayas pagado tú con nuestra tarjeta, si sabes que no
tenemos dinero —observó Inma cuando se encontró a solas con Alicia.
126
—¿Me estás hablando en serio?, ¿tanto te importa el dinero? ¡se trata de cien
miserables pesos!
—Pero es que no tenemos ni un miserable euro.
—Siempre has sido igual de incomprensiva con mi familia...
Tras aquellas palabras mágicas, la culpa, la disculpa, el arrepentimiento.
Respuesta animal al condicionamiento, al embrujo del maltrato y del chantaje
emocional. Una mente inmadura, cautivada por la insana dependencia, por la
inmadurez, porque el dolor engancha.
Entraron en la casa y ambas se dirigieron a la habitación en la que dormían.
—Mira, Inma, necesito un tiempo sin verte. Sé que esa sería la única manera
para volver a ti.
Los ojos de Alicia se clavaron en el rostro de Inma por primera vez en mucho
tiempo. Para Inma, la petición de Alicia suponía un respiro a su tortura.
—Está bien.
—Será cuestión de un par de meses. Sólo dos meses para aclararme, porque
necesito añorarte. Y sé que de este modo volveré a buscarte.
—Te escribiré mientras tanto.
—Perfecto. Y el dos de abril nos citaremos en tu casa. Iré a buscarte y todo
saldrá bien.
—De acuerdo. Te esperaré. Pero tan sólo te pido una cosa. Ya sabes cuál es.
—Que no vea a Paloma, supongo.
—Sí. Yo cumpliré mi parte, no te llamaré y seré capaz de esperarte conservando
la ilusión intacta, pero quiero que tú cumplas tu parte de este trato.
—De acuerdo.
—¿Accedes esta vez tan fácilmente?
—Bueno, lo cierto es que siempre me has parecido un poco bruja, muy posesiva
y absorbente. Pero cumpliré tu capricho.
127
—Me asusta España. Me quedaría aquí muchos meses más.
—Cuando todo se arregle entre nosotras, podríamos alquilar una casa aquí y
venir con más frecuencia. Me haría muy feliz estar cerca de mi familia.
—Si yo no estuviera contigo, ¿volverías a Argentina?
—No. Sería incapaz de volver con las manos vacías. Todos se piensan que en
España llevo una vida ejemplar y se sienten orgullosos. No soportaría que
pensaran que me fui y fracasé. Cuando vuelva, tendré el dinero suficiente como
para poner aquí un negocio y vivir bien.
Inma guardó silencio, dando por zanjada la conversación y, mientras, Alicia se
levantó de su cama, abrió el armario y comenzó a doblar ropa para hacer la
maleta. Mientras Inma la observaba se preguntaba cómo su novia era capaz de
llevar aquella doble vida. Los padres de Alicia creían que su hija era propietaria
de una residencia canina, que poseía algunos bienes inmuebles y que no les daba
dinero, en aquella ocasión, porque lo tenía todo invertido. La madre, que no
perdía la oportunidad de pedir, con la intención de comprar cosas necesarias,
atosigaba a su hija a base de chantaje emocional; por otro lado, el hermano de
Alicia, utilizaba a sus hijas para emplear el mismo tipo de chantaje que su
madre: «¿No dices que quieres tanto a tus sobrinas?, pues paga». Alicia sorteaba
las demandas económicas con excusas muy pensadas, pero vivía sometida al
estrés de una situación que ella misma había creado. A cambio, adquiría el poder
de ser la firme balaustrada que sostenía a su familia porque todos acudían a ella.
Todos la necesitaban. Pero nadie conocía a Alicia. Sólo se podía contemplar su
escaparate de mentiras y era muy ducha en inventiva, pues llevaba toda una vida
practicando.
128

12
El día dos de febrero aterrizó el avión en Barajas a las once de la mañana. Inma
había pasado todo el viaje sintiendo la agonía de ver llegar aquel mismo
momento, el momento en que tendría que despedirse de Alicia. Llegaron en taxi
hasta la casa de los padres de Inma y sacaron el todoterreno del garaje.
—En este tiempo yo me quedaré a Coco y tú a Freud, ¿te parece bien? — sugirió
Alicia, al volante del vehículo.
—Claro. Sabes que adoro a Freud y Coco no puede vivir sin ti — respondió
Inma, al otro lado de la ventanilla.
—Cuídate mucho, mi amor.
Inma, que hasta entonces había conseguido mantenerse con los ojos secos,
rompió a llorar cuando escuchó aquellas palabras de cariño y despedida.
—Tú también. Te voy a echar tanto en falta...
—Y yo. Pero piensa que el sacrificio merece la pena porque así volveremos a
estar bien.
—Vete ya. No hablemos más.
Inma sostuvo a Freud en brazos y se dio la vuelta, tirando de la maleta, para no
ver cómo se alejaba el coche. Dos meses no tendrían por qué ser una eternidad si
ocupaba su tiempo en tareas entretenidas. Se secó las lágrimas en el ascensor,
besó la cabecita del perro y sintió el repentino convencimiento de que la espera
sería soportable.
Su padre abrió la puerta y, al verlo, Inma se sintió reconfortada. Agradecía que
sus padres tuvieran un talante tan diferente al que mostraban los padres de
Alicia. Se sentía afortunada y, por tal motivo, abrazó con mucha fuerza el cuerpo
de su padre.
129
—¿Y mamá?
—Está con una amiga. Pero se va a llevar un disgusto terrible cuando te vea así
como estás, tan delgada. ¿Es que no comes?, ¿estás enferma?
—Estoy bien.
Pasó el día sentada sobre el sofá del salón, disfrutando de la presencia de su
padre y procurando no pensar en Alicia. Pero, al anochecer, su conocida
ansiedad inició su bombardeo. La otra Inma, la resistencia, aprovechaba la noche
para reivindicar su verdadera opinión respecto a Alicia, porque aquella Inma no
confiaba en absoluto en las palabras de su novia. Alicia había dejado claro que
aquella noche dormiría en la casa de Marta y que al día siguiente partiría hacia
Cádiz, para hacerse cargo de los animales. Eran tantas las veces que había
utilizado a Marta o a cualquiera de sus amigos como pretexto, que a Inma, a
aquella Inma nocturna, le costaba aceptar que esta vez fuera cierto. ¿Otro voto
de confianza? Sería lo más correcto porque, después de todo, no sería sano amar
si no confiaba en su amada. A Inmaculada le pareció que Alicia fue sincera y
vehemente al prometer que dejaría de ver a Paloma. ¿Por qué no creerla esta
vez?
Inma cogió las llaves del coche de su padre y, tras despedirse de él, salió de la
casa.
Era medianoche cuando el coche del padre de Inma se adentraba en la calle en la
que se localizaba el edificio de la casa de Paloma. Estaba tan nerviosa que tuvo
que estacionar unos instantes en doble fila antes de proseguir la marcha. Deseaba
que no estuviera aparcado el todoterreno que
conducía Alicia en las proximidades de la vivienda y lo suplicó para sus
adentros. Si no lo encontraba, tenía el propósito de respetar la ausencia de Alicia
con serenidad y dejar crecer la ilusión por el reencuentro. Si lo encontraba allí,
deseaba que un rayo la fulminara para no tener que vivir la brutal decepción que
supondría la prueba.
130
Volvió a arrancar el motor y pisó el acelerador suavemente, a una lenta marcha.
Acababa de dejar el edificio de Paloma atrás y no había rastro del coche. Su
corazón comenzó a hincharse de esperanza.
Flamante, el todoterreno, recién lavado, destacaba, por su altura, de entre todos
los demás vehículos estacionados en la misma fila de la calle, unos metros más
adelante. Ciertamente, como si de un rayo se tratara, el cuerpo de Inma quedó
paralizado y tardó unos segundos en poder reaccionar y tomar conciencia de
todo aquello que implicaba semejante acontecimiento. Algo se incrustó dentro
de ella y arrancó de cuajo toda su inocencia. De pronto supo que había
envejecido muchos años. De pronto supo que no volvería a ser nunca la misma
persona que había sido hasta aquel momento. No podía contener tanto dolor. Se
le escapaba por los poros de su piel, a través de su sudor; por la garganta, a
través de sus gemidos; por los ojos, a través de su llanto. Y no obstante, quedaba
aún demasiado sufrimiento dentro, más grande que su cuerpo. Y así, sintió como
si el alma se deformara, tomando los contornos y el tamaño de su herida,
cambiándola para siempre.
Marcó el número de Adriana y descargó toda su desolación en alguien que ya
había vivido el engaño. Y, aunque se sintió comprendida, nada podría servirle de
consuelo. Se fue a casa de Susana y bebió hasta emborracharse.
Antes de caer inconsciente, envió un mensaje al móvil de Alicia para hacerle
saber que no tendría por qué seguir mintiendo porque había visto el coche en el
único lugar en el que no debía estacionar.
Un mensaje despertó a Inma a las once de la mañana: «No quería decírtelo así,
pero es que me queda poco de vida y necesito estar con la gente que me hace
sentir bien. Sentada, junto a Paloma, me di cuenta de que quería ir a buscarte en
cuanto amaneciera, pero ahora que compruebo que sigues siendo la misma de
siempre, no me asisten las ganas. Sé feliz y aléjate de los míos. Iré dentro de un
rato para devolverte las tarjetas».
A aquellas horas tenía el control mental la Inma matinal, aquella que se quedaba
con la esperanza y la ligera credulidad de que ciertamente Alicia tenía
131
pensado, mientras cenaba inocentemente con su amiga, ir a buscar a su novia
para empezar de nuevo. Por tanto, Inma volvió a anularse, a anestesiarse, a
cegarse y a dejar correr por sus venas la culpa que siempre mantenían su mente
dopada y su cuerpo lleno de veneno.
Inma observó desde la calle cómo Alicia estacionaba en doble fila frente al
portal de sus padres. Iba acompañada por Mario, que tenía sobre sus piernas a
Coco, quien miraba, atento, el paisaje que ofrecía la ventanilla. El perro, al
reconocer a Inma, extendió sus patas, recogió sus orejas y brincó sobre las
rodillas de Mario. Inma corrió hacia el coche para sostener a Coco en brazos y
llenar su cuerpecito peludo de besos.
Alicia salió del coche y se alejó unos metros para preservar la intimidad de la
conversación que mantendría con Inma. Cuando Inmaculada la alcanzó, sin
mediar palabra, Alicia le extendió todas las tarjetas que titularizaba como
autorizada.
—¿Cómo saldrás adelante? —preguntó Inma.
—Eso ya no es asunto tuyo.
—Me preocupa. No puedo evitarlo. ¿Te ayudará Mario?
—No. Yo nunca pido ayuda. Él viene porque ha decidido trasladarse a Cádiz
conmigo. Compartiremos piso.
—Me alegra saber que no estarás sola. ¿Qué es eso del tumor? Por favor, dime si
es cierto.
—¡No pienso hablar de ello! Ya te arrepentirás. Ahora tengo que irme.
Alicia dio media vuelta e Inma se giró, dispuesta a caminar, como lo hiciera el
día anterior, aquel dos de febrero, sin mirar atrás, pero la voz de Alicia
interrumpió su paso.
—¡Inma!
132
Inma se giró. Tal vez Alicia había sentido la urgencia, ante la despedida, de
decirle apasionadamente que no podría vivir sin ella, que todo había sido un
malentendido, que nunca había dejado de amarla. Alicia se aproximó al cuerpo
de Inma y, cuando la tuvo de frente, dio a conocer el motivo de su reclamo.
—¿Podrías dejarme tan sólo la tarjeta de El Corte Inglés?
Consternada y movida por la preocupación que le suscitaba una persona que
desde aquel instante era indigente, la persona que más amaba, metió su mano en
el bolso y sacó la tarjeta que minutos atrás Alicia le había entregado.
—Es sólo para echar gasolina hasta llegar a Cádiz —argulló Alicia mientras
recogía el plástico—. En cuanto al coche, ya te lo pagaré cuando encuentre algún
trabajo.
Inma se sacudió la cabeza para poder reaccionar cuando el todoterreno
desapareció de su campo de visión.
La desesperación por el desarraigo surgió aquella misma noche. Sus padres
habían salido de viaje y la casa se mostraba gigantesca para una persona que se
sentía tan pequeña. Salió con la idea de huirse y entrar en un bar cualquiera
después de caminar durante varias horas. Entró y buscó un rincón para beber y
escribir. Escribió sobre unas servilletas y se dejó llenar por su dolor.
Al día siguiente repitió el procedimiento: caminó por las calles de Madrid hasta
llegar al centro de la capital. Le bastaba con sentir que existía la gente, que no
estaba sola, que en el mundo era simplemente una más, y su dolor, un dolor
cualquiera. Del mismo modo que la noche anterior, se sentó a la mesa de un bar
y escribió durante horas. Temía que fueran así todos los días que le quedaban por
vivir. No podría salir de aquel bucle porque sentía que se repetiría, día tras día,
aquel desasosiego. Dos días y ya sentía haber padecido una condena eterna.
¿Soportaría otro día como aquel?, ¿la tortura de ver pasar otra noche sin la
esperanza de volver a ver a Alicia?
133
La noche siguiente, la Inma nocturna supo que no le quedaban fuerzas
suficientes como para soportar otra noche como las anteriores. Bebió, tendida en
el sofá, hasta emborracharse y una fuerza interior se fue haciendo más y más
grande a cada trago: la idea de suicidarse. Sentía aquel dolor como si lo tuviera
incrustado de manera permanente y, por tanto, era incapaz de concebir la vida de
semejante manera. Intoxicada por la desesperación, acudió al botiquín familiar y
sacó un blíster de pastillas. Instantáneamente superó su miedo a la muerte y las
fue tragando sin pensar en lo que hacía. Las consecuencias no le quedaban del
todo claras, porque lo único que pretendía aquella noche era silenciar el ruido de
su sufrimiento. No era capaz de trascender ninguna idea que superara a aquella
necesidad. No era capaz de asimilar que, si llevaba a cabo su plan, dejaría de
respirar para siempre.
Cuando vio vacío el blíster de pastillas tomó ligera consciencia de su partida y,
asustada, marcó el número de teléfono de Cristina. Después de despedirse de una
de las personas que más quería, llamó a Alicia y poco recordaría de aquella
conversación porque, de golpe, perdió la consciencia y su mente, tal y como
deseaba, desconectó.
A las cuatro de la tarde le despertó una voz. El dolor de estómago era
insoportable y una arcada le obligó a incorporarse precipitadamente y echar
sobre el suelo de parqué un líquido blanquecino —en aquella ocasión el motivo
no fue la palabra «Paloma»—. Tras la descarga química, se encontró con su
hermano a los pies de su cama.
—Mira que eres burra —dijo.
—¿Por?
—No te hagas la tonta. Me ha llamado Cristina y me ha contado el numerito que
montaste anoche. Me dijo que llegara tarde porque, tras consultar a un médico de
guardia, averiguó que las pastillas que tomaste no podrían, en ningún caso,
acabar con tu vida. Pero sí advirtió que tendrías un terrible dolor de estómago.
134
—No puedes ni imaginártelo.
—Vístete, que nos vamos a mi casa.
Pasó el día semiconsciente. No se sentía cómoda habiendo llamado la atención
de su hermano, pero se sintió reconfortada y segura entre las sábanas de la
habitación de invitados.
—Después de todo, no has fracasado tanto en tu empeño, porque pareces una
muerta. Estás como un esqueleto —dijo su hermano, antes de desearle las buenas
noches—. Tienes que dejarte de tonterías y salir adelante. Si quieres, ahora que
no están papá y mamá, vente aquí a comer todos los días. Sé que a veces da
pereza cocinar para uno mismo.
Estaba cansada. Los ansiolíticos habían mermado sus capacidades mentales y
yacía sobre la cama con el espíritu resignado y la tristeza contenida mediante la
relajación. Había tocado fondo y ahora, por fin, podría levantarse y empezar a
vivir.
En los días sucesivos no se despegaba del teléfono y, aun con la esperanza de ver
reflejado en la pantalla el nombre de Alicia, se citaba con José para salir cada
noche en busca de otros cuerpos, en un vano intento de amainar su
resentimiento.
Su vida era gris, porque de su cuerpo se había desprendido todo atisbo de pasión,
de ilusiones. Pero podía recuperarse. Lo supo cuando, tras varias semanas,
reparó en que cada día era menos oscuro que el anterior. Aun no había vuelto a
sonreír, de aquello hacía muchos años, pero sentía que podría llegar a hacerlo,
que bastarían unos meses para escuchar su propia risa y para poder recordar a
Alicia sin que su imagen doliera tanto.
135

13
Estaba cenando cuando sonó la melodía de su teléfono y se encontró con el
nombre de Alicia reflejado en la pantalla.
—Sólo te diré una cosa —gruñó Alicia—: ¡Te echo de menos!
Antes de que Inma pudiera responder, Alicia cortó la comunicación. Bastaron
aquellas palabras para que desandara todos los pasos que había dado en el último
mes. Así, cuando en la siguiente llamada de Alicia, ésta reclamó su presencia,
Inma no dudó en tomar el primer tren, camino a Cádiz. Antes del viaje, pidió cita
en la peluquería, se maquilló y seleccionó cuidadosamente la ropa que se
pondría aquel día.
La casa de Cádiz estaba más limpia y reluciente que cuando se marchó. Se
notaba el paso diario de Alicia, su marca distintiva de limpieza, el olor a lejía por
las habitaciones y los perros, impolutos, mostraban su flamante pelo recién
lavado.
El sofá rojo, desafiante, llenaba la cabeza de Inma de recuerdos desagradables y,
aunque evitaba el pensamiento, la sensación permanecía. Se fue al baño y se
miró al espejo. Era la primera vez que veía su reflejo desde hacía muchos meses.
Observó que su delgadez afeaba su cara. Parecía una politoxicómana a cuenta de
su palidez y de sus ojeras. Revolvió su melena y trató de esconder tras ella su
rostro. La ropa era femenina. Sabía que a Alicia le gustaba verla con tacones y
falda, pero Inma sólo vestía de aquel modo cuando tenía levantada la autoestima,
por lo que había enterrado aquel tipo de ropa en el armario durante los últimos
años.
Escuchó el motor inconfundible del todoterreno. No quería asomarse a la
ventana pues sabía que la estampa del coche le trasladaría al día dos de febrero.
Escuchó los pasos de Alicia, acercándose hasta el portal y, cuando sonó el timbre
de la puerta, tragó saliva, se sacudió la cabeza y abrió.
136
—Vaya zapatos tan horribles. Parecen de vieja —confesó Alicia al verla.
Alicia atravesó el umbral de la puerta y acercó sus labios a los de Inma para
besarla. El cuerpo de Inma tembló cuando sintió el contacto de Alicia.
—Supongo que lo habrás pasado de maravilla por Madrid. Seguro que en
Chueca habrás encontrado a muchas mujeres.
Inma se mantuvo en silencio. No quería entrar en aquel juego de celos ni darle el
gusto a Alicia de justificar así su engaño con Paloma.
—Quien calla otorga —sentenció Alicia y su sonrisa se endureció cuando dio
unos pasos hasta Inma y le abrió la boca con su lengua. Fue tan impetuosa que el
cuerpo de Inmaculada cedió hacia atrás mientras Alicia la embestía, mientras la
besaba, buscando con su mano la vagina de Inma. Se separó bruscamente y se
dio la vuelta—. Bueno, me tengo que ir ya, que Mario me espera para hacer unos
recados.
Tras salir de su trance, Inma agarró el teléfono y llamó a Cristina para relatarle,
tal y como hacía siempre, las novedades:
—Estaba celosa, Cristina. Es el único gesto de pasión que me ha mostrado en
mucho tiempo.
—Lo que está es gilipollas. Y no puede ser que te conformes con migajas. No
entiendo para qué has vuelto, con lo bien que estabas en Madrid.
—Es que la quiero.
—No. Eso no puede ser amor. Y, además, no eres feliz, ¿es que no te das cuenta?
Alicia parecía ilusionada con su nuevo hogar que, de algún modo, estaba
pagando por su propia cuenta.
Habían decidido pasar el día en Granada y era Alicia quien llevaba el volante. El
cielo estaba despejado y aquella claridad ofrecía coloridos paisajes que se
desplegaban a ambos lados de la carretera.
137
—¿Tienes hambre? —preguntó Inmaculada cuando miró su reloj y vio que eran
las tres de la tarde.
Alicia no respondió e Inmaculada giró la cabeza hacia su novia para comprobar
si explicaba su ausencia de comunicación verbal algún gesto con los hombros.
Pero Alicia seguía mirando al frente, con los ojos serenos y los labios sellados.
—Si te cuesta tanto articular un monosílabo, al menos puedes mover la cabeza
en señal de negación o de asentimiento.
No era la primera vez que Alicia rehusaba responder a cualquier trivialidad e
Inmaculada, acostumbrada, en lugar de ofenderse por su falta de consideración,
se sonreía ante su rareza.
—Mira que eres excéntrica —apreciaba Inmaculada.
—Es que no tengo nada que decir.
—¿Qué tal un sí o un no? Ni que te hubiera preguntado cuál es el impacto que
han tenido en genética los experimentos realizados con la mosca del vinagre.
Durante el trayecto Inmaculada observaba que las manías obsesivas de Alicia
eran más frecuentes. Tocaba con más asiduidad el centro de la esfera de su reloj
de pulsera y, mientras conducía, dirigía una de sus manos al centro del volante.
Ya habían dejado atrás la ciudad de Málaga cuando divisaron un cementerio
junto a la carretera.
—¡Mira! —exclamó Alicia—, aquel debe de ser el cementerio de Casa
Bermejas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es conocido y hasta lo han restaurado. ¿Paramos aquí y le echamos un
vistazo?
138
A Alicia le fascinaban los cementerios y aunque Inma le preguntaba
ocasionalmente cuáles eran las razones de su apasionamiento, jamás era concreta
cuando daba sus respuestas. Se trataba, según el criterio de Inmaculada, de otra
excentricidad más, otro aspecto que hacía de Alicia, su Alicia, un ser más
genuino. Por tal razón no se sorprendió cuando, un par de años atrás, Alicia se
ilusionó temporalmente con la idea de estudiar un curso para trabajar como
maquilladora forense.
Habían aparcado y estaban caminando por las calles de aquel viejo cementerio.
Tras haber visto la lápida de un niño, Inmaculada paseaba junto a Alicia mirando
al suelo porque le aterrorizaba el mármol, las flores, las fotos de las lápidas, las
cruces y todo símbolo que representara la muerte.
—¿Cómo consigues dinero? —preguntó Inma cuando Alicia se paró frente a una
columna de nichos.
—Me lo envía mi padre. Va a ayudarme hasta que encuentre algún trabajo.
—Pero si tus padres tienen poco dinero. Además, el euro le saldrá carísimo.
—Tiene guardados unos ahorros que no conoce nadie más que yo. Y tal vez me
gire dinero para poner un negocio. Había pensado en un quiosquito de playa o en
el traspaso de alguna cafetería.
—Pues sí que tiene dinero guardado. ¿Y nosotras? —Inmaculada cambió de
tema porque no creía ni una palabra sobre el lugar de procedencia del capital que
le permitía a Alicia pagar su hospedaje.
—¿Qué pasa con nosotras?
—Que necesito estabilidad. Después de casi ocho años juntas, me cuesta ver
cómo te separas. El otro día hasta le escuché a Mario decir que estabais
pensando comprar juntos una casa.
—No hagas caso a Mario, que se hace muchas ilusiones. Él vive en su mundo y,
además, nosotras ya no somos ni siquiera novias.
—¿No?, ¿y para qué coño he venido hasta aquí?
139
—Porque aquí tienes tus responsabilidades, ¿o pretendes que me ocupe yo de
todos los perros? Además, todo llega y, cuando sea el momento, volveremos a
estar juntas.
—¿Acaso le guardas fidelidad a Paloma?
—¡Ya empiezas!, ¡métete en la cabeza que jamás me he acostado con Paloma!
—¿No la ves más?
—¡No!, ¡te dije que aquel día fui a su casa para despedirme de ella!
—Pensé que era por lo del tumor —Inma se permitió emplear la ironía, aun a
costa de la tormenta que le sacudiría tras sus palabras.
—¡Nos vamos!, ¡has estropeado el día que quería darte!
—¿Por qué?
Alicia emprendió un paso firme y acelerado hacia el coche e Inma sabía que
aquella tarde no vería las calles Granada. Era mejor no resistirse y callarse
durante el recorrido de vuelta para así ahorrarse los gritos y los insultos que, con
toda seguridad, proferiría Alicia.
Los portazos, los gritos, los insultos, las amenazas y las expulsiones nocturnas se
convirtieron en costumbre. Alicia tenía que volver a domar el carácter irónico de
Inma, acallar sus reproches y silenciar sus recuerdos. Pero los chillidos habían
perdido parte de su eficacia porque Inma, al ver a Alicia, al ver su sofá rojo, al
ver el todoterreno, no podía hacer otra cosa que revivir lo acontecido en los
meses anteriores y se permitía sentir cada vez más presente su rabia.
Habían pasado tres semanas desde que Inma regresó a Cádiz y, desde aquel día,
Alicia y ella se veían a diario. Ocasionalmente, Alicia le ofrecía a Inma algún
gesto romántico, que le hacía mantener la fe y las esperanzas respecto a su futuro
en común. Pero, del mismo modo, los gritos y humillaciones eran constantes.
Alicia cada vez se mostraba más agresiva porque Inma era cada vez más
140
irreverente. Sólo cuando Alicia le besaba o le dirigía algunas palabras amables,
Inma era capaz de olvidar su dolor y disponerse para darle a su ex novia otra
oportunidad, otro voto de confianza.
Vivían igual que un matrimonio, con la salvedad de que cada una disponía de su
propia casa: dormían juntas cada noche, mantenían relaciones sexuales
esporádicamente, iban al cine varias veces por semana, no había comunicación
entre ellas y los gestos de ternura por parte de Alicia eran inexistentes. Es decir,
no había diferencia alguna respecto a sus dos últimos años de relación.
Paradójicamente, la inestabilidad que levantaba el maltrato de Alicia, ofrecía una
situación conocida y, por tanto, estable. Además, Inma volvía a dormir sobre
colchones y, con ello, recuperaba una postura reconfortante.
Pero Inmaculada no encontraba amor en la mirada de Alicia, no encontraba
ilusión en sus ojos cuando la miraba. Sólo promesas. Sólo palabras que
confundían su percepción. ¿Estaba acaso tan resentida que era incapaz de reparar
en el cariño que Alicia le brindaba? La culpa de Inma había sido siempre, sin
duda, el mejor aliado de las intenciones de Alicia.
E Inma se repetía constantemente las palabras que Cristina había pronunciado:
«No eres feliz». Trataba de verse alegre, trataba de sonreír sin sentir que su gesto
estaba forzado y procuraba, con todo su ímpetu, recuperar la confianza en Alicia
para no permitir que le carcomieran los recuerdos como prueba de su falsedad.
—Mañana me voy a Madrid —informó Alicia cuando salían de una sala de cine.
Inma tardó en responder y, cuando lo hizo, dijo lo primero que pasó por su
cabeza.
—Esa es la frase del año. Todo un éxito de ventas.
—¿Te vas a poner irónica? Avísame para así no ir a tu casa a dormir.
141
—Imagino que irás a casa de Marta o a una finca de los padres de alguno de tus
amigos de El Club.
—Sí, iré a casa de Marta y pasaré allí la semana.
—Pensar que vayas a ver a Paloma —(arcada)— es pensar mal, claro.
Para sorpresa de Inma, Alicia no respondió con un grito.
—Te dije que ya no la veo desde aquel día. Y, si así te quedas tranquila, podrás
llamar a casa de Marta para localizarme allí cada noche.
«Confianza, otro voto de confianza» —pensó Inma, porque sabía que no podría
vivir prisionera de su desconfianza. Volvió a recordar las palabras de Cristina:
«No eres feliz».
—Pásalo bien.
—Voy para acompañar a Mario porque aún le quedan algunos trámites por hacer
y algunos muebles que traer del trastero de un amigo.
—Y dime, ¿te ha gustado la película?
Inma llamó las primeras noches al teléfono de la casa de Marta y atendía Alicia,
en una especie de arresto domiciliario.
Pero al tercer día Alicia pidió un permiso de excarcelación, advirtiendo a Inma
que aquella noche saldría a cenar con una amiga que había conocido por Internet
y que, tras la cena, irían a tomar unas copas por Chueca.
«Confianza. Otro voto de confianza. No eres feliz». Inma le deseó que disfrutara
la noche.
Alicia regresó a Cádiz junto a Mario y junto a un par de sillas corrientes y una
cafetera vieja. Inma pensó que con el dinero de la gasolina podrían haber
sustituido aquellos objetos por otros mejores. «Será por valor
142
sentimental».
A mediados de abril la madre de Inma cumplía años. Quería regalarle algo
especial, gastarse el dinero en un amor real y no desperdiciarlo en proyectos
desesperados. Y aunque a su madre le sobrara todo lo material, buscaba en su
gasto una forma de demostrarse que empleaba de forma correcta lo poco que
tenía cada mes, tras pagar las cuotas de los créditos. Ahora que no afrontaba el
alquiler de Alicia, podría permitirse un buen regalo. Y mientras buscaba en unos
grandes almacenes algún objeto del agrado de su madre, recordó que Paloma
cumplía años en marzo.
Salió precipitadamente del centro comercial y se dirigió a su casa. Encendió el
ordenador y abrió su agenda para comprobar que el cumpleaños de Paloma
acontecía el quince de marzo, precisamente el día en que Alicia anunció que
saldría a cenar con su amiga de Internet.
«Confianza. Otro voto de confianza. No eres feliz».
Trató de relajarse. Podría ser una pura coincidencia. Asoció ideas. Tampoco
hacía falta ser muy lista: «Si vas a un cumpleaños, acudes con regalo; más aún si
se trata de una amante; más aún si se trata de Alicia, que seduce al entorno a
través de sus ofrendas materiales».
Sin dudarlo, entró en Internet, buscando la página de su banco. Anotó su
contraseña y vio reflejados los últimos gastos del mes, pero no encontró algo que
delatara a Alicia. Respiró aliviada. El siguiente paso consistió en buscar la
página de El Corte Inglés. Tecleó su contraseña y obtuvo el detalle de los gastos
que figuraban a su nombre: dos créditos por la compra de dos vuelos a Buenos
Aires para dos pasajeros (doscientos ochenta euros mensuales durante un año),
un crédito por «electrodomésticos» (cuarenta y nueve euros mensuales durante
un año) y un cuarto crédito en concepto de «electrónica» (sesenta y dos euros
mensuales durante un año).
143
Inma veía venir otro de sus ataques. Se sonrió porque le resultaba divertido
comprobar cómo era capaz de conocer el preludio y el proceso. Se sonrió
porque, en el fondo, Alicia jamás pudo engañarla. Y se sonrió porque en aquel
momento fue consciente de que no era Alicia quien la agredía, sino ella misma,
al negarse todo aquello que conocía, tapándolo a favor de un amor destructivo.
Llamó a la empresa y solicitó información detallada. Así pudo averiguar que el
concepto «electrónica» se refería a la cámara digital que Alicia le había regalado
por su cumpleaños. En cambio, el concepto «electrodomésticos» era un
lavavajillas y, además, pudieron informarle de la dirección de entrega, la misma
dirección en la que el dos de febrero había visto aparcado su todoterreno, la
dirección de Paloma. ¿Y la fecha de entrega? Se lo dijeron sin que tuviera que
preguntar: el quince de marzo.
Después de tantas decepciones no hacía falta hurgar en sus sentimientos para
conocer la reacción. Se entregó, sin resistencia, al ataque de ansiedad y esperó,
consciente de cada paso, su proceso: temblor de manos, piedra en el estómago,
arritmias, mareos y vómitos. Lo que más temía llegaba al final: la sensación de
que estaba muriendo y la certeza de que no había hospital que operase su
enfermedad. Tras la sensación de muerte inminente, buscaba protagonismo
justificando su ansiedad y sus demandas de pastillas, alcohol o cualquier
pretexto evasivo que pudiera despegar sus pies del suelo. Se dejó arrastrar aún
sabiendo que todo aquello era predecible, que se trataba de más de lo mismo. Se
dejó destruir por una mente atormentada, que en lugar de estar desconsolada
debiera encontrarse aburrida. Y enrabietada, antes de que el alcohol y las
pastillas nublaran toda capacidad de sinapsis, pidió por fax,
telefónicamente, salvando el obstáculo del cambio de contraseña, el registro de
llamadas realizado por el número de móvil que tenía a su nombre en los últimos
tres meses.
Paloma (arcada), Paloma (arcada), Paloma (arcada)... el número de Paloma
estaba por todas partes. La lista era un monopolio. Y la afluencia de llamadas
144
concluía el cuatro de abril. Después de aquel día, a las once de la noche, no
volvía a registrarse su teléfono. Ni en mensajes ni en llamadas.
Una pequeña parcela de su amor propio suspiró: al menos había conseguido que,
después de todo, su relación fracasara. La inmensa parcela que abastecía el resto
de su amor propio quedó dinamitada por la humillación. ¿Cómo era posible que
Alicia comprara un lavavajillas a su amante con la cuenta de su novia? Tan
humillante y vulgar resultaba que empezó a reírse a carcajadas y secó de golpe
sus risotadas porque pensó que quizá estaba volviéndose loca.
Había una sola cosa a favor: la ruptura de contacto con Paloma (arcada). Algo
intrascendente para una mente sana y objetiva. Algo sobradamente trascendente
para una mente obcecada en reafirmar su amor propio en una batalla insana,
ajena e impuesta por la desnaturalización. La parte en contra era la misma de
siempre, aquella que, a base de flotar hacia la superficie, había perdido su
gravedad y su valor: la mentira.
Borracha, acudió a la casa de Alicia. Y, sin miedos, sin temor a las represalias,
escupió todo aquello que pensaba, todo aquello que nunca antes había podido
decirle porque ya nada le importaba, porque solamente pretendía librarse de
aquel dolor. Pero jamás podría recordar la discusión porque estaba demasiado
embriagada.
Su consciencia despertó tras su sueño, entre las sábanas de Alicia. Cuando abrió
los ojos, ella estaba despierta. Se acercó al cuerpo de Inma y la abrazó. Por
primera vez en mucho tiempo había lágrimas en la cara de Alicia.
—Perdóname. Quiero ser tu novia. Quiero ser tu vida —dijo Alicia mientras
sostenía el cuerpo de Inma en un fuerte abrazo.
Cuando trató de girar la cabeza, la resaca detuvo el impulso de Inma, que se
llevó una mano a sus sienes y permaneció estática.
—Me he acostado con dos mujeres, pero nunca con Paloma —explicó Alicia.
145
A Inma ya poco le importaba descubrir la verdad. De nuevo, las palabras de
Cristina se hicieron con toda capacidad de pensamiento: «No eres feliz».
—No importa ya. Sólo quiero que seamos felices —pronunció Inma antes de
volver a quedarse dormida.
Lo acontecido a propósito del cumpleaños de Paloma entró en la lista de temas
tabúes. El lavavajillas era un asunto zanjado después de que Alicia explicara que
le había hecho aquel favor a Paloma, puesto que ella no tenía posibilidad de
pagar a plazos, pero que, cada mes, le transferiría el dinero de la cuota a la
cuenta de Alicia. Desde luego, Inma no creía una sola palabra, pero al menos
agradecía la mínima decencia de haber pasado las cuotas a una cuenta bancaria a
nombre de Alicia y no a la suya propia. De modo que la relación entre Alicia e
Inma volvió a adquirir los matices acostumbrados, esta vez con la etiqueta de
noviazgo. Pero nada había cambiado. Los ojos de Alicia seguían mostrando las
mismas carencias.
—Debes dejarlo —insistía Cristina—, porque está claro que ya no te quiere.
—Y, ¿por qué va a empeñarse en seguir a tu lado una persona que ha dejado de
amarte?
—Por comodidad.
—Pero si ya no le pago nada. Y menos aún después de enterarme de la jugada
del lavavajillas.
—Por la comodidad de que tú sí la quieres.
—Pero si mi exceso de amor le agobia. Eso es una desventaja. Lo que pasa es
que está mal de la cabeza.
—Eso sin duda. Está fatal. Pero, aunque te quiera, no lo hace de forma sana. Y tú
no estás bien. Serías más feliz sola o con otra persona a tu lado, ¿cuándo te darás
cuenta?
—Cristina, no puedo vivir sin Alicia. Para mí eso es incuestionable.
146
Los padres de Inma, para celebrar la venta de otros terrenos, obsequiaron a sus
hijos con otro regalo: el dinero suficiente para que Inma pudiera cancelar los
créditos bancarios que tenía pendientes. Su situación económica volvía a
restablecerse, pero no le devolvió a Alicia su tarjeta como autorizada, ni le
ofreció una ayuda mensual para afrontar sus gastos. El lavavajillas fue la razón
fundamental del cambio de actitud de Inmaculada.
—¡Qué rara estás respecto al dinero! —le reprochó Alicia una mañana. Pero
Inma no dijo nada. «Rara tú, que aún con la soga al cuello le compras a tu
amante un regalo, a plazos, con una tarjeta de la que soy titular. No te atrevas a
hablarme de dinero nunca más». Aquella Inma nocturna que siempre había
estado acallada, pujaba por salir a la superficie y enfrentarse a Alicia. ¿Cuántos
estruendos más debían sonar para que despertara?
Estruendosa fue, desde luego, la noticia que le dio Alicia pocos días después. —
En junio viene mi madre a verme.
147

14
Inma, aunque siempre había sido correcta con Berta, la madre de Alicia, jamás
tuvo una opinión favorable porque consideraba que la vida de aquella mujer
estaba plagada de incoherencias, en un intento por esconder en lo divino sus
aspiraciones más viles y terrenales. En cierto modo, Inma estaba resentida por el
daño psicológico que aquella mujer había causado en su hija. Las prohibiciones
que nacían de su fanatismo católico y cristiano, las represiones, los castigos...
Inma tenía la sensación de que para aquella mujer piadosa sus hijos habían sido
un estorbo porque le mortificaba el recuerdo de la fornicación y del pecado a una
mujer que decía sentir la vocación de monja, de casta, de virgen hasta el día en
que su divino se la llevara por delante, se la llevara hacia arriba, hacia la gloria,
admirado ante el comportamiento de una santa, una buena alumna que jamás
faltaba a clase. Y aquellos niños, sus hijos, crecieron encerrados en el templo de
su madre, rodeados por iconos eclesiásticos, cuyas figuras se izaban sobre un
altar, justo en el centro del comedor de su casa.
Berta siempre había pensado que su hija era absolutamente normal. Le
disfrazaba de monaguillo cada domingo y contemplaba cómo asistía a su amado
párroco con devoción y sentido de la autoridad, del orden, del compromiso para
con su dios, el dios de Berta. Era una cría normal porque rezaba cada noche,
porque ordenaba su habitación, porque se iba pronto a la cama y porque, en
general, hacía todo como dios mandaba.
Pero Alicia tenía su propia idea del mundo cada vez que se encerraba en su
cuarto, en su verdadero altar. Allí podía descargar sus miedos y tener una vida a
expensas del dios de su madre.
A los ocho años, Alicia padecía contracciones nerviosas involuntarias por todo el
cuerpo. En su casa juzgaban el asunto como un problema estético, así que
bastaron unas pastillas prescritas por su médico de cabecera, haciendo caso
omiso
148
al desajuste emocional que revelaban aquellos tics nerviosos. Porque su hija era
absolutamente normal. Normal completamente.
Alicia se hinchaba de orgullo cuando observaba que en el colegio la temían los
demás niños. Y se hinchaban de orgullo sus familiares cuando se enteraban de
que semejante actitud agresiva y autoritaria se calcificaba cuando tenía que
proteger a su hermano mayor de alguna trifulca. Aceptaba con el mismo orgullo
los castigos de los profesores que, lejos de amedrentar aquella mente infantil,
acercaban su imagen a su sueño de convertirse en una pequeña heroína
incomprendida y mártir. La misma pretensión que llenaba los sueños de su
propia madre. El orgullo... la joya de su corona, de su alma implacable.
Y al llegar a casa, con el cuerpo magullado y el uniforme sucio y arrugado, se
sentaba junto a su hermano en el patio de la entrada y jugaban a tostar hormigas
con un mechero para después tragárselas.
Para cuando Berta empezó a plantearse que su niña no era normal del todo,
Alicia ya había intentado matarse en varias ocasiones. La culpa: la adolescencia;
la solución: Dios. Mandó a su hija a unas acampadas cristianas para que a través
de unas doctrinas plagadas de ideas de pecado, pecadores, castigos y redentores
anónimos pudiera ilustrarse el camino a la salvación.
Y sí, encontró un camino y volvió contenta, ilusionada, enamorada. En aquella
excursión católica comprendió que era lesbiana y lo asumió, por fin, gracias a
Dios y a una guapa compañera de acampada.
Con prisas por huir de la casa de torturas, Alicia se alistó en el ejército. Su idea
de salvadora se dibujaba en la otra cara de la moneda que sostenía su madre,
porque su medio serían las armas y no los hábitos. Armas y hábitos: la
combinación más letal que reza la historia.
Y Berta, más orgullosa por el dinero que Alicia le hacía llegar cada mes que por
el trabajo que desempeñaba, empleaba las ayudas de su hija en sofás de cuero y
abrigos de visón. ¿Qué diría san Francisco respecto a la matanza de animales?
Desde aquel primer sueldo, Alicia paladeó con agradecimiento las solicitudes
económicas de su madre. Su orgullo y satisfacción. Porque después de vivir
tantos
149
años la desaprobación y los castigos, había encontrado el medio para ganarse
palabras cariñosas y sosegadas. Cuanto más dinero ofrecía, compraba más
respeto y se ganaba la libertad para vivir a su manera, sin explicaciones, sin que
nadie cuestionara si pecaba o dejaba de pecar. Alicia compraba su bula para
poder comer carne cuando le viniera en gana. Ciertamente, era incuestionable
que Berta tuviera vocación eclesiástica.
—Me alegra mucho que venga tu madre —respondió Inma. —Pues a mí me
angustia la idea.
—¿Por qué?
—Porque ahora estamos fatal de dinero.
Nada trastornaba tanto la mente de Alicia como los asuntos que se referían a su
madre y a la santa combinación dinero y madre. Se manifestaba en su cara, en
sus ojos angustiados, en su musculatura, contraída por los nervios porque de
nuevo volvían sus tics. Y a Inma le embargaba la lástima, la rabia, el
resentimiento hacia Berta y la compasión hacia su novia.
—No te preocupes por eso. Yo puedo ayudarte con lo que quede de sueldo.
Podremos llevarla a conocer la catedral de Santiago y todos aquellos lugares que
le interesen.
—Pero me pedirá dinero cuando se vaya.
—¿Ella no sabe que tu padre te está ayudando?
—No. No estaría conforme. Es un secreto entre él y yo.
—Pues ya es hora de que digas alguna vez que no. Porque, aunque lo
tuviéramos, Alicia, aunque nos saliera el dinero por la boca y no supiéramos
dónde meter tanto, deberías no dárselo, porque te juro que no puede ser sana esa
relación.
El día uno de junio Alicia e Inma fueron juntas a Madrid para recoger a Berta.
150
—Mi madre, con tal de que no haga un viaje tan largo en coche, sería capaz de
venirse andando —espetó Inma, airada ante la comodidad de Berta, que ni tan
siquiera había manifestado la intención de coger un tren en Madrid con destino a
Cádiz.
—Me importa una mierda lo que haga tu madre porque tu madre es una puta
bruja y, además, no tienes por qué venir, así que no me jodas o te dejo en la
primera estación por la que pasemos.
—Yo tampoco pienso coger un tren, cielo.
Ya había anochecido y Alicia seguía al volante. Inmaculada sacaba temas de
conversación de manera incesante, pensaba en voz alta con ligereza puesto que
siempre había considerado que una de las mayores virtudes de su novia era que
sabía escuchar, a pesar de nunca tuviera alguna apreciación que ofrecerle, algún
parecer o consejo sobre sus planteamientos, sobre todas aquellas ideas o
inquietudes que únicamente incumbían a Inmaculada. En aquella ocasión le
manifestaba su interés por hacer algo que mantuviera su mente ocupada. Le
hablaba de su relación, cada vez más distante con su círculo de amigos y
conocidos, le hablaba de su familia, de su sobrino y de todos aquellos asuntos en
los que se permitía pensar cuando la ausencia o las agresiones de Alicia no
agitaban su mente, anulando cualquier capacidad cognitiva.
—Ya te he dicho miles de veces que te prohíbo trabajar en cualquier cosa. Y,
además, no paras de hablar —bromeó Alicia.
Inmaculada se disculpó y consideró que el comentario de su novia estaba
justificado, porque Inma sentía la urgencia por compartir todo con Alicia, porque
tenía la sensación de que las cosas que le ocurrían carecían de sentido hasta que
no se las contaba.
—Perdona, soy una pesada...
—No, mi amor, no te preocupes, que a mí no me molesta, aunque cuando
planteas tus opiniones parece que las impones y, además, usas una palabrería un
151
poco cursi y pedante y, tal vez, eso haga que la gente esté asustada cada vez que
inicia contigo cualquier conversación.
—¿Asustada?
—Claro, porque temerán que les sueltes algún rollo del que no puedan zafar.
—Pero si sólo pretendo comunicarme contigo. Como tú nunca me hablas de tus
emociones, trato de dejar las mías claras.
—Mira al frente —propuso Alicia.
Estaban prácticamente solas en la autovía nacional. La luna, escondida tras
alguna nube, no ofrecía reflejo alguno de luz. Inma miró hacia el frente para
observar los tramos de asfalto que iluminaban los faros de su coche. No había
nada en especial.
—¿Qué quieres que vea?
—Fíjate ahora, detrás de esta curva.
Alicia activó las luces largas e Inma pudo comprobar que tenían por delante un
extenso tramo en línea recta.
—No entiendo nada —pronunció Inmaculada sin dejar de mirar hacia delante.
De golpe, dejó de ver o, más bien, lo vio todo negro porque frente a ella se
plasmaba la oscuridad más absoluta mientras escuchaba el rugir del motor, que
seguía en la misma marcha—. ¿Qué pasa?, ¡vamos a matarnos!, ¡se han fundido
las luces!
La relajación que mostraba la cara de Alicia inquietó más a Inmaculada.
—¡Pisa el freno!
Segundos después, Alicia volvió a activar los faros e Inma quedó consternada
durante unos instantes, hasta lograr comprender que aquella acción había sido
intencionada.
—¿Has visto qué divertido? —preguntó Alicia.
152
Inmaculada, aún empalidecida por el susto, trató de contenerse para no
reaccionar de una forma negativa o decepcionante que pudiera quebrar las
ilusiones de Alicia.
—Bueno, un poco peligroso, la verdad.
—Pero si venía una recta. Estos segundos siempre me inyectan vida.
Por defecto, Inmaculada procuraba encontrar el lado romántico de cada hazaña y,
ciertamente, respetar el derroche de adrenalina de Alicia favorecía un
componente añadido porque con ello ofrecía otra prueba más de confianza al
dejar, literalmente, su vida en manos de Alicia.
Inmaculada no reparaba en que se estaba encontrando frente a otra de las
cualidades de Alicia: su capacidad para convertir cualquier transgresión
temeraria en un impulso de originalidad capaz de seducir a todas sus ratas de
Hamelin, a todos aquellos que habían caído en su embrujo y que eran incapaces
de cuestionar sus acciones. Inma celebraba sus ocurrencias porque, después de
todo, iluminaba su espíritu comprobar que existían ciertas motivaciones que
dibujaban los gestos de Alicia con unos trazos que parecía traducirse en
emoción.
Llegaron a Barajas minutos antes de que aterrizara el avión de Berta. Al verla
salir por la puerta, una mujer envejecida, cargada con maletas, con problemas en
las articulaciones y los movimientos torpes, Inmaculada sintió lástima. Miró el
rostro de su novia y descubrió que más que transmitir ilusión, desprendía
nerviosismo. Inma acudió al encuentro de Berta y, mientras ésta saludaba a su
hija, se hizo cargo del carro que sostenía las maletas.
Alicia e Inma estaban agotadas, pero tenían que reemprender el viaje de vuelta.
Inma trataba de ser cordial y cariñosa con Berta, aun a costa de que en ocasiones
Berta la tratara como a una pecadora, una lesbiana que andaba detrás de su hija,
con la intención de corromperla e intoxicarla con valores degradantes.
153
En cualquier caso, tras su paso por Buenos Aires, Inma se sentía agradecida
debido al hospedaje. Mientras estaba en su casa, nunca le hicieron sentir mal y le
dieron un trato atento y amable. Por tal razón, no le costaba esfuerzo ser
agradable con Berta, a pesar de sus diferencias.
Debido a que Mario se encontraba en Roma de vacaciones, junto a un amante
italiano, Alicia podía disponer de la casa a sus anchas y había acondicionado la
habitación de su compañero de piso como sala provisional para la estancia de su
novia cada vez que ésta quisiera quedarse a dormir. Berta dormiría en la
habitación de Alicia.
—¿Cuánto tiempo se quedará tu madre? —preguntó Inma mientras Berta se
duchaba.
—Dos meses.
Había temido hacer antes la pregunta porque ya sospechaba que su estancia sería
prolongada. Eran del tipo de familias acostumbradas a amortizar el dinero del
billete de avión a base de tiempo en el lugar de destino.
—Pero pasará el último mes en Italia, viendo a parte de su familia.
Las primeras cuatro semanas se hicieron llevaderas para Inma. Dormía todas las
noches en la habitación de Mario y mantenía buenas relaciones con Berta. Salían
las tres a pasear por la playa o a ver centros comerciales, la debilidad de Berta,
que tenía en mente la idea de deslumbrar a todas las compañeras que acudían a
su casa para rezar el rosario con ropa de calidad, de origen europeo. Entre Ave
María y Padre Nuestro, revelaría a las demás la composición de su camisa y la
marca de su falda.
—No puedo entenderlo. Nosotras estamos deseando ir a Buenos Aires para
comprar ropa, porque allí sale baratísima y, en cambio, tu madre quiere
154
gastarse aquí una fortuna. Un euro vale muchos pesos...
—Déjala. Es su dinero.
Pero Inma no tenía tan claro que las compras las realizara ella. Seguramente,
pensaba, Alicia pagaría muchas veces los caprichos de su madre. Sobre todo
cuando iban solas a El Corte Inglés, porque Inma estaba convencida de que en
aquellas escapadas Alicia echaba mano de su «tarjeta mágica».
Berta tuvo que comprarse otro par de maletas para ir almacenando todo aquello
que compraba. Tenía la agonía por llevarse todo lo que estuviera al alcance de su
vista: desde un carrito de la compra que Alicia no usaba, hasta el teléfono fijo
que tenía su hija en casa o la báscula que le hizo comprar a Alicia para conocer
el peso de sus maletas, asegurándose de no tener que pagar una multa por el
exceso de equipaje. La báscula delató muchos quilos sobrantes, pero Berta
seguía acumulando compras, convencida de que Alicia se ofrecería para pagar la
multa de la compañía aérea. Aquella vileza era lo que enfermaba a Inma, que se
esforzaba por contenerse cada vez que se encontraba con detalles de índole
semejante.
Y para cuando Berta quiso viajar a Italia, Alicia se ocupó de buscar un billete por
petición de su madre. Inma, que contemplaba la explotación y el apuro de Alicia,
su incapacidad para afrontar tantos gastos, quiso tomar partido.
—Del billete me ocupo yo —anunció Inma mientras cenaban las tres frente al
televisor—. Quiero con ello agradecerte tu hospedaje en Buenos Aires. Es un
detalle en respuesta a lo atentos que fuisteis conmigo mientras estuve allí —no
obstante, Inma era consciente de que Alicia, durante su estancia en Buenos
Aires, pagaba a su madre cien euros semanales en concepto de los gastos extra
que suponía la estancia de las dos.
Berta sonrió y siguió comiendo. Seguro que a sus ojos Inma había dejado de ser
tan pecadora, a pesar de su homosexualidad. Un billete de avión a cambio de
otra bula eclesiástica. Pero Inma lo que pagaba era el desahogo de su novia y la
155
ausencia de sus retomados tics nerviosos. Alicia buscó el vuelo e Inma pagó con
su tarjeta.
Berta regresó de Italia cargada con otra maleta más. En el aeropuerto se la
encontraron visiblemente enfadada y Alicia, más nerviosa que de costumbre, se
mostraba sumisa ante los desaires de su madre. ¿Sería por aquel motivo por el
que Alicia sólo sabía querer a través de los pulsos, del dominio y el despotismo?
Y cuanto más se sometía Alicia, más implacable era su madre, tanto más
enmudecía y endurecía su gesto descortés. Ni Alicia ni Inma acertaban a
comprender la razón de su rabieta.
Mario regresó de su viaje a la mañana siguiente, llegada que Inma agregó a su
lista de acontecimientos desagradables. Se sentaron los cuatro a la mesa para
comer y, ya en los postres, Berta dio a conocer la causa de su enojo, justamente
cuando Mario preguntó por su vuelo —impulso milagroso teniendo en cuenta lo
egocéntrico y egoísta que era el amigo de Alicia; Inma estaba segura de que, tras
su pregunta, desconectaría de la situación y viajaría mentalmente al recuerdo de
las noches vividas con su amante italiano—.
—El vuelo ha sido catastrófico y agotador porque mi hija, que tanto me quiere,
me buscó un trayecto con escala. Así que, maletas para arriba y maletas para
abajo, vengo machacada.
—¡Mamá!, ¡los vuelos directos eran demasiado caros! —explotó Alicia.
—Todo depende de cuánto quieras pagar por la comodidad de tu madre.
Inma se levantó para ir al baño. Sabía que si permanecía allí no podría
contenerse. La indignación se le subió a la cabeza y al mirarse al espejo
comprobó que la ira le había enrojecido sus mejillas. Respiró hondo varias veces
y regresó al comedor como si nunca hubiera presenciado aquella situación.
156
Tal y como Alicia había previsto, Berta le pidió tres mil euros días antes de su
fecha de salida. Alicia se mostraba desolada y Berta no escondía su gesto de
enfado.
—Es que me está probando —dijo Alicia, mientras caminaba junto a Inma sobre
la arena de la playa—. Quiere comprobar que sea cierto que tenga dinero.
Podrías ayudarme.
—¿Cómo?
—Hablando con ella. Le he dicho que tengo una plaza de garaje en Madrid y que
ahora no la puedo vender, que no es buen momento. Y ella insiste en que la
venda para llevarse el dinero a Buenos Aires.
—No comprendo nada.
—Yo tampoco. Ella es así. Siempre me está asfixiando.
—Y ¿por qué te dejas? Dile que no tienes y ya está. Una madre no puede
quererte menos por eso.
—Creo que la mejor opción es que le hables. Tú eres muy inteligente y ella
admira esa cualidad tuya. Cuando hablas de economía eres muy vehemente. Y te
ve sincera, así que te creerá si le dices que todo lo que me he inventado es cierto.
—Pero es que no estoy de acuerdo. Así no arreglas nada, así sólo alimentas todo
ese rollo insano que os traéis las dos. Y, además, se me nota mucho cuando
miento.
Volvieron a casa y se encontraron con el gesto amargado de Berta. Sin levantar
la vista ni saludar, mantuvo la mirada en el televisor. Alicia se fue directamente
al baño e Inma se imaginó que tendría colitis, porque siempre se descomponía
cuando estaba demasiado nerviosa. Enfurecida, Inma decidió que no le
importaría mentir a una mujer como Berta.
—Berta, ¿podemos hablar unos minutos?
Alicia salió del baño e Inma le guiñó un ojo sin que su madre se diera cuenta.
157
—Alicia, he pensado que esta noche cocinaré yo y necesito champiñones y
beicon para hacer una salsa carbonara. ¿Te importaría ir al supermercado?
Cuando Alicia salió de casa, Inma respiró hondo antes de acercarse al sofá en el
que Berta se encontraba.
—Alicia me ha contado superficialmente el problema que tenéis y no es que
quiera meterme en asuntos que no son míos, pero os aprecio demasiado y me
duele que no lleguéis a un entendimiento.
Inmediatamente, Berta adoptó un gesto de mártir y clavó su mirada en un punto
indeterminado de la estancia.
—Es que yo creo que mi hija me miente, que no tiene ni un garaje, ni una
empresa, ni nada de nada.
—En cualquier caso, mi humilde opinión es que no sirve de nada presionarla ni
pedirle dinero.
—¿Yo?, ¡válgame Dios!, pero si no le pido nada. Pero, si tanto tiene, ¿por qué le
cuesta tanto esfuerzo darme tres mil euros? Decime, ¿es cierto eso del garaje?
—Sí, tiene un garaje en Madrid y ahora es mal momento para venderlo. —¿Y la
empresa que tiene con vos?
—También.
—¿Y no deja plata?
—Sí, pero es plena época de inversión. Ahora no se puede sacar nada. Además,
ya sabes cómo son los negocios. Las cosas pueden no salir bien y eso es muy
estresante. Por eso pienso que no le favorece sentir más presiones, porque debes
de tener en cuenta que la vida en España es mucho más cara que en Buenos
Aires.
—Pero, si yo no lo la presiono...
—Ya, ya lo sé. Se nota que eres una mujer inteligente y generosa, que
comprende los problemas de su hija y que sabe lo duro que es empezar de cero
en un país extranjero.
158
Inma se permitió la ironía porque asumía que la sinapsis era todo un
acontecimiento en el cerebro de Berta y que sería incapaz de detectarla.
—Claro, claro, yo la entiendo.
Sonó la cerradura de la puerta y así dieron por finalizada la conversación. Berta
recibió a su hija con una sonrisa y Alicia, con la mirada, agradeció a Inma su
mediación.
Semanas después, a finales de agosto, tras retrasar un mes más su vuelta, Alicia,
Inma y Berta pusieron rumbo a Madrid. Un rumbo lento por el excesivo peso
que ejercían sobre el motor las cinco maletas.
Tal y como había imaginado, tras facturar las maletas, Inma acompañó a Alicia
para pagar el exceso de equipaje de su madre. Una cantidad de dinero
desorbitada.
Y, a pesar de todo, Inma se apenó cuando vio marchar a Berta. Aunque mucho
más poderosa era su sensación de alivio. Nada le apetecía más que llegar a Cádiz
y dormir abrazada al cuerpo de Alicia.
159

15
Las dentelladas de Berta a la economía de su hija la dejaron malparada, pues no
veía forma de afrontar el pago del alquiler y había dejado a deber el último mes,
buscándose una disculpa, un viaje al extranjero. Y, a la llegada de septiembre, la
deuda se acumulaba y el propietario insistía asustado, porque los pretextos
habían dejado de ser creíbles debido a la reincidencia. Mario, ajeno al
conocimiento de los impagos, entregaba a Alicia puntualmente su proporción de
alquiler. Pero también su dinero, por arte de magia, Alicia lo había hecho
desaparecer y tuvo que confesárselo a su novia cuando se sintió arrinconada.
—Es que, con la presencia de tu madre, mi cuenta también se ha quedado seca
—aducía Inmaculada.
Inma tenía claro que no le ayudaría en aquel momento. La relación de su madre,
sus excesos, su abuso, debía tener sus consecuencias y aquella sería la única
forma de que Alicia pudiera madurar. No buscaba, por prepotencia, aleccionarla,
sino que era contraria a participar de ello, a alimentar el mundo de fantasía que
Alicia se había creado de cara al resto de la humanidad.
Como salida, Alicia buscó otro apartamento y convenció a Mario con el debido
argumento: el nuevo piso estaba muy próximo a su lugar de trabajo.
Mario, halagado por la consideración de Alicia, accedió instantáneamente. Y,
para cuando consiguieron la nueva vivienda, Alicia reunió el dinero suficiente
para pagar los atrasos al anterior propietario y poder afrontar su parte de los dos
meses adelantados, más el mes de fianza, que pedía el nuevo casero.
¿Cómo podía asumir tanto gasto? El padre de Alicia debía de poseer una fortuna
debajo del colchón.
El otoño pasó igual de desapasionado que el resto de estaciones de aquel año.
160
Cuando Inmaculada despertó en la cama de Alicia, se vistió y salió hacia su casa
para atender a los otros dos perros. No tenía más responsabilidades que aquella y
no contaba con más gente que Alicia en el Puerto de Santa María. Por otro lado,
se sentía incapaz de concentrarse en cualquier tarea, puesto que tenía el
pensamiento abotargado, amarrado a la inercia de su rutina y del miedo. Por
tanto, tras salir a pasear con los perros y llenar sus cuencos de bebida y de
comida, volvió a subirse al coche para regresar a la casa de Alicia.
—No entiendo por qué no vivimos juntas —dijo Inmaculada mientras comían en
el salón de Alicia.
—Porque no soporto tu desorden.
—Pero es que necesito sentirme estable contigo, saber que existe un futuro.
Además, a fin de cuentas, pasamos todo el día juntas.
—Así estamos bien. Todo llega.
—Pero, dime, ¿me amas?
—Te he dicho mil veces que no me gusta que me hagas esa pregunta tan
estúpida. Esas cosas se dicen cuando salen.
—Pero es que a ti nunca te sale ni que sí ni lo contrario. —Pues, ¿tú qué crees?
Claro que te amo.
—Y, ¿por qué no lo siento?
—Porque tú no te enteras de nada.
Pasaron la tarde sentadas frente al televisor. A su apatía y falta de vitalidad
habitual, aquel día se añadía al cuerpo de Inmaculada un creciente dolor de
cabeza que había empezado durante la mañana como un simple pitido
impertinente cada vez que giraba los ojos en alguna dirección.
—¿Tienes algo para el dolor de cabeza? —preguntó Inmaculada.
161
—Busca en la estantería.
La estantería en cuestión estaba formada por cinco estantes que rebosaban todo
tipo de objetos. Inmaculada había reparado en que Alicia mostraba un extra de
malhumor aquella tarde, unos puntos más elevados en el «malhumorómetro» con
el que Inma calibraba la calidad de sus momentos y de su propia salud mental.
Sabía que en aquellas horas era carne de maltrato si no actuaba con tiento y
preguntar en cuál de los estantes estaban las pastillas era un motivo que
despertaría algún reproche del tipo «nunca encuentras nada porque eres una
inútil». Por otro lado, si tardaba demasiado en localizar los analgésicos,
suscitaría alguna burla humillante referida, precisamente, a su inutilidad. Se
concentró tanto como pudo para analizar minuciosamente el recorrido visual de
cada estante y llamó su atención una nueva caja blanca y cuadrada de cartón.
Metió la mano y palpó un objeto áspero y duro, de superficie irregular. Al
sacarlo de la caja se encontró con la estructura ósea de un maxilar inferior.
—¿Qué coño es esto? —preguntó Inmaculada mientras devolvía súbitamente el
objeto a la caja y se restregaba los dedos en la tela de su camiseta.
—Una mandíbula. —¿Humana? —Claro.
Inmaculada esperaba que Alicia relatara los motivos que explicaran qué hacía la
mandíbula de un muerto en una caja blanca de su salón, pero su novia mantenía
la vista en el televisor, entregada a la trama de la película.
—Pero, ¿qué hace aquí esto?, ¿de dónde la has sacado?
—De un cementerio.
—¿Has profanado una tumba?
—No, no hizo falta porque estaba en un osario. Mario me acompañó.
Inmaculada procuró comprender, a través de sus preguntas, qué sentido tenía
para Alicia conservar aquel resto humano, pero las respuestas de su novia eran
evasivas. De algún modo, debido a la naturalidad con la que Alicia trataba sus
162
intereses y motivaciones, Inmaculada lo acababa interpretando como otra simple
excentricidad, algo digno de elogio, otro detalle esclarecedor de una
personalidad exclusiva, sólida y vehemente. Tras la perorata de Alicia quedaba
claro que tener una mandíbula en casa era lo más normal y cándido de este
mundo. Bastaba con que Alicia clavara en los ojos de Inmaculada su penetrante
mirada para que todo acontecimiento fuera comprensible desde la hipnosis
permanente que creaba su influjo.
—Y, ¿se puede saber qué haces curioseando? —preguntó Alicia y no tuvo que
decir más para que Inmaculada tuviera la certeza de que aquella noche acabarían
mal las cosas.
Horas más tarde, Inmaculada se encontraba arrancando el motor de su coche,
después de que Alicia la expulsara de su casa. Debido a que cíclicamente se
repetía la misma situación, la ansiedad que padecía Inmaculada se iba
suavizando puesto que, por pura habituación, sabía que cuando llamara a la
mañana siguiente, Alicia actuaría como si nada hubiera pasado la noche anterior.
163

16
—No me trago lo de su padre —dijo Cristina al teléfono.
—Pues de algún lado sacará el dinero —respondió Inmaculada.
—No sé, pero seguro que no es de su padre. Y, ¿por qué no busca trabajo? —Lo
busca. De vez en cuando envía algún currículo.
—Pues no lo busca bien.
—De todas formas, no se le va de la cabeza la idea de poner algún negocio.
—Sí, claro. Es Antoñita la fantástica. Y, al final, no importa lo del trabajo para
decirte lo de siempre: que sigo sin verte feliz y que, además, tampoco creo que
lo sea ella.
Mario seguía interesado en comprar un piso. Se hacía cada vez más evidente
para Inma que era un proyecto que ambos hablaban con asiduidad y que ambos
tenían como seguro. Que Alicia alimentara la idea de Mario le sugería que no
tenía pensado reunirse con ella ni a largo plazo, pero, por otro lado, restaba
importancia al asunto, consciente de que la falta de solvencia de Alicia era
incompatible con la compra de un inmueble.
No se paraba a pensar que, de todas formas, a ella misma le aterraba la idea de
volver a vivir bajo la tiranía de su carcelera. Su iniciativa se movía únicamente
por su necesidad de seguridad, ya que vivía deshojando margaritas porque no
sabía si su novia realmente le amaba.
Con la llegada del invierno, las amenazas de ruptura se aceleraron. Aunque, en
diciembre, el día del cumpleaños de Inma, Alicia recuperó el dulce vocabulario
que empleaba durante los primeros años de relación. Colmó a su novia de
regalos y, en cada envoltura, firmó con bellos deseos y palabras de amor. No
obstante, durante la cena, Inma tuvo una insólita sensación: sentía que cenaba
junto a una
164
extraña y que todo aquel ritual era una farsa, un camelo, porque la mirada de su
novia seguía siendo impenetrable.
Durante las fiestas de Navidad tuvo el mismo sentimiento. Y también cada
noche, cuando se iban juntas a la cama y Alicia ponía alguna película antes de
dormir.
Coincidiendo con el nuevo año, Inma, sin darse cuenta, empezó a despegarse de
Alicia. Una tarde se sorprendió leyendo en su casa y, desde entonces, no paró de
leer, retomando una costumbre que había perdido tras conocer a su novia. Otra
tarde salió de casa, sin avisar a Alicia, y fue al centro comercial para comprarse
un par de películas. Gastarse el dinero en ella misma era algo que dejó de hacer
muchos años atrás. Con el mismo empuje autónomo, acudió a una ONG y se
propuso como voluntaria. Empezó a armar su propia identidad y cada iniciativa
se revelaba como un esfuerzo por romper los lazos de su dependencia
emocional.
Desde que vivió la traición de Paloma, las noches de Inma eran campos de
batalla, recuerdos vestidos de guerra y atrincherados en su almohada. Siempre
tenía pesadillas y, al girarse y observar la cara de Alicia, el amor hacia aquel
rostro amainaba el rencor por el pasado; pero al darle la espalda a Alicia, de
nuevo le asaltaban las imágenes que constantemente le hacían tanto daño. La
dicotomía se mostraba cada vez más insalvable y la noción de infelicidad era
más clara en la mente de Inmaculada.
Debido a su crónica desconfianza, cuando una mañana de principios de febrero
quiso remarcar el número de Alicia y se encontró con que el teléfono por cable
de su casa mostraba en su pantalla un número desconocido, no dudó en llamar
para averiguar quién atendería al otro lado de la línea.
165
—Credieasy, buenas tardes —dijo la voz de una mujer. —Disculpe, es que tengo
una llamada a este número. —Veamos, ¿cuál es su nombre?
—Inmaculada Azcárate.
—Sí, buenas tardes, señora Azcárate. Habló conmigo ayer en relación al impago
de este mes. ¿En qué puedo ayudarle?
El corazón de Inma comenzó a bombear aceleradamente. —¿Impago?
—Sí. La cuota de su crédito.
—¿Crédito?
—Sí, aquel que solicitó y que avaló su marido. —¿Mi marido?
—Sí, su marido, Mario Gómez.
—¡Yo no estoy casada!
—¿Cómo dice?
—Que no les he solicitado crédito alguno.
—Mire, señora Azcárate, tengo aquí su ficha y su firma, yo... —¿Cuándo se
supone que pedí el crédito? —interrumpió Inma. —En septiembre del año
pasado.
—¿Cuánto dinero?
—Seis mil euros.
—¿Necesitaba aval?
—No lo sé, pero este señor figura como avalista del préstamo.
166
Inma guardó silencio. Necesitaba digerir toda la información. Desde el inicio de
la conversación ya tuvo claro que Alicia había falsificado su identidad.
—¿Señora?
—No estoy casada.
—Perdone. Emplearé el doña, pues. Quiero que sepa, doña Inmaculada, que
nuestra empresa dispone de un departamento jurídico al que puede acudir para
plantearles su situación.
—No. No, gracias.
—Piénselo. Nuestro departamento jurídico estaría encantado de poder ayudarle.
Inma quedó consternada, incapaz de pensar con claridad durante el resto de la
mañana. Sabía lo que había sucedido, pero era incapaz de digerirlo con tanta
rapidez. No confiaba en Alicia, pero aquel delito traspasaba los límites de lo que
para Inma era imaginable.
Por la tarde fue capaz de reaccionar y abrió el cajón donde guardaba su
documentación. Allí encontró el sobre que le envió su asesor con su contrato de
trabajo y las tres últimas nóminas. A Alicia le habría bastado con fotocopiar los
documentos y cambiar las fechas. Anteriormente, Inma le había visto utilizar una
cuchilla para erosionar el papel y levantar la tinta. Se lo había puesto demasiado
fácil. Le llegaba clara a su mente la imagen de Alicia, entrando en una sucursal
de la empresa; la luz diáfana de una mañana radiante que justificaría sus grandes
gafas de sol y su pañuelo sobre la cabeza, para tapar su identidad verdadera.
Ahora que lo pensaba con detenimiento recordaba que nunca observaron la foto
de su carnet en las dos anteriores ocasiones en las que ella misma solicitó un
préstamo. Habría ido con el documento original, puesto que siempre lo tenía a
mano, y con las nóminas y el contrato, que habría extendido sobre la mesa de
alguna empleada de la compañía. Durante el trámite, al sostener un bolígrafo
para imitar la firma de su novia, habría mostrado un gesto impertérrito, la misma
167
expresión que manifestaba cuando no gritaba a Inmaculada, ni el más leve
asomo de debilidad, ni miedo, ni vergüenza.
Buscó a través de Internet el nombre y número de compañías de crédito y llamó,
una por una, a todas ellas.
—Buenas tardes, quería saber cuántas cuotas me quedan por pagar — decía y el
interlocutor le preguntaba sus datos personales para buscar su nombre en la base
de datos.
—Lo siento, señora Azcárate, pero aquí no figura ningún crédito a su nombre.
Siguió probando hasta dar con una empresa que localizó sus datos en su archivo.
El corazón volvió a sacudir su cuerpo.
—Sí, aquí está.
—¿Cuándo hice la solicitud? —preguntó Inma.
—En febrero. Hace un año.
—¿De cuánto?
—Pues si no lo sabe usted... —dijo la mujer que atendió, algo desconfiada.
—Es que he perdido la documentación.
—Pues solicitó seis mil euros. La cantidad máxima que concedemos.
—¿Tengo algún impago o está todo en orden?
—Déjeme ver... Uy, pero señora, si aquí pone que no se le concedió el préstamo.
—¿Por qué aparezco entonces en su base de datos?
—Pues aparece como candidata. ¿Sigue interesada en su solicitud? —¡No!, y
bórreme de esa lista. Y no me concedan jamás un préstamo. —¿Cómo dice?
—Nada, nada, buenas tardes.
168
Desde febrero Alicia estaba tramando aquel delito. En febrero, mientras Inma
tragaba un blíster de pastillas, desolada por la traición de Alicia y por su
ausencia, su ex novia trataba de estafarla.
Se preguntaba si la llamada de Alicia, si su «te echo de menos», tuvo lugar el
mismo día en que aquella empresa denegó la concesión del préstamo.
No estaba enfadada, sino asustada. ¿Cómo enfrentarse a Alicia?, ¿cómo obtener
la verdad?, ¿hasta dónde podrían llegar sus traiciones? La infidelidad podría ser
algo previsible, algo esperado por lo común, pero el delito... El delito estaba
reservado sólo para unos pocos.
Así, a media tarde, cuando Alicia llamó a la puerta de su casa, Inma abrió con
una sonrisa en el semblante.
—Siéntate, mi amor —le invitó en tono condescendiente—. Hay algo sobre lo
que quiero que hablemos.
La cara de Alicia se tensó. Tal vez su lista de despropósitos fuera tan amplia que
se impacientara por conocer aquella falta en la que había sido descubierta.
—Dime, dime, ¿qué pasa?
—Resulta que ha llamado una compañía de préstamos reclamando el impago de
la última cuota. Yo le he dicho que era imposible, que nunca les había llamado y,
ni mucho menos, firmado un contrato.
—Será un error —aseveró Alicia.
—Eso pienso yo. Porque tú no has pedido crédito alguno, ¿verdad?
—¡Pues claro que no!, ¡qué tonterías dices!
—Lo imaginaba. Pero estaba esperándote para que me lo confirmaras y así poder
volver a llamar a esa empresa y denunciarles por fraude.
Alicia tardó en reaccionar.
—No, deja que yo me ocupe.
—¿Por qué? Sabes que a mí se me da mejor el diálogo. Además, es a mí a quien
están implicando.
169
—Tienes razón. Pero creo que es mejor que ni les llames. Tal vez graben tu voz
y hagan un montaje de tus palabras para después probar que tú sí has solicitado
ese dinero.
—Eso es demasiado retorcido y, además, nada pueden hacer si no he firmado un
contrato.
Inma se giró en busca del teléfono y, algo asustada por la imprevisible reacción
de Alicia, volvió a marcar el número de aquella empresa. Por suerte no atendió
su llamada la misma mujer con la que había estado hablando unas horas atrás.
—Es imposible que tengan un contrato a mi nombre porque yo no he firmado
nada.
Alicia se levantó precipitadamente y se acercó a Inma en actitud agresiva. —
¡Cuelga!
—¿Y dice que avala Mario Gómez?
—¡Cuelga o me meterás en un lío!
Inma cortó la comunicación y esperó a que Alicia confesara.
—Pedí ese crédito para afrontar todo el desastre que me generó la llegada de mi
madre.
Al decirlo rompió a llorar.
—¿Cómo lo hiciste?, ¿qué tiene que ver Mario en todo esto?
—No voy a hablar más. Me marcho y me alejaré de tu vida para dejar de ser una
carga. Pagaré ese crédito y no volverás a saber nada de mí. No te mereces todo
lo malo que te he hecho. Lo que sabes y lo que no sabes.
Nada más salir Alicia por la puerta, la ansiedad ocupó toda la casa. Era una
especie de ente que abarcaba todo el aire que respiraba. Sacó una botella de ron
y bebió sin parar hasta caer inconsciente.
El sonido del teléfono le despertó a la mañana siguiente.
170
—Me llamaste ayer, pero estaba de viaje —dijo la voz de Cristina—, ¿pasa algo?
Al incorporarse, se le echó encima una arcada.
—Voy a vom... —dijo Inma antes de soltar un líquido transparente, que salió
disparado a alta velocidad.
—¿Qué te pasa? Pareces la niña del exorcista —observó Cristina.
Y tras contarle lo sucedido, a Cristina también se le rompieron los esquemas.
—¿Te das cuenta de lo que me estás contando? Esto ya es demasiado grave,
Inma, y me preocupa mucho.
—Lo sé. Voy a dejarlo. Tengo que dejarlo. No la llamaré más.
—No creo que seas capaz, sinceramente, pero espero que estés en guardia.
Inma llamó aquella misma tarde al teléfono de Alicia. Después de darle vueltas,
llegó a disculparla porque sabía que Alicia estaba trastornada. Desde hacía
tiempo se había empeñado, como razón añadida a su dependencia emocional, en
ayudarla a encontrar un equilibrio mental. Concretamente, temía que volviera a
autolesionarse con una cuchilla.
La relación entre ellas volvió a etiquetarse con la palabra «noviazgo». Aunque
era la primera vez que Inma no estaba realmente convencida de querer pasar el
resto de su vida junto a Alicia.
—Accedo a que volvamos a estar juntas —dijo Alicia cuando se fueron a la
cama, justamente antes de poner una película—, pero esta será la última vez. Si
volvemos a enfadarnos, te pido que seas tú quien lo deje y se marche.
—Pero, mi amor, es imposible no enfadarse. Y no quiero que me asusten las
discrepancias.
—Ya estás con tu palabrería pedante...
171
—Bueno, me refiero a que no es bueno estar acojonada cada vez que me sueltes
algún grito de la hostia, porque entonces no podré replicar, emmm, responderte.
Mientras lo decía, Inma se daba cuenta que así habían transcurrido las cosas
durante todos los años que duró su relación. Lo que Alicia pretendía era volver a
tenerla completamente domada.
A la mañana siguiente un instalador de televisión digital llamó a la puerta. Aquel
día Mario no trabajaba, así que Alicia había pensado compartirlo con él. Cuando
el técnico terminó su trabajo, los tres salieron de casa para dar una vuelta por la
playa y tomar unas tapas en algún chiringuito.
—¿Tienes encima las llaves? —preguntó Mario a Alicia antes de cerrar la
puerta.
—Sí.
—Entonces dejo las mías en casa.
Mario había monopolizado la conversación y no paraba de resaltar lo malvados y
envidiosos que eran sus compañeros de trabajo y lo poco que su jefe valoraba
sus aptitudes.
Todos aquellos que pertenecían al círculo de amistades de Alicia la trataban con
admiración. La tenían por una mujer intachable, hermosa, firme y generosa. Sus
consejos eran dogmas y su compañía, un honor. Asumían una especie de
privilegio por ser elegidos. No existían entre ellos tensiones ni malentendidos
porque primaba el respeto hacia las normas y el carácter de Alicia. Y una de las
cosas que admiraba Inma de su novia era, precisamente, su capacidad seductora.
Inma observaba cómo Mario miraba a Alicia mientras relataba sus anécdotas,
sediento de su comprensión, reconfortado en su escucha. Parecía que sus
problemas dejaban de ser inconvenientes cuando se los contaba. Y, al finalizar el
monólogo, Alicia intervenía con las palabras adecuadas, una clave de letras que
activaba la sonrisa y el bienestar de Mario.
172
Si Alicia no era capaz de querer, ¿cómo podía entender tan bien a la gente?,
¿cómo podía despertar en los demás aquella entrega de amor desmesurada?
Cada uno marchó a su casa. Inma tenía ganas de llegar porque había notado en el
comportamiento de Freud algo extraño aquella mañana. En realidad se mostraba
afectado desde que la pareja lo intercambiaba por Coco cada tres días.
Freud se acercó a la puerta y pegó saltitos al ver entrar a Inma. Tras el saludo, el
perro se acurrucó en el sofá.
Igual que sucedía con las personas, todos sus animales manifestaban un amor
exacerbado hacia Alicia, una devoción, una dependencia absoluta. Todos menos
Freud, que parecía querer a las dos en la misma medida.
—Creo que tú también necesitas estabilidad —le dijo Inma.
Sonó el timbre del teléfono. Era Alicia.
—Nos han robado.
Habían desaparecido quinientos euros que Mario guardaba en el cajón de los
calzoncillos.
—¿Por qué tenía tanto dinero en efectivo?
—Lo sacó ayer del cajero para pagar el alquiler. Pensaba llevárselo yo mañana a
la casera, junto a mi parte.
—¿Qué más se han llevado?
—No lo sé.
—¿El otro móvil que no usas?, ¿el reproductor de música que te regalé?
—Puede que el teléfono, porque no lo encuentro. Pero el reproductor está.
—¿Han forzado la puerta?
No. La puerta no estaba forzada y, entre los dos, elaboraron la teoría de que
habría sido el instalador.
—Pero si estuvimos delante de él toda la mañana. Además, en ningún momento
entró en la habitación de Mario.
173
Pero Mario había cometido la imprudencia de dejar su juego de llaves sobre la
mesa, junto al televisor. Estaba claro: el instalador, antes de irse, agarró las llaves
y, mientras estaban los tres en la playa, acudió a la casa fácilmente, entró en la
habitación de Mario, abrió el cajón de sus calzoncillos, cogió los quinientos
euros, dejó las llaves en el mismo lugar donde las había encontrado y se marchó
sin pena y con gloria.
—Me da mucha lástima Mario —dijo Alicia—. Y me siento algo culpable por no
haberme citado con la casera hoy porque le habría dado el dinero y el ladrón no
hubiera tenido tanta suerte.
—No es tu responsabilidad, Alicia.
—Tal vez deba reponérselo.
—Ni se te ocurra. Además, ¿quién te repone a ti tu teléfono? —Tienes razón.
Para cuando Inma llegó con Freud a la hora de cenar, la teoría del instalador era
firme e incuestionable. Los dos parecían seguros, pero a Inma no le convencía en
absoluto. Demasiada puntería. Le vino a la cabeza el robo que ella misma vivió
en su casa, cuando entraron por el patio y se llevaron el dinero que guardaba en
la caja negra para pagar el cambio de cerradura de la puerta de sus padres.
También en aquella ocasión tuvieron la misma suerte como para entrar el único
día en el que había dinero en la casa.
Mientras cenaban Inma recordó que, al salir los tres de la casa, al llegar al coche,
Alicia volvió a entrar porque decía haber olvidado llenar el cuenco de agua de
los perros.
—Afortunadamente, he encontrado el teléfono. Olvidé que lo había guardado en
una bolsa. Está claro que a aquel hombre le interesaba sólo el dinero — informó
Alicia mientras se servía vino en su copa.
Inma se sentía culpable por todo aquello que empezaba a deducir. Pero las piezas
encajaban. De nuevo, al contemplar la cara de Alicia, se encontró con el
174
rostro de una extraña. Alicia se mostraba más atenta de lo habitual. ¿Acaso era
capaz de intuir las sospechas de Inma? Ciertamente, Alicia conocía bien a Inma
y siempre interpretaba sus gestos acertadamente, descifrando su pensamiento y
su estado de ánimo con sólo mirarle a los ojos.
—Estás rara —declaró Alicia cuando ambas se metieron en la cama. —Que va.
Ya sabes que este no es mi mejor año. Sólo es eso.
—Pero estás distinta a otros días. Tienes un gesto en la cara que desconocía.
—Es que estoy nerviosa. Mañana voy en ambulancia para atender accidentes. Ya
sabes que hace unas semanas hice el curso de primeros auxilios y no sé si tengo
la entereza suficiente como para ayudar en situaciones extremas.
Por primera vez en mucho tiempo, Alicia durmió abrazada al cuerpo de su novia.
Al día siguiente, en el interior de la ambulancia, Inma había desechado las ideas
sobre Alicia que le asaltaron durante la noche anterior. Cuando abordaba el
asunto se sentía indigna por pensar cosas terribles sobre la persona que amaba.
Conocía a Alicia y aquello era imposible. Imposible. Tal vez tejía aquellas ideas
promovida por algún mecanismo inconsciente que le hiciera pagar a Alicia por
todo el dolor que acarreó su infidelidad. Determinó que debía rechazar cualquier
hipótesis, puesto que estaba perdiendo su contacto con la realidad y con la
objetividad, que pensaba mal como fruto de su resentimiento.
175

17
Los padres de Inma viajaron a Cádiz y se instalaron en su casa de la playa con la
intención de quedarse una larga temporada.
Inma fue a verles con ilusión. Nunca antes se había percatado con tanta claridad
del apoyo emocional que suponía su madre. Comió con ellos y durante aquellas
horas pudo desprenderse del confuso mundo interior que le venía atormentando
durante la última semana. Allí estaba segura.
Su madre, como si Inma le hubiera ofrecido un regalo, lucía una sonrisa después
de comprobar que su hija había recuperado su peso habitual.
—Estás mucho mejor, cariño —le dijo mientras comían.
Por algún motivo, Inma tuvo la necesidad de confesar que ya no vivía con Alicia
y que fue su novia quien alquiló su ático durante aquellos meses. Contrariamente
a lo que sospechaba Inmaculada, su madre fue condescendiente y comprendió
que su mentira tenía una intención sana y considerada.
—¿Por qué me lo dices ahora?
—Porque necesito recuperar la transparencia de mi vida.
Y, sin proponérselo, empezó a contar todo lo vivido: los motivos de su delgadez,
Paloma, los viajes a Buenos Aires... Todo menos los delitos conocidos y sus
sospechas respecto a delitos sin resolver. Su madre rompió a llorar, compadecida
por todo el sufrimiento que su hija había atravesado durante el último año.
—¿Estás bien en aquella casa tan grande?
—No. Está llena de malos recuerdos y es fría.
—Pues trasládate al ático. Es ideal para ti sola. Y deja a esa sinvergüenza.
176
—No, mamá. No voy a dejarla. Pero no te preocupes por mí, porque ahora estoy
tranquila. Esta misma tarde me trasladaré al ático y poco a poco iré mudando
mis cosas. Creo que me sentará bien cambiar de aires.
Por la tarde, recogió a los tres animales que tenía a su cargo y se marchó con las
cosas más básicas para pasar allí la primera noche.
Al entrar pudo imaginarse la presencia de Paloma y de su hijo. Cuando salió a la
terraza y oteó la pista de pádel para el uso de la urbanización, sintió una punzada
en el estómago. Le dolía que aquellas personas hubieran disfrutado de sus cosas,
de sus mismas vistas, de su tumbona, de su sofá y, sobretodo, de su nueva cama.
Había sido tan estúpida al pagarle a Alicia el alquiler de la casa de su madre que,
consideraba, ahora se tenía merecida la humillación cuando fuera a acostarse en
el mismo colchón, cada vez que se sentará en el sofá o abriera la nevera para
comer algo. Por mantener la coherencia, ya que había aceptado y favorecido las
circunstancias pasadas, trató de hacerse fuerte y procuró que el filtro de su
mirada percibiera aquel nuevo hogar como un lugar sin historia.
Asombrosamente, su propósito le resultó más sencillo de lo que había esperado.
En unos días se había hecho con su nuevo piso y todos los recuerdos nacían con
ella. Limpió la casa y desalojó fantasmas.
Desde hacía unos días, Inma evitaba ir a la casa de Alicia. Se aburría allí, sobre
todo cuando llegaba Mario del trabajo. Además, la mirada de Alicia no era del
todo impenetrable, pues dejaba escapar su apatía. Inma se tumbaba junto a ella
en uno de los sofás para ver los programas insulsos que escogía Mario, pero aun
con los cuerpos pegados, ya ni siquiera sentía su piel porque todo empezaba a
resultarle ajeno, distante.
Y del sofá a la cama. Las únicas voces que se oían eran las que salían del altavoz
de la pantalla del televisor. Las noches de guerra se fueron convirtiendo en
noches tediosas. «¿Por qué sigues a mi lado?», preguntaba Inma a Alicia con la
mente, cuando la observaba mientras se extendía por la cara una crema
hidratante. Así, con una cinta recogiéndole el cabello, redescubría Inma lo bella
177
que era su novia. Sus manos, su nariz, sus ojos, sus labios. Todo lo que
pertenecía a Alicia suscitaba su deseo.
Al despertar reparó en que Alicia no estaba a su lado de la cama. Creía haber
escuchado algo cuando aún estaba dormida. Cuando fue recuperando la
consciencia tuvo claro que aquellas palabras acontecieron como reales unos
minutos atrás. Recordaba que había dicho algo sobre algún recado, tal vez algo
sobre Correos y sobre una respuesta comercial.
Se levantó somnolienta. Hacía ya muchos meses que Alicia no le llevaba el café
a la cama y últimamente Inma, inexorablemente, manchaba la encimera con
granos molidos de café o se le derramaba la leche cada vez que la sacaba del
microondas, porque sus movimientos eran muy torpes cuando recién se
levantaba. Quiso echar mano de su cajetilla de tabaco pero recordó que la noche
anterior se había fumado el último cigarro. Pensó que si se tomaba el café sin su
acompañamiento de nicotina y alquitrán, el síndrome de abstinencia sería
inaguantable, así que se encaminó hacia la habitación y empezó a vestirse. Al
ponerse la chaqueta descubrió que su cartera no estaba en el bolsillo. Hurgó en el
interior de cada uno de los dos bolsillos que tenía su chaqueta y lo hizo
repetidamente.
Desde el primer instante supo que Alicia se había llevado su cartera pero, ¿para
qué? En el caso de que hubiera salido con su documento para volver a falsificar
su identidad, esperaba que aún no fuera demasiado tarde.
Respiró varias veces y llamó a Alicia.
—Hola mi amor, ¿dónde estás?
—He salido para hacer unos recados.
Siempre era evasiva en sus respuestas y tildaba de «cosas» a todo aquel asunto
que saliera a resolver.
—Estoy muy nerviosa porque me ha desaparecido la cartera. —Te la habrás
dejado en casa. No sería la primera vez.
178
Alicia siempre había jugado la baza de la personalidad despistada de Inma.
—No. Anoche, al venir, la llevaba conmigo.
—Estará por ahí. Espérate, que voy a casa y te ayudo a buscarla, que tú no ves
un perro ni aunque te muerda.
—Entonces date prisa, que quiero salir a comprar tabaco. ¿Cuánto tardarás? —
Unos minutos.
Realmente tardó poco en regresar.
—¿Has buscado bien?
—No, te he hecho caso y he esperado a que tú vinieras.
Alicia caminó hacia su habitación mientras Inma esperaba en el sofá. Ya sabía lo
que pasaría, sabía que aparecería Alicia en el pasillo diciendo lo que dijo unos
segundos después:
—Mira, tonta, estaba en el bolsillo de tu chaqueta. Seguro que has metido la
mano, pero no has buscado bien.
Inma cogió su cartera y salió de casa con el pretexto de ir a comer a la casa de
sus padres.
Condujo hasta su banco y comprobó que no había sacado dinero. Por otro lado,
los veinte euros que tenía en la cartera estaban intactos y toda su documentación
se disponía en los mismos dispensadores en los que ella la había ordenado. Al
llegar a su casa, abrió el cajón en el que guardaba el contrato laboral y los
comprobantes de sus nóminas, así como el resto de datos bancarios. Rompió el
sobre en trozos diminutos, los guardó en una bolsa y salió con el coche para
tirarlos en un contenedor lejano a su domicilio.
Y al regresar a casa, mientras se veía a sí misma esconder su talonario en el
interior de su guitarra, supo que no podía seguir adelante su relación con Alicia
porque, si realmente se trataba de una delincuente psicópata que reincidía en sus
delitos, jamás podría estar tranquila y acabaría arrastrándola a la perdición; y si
sus sospechas eran desacertadas y Alicia había cometido una única imprudencia,
179
la propia Alicia no merecía tener una novia que pensara cosas terribles cada vez
que notara algo extraño.
Aquella noche Alicia fue a recoger a Inma a su casa para ir juntas a los
multicines de un centro comercial. Se trataba de una película de terror
psicológico que retrataba la crueldad de un grupo de sádicos.
Al terminar la proyección, fueron las primeras en salir de la sala. La puerta daba
a un pasillo iluminado por un potente plafón y cada uno de los extremos
finalizaba con sendas puertas. Por alguna razón, giraron a la derecha.
Inma abrió la puerta y se encontraron con unas escaleras. Siguieron caminando y
escucharon el ruido de la puerta al cerrarse. Ambas se miraron.
—Espero que pueda abrirse desde fuera —observó Alicia mientras se volvía
para comprobarlo—. Inma, no te asustes, pero la puerta no se abre.
Cuando bajaron las escaleras pudieron comprobar que se encontraban en una
especie de sala de máquinas. Los rudimentarios acabados de la sala sugerían que
no era un lugar habilitado para el público del centro comercial. Igualmente, la
estancia estaba radiantemente iluminada e Inma pensó que era idónea para rodar
una película snuff. Estando, como estaba, sugestionada por la trama que acababa
de ver en pantalla, se le ocurrieron decenas de argumentos para tener miedo.
Pero se sentía extrañamente tranquila respecto a las posibles amenazas externas
porque lo que le asustó, lo que realmente erizó sus cabellos, fue ser consciente
de que a quien temía era a la persona que caminaba a su lado. Movida por una
fuerza desconocida, una voz que abanderaba la supervivencia le sugirió que
agarrara una piedra y que estuviera alerta.
Atravesaron la sala de máquinas y llegaron hasta un camino asfaltado. Pronto
dedujeron que se trataba de la parte posterior del centro comercial. A Inma se le
ocurrió llamar a su madre para hacer constancia del lugar en el que se
encontraba. Lo contaba de forma que sonara divertido y nada preocupante.
—Llámame cuando llegues al coche —dijo su madre.
180
Escuchó el ruido de un motor y corrió esperanzada porque necesitaba ver a
alguien, ver gente a su alrededor y no quedarse allí, a solas con Alicia. En los
laterales del camino se levantaban unas vallas de acero lo suficientemente altas
como para desechar la idea de treparlas.
—No te preocupes, mi amor —dijo Alicia—, que seguro que hay una salida.
Efectivamente, poco antes de alcanzar el final de aquel camino asfaltado,
encontraron un acceso peatonal que conducía al estacionamiento del centro
comercial.
Inma no habló más durante el resto de la noche. No podía dejar de arrepentirse
por haber temido a Alicia. «¿Cómo podía pensar que supusiera una amenaza a su
integridad física?» Se sentía retorcida y cruel, avergonzada por sus
pensamientos. Nunca antes había vivido una sensación similar en relación a un
ser próximo a ella y, menos aún, en relación a un ser querido. Era una persona
confiada y en absoluto paranoica. Y, de pronto, aquella noche, mientras yacía en
la cama de Alicia, se le agolparon ciertos recuerdos enterrados porque siempre
carecieron de importancia, porque nunca supusieron pruebas. Se le vino clara la
imagen de Alicia, sosteniendo con su dedo el papel celofán del que pendía la
amenaza que encontraron en el interior de la puerta de acceso a la casa de sus
padres; vio en su mente el aspa trazado con carmín en el espejo de su baño;
imaginó a su hermano saliendo de la casa de sus padres para buscar su cartera
por todas las papeleras del barrio; escuchó la voz de la empleada de la compañía
de créditos; y, finalmente, se imaginó a Alicia entrando en su casa y abriendo el
cajón de Mario. Todo parecía claro y, sin embargo, nunca se había planteado si
quiera la posibilidad. Ni ella, ni sus padres, ni su hermano, porque no había
alguien en este mundo que considerara a Alicia capaz de algo semejante. ¿Sería
posible? No existía prueba alguna y nadie deseaba más que Inma la inocencia de
Alicia. ¿Por qué no podía entonces eliminar sus recuerdos?, ¿por qué le
asediaban constantemente aquella noche? No podía dormir por temor a que
Alicia, de algún modo, intuyera todo lo que estaba recordando.
181
Era una mañana de finales de marzo. Inma despertó de una pesadilla y se
encontró sola en la cama de Alicia. Escuchó el tintineo de trastos de cocina y
llegaba a la habitación un olor muy agradable.
—Ya era hora, dormilona, son las dos de la tarde —le saludó Alicia al verla.
—¿Qué haces?, huele muy bien.
—Un plato que parece muy interesante. Lo he sacado de un libro de recetas. ¿Te
quedas a comer?
—Claro, mi amor.
La mente de Inma había amanecido despejada. Lejos quedaban aquellos
nubarrones de sospechas y podía contemplar a su novia limpiamente. Por algún
motivo era incapaz de procesar aquel asunto espeluznante, del mismo modo que
un año atrás se negaba a aceptar que le estuviera siendo infiel con Paloma. Todo
parecía demasiado evidente y demasiado cruel como para ser real.
Después de comer se fueron al sofá. Alicia se tumbó, dispuesta a ver una
película, e Inma se sentó a sus pies para proseguir con la lectura de una novela.
Así permanecieron el resto de la tarde y estaba anocheciendo cuando Inma cerró
el libro y se ofreció para hacer la cena.
Al ver el rostro de Alicia, al ver su gesto apagado, amargado, insatisfecho, Inma
pudo ver en su cara su reflejo. Recordó las palabras de Cristina, que siempre
aseguraba que dejarlo era bueno para las dos porque ambas se mostraban
mustias.
—Alicia, tú no eres feliz conmigo —aseguró. No supo de dónde le vino la
fuerza, pero se sintió aliviada al decirlo—. Tal vez deberíamos dejarlo y así
darnos una oportunidad.
Alicia se incorporó.
—¿Eso quieres?
—No es lo que quiero yo. Yo no quiero. Sabes que te amo, que no puedo evitar
quererte, pero no puedo vivir así, viendo tu gesto melancólico, sintiendo la
inestabilidad y el miedo a discutir y ser clara. No nos hacemos felices. Dijiste
que te dejara cuando volviéramos a discutir, pero es que no quiero esperar a ello,
no
182
quiero pasar por otro drama, por la ansiedad, por la angustia del
desentendimiento.
Alicia comenzó a llorar e Inma, al verla, al observar las lágrimas rodando por su
cara, al comprobar que en algo le seguía afectando su presencia, lloró con ella.
—Podemos ser amigas —acertó a decir Alicia, mientras encendía el ordenador y
escondía su mirada en un juego.
—Claro. Ojalá sea capaz de que verte no me afecte. —Sabes que te amo y que te
amaré toda mi vida. —Todavía no comprendo por qué el amor no es suficiente.
—Porque somos muy distintas. Ahora podemos, al menos, acabar bien y
empezar algo nuevo y diferente. Nos intercambiaremos a Coco y a Freud, como
hacíamos hasta ahora. Y supervisaré a tu nueva novia, para que te trate bien.
Inma desbocó su llanto. Le parecía irreal aquella conversación. Su amor por
Alicia tenía vocación de eternidad y jamás se había planteado la vida sin ella del
modo en que lo estaba haciendo en aquel instante.
—Es mejor que no sigamos mortificándonos —dijo Inma entre sollozos —, así
que no hablemos ahora de otras novias.
—Quédate a dormir —le invitó Alicia.
—No sé...
—¿Por qué no?, a fin de cuentas, espero que te quedes a dormir muchos días
conmigo. Mi cama es también tu cama.
—Vale, ¿por qué no?
Se fueron a la cama sin cenar y Alicia se comportó con Inma más amable de lo
que había sido en los últimos años. En cierto modo, pensó Inma, se mostraba
liberada y hasta era capaz de sonreír y bromear. Inma se sonreía al escucharla
porque sabía que, sin ella, Alicia podría ser mejor persona.
183
Inma se despertó más temprano de lo habitual. Miró a Alicia, que aún dormía.
Freud, igual que hacía cada mañana, se acercó a Inma y le lamió la cara para dar
los buenos días. Coco se apuntó a la fiesta y salió de entre los brazos inmóviles
de Alicia para besar a Inmaculada.
Estaba intranquila pero convencida de que había tomado la salida adecuada.
Mientras hervía el agua de la cafetera, llamó a Cristina.
—Anoche lo dejé con Alicia.
—¿Tú? —preguntó Cristina asombrada.
—Sí.
—¿Cómo estás?
—No lo sé todavía. Pero estoy segura porque creo que ella lo estaba deseando.
Tenías razón, estábamos empecinadas en un amor que nos hacía infelices.
—Pero, ¿qué te pasa?, ¿eres tú la que habla?
—Sí. No sé, he sentido como si en mi cerebro se moviera una clavija. Es algo
muy extraño. De pronto siento que soy otra persona.
—¿Dónde estás?
—En su casa.
—¿Y qué haces allí?
—Hemos quedado como amigas. De buen rollo. —Pero es que así no
conseguirás olvidarla.
—Sí, mujer, que las cosas ya están habladas. Y somos lo suficientemente
maduras como para afrontar esta situación.
Por la tarde Inma lloraba en su habitación con el propósito de volver con Alicia.
Pero, antes de dejarse llevar por el irraciocinio, decidió irse a la casa de sus
padres. Cogió a Freud y se metió en su coche. Necesitaba moverse, entretenerse,
agotarse. Cada minuto era importante.
184
—Hoy me quedo a dormir —le anunció a su madre. —¿Y eso?
—No sé, que me apetece estar aquí.
La asistenta preparó la cama de invitados e Inma, antes de media noche, ya
estaba entre aquellas sábanas con olor a suavizante. Todo era acogedor en su
casa. Y así pasó el primer día sin ver a Alicia, entretenida en la novedad de ser
bien recibida, de estar en un lugar seguro y apacible.
Llamó a Alicia y le deseó las buenas noches.
Pero durante el anochecer del día posterior, la ansiedad volvió a pedir audiencia.
Echaba en falta el rostro de Alicia, su presencia, su forma de levantarse del sofá,
la imagen de sus manos mientras cocinaba, su olor, su aire despreocupado. Tenía
que existir alguna solución que no quebrantara su amor por ella. Más aún
considerando que Alicia, por su parte, también decía amarla. Guiada por un
impulso, marcó su número.
—He estado pensando en estas horas que podemos seguir luchando.
—Inma...
—Es que no me resigno. ¿Por qué sufrir? Si las dos nos queremos, ¿por qué
separarnos?
—Porque no estábamos bien.
—Pues podrías apuntarte a una terapia, siempre te lo digo. Podrías hacerlo por
las dos.
—Sabes que no creo en esas cosas.
—Pero eso es como decir que no crees que la Tierra sea redonda.
—No quiero y ya está.
—Sería una forma de gastar otro cartucho. Después podríamos decir que lo
probamos todo para salvar nuestro amor.
185
—Voy a colgar.
—Está bien. Sólo te pido que lo pienses.
—No tengo nada que pensar.
—Entonces, ¿estás segura de que hemos hecho bien al dejarlo? —Sí.
Desde aquel momento Inma se propuso respetar la voluntad de Alicia. Tomaba
las pequeñas tareas como sucesos trascendentales y salía de casa bajo cualquier
pretexto para hacer recados.
Cuando Alicia llamaba a su número, Inma atendía con el tono de una amiga y se
citaba con ella para comer e intercambiar los animales. Pero, al verla, regresaba
a casa con una sensación de derrota y un sentimiento de ansiedad galopante.
Fueron pasando los días y, con ellos, el convencimiento de Inma y la aceptación
de su ruptura como algo inevitable. Así fue como, tras un par de semanas,
consiguió desprenderse de su dependencia emocional. Seguía citándose con
Alicia, pero cada vez procuraba que las visitas fueran más breves. Y, cuando
Alicia se percató, trataba de seducirla con miradas y propuestas picantes.
—Cielo, es que me esperan para cenar —dijo Inma en una de aquellas ocasiones.
—Podrías quedarte y dormir esta noche en nuestra cama. —No. Lo siento. Se me
hace tarde.
—¿A ti no te trae recuerdos nuestro colchón?
—De esos a los que te refieres... No muchos, la verdad. —Pues yo hoy no he
pensado en otra cosa.
«Cómo es la vida —pensaba Inma—, hace unas semanas yo hubiera muerto por
escuchar esas palabras».
—Bonita, de veras, es que me tengo que marchar, pero nos veremos mañana.
186
Y Alicia se quedaba atónita, observando cómo Inmaculada se marchaba de su
casa.
187

18
Y llegó el día en el que Inma supo valorar su tranquilidad. Poco a poco había ido
retomando las riendas de su vida y sabía que Alicia constituía una amenaza.
Por otro lado, sus hipótesis sobre aquellos asuntos delictivos que salpicaban su
pasado común, se hacían cada vez más sólidas y probables.
—Mamá, hace unas semanas lo dejé con Alicia.
Lo dijo mientras tomaban café en la terraza. Lo dijo porque sabía que, de aquel
modo, sería más complicado dar marcha atrás. Y lo dijo porque era su madre y
siempre le gratificaba acudir a ella.
Decidió cambiar las cerraduras de su casa. Lo hizo con el mismo impulso con el
que destrozó los papeles del asesor y escondió su talonario. No tenía nada
planeado, pero aquella iniciativa, por alguna razón, le hacía sentir más segura.
Y siguió citándose con Alicia varias veces por semana. Y siguió intercambiando
a Coco por Freud y a Freud por Coco, hasta que supo que allí, en El Puerto de
Santa María, no encontraría la felicidad.
Amaba a Alicia y el cinturón de su dependencia al recuerdo de aquel amor, se
ajustaba cada vez que la veía. Si bien se habían desecho de la etiqueta
«noviazgo», seguían compartiendo las mismas cosas que acostumbraban a hacer
durante el último año.
Inma necesitaba distanciarse unos días para pensar sobre ello y decidió
marcharse a Madrid e instalarse en la casa que sus padres tenían en la capital
Estaba adquiriendo una capacidad reflexiva que no conocía en ella y lo
aprovechó para desgranar con objetividad las posibles consecuencias que
surgirían al
188
prolongar su contacto con Alicia. Necesitaba curarse las heridas y la presencia
de su ex novia le robaba todo el oxigeno necesario para su cicatrización.
Al segundo día de su estancia en Madrid tuvo la necesidad de salir de casa y ver
a toda a aquella gente que había descuidado durante los últimos años. Pensó en
José. Hacía mucho tiempo que no contactaba con él y tenía ganas de explicarle
su situación y retomar la conexión que siempre le unió a él.
Se citaron en una cafetería del centro y al ver a su amigo entrar en el bar, se
encontró con que estaba cambiado. Tal vez él pensara lo mismo al verla a ella Y
al mirarle a los ojos, al saludarle, al sentarse a su lado y empezar a hablar fue
cuando descubrió que se había recuperado a sí misma, que no se sentía
amedrentada, ni absorbida, ni apocada. Que podía ser, con toda naturalidad, ella
misma. Que no agachaba la cabeza ni escurría su mirada. Su identidad,
anteriormente extirpada, se integró en el cuerpo de Inma y, al paladear, al sentir
que podía relacionarse con facilidad, sin miedos, sin tener ausente el
pensamiento y el corazón, se le llenó el alma de dicha.
Le contó a José el desenlace de su historia con Alicia, sus maltratos, sus
chantajes, su infidelidad y todas las sospechas que había tejido en los últimos
meses.
—Hace unas semanas me encontré a Mario —intervino José—. Vino para pasar
unos días y me gustó verle porque le quise en su día. Y ya sabes cómo es él, tan
bocazas que se le escapó algo.
—¿Qué?
—Que Alicia tuvo un noviazgo con Paloma durante aquellos meses en los que tú
tenías tus sospechas. Hizo una alusión al tema y, al darse cuenta de su metedura
de pata, me pidió que no te lo dijera.
Por fin tenía Inma la confirmación de sus sospechas. Los latidos de su corazón
se dispararon. Pero era alivio lo que sentía, más que dolor. Aquella revelación ya
no cambiaba las reglas del juego, pero le emocionó poder encontrar, por fin, las
cartas dispuestas boca arriba sobre el tapete. Había estado al borde de la locura
189
porque durante aquellos meses era consciente de cómo se le iba desprendiendo la
cordura. Estuvo tantas semanas siguiendo las pistas, exasperada, incapaz de
encontrar una prueba fulminante... y ahora, con una sola frase, todo estaba
resuelto. Justamente cuando no le hacía falta, cuando ya no le importaba.
—Y, puestos a sacar verdades —prosiguió José—, siempre he tenido una
espinita dentro respecto a Alicia que no he podido contaros ni a ti ni a Mario
porque ambos la adorabais, porque os tenía cegados a los dos.
José contó que una noche, al salir de trabajar, fue hasta la casa de Inma, cuando
aún vivía con Alicia en Madrid. Había quedado allí con Mario, porque ambas
parejas se veían con frecuencia:
—He dejado los quinientos euros que me han pagado esta semana en el primer
cajón de la entrada —le informó José a su novio.
Se unió al grupo y se sentó en el sofá.
—¿Jugamos a algo los cuatro? —propuso Inma.
Alicia se levantó.
—Voy a comprar helado.
A José le extrañó, puesto que era medianoche y, por lo poco que conocía a
Alicia, sabía que no era una persona aficionada al dulce.
—Te acompaño, mi amor —se ofreció Inma, pero Alicia rechazó su idea,
aduciendo que alguien tendría que estar con los invitados.
—Iré yo —propuso José, pero Alicia se precipitó hacia la puerta.
—No, no te molestes. Vuelvo enseguida.
Pasó más de media hora cuando Alicia reapareció. Y lo que más llamó la
atención de José no fue su tardanza, sino que no traía con ella caja alguna de
helados.
Alicia se sentó e Inma sacó del armario un juego de mesa.
A la mañana siguiente José descubrió que sus quinientos euros habían
desaparecido del cajón.
190
—¿Quién tiene llaves de tu casa? —le preguntó a Mario.
—Alicia y mi hermano.
Cuando Mario llamó a Alicia, ésta le dijo que las llaves se las había devuelto en
alguna ocasión que Mario no conseguía recordar.
—Por eso —concluyó José mientras hablaba con Inma a la mesa de aquella
cafetería—, siempre supe que fue Alicia quien se llevó el dinero.
—Pues yo siempre pensé que fue el hermano de Mario. Y Mario siempre pensó
que tú te habías inventado su desaparición.
—¿Para qué inventármelo si nunca le pedí dinero? Además, lo más curioso de
todo es que en el cajón inferior había otros seiscientos euros, que permanecieron
intactos. Quien fue a la casa tenía justamente la información que di cuando me
escuchasteis. Como en las novelas de Agatha Christie, esas que tanto te gustan,
sólo podía tratarse de uno de los que estábamos en aquel salón y la única persona
que salió fue Alicia, con el pretexto de comprar helados... Helados que nunca
trajo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Inma.
—¡Cualquiera te decía algo malo sobre Alicia! Al igual que Mario, la tenías por
diosa. No me hubierais creído y, tal vez, con tal de abanderar su dignidad,
habríais arremetido en mi contra y se habría roto nuestra amistad y mi noviazgo.
Alicia tenía organizada una especie de secta y ella era la líder. Por eso nunca le
gusté, porque jamás consiguió que me uniera a sus filas.
Los pensamientos de Inma deambulaban alborotados por su cabeza. «¿Con quién
había estado durante tantos años?». Alicia tenía que estar muy enferma. Algo
tenía que justificar sus mentiras, sus delitos, sus enredos en una época en la que
vivía con todos los gastos pagados.
191
A Inma, sobretodo, le embargaba la pena. Pero también estaba asustada. No
podía ver a Alicia, no podía dejarse intoxicar por los restos de su amor y de su
dependencia. No le guardaba rencor, pero tenía que abrir distancias.
Regresó a Cádiz taciturna. Estaba segura de que no querría volver con Alicia
aunque ésta se lo propusiera. Aquella certeza era algo nuevo para ella e
inyectaba en sus venas una dosis de madurez. Después de todo, había crecido
mucho sin darse cuenta. Y aquello era algo que, directa o indirectamente, le
debía a Alicia. Porque le había hecho fuerte, mucho más entera de lo que jamás
pensó llegar a estar, con o sin ella.
Llamó a la puerta de Alicia y, al encontrarla, volvió a sentir el mismo vértigo en
el estómago que siempre le producía su mirada. La quería. Por su olor, por
química, por lo que fuera, pero siempre supo que la amaba.
—Te agradecería que me dieras un tiempo —dijo Inma mientras se sentaba en el
sofá.
—¿Un tiempo para qué?
—Para oxigenarme. Tal vez me vaya a Madrid.
—No puedes hacer eso. ¿O es que piensas renunciar a Freud?, ¿y qué pasa con
las otras dos perras que están a tu cargo?
—Siempre has dicho que querías llevártelas, que estarían mejor contigo porque
eres más disciplinada y porque las cuidas mejor que yo.
—¿Y Freud?
—Freud se vendría conmigo y tú te quedarías a Coco.
—¡Ni lo sueñes! Tú podrás despegarte de los animales, pero yo no puedo. Si te
vas a Madrid, Freud se queda.
—Pero si sólo te pido un tiempo.
—Pues pasa aquí tu tiempo. No tenemos por qué vernos. Tú traes a Freud tres
días a la semana y te llevas a Coco en su ausencia.
192
Recogió a Freud y se fue a la casa de sus padres. Desde que rompió su relación
con Alicia había sido incapaz de dormir en su ático. Tras ver a Alicia, una parte
de Inma, la diurna, quería permanecer en Cádiz porque, a fin de cuentas, pensaba
que Alicia estaba desamparada en un país extranjero.
Y porque, en realidad, le costaba su ausencia.
A la mañana siguiente le despertó el sonido de su teléfono móvil. Se trataba de
un mensaje de texto de Alicia: «Este viernes irá Mario a tu casa para recoger a
Freud, así no tendrás que verme. Mándale un mensaje para hacerle saber la hora
que te viene bien. Besos».
Según se acercaba el día señalado, tanto más convencida estaba Inma de que
tenía que retomar la decisión de ausentarse por completo de la vida de Alicia.
Así, cuando llegó el viernes, Inma no había respondido al mensaje. A última
hora le llegaron noticias de su ex novia: «Veo que hoy no te venía bien quedar.
Te doy una semana más, pero no abuses de mi paciencia».
Era la primera vez que las amenazas de Alicia no surtían efecto en Inma.
Pocos días después llamó Alicia. El teléfono de Inma vibraba sobre el
salpicadero de su coche. Se encontraba conduciendo, de camino a su casa, para
dar de comer a sus animales.
—Sólo te llamo para saber qué piensas hacer respecto al perro. —Pensaba
escribirte cuando tuviera una respuesta.
—¿Cómo estás?
—Bien. No es fácil, pero estoy bien. ¿Tú?
—Algo peor que tú. Creo que has vuelto distinta a partir de tu viaje a Madrid.
—Alicia, yo... no puedo verte. No puedo olvidar todo lo que pasó. Me pasaría el
resto de la vida lanzándote reproches con la mirada.
—¿Qué reproches?
193
—Tus traiciones.
—¿Ya estás con lo de siempre? ¡No estuve con Paloma, joder! No sé a quién te
has encontrado en Madrid, pero te miente y vas a arrepentirte.
Métetelo en la cabeza.
—Ya no importa. Sé que tuvisteis una relación y te pido que no me lo niegues
más porque me duele que me mientas innecesariamente. Además, ¿qué quieres
que te diga?, si te portaste así conmigo y encima no te la follabas es más hiriente.
Aquella traición trasciende el sexo y al menos con sexo puedo entenderlo mejor.
—Estás resentida y actuar con rencor nunca conduce a nada bueno. Y, a
propósito —Alicia bajó el tono de su voz y prosiguió hablando, pero más
pausadamente—, hablando de conducir..., siempre me ha reventado una de tus
malas costumbres.
—¿Cuál de ellas?
—Hablar por teléfono mientras conduces —respondió e inmediatamente cortó la
comunicación.
Inma, asustada, miró los coches que pasaban a su alrededor pero no se encontró
con ningún todoterreno. Estaba segura de que no se escuchaba el ruido de su
motor, ni la música de la radio, ni nada que pudiera delatar a su interlocutor que
se encontraba en el interior de su coche.
Cuando llamó a Cristina, lo contó entre risas, porque no estaba familiarizada con
frases sacadas de un guión de película de terror adolescente. Pero era inevitable
que se sintiera intimidada. ¿Desde cuándo la estaba siguiendo?, ¿la seguiría
todos los días?, ¿con qué intención?
Al día siguiente se sintió un poco más fuerte que el día anterior. Aquella
sensación la tenía cada mañana, desde que regresó de su viaje a Madrid. Cada
vez tenía la mente más despejada.
Pasó el día leyendo, sentada junto a Freud y a sus padres, en el sofá del salón. Y
a medianoche, cuando se estaba metiendo en la cama, le llegó un nuevo mensaje
194
de Alicia al teléfono: «¿Recuerdas aquella playa a la que íbamos con el coche
para cenar hamburguesas mientras mirábamos al mar? Pues ahora estoy aquí,
pensando en ti. Te esperaré una hora. Si no vienes, respetaré tu decisión y no
volveré a molestarte».
Algo se removió en el cuerpo de Inma. No iría para así no correr el riesgo de
recaer. Pero, además, no iría porque secretamente le asustaba encontrarse con
Alicia en un lugar oscuro y sin testigos.
195

19
—He decido irme a Madrid otra semana —les anunció a sus padres mientras
desayunaba—. Os dejaré a Freud en casa, si os parece bien. Y, si no os importa,
me haríais un enorme favor si vais un par de veces al día para atender a las otras
dos perras.
—Claro, hija —dijo su padre.
Se iría a la mañana siguiente, por lo que debía acercarse a su casa para recoger
ropa más abrigada. Por algún motivo, le asustaba ir sola, pero no quería alertar a
sus padres pidiéndoles que le acompañaran. En cualquier caso, suponía que su
miedo era una reacción pueril y nada objetiva sobre la situación que atravesaba
con Alicia. Jamás había padecido una agresión física por su parte, por lo que no
había lugar a temores injustificados. A pesar de que iba a su casa varias veces
cada día para dar de comer a las dos perras y sacarlas a dar una vuelta por el
barrio, aquel día, aquel día en particular, tras recibir el mensaje de Alicia la
noche anterior, no pudo reprimir cierto presentimiento —aún a sabiendas de que
jamás conseguía intuir algo, que las cosas siempre le daban de bruces sin que
hubiera sido capaz de detectar señales claras—.
Estaba anocheciendo cuando aparcó en su plaza de garaje. Llevaba una pequeña
maleta para guardar en ella las cosas que le harían falta en Madrid y el ruido de
las ruedas al girar sobre el pavimento del aparcamiento le suscitó la misma
aprensión que había sentido durante la mañana. Aquella sensación que había
conocido cada vez que, tras ver el papel que prendía de una tira de celofán en la
puerta de sus padres, salía sola a la calle o escuchaba algún ruido peculiar
mientras se encontraba en ausencia de su guardaespaldas. Escuchó un portazo
que procedía del coche de algún vecino y se giró súbitamente, encontrándose
con la silueta de un hombre anónimo al volante de su vehículo.
196
Siguió caminando hasta alcanzar los ascensores y entró, ya más relajada,
convencida de que era el estrepitoso ruido que causaba el contacto de las ruedas,
lo que originaba su estrés.
Al abrirse la puerta en el último piso salió despreocupada y giró hacia la
izquierda, en dirección a la puerta de su casa. Dio tan solo unos pasos y escuchó
su voz.
—Inma...
Alicia estaba sentada en el último escalón, apoyada sobre la barandilla, con las
manos sobre sus rodillas. Llevaba una ropa que le favorecía y el cabello, recién
lavado, le caía sobre la cara de forma que embellecía sus facciones. Tenía una
expresión abatida, aunque, a juicio de Inma, dejaba escapar una desesperación
controlada, lo cual le asustó, puesto que ignoraba qué consecuencias podría
desatar contrariar la voluntad de Alicia, ya que una circunstancia tal no había
tenido lugar antes, en todos los años que llevaban juntas. Inma se acercó a ella y
Alicia se levantó, encontrándose con los ojos de su ex novia, que se esforzaba
por esconder su temor, un temor, tal vez injustificado, por su integridad física.
—Llevo siete horas aquí sentada.
Alicia se acercó tanto al cuerpo de Inma, que ésta podía sentir el calor de su
aliento en la cara.
—Anoche no viniste y es que necesito que me mires a los ojos y me digas que ya
no me amas.
Con todo el aplomo del que fue capaz, Inma miró a los ojos de la persona que
amaba y se metió las manos en los bolsillos para que Alicia no detectara sus
temblores.
—Has sido muy especial en mi vida, pero...
—¡No sigas, por favor! No hace falta que hables más porque duele demasiado.
Alicia corrió, escaleras abajo y, desde la lejanía, añadió:
—Espero que estos días me envíes un mensaje para saber cuándo quieres que
venga Mario a por Freud esta semana.
197
No quiso darle vueltas. No pensó más en la visita de Alicia. Pero desde aquella
tarde, cada día, cada noche, cada vez que se aproximara al portal de su casa, la
que fuera, y metiera su mano en el bolso para coger las llaves, miraría a su
alrededor para asegurarse de que Alicia no estuviera esperándola.
Tomó el tren aquella misma noche y, mientras se alejaba de la estación de Cádiz,
Inma estaba entregada a la lectura de una novela, tan absorbida por la historia
que tenía entre manos que ni siquiera reparó en que la marcha hacia un destino
lejano a la presencia de Alicia no le causaba el vértigo acostumbrado. Se sentía
una persona más dentro del vagón y no un alma desarraigada de su centro de
alimentación, del candor de su vida, del motor de su ilusión y su fuerza para
tomar cada aliento.
Y así el viaje se le hizo breve. Llegó a la casa de sus padres y se detuvo junto a
una de las ventanas, por primera vez en muchos años, para contemplar el paisaje
de Madrid. Se sentó en el sofá y escuchó el silencio. Todo había sido ruido en la
última época de su vida por los gritos, las órdenes y un televisor que no daba
tregua. Un golpe seco le despertó y se incorporó sobresaltada. Era el viento, que
tumbó una de las macetas de las plantas del ático. Se había quedado dormida en
el sofá, junto a la ventana. Nunca se daba cuenta de su agotamiento.
Arrastrada por una ola de frivolidad, se veía obligada a sacudirse constantemente
la cabeza. Alicia constituía un telón de fondo en su pensamiento durante toda la
semana, pero dejaba de ser la protagonista. Ahora la protagonista era ella, la
propia Inma, que estaba inmersa en la promesa de una nueva vida, con la
emoción de aquello que estaba por estrenar.
Pero el día anterior a su vuelta a Cádiz, después de la medianoche sonó su
teléfono móvil. Sabía que se trataba de Alicia y no quería responder. No debía
hacerlo. No se encontraba fuerte. Pero Alicia volvió a insistir varias veces. A
aquellas horas no podría tratarse de un asunto cordial, sino que Inma esperaba
encontrarse con un tono desesperado y amenazante.
198
Finalmente, Alicia optó por enviar un mensaje de texto: «Estoy bajo la casa de
tus padres. O me dices cuándo me darás a Freud o subiré para preguntártelo a la
cara. Y me importa una mierda que estés con tus viejos».
Sin pensar, asustada, Inma marcó el número de Alicia.
—No subas, que Freud no está allí, ni yo tampoco.
—Pues me iré a tu casa y no pararé de llamar hasta que se agoten las pilas del
timbre de la puerta.
«Como en el tango de Gardel» —pensó Inma.
—Tampoco estoy en mi casa.
—Iré a comprobarlo. Y si no estás allí, volveré a la casa de tus padres.
Sólo quiero que me digas cuándo me darás a Freud. Está en tu mano que no
moleste. ¿Por qué evades tu responsabilidad?
—No es una responsabilidad. Son daños colaterales. Y respétame alguna vez. Te
he pedido tiempo.
—¿Es que no sabes que podría quitarte a Freud cuando me diera la gana? Está a
mi nombre, ¿recuerdas?
—¿Vas a demandarme?
—No. Pero podría ir y partirte la cara, para después llevarme a mi perro. Inma
sabía que en aquel estado de nervios era capaz de cumplir sus amenazas. De
pronto sintió una angustia que nacía de la impotencia por encontrase a más de
setecientos quilómetros de allí. Sabía que sus padres habían salido a cenar y que,
por tanto, si Alicia llamaba a la puerta y le aseguraba a la asistenta ser una amiga
de Inma, ésta le abriría y, en tal caso, no tendría dificultad alguna para llevarse al
perro.
—No. Cálmate. Te dejaré ver a Freud. Ahora tienes que relajarte.
—¡No!, ¿dónde estás?
Era urgente que hablara con sus padres, que avisaran a la asistenta de que, bajo
ninguna circunstancia, le abriera la puerta a alguien.
199
—No estoy en Cádiz.
—Espero, por tu bien, que no te hayas ido a Madrid con Freud —dijo Alicia
antes de cortar la comunicación.
Alicia aprovechó para llamar a su padre y ponerle al tanto de la situación. Aún
estaba relatando lo sucedido cuando volvió a llamar Alicia.
—Estoy en tu casa y, si es necesario, echaré la puerta abajo, porque ya veo que
has cambiado la cerradura. ¡Lo tenías todo planeado!
—No es cierto. Además, no te serviría de nada entrar porque la casa está vacía.
—Pues volveré a la casa de tus padres.
—A ver, Alicia, cálmate. ¿Qué quieres?
—¡Qué vuelvas! —al gritar esas palabras Alicia rompió a llorar y se aceleró su
nerviosismo—. Quiero que vengas y que empecemos de cero, que me dejes
demostrarte que he cambiado, que quiero vivir contigo, tener un hijo y todo lo
que tú quieras. Lo que me pidas, pero ven.
Inma escuchó asombrada sus palabras y su cambio de actitud. Jamás había
presenciado tanta humildad en el tono de Alicia y se compadeció al comprobar
cómo la desesperación le estaba arrebatando el único poder del que jamás se
había desprendido ante nadie: su orgullo. Quiso llenarle de besos la cara, secar
sus lágrimas con la piel de sus mejillas y poder susurrarle al oído que la amaba,
que quería velar por su felicidad el resto de sus vidas. Pero no dijo lo que
deseaba, sino sólo le pidió que se tranquilizara, que ya no podría ser, que ahora
tendría que salir adelante y que evitara albergar la esperanza de volver a estar
juntas porque esa idea sólo le causaría más desasosiego. Dijo todo aquello
amarrando su corazón a la cabeza. Y cada palabra dentelleaba un trocito de su
espíritu pero, al mismo tiempo, fortalecía el respeto hacia sí misma.
—Pues si no puedo tenerte a ti, quiero a mi perro —replicó Alicia. —Freud no
es sólo tuyo.
—Escúchame bien: voy a matarte.
200
Por algún motivo que a Inma le pasaba desapercibido, no le sorprendió su
amenaza, ni siquiera tuvo miedo, porque no quiso concederle más poder para así
evitar que volviera a anular sus intenciones. No volvería a sentirse fea por sus
palabras, ni inútil, ni aburrida, ni vulgar, ni, tampoco, asustada.
—No podrás vivir tranquila —prosiguió Alicia—. Tendrás que caminar siempre
mirando a tus espaldas porque dedicaré mi vida a seguirte la pista hasta
encontrarte. Ya no me queda otra cosa que hacer.
—No vas a encontrarme.
La voz de Inma, impertérrita, pareció desconcertar y enfurecer más a Alicia. —
¡Dame al perro!
—Quiero tiempo. Respétame.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. Un mes o el resto de la vida. No lo sé. Pero no puedo verte.
No quiero verte y no quiero someterme a esa pantomima del intercambio de
animales, que hace que, de alguna manera, siga atada a ti.
—¡Hija de puta!, puedo ir a buscarte, partirte la cara y llevarme a mi perro.
—Esta conversación empieza a adquirir tonos sórdidos que no nos conducen a
ninguna parte. Creo que es mejor que nos despidamos porque no voy a
consentirte ni un solo insulto más.
—Pues no pienso colgar hasta que no me des una fecha. Dime cuándo me darás
a Freud.
—¿No te das cuenta de lo pueril que resulta? ¿Cómo voy a citarte?, ¿cómo voy a
saber qué día tendré reorganizados mis sentimientos?
—Pues yo te lo digo: voy a darte otros dos meses. El quince de julio, ni un día
después. Dime que estás conforme y cuelgo.
201
Inma no estaba conforme en absoluto, pero sabía que Alicia no se atendría a
razones. Tal vez, con el paso de los meses, Alicia podría sosegarse y ver las
cosas sin tanto apasionamiento.
—Está bien. Cuídate, Alicia.
Inma tenía dos meses para desaparecer. No creía que su ex novia fuera capaz de
matarla, pero tampoco quería sentarse sobre una silla conocida para
comprobarlo.
Viajó a Cádiz en el primer tren de la mañana. Ya no estaría tranquila si no tenía a
Freud a su cargo. De pronto tuvo claro que debía actuar con aplomo y que
cualquier decisión, aunque dolorosa, debía llevarse a cabo lo más rápidamente
posible. Y lo primero que debía hacer era buscar un lugar para las otras dos
perras. Encerradas en un piso de Madrid serían infelices, pero también asumía su
incapacidad como para entregarlas a manos de nuevos propietarios. Alicia había
declarado, días antes de que su relación se complicara, que en unos meses se
mudaría, junto a Mario, a una casa de campo y que, cuando lo hiciera, se llevaría
a las dos perras para que tuvieran más espacio. Pensó en la posibilidad de pedirle
a Alicia que adelantara su intención de llevárselas, pero eso acabaría delatando
su marcha a otra casa, a otra ciudad. Por tanto, decidió buscar una residencia
para animales y, cuando ya estuviera segura en una vivienda anónima, avisaría a
Alicia para que fuera a buscarlas.
Al llegar a la casa de sus padres, Freud lanzó aullidos de alegría e Inma se
arrodilló para sentir el alivio de su tacto. Estaba en casa. Estaba con él y lo tenía
seguro y protegido. A él podría darle la estabilidad que tanto esperaban.
Por la tarde encontró una residencia canina a través de Internet. Fue a visitarla y
comprobó que se trataba de un hotel de lujo para animales, con cuidadores
personales y zonas ajardinadas. Con Alicia estarían bien y, mientras, allí vivirían
un mes de vacaciones. Por tanto, al día siguiente, cuando llevó a las dos perras y
las dejó y sintió que se clavaban sus miradas inocentes e indefensas mientras ella
daba media vuelta para pagar el hospedaje, a pesar de que una honda sensación
de culpa le sacudiera todo el cuerpo, sabía que no sólo era la mejor opción para
202
ella, sino también para las perras. Y, en el caso de que Alicia no fuera a
buscarlas, encontraría un lugar para tenerlas consigo.
—No os estoy abandonando —se dijo en el coche, antes de arrancar—. Vosotras
nunca estaréis desatendidas.
Tras varias semanas ultimando cosas en Cádiz, cargó su coche de maletas. Ya
estaba preparada para despedirse del lugar en el que había vivido durante cuatro
años. Y lo hacía con ganas por marchar y por romper aquel nexo de unión con un
pasado que tanto le atormentaba.
Con Freud en el asiento de copiloto, se despidió de sus padres y puso rumbo a su
nueva vida.
203

20
Se alojó en la casa de sus padres y, al despertar, salió para comprar la prensa en
busca de pisos en alquiler. Llenó su agenda de citas con agencias inmobiliarias y
se sorprendió ilusionada con la idea de empezar, de volver a vivir en una casa sin
recuerdos, de estar en Madrid y tener otra oportunidad de ser feliz.
Encontró un piso en el centro de la ciudad y, con ayuda de sus padres, una
semana antes del quince de julio, estaba ya instalada en su nuevo hogar. Nada le
relacionaba con aquella vivienda y, al descargar allí sus maletas, se despojó del
miedo. Aquella fue la primera noche que dejó de lado el sofá y pudo dormir sola
en una cama. que consideró suya.
El catorce de julio Inma encendió su ordenador y escribió una carta para Alicia
en la que explicaba que no tenía la intención de dejarle al perro ni de dejarse ver
ella en mucho tiempo. Trató de ser cordial y se despidió con sus mejores deseos.
Se sentía agotada cuando terminó de escribir porque dirigirse a Alicia le
debilitaba, le devolvía a aquellos años.
La respuesta de Alicia no se hizo esperar. Aquella misma noche encontró Inma
la réplica en la pantalla de su ordenador:
«Acepto que te tomes un tiempo más. Pero si en estos meses no obtengo una
respuesta sé que llorarás mucho. Aunque me lleve tiempo, sé que llorarás. Y yo
lo lamentaré porque te amo».
204

21
Había amanecido en Madrid y las nubes ennegrecidas presagiaban una mañana
de tormenta. Inmaculada se había despertado temprano y tenía pensado dedicar
el día a colgar cuadros, colocar estanterías y usar el taladro para sostener la
librería que había comprado el día anterior. Mientras tomaba su primer café sonó
el timbre de la puerta. Se trataba de la empresa que se había encargado de la
mudanza y traían las pertenencias que había dejado en su casa de Cádiz.
Cuando los hombres se marcharon, Inmaculada empezó a desempaquetar cajas.
Freud, que aún se sentía extraño en su nuevo hogar, contemplaba con apatía
desde el recibidor la labor que realizaba su dueña. Entre los libros encontró una
edición de El silencio de los corderos que jamás había visto. Pensó que tal vez
Alicia se la dejó olvidada en la casa, cuando estuvo de alquiler. De ser así, la
tendría guardada entre todas aquellas cosas que escondía celosamente como sus
trofeos personales, aquellos que depositaba siempre en un cajón y cerraba bajo
llave.
Al abrirlo, encontró una dedicatoria: «Sé que no te gusta leer, pero la película ya
la tenés y me consta que Hannibal te dejó fascinada. Espero otra cita. Tomá nota
de mi teléfono del laburo: 44387656. Claudio».
Ojeó el libro y no encontró ninguna otra anotación. ¿Quién era Claudio?
Devolvió el libro a su caja y agujereó la pared con el taladro para incrustar
después los tacos que sostendrían las estanterías y la librería. El reloj marcaba
las seis de la tarde cuando Inma sostenía el último tablón y estaba a punto de
colocarlo, pero, en lugar de ello, lo apoyó en la pared y buscó con la mirada su
teléfono inalámbrico. Marcó el número que vio anotado en la primera página de
la novela, añadiendo los prefijos que precedían a aquellas cifras.
—Hola, al habla Cristina Fenetici, ¿en qué puedo ayudar? —Buenos días, quería
hablar con Claudio.
205
—¿Claudio?, ¿Claudio Estiliano?
—Sí...
—Ahorita no está acá. ¿Quién lo llama?
Inmaculada dejó su número, con los prefijos convenientes, y un nombre falso
antes de proseguir con su tarea.
Estaba colgando el último cuadro cuando sonó su teléfono.
—Le habla Claudio Estiliano, ¿en qué puedo ayudarle, señorita Frena?
—Puede llamarme Belén.
—De acuerdo, Belén.
—Verá, yo... llamo de parte de Alicia.
Al otro lado de la línea se escuchó un silencio incómodo, un silencio que a
Inmaculada le pareció eterno.
—Vos me estás boludeando.
—No. De verás que no.
—¿Y qué querés?, ¿me querés decir dónde está esa hija de las mil putas? Me la
pasé buscándola varios años.
Inma permaneció callada.
—Está en España, ¿no?, por eso me llama una gallega. Es por eso que no la
encontré. ¡La concha de la lora!, decile a esa desgraciada que acá la espero a que
pague su deuda.
—No se ponga así, tranquilícese.
—¿Tranquilizarme decís? ¡Soy su marido!, así que me chupa un huevo y me
enojo lo que me viene en gana.
A Inmaculada se le escapó una carcajada. ¿Marido? Ciertamente no le sorprendía
excesivamente aquel descubrimiento, aunque era inevitable que le dejara algo
desconcertada.
206
—Decile a esa trola que para engañar a otro boludo tendrá que conseguir el
divorcio y no pienso dárselo hasta que me devuelva toda la plata que me estafó.
Decile que después de su robo no conseguí levantar el negocio.
Claudio Estiliano cortó la comunicación. Inma se levantó del sofá y reinició la
tarea de desempaquetado. Empezó colocando los libros en la librería y, al
terminar, se dedicó a ordenar las películas en las estanterías.
Acabó el trabajo a medianoche y, antes de acostarse en el sofá, puso una
película: El silencio de los corderos. Tendió una manta sobre su cuerpo y Freud
corrió desde el recibidor para acurrucarse bajo una lana que se hacía apetecible
en el invierno de Madrid. Y abrazando el cuerpo peludo de su perro, Inmaculada
rompió en un llanto estrepitoso, consciente de que no lloraba por haber sido
víctima de otro engaño, que no lloraba por el matrimonio de Alicia, sino porque
aquella era la prueba fehaciente de que durante aquellos ocho años jamás hubo
amor.
Tras aquella revelación Inmaculada había cortado definitivamente los hilos que
favorecían la manipulación de Alicia y, por tal motivo, cuando, una vez al mes,
recibía un mensaje de su ex novia en el que entremezclaba amenazas con
propósitos de enmienda, ya era capaz de borrarlo sin que despertara su culpa o
su compasión.
207

22
Pasó casi un año y la presencia de Alicia en el recuerdo de Inma cada vez estaba
más diluida. Pensaba en ella cada día y sentía, incluso, la nostalgia de su
ausencia, pero, al mismo tiempo, estaba empezando a disfrutar de sí misma. A
través de José y de Susana empezaba a conocer gente que entraba en su vida y
ella se entusiasmaba al comprobar que de nuevo tenía la mirada transparente y el
corazón limpio. Podía mirar a los ojos de sus interlocutores y mostrarse sin el
muro de todos aquellos complejos que albergó durante su relación, porque
siempre se sintió atrapada en una foto en movimiento, como si su alma no
pudiera encajar dentro de su cuerpo. Ya no era una extraña y dejaba verse con el
orgullo de ser ella misma.
Salía casi a diario con amigos muy dispares pero cuidadosamente escogidos, que
hacían de su vida un lugar en el que siempre podía mostrar su más sincera
sonrisa. Porque había vuelto a reír a carcajadas y a compartir su felicidad con las
personas queridas. Por otra parte, volvía a subirse a sus tacones porque renacía
en ella el interés por arreglarse, por cuidarse y mostrar en su superficie toda la
energía positiva que cargaba en su interior.
Era otra mujer: la Inma nocturna que había estado acallada y escondida.
Y con el sosiego que inyectaba su amor propio, con la paz de su recién estrenada
madurez y su recuperado buen humor, fue despojándose de sus malas
intuiciones.
Corría el mes de febrero. Otro dos de febrero. Sus padres estaban en Madrid
desde las Navidades y esperaban, como cada sábado, la llegada de su hija para
almorzar juntos. Inma dejó a Freud en casa porque la última vez que lo llevó,
éste había orinado en todas las cortinas de su madre. Al sentarse a la mesa
observó que, como venía sucediendo en los últimos siete meses, el ambiente
estaba libre de tensiones. Su madre, contenta al ver a su hija sonriente y con el
peso restablecido,
208
se mostraba afable y cariñosa; por el mismo motivo, su padre se enzarzaba en la
tarea de idear bromas cargadas de ironía para despertar las carcajadas de su hija.
Al terminar de comer, sus padres se acomodaron en sendos sofás y ella subió a la
terraza. Se cubrió con una manta y se sentó en una de las tumbonas. El cielo,
despejado, mostraba un sol radiante que acabó por enrojecer sus mejillas. Una
paloma aleteó sobre el ático hasta que decidió aterrizar en una de las baldosas y,
al observarla, Inma se sonrió y dijo una palabra en voz alta: «Paloma». Recordó
cuando no podía mencionar el nombre de aquella ave ni para cantarle a su
sobrino una canción que tenía al animal como protagonista. Hacía casi un año
que nadie perturbaba su paz interior porque había definido bien los límites al
respeto y era capaz de querer más generosamente. La gente que le rodeaba
valoraba sus virtudes y la quería también por sus defectos; y ella respondía a
través de su sinceridad, sin esperar algo pero recibiendo, agradecida, la ilusión y
la fe en las personas y en las relaciones humanas. Y allí, sentada en la tumbona,
mientras observaba como la paloma levantaba de nuevo el vuelo, se hizo
consciente de lo feliz y completa que se encontraba en aquel momento de su
vida.
Cuando bajó al salón se encontró con que sus padres dormían profundamente.
Besó a su padre en la frente y, cuando se acercó a su madre para besarla, ésta
entreabrió los ojos.
—Cariño, te quiero —dijo, antes de volver a dormirse.
Inma se fue y al entrar en el coche lloró. Lloró de alegría y después siguió
llorando un rato más porque lloraba. Había recuperado el llanto y la capacidad
para suspirar mientras corrían por su cara enrojecida las lágrimas, para dar
hipidos y poder, al fin, desahogarse. Se sonó los mocos entre risas, divertida al
pensar que era la única vez en su vida que se sentía agradecida por sus
mucosidades y arrancó el motor, radiante, dispuesta a tararear todas las
canciones que emitieran por la radio de camino a casa.
Estaba anocheciendo cuando llegó a su calle y no se percató del coche que se
mantuvo durante todo el trayecto a unos prudentes metros de distancia. Siempre
había sido despistada y aquella era otra de las malas costumbres que le había
209
reprochado Alicia constantemente. Aparcó cerca del portal y, por alguna razón,
por un preludio de catástrofe, fue la primera vez que no miraba a sus espaldas.
Entró en el ascensor silbando la última melodía que había sonado en el interior
de su coche y sintió, como cada día que salía, la urgencia por entrar en casa y
saludar a Freud. Introdujo la llave en la cerradura y, al abrir, se arrodilló para
recibir a su perro. Se encontró con los grititos con los que él siempre festejaba su
llegada, pero en un segundo comprendió todo lo que estaba por venir, justamente
cuando Freud pasó de largo, moviendo su pequeño rabo para saludar a quien
estaba tras ella. No tuvo que girarse para saber que se trataba de Alicia. «No me
importa morir, porque ya no tengo miedo», pensó un instante antes de que un
impacto terminara con su vida.
210
La madre de Inma se despertó agitada. Era demasiado temprano y, aunque
procuró recuperar el sueño, lo dejó por imposible y se levantó para prepararse un
café. A mediodía llamó al teléfono de su hija por primera vez en aquel día. Era
habitual que Inma se acostara tarde, por lo que no se alarmó y esperó hasta la
hora de comer. Igualmente, una zozobra le recorría el cuerpo y aquella ansiedad
abstracta a cada minuto tomaba más forma y se traducía en la imperiosa
necesidad por hablar con su hija, que tampoco respondió a la hora de comer.
Angustiada, cogió del escritorio una copia de las llaves de Inma, bajó hasta el
coche y se puso en camino.
Llamó al telefonillo varias veces y, frente al silencio, se tomó la libertad de
utilizar las copias de las llaves y entró en el portal. Cuando estuvo frente a la
puerta de la casa de Inma, introdujo su llave y se precipitó hacia el interior de la
vivienda gritando el nombre de su hija. La cama estaba hecha y no había rastro
de Inma. Freud contemplaba impasible desde un rincón cómo la mujer estaba
temblando cuando se sentó en el sofá y sacó de su bolso el teléfono para
remarcar el número, que volvía a dar señal los tonos suficientes hasta que saltaba
el contestador. Acto seguido, inspeccionó la casa en busca de pistas que
revelaran el paradero de su hija y se movía con suma rapidez hasta que se quedó
pasmada frente a la cara interior de la puerta principal. Un trozo de papel pendía
de una tira de celofán.
«Otro hecho: tenemos a su hija».
211

23
24
Alicia escuchó el timbre y abrió la puerta con naturalidad cuando encontró la
imagen de dos hombres trajeados a través de la mirilla de su puerta.
—Somos inspectores de policía y estamos investigando la desaparición de
Inmaculada Azcárate —le informó uno de ellos.
Alicia les hizo pasar, tras mostrarse consternada y abatida por el suceso.
Respondió con amabilidad a todas sus preguntas sobre el tipo de relación que
había mantenido con la desaparecida y los motivos de su ruptura.
—Pero hace ya muchos meses que no sabía nada de su vida.
—¿Dónde estuvo el día dos de febrero?
—En casa, con mi amigo Mario. Él libraba y pasamos el día viendo películas.
Cenamos tarde y nos fuimos a dormir.
Mario corroboró su coartada y la policía regresó a Madrid. Pero desde un
principio la madre de Inma sospechó que Alicia estaba involucrada en la
desaparición de su hija y su idea se reforzaba cada vez que hablaba con Cristina.
Pero, ¿cómo demostrarlo?
—Señora —decía el superior encargado del caso, cada vez que la madre de Inma
se personaba en la comisaría—, no se puede detener a alguien por intuición y la
policía científica no ha encontrado pruebas. Ya pedirán el rescate y entonces
encontraremos alguna pista. Además, si es por intuición, yo estoy absolutamente
convencido de que esa chica no ha tenido nada que ver.
—Tal vez no haya sido ella —señaló Cristina—, porque estoy convencida de que
se habría llevado a Freud.
212
Pasaron los meses, pero nadie pidió el rescate. La madre de Inma se dedicaba a
Freud como si pudiera hacerle llegar todo su amor a su hija a través del perro.
Por eso, cuando una tarde Freud tosió reiteradamente, no dudó en salir en busca
de un veterinario con el perro en brazos.
Se trataba de un simple resfriado, pero el veterinario aprovechó para hacer una
revisión. Le abrió la boca e inspeccionó sus dientes.
—¿Conoce la fecha de nacimiento del perro? —No.
—¿Y aproximadamente?
—No sabría decirle.
Sacó de un armario una máquina, que deslizó sobre el cuello del animal. —No
tiene chip. ¿Tiene la cartilla del animal?
—No. El perro es de mi hija y en su casa no he encontrado ninguna cartilla. —
¿Lo ponemos a nombre de usted?
—No. A nombre de mi hija. Vendrá ella a la próxima cita.
—¿Sabe si tiene al día las vacunas?
—Seguro que sí. Ella lo cuida mucho.
—Pues tráiganmelo dentro de ocho meses e iniciaremos el ciclo de vacunación,
ya que no le consta la fecha de su última dosis.
Sin saberlo, el veterinario tenía una información que a la madre de Inma le
hubiera resultado, cuanto menos, reveladora, puesto que al inspeccionar los
dientes del perro había estimado su edad. Pero el licenciado daría por supuesto
que sus propietarios sabrían sobradamente que Freud, el Freud de la ficha que
acababa de introducir en su base de datos, era un yorkshire de poco menos de un
año. Aquella información habría contrastado con la certeza de que Freud, el
verdadero Freud, el perro que convivió con Inma, había llegado a su vida tres
años
213
atrás. Y a base de deducciones, tal vez alguien podría haber llegado a
comprender que la noche en que Inma desapareció se llevaron a su perro y
dejaron, a cambio, un perro de apariencia casi idéntica, con diferencias sólo
perceptibles por la propia Inma. Y tal vez entenderían que el perro respondía al
mismo nombre y conocía las mismas palabras que su antecesor porque así se lo
hubieron enseñado durante meses de adiestramiento.
El veterinario le recetó unas pastillas para la tos y se despidió de aquella mujer
que, le pareció, tenía la mirada y el alma perdidas en algún lugar que no era,
precisamente, su clínica.
Al salir a la acera el perro impostor olisqueó el tronco de un árbol y levantó la
pata para soltar unas gotitas de pis.
—Vamos a casa, Freud, mi amor —propuso la madre de Inma.
A unos setecientos quilómetros un perro idéntico caminaba sobre la arena de la
playa de El Puerto de Santa María, atado a la correa que sostenía una mujer.
—Vamos a casa, Freud, mi amor —propuso Alicia.
214

También podría gustarte