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FRANÇOISE DASTUR

LA MUERTE
ENSAYO SOBRE LA FIN ITU D

T ra d u c c ió n de M aría Pons Irazazábal

Herder
Título original: La mort. Essai sur la finitude
Traducción: María Pons Irazazábal
Diseño de la cubierta: Ferran Fernández

© 2007, Presses Universitaires de France


©2008, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-2572-1

La reproducción total o parcial d e esta obra sin el c o n sen tim iento expreso
de los titulares del Copyright está p ro h ib id a al am paro de la legislación vigente.

Imprenta: Reinbook
Depósito legal: B-43.785-2008
Printed in Spain —Impreso en España

Herder
w w w .herdereditorial.com
Indice
1

P re fa c io ............................................................................................ 9

Introducción
La grandeza de la m u e r t e ......................................................... 13

C a p ítu lo I
La cu ltu ra y la m u e r t e .............................................................. 27

1. El duelo, origen de la cultura.................................................. 31


2. La invención escatològica....................................................... 40
3. Tragedia y m ortalidad.............................................................. 51

C a p í t u l o II
La m etafísica de la m u e r t e ....................................................... 63

1. La inmortalidad p la tó n ic a ....................................................... 75
2. La «superación» hegeliana de la m uerte................................ 91
3. La metafísica del d e v e n ir......................................................... 112

C a p ít u l oIII
F e n o m e n o lo g ía del se r-m o rtal 123
1. M uerte propia y m uerte del o t r o .......................................... 127
2. La m uerte y el m o rir................................................................. 147
3. La m uerte y lo posible.............................................................. 168

IV
C a p ít u l o
M o rta lid a d y f in itu d ................................................................... 183

1. Finitud y totalidad...................................................................... 190


2. Finitud y n a ta lid a d ................................................................... 200
3. La finitud o rig in a ria ................................................................. 214

Conclusión
La m u e rte , la palabra y la r is a .................................................. 229
Prefacio

En 1994 apareció una prim era versión de este libro en la editorial


Hatier, en la colección «Optiques». El objetivo de esta colección,
hoy desaparecida, era ofrecer a un público am plio — que incluía
desde estudiantes universitarios y alum nos de los últim os cursos
de los liceos hasta todas aquellas personas interesadas en la filosofía
a pesar de no poseer una form ación específica— el acceso a una
reflexión filosófica centrada en un núm ero reducido de cuestiones
fundamentales. Los libros de la colección «Optiques» debían tratar
cada uno un aspecto del program a de filosofía de la enseñanza se­
cundaria y presentarse en form a compacta, es decir, que el núm ero
de páginas estaba ajustado con precisión.
C uando m e ofrecieron publicar una obra en esta colección,
precisándome cuál era el marco en el que debía incluirse, inmedia­
tam ente tuve deseos de participar en esta empresa, y si decidí tratar
el «tema» de la m uerte fue precisamente porque m e parecía que el
pensam iento chocaba en este terreno con una aporía. La filosofía,
que se arroga sin duda legítim am ente el derecho a pensar sobre
cualquier tema, ¿puede también tener como «objeto» ese impensable
que es la m uerte? ¿Cabe proponerse com o objeto la com prensión
de lo que pone fin a toda veleidad de comprensión, el pensam ien­
to de lo que aniquila al propio pensamiento? La m uerte no es una

9
La muerte

m era interrupción, es el blanco total, la pérdida de m em oria, el


vacío. Frente a esto, a este abismo, ¿qué es el hom bre? U n ser que
pretende llenar ese blanco, colmarlo, integrarlo a la vida.
Incluir la m uerte en un programa de enseñanza podía parecer a
primera vista algo irrisorio: ¿qué se puede enseñar acerca de la m uer­
te y qué hay que aprender a este respecto, excepto que la m uerte
es el fin de toda enseñanza y de todo aprendizaje posibles? Es cierto
que, desde el inicio de la tradición occidental, encontram os la idea
de que «filosofar es aprender a morir». Pero ¿acaso la filosofía, como
las religiones y las mitologías, no se basa justamente en la creencia en
una inmortalidad del espíritu, y acaso lo que busca, de un extremo
a otro de su historia, no es siempre la conjura misma de la muerte?
Para intentar dar respuesta a estas cuestiones fue por lo que deci­
dí dedicar el libro a los temas de la m uerte y de la finitud, que en mi
opinión están intrínsecam ente vinculados. Conservo un recuerdo
bastante fiel de la época en que estuve escribiendo la obra, época
que no fue en absoluto fácil. Es im posible escribir sobre u n te ­
ma com o éste sin aceptar exponerse en cierto m odo sin protección
a esta angustia de la m uerte, que constantem ente procuramos evi­
tar dejándonos absorber po r las tareas cotidianas. N o obstante, esta
travesía de la angustia, en vez de desem bocar en un lam ento por la
condición finita del hom bre, acabó conduciendo, por el contrario,
a la alegría y a la risa.
A esa misma conclusión llego hoy, en esta nueva versión re-
elaborada y aumentada del mismo texto, que he redactado en res­
puesta a la invitación de Jean-Luc M arión y Presses Universitaires
de France. Q uiero agradecer que se rn'e haya perñiitido apoyar con
m ayor solidez y espero que con m ayor convicción los análisis y los
argum entos de la prim era versión.
H oy, com o en la época ya lejana de la prim era redacción de
esta obra, el pensam iento de la m ortalidad se m e aparece com o el
trasfondo único sobre el que pueden destacarse y adquirir sentido
todos los hechos de una vida. Esa experiencia de la m uerte es la que
Prefacio

m e gustaría transmitir a mis lectores a través de las páginas de este


libro. Abrirse a la m uerte com o el destino más propio, convertirse
realm ente en el m ortal que es: creo que ésta es la tarea que el ser
hum ano debe realizar p o r m edio de un pensam iento que ya no
va, com o a lo largo de toda la tradición occidental, en busca de un
remedio contra la m uerte. C reo que es el pensam iento más «vivifi­
cante» de la finitud originaria y de la m ortalidad absoluta.

11
Introducción

La grandeza de la muerte

D e r T o d ist groß
W ir sind die S einen
L ac h en d e n M unds.
W e n n w ir uns m itte n im L eb en m e in e n
w ag t er zu w e in e n
M itte n in uns.

R .M . R ilk e 1

«El hom bre libre en nada piensa menos que en la m uerte, y su sabi­
duría no es una m editación de la m uerte, sino de la vida.»2 Parece
que con esta afirmación, que despoja a la filosofía de cualquier in­
clinación a pensar én la m uerte, Spinoza no hace más que expresar
la tendencia de fondo de la metafísica, cuya tarea esencial desde los
tiempos de Platón es recordarnos nuestra participación én lo eterno
I e invitam os a superar así la contingencia y la finitud de la vida in ­

1. R ilke, R .M ., Das Buch der Bilder (El libro de las imágenes), Schlußstück,
Final (1901): «La m uerte es grande. / Somos los suyos / de riente boca. / Cuando
nos creemos en el centro de la vida / se atreve ella a llorar / en nuestro centro».
2. Spinoza, B., Etica, trad. p o r V idal Peña, M adrid, E ditora N acional,
1980, cuarta parte, proposición LXVII, pág. 331.

13
La muerte

dividual. E incluso alguien tan antimetafísico com o Nietzsche, que


no alberga esperanza alguna en la existencia de un más allá, parece
hacerse eco de las palabras de Spinoza cuando declara:

M e com plazco en co m p ro b ar q u e los hom b res rehúsan absolutam ente


co n c eb ir la idea de la m u e rte, y m e gustaría co n trib u ir a hacerles cien
veces más «digna de ser pensada» la idea de la vida.^

Es posible, sin duda, ver en la certeza de la m uerte precisamente lo


que hace la vida más valiosa aún, y considerar, com o hace Novalis,
que «la m uerte es el principio que hace rom ántica nuestra vida» en
la medida en que la vida es «intensificada, reforzada por la muerte».4
Pero llegar a ver en la m uerte el acicate de la vida implica ya ese
vuelco «dialéctico» de lo negativo a lo positivo, que está constan­
tem ente presente en todos los intentos hum anos de superación de
la m uerte.
Vencer la m uerte: éste es, en efecto, el programa no sólo de la
metafísica, que tiende al conocimiento de lo suprasensible y de lo no
corruptible, sino tam bién de la religión, com o promesa de supervi­
vencia personal; de la ciencia, que establece la validez de una verdad
independiepte de los mortales que la piensan, y más en general del
conjunto de la cultura humana, puesto que ésta se basa esencialmen­
te en la transmisibilidad de los conocim ientos y de las técnicas que
constituyen el tesoro perdurable de una com unidad de seres vivos
que se extiende a lo largo de varias generaciones.
Pues la m uerte es algo que produce terror, y parece que sólo
puede ser afrontada en la medida en que es relativizada y, por tanto,
solamente tiene poder sobre una parte de nuestro ser. Es tam bién
Novalis, a quien la m uerte prem atura de su novia sensibilizó sobre

3. N ietzáche, F., El eterno retomo, trad. p o r E. O vejero, B uenos Aires,


Aguilar, 1974, n° 278, pág. 134.
4. N ovalis, Fragmente/Fragments, trad. p o r A. G u ern e, París, A u b ier-
M ontaigne, 1973, pág. 210.

14 I
Introducción

>I >. 11 ácter ilusorio de las fronteras que separan la vida de la m uerte,
rl aquí y el más allá, el que tiene la sensación de que «morimos tan
sólo en cierto m odo»,5 ya que en definitiva la m uerte no es para
■I más que una «metamorfosis»,6 p o r la que abandonamos nuestro
§cí finito y, en una especie de «transfiguración», alcanzamos la vida
perfecta de un espíritu.7 Sin em bargo, no son exclusivam ente los
místicos y los rom ánticos quienes llegan a ver en la m uerte una
• ipecie de liberación, sino que lo hace tam bién el racionalista Spi-
iio/a. ¿Acaso no declara que «el alma hum ana no puede destruirse
¡disolutamente con el cuerpo, sino que de ella queda algo que es
■tri no»8 y que, aunque no puede deducirse de la subsistencia eterna
dr la esencia pensante del espíritu ninguna inm ortahdad del alma
cóm o entidad personal, «no p o r ello dejamos de sentir y experi­
m entar que somos eternos»?9 Pero lo que se siente así «eterno» en
nosotros nunca es lo que se ha considerado, desde el com ienzo de
la tradición occidental, el elem ento im perecedero en el hom bre,
lo que lo distingue específicamente del animal, esto es, lo que los
griegos llamaban logos y los rom anos ratio. D e m odo que la m ejor
m anera de anestesiar el terro r que nos inspira el pensam iento de
nuestra propia mortalidad es apelar a lo que hay en nosotros de im ­
personal e insensible, a la razón universal y «eterna».
Se trata de una actitud propia del estoicismo, una justificación
dr todo lo que hay de negativo en la vida, que deriva de la creencia
metafísica en la arm onía universal, y que tam bién se expresa en la
tesis de Leibniz del «mejor de los m undos posibles». Es Nietzsche
quien denuncia con mayor claridad el fallo de semejante optimismo
moral y teológico cuando declara:

5. N ovalis, Fragments, op. cit., pág. 97.


6 . Ibid., pág. 153.
7. Ibid., pág. 129.
8 . Spinoza, B., Etica, op. cit., quinta parte, proposición X X III, pág. 375.
9. Ibid., quinta parte, escolio a la proposición X X III, pág. 376.

15
La muerte

Esta fo rm a de p ensar m e rep u g n a en ex trem o ; subestim a el v alo r del


dolor (que eá tan útil y favorable co m o el aire), el valo r d e la emoción y
de la pasión; al final, nos vem os obligados a decir: to d o lo q u e o cu rre
es b u en o , n o deseo nada más; ya no se pone remedio a ningún mal p o rq u e
se ha m atado la sensibilidad a los m ales . 10

N o obstante, conceder todo su valor a lo afectivo en el hom bre ¿no


exige apelar a una aceptación total de su ser intrínsecamente tem po­
ral y de su fmitud? Esa aceptación no ha de ser ciertam ente servil,
ñi limitarse a asumir la realidad tal com o es sin pretender cambiar
nada; no debe confundirse, por tanto, con un fatalismo ciego. Eso
no im pide, no obstante, que adopte en N ietzsche la figura de un
\ A m o rfa ti, de un «sí eterno dicho a todas las cosas, “ el inm enso e
üimitado decir sí y amén”»11 que finalmente convertirá al hom bre en
el «redentor del azar».12 C om o vemos, incluso en un ateo declarado
com o Nietzsche, todavía se habla de «redención», de salvación y de
liberación, y se trata siempre, «intentando dar eternidad a la m enor
cosa»,13 de despegarse de lo que tiene de fugitivo y de efímero la
existencia humana. A partir de ahí se entiende que una afirmación
absoluta de la vida pueda exigir por sí misma «el eterno retom o de lo
idéntico», ya que este pensam iento de la persecución incesante de
los m ism oí ciclos de vida, que en el budism o constituye la base
misma de la aspiración a la nada eterna, al nirvana,14 aquí es p o r el
>
10. N ietzsche, F., La volonté de puissance, trad. p o r G. Bianquis, París,
Gallimard, 1948, vol. I, 1. I, § 74, pág. 57 [La voluntad de poder, trad. p o r A.
Froufe, M adrid, ED A F, 2000],
11. N ietzsche, F., Ecce Homo, trad. p o r A. Sánchez Pacual, M ad rid ,
Alianza, 1988, pág 103.
12. N ietzsche, F., «De la redención», en A sí habló Zaratustra, trad. p o r E.
O vejero, Buenos Aires, Aguilar, 1974, pág. 320.
13. Nietzsche, F., La volonté de puissance, op. cit., vol. II, 1. IV, § 622, pág. 387.
14. E n realidad, este térm ino no significa en sánscrito «nada», sino «ex­
tinción», y designa el estado suprem o de no reencarnación y de absorción en

16
/
Introducción

i untrario lo que otorga el peso de la necesidad a lo que tiene de


ni omediablemente contingente el conjunto del devenir. «Imprimir
-ti devenir el carácter del ser», eternizarlo y transfigurarlo en tanto
devenir, alcanzar así esta «cumbre de la meditación», donde el
m undo del devenir y el del ser están lo más cerca posible,15 es la
respuesta últim a de los que no creen en la supervivencia en el más
allá 1)esde los estoicos a Spinoza y a Nietzsche, esta misma expe­
riencia de la eternidad en el seno mismo de la duración es la que
1 1 ? lia opuesto siem pre a la llegada inevitable de la m uerte com o
aquello que podría hacerla fracasar de antemano.

'k 'k 'k

iN o hay otra relación con la m uerte que no sea esquivarla, y no hay


que renunciar para ello a hacer un absoluto del devenir y lograr ver
rti la «eternidad», que com o seres pensantes a veces experim enta­
mos, no tanto la prueba de nuestra pertenencia a lo que escapa a la
indeterm inación natural del tiem po com o una producción propia de
la temporalidad, que sería así capaz, en el ser hum ano, de proyectar
por sí misma el horizonte de su propia superación?
En este sentido, el idealismo alemán, de Kant a Hegel, pasando
por Schelling y Hölderlin, ha visto en la inm ortalidad un «postula­
do» de una razón finita, en lo absoluto lo que requiere intrínseca­
m ente una historia, en lo divino una creación trascendental, y en
li i infinito la significación de lo finito. En efecto, es demasiado fácil
misiderar, com o hace Nietzsche, que la filosofía alemana, y en es-
pcrial la que procede del Stift de Tubinga, no es toda ella más que
tina teología disimulada.16 Pues supone negarse a tener en cuenta

• 1 i osmos. Es el p u n to de no retorno del Samsara, del ciclo infinito de naci­


m ientos y renacim ientos po r la consecución del bodhi o beatitud absoluta.
15. Nietzsche, F., La volonté depuissance, op. dt., vol. I, 1 .1, § 170, pág. 251.
16. N ietzsche, F., El Anticristo, trad. p o r A. Sánchez Pascual, M adrid,
Alianza editorial, 1997, § 10, pág. 39: «Entre alemanes se m e com prende en

'7
La muerte

la exigencia que anim a todo este fin de siglo en Alem ania y que
se vuelve obsesiva en el prim er rom anticism o: la renovación del
cristianismo o su sustitución por una nueva religión, com o queda
atestiguado en el famoso «Systemprogramm» elaborado en com ún
por los tres discípulos del Stift en 1795,17 y tam bién en Granos de
polen de Novalis, aparecido en el prim er cuaderno de Athenaeum en
1798, y en el Discurso sobre la religión de Schleiermacher, de 1799.
Pero tam bién es olvidar que el enem igo principal de H ölderlin,
Schelling y H egel es la teología ortodoxa enseñada en el Stift, y
cuyos representantes son los defensores de la religión revelada con­
tra la nueva teología «ilustrada».18 N o se trata, sin embargo, en su
caso de unirse a la crítica racionalista de la religión, que asimismo
ha de ser superada instaurando una religión que hable al corazón
y no solam ente al entendim iento. P o r esta razón hay que prestar
atención a la extraordinaria transfiguración que sufre la idea de Dios
a la vez que el propio fenóm eno religioso — tal vez el único m edio
de salvar lo divino en esta época de la «noche de los dioses»— en el
pensamiento de los tres condiscípulos, y m uy especialmente en el de
Hölderlin, com o atestigua su ensayo titulado «Sobre la religión».19

seguida cuando digo que la filosofía está corrom pida p o r sangre de teólogos.
El párroco protestante es el abuelo de la filosofía alemana, el protestantism o
m ism o, su peccatum originale [pecado original]. D efinición del protestantism o:
la hem iplejíá del cristianism o - y de la ra z ó n - Basta p ro n u n cia r la palabra
“Sem inario de T ubinga” ( Tübinger Stift) para com prender qué es en el fondo
la filosofía alemana: una teología artera. ..». {
17. Cf. «Le plus an cien pro g ram m e systém atique de l ’idéalism e alle­
mand», trad. po r D . Naville, en H ölderlin, Œuvres, Paris, Gallimard, «Biblio­
thèque de la Pléiade», 1967, págs. 1157-1158.
18. Véase a este respecto C h. Jam m e, Ein ungelehrtes Buch. Die philoso­
phische Gemeinschaft zwischen Hölderlin und Hegel in Frankfurt 1797-1800, B onn,
Bouvier, 1983, pág. 33 y sigs.
19. Cf. H ölderlin, «De la religion», trad. p o r D . N aville, en H ölderlin,
Œuvres, op. cit., págs. 647-650. Véase F. Dastur, «Hölderlin: “D e la religion”»,
Introducción

En ese breve texto en el que, ju n to con las pruebas cosm o­


lógica y ontológica de la existencia de Dios, lo que se rechaza es
toda la tradición teológica, H ölderlin explica que Dios sólo puede
ser demostrable a partir de la estructura total formada por el hom ­
bre y el m undo. N o obstante, ésta no se presenta estrictam ente
com o «prueba», ya que no preexiste a su propia demostración, no
es «dada»; si no formaría parte del orden de lo necesario, mientras
que sólo se apoya en la relación, es decir, en la «experiencia fun­
damental» a partir de la cual el hom bre y el m undo se constituyen
y se determ inan, y en la correspondencia poética y poyética del
hom bre y del m undo que, en su m utuo intercam bio, hacen que
aparezca ese «plus» infinito que se siente com o espíritu y que, en la
medida en que es representado en imagen, es llamado «Dios». Ese
Dios, a diferencia del Dios metafísico y del Dios de la revelación,
no es ni objeto de pensam iento, ni objeto de creencia: ese «dios
de la esfera» —-ese espacio a la vez antropológico y cosm ológico
que es la m orada de una com unidad histórica— es «sentido» y no
se convierte en palabra hasta que se representa en imágenes y se
nom bra en la poesía. D e m odo que en H ölderlin encontram os,
en lugar de la demostración metafísica de la existencia de Dios, un
testimonio fenom enológico que se basa en el análisis estructural de
la vida com unitaria efectiva.
N o hay pues principio «divino» que sea separable de lo hum a­
no, ni infinito que no surja de la finitud más connatural, ni «fuera
de tiempo» que no sea el resultado de un proyecto em inentem en­
te tem poral. Esto es lo que com prendió, más allá del idealism o
alem án, y hasta en oposición aparente a éste, el fundador de la
fenom enología, que no dudó en afirm ar que «el absoluto no es
nada más que la tem poralización absoluta».20 Husserl, al rechazar

en Les Cahiers de Fontenay, idéalisme et romantisme, 7 3 -7 4 , m arzo de 1994,


págs. 221-238.
20. M anuscrito C l , citado po r K. H eld, Die lebendige Gegenwart, Colonia,
1963, pág. 107.

19
La muerte

tam bién la idea de un infinito real y positivo, otorga al tiem po una


nueva im portancia ontològica: la eternidad divina ya no es para
él la tela de fondo sobre la que se eleva la finitud hum ana, que
ha de ponerse p o r el contrario en correlación con el horizonte
indefinido de un tiem po sin lim ite. P o r esta razón, para Husserl
las verdades lógicas no son «eternas», sino omnitemporales, que no
significa fuera del tiem po, sino válidas para todos los tiempos, ya
que la om nitem poralidad es una forma de la tem poralidad y no su
contrario.21 Todas las idealidades son, en consecuencia, históricas
y m undanas, com o Husserl da a entender claram ente,22 no en el
, sentido del relativismo que invalida la idea misma de verdad, sino
en el sentido de una paradójica historicidad de la verdad misma.
Dios com o logos absoluto23 no «existe», lo que significa que no es
un infinito real, pero com o idea vinculada a un tiem po infinito no
es-nada más que el horizonte de la historia, su origen y su finalidad,
o incluso la razón absoluta que va hacia sí misma en un proceso
infinito, de m anera que la propia historia puede ser considerada «el
proceso de autorrealización de la divinidad», com o se lee en un
m anuscrito de los años treinta.24
Heidegger, por su parte, siguiendo el mismo esquema de pen­
samiento, se dispuso a m ostrar que el tiem po es lo que constituye
el horizonte de la com prensión de la noción de ser. Eso implica
que ya no es posible, com o se ha hecho tradicionalm ente, y com o

21. Husserl, E., Experience etjugement, trad. p o r D . Souche, París, PU F ,


1970, § 64, págs. 315-316 [Experiencia y juicio: Investigación acerca de la genea­
logía de la lógica, M éxico, U N A M , 1980], !
2 2 . Ibid, § 65, pág. 324.
23. Husserl, E., La crisis de las ciencias europeas y lafenomenología trasceden-
tal: una introducción a la filosofía fenomenològica, trad. p o r J. M u ñ o z y S. Mas,
Barcelona, Crítica, 1991, pág. 345- Véase F. D astur, «Le “ dieu extrém e” de
la p h én o m én o lo g ie. H usserl et H eidegger», en Archives de philosophie, 63,
abril-m ayo de 2000, págs. 195-204.
24. C itado por R . T o u lem o n t, L ’essence de la société selon Husserl, París,
P U F , 1962, pág. 278.

20
Introducción

signo haciéndolo el propio N ietzsche,25 oponer el ser al devenir.


! Iridegger, incluso, llega a hablar de «copertenencia original del ser
del tiempo»,26 que es una forma decisiva de cuestionar la equiva­
lencia tradicional entre ser y eternidad, ser e intemporalidad. Pero
-u la ontologia, la ciencia del ser, ha de ser rem itida a su condición
di posibilidad, es decir, una cierta comprensión del ser en el hori-
. mie del tiem po, eso implica que se pregunte por el fundam ento
mismo de esta ontologia. Ahora bien, la cuestión ontològica tiene
m origen en este ser particular que es el hom bre, ser que es capaz
Ir plantear preguntas, no sólo sobre los otros seres, sino tam bién
1 1 ihre él mismo com o ser. Pues la com prensión del ser es un m odo
dr ser o un com portam iento hum ano. Puede verse hasta qué punto
la cuestión ontològica se convierte con H eidegger en la pregunta
mas concreta: no se trata, en efecto, de una pregunta acerca de las
generalidades más abstractas, sino de una pregunta que afecta al
mismo que la plantea y que, por consiguiente, engloba al propio
interrogador. A hora bien, el ser del hom bre sólo está abierto a sí
m ism o, a los otros y al m undo en la m edida.en que le amenaza
. ontinuamente la posibilidad del cierre a todo lo que es. Así que hay
que pensar el existir sobre el fondo de la m ortalidad y la apertura
del ser del hom bre sobre el fondo de un cierre más original que es
u fuente y que nunca puede dom inar. La existencia del hom bre,
i orno ser arrojado en el m undo y ser con vistas a la m uerte, es por
i misiguiente esencialmente finita. El hom bre existe com o tem pora­
lidad finita, y esta temporalidad finita constituye el tiem po original:
rsia es la tesis esencial de H eidegger en Ser y Tiempo, que se opone
a,la com prensión habitual de un tiem po infinito, concepción con

25. Cf. N ietzsche, F., Crepúsculo de los ídolos, trad. p o r A. Sánchez P a-


1nal, M adrid, Alianza, 1973, pág. 45: «Lo que es no deviene; lo que deviene
no es.. .», y pág. 46: «Heráclito tendrá eternam ente razón al decir que el ser
e". una ficción vacía».
26. H eidegger, M ., D e l’essence de la liberté humaine, trad. p o r E. M arti­
ni .111, París, Gallimard, 1987, § 11, pág. 119.

il
La muerte

la que el propio Husserl todavía no ha roto. La finitud del tiem po


ya no se ve apoyada en una eternidad que pueda abarcarla, lo que
la tem poralidad de toda existencia tiene de único ya no se perfila
sobre el fondo de un infinito en el que pueda anularse. Al contrario,
com o subraya H eidegger,27 el concepto tradicional de eternidad,
en el que se define com o un «ahora detenido» (nunc stans), procede
de la comprensión vulgar del tiem po entendido com o una sucesión
infinita de ahoras puntuales. Si, a partir del enfoque del tiem po
propuesto por H eidegger, todavía puede pensarse una cosa com o
Ja eternidad, sólo podría hacerse con un sentido m uy diferente,
y partiendo de una tem poralidad pensada de form a más original.
Pues el tiem po no puede pensarse a partir de la eternidad, sino que
por el contrario es la eternidad la que no se com prende más que a
partir del tiempo.

★★★

Llegar a encontrar en la finitud del tiem po, es decir, en la m uer­


te, el recurso de la vida exige entregarse sin reservas al terror que
suscita y aceptar perm anecer constantem ente bajo su dom inio. Así
que lo que habría que com prender es que el hecho de dejar que
esa nada que es la m uerte gobierne la vida rio implica ni heroísm o
nihilista, ni lam ento nostálgico, sino más bien la com binación, en
la tragicom edia de una vida que no retrocede ante la m uerte sino
que po r el contrario acepta contar con ella, de duelo y alegría, de
risa y lágrimas. Ya que, para aquel que no es más que tiem po, no
hay realmente alegría o hilaridad — esto es, segúri ja definición de
Spinoza, ese paso de una m enor a una m ayor perfección que es la
alegría, cuando se refiere a la vez al alma y al cuerpo— 28 más que

27. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, trad. p o r J. E duardo R ivera, Santiago


de C hile, Editorial Universitaria, 2002, § 81, pág. 441, n. 1.
28. Spinoza, B., Etica, op. cit., tercera p arte, p ro p o sició n X I, escolio,
pág. 195. '

22
Introducción

a propósito de lo que puede ser perdido y que, agotándose en el


Instante, no proyecta ningún horizonte infinito de respetabilidad
posible, sino que por el contrario se eleva sobre el fondo de la tem­
poreidad connatural de un ser destinado a la m uerte. Y es la grandeza
■!t la m uerte, lo que en ella se niega a ser pensado, es decir, pesado
según un sistema cualquiera de equivalencias, lo que hace de nuestra
linitud una capacidad más que una carencia.
Cabría decir, en efecto, de la m uerte lo que la tradición occi-
i Imtal dice de Dios, es decir, que es «un ser por encima del cual no
se puede imaginar nada mayor»;29 no porque la m uerte sea plenitud
i Ir ser y perfección suprema, sino a la inversa, porque «es» absoluta
aniquilación, «objeto» impensable y sin límite asignable, sobre el que
r s imposible cualquier dom inio y cuyo poder absoluto sobre noso­
tros es parecido al de un dios único. Del mismo m odo que se puede
descubrir un «argumento ontològico» y una prueba de la existencia
i le Dios en la idea de un ser tan perfecto que no puede existir sólo
' ti el entendim iento, sino que ha de existir necesariamente también
m realidad, lo que impfica que pensar en su no-existencia sería ab­
surdo, es posible aceptar la idea de un «argumento tanatológico» que
liaría del conocim iento de la m uerte un saber absolutamente cierto, y
no comparable a las otras formas de conocim iento que, abriéndonos
.i la desmesura de aquello cuya experiencia no es posible, sería en
nosotros el prim er origen de todo pensam iento de lo divino.
Pues si el pensam iento forzosamente se niega a sí mismo al ne­
gar el acto por el que plantea la existencia de lo absoluto, porque
este acto constituye su esencia misma, debe reconocer no obstante
previamente que esta postura sólo se produce en el seno de la tem ­
poralidad dej ser pensante y sobre el fondo de su mortalidad. Esta
grandeza absoluta que es la de la dimensión de lo divino lo obtiene
lodo de la absoluta grandeza y de la total im penetrabibdad de la

29. San A nselm o de C anterbury, Proslogio, selección de textos de C le­


m ente Fernández, M adrid, Biblioteca de A utores Cristianos, 1979, pág. 71.

23
La muerte

m uerte, de m anera que hay que acabar percibiendo que en un sen­


tido esencial lo divino y la m uerte están intrínsecamente vinculados
y que todos los dioses que el hom bre ha sido inducido a reconocer
y a nom brar en el transcurso de su larga historia siempre han sido
dioses de la m uerte — y en este caso el genitivo es unilateralm ente
subjetivo-—, de una m uerte capaz de engendrar en el hom bre su
relación con lo más que hum ano y que sería así el origen im pere­
cedero y nocturno de esas «luces» que caracterizan el espíritu y la
perm anencia del hom bre.
Por tanto, más que de una teología negativa, que pretende situar
a Dios tan alto que lo sitúa más allá del ser, en una hiperesencialidad
que resulta inconmensurable con el ser de todo lo que es, que no es
en un sentido nada de lo que es, tal vez habría necesidad de un pen­
samiento de la m uerte y de la nada sólo a partir de los cuales pueda
levantarse el horizonte de lo intem poral y las figuras de lo divino.
«Inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo la m uerte de
aquéllos, muriendo la vida de éstos», decía ya Heráclito.30 Los dioses
viven de su oposición a los mortales, ya que necesitan la m uerte
de los hom bres para saberse inmortales, del m ism o m odo que los
mortales pierden en la m uerte la vida que otorgan a los inmortales.
Por otra parte, es posible entender en este mismo sentido el relato
de la creación del G énesis.31 D ios crea al hom bre porque tiene
necesidad de él para cultivar su jardín. Pero se reserva para él sólo
los frutos de ese árbol de vida que es el árbol del- conocim iento del
bien y del mal y prohíbe al hom bre cogerlos. Puesto que el hom ­
bre desobedece este m andato, es expulsado del «paraíso», es decir,
de la ignorancia en que se hallaba acerca de su destino inevitable

30. H eráclito, «Fragm ento 62», en la num eració n de Diels-Kyanz, Los


filósofos presocráticos, introd., trad. y notas p o r C . Eggers Lan y V .E.'Juliá, M a­
drid, G redos, 1978, vol. I, pág. 388.
31. Véase la interpretación de ese relato que propone W . Brócker, «Der
M hytos vo m B aum der Erkenntnis», en Anteile, M . Heídegger zum 60. Gebur-
stag, Frankfurt, K losterm ann, 1950.

24
Introducción

1 1< m ortal. D e m odo que Dios sólo puede m antenerse en la vida


con toda su pureza condenando al hom bre a la m uerte, y sólo a
través del conocim iento de su propia m ortalidad el hom bre llega
i com prender el verdadero sentido de lo divino.
Ese sentido verdadero de lo divino es el que descubre N ietz-
■i lie, no por supuesto en el D ios del cristianismo, que considera
tina invención de la mala conciencia, sino en los dioses de Grecia
urgidos, según él, de la divinización y no del envilecim iento del
hom bre.32 Este nuevo enfoque de lo divino, «más allá del bien y
del mal», en realidad no es exclusivo de Nietzsche: supone, por el
i ontrario, la transformación fundam ental de la figura de Dios que
se produce ya en Kant. Cabría replicar a Nietzsche, cuando afirma
que «básicamente sólo el D ios m oral ha sido superado»,33 que el
i >ios propiamente «moral», un dios cuya figura se ve profundamente
deteriorada porque ha sido contaminada por la interpretación moral
y i onfiscada por el idealismo, no es en absoluto el D ios-postula-
do kantiano, sino el que asume las funciones de suprem o Garante
m itológico en la filosofía de Descartes o de Leibniz. Pues el Dios
kantiano, si bien sigue siendo un dios de la razón — aunque de una
tazón práctica y no teórica— , sólo cobra sentido a partir de la pre­
sencia de la ley moral en la conciencia de un ser finito para el que
necesariamente tiene el sentido de un im perativo categórico. Ese
I >ios es un dios de lafinitud, no «aparece» más que sobre un fondo

32. Cf. N ietzsche, F ., La genealogía de la moral, trad. p o r A. Sánchez


r H nal, tratado segundo, § 23, pág. 107.
33. N ietzsche, F., Nachgelassene Fragmente 1882-1884, Kritische Studien
Ausgabe, M únich-B erlín, D T V & de G ruyter, 1988, pág. 212. Véase tam bién
/ .i volonté de puissance, op. cit., vol. II, 1. IV, § 407, pág. 329: «Decís que se
Itala de u n a descom posición espontánea de D ios, p ero n o es más que una
muda: se despoja de su epidermis m oral. Y m uy p ro n to lo volveréis a encon­
trar -m ás allá del bien y del mal» (1882-1884), y vol. I, 1. I, § 296, pág. 138:
I as religiones perecen p o r su creencia en la moral: el D ios cristiano-m oral
tut es m antenible: en consecuencia el ateísmo, com o si no pudiera haber otra
■lase de dioses» (1885-1886).

25
La muerte

de finitud y tal vez no es a fin de cuentas, com o le dice Heidegger


a Cassirer en Davos, nada más que el nom bre de esta dim ensión
de lo in-finito que, puesto que se m antiene esencialmente ligada a
la experiencia finita de la que ha salido, «es precisam ente el argu­
m ento más fuerte a favor de la finitud». Pues si «sólo un ser fini­
to tiene necesidad de ontología»,34 esto significa también que sólo un
ser finito puede tener necesidad de desplegar la dimensión de lo di­
vino, en la m edida en que ésta sólo puede ten er su origen en la
experiencia de la finitud.
En este sentido, a m enudo falsamente interpretado com o un
«resto» de teología que m ancha su pensam iento, H eidegger pudo
ver en el hom bre a ese m ortal que m ira en dirección a lo divino35
y piído decir de la m uerte que es el «cofre de la nada» a la vez que
«el albergue del ser».36

34. Cf. Cassirer, E. y H eidegger, M ., Débat sur le kantisme et la philosophie


(Davos, marzo de 1929), París, B eauchesne, 1972, pág. 35. H eidegger, tras
h ab e r h ec h o observar a Cassirer que «el co n cep to de im perativo co m o tal
m anifiesta la relación intrínseca con u n ser finito» (op. cit., pág. 34), trata de
mostrarle que toda infinidad ontològica (la com prensión del ser) se origina en
una finitud óntica (la asignación al ente, la «receptividad»).
35. H eidegger, M ., «La vuelta», en Martin Heidegger, Ciencia'y Técnica,
trad. p o r F. Soler, Santiago de C hile, Editorial Universitaria, 1993, pág. 200
Y sigs-
36. H eidegger, M ., «La cosa», en Conferencias y artículos, trad. p o r E.
Barjau, Barcelona, Serbal, 2001, pág. 131.
1
26
Capítulo I

La cultura y la muerte

i hombre sabe que tiene que m orir y, por lo general, todo el m un-
Ío coincide en ver en este «conocimiento» una de las características
«r ricial es de la hum anidad, ju n to con el lenguaje, el pensamiento
f la risa. N o obstante, no está tan claro que el animal no presienta
Mi ■icrto m odo su m uerte y que todo ser viviente no tenga, en
Urtos térm inos que desconocem os, una relación esencial pon su
impío fin. En todo caso lo que sí es seguro es que la m uerte propia
•mío fin se presenta, desde el m om ento en que existe pensam ien-
o, rs decir, representación, com o un tem a privilegiado por éste,
¡ c.ia el p unto que cabe sostener que la hum anidad no accede a
i i onciencia de sí misma hasta que se ve enfrentada a la m uerte,
k to es concretam ente lo que atestiguan los mitos que constituyen
i base de la tradición occidental, los de la antigua M esopotam ia,
! ir le el ser hum ano es definido com o aquel al que los dioses, que
$ reservan para sí la vida, han fijado la m uerte com o destino. El
und.m iento del orden en el m undo se ve garantizado así por esta
t mi unidad, basada en una desigualdad de condición, de los dioses y
le los hombres. Pues, si bien los individuos m ueren, la especie hu­
mana perdura gracias a la renovación incesante de las generaciones,
. le manera que puede participar de forma duradera en el equilibrio
del todo. La m uerte aparece así como un hecho inevitable al que el

27
La muerte

hom bre no tiene más rem edio que resignarse, precisamente porque
no le corresponde cambiar el orden natural de las cosas.
Sin em bargo, en u n o de los testim onios más antiguos que
conservam os de nuestra propia historia, la epopeya sum eria de
Gilgamesh, obra con la que en cierto m odo arranca la literatura
occidental y que se rem onta al com ienzo del n m ilenio antes de
nuestra era, el personaje principal encarna el rechazo a la m u erte.1
El descubrim iento de esta obra suscitó debates apasionados, ya que
contiene un relato del diluvio en el que está claramente inspirado
el del Génesis.2 E n el Gilgamesh, son los dioses los causantes del
cataclismo que pretende la desaparición de toda la especie humana,
debido a qu,e algunos hom bres quisieron elevarse por encima de su
condición y penetrar así en los secretos de los dioses. Esta desmesu­
ra, que los trágicos griegos condenaron tam bién con el nom bre de
hybris, es la causa de la ira de Enlil, el dios de la tierra. N o obstante,
algunos dioses saben que necesitan a los hom bres y que la hum ani­
dad no puede ser destruida por entero. Por eso ordenan a uno de los
mortales, Utnapishtim , antepasado del N o é bíblico, que construya
un barco e introduzca en él a toda su familia y al conjunto de las
especies vivas, a fin de que la hum anidad sea preservada. Ya que
los propios dioses se asustan ante la m agnitud del desastre y repro­
chan a Enlil que haya querido aniquilar a toda la especie hum ana,
en vez de castigar solamente al que ha pecado de desmesura. Enlil,
para reconciliarse con los otros dioses, acepta conceder al que ha
salvado a la hum anidad, es decir, a U tnapishtim y a su m ujer, la
inm ortalidad que los hace semejantes a los dioses. C om o explica
Jan Patocka en Essais hérétiques sur la philosophie de l’histoire, donde
propone una interpretación global de la historia de Gilgamesh, «el
diluvio representa ya un peligro que amenaza de m uerte no sólo a
/
1. Cf. B ottéro, J., L ’épopée de Gilgames. Legrand homme qui ne voulait pas
mourir, París, Gallimard, 1992 [La Epopeya de Gilgamesh: el gran hombre que no
quería morir, trad. p o r P. López Barja, M adrid, Akal, 2004].
2. Cf. Génesis, V I-IX .
I. La cultura y la muerte

i ¡»il.i individuo sino a toda la especie hum ana [...] El mal amenaza
■I,i humanidad por un decreto de los dioses que, al mismo tiempo,
quieren que ese mal sea afrontado y combatido en la m edida de las
hit rzns humanas».3
I se relato del diluvio, que está intercalado al final de la epopeya,
it l.u.i decisivamente las aventuras del héroe y de su amigo Enkidu.
• tjlg.iinesh, rey legendario de U ru k , «hecho de carne hum ana y
divina» y solamente «dos tercios» divino, ha construido la ciudad de
i4 que es el pastor pero donde desencadena también la violencia. En
1 1 -.puesta a las quejas de sus habitantes, los dioses crean una réplica
di- <ulgamesh, E nkidu — hom bre nacido en la estepa, donde ha
r ido en compañía de bestias salvajes y que conserva todavía rasgos
■1* animalidad— , -con el que deberá medirse y que, al final del com ­
ióle que los enfrenta, se convierte en su amigo y compañero. En su
•tmpañía decide luchar contra H um baba el feroz, encarnación del
indi, pero protegido de Enlil, el dios de la tierra. Gilgamesh, con la
syuda de Shamash, el dios del sol, derrota finalmente a Hum baba,
(it n . It >s dioses castigan y condenan a m uerte a Enkidu,. que es quien
jt li-i .mimado a combatir. Gilgamesh, que llora a su amigo desapa-
i • • ido, siente la angustia de la m uerte y tem e tener que sufrir tam -
ht< u el la misma suerte. Decide ir en busca de la inmortalidad, y en
el i ,imino se reúne con Siduri, que tiene una taberna situada en el
límite de la ciudad y del punto de partida de los viajeros al extran-
Jffij, Siduri se convierte en la epopeya en el portavoz de la concep-
t tt «ii dom inante de la condición hum ana, al declarar a Gilgamesh:

! i vida que tú buscas n u n c a la encontrarás. C u a n d o los dioses crearon


a los hum anos d estinaron la m u e rte para ellos, g u ard an d o la vida para
i m ism os. T ú , G ilgam esh, llénate el v ie n tre, goza de día y de noche.

i l’atofika, J., Essais hérétiques sur la philosophie de l’histoire, trad. p o r E.


A lt mis, I agrasse, V erdier, 1981, pág. 34 [Ensayos heréticos sobre la filosofía de
O lihioiiii, trad. p o r A. Clavería, Barcelona, Península, 1988],

2.9
La muerte

C e le b ra cada día u n a alegre fiesta; danza y ju e g a día y n o c h e . P o n te


vestid o s flam antes, lava tu cabeza y b áñ a te . A tie n d e al n iñ o q u e te
to m a de la m an o y alégrate. Q u e tu esposa se deleite en tu seno. Pues
éste es el destino del h o m b re.^

C om o subraya acertadam ente Patocka, este discurso no tiene nada


de hedonista, sino que se limita a trazar las posibilidades de la vida
hum ana en la m edida en que está inserta en el m arco determ inado
por los dioses y puede producir una felicidad privada y limitada en
el tiem po.5 N o obstante Gilgamesh no cesa en su búsqueda, que le
conduce, más allá de los mares, hasta Utnapishtim , a quien le pre­
gunta cóm o ha conseguido ocupar un escaño en la asamblea de los
dioses, él, ese m ortal que ha alcanzado la vida eterna. Utnapishtim
le cuenta entonces la historia del diluvio y le revela la existencia de
una planta que le permitirá triunfar sobre la m uerte. Pero en cuanto
encuentra esa planta le es robada por una serpiente, animal que tiene
la posibilidad de recom enzar, con cada m uda, un nuevo ciclo de
existencia. D e m odo que, igual que en el Génesis, es el mismo ani­
mal, símbolo de la infinitud y de la circularidad del tiem po, el que
se interpone entre el hom bre y la planta o el árbol de la vida.6 El

4. Gilgamesh, Documents autour de la Bible, present., trad. y notas de F.


M albran-Labat, París, Le Cerf, 1992, pág. 59.
5. Patocka, J., Essais hérétiques, op. cit., pág. 35.
, 6 . La serpiente, el anim al más astuto según el Génesis, es m aldecido p o r
Y ahvé (Génesis, III, 14) p o r haber tentado a Eva. T am bién encontram os en
N ietzsche, en A sí habló Zaratustra (Buenos Aires, Aguilar, 1974), una im agen
ambivalente de la serpiente. P or una parte, es el animal más prudente, símbolo
del etern o reto rn o , y además el am igo del águila, el anim al más orgulloso
y más altivo, que tam bién describe círculos en su vuelo (Prólogo). A m bos
animales son los próxim os com pañeros de Zaratustra, el «alarmador del eter­
no retorno» (III, «El convaleciente»). Pero la serpiente tam bién puede ser el
sím bolo de lo que tiene de absurdo y de siniestro la idea del eterno retorno
cuando se entiende com o estéril repetición de lo que fue: es la negra serpiente
del nihilism o que está a p u n to de ahogar al jo v e n pastor, que triunfa sobre

30
I. La cultura y la muerte

mito acaba con una invocación al m undo subterráneo, ese m undo


dr las sombras po r donde anda errante el alma de Enkidu, a la que
( Ülgnmesh interroga sobre la suerte de los que han m uerto.
1 .1 búsqueda de Gilgamesh ha sido, por tanto, vana. Después de
todo, ha aprendido que contra la m uerte no hay respuesta posible
y que él tam bién está co n d e n ad o a sufrir el destino de todos los
mortales, destino que aísla a cada uno en la angustia de la m uerte,
ya que, com o destaca de nu ev o acertadam ente Patocka, «al lam en­
tar.se por E nkidu, G ilgam esh sólo piensa en sí m ism o, lo que le
i ausa espanto es su propia suerte».7 N o obstante, al héroe del m ito
le embarga la angustia a raíz de la m uerte de su amigo, com o si la
c om leticia de su propia m ortalidad sólo pudiera constituirse en el
marco de una com unidad de vida, de un estar-con-los-otros que
simboliza aquí la amistad q u e u n e a Gilgamesh y E nkidu, y cuyo
eco encontrarem os en la Ilíada, donde la amistad Qntre Aquiles y
Patínelo tam bién estará m arcada por la m uerte y la desesperación.
I’ues no hay experiencia directa de la m uerte — es lo que Epicuro
expi esará a la perfección, varios siglos más tarde;, al declarar en su
Carta a Meneceo que la m u e rte n o es nada para nosotros, ya que
mientras somos, la m uerte n o está presente y cuando la m uerte está
presente, entonces nosotros n o somos— , sino tan sólo la experiencia
de la muerte del otro y el establecimiento, en esta primera experien­
cia del duelo, de la propia relació n consigo mismo com o m ortal.

I. E l D U E L O , O R IG E N D E L A C U L T U R A

Esta voluntad de no som eterse pasivam ente a la naturaleza de las


cosas es la' que explica sin duda la importancia de los ritos funerarios

ella i mi la risa, accediendo así a o tr a com prensión del eterno reto rn o com o
repetii tim abierta hacia el futuro d el instante de la decisión (III, «De la visión
y del enigma»).
I’atoika, J,, Essais hérétiques, op. cit., pág. 36.

31
La muerte

desde el punto de vista antropológico. Tal vez sería preferible definir


al hom bre a partir de esas conductas extemas del duelo y no a par­
tir del hecho de saberse mortal, que pertenece exclusivamente a su
interioridad. Es lo que distingue de manera decisiva al hom bre del
animal: mientras que éste perm anece indiferente ante el cadáver de
su congénere, aun cuando se han podido observar signos de estupor
y de aflicción, como en el caso de los animales superiores, el hombre,
desde los tiempos más remotos, ha dado sepultura a sus muertos. De
m odo que es razonable considerar que la práctica de ritos funerarios,
más que el uso de herramientas, que puede observarse también en el
reino animal, o la invención del lenguaje, que, al menos en la forma
de elaboración de un código de signos, puede encontrarse en muchas
especies vivas, es lo que manifiesta la aparición de lo hum ano. Estos
ritos han ido adoptando fomras distintas según las épocas y los gru­
pos humanos. Junto a la inhumación, sin duda la práctica primera y
más usual, por la que se devuelve el cuerpo a la tierra, encontramos
también, desde la más rem ota Antigüedad, com o en el caso del an­
tiguo Egipto, la sepultura y la momificación, destinada a im pedir la
corrupción del cuerpo y a conservarlo en su forma primitiva; la cre­
mación, practicada asimismo desde los tiempos más remotos en India,
mediante la que no tan sólo se trata de eliminar esa fuente peligrosa
de contaminación que es el cadáver, sino de otorgarle un carácter sa­
crificial reduciendo la parte visible del individuo, que es su cuerpo, a
cenizas puras e inmateriales; incluso la exposición de los muertos, que
no consiste simplemente en abandonar el cadáver a la acción dé la na­
turaleza, ya que en las culturas donde se ha practicado siempre ha ido
acompañada de un ritual complejo.8 Todas estas prácticas, que con­
llevan una serie de ritos que a veces se prolongan m ucho más allá del

8. Entre estas culturas, la más conocida es sin duda la de los zoro'ástricos


que exponen sus cadáveres a los buitres en la cim a de sus famosas «torres de
silencio», lugares a los que sólo p ueden acceder los sepultureros autorizados y
que sirven tam bién de osarios. Cf. D astur, S.F., «Le corps livré aux vautoursi
Les rites funeraires dans le zoroastrisme», en La mort et l’immortalité, Encyclopé-

32
I. La cultura y la muerte

ili.i ele los funerales, marcan por sí mismas la aparición del reino de la
' ultura, ya que son testimonio del rechazo a someterse pasivamente
.il orden de la naturaleza, a ese ciclo de la vida y de la m uerte que
i ige a todos los seres vivos.
Es cierto que la manipulación del cuerpo del m uerto se ha con­
siderado a m enudo una práctica impura y que los que se dedican a
<’ll.i a veces han sido marginados de la sociedad de los vivos. La rela­
ción con el cadáver, que ocupa una inquietante posición intermedia
rn tre la cosa y la persona, puede suscitar sentimientos de horror y
de angustia difícilmente soportables. Precisamente el objetivo del
<onjunto de ritos funerarios es perm itir a los allegados del difunto,
iií com o al conjunto de la com unidad a la que pertenece, instaurar
<on el m uerto una nueva relación que ya no pasa por la m ediación
del cuerpo. El rito funerario es en p rim er lugar una m anera de
constatar la desaparición del difunto, que ha llegado al térm ino de
mi existencia.9 Pero se trata al mismo tiempo de acceder a un nuevo
tipo de relación con el que ha fallecido, con el que ha pasado al
más allá y sigue existiendo en un lugar indeterm inado. El duelo,
manifestación del dolor — la palabra procede del latín dolor— , ha de
exteriorizarse en un conjunto de conductas, cuya form a más visible
son las «plañideras» antiguas y modernas, a fin de reanudar de una
lorma nueva, interior y «espiritual», la relación con el desaparecido
brutalm ente interrum pida po r la m uerte. D e m odo que la misión
de los ritos funerarios es garantizar que el ser que acaba de m orir no
Ira desaparecido del todo y que algo de él perdura en la m em oria
de los vivos, y esta presencia invisible del desaparecido es la que dio
lugar al nacim iento de la noción de «espíritu», palabra que procede
del latín spiritus, que, com o el griego psykhe, significa «aliento»,

ilic des savoirs et des croyances, dirigida p o r F. L enoir y J.-P . de T onnac, París,
liayard, 2004, págs. 357-368.
9. La palabra «difunto» procede del latín defungor, que significa «cumplir»,
«realizar u n deber» o «satisfacer una deuda». Defunctus quiere decir «estar libre
de», «haber acabado con» y, p o r extensión, «muerto».

33
La muerte

pero que en las lenguas germánicas rem ite con más precisión a la
presencia-ausencia del fantasma (ghost o Geist), de quien continúa
apareciéndose a los vivos.10
H oy en día sabemos, gracias a los trabajos de los antropólogos,
que los hom bres de las sociedades arcaicas se negaban a conside­
rar la m uerte com o una desaparición total y m antenían relaciones
constantes con el m undo invisible de los m uertos. N o se puede
considerar por tanto, como tiende a hacer la modernidad «ilustrada»,
que la invención del más allá sea obra exclusiva de las religiones ins­
tituidas. La noción, básica en el cristianismo, de un verdadero «más
allá» de la viida terrenal se vio profundam ente cuestionada a partir de
la época de ia Ilustración y de la lucha contra el oscurantismo que la
caracterizó, y algunos filósofos del siglo xix se convirtieron en con­
secuencia en portavoces de un ateísmo radical. Fue especialmente el
caso de M arx, quien vio en esta creencia la form a más im portante
de alienación del hom bre y la denunció com o «el opio del pue­
blo»,11 y de N ietzsche, para quien la invención de ese «trasmun-
do», que es el m undo del más allá, es la fuente oculta del nihilismo
m o derno.12 Sin embargo, el sentim iento de que no todo se acaba
con la m uerte sigue todavía vivo, incluso entre los no creyentes, y
es preciso com prender lo que constituye su m otivación profunda.
El objetivo de todos los ritos funerarios consiste, com o ya h e­
mos subrayado, en tratar de establecer u n vínculo exclusivamente
espiritual con el difunto. Lo que se celebra, consciente o incons­
cientem ente, es lo que en el individuo traspasa la parte hmitada de

10. La palabra alem ana Geist procede de la raíz gheis a la que pertenece
tam bién el inglés ghost, y cuyo sentido es: estar irritado, enojado, estremecerse
de horror. D e ahí su significado de espíritu en el sentido de fantasma.
11. Cf. M arx, K., «Introducción para la crítica de la Filosofía del derecho de
Hegel», en Hegel, G .W .F., Filosofía del derecho, trad. p o r A. M endoza, Buenos
Aires, Editorial Claridad, 1968, pág. 7.
12. Cf. N ietzsche, F., «Los alucinados de la historia», en A si habló Zara-
tustra, op. cit., págs. 256-257. '

34
I. La cultura y la muerte

vida que le ha sido concedida. N o se trata tan sólo de la creencia


irracional en el m undo de los espíritus, sino de lo que corresponde
tam bién a la experiencia que cada uno puede tener de sí mism o
cuando intenta representarse su propia m uerte. Es perfectam ente
posible im aginar un m undo donde el individuo em pírico que es
cada individuo concreto, hecho del cruce de múltiples determ ina­
ciones factuales, no exista. Ya que cada u n o com parte con otros
humanos determinaciones factuales: sexo, pertenencia étnica, rasgos
físicos especiales, fecha y lugar de nacim iento, etcétera. Sólo su
ensamblaje concreto en un individuo determ inado lo singulariza
realmente. En cambio, lo que parece resistir a la m uerte misma es
ese campo de conciencia anónima que es tam bién cada uno y sin el
cual nadie podría aparecer nunca. La desaparición del yo empírico
revela así la existencia de un «sí mismo» incondicionado, que no es
él, sometido a la m uerte, y que constituye el verdadero fundamento
de la creencia en la inm ortalidad del alma. Vemos en ello, tanto la
enseñanza de las Upanishad, que celebra hacia el siglo V I antes de C.
la intemporalidad del atman, del sí absoluto, com o la de Platón, uno
o dos siglos más tarde, que en el Fedón afirma la inm ortalidad del
alma, com o la de la filosofía alemana, de Kant a Fichte, ep la que
bajo la figura de la apercepción trascendental, el «yo absoluto» se es­
tablece com o principio incondicionado de todo saber, o incluso de
la fenomenología de Husserl, en la que al yo empírico único mortal
se opone un yo trascendental que no puede ni nacer ni perecer.13
En todas las sociedades es necesario hacer un sitio a los difuntos,
a fin de que en cierto m odo sigan estando «con» los vivos. Esto
exige dar un sentido extrem adam ente am plio a las conductas de
duelo, que no se reducen únicam ente a los ritos funerarios, sino

13. Cf. Husserl, E ., Idees directrices pour une phénoménologie, Livre second,
recherclics phénoménologiques pour la consütution, trad. p o r E. Escoubas, París,
Gallimard, 1982, pág. 154 y sigs. [Ideas relativas a una fenomenología pura y una
filosofía fcnomcnológica, trad. p o r j . Gaos, M éxico, F ondo de C u ltu ra E co n ó ­
mica, 1949.)

35
La muerte

que engloban todo un conjunto de prácticas culturales que tienen


po r objeto la creación de una m em oria colectiva. Pues el hom bre
únicam ente es un anim al político, según la famosa definición de
Aristóteles, porque vive en com unidad n o sólo con sus «contem ­
poráneos» sino también, y tal vez incluso más, con los que le prece­
dieron en el tiem po, ya que la fundación de la polis inserta a aquélla
en la profundidad de un pasado m ítico que lastra todo acto político
con un peso histórico que sobrepasa con m ucho al individuo que
lo realiza. Q ue la vida del hom bre sea u n a vida «con» los m uertos
es tal vez lo que distingue realmente la existencia hum ana de la vida
puram ente animal, com o sugiere un fragm ento de Heráclito citado
a m enudo, que dice que «el carácter es para el hom bre su dem o­
nio»,14 ya que la creencia griega en un daimon personal, un genio
tutelar que acompaña a cada hom bre a lo largo de toda su vida,15
no hace más que expresar esta com unidad de vida con el espíritu
de los antepasados que sirve de base al fenóm eno fundam ental de
la transmisión. El vínculo que une entre sí a las generaciones es,
pues, más espiritual que biológico, y lo que realmente im porta no
es tanto la inm ortalidad com o la supervivencia espectral en la m e­
m oria colectiva. Ya que lo que caracteriza esencialmente la vida del
hom bre es la coexistencia con los otros hom bres, no sólo con sus
contem poráneos, los que com parten la m ism a franja de vida, sino
tam bién y sobre todo con los que le precedieron y los que le suce­
derán. Son las sombras de los desaparecidos y de los que aún no han

14. H eráclito, «Fragmento 119», en Los filósofos presocráticos, op. cit., vol. I,
pág. 393.
15. Esta creencia popular está atestiguada p o r los poetas (Píndaro, T e o -
gnis) y la encontram os tam bién en Jenofonte (Memorables, I, 1, 2-4) y Platón
(Eutifrán, 3 h, Alabiados, 103 a, 105 d) que evo can el daimon de Sócrates, esta
voz interior que le revela los actos de los que hay que abstenerse. H abría que
relacionar este sentido especial de daimon con la fravarti, entidad divina in m o r­
tal, que en la religión de la Persia antigua desem peña el papel de guía espiritual
de u n alma concreta y es la base de la n o ció n cristiana de ángel custodio.- {

36
I. La cultura y la muerte

nacido las que le acompañan, de forma invisible, a lo largo de toda


su existencia. Y esta comunidad virtual es el verdadero fundamento
de todas las culturas.16
E n efecto, sólo hay cultura cuando está asegurado un cierto
dom inio del paso irreversible del tiempo, cosa que implica la puesta
en práctica de una gran cantidad de técnicas destinadas a paliar la au­
sencia, y la ausencia por excelencia es la del m uerto, que no desapa­
rece m om entáneam ente, sino absolutamente y de forma irreempla­
zable. P or eso es legítimo ver en el duelo, entendido en el sentido
amplio de asunción de la ausencia, el origen mismo de la cultura. Si
toda cultura es, en térm inos generales, cultura de la muerte — en el
sentido de un genitivo subjetivo, ya que la m uerte es el verdadero
«agente» del conjunto de las producciones culturales— , cosa que
ponen de manifiesto tanto los ritos funerarios com o la conservación
de las palabras vivas en la escritura, tanto el culto a los antepasados
c om o los relatos mitológicos y la literatura en general, es precisa­
mente porque esta cesura radical que es la m uerte ha de ser asumida,
es decir, aceptada y negada a la vez. Si los hombres de las sociedades
primitivas rechazan la idea de una destrucción definitiva y total y
creen que los m uertos siguen llevando una vida invisible ju n to a
nosotros, es justam ente porque para ellos el m undo visible, es decir,
rl c onjunto de los cuerpos de los vivos, nunca ha constituido el total
de la realidad y la noción de alma, la creencia en la existencia de un
pi incipio animador del cuerpo, se ha impuesto m uy tempranamente.
Es concretam ente lo que ocurrió al com ienzo de la tradición
occidental, en la G recia antigua. B runo Snell ha dem ostrado en
ii ■trabajos dedicados a la génesis del espíritu eu ropeo,17 que para
hablar del cuerpo vivo H om ero no utiliza la palabra soma, que en el

16. V éase a este respecto F. D astur, Comment affronter la mort?, París,


n e ,irci, 2005, en especial «R eproduction et transmission», págs. 39-52.
17. Cf. Snell, B., «La c o n c ep tio n de l’h o m m e chez H om ère», en La
>1,. ouverte de l’esprit. La genèse de la pensée européenne chez les Grecs, trad. p o r M .
' h »trière y P. Escaig, Com bas, L’Eclat, 1994, págs. 17-41 [El Descubrimiento
La muerte

siglo ix sólo designa el cuerpo m uerto, el cadáver, y que por tanto


carece de palabra para designar el cuerpo, que se concibe únicam en­
te como un ensamblaje de miembros. Ahora bien, allí donde no hay
representación del cuerpo como totalidad, tampoco puede haber re­
presentación del alma com o opuesta al cuerpo. Es cierto que la pa­
labra psykhe, que más tarde designará el alma, la encontram os en
H om ero, pero esta palabra, que procede del verbo psykhein, soplar,
espirar, designa únicam ente el aliento vital, que se escapa po r la
boca en el m om ento de la m uerte. Hasta el siglo v los dos términos
— soma y psykhe — no designarán el conjunto formado por cuerpo
y alm a. Heráclito es el prim ero que expone esta nueva concepción
del hom bre com o/ com puesto de u n cuerpo y de un alma. Para
Heráchto, el alma posee una profundidad, contiene en sí misma una
fuerza que le es propia, algo desconocido por H om ero, para quien
toda fuerza procedía de la divinidad. C uando un hum ano ha de
tom ar una decisión, esío es, inventar un nuevo m odo de com por­
tam iento, H om ero siempre hace intervenir a un dios. Los hom bres
de la época hom érica todavía no tienen conciencia de que poseen
en su interior un lugar donde se originan sus propias fuerzas, creen
que éstas son un don de los dioses. El hom bre hom érico todavía
no se siente responsable de sus decisiones, habrá que esperar a la
época de los grandes trágicos para que emerja este sentimiento. Para
H om ero, que considera que la acción y los sentimientos hum anos
están determ inados p o r potencias divinas a las que el hom bre está
expuesto y que, por tanto, pueden penetrarlo, no existe unidad de
cuerpo, que está abierto a las influencias externas, com o tam poco
existe unidad de alma. H abrá que esperar a Aristóteles para que el
alma sea concebida com o el centro del organism o y el origen de
su m ovim iento. En la Grecia antigua, la palabra psykhe designa en
prim er lugar el alma de ese m ortal que es el hom bre, lo que queda

del espíritu: estudios sobre la génesis del pensamiento europeo en los griegos, trad. p o r
J. Fontcuberta, Barcelona, El A cantilado, 2007].

38
I. La cultura y la muerte

después de la m uerte del individuo, pero no será considerada real­


mente independiente del cuerpo e incorruptible hasta que, a través
de Pitágoras, se introduzca en Grecia la teoría de origen indio de la
transmigración de las almas y de sus múltiples reencarnaciones.
Por otra parte, se pueden encontrar en el propio Platón huellas
de esta creencia en la reencarnación. Al final de la República, el m i­
to de E r el panfilio, al que recurre Platón para mostrar que la justicia
sólo recibe su verdadera recom pensa en la vida futura, tiene reso­
nancias claramente orientales. En la historia de ese soldado dado por
m uerto en el campo de batalla que vuelve milagrosamente a la vida
y relata su viaje al más allá, en cuyo transcurso ha descubierto que
las almas transmigran de cuerpo a cuerpo, se mezclan elementos a
la vez griegos (la referencia a las tres Parcas que presiden el proceso
de- la reencarnación), indios (la propia doctrina de la reencarnación)
r iranios (la noción de elección de daimon, del genio que presidirá
la próxim a reencarnación, elección de la que «Dios está exento de
• ttipa», tem a fundam ental del m azdeísm o).18 Ese m ito, que aporta
nivelaciones sobre la vida después de la m uerte — com o tam bién
Ids que aparecen en Gorgias19 y en Fedón,20 que explican el uno por
quién son juzgadas las almas después de la m uerte, y el otro en qué

18. C f. P lató n , República, 617 e. S on pocos los com entaristas qu e se


interesan p o r el origen de este m ito, que se inspira en tradiciones órficas y
m iéntales. T an sólo R . B accou, en su in tro d u c ció n a la República (Platón,
' Fueres completes, vol. IV, París, G arnier, 1958, pág. LX X V II) destaca p o r
tina parte que el nom bre de E r aparece en el Génesis (X X X V III, 3) pero p o r
mi.i parte afirma que, según C lem ente de Alejandría, el personaje que lleva
- ■ nom bre no es otro que el propio Zoroastro, nom bre griego de Zaratustra,
t i fundador del m azdeísm o. Esta últim a hipótesis parece confirm ada p o r el
lt< i lio de que Er, hijo de Armenios, es oriundo de Panfilia, una región de Asia
! t ñ o r próxim a a Irán, y que P latón lo presenta com o u n h o m b re «bravo»
l>tlkimos), epíteto que recuerda a Artavan, al hom bre de bien del zoroastrismo,
qnr lucha bravam ente contra el mal.
19. Cf. Platón, Gorgias, 523 y sigs.
Cf. Platón, Fedón, 107 c y sigs.

39
h a muerte

consisten las moradas asignadas a los justos y a los malvados-—-, pue­


de considerarse, ya con razón, «escatológico», término que procede del
griego eskhatos, que quiere decir «extremo», «último», pero, en la
medida en que está basado en un esquema de pensamiento que pri­
vilegia la simetría entre nacimiento y m uerte y que ve en esta última
una regeneración y el preludio de un nuevo ciclo de vida, se opone
a las representaciones propiam ente escatológicas que entienden la
existencia terrenal individual a partir del m odelo de un devenir li­
neal hacia el absoluto de un más allá del que no hay retom o posible.

2. L a in v e n c ió n e s c a t o l ó g ic a

Se trata una vez más de dar un sentido a este impensable que es la


m uerte, y es porque tendem os a ver en ella u n paso y no un fin,
com o atestiguan en francés las palabras trépas, que significa ade­
lantam iento o trasgresión, y décès, que implica una idea de partida
y de separación. La idea de una vida después de la m uerte adopta
distintas formas según se conciba, com o en la Grecia antigua, como
una supervivencia espectral, una forma disminuida de vida, o por el
contrario, com o un renacim iento y el paso a una nueva forma de
vida, com o enseñan las teorías de la reencarnación. Pero tam bién
es posible que se quiera conceder a la existencia individual todo su
peso y dar a la m uerte el sentido de una cesura radical entre este
m undo y el otro, que ya no es sim plem ente esa triste m orada de
los difuntos que se nos describe en la Odisea, donde vemos cóm o
Aquiles, el héroe griego, explica a Ulises que preferiría verse redu­
cido a la miserable condición de bracero o de siervo antes que ser
rey en ese reino de las sombras y ese m undo del olvido que es el
Hades — palabra que significa «invisible» y que es el nom bre de la
m uerte y del dios de los m uertos en griego— ,21 sino el reino de los

21. H om ero, Odisea, Canto XI, pasaje citado por Platón en República, 516 d.


I. La cultura y la muerte

resucitados, de los que habiendo sido propiam ente re-creados, go­


zan de la vida eterna que fue prom etida a los justos. Es aquí donde
la escatologia cobra todo su sentido, con la idea de un final de los
tiempos y de una resurrección de los cuerpos que rom pe decidida­
m ente con la de un retorno eterno y de una transmigración eterna
de las almas
Esta invención ética de una tem poralidad orientada hacia un
juicio final donde cada individuo ha de dar cuenta de sus actos pa­
sados, que ya hemos visto que aparece en Platón, aunque con ciertas
modificaciones, no es exclusiva de las religiones abrahámicas, sino
que aparece en prim er lugar, com o m uy a m enudo se ignora, en la
Persia zoroástrica, a la que se debe, com o sabía tam bién R e n á n ,22
la idea misma de una doctrina de salvación, de una soteriologia (del
griego soter «salvador»). Encontram os en el m onoteísm o mazdeís-
ta23 (de Ahura M azda, el Señor Sabio, único dios que reconoce el
zoroastrismo), no solam ente la referencia a la venida de un Saos-
hyant (salvador y bienhechor) que anuncia al messiah que invocan
los profetas del Antiguo Testam ento y al khristos de los Evangelios,
térm inos que en hebreo y en griego tienen el m ism o sentido, el
de «ungido» — la unción era la consagración de los reyes— , sino
también la idea de una resurrección de los cuerpos «gloriosos» que
retom ará san Pablo, así com o las nociones de infierno y de paraíso,
implicadas por la dimensión cósmica de una retribución de los actos
realizados durante la vida en el m arco de un «Juicio final», que se
convertirá en el tema principal del profetismo apocalíptico posterior
al exilio.24 La palabra persa más famosa retom ada en el A ntiguo

22. Cf. R enan, E., Vie de Jésus, París, Gallimard, «Folio», 1974, pág. 118
[ Vida de Jesús: estudios de historia religiosa, trad. de F. M orente, Buenos Aires,
El A teneo, 1958],
23. Sobre el m azdeísm o, véase la obra fundam ental de Paul du Breuil,
Zarathoustra et la transfiguration du monde, París, Payot, 1978.
24. El nuevo acento que adopta la literatura profètica bíblica en la época
marcada p o r el final del exilio de B abilonia y el edicto del em perador persa

) 4i
La muerte

Testam ento es «paraíso» (el térm ino persa pairi-daeza, que significa
«cercado», «jardín», dio el hebreo pardes y el griego paradeisos), que
designa la m orada prom etida a los justos. Pero esta morada, en el
m azdeísmo, no puede identificarse realm ente con el reino divino
que la venida del Salvador hace posible hasta el final de los tiempos,
en el m om ento de la transfiguración del m undo que se produce
con la resurrección general, y que el N uevo Testam ento denom ina
tam bién apokatastasis panton, la restauración de todas las cosas.25
Es im portante com prender que esta transfiguración del m undo
pasa por una rehabilitación de la condición corporal del hom bre
que de ningún m odo es ignorada por el cristianismo primitivo. San
Pablo no es, como se tiende ^ creer, un enemigo de la carne, y hasta
puede decirse que para él la relación del hom bre con Dios pasa esen­
cialmente por su cuerpo. ¿Acaso no declara que «el cuerpo no es para
la lujuria, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo»?26 Al dis­
tinguir entre los hom bres a los que viven según la carne y a los
que viven según el espíritu, en realidad lo único que pretende san
Pablo es diferenciar las dos maneras que tiene el hom bre de vivir
su cuerpo.27 El cuerpo puede estar sometido a la carne o al espíritu,
puede vivir para sí o vivir para Dios, ser regido por el bien o por el
mal. Esto abre la posibilidad de un cambio de condición del cuerpo,
la posibilidad de lo que san Pablo llama «cuerpo glorioso». Pero el
cristianismo seguirá desarrollándose en el marco del Imperio rom a­
no, que se caracteriza a la vez por el relajamiento de las costumbres
y p p r la difusión de teorías ascéticas de origen griego, estoico y
gnóstico. Será en el siglo iv cuando la Iglesia adopte realmente una

Ciro ordenando la restauración del tem plo de Jerusalén (538 antes de C.) que­
da perfectam ente recogido en la palabra griega apokalypsis («revelación»), que
designa ese género literario en que la predicción dom ina sobre la predicación
y las visiones sobre la narración.
25- H echos de los Apóstoles, III, 21.
26. Prim era carta a los C orintios, I, 6 , 13.
27. Carta a los R om anos, 8 , 5-7.

42
I. La cultura y la muerte

postura respecto a la cuestión de la carne. El papel desempeñado por


san Agustín, a principios del siglo v, será determinante a este respec­
to. C onvertido a la religión cristiana tras haber pasado la juventud
entregado al placer y haber abrazado las ideas gnósticas y maniqueas,
Agustín rechazará violentam ente esta prim era parte de su vida y
reafirmará con energía el vínculo entre pecado original y condición
carnal del hom bre. Sabemos que su obra perm itirá realizar la con­
ju n ció n entre platonism o y cristianismo, y que su pensam iento se
convertirá en la doctrina oficial de la Iglesia. P or una parte, afirma
enérgicam ente contra los gnósticos la hum anidad de C risto, que
participa así de la condición corporal del hom bre, pero por la otra
condena con más rigor aún que san Pablo los placeres de la carne,
insistiendo en sus vínculos con el pecado original. D e m odo que el
vínculo entre pecado original y condición corporal del hom bre se
ve constantem ente reafirmado, y hasta reforzado, desde san Pablo
hasta san Agustín. Tam bién hay que tener en cuenta, no obstante,
otro elem ento fundam ental del cristianismo, la doctrina de la resu­
rrección de la carne, para captar todo el alcance de la ambigüedad
de la concepción cristiana de la encarnación.
Lo que el cristianismo, así como el judaismo, tom a del mazdeís-
mo es la noción de una temporabdad bneal orientada hacia el futuro
de un ju icio final en el que cada individuo deberá dar cuenta de
sus acciones pasadas. Si existe una primera línea divisoria en la larga
historia de la hum anidad, es ahí donde habría que situarla, y no so­
lamente, com o suele hacerse, en el «milagro griego» y la invención
simultánea de la filosofía y de la democracia.28 Pues más allá de la
reform a religiosa y teológica que se produce con el zoroastrismo,

28. Esta es, p o r ejem plo, la postura d e j a n Patocka que, en Essais hé-
rítiques sur la philosophie de l’histoire, considera qu e to d o lo que p reced e al
nacim iento de la filosofía en G recia atañe a la prehistoria. Véase F. D astur,
"K éflexions sur la “p h én o m én o lo g ie de l’h isto ire” de Patocka», en Studia
l'hoenomenologica, Jan Patocka and the European Heritape, Bucarest, H um anitas,
vol. VII, 2007.

43
La muerte

y que se manifiesta a través de la instauración de un m onoteísm o


absoluto29 y la eliminación de todo ritual y de todo sacrificio que
no sea el in terio r de la santificación de los pensam ientos, de las
palabras y de las obras, se trata de una revolución de la existencia
hum ana que se produce con el abandono de la concepción cíclica
de un tiempo que se regenera continuam ente y con la aparición de
una escatología que se desarrolla en torno a la batalla cósmica en­
tre el bien y el mal, batalla en la que participa el ser hum ano por
su libre voluntad. Cabe decir, en efecto, que antes de Zaratustra,
com o percibirá claram ente el propio N ietzsche,30 no existía aún
una separación nítida entre el orden natural y el orden moral. Pues
el hom bre es llamado a colaborar con sus pensamientos, sus pala­
bras y sus obras en la victoria final del bien sobre el mal. T oda la
historia de la hum anidad está orientada pues hacia este final triunfal
de los tiempos, que tiene el sentido de restauración de la creación
originalm ente buena de Ahura M azda y de la resurrección de los

29. H ay que destacar, en efecto, que contrariam ente a la o p in ió n más


extendida, el zoroastrism o n o es en absoluto u n dualism o — que no se im ­
pondrá en Persia hasta el siglo III de la era cristiana con Manes, quien p o r otra
parte será com batido por los mazdeístas— , sino u n m onoteísm o intransigente
(Cf. D um ézil, G ., «La réform e zoroastrienne», en H . Massé, La civilisation
iranienne, París, Payot, 1952), siendo A hura M azda el creador de dos espí­
ritus, u n o de los cuales, A rim án, se revuelve co m o el Satán bíblico contra
su creador; aunque la datación de la «reforma» zoroástrica sea problem ática
(según los com entaristas, la existencia de Z aratustra se situaría en tre finales
d e lli m ilenio y el siglo vi de la era precristiana), se trata sin duda del primer
m onoteísm o coherente, que no sucede en Israel al enoteísm o hasta después
del éxodo.
30. Cf. N ietzsche, F., Ecce Homo, op. cit., «Por qué soy un destino», § 3,
pág. 125: «Zaratustra fue el prim ero en advertir que la auténtica rueda que hace
moverse las cosas es la lucha entre el bien y el mal — la trasposición de la moral
a lo metafísico, com o fuerza, causa, fin en sí, es obra suya». Sobre la diferencia
entre el Z aratustra de N ietzsche y el Z aratustra histórico, véase F. D astur,
«Qui est le Z arathoustra de Nietzsche», en Nietzsche, C uaderno dirigido p o r
M . C répon, París, L’H erne, 2000, págs. 393-402.

44
I. La cultura y la muerte

muertos. N o obstante, esa restauración no tiene el sentido de una


resurrección del cuerpo físico, sino más bien de una metamorfosis
de lo material en espiritual, que da acceso a u n m undo nuevo, sus­
traído a la descomposición y a la m uerte.
La idea de resurrección presupone que la m uerte de un ser no
equivale a su desaparición total y que otra vida, la eterna, segui­
rá a la vida corporal. Esta transfiguración o espiritualización de la
carne que no conocerá la m uerte se convirtió en el judaism o en
resurrección m aterial de los cuerpos, com o afirm an los profetas
Ezequiel y Daniel, que vivieron en el siglo vi antes de C .31 En la
época, m ucho más tardía, en que vivió Jesús, distintas corrientes del
judaismo, com o los fariseos y sus rivales los saduceos, creyeron en
una resurrección física de los muertos. Jesucristo, en cambio, afirma
el carácter totalm ente espiritual de la resurrección al responder a los
saduceos que le preguntan por esta cuestión:

E n la resurrección, n i los hom bres se casarán ni las m ujeres serán dadas


e n m a trim o n io , sino q u e serán co m o ángeles del cielo. Y e n cu an to
a la resu rre cc ió n de los m u e rto s, ¿no habéis leíd o lo q u e D io s os h a
declarado al d ecir «Yo soy el D ios de A braham y el D ios de Isaac y el
D ios de Jacob»? É l n o es D io s de m u erto s, sino d e v iv o s .32

N o obstante, eso no impedirá que sus propios discípulos esperen su


resurrección física. Esta tesis, sostenida por la tradición rabínica, se­
rá recuperada por san Agustín, que insiste en la identidad del cuerpo
resucitado y del cuerpo terrenal, y por santo Tomás, que llegará a

31. Cf. E zequiel, X X X V II, 12: «M irad, v o y a ab rir vuestras tum bas,
os sacaré de vuestras tum bas, pueblo m ío, y os llevaré a la tierra de Israel»;
Daniel, X II, 1-4: «Muchos de los que duerm en en el polvo de la tierra des­
pertarán: éstos, para la vida eterna, aquéllos, para el o probio, para el h o rro r
eterno» [La Biblia, H erder, 1976, pág. 918; todas las citas de la Biblia están
tomadas de esta edición de H erder].
32. M ateo, X X II, 30 y sigs.

45

V
La muerte

afirmar que el cuerpo del resucitado, aunque constituido po r las


mismas entrañas, está dotado sin embargo de capacidades sobrena­
turales. San Pablo es, por el contrario, el prim er teólogo cristiano
que afirmó, siguiendo en esto al propio Jesucristo, el carácter total­
m ente espiritual de la supervivencia, que no es la del cuerpo físico,
sino la del cuerpo espiritual e incorruptible. En efecto, declara que
«la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios», y expli­
ca que «se siembra cuerpo puram ente hum ano, se resucita cuerpo
espiritual. Si hay cuerpo puram ente hum ano, hay tam bién cuerpo
espiritual [...] El prim er hom bre hecho de la tierra, fue terreno; el
segundo hom bre es del cielo [...] Y com o hemos llevado la imagen
del hom bre terreno, llevaremos tam bién la imagen del celestial».33
Para san Pablo, el cuerpo glorioso es la negación del cuerpo de car­
ne, la vida eterna futura es la negación de la vida carnal presente.
Vemos hasta qué punto la idea de resurrección resulta proble­
mática en el propio seno del cristianismo, que parece dudar entre
una versión materialista y una versión idealista de la resurrección.
H ay algo, no obstante, en la escatología cristiana, que la distin­
gue radicalmente de las escatologías zoroástrica y hebraica34 y que
constituye tal vez lo que Chateaubriand y Nietzsche, con sentidos
ciertam ente diferentes, llaman el «genio» del cristianism o,35 esto
es, la atención que presta a la m uerte de Cristo una religión que,
frente a toda problemática de la supervivencia y de la inmortalidad,
se atreve a proclam ar, com o elem ento constitutivo de la esencia
misma de su ritual, la m uerte del propio Dios; com o destaca per­
fectam ente san Pablo:

33. Prim era carta a los C orintios, X V , 50, 44, 47, 49.
34. Es lo que afirm a tam bién M . H eid eg g er en su curso del sem estre
de 1920-1921, Phänomenologie des religiösen Lehens, Obras com pletas, vol. 60,
Frankfurt, K losterm ann, 1995, pág. I l l y sigs.
35. N ietzsch e ve en la idea de u n D io s qu e se ofrece a sí m ism o en
sacrificio para redim ir a los hom bres «el golpe de genio del cristianismo» (La
genealogía de la moral, tratado segundo, § 2 1 , pág. 105.)

46
I. La cultura y la muerte

( !ada v ez q u e com éis de este p an y bebéis de esta copa, estáis a n u n ­


ciando la m u e rte del S eñor, hasta q u e v en g a .3^

• 0 1 1 el cristianismo aparece la idea de un Dios que triunfa sobre la


m uerte, y con él aparece tam bién lo trágico de la condición hu -
iiuna, bajo la forma de la m uerte de Cristo. Lo que siente Jesús en
• I huerto de G etsem ani es la soledad y la angustia que constitu-
• o el destino de todo m ortal.37 Esa paradoja del crucificado, que
tanto inquietó a N ietzsche, es la de un dios que al m orir se con­
vin te en dueño de la m uerte y que al hacerse carne consigue re­
dimir a la hum anidad del pecado original. E n esta concepción de
la escatologia encontram os un poderoso dispositivo de afirmación
im ondicional de la vida y de fracaso de la m uerte, que resuena en
J#s palabras de Jesucristo cuando declara que el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob no es un Dios de los m uertos, sino un Dios de
i' •. vivos, y aconseja a sus discípulos que le sigan y dejen que los
muertos entierren a los m uertos.38
Es en san Pablo, el «primer cristiano», el «inventor de la cris­
tiandad»,39 donde encontram os, com o destaca vivam ente el joven
11rielegger en su curso del semestre de invierno de 1920-1921, de­
fili ado a la «Fenomenología de la vida religiosa»,30 una concepción
i mnpletamente nueva del eskhaton, de esta segunda venida del Cris­
ti i glorioso, que ya no puede tener el sentido de un acontecim iento

36. Prim era carta a los Corintios, X I, 26. Véase el interesante análisis que
fiare K oger M ehl del cristianismo en Le vieillissement et la morí, París, P U F ,
1') i 6 , pág. 72 y sigs.
37. Cf. M ateo, X X V I, 36-46; M arcos, X IV , 32-40.
38. M ateo, X X II, 32 y VIII, 22.
39. N ietzsche, F., Aurora, trad. por G. C ano, M adrid, Biblioteca N ueva,
2 0 0 0 , pág. 102 .
40. Cf. H eidegger, M ., Phänomenologie des religiösen Lebens, op. cit., pág.
106 y sigs.

47
La muerte

futuro que hay que esperar, sino de una inminencia continuamente


presente en el espíritu de los que saben ya y están despiertos:

Acerca del tiempo y del momento, hermanos, no necesitáis que os es­


cribamos; porque vosotros mismos sabéis perfectamente que el día del
Señor vendrá com o ladrón en plena noche. Cuando estén diciendo
«Paz y seguridad», entonces, de repente, caerá sobre ellos la calamidad
[ ...] Pero vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, com o para que
ese día os sorprenda com o ladrón [...] N o somos de la noche ni de las
tinieblas. N o durmamos, pues, com o los demás, sino mantengámonos
en vigilancia y sobriedad.“*1

Tener una relación auténtica con la pamsta, con esta segunda venida
de Cristo que señala el final de los tiempos,42 en el sentido escato-
lógico concreto que adopta en san Pablo, es decir, con la presencia
inminente del Día del Señor, es estar despierto, y ese estar despierto
no está basado en la búsqueda de la seguridad sino, por el contrario,
en un conocim iento de la incertidumbre absoluta acerca del m o­
mento de su venida. Com o subraya Heidegger, el significado de la
escatologia, de espera de un acontecimiento futuro, se transforma en
la escatologia paulina en una relación de realización con Dios (ein
Vollzugszusammenhang mit Goíí),43 ya que la inminencia de la pa-
rusía remite a la modalidad esencial de la vida en la fkcticidad, la in­
certidumbre. La pregunta «¿cuándo?», tan importante en la religión
que inventó la idea escatològica, la idea de un fin del m undo, a
la vez que una concepción lineal de la temporalidad, es decir, la
religión de la Persia antigua, la que enseñaba Zaratustra, que luego
retomó la religión judía en su período profètico, se transformó
en la pregunta del «¿cómo vivir?» — esto es, en estado de vigilia-.

41. Primera carta a los Tesalonicenses, V, 1-6.


42. De la palabra gnega parousia, que significa «presencia», y que es uti­
lizada por san Pablo para designar la segunda venida de Jesucristo.
43. Heidegger, M., Phänomenologie des religiösen Lebens, op. dt., pág. 104.

48
I. La cultura y la muerte

Ya no remite a un tiempo objetivo, “al tiempo del mundo, sino a


un conocim iento ya poseído de la auténtica relación consigo mis­
mo com o temporalidad, conocim iento por el que el cristiano se
convierte en lo que ya es «de hecho». Lo que interesa a Heidegger
en la experiencia cristiana original no es el hecho de que sea fe
en uno u otro contenido de la revelación, sino el hecho de que
sea experiencia de la vida en su facticidad , es decir, experiencia de
una vida que no adopta una distancia teórica respecto a sí misma,
sino que se comprende manteniéndose en el interior de su propia
realización. Puesto que no intenta dar una representación «obje­
tiva» de la existencia por m edio de referencias cronológicas y de
contenidos calculables, sigue entregada a la indeterminación del
porvenir y al carácter no dominable del tiempo, y sólo a partir de
ahí puede adquirir Dios un significado. D e modo que se sitúa más
que en el khronos, el tiempo considerado en su totalidad, en el kairos,
el m om ento oportuno. N o es en el futuro, nombre del porvenir
en esta concepción lineal del tiempo que es el fundamento de las
representaciones escatológicas, donde se pone el acento, sino en
lo que constituirá en Ser y Tiempo el presente auténtico, esto es, el
instante de la decisión. Los rasgos kairológicos caracterizan la vida
en su facticidad precisamente porque determinan la relación que la
vida mantiene con el tiempo; que es una relación de realización.44
Es esta relación de realización no objetivable con el tiempo la que
Heidegger, retomando un término que el propio Dilthey debe a
Yorck von Wartenburg, llama en Ser y Tiempo «historicidad». Así
que el cristianismo no es para el joven Heidegger nada más que la
experiencia de la temporalidad acabada en la medida en que se basa
en el conocim iento cierto de la incertidumbre constante, esencial
y necesaria del momento de la muerte.

44. Cf. Heidegger, M., Phátwmenologisdie Interpretation zu Aristóteles, Ein-


führung \n die phánomenotogische Forschung, Obras completas, vol. 61 (semestre
de invierno 1921-1922), Frankfiirt, Klostermann, 1985, pág. 137.

49
La muerte

D e m odo que el cristiano es invitado a m editar sobre la m uerte,


y esta m editación constituirá la esencia de la piedad y de la devoción
a m edida que se vayan desarrollando las órdenes monásticas y su
doctrina del «desprecio del m undo».45 En la perspectiva cristiana
existe todo un arte del bien m orir que hay que desarrollar en el
m oribundo, exhortándole a rezar p o r la salvación de su alma y a
resistir a la tentación de la desesperación, ya que son m uchos los
sufrimientos de la agonía hum ana que están representados en nu­
merosos ejemplos en los crucifijos y en las pietà esparcidos por todo
el m undo cristiano. Ese espectáculo de la Pasión de Cristo, que el
cristiano tiene constantem ente ante sus ojos, le obliga a recordar
sin cesar que la m uerte es la esencia misma de su ser, de m anera
que vivir como cristiano es vivir en la inminencia de la m uerte. N o
obstante, para el cristianismo la m uerte no es más que un paso, y a
los torm entos de la Pasión sucede la alegría de la resurrección. En
efecto, el cristianismo afirma con la misma energía la m uerte y la re­
surrección de Cristo, y aunque eleva al más alto grado el hiato de la
muerte y sitúa entre el hom bre antiguo y el hom bre nuevo no tanto
la continuidad y la perm anencia de una misma sustancia com o una
verdadera re-creación a través del acto divino de la resurrección,
sin embargo la condición m ortal del hom bre se ve en cierto m odo
«superada» en la persona de Cristo resucitado, que es tam bién una
m anera de afirmar la posibilidad de una supervivencia. Sin duda,
el m ejor ejemplo del Dios cristiano, ese dios «que hace vivir a los
muertos», que obliga a los mortales «a esperar contra toda esperan­
za»4'’ y que al ofrecerse así a la m uerte, alcanza la vida y la alegría, lo
hallamos en la obra novelesca de ese católico incondicional que fue
Georges Peruanos, cuyos héroes vencen a la m uerte en el m om ento

45. T am bién es san Pablo el creador de esta doctrina, cuando declara en


la prim era Carta a los C orintios (III, 19) que la «sabiduría de este m undo» es
necedad para Dios, teniendo en cuenta que el térm ino «mundo» caracteriza
al hom bre caído.
46. San Pablo, Carta a los R om anos, IV, 18.


I. La cultura y la muerte

mismo en que ésta les sorprende. Por ejemplo, Blanche de la Forcé,


en Diálogo de carmelitas, tras haber tem ido a la m uerte durante toda
su vida avanza sin tem or y cantando hacia el cadalso; o el cura de
Am bricourt en Diario de un cura rural, cuya última frase — «Todo es
gracia»— es una afirmación m uy nietzscheana y que resume po r sí
sola toda la obra de Bernanos, una de cuyas novelas más pesimistas
lleva no obstante el título de La alegría.
T o d o lo trágico de la condición hum ana, sim bolizado en la
m uerte en la cruz de u n hijo de Dios abandonado por su padre,
se ve así justificado a la vez que anulado. C om o dice m uy bien de
nuevo san Pablo, «los m uertos serán resucitados incorruptibles»,
«esto m ortal tiene que ser vestido de inmortalidad» pues «la victo­
ria se tragó a la muerte» y será el m om ento de gritar «¿dónde está,
oh m uerte, tu victoria?, ¿dónde, oh m uerte, tu aguijón?».47 Para
el cristiano, la m uerte ha perdido su veneno, y sólo puede darse
libre curso a toda esa fascinación por lo macabro, que es un rasgo
constante del cristianismo, porque la m uerte siempre ha sido ven­
cida. La aceptación de la m uerte adopta aquí la forma, dialéctica, de
un reconocim iento que es a la vez denegación. P o r eso hay que
buscar en otra parte la im agen de una auténtica aceptación de la
mortalidad.

3. T r a g e d ia y m o r t a l id a d

Si lo que se busca es una representación auténtica de la condición


esencialm ente m ortal del hom bre, hay que dirigir la mirada a esa
forma de arte efímero que fue la tragedia griega. El joven Nietzsche
veía en ese «juego del duelo» — éste es en efecto el nom bre ale­
m án de la tragedia, Trauerspiel— la alianza entre la conciencia del
horror de una existencia hum ana abocada a la m uerte y del sueño

47. San Pablo, Prim era C arta a los C orintios, X V , 55.

5i
La muerte

de un m undo olím pico poblado de dioses. El griego, según N ietz-


sche, es el hom bre más sensible a la absurdidad de la existencia,
el que «ha penetrado con su incisiva m irada tanto en el terrible
proceso de destrucción propio de la denom inada historia universal
com o en la crueldad de la naturaleza» y que ya no halla consuelo
ni en la idea de «un m undo después de la muerte», ni en la figura
luminosa de los dioses, sino tan sólo en la m entira del arte que es
lo único que logra salvarle,48 puesto que «la concepción toda del
poeta no es otra cosa que justo aquella im agen de luz que la salutí­
fera naturaleza nos pone delante, después de que hayamos lanzado
una m irada al abismo».49 Es la sabiduría hum ana —-la sabiduría,
terrible, de Sileno— ,50 esto es, el saberse mortal, lo que constituye
esa m onstruosidad del hom bre que va al encuentro del curso de
la naturaleza y penetra su secreto, com o dem uestra la respuesta de
Edipo a la Esfinge, y que halla su castigo en los decretos implacables
del destino. Lo que resulta antinatural en la existencia hum ana es
precisamente que no es una vida totalm ente viva, sino una vida que
incluye en sí la relación con el m undo de los muertos.
Es en cierto m odo aún el m undo arcaico, visible e invisible a
la vez, poblado de vivos y de m uertos presentes, que describe la
tragedia griega. Puede verse, por ejemplo, en la Antífona de Sófocles
y en el em peño de la heroína en dar sepultura a su herm ano aun a
riesgo de su propia vida, la importancia que tiene dar un sentido a la
m uerte elevando a la universalidad al ser singular que ha desapa­
recido y convirtiéndolo en un daimon, un espíritu. La m uerte es en

48. N ietzsche, F., E l nacimiento de la tragedia, trad. p o r A. Sánchez Pas­


cual, M adrid, Alianza, 1990, § 7, pág. 77.
49. Ibid., § 9, pág. 90.
50. Ibid., § 3, pág. 52. Según N ietzsche, la sabiduría popular de los grie­
gos se expresa en la respuesta del sabio Sileno, el acom pañante de D ioniso, a
la pregunta del rey Midas sobre qué es lo m ejor de todo: «Lo m ejor de todo es
totalm ente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo m ejor
en segundo lugar es para ti —m orir p ro n to —».

52.
I. La cultura y la muerte

Antígona, com o subraya Hegel en la interpretación que hace de esta


tragedia en la Fenomenología del espíritu, 5 1 el com ienzo de esta vida
del espíritu que constituye la esencia del genos y la continuidad de la
familia griega. El conflicto trágico adquiere en esta obra el sentido
de enfrentam iento entre el derecho familiar y la razón de estado,
entre el orden ético y el orden político. Antígona encarna otro or­
den, que no es el que rige el destino de las sociedades, basado en la
violencia y en la guerra. «No he nacido para com partir odio, sino
amor», son las palabras que Sófocles pone en boca de Antígona (ver­
so 523), que invoca un orden cósmico (las leyes divinas) por encima
ile las leyes políticas. Tiene, pues, el poder de unir cielo y tierra, de
dar a conocer los mandatos divinos y de contribuir a traducirlos a la
vida práctica. En este papel m ediador entre tierra y cielo atribuido
a la m ujer, insistirá H egel en Fenomenología del espíritu, que ve en
Antígona la encarnación de este poder de subversión interno del
orden político que es el orden ético. Para Hegel, el héroe trágico
1 1 0 está confinado por tanto a la esfera únicam ente hum ana, sino
que manifiesta, a través de su propia m uerte, el triunfo de un orden
más elevado que el que rige la polis. Si bien el individuo, mientras
vive, pertenece a la ciudad, porque sólo en ella encuentra su ser
real y sustancial, la m uerte lo devuelve al reino de la naturaleza, y le
corresponde a la familia, que representa esta ley divina a la que apela
Antígona contra C reonte, restituir su verdad espiritual al m uerto
asegurándole una sepultura y aceptar así la m uerte arrebatándola
a la naturaleza. P or eso no hay nada más terrible para el hom bre
antiguo que no recibir el h onor supremo de la sepultura, ya que lo
realmente tem ible aquí no es tanto la m uerte com o el m uerto, en
la m edida en que no ha accedido a ese proceso de interiorización
memorizante que es el duelo, protección última contra el poder que

51. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, trad. p o r W . R oces, M éxi­


co, F ondo de C ultura E conóm ica, 1971, [BB] VI, A, «El espíritu verdadero,
la eticidad», pág. 261.

53
La muerte

ejercen los m uertos sobre los vivos, y en la m edida en que sigue


atorm entando la conciencia de los supervivientes bajo la forma de la
inquietante singularidad del aparecido, que está fuera de la m uerte
y fuera de la vida.
Sin em bargo, en esta misma tragedia, en el famoso canto del
coro que celebra esta terrorífica maravilla — el térm ino griego, dei-
non, tiene en efecto dos sentidos opuestos— que es el hom bre de
industriosa habilidad (verso 333 y sigs.), Sófocles reconoce que
éste no ha sabido hallar contra la m uerte los rem edios que sí ha
sabido im aginar en cam bio contra las molestas enferm edades. El
hecho de que no haya rem edio contra la m uerte, que la mortalidad
sea la suerte del hom bre que lo distingue por ello radicalmente de
los inmortales, de los que no conocen ni nacim iento ni m uerte y
que, po r eso, no llegan a poblar con su presencia el m undo de los
m ortales, es tam bién lo que en la tragedia de Sófocles prepara el
advenim iento de la filosofía.
H ay en Sófocles, com o bien com prendió H ölderlin que, re­
nunciando a escribir una tragedia m oderna, se dedicó simplemente
a traducir Antígona y Edipo rey, algo más propiam ente «trágico» aún
que en Esquilo y en Eurípides. Los héroes de Esquilo son figuras
dominadas por la hybris, la desmesura, y con todo conocim iento de
causa traspasan, a pesar de las advertencias de los dioses, los Emites
que separan lo hum ano de lo divino. El Prom eteo de Esquilo es un
titán que se pone de parte de los mortales y es castigado por ello. Es
el que ignora a sabiendas los límites entre lo hum ano y lo divino,
que es poseído por la hybris, por la presunción y la desmesura, y en
consecuencia ha de ser inducido de nuevo a respetar su suerte, esta
moira que es tam bién ese polemos, esta guerra universal que, según
Heráclito, a unos acredita com o dioses y a otros com o hom bres.52
E n el Prometeo encadenado, se trata tam bién de un com bate entre

52. H eráclito, «Fragmento 53», en Los filósofos presocráticos, op. dt., vol. I.,
pág. 387.

54
I. La cultura y la muerte

dos dioses, Prom eteo y Zeus. La im prudencia de Prom eteo, del


i|ue piensa con anticipación — el térm ino metis significa en griego
sabiduría, capacidad de reflexión— , es haberse alzado contra el pa­
dre de los dioses para ayudar a seres «efímeros», a seres de un día,
que es el nom bre que reciben en Esquilo los mortales. Es un héroe
trágico porque se ha puesto del lado de los mortales, porque siendo
inmortal se ha revuelto contra sus iguales. El m undo de Esquilo es
aún el del enfrentam iento de los dioses entre sí, enfrentam iento en
el que los mortales son más el pretexto que el verdadero objetivo.
De los héroes de Esquilo cabe decir que violan el lím ite entre lo
hum ano y lo divino, a pesar de la advertencia de los dioses y ac­
tuando claramente en contra de ellos, y por eso han de pagar por
sus actos a fin de perm itir el retorno al orden antiguo. Por su parte,
Eurípides, que ya empieza a perder el sentido del destino y de lo
divino que regía el m undo de Esquilo, no duda en hacer aparecer
a los propios dioses en el escenario del drama, esperando de ellos
— es el famoso deus ex machina— que concilien de m anera externa
y artificial las oposiciones de los hum anos entre sí cuando parecen
irreductibles. En Sófocles, que vive justam ente al com ienzo del
declive de la ciudad griega, el personaje trágico es aquel para quien
el lím ite entre lo hum ano y lo divino se torna problem ático en sí
mismo. Fue Karl R einhardt el que puso en evidencia el hecho de
que el héroe trágico de Sófocles es un signo hacia «el enigma que
m arca el lím ite entre el hom bre y el dios».53 Sófocles aparece por
tanto más cercano a los m odernos que Esquilo, debido a que lo
trágico en él es la ausencia y el alejamiento de los dioses, que ya no
aportan su ayuda ni envían signos a los mortales. E n este sentido,
el héroe sofocleo por excelencia es Edipo, que traspasa los límites
hum anos sin saber que cam ina hacia el desastre. N o conoce los

53. Cf. R ein h ard t, K ., Sophocle, trad. p o r E. M artineau, París, M inuit,


1971, pág. 26 [Sófocles, trad. p o r M . Fernández Villanueva, Barcelona, D es­
tino, 1991].

55
I j l muerte

hríútes reales de su moira, del destino que le ha sido asignado, y T i­


r e la s , el mensajero del destino, habla por él com o un oráculo, en
form a de enigmas. Por esa razón encarna con tanta fuerza el deseo
filosófico: necesita saber qué es el ser hum ano, dónde está el límite
en tra la hum anidad y la divinidad, y este lím ite se convierte en el
objeto mismo de la tragedia. Lo que se cuestiona realm ente en las
tragedias de Sófocles es la condición de ese mortal que es el hom bre
«circunscrito y delimitado por los contornos de su mortalidad sobre
el trasfondo de la divinidad».54
E n este contexto se sitúa tam bién la interpretación que da el
j Qven Schelling de la tragedia en Cartas sobre dogmatismo y criticismo,
cfonde define la tragedia com o la representación del conflicto en­
tre el hom bre y el destino, entre el orden hum ano y el orden no
hum ano, natural o divino. En la base de esta interpretación se halla
la profunda com prensión de lo que la tragedia representa, a saber,
la condición hum ana finita en todos sus aspectos, no solam ente
el ser en com ún de los mortales y el ám bito de su actuación, sino
tapibién su relación con lo que está más allá de lo hum ano. En la
última de sus Cartas sobre dogmatismo y criticismo de 1795, Schelling
se esfuerza p o r dem ostrar que la tragedia griega fue un reconoci­
m iento a la libertad hum ana. Fue un pensamiento sublime, explica,
«aceptar voluntariam ente el castigo por un crim en que era inevita­
ble, para dem ostrar la libertad justam ente a través de su pérdida y,
además, sucum bir haciendo una declaración de libre albedrío».55
p ara Schelling, el h éro e trágico no acepta ver en algunas de sus
acciones solamente el efecto de la fatalidad y decide ser responsable
de todo lo que ha hech o , incluso de lo que no es consciente de
haber hecho, com o en el caso de Edipo, porque es el único m edio
de acceder al nivel de una libertad absoluta y de identificarse con el

54. Ibid., pág. 25.


55. Cf. Schelling, F.W .J., Cartas sobre dogmatismo y criticismo, trad. p o r V.
0 areaga, M adrid, T ecnos, 1993, pág. 96.

56
I. La cultura y la muerte

destino. Por tanto, explicaba Schelling, «que el transgresor no sólo


sucumbiera ante la superpotencia del destino, sino que además fuera
castigado, era un reconocim iento a la libertad hum ana. U n honor
que la libertad merecía. La tragedia griega honraba a la libertad hu­
m ana perm itiendo que sus héroes lucharan contra la superpotencia
del destino».56 Pero sólo puede hacerlo m uriendo, de m odo que
consigue una libertad absoluta en el m om ento m ism o en que la
pierde. Es a la vez vencedor y vencido: se identifica con el destino,
pero para ello ha de perder la vida, sacrificar su individualidad finita.
Schelling concluye diciendo que «ningún pueblo como el griego ha
perm anecido tan fiel al carácter de la humanidad».57 N os encontra­
mos, pues, con una concepción «dialéctica» de la tragedia, según la
que, «quien pierde gana», ya que se puede considerar legítimamente
la dialéctica com o el arte de convertir lo negativo en positivo o la
pérdida en ganancia.
N o obstante, es en Hölderlin, ese poeta-filósofo contemporáneo
y amigo de Schelling y de Hegel, donde encontram os la interpre­
tación más profunda de la condición finita, y por ello trágica, del
hom bre.58 H ölderlin intentó en prim er lugar, como hará más tarde
Nietzsche, escribir una tragedia cuyo héroe fuera Em pédocles, el
filósofo presocràtico del que se dice que se arrojó al Etna, realizan­
do así lo que Novalis, contem poráneo de Hölderlin, denom ina «el
acto filosófico auténtico»,59 el suicidio, ya que sólo el hom bre es
capaz de darse m uerte a sí m ism o, en el sentido en que puede, a
diferencia de los animales, asumirla, hacerla «ser». Lo que caracteriza
a Empédocles, según Hölderlin, es el deseo de huir del tiem po, la
aspiración a unirse al todo. Encarna así el espíritu de impaciencia,
esta desmesura que empuja al hom bre a sobrepasar los límites pro-

56. Ibid.
57. Ibid., pág. 97.
58. Véase a ese respecto F. Dastur, «Tragèdie et m odem ité», en Hölderlin.
Í£ retournement natal, La Versanne, E nere M arine, 1997, págs. 23-96.
59. Novalis, Fragments, op. cit., pág. 45.

57
La muerte

pios de la existencia hum ana. N o obstante H ölderlin, tras haber


intentado redactar tres versiones sucesivas, todas incom pletas, del
esbozo de esta tragedia, renuncia definitivam ente a escribirla. Lo
que com prendió H ölderlin es que la tragedia griega que escenifi­
caba la hybris del héroe, su aspiración a unirse inm ediatam ente a la
totalidad, no se adaptaba a la vida m oderna, a la que corresponde
otro tipo m uy distinto de tragedia. D ecide entonces traducir al ale­
m án las tragedias de Sófocles, acompañadas de Notas, pues se trata
de m ostrar que el hom bre trágico en sentido m oderno sólo puede
consistir en una nueva com prensión en profundidad del hom bre
trágico griego, el ú n ico verdaderam ente trágico. Lo que explica
H ölderlin en Remarques sur les traductions de Sophocle (Observaciones
sobre las traducciones de Sófocles), es que el hom bre m oderno, a
diferencia del griego, n o tiene relación con la moira, con el destino,
pues ha nacido solitario, separado, estrictam ente individualizado y
,. encerrado en su interioridad, mientras que por el contrario el h om -
yy
bre griego es po r naturaleza abierto a todo. El hom bre m oderno
ha perdido el sentido de la suerte, del destino, y en este aspecto se
acerca a algunos héroes de Sófocles, concretamente a Edipo, del que
Sófocles dice que está en el dysmoron, la ausencia de destino. Al leer
a Sófocles, Hölderlin tom a conciencia de que sólo hay propiamente
tragedia cuando Dios sej§ Ú & , de que la aspiración a la totalidad ya
no tiene objeto y de que el hom bre debe hacer el duelo de lo di­
vino, que es lo que significa literalmente la palabra alemana con que
se designa la tragedia, Trauerspiel, juego o espectáculo del duelo.
Lo que Hölderlin nos da a entender es que el héroe trágico, para
m anifestar el poder del destino, tiene m enos necesidad de m orir
realmente, com o Em pédocles o Antígona, que de soportar, m ante­
niéndose con vida, otra clase de m uerte, una m uerte no física sino
espiritual, com o ocurre precisam ente en el caso de Edipo. Lo que
H ölderlin vio claram ente es que soportar la finitud, la separación
del todo y de lo divino, es a fin de cuentas una experiencia más
profunda de lo divino que el deseo de unirse inm ediatam ente a él

58
I. La cultura y la muerte

en la m uerte. D e m odo que en sus Remarques sur Antigone (O b ­


servaciones sobre Antígona) dice que se trata «contrariamente a la
eterna tendencia, de convertir el deseo de abandonar este m undo
Wpor el otro en un deseo de abandonar otro m undo por éste».60 Así
que corresponde al hom bre, y en especial al h om bre m oderno,
cuya prefiguración en el m undo griego es Edipo, soportar su propia
linitud que ha de incitarle a apartarse del m undo suprasensible para
dedicar todos sus esfuerzos a la residencia en la tierra.
Lo que nos ha revelado la lectura de las tragedias griegas, es­
pecialm ente las de Sófocles, y los com entarios filosóficos que han
suscitado, es que la acción hum ana cuestiona la pertenencia del
hom bre a la simple naturaleza. H em os visto en Schelling que la
grandeza del héroe trágico procede de que se enfrenta en vano con
el destino, el orden inflexible de la naturaleza. Y en H ölderlin se
ve con claridad que la acción hum ana da fe po r sí misma, aunque
de forma negativa, de que no puede ser erigida en absoluto. Pero,
sobre todo, lo que H ölderlin nos perm ite entrever es una posible
(«.•conciliación del hom bre con su condición finita. Es además lo
que resuena un poco más tarde en el Am orfati de Nietzsche. Amar
rl destino, amar la finitud, en vez de intentar superarla o revolverse
contra ella: ésta es la enseñanza que los M odernos pueden extraer
4 de los Antiguos. Lo que aún no hemos com prendido es que esto no
supone en m odo alguno resignación, ni m utilación del hom bre, ni
abandono de sus aspiraciones más profundas. Y en esto veía H ö l­
derlin el «cambio categórico» (kategorische Wende),61 que no consiste
en convertir dialécticam ente lo negativo en positivo, sino en ha­
llar en nuestros límites la posibilidad verdadera de una existencia
auténtica. Pudiera ser que entonces se nos revelara, com o a Edipo
rn C olono, que la angustia de la m uerte no es en absoluto incom -

60. Hölderlin, F., «Remarques sur les traductions de Sophocle», en Œuvres,


Uad. po r F. Fédier, op. cit., pág. 962.
61. Ibid., págs. 958 y 961.

59
La muerte

patible con el puro goce de existir. Así lo proclama explícitamente


u n dístico titulado «Sófocles», que H ölderlin escribió varios años
antes de sus Remarques:

M uchos in te n ta ro n en van o d ecir aleg rem en te lo m ás alegre /


Y p o r fin a m í se m e m anifiesta, aquí m ism o, en el d o lo r .62

D e m odo que sólo existe propiam ente tragedia, escena de duelo,


* cuando el dios se retira, com o en el caso de Sófocles. E n Edipo rey y
Antígona, Sófocles expone la relación del hom bre con lo que H öl­
derlin denomina «desvío categórico» (kategorische Umkehr)63 del dios,
su retirada a un más allá enigm ático. Edipo es atheos — tal com o
afirma el verso 661 de la tragedia— , que no significa en m odo
alguno ateo en el sentido m o d ern o del térm ino, sino más bien
abandonado por el dios que se separa de él y ni siquiera se tom a
la molestia de castigarle cuando su crim en es descubierto. Esto no
significa que Edipo sea atrapado por un destino implacable ya que,
com o afirma claram ente R ein h ard t, Edipo rey no es lo que se ha
creído durante m ucho tiem po, esto es, la tragedia del destino h u ­
mano — pues sólo con el estoicismo el destino será entendido como
determ inación— , sino «la tragedia de la apariencia humana»,64 una
apariencia a la que es forzoso llegar para hacer responder al ser. De
ahí que no haya que ver en el últim o gesto de Edipo arrancándose
los ojos una expiación, sino la voluntad de convertirse po r fin en
lo que es e igualar así el ser con la apariencia.65 Es el propio Edipo
el que ha de asumir su castigo y condenarse a un largo vagabundeo
que Sófocles describe en otra tragedia, Edipo en Colono, en la que el

62. H ölderlin, F., Sämtliche Werke, Kritische Textausagabe, vol. 6, Elegien


und Epigramme, Darmstadt, Luchterhand, 1979, pág. 79; trad. p o rP h . Lacoue-
Labarthe en L ’imitation des Modernes, París, Galilée, 1986, pág. 69.
63. Ibid., pág. 958.
64. R e in h a rd t, K., Sophocle, op. cit., pág. 143.
65. Ibid., pág. 181.

6o
I. La cultura y la muerte

héroe confesará que sus sufrimientos le han enseñado a resignarse,


expresado en griego con el verbo stergein (verso 7), que significa a
la vez aceptación y apego a esta segunda vida que es una m uerte en
vida.66 Al final de un poem a tardío, escrito entre 1806 y 1810, «En
amable azul», H ölderlin escribe hablando del hijo de Layo: «Vivir
es una m uerte, y la m uerte tam bién es una vida».67
D e m odo que resulta acertado ver en el héroe Edipo el proto­
tipo del filósofo, del que desea y busca el saber. Edipo es el héroe
trágico que, a diferencia de Antígona, no m uere sino que, durante
el largo vagabundeo que espera al ciego en que se ha convertido,
no cesa nunca de vivir su propia m uerte, abandonado por el dios a
la soledad y a la certeza de estar condenado a una m uerte lenta que
tarda en llegar. H ölderlin distingue, pues, dos clases de m uerte: la
m uerte física, la m uerte real de Antígona, que siente que «el dios
está presente en la figura de la m uerte»68 y la m uerte espiritual, la
que se apodera de Edipo y lo condena a volver al m undo terrenal
en vez de evadirse, en su pretensión de regir su propio destino, a
un más allá donde podría identificarse con los dioses. La retirada de
( la divinidad es «mortificante» para Edipo, que es rem itido, com o el
hom bre m oderno, al m undo terrestre, mientras que Antígona lleva
a cabo el retorno natal del griego al revelar el carácter «mortífero»
para el hom bre de la presencia inmediata de lo divino.69
En Edipo en Colono, Sófocles nos describe esta segunda vida de
lidipo, que consiste en asumir ese abandono, en vivir como m uerto

6 6 . Cf. Beaufret, J., «H ölderlin et Sophocle», prólogo a H ölderlin, en


llemarques sur Œedipe, Remarques sur Antigone, trad. p o r F. Fédier, París, U G E,
1965, pág. 16.
67. H ölderlin, F., «En bleu adorable», en Œuvres, trad. p o r A. du B o u -
ciiet, op. cit., pág. 941.
68. Ibid., pág. 963.
69. Ibid., págs. 963 y 964. Hölderlin opone lo que es brutalmente mor­
illero (tötlichfaktisch), lo que mata efectivamente el cuerpo sensible, a lo que es
brutalmente mortificante (tötendfaktisch), lo que mata el cuerpo espiritual.

6i
I aí muerte

viviente, y con ello se prefigura la definición de la vida filosófica que


Montaigne dará más tarde, en una frase sorprendente que tom a de
Platón y de los estoicos: «De cómo filosofar es aprender a morir».70
La muerte no se convierte en objeto del discurso filosófico has­
ta que deja de aparecer como «muerte en general», como «acciden­
te» que le ocurre a un ser vivo, incluso com o «destino» inevitable
del mismo, para convertirse en «muerte propia», «mi muerte», lo
que implica tomar conciencia de la posibilidad de la desaparición
personal. Así que el discurso filosófico sobre la muerte es propia­
mente el discurso sobre la mortalidad o el ser mortal como tal.

70. Título del capítulo X X del libro I de M . de Montaigne, Ensayos


completos, trad. por A. Montojo, Madrid, Cátedra, 2003.

62
Capítulo II

La metafísica de la muerte

11 filosofía no pudo surgir como forma cultural determinada hasta


| | momento en que el vínculo entre lo visible y lo invisible, los vi­
to* y los muertos dejó de ser manifiesto, es decir, hasta el momento
íu que el mundo del mito, dominado por la idea de que una co-
ptinidad de destino une a los mortales y a los inmortales, los dioses
t los hombres, perdió su autoridad. N o obstante, ese «desencanto»
4* I mundo en principio fue consecuencia de la aparición del m o-
■litdsmo, que consagra la separación entre lo divino, expulsado ya
■9 lo visible e identificado con el uno, y el conjunto de la creación.
I i reforma esencial que efectúa Zaratustra en el antiguo mazdeísmo
É«insiste efectivamente, com o puede leerse aún en una inscripción
imbuida a Jeges, en incitar a los hombres a desterrar todo el culto
rendido a los daeva, a esos espíritus que son los servidores de Angra
M linyu, el espíritu del mal, y consagrarse al servicio exclusivo de
Allura Mazda, es decir, al único Ahura, aljm jcojlhos que a partir
il» ahora deben reconocer.1 Zaratustra luchó enérgicamente contra

I . El panteón iranio, igual que el panteón indio, incluía dos clases de


«htidades divinas, los Ahura y los Daeva (en la India los Asura y los Deva).
I I paso del politeísmo al monoteísmo exige pues la «demonización» de los
P ac va a cambio de la elección de un solo Ahura, llamado el «sabio» o el
•omnisciente».
La muerte

todo aquello que, en el antiguo mazdeísmo, estaba relacionado con


la m itología, la brujería y los sacrificios sangrientos, y estableció
una relación exclusivamente espiritual con Dios, una relación que
sólo se establece a través del pensamiento, la palabra y los actos, en
oposición a esa relación de participación en lo divino que procede
del ritual.2
Se com prende, por tanto, que en el m arco de otro m onoteís­
m o se haya podido afirmar, com o ha hecho Lévinas, la exterioridad
absoluta de Dios en relación con el m undo, y declarar paradójica­
m ente que «la fe purificada de los mitos, la fe m onoteísta, supone
el ateísmo metafísico» y que «el ateísmo condiciona una relación
verdadera con un verdadero Dios kath’auto».3 Ese «ateísmo», capaz
de «acoger el absoluto depurado de la violencia de lo sagrado» p o r­
que se absuelve de la relación con lo divino,4 sigue siendo «metafí­
sico», en el sentido literal en que Lévinas utiliza este térm ino para
designar lo que perm ite establecer una relación con lo no sensible,
con lo invisible, con la «otra parte» y con lo «absolutamente otro».5
Según Lévinas, existe una violencia de lo sagrado porque la noción
misma de sagrado implica la idea de una totalidad en la que lo sa­
grado se manifiesta y en la que el ser hum ano tiene la posibilidad
de establecer una relación de participación con los seres divinos.
O pone así la violencia de lo sagrado a la trascendencia de lo santo,
que sólo puede presentarse com o separación absoluta. El «deseo
metafísico» constituye pues la verdadera relación con el otro como
tal, en tanto que, contrariam ente a la necesidad, queda esa relación

2. Zaratustra, que se presenta com o «el pro tecto r del Buey», prohíbe los
sacrificios de animales y elim ina la práctica que consistía en b eb er el haoma
(equivalente del soma indio), u n brebaje que pro p o rcio n a una em briaguez
artificial que perm ite identificarse con la divinidad.
3. Lévinas, E., Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, trad. p o r D .E.
G uillot, Salamanca, Síguem e, 62002, pág. 100.
4. Ibid.
5. Ibid., pág. 57.

64
II. La metafísica de la muerte

in satisfacción» con «el alejamiento, la alteridad y la exterioridad de


lo Otro».6 Ese deseo, que abre «la dim ensión misma de la altura»,7
que es la de la trascendencia absoluta de lo Invisible, es por consi­
guiente lo que da fe de esta «ruptura de la totalidad»8 que perm ite
llamar «religión», dando así un nuevo sentido a ese térm ino, «a la
ligadura que se establece entre el M ism o y el O tro, sin constituir
una totalidad».9
De m odo que lo que establece el m onoteísm o, en su form a
m,r/deísta o judía, es una ruptura con el m undo del m ito, ruptura
que en ciertos aspectos anticipa lo que ocurrirá en Grecia en el m o­
m ento del nacim iento de la filosofía. Sabemos que el m onoteísm o
bíblico es una elaboración del judaism o posterior al exilio, el del
período persa del siglo vi, y que sucedió a un largo pasado poli-
trista, com o atestigua el nom bre de Elohim , plural de El, nom bre
emítico de la divinidad, y a un enoteísmo para el que Yahvé no es
tn.is que un dios nacional único. La cuestión de su relación con el
monoteísmo mazdeísta sigue siendo objeto de debate. N o obstante,
lo que sorprende en el zoroastrismo es el potente nivel de abstrac-
. ion que manifiesta y la total espiritualización y desmaterialización
del mazdeísmo antiguo que lleva a cabo. Hegel, que en Fertomenolo-
t>i'd del espíritu había considerado la religión de los Parsis la prim era y
más simple figura de la religión natural en la que lo absoluto aparece
•como la pura esencia luminosa de la aurora, que todo lo contiene
lo llena y que se m antiene en su sustancialidad carente de forma»

6. Ibid., pág. 58.


7. Ibid., pág. 59.
8. Ibid. Las mayúsculas («Otro», «Invisible») son de Lévinas.
9. Ibid., pág. 64. O bservem os que Lévinas, que atribuye su significado
habitual a «metafísica» y a «trascendencia», se basa aquí igualm ente en el sen­
tido usual otorgado a «religión», palabra que se da po r supuesto que procede
d rl latín religare, unir, cuando lo más probable es que p ro ced a de relegere,
tccoger, reu n ir de nuevo, y que rem ite p o r tanto, en contra del significado
que pretende atribuirle Lévinas, a la idea de totalidad.
I m muerte

y a la que se opone «lo negativo igualmente simple, las tinieblas»,1"


no percibió lo que en el pensam iento de Zaratustra constituye la
superación decisiva del naturalismo y la elaboración de una religión
universal.11 N ietzsche, más perspicaz, cree que lo que constituye
«la inmensa singularidad» (die ungeheure Einzigkeit) de este persa e.i i
la historia12 es precisam ente su invención de la m oral, basada en
la extrem a simplificación de la diversidad fenom enal que redujo a
la abstracción de los dos principios opuestos del B ien y del Mal.
Zaratustra es, pues, para Nietzsche el prim ero que vio en la lucha
entre el B ien y el M al «la auténtica rueda que hace m overse las
cosas», es decir, que identificó el orden m oral y el orden cosmo­
lógico o incluso el que realizó la transposición (die Übersetzung) de
la m oral en metafísica.13 D e m odo que en Zaratustra tendríamos a
una especie de precursor de la filosofía tal com o la definirá Platón
unos siglos más tarde.14
Pero lo que queda por explicar es cuál fue el origen del naci­
m iento de la filosofía en la Grecia politeísta de los siglos vi y v, y
qué pudo impulsar a los griegos a plantear la cuestión de la esencia
de las cosas y a no contentarse con las respuestas aportadas p o r la

10. H egel, G .W .F., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 403.
11. A diferencia de N ovalis que, viendo en la luz, de m anera no natu ­
ralista, «un sím bolo de la lucidez verdadera» y «el vehículo de la co m u n ió n
universal», descubría en la «inmemorial religión de los parsis» la religión u ni­
versal. Cf. Novalis, Fragments/Fragmente, op. cit., pág. 109.
12. N ietzsche, F., Ecce Homo, op. cit., pág. 125-
13. Ibid.
14. Esa relación la han establecido varios intérpretes, especialm ente en
cuanto se refiere al m undo de las ideas y las entidades divinas (Amesha Spenta)
que Zaratustra, el reform ador del politeísmo, considera los auxiliares del Dios
único y que representan los diferentes aspectos de A hura M azda, sus «poten­
cias» o sus expresiones. Esos santos (spenta) inm ortales (amesha) que son siete
(la sabiduría, el buen pensam iento, el orden justo, la potencia, la devoción, la
salud y la inm ortalidad) constituyen ideales de la acción hum ana y sirvieron
ÍM e m odelo a los arcángeles bíblicos.

66
II. La metafísica de la muerte

11 .ulición y por los mitos. Platón considera que Parménides y todos


los que, antes que él, plantearon la cuestión de la naturaleza de los
rutes, «cada uno de ellos nos narra una especie de m ito»,15 y por lo
general se considera que el nacim iento de la filosofía, de la que sur-
rieron todas las ciencias, coincide con el despertar de la racionalidad
V el paso del mythos al logos. En efecto, los filósofos están bastante de
,tcuerdo en que se produjo una auténtica m utación del pensamiento
Iiiimano en el m om ento de la aparición de la filosofía: para Platón,
rs el paso de la opinión, de la doxa, a la ciencia, a la episteme; para
I legel, es el paso de la representación figurada en el arte y la religión
,il puro concepto y a la pura especulación; para Husserl, se trata de
tina auténtica «revolución» de la hum anidad, que inventa así una
nueva actitud respecto al m undo, la actitud teórica, mientras que
.intes todo estaba dominado por las prácticas.16 Incluso Nietzsche ve
en el m om ento socrático una verdadera ruptura con el pasado y «un
punto de inflexión de la denominada historia universal», aunque no
considera esta ruptura com o un progreso, sino más bien com o una
decadencia.17 Encontramos una concepción análoga en Heidegger,
que opone el «gran pensamiento» de los llamados «presocráticos»
.1 la filosofía dom inada po r la nostalgia del acuerdo perdido con la
totalidad del ente y la búsqueda de lo que es el ente en su ser, de
modo que, según él, «el paso a la “filosofía” , preparado por la sofís-
lica, fue dado en prim er lugar por Sócrates y Platón».18
Heidegger explica que la totalidad de lo que existe es concebido
com o uno por Heráclito, y la fuerza unificadora que lo reúne todo
es el logos, palabra intraducibie procedente del verbo legein, que
significa a la vez decir y recoger, reunir. Q ue todo sea uno, que lo

15. Cf. Platón, Sofista, 242 c.


16. Husserl, E., La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascen­
dental, op. cit., pág. 335.
17. N ietzsche, F., E l nacimiento de la tragedia, op. cit., pág. 128.
18. H eidegger, M ., ¿Qué es la filosofía?, trad. p o r J. A drián E scudero,
Barcelona, H erder, 2004, págs. 45-46.
La muerte

m últiple pueda ser reunido en un todo, que no sea exclusivo de lo


uno es lo que, según Heidegger, situó a los griegos del siglo vi en
la dimensión del asombro. Pues el asombro o maravilla, el thauma-
zein ,19 sólo puede nacer cuando lo que es aparece en la extrañeza
de su advenir y ya no corresponde a las explicaciones «genealógicas»
que dan los relatos míticos. D e m odo que esta em oción que es el
asombro nace de una falta de explicación, de una pregunta que va
en busca de un origen. El sophon es, por tanto, el saber maravillado
que se tiene del ser del que, en contra de toda m itología y de toda
«teología», no se puede dar razón. Así que lo que ama el anerphilo-
sophos, el hom bre que ama la sabiduría, del que habla Heráclito,20 es
en cierto m odo esta falta de razón del m undo, del que dice en otra
parte que es eterno, no engendrado,21 tal com o Parménides afirma
tam bién explícitamente del ser.22
Lo que caracteriza la concepción heideggeriana del nacim iento
de la filosofía es el hecho de que ésta es presentada com o una re­
acción contra el ataque de la argum entación sofista que pretende
encontrar una explicación «humana, demasiado humana» a todas
las cosas, reacción que es propia de quienes desean salvaguardar la
dimensión del asombro, que tanto Platón como Aristóteles recono­
cieron que era el arkhe, el principio que dom ina la filosofía desde el
principio hasta el final.23 D ebido a su carácter reactivo ese vínculo
con el sophon ya no es acuerdo armonioso, sino búsqueda, nostalgia,

19. E n la palabra griega, que significa más bien adm irar, n o aparece la
idea de conm oción violenta, de choque em ocional que contiene el térm ino
francés étonnement, procedente del latín attonare, perturbar con u n ruido com o
el del trueno.
20. Cf. H eráclito, «Fragm ento 35», en Los filósofos presocráticos, op. cit.,
vol. I, pág. 395.
21. Cf. H eráclito, «Fragmento 30», en ibid., pág. 384.
22. Cf. Parm énides, «El Poema», «Fragmento VIII», en G.S. K irk y J .E .
R aven, Los filósofos presocráticos, trad. p o r]. García Fernández, M adrid, Gredos,
1969, pág. 382.'
23. Cf. H eidegger, M ., ¿Qué es la filosofa?, op. cit., pág. 59.

68
II. La metafísica de la muerte

• piiación dolorosa nacida de la carencia.24 La filosofía aparece por


u ni o bajo la form a de una conciencia de exilio y de separación,
¡mi ida de la experiencia de la pérdida de un acuerdo con el todo,
pcidida de la que es testim onio la existencia misma del sofista. El
amor a la sophia ya no es philia, es decir, relación arm ónica con el
nulo, sino tensión erótica suscitada p o r la carencia y nacida del
divorcio, de la oposición sofista de la esfera hum ana al todo.25 Efec­
tivamente, la filosofía hace su aparición en una época desgraciada,
i ii .ictenzada por la decadencia de la ciudad griega, su apertura hacia
el exterior y la ruptura con lo que, en la organización política de
la ciudad de Solón, reproducía la que los griegos de esta época se
hacían del cosmos. Hegel, en Lecciones sobre la historia de la filosofía,
expresa perfectamente esta idea cuando subraya que «la filosofía em ­
pieza con la ruina de un m undo real» y que «señala el m om ento en
ijue se produce la división de la vida, la separación entre la realidad
inmediata y el pensam iento, la reflexión sobre ello».26
El thaumazein, el asom bro ante el ente en su conjunto, ya no
' ' instituye la disposición de los hom bres de la época sofística, que
también la de los trágicos, especialmente de Sófocles, cuyos hé­
roes se enfrentan al silencio y al alejamiento de los dioses. Los que
entonces pretenden saber y se creen sophoi, los sofistas, tras haber
perdido la relación con el uno, intentan explicar lo m últiple inde­
pendientemente del todo. Para Heidegger, que emite un juicio m uy

24. H eidegger cita en su curso del semestre 1929-1930 (Los Conceptos


fundamentales de la metafísica: mundo, finitud, soledad, trad. p o r A. Ciria, M adrid,
Alianza, 2007, pág. 28) estas palabras de Novalis: «La filosofía es en realidad
nostalgia, u n im pulso de estar en todas partes en casa».
25- Véase a este respecto el retrato que traza Platón del filósofo identifi-
i .ido co n Eros en el Banquete, 203 b-204 c.
26. Cf. H egel, G .W .F ., Leçons sur l’histoire de la philosophie, trad. p o r
| G ibelin, Paris, Gallimard, 1954, vol. I, págs. 176 y 178 [Lecciones sobre la
historia de la filosofía, trad. p o r W . R o ces, M exico, F ondo de C u ltu ra E co ­
nóm ica, 1955].

69
La muerte

negativo sobre el m om ento sofista, es la época de las explicaciones


inmediatamente comprensibles para todo el m undo27 y de la inter­
pretación técnica del pensam iento.28 Pero tam bién podemos ver en
los sofistas a los prim eros educadores profesionales, a los represen­
tantes de las primeras «luces» y a los que rechazan las explicaciones
religiosas tradicionales del m undo. E n un texto anterior, Heidegger
evocaba la figura del gran sofista Protágoras29 y destacaba que su
postura consistía en una restricción de las posturas de los presocrá-
ticos y, por tanto, en una conservación parcial de éstas, de las que
es inseparable.30 Esta restricción es la de la sophia o del sophon a la
esfera estrictam ente hum ana: Protágoras ya no es un pensador de
la physis, del conjunto de lo que es, sino tan sólo de lo que es para
el hom bre, ya que éste es «la m edida de todas las cosas». La physis
ya no es para Protágoras el conjunto de lo que es, sino simplemente
el ám bito de las cosas que no d ependen del hom bre. Protágoras
explica claramente su postura cuando declara:

S obre los dioses n o p u e d o te n e r la certeza d e q u e existen ni d e qu e


n o existen ni ta m p o co de c ó m o so n en su form a externa. Y a q u e son
m u c h o s factores q u e m e lo im p id e n : la im p re c is ió n d el a su n to así
c o m o la b rev ed ad de la vida h u m a n a .31

Puesto que el vínculo con la totalidad, con la physis, se ha roto y el


hom bre de esta época ya no percibe su carácter divino, acepta no

27. Cf. H eidegger, M ., ¿Qué es la filosofía?, op. cit., pág. 45.


28. Cf. H eidegger, M ., Carta sobre el humanismo, trad. por H . C ortés y
A. Leyte, M adrid, Alianza editorial, 2001, pág. 13.
29. Sófocles (495-405) es prácticam ente contem poráneo de Protágoras
(481-411).
30. Cf. H eidegger, M ., «La época de la im agen del mundo», en Sendas
perdidas, trad. p o r J. R o v ira A rm engol, Buenos Aires, Losada, 1960, pág. 93.
31. A A .W ., Sofistas, Testimonios y Fragmentos, introd., trad. y notas de
A. M elero Bellido, M adrid, G redos, 1996, pág. 120.

70
II. La metafísica de la muerte

¡ ' ! > H la esfera propiam ente hum ana cuya m edida constituye
ib ámente.
! n que la filosofía pretende buscar y salvaguardar, en contra
i ¡ lufística, es esa relación de asombro por todo que caracteri-
i ¡I pensam iento presocrático. A unque el hom bre de la época
■ni i.itica ya ha abandonado el m undo del m ito, todavía tiene
■>lid,id de los dioses para conseguir abrirse un cam ino hacia la
lUd, com o explica Parm énides en el proem io a su poem a. La
1 1 .pie recibe al pensador «fuera del trillado sendero de los hom -
tio hace más que dar indicaciones a u n pensamiento que sigue
I di» lu imano, puesto que tiene que desplegarse a través de una
)i de mediaciones. N o hay pues acceso inm ediato a la verdad,
ñ velación, la divinidad se contenta con prodigar consejos: da a
n prender sin dar a conocer. Es la misma concepción de la divini-
i |tte encontram os tam bién en Heráclito, quien en el fragmento
ilii nía:

I I señor, cu y o o ráculo está e n D elfos, n o dice ni o cu lta, sino indica


p o r m e d io de signos.32

divinidad no libera al hom bre de su condición tem poral, sino


•nlo le asiste en su búsqueda de la verdad. Así que la explica-
ii del ser p o r boca de la diosa en el fragm ento VIII del Poema
■s una exposición del ser en sí m ism o. N o se puede hallar en
iina ciencia absoluta del ser, sino tan sólo una introducción, una
ilación al hom bre para que penetre en un conocimiento más que
nano. El fragmento VIII no es el equivalente del saber absoluto
que habla Hegel y del que dice, en la introducción a la Ciencia
la lógica, que es «la verdad tal com o está en sí y por sí, sin en­
jillí a», pues su contenido es «la representación de Dios tal com o

.12. Cf. H eráclito, «Fragm ento 93», en Los filósofos presocráticos, op. cit.,
i I. pág. 391.

71
La muerte

está en su ser eterno, antes de la creación de la naturaleza y de un


espíritu finito».33 Para el griego, el acceso a lo absoluto no es posible
en esta vida, aunque en cierto m odo tengamos presente lo divino
a través de los signos que envía a los hom bres, com o reconocía el
propio Sócrates, que declaraba ante sus jueces:

L a causa de esto es lo q u e v o so tro s m e h ab éis o íd o d e c ir m u ch as


veces, en m u c h o s lugares, a saber, q u e h ay ju n to a m í algo d iv in o y
d e m ó n ic o [...] T o m a fo rm a de v o z y, cu a n d o se m anifiesta, siem pre
m e disuade de lo q u e v o y a hacer, jam ás m e in c ita .3-^

En efecto, la advertencia siem pre tiene un carácter negativo, así


com o los numerosos signos mediante los que el pensador parm ení-
deo reconoce la voz del ser.
En el fragm ento VIII del Poema, el ser es abordado a través de
signos (semata). La noesis, el pensam iento, es un cam ino hum ano
(;methodos) que se apoya en signos enviados por la diosa. Esos semata
no son indicios del ser com o algo a lo que rem itirían, sino la m a­
nera misma com o el ser se m uestra a los mortales, pues el m ortal
sólo tiene una visión indirecta, una perspectiva oblicua sobre un
ser que se m antiene a distancia. Surge aquí un problema: ¿cómo lo
uno, lo único, puede ser expresado por lo múltiple? Los signos no
son sus partes, o sus emanaciones (en el sentido plotiniano), ni sus
modos (en el sentido spinozista), son maneras de hablar del ser y de
referirse a él. Por eso cada signo rem ite a una perspectiva global del
ser y no a un rasgo separado, a una cualidad distinta de éste. El ser
es captado com o entero po r cada uno de los signos, lo que implica
que los semata han de ser pensados todos juntos, ya que todos di­
cen la misma cosa sin decirlo de m anera idéntica. Pero no desvelan

33. H egel, G .W .F ., Ciencia de la lógica, trad. p o r A. y R . M o n d o lfo ,


B uenos Aires, Solar, 1993, vol. I, pág. 66.
34. P latón, Apología de Sócrates, 31 d, trad. y notas p o r J. C alonge, E.
Lledó y C. García Gual, M adrid, Gredos, 1997, pág. 170.

72
II. La metafísica de la muerte

i l ,cr: son tan sólo analogías, maneras de hablar. A nte ese m ortal
ijUf* es el hom bre el ser aparece ingénito, im perecedero, etcétera,
sin que nada perm ita afirmar que el ser es en sí de tal m anera.35
Situación extrañam ente parecida a la de la teología negativa, que
sólo puede afirmar lo que Dios no es y no lo que es. Basta leer este
(tagm ento, el más largo que conservamos, para sentirnos im pre­
sionados po r el carácter abstracto de ese discurso, que no nom bra
. a ninguna realidad concreta, sino el ser puro, del que Parménides
tío [utede decir otra cosa que esti gar einai, «el ser es en efecto»,3
v esta simple frase es precisam ente causa de asombro infinito. Sin
• mbargo, no hem os llegado aún a la separación, al khorismos, que
i'latón situará entre lo sensible y lo inteligible, pues el ser del que
habla Parm énides no rem ite a otro m undo más allá del universo
de lo visible, sino que constituye sim plem ente la verdad de este
mundo de aquí, que no puede desvelarse com o tal a ese m ortal que
es el hom bre, pero que no obstante puede pensar. E n contra de
i Jietzsche, que considera a Parménides el inventor por excelencia
•le la teoría del trasm undo, Beaufret, en la interpretación que hace
del Poema, opone justam ente la trascendencia «fundativa» parm e-
túdea, que entiende el cam ino filosófico com o u n cam ino que
nos perm ite acceder al corazón m ism o de este m undo de aquí, a
la trascendencia «evasiva» platónica, que nos arrastra hacia el otro
m undo y nos lleva a rechazar éste.37
La idea del khorismos es la que caracteriza propiam ente el pen­
samiento filosófico, que se distingue de esas otras formas de pensa­
m iento que son el m ito y la poesía, com o destacó H egel, debi­

35. Véase a este respecto la interpretación que del Poema de Parménides


hace E ugen Fink en Zur ontologiscken Frühgeschichte von Raurn-Zeit-Bewegung,
I a H aya, N ijhoff, 1957, especialm ente las págs. 53-64.
36. Parménides, E l Poema, fragm ento VI, en G.S. K irk y J.E . R aven, Los
filósofos presocráticos, op. cit., pág. 379. Cf. Beaufret, J., Le Poème de Parmenide,
París, P U F , 1955, pág. 81.
37. Cf. Beaufret, J., Le Poème de Parmenide, op. cit., pág. 48.

73
La muerte

do a que es libre respecto a cualquier representación sensible y f l


puram ente conceptual y teórico. D e m odo que la cesura entre 1<¡
sensible y lo inteligible, entre el aquí y el allá, entre lo temporal y
lo intem poral empieza a anunciarse com o infranqueable. Al misitm
tiem po, esta separación radical entre lo que es m ortal y lo que g«
inmortal, que constituirá el marco de una interpretación global del
m undo, servirá tam bién para definir la relación que m antiene consi­
go mismo el ser pensante, de manera que proporcionará el esquema
fundamental de su com prensión de sí.
E n efecto, lo propio del pensam iento filosófico es que impli­
ca en sí mismo la experiencia de una superación de lo que es sólo
sensible, es decir, la experiencia propiam ente suprasensible de un
más allá de la m uerte en el seno mismo de la vida de un ser mortal
Posee así por sí mismo una estructura metafísica, es decir, que es %
la vez pensam iento de la m ortalidad del pensante y de la inm orta­
lidad de lo pensado. Cabe, por tanto, a partir de ese estilo general
del pensamiento filosófico, que puede considerarse como estilo pn >.
piam ente trascendental — en el sentido de que semejante forma dr
pensam iento implica necesariam ente la superación de sus propias
condiciones finitas de aparición— , determ inar el marco general dr
una «metafísica de la muerte» que constituye la estructura de fondo
del pensam iento occidental. Esa «metafísica de la muerte» consiste
en reconocer en su verdad la condición m ortal del hom bre, pero
situándola en relación con la inmortalidad de un absoluto en el quí­
solo ella puede hallar su sentido.
La filosofía aparece entonces com o el intento de asumir supe
rándola, con u n trascendentalism o, a la vez fundativo y evasivo,
esta «situación límite» que es la m uerte. Desde esta perspectiva, lo
que nos proponem os aquí no es trazar de nuevo las grandes líneas
de lo que podría ser una historia de la filosofía de la m uerte,38 sino

38. Véase el estudio de J. C h o ro n , La morí et la pensée occidentale, París,


Payot, 1969.

74
II. La metafísica de la muerte

■ « jilc m e n te preguntarnos p o r las concepciones de la m uerte y


I i se r de algunas de las grandes figuras de esta «metafísica de la
Ü H ielte».

1= La i n m o r t a l i d a d p l a t ó n i c a

A pesar de reconocer la distancia que separa el Poema de Parménides


¡L la dialógica platónica, el presocrático Parm énides, aun m ante-
■■ ndo cierta proximidad con el m undo mitológico que le precede,
i :¡tupe ya en parte con el mismo, puesto que inaugura la ontología,
i *Ir.curso sobre el ser, y prepara con ello la aparición de la filosofía,
í «dos los esfuerzos de Platón consistirán, no obstante, en m ostrar
Ljtii? con Sócrates da comienzo una forma de pensar completamente
litiijv.i. Eso explica que, cuando declara en el Sofista que los preso-
i iticos y en especial Parménides, al que m enciona explícitamente,
iiii l.i im presión de estar contando una especie de m ito «como
íi fuésemos niños»,39 lo que pretende es expulsar al m undo inge­
nuo de la m itología el conjunto de teorías de los pensadores de la
fhysis.
Ese pasaje recuerda otro, m uy famoso, del Fedón en el que Só-
iUrs cuenta sus esfuerzos por com prender lo que hay en los m é-
• 'dos empleados por sus predecesores, los fisiólogos presocráticos,
qtti* explican las cosas existentes, ta onta, recurriendo a una o varias
rau as, el fuego, el aire, el frío y el calor, la sangre, etcétera, y m en-
)• itm la excitación de su cerebro ante estas explicaciones múltiples
If i ontradictorias, y su alegría al descubrir finalm ente en Anaxágo-
M? una explicación convincente, ya que según éste, es el nous, la
inteligencia, la causa de todo. N o obstante, prosigue Sócrates, esta
alegría se convierte m uy pronto en decepción al ver que Anaxágo-

.19. Platón, Sofista, 242 c, trad. p o rN .L . C ordero, M adrid, Gredos,


403.
La muerte

ras, tras haber expuesto ese principio general, cae de nuevo en U


atribución de causas físicas a los distintos fenómenos (98 a-d); de ahí
el cansancio que se apodera de él ante esas explicaciones fisiológicas
y la decisión que tom a de refugiarse en los logoi, los discursos que el
alma m antiene consigo misma, a fin de examinar en el interior de
éstos la verdad de las ta onta/'0 Platón empieza a hablar de «segunda
navegación» y la imagen sugiere un cambio de orientación a fin de
evitar las divagaciones de la prim era navegación. Para explicar esta
decisión, recurre a una comparación, la del eclipse de sol:41

A lgunos se echan a p erd e r los ojos, a n o ser q ue en el agua o en algún


o tro m e d io co n tem p len la im agen del sol [...] Y o sentí te m o r de que­
darm e co m p letam e n te ciego del alm a al m irar d irec tam en te las cosas
c o n los ojos e in te n ta r captarlas c o n to d o s m is sentidos.42

Sócrates recurre, po r tanto, a un m étodo indirecto: en vez de en­


frentarse al fuego solar que puede provocarle ceguera, elige la m e­
diación. Se proponía examinar las ta onta, pero los sentidos sólo le
revelan las cosas de la práctica cotidiana, las pragmata. Entonces se
vuelve hacia los logoi para alcanzar la verdad de las ta onta, lo que im ­
plica que las pragmata halladas en la vía directa no son más que
im ágenes im perfectas de la realidad. Sócrates tiene b u e n cuida­
do en señalar que, aunque su rodeo es análogo al procedim iento
que consiste, en el caso del eclipse de sol, en pasar de los origi­
nales a las imágenes, acaba produciéndose la inversión, el paso de
las imágenes a los originales. Se produce, pues, inversión entre la
com paración con el eclipse (la visión directa da acceso a la reali­
dad, la indirecta a la imagen) y aquello de lo que la inversión es la

40. Platón, Fedón, 96 a- 99 e, trad. p o r C . García Gual, M adrid, Gredos,


1997, págs. 101-108.
41. Para u n com entario más desarrollado de todo este pasaje, véase F. Das-
tur, Philosophie et différencce, C hatou, La Transparence, 2004, págs. 31-34.
42. Platón, Fedón, 99 d-e, op. rít., págs. 108-109.

76
II. La metafísica de la muerte

innafora», pues los sentidos sólo dan las imágenes de las cosas, en
t -nftbio los logoi su verdad. Esa inversión es significativa de todo
el 'platonismo»: priva a los sentidos de la capacidad de alcanzar
slgitna vez la verdad, puesto que sólo en los logoi puede examinar
46 n a tes la verdad (aletheia) de los seres, y solamente en ellos se des­
da su ontos on, su ser verdadero y no en la visión que de él da el
«uerpo.
liste recurso a los logoi lo describe Sócrates com o si se tratara
«ir- colocar algo p o r debajo (100 a: hypothemenos), com o pueden
• '»locarse unos cimientos debajo de una estructura frágil. Más ade­
lante (en 101 d), aparece el térm ino hypothesis. Lo que está situado
debajo, que rem ite las cosas sensibles a otro m odo de realidad,
precisam ente porque no tienen rigor en sí mismas, es el ser v er­
dadero del eidos (m encionado en 102 b) en la m edida en que está
puesto por el logos y en él. El rodeo socrático consiste pues en la
apertura de la diferencia entre las cosas sensibles e inm ediatam en­
te presentes y esas eide que serían sus cim ientos — eide que serían
el rostro p u ro de las cosas, la presencia originaria de éstas— . El
iodeo es el intento de reapropiarse de la presencia originaria de
las cosas que sólo se dan de m anera fragmentaria en la inm ediatez
sensible. E n este sentido no es irrelevante que Sócrates hable de
• lanzarse» hacia la hipótesis de la idea. Se trata, en efecto, de un
salto en el ser que hace que la cosa abandone la cotidianidad para
alcanzar su verdad, para fundam entarla, no para evadirse de ella.
Para el griego de esta época, el hom bre que es un ser finito sólo
puede tener con el ser verdadero una relación anamnésica, una
relación de reminiscencia, es decir, a fin de cuentas parcial porque
está m arcada p o r la irreversibilidad de la tem poralidad. D e m o ­
do que lo que se constituye es el campo de la metafísica en el sen­
tido que Kant, siguiendo a los medievales y a los prim eros m oder­
nos, asignará a esa palabra, esto es, la apertura de la diferencia entre
el m undo sensible y el m undo inteligible, diferencia que supone,
no sólo la trascendencia de lo que fundam enta su unidad, en el
La muerte

caso de Platón la idea de las ideas, el Bien, en cuanto epebia m


ousias,4 3 más allá de toda realidad tanto sensible com o mirimi
sino tam bién una relación de fundam ento del m undo sentible
el m undo inteligible. Esa trascendencia es pues a la vez cvaiiv
fundativa, ya que la dualidad que establece entre los dos t i nnì
asegura a la vez la fundam entación de uno sobre el otro.
Es la misma topología que establece el m ito al que Platón
rre en el Fedro, m ito de la vida preem pírica del alma, cuyo sniffi
profundo es el de un intento de reconstitución de la expeiicn
originaria del alma antes de su caída en un cuerpo.44 El hecln •
recurrir nuevam ente a un m ito da a entender que el origen e 1 1
perdido y que es imposible regresar a él. T oda la reflexión qui
propio Platón define en el Fedón (81 a) com o una melete tlmiuit
una preocupación por la m uerte, anticipando así el ser-pat a !
m uerte heideggeriano, es tal vez con mayor verdad aún una ttlei
tación sobre la experiencia tam bién imposible del nacimiento, si ib
el que sólo se pueden contar «historias» o m itos, mientras qm
filosofía, com o insiste Platón, empieza cuando se deja de coniai,
es decir, precisamente cuando se rompe con el discurso presoci.in>
que explica el ente recurriendo a otro ente. Platón tiene la |>m
dencia de no rom per del todo con el mito, precisamente cuando
trata de esas experiencias límite que son el nacim iento y la m u n lt
Lo que nos enseña el Fedro, el m ito del nacim iento, es que pal
ver hay que haber visto, idea que en cierto m odo comparte el au
platónico Aristóteles, que define la vista com o una praxis y no mi#
poiesis, porque se trata de un acto (energeia) y no de ese m ovim irutil
imperfecto (kinesis) que es la poiesis, acción que se detiene en la obrt
acabada.46 N o hay com ienzo asignable a la vista, al pensamiento,

43. Platón, República, VI, 509 b.


44. Platón, Fedro, 244 a- 257 b.
45. Platón, Sofista, 242 c.
46. Aristóteles, Metafísica, trad. por T . Calvo M artínez, M adrid, G rcdou
1994, libro 9, 1048 b 30, pág. 377.

78
II. La metafísica de la muerte

■IIP u m p o c o hay un fin asignable a éste. D e m odo que toda


IMIuiogía es un discurso sobre el alpha y el omega, sobre el arkhe
IjiM, discurso que m antienen esos seres que siempre se sitúan
espacio entre el nacim iento y la m uerte. Ese m ito propone,
liiUn, una topología del nacim iento; es m ito del lugar origi-
lopos hyperouranios, lugar supraceleste de la reabdad verdadera,
aánto del alma que tiene con ella una relación íntim a de con-
* lugar fuera del tiem po donde el alma se hunde y cae a tierra,
p , debido a su im plantación en un cuerpo y cegada por éste;
Ost ión que se ve compensada por ese despertar que es la anam-
is. l.i rem em oración de lo que se ha visto m ientras se vivía en
HMitid (delirio) que es el am or extático que pone al alma fuera
í i liando percibe una im itación aquí (enthade) de las cosas de
| (rfet’l).
No obstante, si bien existe en Platón una crítica de la cosmolo-
|i presocrática, a la vez que la aceptación de ciertos mitos cuando
•ai' rin d a n con la filosofía, hay que subrayar que su crítica a la
|ts ij y a los poetas será determinante en la instauración de aquello
|( él será el prim ero en llamar philosophia. Lo que retrocede, pues,
11 presencia de los dioses y la fuerza del destino ante la sobriedad
un pensam iento en cierto m odo totalm ente «desencantado»,
ÜV<> símbolo es la ironía socrática, ya que toda ironía supone en
di i lo un distanciamiento en relación con lo que se presenta. De
llti ¡tic la crítica a los poetas sea un m om ento esencial en la cons-
¡!u. ión de lo filosófico com o tal. Y esa crítica se dirige al propio
11 Hilero que, com o último representante de cuatro siglos de poesía
lt mui a, es dos siglos anterior al presocrático más antiguo, es decir,
a Piles, a quien se le atribuye la invención de la geom etría. Y en
la época de los presocráticos H om ero es ya la principal referencia
lp los griegos, que saben de m em oria cantos enteros de la litada
y . Ir- la Odisea. N o obstante, hay que destacar todo lo que separa
>I m undo m ítico de H o m e ro (siglo ix) del m u n d o m itológico
ili I lesíodo (siglo vm), el autor de la Teogonia, es decir, de la ge­

79
La muerte

nealogía de los dioses y de los héroes. Pues en cierto sentido cotí


Hesíodo com ienza ya una reflexión filosófica sobre lo divino, y es
preciso distinguir estrictam ente el m om ento hom érico, que es el
de la apertura a la m ultiplicidad de lo divino de un ser que todavía
no está perfectam ente individualizado, que no se piensa com o la
unidad de un cuerpo y de un espíritu, sino com o un lugar donde
se encuentran una m ultiplicidad de fuerzas y de acciones, com o
un n u d o de actividades diversas, de la elaboración p o r parte de
H esíodo de un sistema que reúne en el panteón griego dioses que
se distinguen por sus atributos y referidos a los elem entos del cos­
mos, y en el que hay que alojar en un sistema claro una m ultitud
de fenóm enos. Así que, sólo con H esíodo, Zeus se convierte en
el señor del O lim p o , la verdadera causa del o rd en del m undo,
mientras que en H om ero no existe un orden instituido a sabiendas,
aunque los dioses encarnan ya un orden razonable, debido a que
ese p o d er de configurar el m undo está perfectam ente repartido
entre los distintos dioses y sobre todo entre los tres herm anos:
Zeus, Poseidón y Hades.
Ese m om ento arcaico del m ito m uy pronto se volverá incom ­
prensible para los propios griegos: a partir del siglo vi se desarrolla
toda una herm enéutica del texto hom érico, cuyo objetivo es buscar
el sentido oculto de ciertos versos que con el tiem po se han vuelto
especialmente oscuros. Es el tiem po de los rapsodas, y ya no el de
los aedas, de los «cantores» (la palabra procede del griego aiode, que
significa canto). El rapsoda es un «cosedor de cantos» (de rhaptein
que significa coser, ajustar, arreglar), un declamador ambulante que
recorre las ciudades recitando cantos de H om ero y que se pregunta
p o r el significado que hay que dar a ciertos versos, com o hacen
tam bién algunos sofistas y algunos presoeráticos, Anaxágoras en
especial, del que D iógenes Laercio dice que «fue el prim ero en
dem ostrar que el poem a de H om ero tenía po r objeto la virtud y
la justicia, idea que puso en evidencia M etro d o ro de Lámpsaco,
pariente suyo, el prim ero que estudió en el poem a de H om ero

8o
II. La metafísica de la muerte

I r, referencias a cuestiones físicas».47 En esta época, los exégetas


d ru Libren en H om ero una física, una ética, etcétera. La identidad
s di re los dioses de H om ero y los de H esíodo les induce a pensar
i¡líe H om ero tam bién había partido de los dioses-elementos y que
. i msideraba que los dioses de la Ilíada son fuerzas naturales perso-
iiitiradas. Todas las escuelas filosóficas propondrán su interpretación
dr I lomero, que tendrá sus detractores, Platón y Epicuro, pero tam-
i «1 * 1 1 sus defensores, com o Aristóteles. H em os visto que, en contra
i Ir la crítica sofista a la creencia en los mitos, Platón se convierte
• 11 defensor de la tradición y no rechaza que en el m ito se encierre
algún tipo de verdad.48 N o obstante, el com bate contra H om ero
v la poesía que lleva a cabo Platón tiene sobre todo com o objeto
otorgar a la filosofía el lugar que ocupan estos últimos, es decir, el
primero, en el espíritu y en el corazón de los griegos.
N o son solamente los sofistas, sino tam bién los pensadores de la
i poca presocrática los que la em prenden con H om ero y sus dioses,
"demasiado humanos»: Heráclito pretende que H om ero sea expul­
sado de los concursos y hum illado, Pitágoras dice haber visto en
ii descenso a los infiernos el alma de H om ero colgada de un árbol
y rodeada de serpientes com o justo castigo a sus palabras impías, y
Jenófanes redacta una sátira contra H om ero y H esíodo en la que
Instiga las concepciones antropom órficas de la divinidad. La con­
dena de H om ero por parte de Platón no es más que el resultado de
esta larga serie de ataques. Es lo que explica que en el libro X de la
República, Platón aluda a la palaia diaphora, a la antigua desavenen-
ria entre la filosofía y la poesía (607 b). Ahora bien, en esta época
los rapsodas han sustituido definitivam ente a los aedas. Platón y
Aristóteles leen, escuchan y estudian a H om ero a partir del espacio
poético que les es contem poráneo, el de los mitógrafos, de quienes

47. Diógenes Laercio, Vie, doctrines et sentences des philosophes iIlustres, trad.
p o r R . Genaille, París, G arnier-Flam m arion, 1965, vol. I, pág. 106.
48. Cf. Platón, Fedro, 229 c, op. cit., donde Sócrates se rem ite a la tradi­
ción en cuanto al valor del m ito.
La muerte

estudian los m itos, y no ya de quienes los com pon en . La poesía


épica oral ya no se percibía co m o tal y, para com prenderla, hay
que identificarla con otra forma de la que procede directamente, la
de la tragedia. Esto es lo que explica que Aristóteles, en su Poética,
considere a H om ero el primer trágico.
En este contexto general aparecerá esta nueva figura de hom bre
que es el filósofo. La referencia al nom bre griego ha de proporcio­
nam os un prim er indicio: del m ism o m odo que no hay philosophia
perennis, tam poco hay una figura eterna del filósofo. Su aparición
corresponde a una coyuntura histórica determ inada en el interior
del m undo griego. La palabra philosophos es una palabra de aparición
tardía: la encontramos una vez en Heráclito y una vez en H erodoto,
pero es Platón el que le da su sentido definitivo en u n pasaje del
Fedro, en el que trata de la com posición de los discursos, de la di­
ferencia entre la palabra y la escritura, y en el que Sócrates, cuando
quiere definir al h om bre capaz de com poner escritos sabiendo lo
que es la verdad y acudir en su ayuda m ediante la palabra, rechaza
llamarle sophos, ya que, según explica, ese nom bre sólo debe otor­
garse a los dioses, pero acepta llamarle philo-sophos, es decir, «amigo
del saber».49 Es cierto que la misma palabra aparece ya, sin duda por
prim era vez, en el fragm ento 35 de H eráclito, donde se dice que
«Es necesario que los varones amantes de la sabiduría {philosophous
andras) se inform en de muchas cosas»,50 pero en este caso aparece
en form a de adjetivo. N o se convierte en sustantivo hasta Platón,
que defiende la au to n o m ía de la filosofía contra los sofistas que
pretenden poseer el saber, m ientras que el filósofo es un aspirante
al saber. C o m o explica Platón tam bién en el Banquete p o r boca
de D iotim a, hay una esencia erótica de la filosofía, y el filósofo es
parecido a Eros, ese pequeño dios, ese dem on, hijo de Penia, la po­
breza, y de Poros, la riqueza, que posee y carece a la vez, pero que,

49. Platón, Fedro, 278 d.


50. H eráclito, Los filósofos presocráticos, op. cit., vol. I, pág. 395.

8z
II. La metafísica de la muerte

i bien no posee el conocim iento, sabe al menos en qué dirección


hay que buscarlo.51 Vemos pues que es Platón el que fija el sentido
de la palabra. Pero al mism o tiem po parece que el filósofo escapa
i la clasificación.52 En el Sofista, a Teodoro, que llama «divinos» a
los filósofos, Sócrates le responde que la especie de los filósofos no
es más fácil de discernir que la de los dioses: no hay posibilidad de
diakrinein, de discernim iento, pues falta el criterio que distingue al
filósofo de las otras especies de hom bres, com o son el político, el
solista, el poeta y, precisa Sócrates, cabe incluso preguntarse si hay
realmente tres especies distintas que corresponden a los tres nom ­
bres m encionados.53 Es interesante anotar, no obstante, que en el
/ '¡meo, cuando Sócrates se pregunta si el Estado que ha descrito en
la República corresponde a algo real, declara que corresponde decidir
a hom bres com o Tim eo, Critias y Herm ócrates, que son a la vez
filósofos y políticos, y no a los poetas, que forman parte de la tropa
de imitadores, ni a los sofistas, que son vagabundos sin dom icilio
propio.54 Vemos aquí que para Platón la figura del filósofo se dibuja
sobre el fondo de una doble exclusión: la del poeta, identificado
ro n un im itador, y la del sofista, que será definido tam bién com o
tal en el diálogo del mismo nom bre.

51. Platón, Banquete, 204 a.


52. H abría que recordar a este respecto la existencia de una laguna sig­
nificativa en la obra de Platón. Este había anunciado u n diálogo titulado «El
f ilósofo», que n o escribió nunca y que debería hab er constituido la cuarta
pieza de una tetralogía fonnada por el Teeteto, el Sofista, el Político y el Filósofo.
I >e m o d o que nos corresponde a nosotros reconstruir, a partir de las indica­
ciones dispersas en los otros diálogos, la figura platónica del filósofo. C abe
preguntarse, por otra parte, si la falta de ese cuarto diálogo no es u n indicio
de la im posibilidad de captar directam ente y de definir el género filosófico,
el genos philosophos. P o r esto es preciso recurrir al texto del Banquete, donde
aparece claram ente el carácter «mixto» y po r tanto difícilm ente definible del
filósofo.
53. Platón, Sofista, 216 c — 217 d.
54. Platón, Timeo, 19 d y sigs.

8 ;
/ a m uerte

Al lado del sophos, del que sabe, nom bre dado a los pensadores
anteriores a Platón, y del sophistes, el que tiene habilidad — primer
sentido de sophia— , que sobresale en un arte, aparece el philosophos,
el que busca el saber. Para prom over una nueva figura del hombre
en su relación con el saber (sophia) y con la verdad (aletheia), Platón
comienza rompiendo con la comprensión del m undo mítico-trágico
y decide excluir al poeta del reino de las Ideas, ordenando que se le
conduzca perfumado y coronado con cintillas hasta las puertas de su
ciudad ideal,55 ya que debido a su capacidad de imitación es agente
de la m entira. Ahora bien, no es indiferente que la filosofía, como
m odo de pensam iento determ inado, esté vinculada íntim am ente y
en su nacim iento a una m uerte singular, la de Sócrates, que Platón
nos cuenta en el Fedón. D e m odo que la invención de la filosofía
coincide con la de u n discurso sobre la m uerte distinto del que
propone la mitología, lo que implica que se establezca de entrada
una hom ología entre m uerte y filosofía, ya que ambas tienen como
efecto separar el alma del cuerpo. E ncontram os, en efecto, en el
Fedón la idea de que pensar y filosofar son una m uerte metafórica,
puesto que ambas acciones suponen la separación de la naturaleza
corruptible del cuerpo y la salida fuera del tiem po hacia la intem -
poralidad de la idea. Estar m uerto: ésta es justam ente la tarea del
filósofo y, com o dice explícitamente Platón:

Los q u e de v erd ad filosofan se ejercitan en m o rir, y el estar m u e rto s


es para estos individuos m ín im a m e n te te m ib le .56

Lo que se le exige al filósofo es que se ocupe de la m uerte y se


ejercite en m orir, cosa que no significa que se prepare para este
hecho inevitable que es la m uerte, sino que se dedique durante

55. Platón, República, III, 398 a.


56. Platón, Fedón, 67 e. El verbo meletao que utiliza aquí Platón significa
a la vez preocuparse por, cuidarse de y ejercitarse en.

84
II. La metafísica de la muerte

tuda la vida a separar el alma del cuerpo, com o precisa m u y bien


Platón a continuación.57 N o se trata tanto de «aprender a morir»,
uno dirá más tarde M ontaigne, com o de preocuparse «de morir y
■Ir estar muertos»58 en esta vida para nacer a la única vida digna de
set vivida, la del pensamiento.
Iistar m uerto en esta vida supone por consiguiente que el filó-
sol o sea capaz de liberarse de su cuerpo. Q u e el alma, órgano del
pensamiento, pueda ser independiente del cuerpo es lo que Platón
r Kpone en ciertos mitos a los que, com o hemos visto, recurre siem­
pre que aborda el tema de las cuestiones últimas, especialmente en el
mito que constituye el final de la República, el de Er el panfilio, con
ti noción de la transmigración de las almas. Lo que se anuncia es la
idea, de origen órfico, del cuerpo com o prisión del alma, que Pla­
tón retoma explícitamente a su manera. La historia cuenta que O r-
tro, poeta y m úsico de Tracia, se ha convertido gracias a su canto
rn señor de las criaturas, encantador de animales, plantas y hasta
minerales. Incapaz de soportar la m uerte de su esposa Eurídice,
desciende a los Infiernos para reclamársela a Hades. En el camino
de regreso, antes de llegar a la luz, vuelve la cabeza, transgrediendo
así la prohibición impuesta por el dios, y Eurídice le es arrebatada
para siempre. Orfeo fue fulminado por Zeus o, según otra tradición,
despedazado por las ménades y su cabeza transportada por las olas
Insta Lesbos, donde emitía oráculos. La personalidad de O rfeo está
vinculada con un m ovim iento religioso que, aparecido en Grecia en
el siglo VI y conocido por los «poemas órficos», se caracteriza por
una crítica del orden social y por una búsqueda mística y ascética
de la salvación a través de liturgias iniciáticas llamadas orgia (palabra
que designa los misterios). Su objetivo esencial era purificar el alma
del creyente y capacitarla así para escapar a la «rueda de los naci­
mientos», la idea de origen indio del samsara, del ciclo infinito de

57. Ibid„ 80 e - 81 a.
58. Ibid., 64 a.
La muerte

nacimientos y renacimientos regido por las leyes del karma, es decir,


de la retribución de los actos. El poeta Orfeo, que había descendí' 1«*
en persona al Hades, era considerado un guía seguro del alma qm
erraba en el más allá y estaba expuesta a reencarnarse en un nur
vo cuerpo. D ebido probablem ente a la influencia del pensamiento
indio59 se prepara en la Grecia presocrática esta distinción entre el
alma y el cuerpo, que nos parece tan evidente, distinción de dos
partes en el hom bre, una inmortal, el alma, que pertenece al orden
de lo divino, y otra m ortal, el cuerpo, que pertenece al orden de!
devenir, de lo que nace y perece. D e ahí deriva la idea, com ún ,il
orfismo y a Platón, del soma-sema, del cuerpo tum ba,60 pues la par
te divina del hom bre está apresada en su parte terrenal y ha de sei
liberada m ediante diversas prácticas. Platón recuerda en el Cratilo,
un diálogo dedicado al análisis etim ológico de las palabras, que la
palabra soma, que significa cuerpo, fue definida por los órficos como
la tum ba (sema) del alma.61
Esta preparación del cuerpo para la m uerte es ya en sí misma
el acceso a la inm ortalidad. Lo que Platón llama la «preocupación
p or el alma» es el com ienzo de la filosofía, que es melete thanatou,
«preocupación por la muerte». Esto es lo que declara Platón a este
respecto por boca de Sócrates:

C o n o c e n , pues, los am antes del saber q u e cu a n d o la filosofía se hace


carg o de su alm a, está se n cillam e n te en c ad e n ad a y apresada d e n tro
del cu e rp o , y obligada a exam in ar la realidad a través d e éste co m o a
través de u n a p risió n , y n o ella p o r sí m ism a, sino d an d o vueltas en

59. Se ha puesto en duda esta influencia, con el pretexto de que parece


im posible que exista u n contacto real entre G recia e India en esos tiem pos
rem otos. P ero tam bién parece im posible que esas ideas hayan p o d id o desa­
rrollarse sin ninguna influencia exterior, salvo que se atribuya una vez más al
m ito del «milagro» griego.
60. Cf. Platón, Fedón, 82 e.
61. Platón, Cratilo, 400 b. Véase tam bién Gorgias, 493 a.

86
II. La metafísica de la muerte

una total ignorancia, y adv irtien d o q u e lo terrible del aprisionam iento


I rs a causa d el deseo, de tal m o d o q u e el p ro p io en c ad e n ad o p u e d e
<i co lab o rad o r de su estar aprisionado. Lo q u e digo es q u e en to n ces
n a o n o c e n los am antes del saber que, al hacerse cargo la filosofía de
II alm a, q u e está e n esa co n d ic ió n , la ex h o rta su av em en te e in te n ta
liberarla, m o strá n d o le q u e el e x a m e n a través de los ojos está llen o
de e n g a ñ o , y d e en g a ñ o ta m b ié n el d e los o íd o s y el d e to d o s los
'.rn tim ie n to s , p e rsu a d ié n d o la a p re sc in d ir de ellos en c u a n to n o le
sean de uso forzoso, aconsejándole q u e se co n c e n tre consigo m ism a
y se r e c o ja ...62

i ¡pino destaca Jan Patocka, en uno de las obras donde desarrolla


h idea de que la preocupación por el alma es el com ienzo de la
filosofía y de la historia verdadera:

El filósofo platónico triu n fa sobre la m u e rte en el sen tid o de q u e n o


hu y e ante ella, la m ira de fre n te . Su filosofía es melete thanatou, p re ­
o cu p a ció n p o r la m u e rte q u e se co n v ierte en au tén tica p reo c u p ació n
p o r la vida; la v id a (eterna) nace de esa m irada dirigida d irec tam en te
a la m u e rte , del triu n fo so b re la m u e rte (tal v ez n o sea m ás q u e ese
«triunfo»).

I I miedo a la m uerte proviene de la «creencia» (doxa) en una des­


trucción total en aquellos que sólo tien en ojos para lo sensible,
mientras que el que practica la experiencia del pensam iento m u-
ncndo a su cuerpo descubre en este ejercicio la inm ortalidad y la
indestructibilidad del alma. N ace así a la vida verdadera o, para ser
más exactos, com o sugiere acertadam ente Patocka, de esa mirada,
de este «ojo de más» que tal vez existe y que H ölderlin reconoce

62. Platón, Fedón, 82 e - 83 a, op. cit., págs. 76, 77.


63. Patocka, J-, Essais hérétiques, op. cit., pág. 115.
La muerte

en Edipo,64 nace p ro p iam en te la vida eterna, producción y obra de


la «preocupación» p o r la m uerte en la m edida en que se confunde
con la «preocupación» po r el alma.
Tal vez se trata sim plem ente en todo el platonismo de una libe­
ración de la m irada, q u e ya es por sí misma pensamiento del ser, de lo
que escapa a la m u e r te y al tiempo. Sin embargo, esta mirada no es
tanto evasión fuera d e la doxa como toma de conciencia dolorosa de
u n ser cautivo en ella. Esto es lo que nos enseña precisamente la ale­
goría de la caverna. L os que se encuentran en ella inmovilizados en
sus cadenas, de m an era que no pueden ver más que las sombras que se
dibujan en las paredes de ese m undo subterráneo, sombras que ellos
tom an por realidades, no tienen ninguna conciencia de su verdadera
condición. Hasta q u e no se ven m isteriosam ente liberados de sus
ataduras y capaces d e m irar hacia atrás y de acceder, tras una larga
y difícil ascensión, h asta el m undo exterior donde por fin pueden
contem plar el sol, n o son conscientes de su anterior cautividad y
de la infinita d ista n c ia que sigue separándoles de la fuente de la
luz. A través de esta salida fuera de la oscuridad que los envolvía al
principio, se sienten m en o s liberados de su cautividad que devueltos
a ella en su verdad. P u e s, com o insiste P latón,65 el filósofo ha de
descender de n u e v o , au n a su pesar, a la oscuridad de la m orada
com ún para p a rticip a r en el gobierno de la polis. Pero este regreso
tal vez está menos m o tiv a d o por razones filantrópicas que obligado
por la im posibilidad e n que se halla el pensador de establecerse de
m anera fija en lo e te r n o y de perm anecer de forma duradera en la
luz. Incluso el p e n s a d o r sigue som etido a la m ovilidad de la doxa

64. El poem a de la «locura», escrito entre 1806 y 1810, «En amable azul»,
donde se halla la a firm a c ió n : «Tal vez el rey E dipo tiene u n ojo de más», ter­
m ina con otra alusión al h ijo de Layo, seguido de esta frase, a la que es fácil
dar u n sentido p la tó n ic o : «La vida es la m u erte y la m u erte es tam bién una
vida». E n Gorgias (4 9 2 c), Sócrates cita dos versos de u n dram a p erd id o de
Eurípides que rezan así: « ¿Q u ié n sabe si vivir es m o rir y m o rir es vivir?».
65. Cf. Platón, R epública, VII, 520 c-d.
II. La metafísica de la muerte

y tam poco le está perm itido, com o a los otros hom bres, m irar fi­
jam en te el sol. D e m odo que sólo es posible el discurso sobre el
ser real de las cosas, la ontología, desde una situación de cautividad
en el aparecer.66 Gracias a la tom a de conciencia de los límites de
su condición, el pensador se abre a lo ilim itado y es capaz de ver
la som bra como sombra sin confundirla ya con lo que es realmente
ente. A lo sum o, com o dice H ölderlin en un poem a justam ente
titulado «Grecia», puede «echar una mirada al exterior, hacia la in­
mortalidad y los héroes».67 Pero esa mirada que lo eleva por encima
de lo finito y de la condición m ortal no puede ser definida tan sólo
a partir de lo que perm ite percibir, sino que debe serlo tam bién a
partir del lugar de donde nace, de esta oscuridad que a la vez le per­
m ite y le im pide y que, en tanto que condición de su posibilidad,
lo es tam bién de su imposibilidad.
Ese double bind, esta doble coacción del pensam iento hum ano
que es, al mismo tiempo, superación de la finitud y cautividad en
ella, aparece, bajo distintas formas, a lo largo de toda la historia de
la filosofía y otorga su estilo propio al enunciado filosófico que, al
no depender ni del positivism o científico ni de la visión poética,
expresa solamente la tensión que opone y separa a la vez lo finito
y lo infinito, lo m ortal y lo inm ortal, y se m antiene com o tal inse­
parable de la afirmación existencial de quien lo formula. Es tal vez
lo que explica que no hallem os en el Fedón verdaderas pruebas de
la inm ortalidad del alma. N i el argum ento de la reminiscencia, que
no basta para concluir la existencia del alma antes del nacim iento y
su subsistencia después de la m uerte (77 a), ni la supuesta analogía
entre la naturaleza del alma y lo que es susceptible de aprehender,

66. Es la interpretación que ofrece E u gen F ink de la alegoría de la ca­


verna en Z ur ontologischen Frühgeschichte von Raum-Zeit-Bewegung, op. cit., págs.
78 y sigs.
67. H öld erlin , F., Œuvres, op. cit., pág. 917. Véase el co m en tario de
H eidegger en Approche de Hölderlin, «Terre et ciel de H ölderlin», trad. p o r F.
Fédier, Paris, Gallimard, pág. 220.

«9
La muerte

esto es, las ideas eternas (79 b —84 a), son en sí mismas pruebas
demostrativas. El filósofo opta por un cálculo de posibilidades y gana
siempre al apostar por la inmortalidad del alma, ya.que, si está en lo
cierto, se alegrará de ello, y si no lo está, tam bién se congratulará a
pesar de todo, puesto que no se prodigará en lamentaciones en esta
vida (91 b). La creencia en la inmortalidad del alma es un riesgo que
vale la pena correr y el m ito escatológico que cierra el diálogo y
cuenta el destino de las almas después de la m u erte desem peña
la función de un encantam iento (114 d) destinado a exorcizar el
m iedo a la m uerte. A unque el Fedón no afirma categóricamente la
inmortalidad del alma, sin embargo apuesta por ella, y toda la estra­
tegia filosófica consiste en convertir el m iedo «común» a la m uerte
en m iedo a la vida, ya que el filósofo no teme realmente morir, sino
vivir demasiado apegado al cuerpo y a lo sensible. Para él, el verda­
dero peligro consiste en concederle a la m uerte un poder demasiado
grande, y si filosofar consiste en ser un m u erto viviente, la vida
filosófica tiene en consecuencia el sentido explícito de una victoria
sobre la m uerte, que se ve despojada así de su negatividad radical.
¿Hay que pensar, no obstante, que el filósofo, el que ama el
saber pero no lo posee,68 ha conseguido realmente evadirse de ese
m undo de la opinión común? A decir verdad, el filósofo es el único
que considera la vida sensible y su propio cuerpo com o una prisión,
y el pensam iento no lo libera realmente de esa cautividad, sino que
más bien tiene com o efecto hacerle consciente de ella. Sólo a través
de la conciencia de su propia finitud, el pensador logra abrirse a la
infinidad del espíritu. E n efecto, Platón no puede afirmar que el
alma es inmortal porque eso sería sobrepasar lo que un mortal puede
saber. Lo que hace es inaugurar el que será el rasgo fundam ental
del pensam iento occidental, hasta el punto de que en esa otra ci­
ma del pensam iento filosófico que es el idealismo alemán se llegará
a identificar filosofía e idealismo. A unque tam bién cabe ver en el

68. Cf. Platón, Fedro, 278 c.

9o
II. La metafísica de la muerte

I>l.itonismo el origen de la desvalorización de lo sensible y de la vida


corporal que conducirá al cristianismo a preconizar el desprecio del
inundo y de la carne. Pascal no se equivoca cuando anota en uno
di sus Pensamientos: «Platón para disponer al cristianismo».69

La «s u p e r a c i ó n » h e g e l i a n a d e l a m u e r t e

I ii el otro extremo de la historia occidental, encontramos en Hegel


y en su vigoroso discurso sobre la m uerte y la mortalidad una estra­
tegia parecida, cuyo objetivo es sobreponerse y en cierto m odo «fa­
miliarizarse»70 con la m uerte. Cabe considerar, en efecto, que Hegel
es quien lleva realmente a su cum plim iento el platonismo. El mito
del Fedro pone en evidencia la dimensión propiamente nostálgica de
este am or que es la philo-sophia, que procede de la distancia insalva­
ble que separa el aquí del más allá, y la verdad del m ito consiste en
un reconocim iento y en una aceptación de la finitud humana. H e­
gel, por el contrario, después de Fichte que, en 1794, en una breve
obra titulada E l Concepto de la teoría de la ciencia, incita a esta ciencia
de la ciencia en que se ha convertido la filosofía a abandonar «no sin
razón un nom bre que ha llevado hasta aquí por una modestia que
no era excesiva — el nom bre de una predilección, de un am or por
algo, de un diletantismo— »,71 proclama en el prólogo a la Fenome­
nología del espíritu, que el objetivo que se propone es «contribuir a
que la filosofía se aproxim e a la forma de la ciencia — a la m eta en
que pueda dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber

69. Pascal, B., Pensées (612-219), Œuvres complètes, París, Le Seuil, 1963,
pág. 586.
70. Es la palabra que utiliza M ontaigne, (Ensayos completos, op. cit., 1. II,
cap. V I, pág. 386).
71. F ichte, J.G ., Essais philosophiques choisis (1794-1795), trad. p o r L.
Ferry y A. R en au t, Paris, V rin, 1984, pág. 36.
La muerte

real— »,72 M ientras que Platón, com o Pascal, no puede hacer otra
cosa que apostar p o r la inm ortalidad del alma, H egel se propone
por el contrario hallar la eternidad en el tiem po, com o atestigua la
consigna que Hölderlin y el propio H egel se dieron en 1793, en el
m om ento en que al salir del seminario de Tubinga sus caminos se
separaron: «Reich Gottes», Reino de Dios .73 Sin duda hay que ver en
ello la influencia del pietismo suabo, para el que esta idea de origen
persa y retom ada po r el judaism o,74 lejos de ser com o en Kant una
simple construcción de la razón, había adoptado la forma de la rea­
lidad histórica concreta de una sociedad democrática perfecta donde
reinaría la igualdad entre todos los ciudadanos y la com unidad de
bienes. El «reino de Dios» no es ni lo que se nos ha prom etido en
el más allá, ni lo que adquiere una reahdad parcial en los ritos de la
Iglesia, sino que es más bien algo interior, com o afirma el evangelio
de Lucas.75 H egel, igual que H ölderlin, ya había encontrado en
los años pasados en Tubinga la idea maestra de esta nueva religión

72. H egel, G .W .F., Fenomenología del espíritu, op. cit., prólogo, pág. 9.
73. Véase a este respecto Ch. Jam m e, «Ein ungelehrtes Buch», Die philoso­
phische Gemeinschaft zwischen Hölderlin und Hegel in Frankfurt 1797-1800, op.
cit., pág. 66 y sigs.
74. Bajo el nom bre de Khshatra, «poder», que es el origen de la palabra
sátrapa, gobernador (kshatrapàvan), y que corresponde al sánscrito kshatra, que
dio su nom bre a la segunda casta de guerreros (kshatriya), representa en efecto
la cuarta de las divinidades inmortales (Amesha Spenta) o «potencias» de A hura
M azda en el zoroastrismo. El zoroastrismo dio a una palabra que en principio
tenía u n significado de función guerrera el sentido espiritual de soberanía y
de poder. Este mismo sentido es el que encontram os en la literatura profètica
del A ntiguo T estam ento, especialm ente en el libro de D aniel (II, 44), donde
se anuncia la llegada de u n rein o , suscitado p o r el D ios de los cielos, que
«nunca será destruido».
75. Lucas, X V II, 20-21, «El reino de Dios no ha de venir aparatosamen­
te; ni se dirá: “Míralo a q u f’o “allí” . P orque mirad: el reino de D ios ya está en
m edio de vosotros». Véase tam bién X X I, 31: «Igualm ente vosotros tam bién,
cuando veáis que suceden estas cosas, daos cuenta de que el reino de Dios está
cerca», pasaje al que H egel dedicará u n serm ón en 1793.

9 2.
II. La metafísica de la muerte

que pretendía que sustituyera al cristianismo decadente: el pensa­


m iento de la unidad de Dios y del hom bre. La escatología se volvió
m undana. En efecto, esta consigna, «Reich Gottes», lo fue de toda
esa generación que vio en la R evolución francesa el comienzo de
una nueva época, la de la verdadera historia de la libertad, com o
confirma uno de los fragmentos que Friedrich Schlegel publicó en
1798 en Athenaum :

E l deseo rev o lu cio n ario de realizar el rein o de D ios es el p u n to elás­


tic o de la cu ltu ra p rogresista y el co m ie n z o de la h isto ria m o d e rn a .
Lo q u e n o g u arda relació n c o n el re in o de D io s sólo d esem p e ñ a en
ella u n papel accesorio.76

D urante el período en que los dos antiguos condiscípulos del semi­


nario de T ubinga se reencuentran en Frankfurt, H egel construye
la matriz dialéctica de su pensam iento, en buena parte extraído de
Hólderlin, que por aquel entonces es su m entor. Se trata de un bre­
ve manuscrito redactado a finales de 1800, justo antes de m archar a
Jena, al que se ha puesto el título de Systemfragment (Fragmento de
sistema),77 que pone en evidencia que la m ente del joven Hegel está
dom inada por la oposición entre pensamiento y vida. El concepto
fundam ental de «vida» no debe tomarse en sentido exclusivamen­
te biológico, sino com o m odo de ser universal: ser, para H egel,
es ser vivo, com o las plantas, los animales y los seres espirituales,
desde el hom bre al m ism o Dios, que es pura vida, po r oposición
a los otros seres que contienen en diversos grados la m uerte, esto
es, la escisión. E n el concepto de «vida» es esencial, por tanto, el

76. Cf. Lacoue-Labarthe, Ph. y N ancy, J.-L ., L ’absolu littéraire, Théorie de


la littérature du romantisme allemand, Paris, Le Seuil, pág. 129.
77. H egel, G .W .F., «System v on 1800», en Werke, vol. 1, Frühe Schriften,
Frankfurt, Suhrkam p, 1971, págs. 4 19-427; Fragment d ’un système de 1800,
trad. y com . de R . Legros en Philosophique, U niversidad del Franco-C ondado,
1987, 1-2, págs. 47-66.
La muerte

concepto de «unidad». Y esta unidad es la que se ve escindida por


la absolute Entgegensetzung, la oposición absoluta (primeras palabras
del fragm ento) que introduce en ella el pensam iento. Pues éste
sólo puede pensar la unidad de la vida en su pluralidad a través de
la oposición entre lo uno y lo múltiple. El pensam iento pone a un
lado la vida, com o relación y unidad, y al otro, la vida com o opo­
sición y multiplicidad. Tenem os, por una parte, una vida finita, la
de la individualidad com o unidad, y por la otra, una vida infinita,
la de la m ultiplicidad de los seres vivos. Pero en el interior de la
individualidad viva encontram os tam bién lo m últiple, lo que im ­
plica una relación entre vida finita y vida infinita. La individualidad
tiene fuera de sí la infinidad de la vida que es distinta a ella. Pero
sólo es vida si es una con la infinidad de la vida. La individualidad
supone, pues, la división de la vida, supone a la vez la separación
y la unión con la vida infinita. Si partimos de la vida indivisa, si la
presuponem os y la fijamos como una entidad independiente, como
es propio del pensamiento reflexivo, los seres vivos en su multiplici­
dad son considerados entonces manifestaciones de la vida, y lo que
se establece así es su m ultiplicidad infinita com o individualidades
cosificadas. Si, por el contrario, se parte del ser vivo que reflexiona,
lo que se establece es la vida infinita com o exterior a nuestra vida
finita, y esta vida infinita es a la vez pluralidad infinita de indivi­
duos y unidad de esta pluralidad, es decir, naturaleza. La naturaleza
es un producto de la reflexión que introduce la diferencia entre la
separación y la relación, entre lo singular y lo universal. N o es la
vida misma sino un finito infinito o un lim itado ilim itado y, por
tanto, el resultado de una oposición, es decir, una vida tratada y
fijada por la reflexión, una vida objetivada o cosificada que ya no
es una totalidad verdadera. Ahora bien, la vida finita que contempla
la naturaleza com o vida infinita reflexionada reconoce el carácter
unilateral de su mirada, «siente» la contradicción, que consiste en
establecer lo infinito com o finito, y de este m odo hace resurgir,
de la forma que limita lo infinito y de la m uerte que se opone a la

94
II. La metafísica de la muerte

vida, das Lebendige frei vom Vergehende, «lo vivo libre de perecer»,78
cs decir, la vida infinita en sí misma y no ya su forma reflexionada,
vida infinita a la que flama «Dios», en tanto que es un «objeto» no
iHlexionado, un vivo libre de la m uerte, y el nom bre de la identi­
dad absoluta del objeto y del sujeto.
N om brar a D ios significa p o r consiguiente la elevación del
1Mimbre desde su vida finita a su vida infinita, y no de lo finito a
lu infinito, ya que com o productos de la reflexión su separación
es absoluta, lo que implica que en ellos la unidad de la vida no es
pensada y son tan sólo dos productos m uertos. Lo que llamamos
religión es, por tanto, ese religare que ve la unidad en la separación,
l odo esto recuerda lo que H ölderlin expone en los ensayos que
datan de esa m ism a época, la de Frankfurt: la breve obra que se
ha titulado «Sobre la religión», de 1797, y el ensayo titulado «El
devenir en el perecer», probablem ente redactado en 1799. La vida
infinita es llamada «Dios» o «espíritu» y no solamente «vida», pues
ésta rem ite a la m ultiplicidad, m ientras que el espíritu rem ite a la
unidad viva de la vida finita y de la vida infinita. El espíritu no es
L unidad abstracta, es decir, algo establecido y fijo, una ley, ein Ge­
setz sim plem ente pensado, sino, com o subraya H ölderlin, una ley
viva, la ley a la que apela precisamente Antígona, inseparable de la
multiplicidad, que sigue siendo imposible de concebir simplemente
por medio del pensamiento,79 pero que puede ser establecida en ese
religare que es la religión y que adopta entonces la forma de la ora-
i ion. Esa relación que es el religare expresa a la vez una inmanencia
del espíritu en lo diverso sensible, que es esencialmente vivo, y una
i ascendencia del espíritu en relación con ese diverso del que no es
l.i simple suma. En el comentario que hace del Systemfragment, R o ­
bert Legros habla de una onto-teología de la vida en Hegel, puesto
que la vida está establecida a la vez com o m odo de ser universal, el

78. Ibid., pág. 241; trad. pág. 59.


79. H ölderlin, F., «De la réligion», en Œuvres, op. cit., pág. 646.

95
La muerte

de todo ente como tal, y como modo de ser eminente, el del


ente de los entes, es decir, D ios.80 Subraya hasta qué punto seniM
jante concepción de la vida, cuyo modelo encontramos también ofl
Hölderlin, supone una ruptura tanto con el racionalismo — puesta
que el mero pensamiento aparece en éste com o abstracto y vacío f]
hace falta una religión de la oración para alcanzar el universal cotMl
creto que es el espíritu— com o con el empirismo — puesto que e n
él lo diverso sensible aparece com o una multiplicidad abstracta y
muerta— . Racionalismo y empirismo se oponen com o lo uno y lo i
múltiple cuando se plantean abstractamente el uno fuera del otrol
mientras que se trata por el contrario de experimentar su unión. Loj
que hay es la unión de lo sensible y de lo inteligible, de lo uno y
de lo múltiple, del espíritu y de la materia. En E l Espíritu del Cris•
tianismo y su Destino , una obra escrita también durante la época de
Frankfurt, H egel escribía: Vereinigung und Sein sind gleichbedeutend
(«unión y ser tienen el mismo sentido»).81 El término Vereinigung
se había convertido en la palabra clave de los tres condiscípulos del
Stifi, del seminario de Tubinga, Hegel, Hölderlin y Schelling, que
habían adoptado com o lema la frase de Heráclito hen kai pan («el
uno y el todo»), y que aspiraban de este modo a superar el dualismo'
kantiano.
Pero la Vereinigung supone la Entgegentsetzung, la oposición, y no
solamente la relación. N o se puede decir simplemente que la vida
es la unión ( Verbindung) de la oposición y la relación (Beziehung), ya
que entonces cabría aún aislar y fijar la unión de ambas como algo
diferente de su no unión y seguiríamos teniendo por una parte el
uno y por otra parte lo diverso no unificado. Hay que decir que la

80. Legros, R ., Phibsophique, op. cit., pág. 50.


81. Hegel, G .W .F., L ’esprit du christianisme et son destín, trad. por J. Mar­
tin, París, Vrin, 1988, pág. 147. ( Vereinigung se traduce aquí por conciliación)
[E/ Espíritu del Cristianismo y su Destino, trad. por A. Llanos con la colabora­
ción de Rainer Astrada, Buenos Aires, Kairós, 1970].

96
II. La metaßsica de la muerte

I* i «1.» unión de la unión y de la no unión»,82 lo que implica que


v í i I • no se planteará ya com o unión pura, como algo abstracto,

« f e ilo , que se opondría a la no unión, a lo diverso puro, sino


Bl# una unión que incluye en sí la oposición. Ahora bien, una
P in n 4?si no puede ser planteada simplemente por el pensamiento,
Ém» i l entendimiento, y por tanto se trata de algo que queda fuera
w 4 # ic flexión. ¿Por qué la vida no puede ser solamente relación y
■Ht qué ha de ser considerada al mismo tiempo com o oposición?
fPutiitie si fuera solamente unión, si fuera indivisa, pura vida (vida
llíVhia), no habría mundo, diversidad de la vida; y si fuera sola-
pRenu- oposición, el mundo no sería «mundo», ya que le faltaría la
■ItM/.i de unión que mantiene todos sus componentes en relación
p h n o s con los otros. Vemos que la frase «unión de la unión y de
m no unión» preserva a la vez los derechos de los seres particulares
I lio de la totalidad, y no se contenta con establecer una identidad
Mniiacta que haría incomprensible la existencia del mundo. Ahora
mpií, esto lo afirmó Hölderlin antes que Hegel. En un célebre pasaje
|j< I.) primera parte de la novela de Hölderlin, Hyperion , aparecida
llil 17*17, encontramos la idea del hen diapheron heauto, del uno que
BjUcc de sí mismo.83 Y en un ensayo de Hölderlin de 1799, titu­
lado más tarde «Sobre el modo de proceder del espíritu poético»,
(Mu o i! tramos incluso una frase que se parece a la de Hegel. Hölder­
lin dice de la individualidad poética:

Nunca es simple oposición de la unicidad, tampoco simple relación,


t unificación de lo que se opone y alterna; opuesto y unicidad son en
► ella inseparables.8^

82. Hegel, G .W .F., Werke, vol. 1, op. cit., pag. 422 («die Verbindung und
ih r Nich (verbindung»), trad. pag. 60.
83. Hölderlin, F., Œuvres, op. dt., pag. 203.
84. Ibid., pag. 619.

97
La muerte

E n el Systemfragment de 1800, Hegel retom a esta frase de HóldefUi


subrayando que la vida com o unión que com prende en sí la opo­
sición no puede ser planteada, es decir, no puede ser un prodm til
de la reflexión del entendim iento, ya que en este caso se opondría
a la vida com o desunión y se nos arrastraría así a una regresión tj
infinito. Eso implica que esta unión que es la vida sea inaccesible |
la reflexión y al entendim iento, que en esta época H egel identiln a
con el pensam iento. N o obstante, H egel no prescinde pura y sitia
plem ente del entendim iento reflexivo, sino que, por el contraria,
lo integra com o «momento» en esta elevación al infinito que im-
realiza el pensam iento sino la religión. Si la vida es vida infinita,
tam bién contiene en sí la m uerte, la oposición, el entendim iento,
es decir, lo diverso. Lo que realiza la religión es la elevación (Erlir
bung) a la vida infinita a través de la superación (Aufhebung ) de lo
finito, de la vida dividida que contiene en sí la m uerte. P o r esto,
concluye Hegel, «la filosofía debe cesar (aujhóren) cuando empieza
la religión»; frase asom brosam ente parecida a la que escribe Kant
en el prólogo de la segunda edición de la Crítica de la razón pura:
«Tuve, pues, que suprimir (aujheben) el saber para dejar sitio a la Jé».8'’
Pues la tarea de la filosofía es m ostrar la finitud de todo lo que es
finito, es decir, de todo lo pensable en la m edida en que se opone
tanto a lo no pensado com o al propio pensante. De m odo que no
puede poner al verdadero infinito más que fuera de su órbita, ya que
pensar equivale a oponer el sujeto al objeto bajo la doble forma de
la oposición entre pensamiento y no pensamiento y pensado y pen­
sante. En su regresión al infinito, el pensam iento se eleva tam bién
al infinito, pero este infinito — palabra en la que el texto del prim er
folio del Systemfragment se interrum pe bruscam ente— no es el infi­
nito verdadero, sino un indefinido. Y sin embargo, com o se dice al
comienzo del segundo folio, «el sentimiento de lo divino, lo infinito

85. K ant, I., Crítica de la razón pura, trad. p o r P. Ribas, M adrid, T aum s,
2005, pág. 27.

98
II. La metafísica de la muerte

■Hiidn por lo finito, no alcanza su completud más que en la medida


tn que la reflexión se introduce en él y perm anece en él», lo que
■Hpln a que la religión com o sentimiento de lo infinito no ali anza
K com pletud hasta que integra la escisión reflexiva y la supera, es
i? i ii, la suspende conservándola. En esta época, la filosofía debe ser
♦tiI erada por la religión y la reflexión por el sentimiento, que a par­
t í de entonces ya no es «puro» sentim iento, sino sentimiento de la
í •] » ración y de la unión del sentimiento y de la reflexión. En 1807,
t ■ir el contrario, es la religión la que, ju n to con el arte, deberá ser
Superada en la filosofía, en u n saber absoluto de la vida o más bien
ici espíritu: el elem ento del saber, el logos, es el que llevará a cabo
la superación» del arte y del sentim iento religioso.86
Vemos que Elegel en esto sigue en parte a H ölderlin y su Ve-
iriiiigungsphilosophie. Pero sólo en parte, porque no considera de
ningún m odo el declive de lo divino com o consustancial a su apa­
rición, idea que constituye el corazón m ism o de la reflexión de
11*>lderlin en «El devenir en el perecer». Eso significa que no re­
tir xiona con m ucha profundidad acerca del m om ento de la escisión
i n la reunión, lo que explica que el judaism o sea unilateralm ente
rechazado y opuesto de forma precisam ente m uy poco «dialécti-
i .1 » a la helenidad, y la metafísica de la separación sea distinguida
to n excesiva nitidez de la filosofía de la unión. Hay en cambio en
i lölderlin, en la últim a de las dos versiones de su Empédocles, una
insistencia en la figura «egipcia» de la separación,87 que lo conduce
.i una concepción del tiem po com pletam ente diferente a la que
propone Hegel. La resistencia hölderliniana de la irreductible tem ­
poralidad, el retorno a lo terrenal, no perm ite poner la eternidad

86. Para un com entario más desarrollado del contexto global del System-
fragment, véase F. D astur, Philosophie et différence, op. cit., págs. 58-73.
87. H ölderlin, F .,Œuvres, op. cit., pág. 203. Se trata de M anes, «el que
permanece», y que, enviado p o r D ios, cuestiona el derecho de Em pédocles
a conciliar las oposiciones. Véase a este respecto F. D astur, «Tragédie et m o­
dernité», en Hölderlin. Le retournement natal, op. cit., págs. 25-96.
La muerte

en el tiem po ni «reconciliar» finalm ente lo divino y lo terrenal.


Parece que Hegel todavía no ha com prendido del todo que el ideal
griego de belleza está irremediablemente «perdido para nosotros».88
En otras palabras, sólo ve la separación en la reunión, mientras que
H ölderlin ve la reu n ió n en la propia separación. H egel pone la
eternidad en el tiem po, mientras que H ölderiin ve la eternidad del
paso del tiem po y el carácter efímero de todas las representaciones
de lo divino. El prim ero considera, todavía desde una perspectiva
cristiana, la parusía del espíritu; el segundo, desde una perspectiva a
la vez más griega y más «oriental»,89 la identidad de la aparición y
de la desaparición de lo divino.
Se com prende pues po r qué Heidegger, en el seminario de Le
T h o r de 1968, que dedicó a La diferencia de los sistemas de Fichte y
de Schelling, obra de ju v en tu d de H egel, declaró, recordando que
la gestación de esta obra, aparecida en Jena en ju lio de 1801, se
produjo durante la época de Frankfurt en que H egel y Hölderlin
estaban bastante próximos:

Esa p ro x im id a d p la n te a n o o b sta n te ciertas dificu ltad es. Y a q u e el


poeta, en esta época, y a pesar de todas las apariencias de dialéctica que
p u ed a n presentar sus Ensayos, ya ha pasado p o r el idealism o especula­
tiv o y ha ro to c o n él, m ientras q u e H eg e l está c o n stru y é n d o lo .90

88. Ibid., pág. 1150. S on las palabras de H ö ld erlin en su p ro y ec to de


prólogo para Hiperión.
89. Para H ölderlin, com o explica en su prim era carta a su amigo B öhlen­
dorff (ibid., pág. 1003), «los griegos están escindidos entre su naturaleza orien­
tal (el fuego del cielo) y su cultura occidental (la sobriedad junoniana)». Por
esta razón se ha propuesto en sus traducciones de Sófocles, com o explica a su
ed ito r (ibid., pág. 1011), acentuar el carácter oriental del arte griego. Véase
sobre este tem a, F. D astur, «H ölderlin and the orientalisation o f Greece», en
Pli, The WaruÁck Journal of Philosophy, vol. 10, 2000, págs. 156-173.
90. H eidegger, M ., Questions IV , op. cit., pág. 214.

ío o
II. La metafísica de la muerte

11a roto efectivamente con la idea de que pueda producirse alguna


' r / una unión entre lo divino y lo hum ano de un m odo que no
trágico, ya que la vida perpetuam ente creadora y destructora
a la vez sólo se m antiene en la unión trágica de lo finito y de lo
infinito. D e ahí que, aunque existe una dialéctica hólderliniana,
- ii ella, a diferencia de la dialéctica hegeliana, la oposición de lo
finito y de lo infinito, de la parte y del todo, no es «superada» en
beneficio de un «espíritu del m undo» universal, sino que p o r el
i nntrario es conservada en su tensión trágica. Para H egel, com o
!-> muestra el prólogo de la Fenomenología del espíritu, la finitud y
l,i m uerte son reconocidas com o tales, pero son finalm ente «su­
peradas» y en cierto sentido «abolidas» debido a que el hom bre
sólo se opone a D ios m ientras no tiene conciencia de participar
n i el reino del espíritu. Según el jo v en Hegel, es posible acceder
ftl infinito a través de la religión y del amor, ya que ve en el am or
- se sentim iento que perm ite identificarse con el otro y con Dios
mismo. El am or perm ite, p o r tanto, al hom bre superar su propia
individualidad y mortalidad. En E l espíritu del cristianismo y su destino,
declara que «la fe en lo divino sólo es posible porque lo divino está
en el propio creyente que, en aquello en que cree, se encuentra a
m mismo, encuentra su propia naturaleza», y que «sólo una m odifi­
cación de la divinidad puede conocer la divinidad», lo que explica
que «no era necesaria una revelación para el simple conocim iento
de la naturaleza divina».91 Si los judíos no pudieron com prender
la enseñanza de Jesús que, a su concepción de un Dios maestro y
señor, opone «la relación de Dios con los hombres concebida como
la de un padre con sus hijos», es porque para ellos «un abismo in ­
superable» separaba al ser hum ano del ser divino, y de este m odo
permanecían en «esta absoluta heterogeneidad de las esencias».92 El
cristianismo, que H egel pretende aproxim ar al paganismo, otorga

91. H egel, G .W .F ., L ’esprit du christianisme et son destín, op. cit., pág. 90.
92. Ibid., págs. 76 y 88.

101
La muerte

prim acía al am or com o sentimiento de la identidad entre el hom bre


y D ios,93 m ientras que los judíos convierten el intelecto, que es la
«separación absoluta, la muerte», en «la realidad suprema del espí
ntu». 94
M ientras que para Hegel «la rehgión es idéntica al amor», pues­
to que realiza este inconcebible «milagro» que consiste en verse
a sí m ism o en o tro ,95 para Franz R osenzw eig, exégeta y crítico
de Flegel, tiene su origen en lo que hace del ser hum ano un ser
originariam ente separado de todo po r su destino com o m ortal.
C uando, tras haberse dedicado después de la Primera Guerra M un­
dial al estudio del judaism o, se dispone a demostrar en L ’étoile de la
rédemption (La Estrella de la redención, edición preparada por M iguel
García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1997), libro aparecido en 1921,
que la religión es el horizonte original de toda experiencia posible
del m undo y de la historia, no se pro p o n e en n ingún m om ento
o p o n e r el judaism o al cristianism o (al contrario, ju sto antes de
su m uerte, contem plaba la posibilidad de hacerse cristiano) sino
que considera ambas religiones com o dos posibilidades distintas
de alcanzar la verdad. Su idea básica es la crítica radical, retom ada
después po r Lévinas, que hace de la idea de totalidad, que en su
o p in ió n es el concepto que rige toda la filosofía occidental «De
Jonia ajena», o dicho de otro m odo, de los presocráticos al Fíegel
de la Fenomenología del espíritu, aparecido en Jena en 1807. Para
R osenzw eig, que de entrada destaca la relación íntim a entre la
m uerte y la filosofía, la totalidad hegeliana es una ilusión, porque
toda totalidad se divide necesariamente en tres partes que se m an­
tienen absolutamente separadas: el hom bre, el m undo y Dios. Pue-

93. Ibid., págs. 142 y 143: «Sólo hay verdadera u n ió n (Vereinigung), am or


propiam ente dicho entre seres vivos iguales en poder», de m anera que «en el
am or lo que estaba separado subsiste, no ya com o separado, sino com o unidad,
y el vivo siente lo vivo».
94. Ibid., pág. 88.
95. Ibid., pág. 140.

ío z
II. La metafísica de la muerte

den ciertam ente relacionarse las unas con las otras, pero no pueden
formar un único todo. Dios salió de sí mismo al crear el m undo, se
t rascendió a sí mismo revelándose al hom bre, y el hom bre debe a
su vez trascenderse a sí mismo para corresponder al am or de Dios y
obtener así su redención. La creación, la revelación y la redención
constituyen las tres dimensiones del tiem po, el pasado, el presente
y el futuro, que sólo pueden ser com prendidas desde la perspec­
tiva religiosa. Para R osenzw eig, existe una estrecha proxim idad
entre el judaism o y el cristianismo que no se debe exclusivam en­
te al hecho de com partir la misma herencia, sino tam bién a que
tienen la misma idea de verdad, la misma concepción del tiem po
y de la redención. Para ambas religiones, la verdad depende de la
revelación, del hecho de que Dios vino al hom bre. En contra de
Hegel, para quien ser hum ano quiere decir amar y unirse con el
otro y con la naturaleza a fin de form ar con ellos una identidad,
R osenzw eig afirma que el m om ento de la diferencia es lo que hace
del hom bre lo que es, o sea, un m ortal, ya que la m uerte es lo que
destruye desde el interior la idea misma de totalidad. Ser hum ano
no significa, por tanto, ser capaz de unirse al todo, com o pretende
la filosofía occidental, sino ser un m ortal por oposición a un dios
inm ortal. D e m odo que para R osenzw eig la m ortalidad es la raíz
misma del sí, com o lo es tam bién para Heidegger. N o es extraño,
por tanto, que en el último artículo escrito justo antes de su m uerte
en 1929, en el que aludía a la famosa conferencia de Davos a la
que habían asistido Cassirer y H eidegger, tomara partido por este
últim o contra Cassirer en la discusión que les enfrentó a propósito
del significado del kantism o, en el que H eidegger veía una filoso­
fía de la finitud. E n efecto, R osenzw eig no duda en afirmar que
H eidegger «se erigió, frente a Cassirer, en defensor de una actitud
filosófica que es justam ente la de nuestro pensam iento, del nuevo
pensamiento», en cuanto que asigna a la filosofía la tarea «de poner
de manifiesto al hom bre, ese “ser específicamente finito” , su propia
“ nada a pesar de toda su libertad”y “ arrancarlo de la indolencia
La muerte

el aquí y el más allá y la revelación de Dios com o espíritu y como


espíritu de la com unidad. La m uerte de C risto es, p o r tanto, U
posición de la conciencia de sí universal y la m uerte del Dios tras*
cendente. Lo que m uere es tan sólo la esencia abstracta de Dio»
considerada com o sustancia. Hallamos así en Hegel, antes de que
aparezca en N ietzsche, la afirmación de que «Dios ha m uerto».',H
Esta experiencia de la m uerte del concepto abstracto de la divinidad
es la que hace desventurada a la conciencia, pero al mismo tiempo
le otorga la posibilidad de elevarse al nivel del espíritu concreto de
la com unidad y de alcanzar con ello la plena hum anidad. Ahora
bien, precisam ente aquí, en el nivel de esta «espiritualización poi
m edio de la cual la sustancia ha devenido sujeto»,99 es necesario
superar la religión, y con ella la simple representación, para accedei
al nivel de la ciencia.
Si, com o proclam an las páginas indudablem ente más célebres
de la Fenomenología del espíritu, las que tratan de la dialéctica del se­
ñor y del siervo, el acceso a la hum anidad com o tal sólo es posible
enfrentándose a la m uerte, ese «dueño absoluto», eso implica pre­
cisamente la capacidad que tiene el hom bre de elevarse por encima
de la simple vida animal, de poner la totalidad de su vida en juego
a fin de acceder a la conciencia de sí com o ser libre. Encontram os
aquí el mismo esquema propiam ente metafísico o trascendental que
caracteriza el gesto platónico: el hom bre se eleva po r encima de la
vida que es, no obstante, la condición misma de la emergencia de
lo que es más que un simple ser vivo. Sin embargo, H egel lo dice
claramente en su introducción a la Fenomenología del espíritu, «Lo que
se limita a una vida natural no puede po r sí mism o ir más allá de su
existencia inmediata, sino que es empujado más allá por otro, y este

98. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 455: «Esta
m u erte [la de la abstracción de la esencia divina] es el sentim iento doloroso
de la conciencia desventurada de que D ios m ism o ha muerto».
99. Ibid.

10 6
II. La metafísica de la muerte

a. i .1 mineado de su sitio es su muerte».100 El simple ser vivo no tiene


• n sí la capacidad de sobrepasar los límites que la naturaleza le im po­
ne por esta razón, como ocurre en la caverna platónica, el arrebata­
miento de su inmovilismo sólo puede serle impuesto desde el exte­
rna y sólo puede llegarle a través de la mediación de otro. El acceso
• la conciencia de sí tiene, pues, el significado de una m uerte para
f 1 ser sim plem ente vivo que es su soporte, pero si esta m uerte des­
de el punto de vista de éste le viene del exterior, desde el punto de
vista de la conciencia de sí, es el acto mismo de su autoengendra-
miento. C om o destaca Heidegger en su com entario a este texto:

E n esta m u e rte constante, la conciencia ofrece su m u e rte co n el fin de


ganarse para sí m ism a su resu rre cc ió n a base de sacrificio.101

M uerte y resurrección: éste es el «programa» del hegelianismo, que


■leva así al cristianismo a la altura de una verdad filosófica, puesto
que se trata de que la conciencia m uera a la naturaleza, que no es
más que el «cadáver» de la idea,102 para renacer al espíritu en la vida
pura del concepto.
D e m odo que para Hegel el hom bre es tam bién un m uerto-vi­
viente y esta misma capacidad de m uerte es incluso el fundam ento
ile su libertad, puesto que consiste en la posibilidad de negar lo dado
natural. Esto explica que la libertad esté básicamente vinculada al
’Terror, pues «la única obra y el único acto de la libertad universal

100. Ibid., pág. 55.


101. H eidegger, M ., «El concepto hegeliano de la experiencia», en Sen­
das perdidas, op. cit., pág. 136.
102. E n la Encyclopédie, al final de la Phílosophie de la nature, H egel lle­
gará a decir que «no hay más que u n solo térm in o del proceso, el térm in o
abstracto, la m u erte de lo natural» (Encyclopédie des Sciences pililosophiques en
abregé, trad. p o r M . de Grandillac, París, Gallimard, 1970, § 376, pág. 346),
de m anera que el objetivo de la naturaleza consiste en cierto m odo en darse
m uerte a sí m ism o a fin de perm itir al concepto renacer com o espíritu.

107
La muerte

es, p o r tanto, la muerte»,103 Si el o rd en hum ano sólo se proiltit « á


través de la negatividad de la libertad, puede afirmarse entom w
com o lo hace Alexandre Kojéve, que «el hom bre no es simplón h nt§'
mortal; es la muerte encarnada; es su propia muerte», lo que ini|>l¡t |
que el ser del hom bre «se m anifieste com o un suicidio diferido^ 1,1
La existencia propiam ente hum ana es, pues, una m uerte voliiiiuti||
continuam ente asumida: H egel coincide en esto con Novalis qm-,
com o ya hem os destacado, es sin duda el que percibió con m a y í
agudeza la relación del idealismo con la m uerte, com o lo prueba #1
siguiente fragm ento, escrito entre 1795 y 1797:

E l acto filosófico a u tén tico es el suicidio; es el co m ien z o real de toda


filosofía, es a lo q u e tie n d e n todas las necesidades del fu tu ro filósofo,
y sólo este acto se ajusta a las co n d icio n e s y a las características de una
ac ció n trasc en d e n ta l.105

Pues sentir la angustia a propósito de la integridad de su ser — es de -


cir, la angustia de la destrucción total— es ya el acceso a la libertad
de la conciencia de sí: la disolución íntima, la «fluidificación abso
luta de toda subsistencia», que origina el tem or a la m uerte es en
sí misma «el puro ser para sí», esta «absoluta negatividad» que es la
conciencia de sí.106 Lo que descubre aquí con fuerza Hegel es que
la angustia de la m uerte es el verdadero principio de individuación.
Pero a la vez se trata para él, según el m ovim iento que es el de toda
la metafísica, de integrar este corte radical de la vida, puesto que,
com o manifiestan las dos figuras antitéticas e inseparables del señor
y del siervo, la negación de la vida (el dom inio) supone, com o

103. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 347.


104. K ojéve, A., «L’idée de la m o rt dans la philosophie de Hegel», en
Introduction d la lecture de Hegel, París, Gallimard, 1947, págs. 569-570.
105. Novalis, Fragments, op. cit., pág. 45.
106. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 119.

108
II. La metafísica de la muerte

„,11 Ia propia positividad vital (la servitud, que siem pre es


■ fi ¡unI de la vida).
¡ ti efecto, se trata en el enfrentamiento de las conciencias, en el
■ e id.i una aspira a la m uerte de la otra, de mostrar a cada una su
■ t >i4 ,l, es decir, su desapego respecto a la vida natural, y certificar
p i U diferencia de la conciencia de sí y del ser inm ediato, esto es,
B i U .imple presencia de lo dado. Pero lo que experim entan tan-
1 «. e 1 señor com o el siervo es que la m uerte no puede «certificar»
, I4 , puesto que com o negación de todo lo dado en general, ella
UtUma destruye la conciencia de sí. La m uerte no es más que una
(legación natural que no tiene en sí misma poder de manifestación,
¡tir 1 1 0 puede hacer aparecer ninguna verdad. Por esto no es posible
1 m entarse aquí, como en la tragedia, con la lucha a m uerte que el
ht roe entabla contra el destino, a fin de, com o manifestaba el joven
Hf helling, «demostrar la libertad justam ente a través de su pérdida y,
nim ias, sucum bir haciendo una declaración de libre albedrío».107
Un combate así sólo perm ite mostrar, en esta exhalación que es el
instante de la m uerte, la reconciliación de la libertad y de la necesi-
•l.ul en ese espectáculo artístico que es la representación trágica. Para
que la libertad no desaparezca instantáneamente en su afirmación, es
preciso que el com bate no enfrente ya al hom bre con el conjunto
de la naturaleza, sino a dos individuos entre sí. Es preciso, com o
dice Hegel, que la presentación de sí com o conciencia libre sea una
doble operación, a la vez operación del otro y operación por sí mis­
mo, m uerte de cada uno deseada por el otro, pero tam bién exposi­
ción de su propia vida y riesgo de m uerte para ambos. Se necesita,
por tanto, una afirmación recíproca de la libertad que, para sobrevivir
a su operación, no sea la negación abstracta de la naturaleza, sino
una negación que conserva y retiene lo que ha sido abolido, lo que
implica que la conciencia de sí no pueda ser puesta en relación con­

107. Schelling, F.W.J., Cartas sobre dogmatismo y criticismo, op. cit., págs.
96-97.

109
La muerte

sigo misma más que po r m ediación de otra conciencia que acepte


reconocer que la vida natural es tan esencial com o la conciencia de
sí. Esta conciencia es la del esclavo que, tem iendo a la m uerte, lu
accedido a la absoluta negatividad de la conciencia de sí y que poi
m edio del trabajo podrá dar a su ser para sí la perm anencia del so
en sí porque será capaz, a diferencia del maestro, de encontrarse n
sí mismo en sus obras. D e m odo que la reconciliación de la libertad
y de la necesidad se produce a través de la transform ación del sei
objetivo de la naturaleza en objetos de cultura.
Mantenerse con vida es lo que se necesita para que la conciencia
de sí sea certificada. Pero sólo puede serlo en otro: la verdad del
señor, que es una pura negatividad, se la proporciona la concien'
cia «rechazada» del esclavo. El esclavo, que ha retrocedido ante la
m uerte, ha tenido que refrenar su deseo de ser inm ediatam ente
reconocido com o conciencia de sí y se ha visto forzado a retrasai
el m om ento de la negación abstracta de la naturaleza. El trabajo
que, como deseo refrenado y desaparición retrasada, consiste en dai
form a al ser objetivo, convierte la negación en algo perm anente,
que no es nada más que el objeto cultural en tanto que en él, el
para sí se exterioriza. R etroceso ante el riesgo total de la vida, ante
esta negatividad abstracta que es la m uerte; el trabajo es tan sólo
una econom ía de la vida que m anifiesta que la conciencia de sí
únicam ente se libera sometiéndose a ella. Ahí es donde la tragedia
se vuelve com edia, com o destaca Bataille, y nace la risa, ya que
efectivam ente es risible el in ten to de dar un sentido a la m uerte
y de amortizar este gasto a fondo perdido que es la vida humana.
Existe también, según Bataille, una alegría vinculada a la afirmación
de la m uerte que, lejos de ser lo opuesto de la angustia, constituye,
al contrario de la seriedad del trabajo, que es un m edio de evadirse,
la única manera de m antenerse en ella.108

108. Véase a este respecto el com entario de J. D errida en «De l’économ ie


restreinte à l’économ ie générale. U n hegelianisme sans réserve», en L ’Ecriture

110
II. La metafísica de la muerte

H egel llega así a la idea de una negación exclusivam ente «es-


|ui itual» de la vida, de una «superación», de una Aufhebung que
i niiserva la vida negándola. Es, com o destaca en el prólogo de la
I rnomenología del espíritu, «la energía del pensam iento, del yo puro»
U que perm ite dar «un ser allí propio y una libertad particularizada»
B lo accidental, a lo que no existe más que en su unión con otro,
rs decir, al contenido mismo del pensam iento, a la Idea, que sólo
existe en su relación con el ser pensante.109 Esta separación, que
rs el resultado del trabajo del entendim iento y manifiesta el poder
disoluto de éste, se produce únicam ente a través del pensamiento
v del lenguaje, que son com o el entendim iento de las potencias
d. m uerte, pues en ellas se da m uerte a la efectividad misma de lo
»ral. D e m odo que el hom bre, com o ser pensante y parlante, se ve
inducido a «sostener lo que está muerto». La vida propiam ente hu­
mana, más que oponerse a la inefectividad de la m uerte, debe tran­
sigir «interiormente» con ella:

La v id a d el esp íritu n o es la v id a q u e se asusta a n te la m u e rte y se


m a n tie n e p u ra de la desolación, sino la q u e sabe afrontarla y m a n te ­
nerse en ella. E l espíritu sólo conquista su v erd ad cu an d o es capaz de
en co n trarse a sí m ism o en el absoluto d esg arram ien to .110

Se trata de mirar a la m uerte de cara sin apartarse de ella, y de m an­


tenerse en su negatividad, cosa que sólo es posible si, por m edio
d e la «magia» del espíritu, lo negativo se ve convertido en ser. La
m uerte se presenta entonces com o algo que hay que realizar, que
hay que hacer advenir al m undo m ediante el trabajo «formador».
I a m agia de la dialéctica del discurso lo único que hace aquí es
i ( producir la que actúa en toda la cultura, puesto que no es otra

el la différence, París, Seuil, 1967, pág. 376 y sigs. (La Escritura y la diferencia,
ii.id. p o r P. Peñalver, Barcelona, A nthropos, 1989.)
109. P rólogo de Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 24.
110. Ibid.

i i i
La muerte

cosa que el poder capaz de hacer «ser» a la m uerte aniquilando a U


naturaleza.

3. L a m e t a f ís ic a d e l d e v e n ir

La oposición entre la m uerte y la vida sirve pues de m odelo ope ­


ratorio al discurso hegeliano, que describe con la ayuda de esta
metáfora la movilidad de lo absoluto en contraste con la fijeza de las
cosas finitas. Lo que nos enseña Hegel es que lo absoluto no puede
advenir más que manifestándose en la historia y que lo infinito tiene
necesidad de pasar po r la prueba de la finitud y de la m uerte para
revelarse. Cabe, no obstante, preguntarse si en un pensamiento que
logra convertir lo negativo en positivo y la nada en ser realmente
hay sitio para esta «inefectividad» que es la m uerte. N o es casual
que la Encyclopédie des Sciences philosophiques term ine con la cita de
un pasaje de la Metafísica de Aristóteles, donde se dice que la inteli
gencia en acto es vida y que Dios, ese viviente eterno, es este acto
m ism o.111 Aristóteles reconoce así en el pensamiento del hom bre la
presencia de lo divino. Pero la vida de Dios está exenta de todas las
imperfecciones que son propias de la vida humana: vida eminente,
no conoce ni la vejez ni la m uerte. A esta vida em inente es adonde
parten los hum anos, pero sólo p o r breves m om entos, cuando su
actividad comporta el fin en sí misma, como ocurre cuando piensan.
Pues la contem plación, la theoria, que no persigue ningún fin exte­
rior a ella misma y que procura un placer perfecto, constituiría la
felicidad perfecta, la eudaimonia, si pudiera prolongarse durante toda
la vida. En la contemplación, el hom bre ya no vive una vida hum a­
na, sino que participa de una vida realm ente divina. N o hace falta,
pues, según Aristóteles, que con el pretexto de que somos mortales

111. A ristóteles, Metafísica, op. cit., libro X II, 7, 1072 b 17-30, págs.
487-488.
II. La metafísica de la muerte

Miñemos sólo con las cosas humanas y renunciem os a las cosas in­
mortales, sino que al contrario, en la medida de lo posible, debemos
inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir
de acuerdo con lo más excelen te que hay en nosotros», pues «lo
que es propio de cada uno por naturaleza [...] para el hom bre lo
será, por tanto, la vida conform e a la m ente».112 D e m odo que este
iillianatizein, esta capacidad de escapar a la muerte, no es más que
la posibilidad que tienen los thnetoi, los mortales, de hacerse por un
instante semejantes a los dioses y de ser, durante breves m om entos,
lo que ellos son siempre. A sim ism o, para Aristóteles, filosofar es
elevarse al punto de vista divino pero sin poder establecerse m ucho
tiempo en este nivel.
Sin embargo, habitualmente se considera que Aristóteles es el
que se op one al idealism o platónico y a la separación que Platón
establece entre lo sensible y lo inteligible, y el que intenta explicar
el cambio elaborando una física, mientras que en el platonismo ese
mundo resulta rigurosamente incognoscible. N adie pone en duda
que la Física de Aristóteles no es, com o proclama H eidegger,113 el
libro de fondo de la filosofía occidental, ya que, aunque precede a lo
que se llamará más tarde metafísica, no contiene sin embargo una ex­
plicación propiamente ontológica de la movilidad y del devenir, pues
el ser no está precisamente para Aristóteles «más allá» de lo sensible.
Es cierto que Aristóteles critica la doctrina platónica de las formas
separadas, pero sin renunciar por ello a la noción misma de forma,
aunque ésta no sea ya la única que defina al ser sensible, que contie­
ne también predicados accidentales. Esto explica que sea necesario
proceder a un análisis del devenir en el m om ento mism o en que se
aborda de frente el problema del ser y de la sustancia (ousia), com o

112. Aristóteles, Etica a Nicómaco, trad. p o r M . Araujo y J. Marías, M a­


drid, C entro de Estudios Constitucionales, 1985,1. X , cap. 7, pág. 167.
113. H eidegger, M ., «Sobre la esencia y el concepto de la physis», Aris
tóteles, Física, B 1 (1939), en Hitos, trad. p o r H . C ortés y A. Leyte, Madrid,
Alianza, 2000, pág. 201.
La muerte

y «cambio», kinesis y metabole. C uando una cosa recibe atribulo!


contrarios (siendo los contrarios los atributos que más difieren rn
el mismo género: por ejemplo, músico y a-músico) se convierte en
otra — y entonces la alteración (alloiosis) parece ser el paradigma de l<i
que Aristóteles llama kinesis, m ovim iento, que abarca, además de la
alteración, que es u n m ovim iento relacionado con la cualidad, el
aum ento y la dism inución (auxesis y phtisis), que son movimientos
relacionados con la cantidad, y la traslación (phora), que es un m ovi­
m iento relacionado con el lugar— . Pero si recibe atributos contra­
dictorios (los contradictorios rem iten a géneros opuestos, por ejem
pío, hom bre y no-hom bre) se convierte en otra cosa, es destruida y
en su lugar se ha producido otra cosa. N os encontram os entonces
con lo que Aristóteles llama metabole, que significa cambio en el sen­
tido fuerte de «viraje», «vuelco». Para el filósofo, metabole expresa el
concepto más amplio del devenir, lo que supone que, si bien todo
m ovim iento es un cambio, no todo cambio es u n m ovim iento. La
metabole corresponde, en efecto, a la generación, en el sentido más
simple (génesis haplos), a la que rem ite al cambio según la sustancia,
es decir, al puro paso del no-ser al ser, a la génesis misma, y a su
contrario, el puro paso del ser al no-ser, la destrucción o phthora;
m ientras que el m ovim iento (kinesis) es una generación determ i­
nada (génesis tis) que se produce en un sujeto (hypokeimenon) y que
corresponde a los cambios según la cantidad, la cualidad y el lugar.
H ay que destacar que con esta idea del devenir, que sigue sien­
do canónica para toda la metafísica occidental, Aristóteles pretende
abordar no solam ente el enigm a de la génesis, del paso del no-ser
al ser, que corresponde a la form a bajo la que se representa con
m ayor frecuencia el devenir (que en griego es gignomai, verbo que
pertenece a la misma raíz que génesis), sino tam bién el misterio más
enigmático aún de la phthora, de esta destrucción que corresponde al
paso del ser al no-ser, que es la m uerte. La generación y la destruc­
ción puras no son m ovim ientos por los que una cosa «deviene» otra
diferente a la que era en cuanto a la cualidad, la cantidad o el lugar;
II. La metafísica de la muerte

fii■liay en ellas ninguna permanencia del mismo «sujeto» a partir de


j i i nal pueda ser pensada la m ovilidad. T odo el esfuerzo de Aris­
tóteles va dirigido a proporcionam os un concepto de movilidad en
el .nítido más restringido, la que podríamos llamar movilidad ciné-
U< ,i, m ientras que la m ovilidad en sentido am plio, la m ovilidad
propiam ente metabólica, sigue siendo totalm ente incom prensible
en lo que tiene de súbita e imprevisible. N o hallamos pues en esta
física aristotélica, que es una verdadera «metafísica del devenir»,
respuesta al enigma de la destrucción y de la muerte. La destrucción
se entiende en ella com o lo contrario de la generación, que desde
el principio ha sido definida com o un devenir a partir de algo. Por
r ,lo, aunque Aristóteles las distingue explícitamente, generación y
destrucción se entienden estructuralm ente a partir de la alloiosis, de
l,i alteración cualitativa, es decir, de un cambio únicam ente relativo.
I >esde esta perspectiva, el no-ser que está en el origen o al final del
i am bio sólo puede com prenderse de m anera tem poral, com o el
luturo de lo que todavía no es o como el pasado de lo que ya no es,
y se mantiene totalm ente dependiente del ser presente, de lo dado, a
partir de lo cual es contem plado. De m odo que se proporciona un
rostro, un eidos, es decir, una forma, una esencia y un concepto al
no-ser, que es lo absolutamente diferente del ser. Y sin embargo es
,i ese puro no-ser, del que no hay ni «esencia» ni pensam iento po­
sible, al que nos vemos enfrentados en la m uerte.
A partir de ahí descubrimos por qué el «problema» de la des­
trucción y de la m uerte tiene, desde el punto de vista existencial,
una importancia mayor que el de la generación y el del nacimiento.
Si en cierto m odo podemos aceptar la existencia y lo dado, sin llegar
a entender jamás p o r qué existe algo y no la nada, en cambio nos
parece im posible resignarnos a la idea de la destrucción absoluta,
del aniquilam iento puro y simple de nuestro ser. La cuestión del
origen de las cosas es sin duda una fuente de inquietud para nuestro
entendim iento, pero la cuestión de su fin constituye el torm ento de
todo nuestro ser. P o r eso el paso del ser al no-ser nos parece más

117
La muerte

impensable aún — si es que todavía tiene sentido cierta gradación en


el orden de lo impensable-— que el paso del no-ser al ser. Asombro
es lo que nos causa descubrir «la maravilla de las maravillas»,122 de
que existe el ente y no más bien la nada, pero es terror lo que sus­
cita en nosotros la certeza de nuestra m uerte, ese conocim iento de
algo que no puede ser sabido ni com prendido, algo que está fuera
del tiem po y fuera del m undo, algo que nunca se vuelve fenómeno,
pero a lo que nos acercamos tal vez con el h orror sin nom bre que
suscita en nosotros la visión del cadáver. Pues es el extraño e inquie­
tante testim onio de aquello ante lo que el pensam iento retrocede,
es decir, la posibilidad de su propia desaparición. Aristóteles quiso
protegerse de la espantosa posibilidad de la m uerte del pensamiento
esforzándose por hacer pensable el paso del ser al no-ser y del n o -
ser al ser. Llegar a pensar la m uerte consistiría, a la vez, en salvar el
pensam iento y devolverlo a esta eternidad divina de la que Aristó­
teles afirmaba que participaba, al m enos por breves m om entos, al
m antenerse en el seno del devenir m ism o.123
M antenerse a través de la disolución, superar la m uerte: éste es
efectivamente el «programa» de la filosofía, de una «metafísica del
devenir» que afirma la subsistencia de un sustrato a través de éste y
que encuentra así en la vida y en el devenir mismos las condiciones
de su superación. P or esta razón en Aristóteles la metafísica, com o
su nom bre indica, viene «después de» la física, cuyos resultados re­
coge. La metafísica aristotélica abarca así una «etapa mundana», pero

122. Cf. H eidegger, M ., Epílogo a «¿Qué es metafísica?», en Hitos, op.


cit., pág. 254.
123. T o d a esta in te rp re tac ió n del aristotelism o está inspirada en gran
parte en la adm irable m ed itació n a la que E u gen F ink dedicó su curso del
semestre de verano de 1964 en la U niversidad de Friburgo de Brisgovia, cuyo
texto fue publicado en 1969 p o r K ohlham m er con el título de Metaphysik und
Tod («La metafísica de la muerte»). Al recuerdo de este curso, al que yo asistí,
presintiendo más que com prendiendo la im portancia de lo que allí se decía,
in tenta m antenerse fiel este ensayo.
II. La metafísica de la muerte

en realidad sólo pasa por el m undo para hallar en él la indicación de


lo que sería la sustancia verdadera, esto es, la sustancia inteligible,
la que está exenta de la contingencia y de la m u e rte .124 En este
sentido, decir, com o hace Hegel, que lo absoluto no es solamente
sustancia sino tam bién sujeto,125 no perm ite a la fenom enología
hegeliana salir de esta ontología de la sustancia o ousiologla que es
la metafísica occidental. Pues si lo absoluto no es ya solamente el
ser que es pensado, esto es, la sustancia, sino tam bién el ser que
piensa, esto es, el sujeto, y si es capaz de pensarse a sí mismo, esto
implica que la negatividad del pensam iento se vea integrada de
manera más decisiva aún en la positividad del ser y que la m uerte
elevada así a la altura de lo absoluto no sea ya más que el prólogo
ile su resurrección.
Desde Aristóteles a Hegel, esta negatividad absoluta, esta cesura
i .idical, este impensable puro y simple que es la m uerte, se ven con­
vertidos en «no ser relativo» y «negatividad determinada», en cesura
"superable» y en simple límite de lo pensable, lo que a fin de cuen-
l.is da fe de la incapacidad de la metafísica para afrontar realmente
la m uerte. ¿Lo que es propiam ente impensable para la metafísica
puede aparecer com o tal en otro tipo de discurso? La filosofía occi­
dental en su conjunto ha tratado de hacer inofensiva la m uerte o
incluso ha intentado «famibarizarse con ella» com o dice M ontaigne,
i|ue sigue así una gran tradición que se rem onta a Platón y a los
estoicos. Sin embargo, está sobre todo más cerca de estos últimos,
puesto que M ontaigne no pretende desvalorizar la vida sensible en
beneficio de la vida del espíritu, sino por el contrario reconciliarse
con la naturaleza y con el destino. Éste es el sentido que hay que
d a r a la frase que sirve de título a u n capítulo de los Ensayos «De
i óm o filosofar es aprender a m orir».126 A prender a m orir consiste

1.24. Cf. R icceur, P., Platón et Aristote, C urso 1953-1954, París, c u d e s ,


1970, pág. 112.
125. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 15.
126. Cf. Montaigne, M . de, Ensayos completos, op. cit, libro. I, cap. XX, pág. 122.

1 19
La muerte

para M ontaigne en llegar a ser capaces de afrontar el m o m n ilg l


crucial de la m uerte, que para él es «el día maestro», «el día j u e í
de todos los demás».127 P or esto hay que trabajar para vencer ffl
m iedo a la m uerte que se debe únicam ente a «nuestra fantasía», V
o m ejor dicho a nuestra imaginación. Este tem or es absurdo -ql
aquí M ontaigne se vuelve más bien hacia Epicuro, de quien totui
su principal argum ento— , puesto que la m uerte «ni m uertos tu
vivos os concierne; vivos porque lo estáis; m uertos porque ya jio
estáis».129 De m odo que lo que hay que hacer es quitarle a la muelle
su extrañeza, acostumbrarse a la idea de lo inevitable y, para ello,
«en todo instante imaginémosla con todas sus caras».130 Cuanto más
pensem os en la m uerte, más se im pondrá a nuestro pensam iento
y m enos poder tendrá sobre nosotros. Así explica M ontaigne, a
propósito de un grave accidente que le hizo ver la m uerte de cerca,
que «para familiarizarnos» con la m uerte, «podemos acercarnos a
ella».131 Parece que M ontaigne comparte la preocupación cristiana
po r una preparación para ese m om ento decisivo que es la muerte.
Existe en el cristianismo todo un arte del bien m orir que hay que
desarrollar en el m oribundo, exhortándole a rezar por la salvación
de su alma y a resistir a la tentación de la desesperación. Se insiste
en el m om ento de la m uerte, que es cuando se corre peligro de ver
cerradas las puertas de la vida eterna. N o obstante, el m ejor modo
de com batir el espanto que acompaña los últimos m om entos de la
vida es hacerse de antem ano a la idea de que hay que franquear esta
última etapa. Toda la literatura consagrada a la m uerte que se desa­
rrolla en la Europa católica a partir del R enacim iento está centrada
en la idea de que a través de la m editación hay que acostumbrarse
a la m uerte y expulsar así el tem or que suscita en los espíritus. La

127. Ibid., cap. X IX , pág. 120.


128. Ibid., libro III, cap. X III, pág. 479.
129. Ibid., libro I, cap. X X , pág. 136.
130. Ibid., cap. X X , pág. 127.
131. Ibid., libro II, cap. VI, pág. 386.

120
II. La metafìsica de la muerte

i jip i meditación sobre la muerte que desarrolló M ontaigne durante


fiuia su vida le hizo com prender que la muerte nos acompaña a lo
largo de toda la vida y que no es, por tanto, únicam ente el final de
ésta R eco n o ce, en efecto, que «la continua obra de vuestra vida
i s la construcción de la muerte» y afirma que estamos en la muerte
mientras estamos con vida y que, por consiguiente, «la muerte afecta
miu lio más duramente al moribundo que al muerto, y más viva y
>i ' 11 cialm ente».132 Inaugura así M ontaigne una con cepción de la
mortalidad com pletam ente diferente, centrada no ya en el instante
i m i co de la muerte, sino en el morir considerado com o el m odo
•le ser fundamental del hombre, concepción que es la base de todo
el análisis del ser-para-la-muerte que H eidegger desarrolla en Ser
)• l'iempo.

132. Ibid., libro I, cap. X X , pág. 133.

i z i
.
Capítulo III

Fenomenología del ser-mortal

Si bien no hay experiencia alguna de la m uerte ni pensam iento


posible, si esa «nada» que «es» tan sólo puede im poner el silencio al
discurso conceptual y si constituye el n o-fenóm eno por excelencia,
lo que nunca aparece «en persona», no obstante, com o demuestran
tanto las mitologías com o las filosofías, el saberse y el sentirse mortal
constituyen el fundamento de la experiencia que el ser humano tie­
ne de sí mismo. D e m odo que ese extraño conocim iento que cada
uno tiene de la certeza de su propio fin y que no se parece a ningún
otro conocim iento, debido a su irreductible dim ensión «afectiva»,
es el que posibilita un discurso no sobre «la» muerte, sino sobre la
relación que mantiene el ser pensante con su propia mortalidad. Y
ese discurso es propiam ente «fenom enológico», puesto que es un
discurso sobre el aparecerse a sí mismo el carácter finito de su propia
existencia.
Ese discurso «fenom enológico» sobre la mortalidad, al contrario
del discurso metafísico y de todas las otras clases de discursos sobre la
muerte que se suceden en el transcurso de la larga historia del hom ­
bre, ni prom ueve ninguna «superación» de la muerte, ni reivindica
ninguna victoria sobre ella ni plantea por anticipado ninguna tras­
cendencia susceptible de neutralizarla: ni la puramente «biológica»
de una vida universal que se sucede sin fin, ni la «mitológica» de un

123
La muerte

m undo de los muertos, ni la «teológica» de una eternidad divina, ni


la «metafísica» de una intemporalidad de la verdad, y ni siquiera — y
ésta es sin duda la más invocada en nuestra época «relativista»— la
puramente antropológica del «tribunal» de la historia.
Eso no significa, no obstante, que la fenom enología sepa más
sobre la muerte que la m itología, la teología, la metafísica, la an­
tropología y la biología, sino que sim plem ente, puesto que plantea
la cuestión de la esencia de lo que aparece, se ve obligada a «poner
entre paréntesis» todas las valoraciones que existen — lo que Platón
llamaba doxa, «opinión» o «creencia», vocabulario que retoma a su
vez Husserl cuando presenta la reducción fenom enológica com o la
neutralización de los «actos dóxicos» que constituyen el fundamento
de la actitud natural de creencia en el estar-ahí del m undo— d La
fenom enología, que reitera así el gesto filosófico en lo que tiene de
más propio, se abstiene de toda presuposición procedente de estos
diferentes ámbitos de la cultura humana y se propone únicamente
describir la manera com o el ser hum ano se relaciona con su propia
muerte.
¿N o cabe objetar, sin embargo, que no existe fenom enología
posible de la m uerte, puesto que la m uerte es por excelencia un
n o-fenóm eno, y que es inútil cuestionarse su esencia, puesto que es
el no-ser absoluto? Efectivamente, la muerte no se «presenta» en el
m undo «en persona» y ninguna mirada llegará a captar jamás su eidos,
su forma o su rostro. Por consiguiente, parece evidente que la muer­
te no puede constituir nunca propiamente «la cosa» a la que la fe­
nom enología husserliana nos conm ina a regresar.
Sin embargo, no hay que ver en la fenom enología la descrip­
ción de algo dado que sim plem ente habría que tener en cuenta,
sino que hay que reconocer, con H eidegger, que «precisamente se
requiere de la fenom en ología porque los fenóm enos inmediata y

1. Cf. H usserl, E., Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía
fenomenológica, op. cit., § 30 y sigs.

124
III. Fenomenología del ser-mortal

u-gularmente no están dados»,2 lo que implica que el fenóm eno-de-


l,i fenom enología no se confunde en m odo alguno con lo que se
m tiende habitualmente con este término, que no está «presente» en
el sentido en que lo están las cosas llamadas «existentes». D e m odo
que hay una fenom enología de lo otro, que nunca aparece corno tal,
que no puede mostrarse más que de forma indirecta y del que Hus­
serl nos dice sin embargo que es percibido.3 Pues la percepción nunca
es percepción sólo de lo visible, sino tam bién y al m ism o tiem po
de lo invisible, cuya necesaria anticipación lo constituye, tanto si
no es aún algo dado para la percepción, com o ocurre con todo lo
que no es actualmente visible pero puede serlo más adelante, com o
si no puede llegar a serlo nunca, com o en la experiencia del otro,
cuyas experiencias vividas nunca serán accesibles a la vista. En am­
bos casos, lo invisible no es lo opuesto absoluto de lo visible sino
más bien, com o dice M erleau-Ponty, lector atento de Husserl, su
«contrapartida secreta»4 sin la cual no podría existir la visibilidad.
¿Pero acaso la muerte no es justamente esta invisibilidad absolu-
ta, algo que nunca será lo dado, sino que, escapando radicalmente a
loda presencia, es lo otro absoluto del ser? Y sin embargo la muerte,
aun en su «inefectividad», está más «presente» de lo que lo estarán
jamás las cosas de la vida efectiva, con una presencia tan insistente

2. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. rít., § 7, pág. 58.


3. Cf. H usserl, E ., Philosophie première, trad. p o r A. K elkel, París, G a­
llim ard, 1972, voi. II, pág. 88, d onde este extraño m o d o de la p ercepción
que constituye la experiencia del otro es denom inado «percepción p o r in ­
terpretación originaria», p orque la captación espontánea del cuerpo vivo del
otro indica inm ediatam ente, aunque sin presentarla nunca com o tal, que una
subjetividad parecida a la m ía está encarnada en él.
4. M erleau-Ponty, M ., Le visible et l’invisible, París, Gallimard, 1964, pág.
267 [Lo Visible y lo invisible: seguido de notas de trabajo, trad. p o r J. Escudé, Bar­
celona, Seix Barrai, 1970]: «Lo invisible n o es lo contradictorio de lo visible:
lo visible tiene una constitución de invisible, y lo invisible es la contrapartida
secreta de lo visible, sólo aparece en él [...] es su hogar virtual, se inscribe en
él (en filigrana)».

US
La muerte

y tan obsesiva que es necesario, cuando no nos ejercitamos en fa­


miliarizarnos con ella, en esta «repetición» de la m uerte que es la
filosofía, tratar de escapar de ella por m edio de la diversión, ya que,
com o explica Pascal, «no pudiendo curar la m uerte, la miseria, la
ignorancia, a los hom bres se les ha ocurrido, para vivir dichosos,
no pensar en ellas».5 Esta extraña presencia de la m uerte es la que,
a pesar de «este instinto secreto» que lleva al hom bre a «buscar en
lo exterior diversión y ocupación»,6 puede irrum pir en cualquier
m o m ento, y se convierte en el huésped inquietante de todas las
fiestas de la vida. Es preciso dar aquí de nuevo la palabra a Novalis,
ese poeta filósofo sobre cuya corta existencia se extendió constan­
tem ente la sombra de la muerte:

Sólo u n p en sam ien to , u n p avoroso sueño


T u rb a b a los placeres de la fiesta,
L lenaba el alm a de p ro fu n d o espanto [...]
E ra la M u e rte , — angustia, du elo y lágrim as—
Q u e so rp ren d ía a los felices hom b res
E n m e d io del festín.7

C onstantem ente presente com o inm inencia, hay que reconocerle


a esta ausencia absoluta que es la m uerte una forma paradójica de
aparición que no es la base de ninguna fenom enalización especial,
pero que da al conjunto de los fenóm enos su particular «porción»
de finitud dejándolos destacar sobre el fondo de su negra luz.
Esto es lo que posibilita el discurso fenom enològico sobre la
m uerte, que se limita a la pura experiencia de la inm inencia siempre
posible de ese no sentido que es la supresión de la existencia, y no

5. Pascal, B., Pensamientos, trad. p o r E. D ’O rs, B uenos Aires, Losada,


1972, pág. 187.
6. Ibid., pág. 183.
7. Novalis, Himnos a la noche, trad. p o r A. Ferrari, Valencia, P re-T extos,
2001, pág. 49.
III. Fenomenología del ser-mortal

intenta dar a la m uerte un sentido integrándola en una trascenden-


<ia que la relativizaría. Para el que sostiene este discurso, la m uerte
sigue siendo esta vía impracticable del no-ser absoluto del que habla
el Poema de Parm énides,8 este callejón sin salida de la no-verdad
con la que no obstante el ser pensante tiene relación. Y tal vez, in-
( luso, es a la inversa: el ser hum ano piensa, y tam bién habla y ríe,
precisamente porque tiene relación con esa nada que es la m uerte.
I >e m odo que sólo a partir de esta relación-con-la-m uerte, de esta
mortalidad,9 es posible una fenomenología.

I. M u e r t e p r o p ia y m u e r t e d e l o t r o

lista fenom enología de la condición m ortal del ser hum ano exige,
por tanto, la reducción de toda tesis sobre la m uerte, sea cual sea
su origen, para situarnos frente al «puro fenóm eno» de la m o r-
i alidad. A hora bien, ese «puro fenóm eno» de la m ortalidad tiene
intrínsecam ente el sentido de una relación del que piensa con su
propia m uerte. Es la relación que H eidegger llama Sein zu m Tode,
que se traduce habitualm ente po r «ser-para-la-muerte», pero que
significa sim plem ente un ser en relación con la m uerte, ya que la
preposición alemana zu tiene aquí el sentido de «en relación con»,
«respecto a».10 Debemos reflexionar un m om ento sobre el problema
de traducción que plantea esta expresión heideggeriana, que casi
siempre se ha interpretado mal. El propio Heidegger, en una carta
dirigida a H annah A rendt y fechada el 21 de abril de 1954, llama la
atención sobre el «gran error» que «se ha difundido — ya de manera

8. Parm énides, El Poema, fragm ento II, op. cit.


9. E ntendem os aquí p o r «mortalidad», según el p rim er sentido de esta
palabra, la condición de u n ser m ortal y no, según la acepción más corriente,
el n úm ero de individuos que m ueren en u n plazo de tiem po determ inado.
10. Z u es, en efecto, la misma palabra que la inglesa to y qu e la latina de,
uno de cuyos significados es tam bién «a propósito de», «en relación con».

12.7
La muerte

inextinguible— a través de la traducción francesa: Sein zum 1dd


être pour la mort, en vez de être vers la mort» (ser-para-la-muerte, en v
de ser-hacia-la-muerte) d 1 N o se trata de un error insignificante, y |
que ha perm itido creer que Heidegger era «para» la m uerte corn
otros serían «para la vida».
Es concretam ente la postura de Paul R icœ ur, que se pregunta si
«la angustia que pone su sello sobre la amenaza siempre inm inenu
de m orir no enmascara la alegría del impulso de vivir» y que a «la
obsesión de la metafísica por el problema de la muerte» quiere opo­
ner la lección spinozista que conm ina a «seguir vivo hasta q u e ... y
no para la m uerte».12 Es tam bién el caso del propio Lévinas que, en
Totalidad e infinito, tras haber anotado juiciosam ente que «la inmi
nencia es a la vez amenaza y aplazamiento» y que «ser tem poral es
ser a la vez para la m uerte y tener aún tiem po, ser-contra-la-m uer­
te», continúa no obstante considerando la m uerte com o térm ino
que ha de venir, de m anera que pueda darse «el tiem po de ser par í
el O tro y de recobrar así un sentido a pesar de la m uerte» y que,
en este «ser-contra-la-muerte», se abre «más-allá-de-la-muerte», la
posibilidad de un «mundo cuerdo».13 Sin duda, tanto para Lévinas
com o para Heidegger, el problema nunca ha consistido «en arrancar
una eternidad a la m uerte, sino en perm itir acogerla», como destaca

11. A rendt, H ., H eidegger, M ., Correspondencia 1925-1975 y otros docu­


mentos de los legados; Hannah Arendt, Martin Heidegger, ed. p o r U . Ludz, trad.
p o r A. Kovacsics, Barcelona, H erder, 2000, pág. 133.
12. R icœ u r, P., La mémoire, l’histoire, l’oubli, Paris, Le Seuil, 2000, págs.
4 65-466. Véase tam bién la selección de textos postum os, Vivant ju sq u ’à la
mort, Paris, Le Seuil, 2007 [La Memoria, la historia, el olvido, trad. p o r A. Neira,
M adrid, T rotta, 2003].
13. Lévinas, E ., Totalidad e infinito, op. cit., págs. 2 4 8 -2 5 0 . E sto es lo
que perm ite afirmar a Paul R ic œ u r (La mémoire, l’histoire, l’oubli, op. cit., pág.
470) que «Silencioso sobre lo que pueda suceder después de la m uerte [...],
E. Lévinas es claro y firm e sobre el antes de la m uerte, que no puede ser más
que u n ser-contra-la-m uerte y no u n ser-para-la-m uerte».

128
III. Fenomenología del ser-mortal

v > cu uno de sus prim eros libros.14 Lo que busca es ya «la victo­
ria sobre la m uerte»,15 y la encuentra en la capacidad que tiene el
y.' ile devenir otro, esto es, en el Eros y en el existir pluralista de
! í paternidad,16 reafirm ando así esta voluntad de sobrevivirse a sí
mismo en sus descendientes, que en el ser hum ano es el m edio más
inm ediato de darse un futuro más allá de los límites de su propia
*. ttistencia personal.17 Lévinas explica en efecto que «ni la noción
•le musa, ni la noción de propiedad perm iten com prender el hecho
dr l.i fecundidad», de manera que «la paternidad no es simplemente
“una renovación del padre en el hijo y su confusión con él” , sino
también “la exterioridad del padre en relación con el hijo”»: tiene,
por tanto, la forma «dialéctica» de la identidad no eléatica del mismo
V del otro, lo que permite com prender que «el tiempo ya no consti-
ttiye la forma venida a menos del ser, sino su propio acontecim ien­
to».18 Esta rehabilitación del tiem po es en realidad la rehabilitación
biológica de una vida que continúa a pesar de la m uerte. La m uerte
siempre se le ha aparecido a Lévinas bajo la form a de asesinato y
■0 1 no violencia, com o «quien está contra mí», esto es, com o quien
tiene el poder de reducir mi voluntad a nada.19 Si el filósofo puede
decir que «en la m uerte, estoy expuesto a la violencia absoluta, al
asesinato en la noche», es porque se le aparece como algo que ame­
naza desde el exterior al sujeto, com o lo hace «el O tro, inseparable
del acontecim iento mismo de la trascendencia», que «se sitúa en la

14. Lévinas, E., Le temps et l’autre, París, PU F , 1983, pág. 66 [El Tiempo y
el otro, trad. p o r J. L. Pardo T orio, Barcelona, Paidós: I.C .E. de la U niversidad
A utónom a de Barcelona, 1993].
15. Ibid., pág. 84.
16. Ibid., pág. 87.
17. Véase a este respecto F. D astur, «R eproduction et transmission», en
Comment affronter la morí?, op. cit., págs. 39-52.
18. Ibid., págs. 86-88.
19. Lévinas, E., Totalidad e infinito, op. cit., pág. 247.
La muerte

región de la que viene la muerte».20 Pensar así la m uerte, vinculada


a lo trascendente, al O tro y, por tanto, al «Eterno [que] hace morii
y hace vivir»,21 es privarse de antem ano de toda posibilidad de vci
en ella la dim ensión fundam ental de lo que constituye propiamente
el existir.
La m uerte tiene, por tanto, en todos estos discursos que preten­
den prom over un «ser contra la muerte», el rostro del mal absoluto,
p o r oposición a ese bien suprem o que es la vida, com prendida u
partir del poder y de la voluntad de un yo que se esfuerza, como
decía Spinoza, po r «perseverar en su ser».22 Q ue toda metafísica sea
metafísica de la vida y, por eso mismo, de la voluntad, elevada en
la filosofía m oderna al rango de concepto director del ser, es pre­
cisam ente lo que H eidegger, desde com ienzos de los años 1940,
al m argen de sus cursos sobre N ietzsche, se dispuso a p o n e r en
evidencia,23 y lo que reafirma en 1947 en la Carta sobre el humanis­
mo, cuando declara que la metafísica, puesto que reposa desde sus
com ienzos en «una interpretación de lo ente com o zoe y physis,
dentro de la que aparece lo vivo», sólo puede pensar al hom bre a
partir de la animalitas y no en dirección a su humanitas,24 Parece pues
que esta oposición entre un «ser-para-la-m uerte» y un «ser-con­
tra-la-muerte», que es en realidad un «ser-para-la-vida», es uno de
los topoi más tradicionales que Heidegger se propone precisamente

20. Ibid., H ay que destacar que los pasajes citados de Totalidad e infinito
proceden de u n apartado titulado precisam ente «La voluntad y la muerte».
21. Ibid., pág. 247.
22. Spinoza, B., Etica, op. cit., tercera parte, proposición VII, pág. 193.
23. Cf. H eidegger, M ., Nietzsche II, trad. p o r J. L. V erm al, Barcelona,
D estino, 2000, vol. II, pág. 376, donde, en «Esbozos para la historia del ser
com o metafísica» (1941), H eidegger afirma que, puesto que el ser se entien­
de en la metafísica m o d ern a com o instancia representativa, es decir, com o
subjetividad, «el nom bre más simple para esta determ inación de la entidad del
ente que aquí se abre cam ino es el de la voluntad, la voluntad como querer-se (la
voluntad como voluntad de sí)» [trad. m odificada po r la autora].
24. H eidegger, M ., Carta sobre el Humanismo, op. cit., pág. 26.

130
III. Fenomenologia del ser-mortal

i Icconstruir. Por esta razón no se puede comprender lo que él llama


Scin zu m Tode en el sentido de un ser «para» la m uerte, si al menos
.<■ sigue viendo, de m anera unilateral, un mal en la m uerte. Decir
que el hom bre es en relación con la m uerte es sin duda reconocerle
un ser que no podría alcanzar la plenitud del ser absoluto, un ser
que sólo llega hasta la m uerte, que podría ser tam bién el sentido de
iiin en zu m Tode. Pero es sobre todo, al asignarle la m uerte como
destino — y en este caso el zu m tiene el sentido de «en dirección
a»—, darle a entender que este lím ite absoluto de su poder, de lo
que Heidegger llama su «trascendencia», que es la m uerte, es tam ­
bién lo que lo hace posible. Lo que se anuncia, como veremos, es al
mismo tiempo otra «idea», es decir, otro «rostro», de la m uerte y del
límite. Lo, que importa, más allá de la cuestión de la traducción del
Scin zu m Tode,25 es su adecuada comprensión, que requiere lo que
puede llamarse, utilizando los mismos términos de Kant, esta «revo­
lución del m odo de pensar», que representa la tarea, comparable al
descubrimiento galileano de la región naturaleza, pero infinitamente
más difícil, de hacer aparecer el continente propiamente hum ano.26

25. Si bien E m m anuel M artineau, en su traducción, no disponible co-


m ercialm ente, de Etre et Temps (A uthentica, 1985) se m antiene fiel a la tra­
d ucció n habitual de «ser-para-la-m uerte» (être pour la mort); François V ezin
tiene en cuenta, p o r el contrario, la sugerencia de H eidegger de «ser-hacia-
l.i-muerte» (être vers la mort), que evoca a la vez la idea de proxim idad con
la m u erte y la interpretación que da Beaufret del Sein zum Tode com o «co­
rrespondencia íntim a con la muerte» (Heidegger, M ., Etre et Temps, introd.
lieaufet, J., Paris, Gallimard, 1986, nota pág. 568). Es m uy difícil, no obstante,
seguir la recom endación de H eidegger, ya que el sintagma «ser hacia» (être vers)
no tiene demasiado sentido. Sería preferible decir «ser-relativo-a-la-m uerte»
(être relatif à la mort), que es lo que expresa la traducción inglesa «Being towards
death». P o r otra parte, se puede dar a «para» (pour) u n sentido que no sea el de
«para» (pour) o el de «contra» (contré), ya que se puede entender «para» (pour) en
el sentido de «destinado a» (destiné à), o incluso «con vistas a» (en vue de).
26. Heidegger, M ., Zollikoner Seminare, ed. po r M . Boss, Frankfurt, Klos-
term ann, 1987, pág. 265-

I3 !
La muerte

Este ser que es en relación con la m uerte no es para Heidegger


ni el viviente en general, ni el hom bre en su sentido tradicional de
animal rationale, de viviente dotado de razón, ni un yo esencialmente
determ inado por su voluntad, sino aquel que él llama Dasein, sir­
viéndose de un térm ino que se ha utilizado en alemán para traducir
la palabra latina existentia y que significa literalmente «estar ahí». Sin
embargo, no es este sentido general, que engloba tanto a las cosas
inanimadas como a los seres animados y al hom bre, el que H eideg­
ger atribuye a ese térm ino, sino el sentido particular, que sólo se
aplica al ente que somos nosotros mismos, de ser abierto a sí mismo
y al otro, y que puede por tanto ser un ahí, esto es, com o explicará
más tarde, un «claro para la presencia y para la ausencia».27 Fuera
de ese claro, que no es otra cosa que el m undo, no hay relación
posible con el ser y con el no-ser como tales y, p o r tanto, no hay
estar-en-el-m undo28 y ser-para-la-m uerte posibles. El m undo no

27. Cf. H eidegger, M ., «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en


Tiempo y ser, trad. po r M . Garrido, J.L. M olinuevo y F. D uque, M adrid, Tec-
nos, 2003, pág. 86 y sigs. E n una carta escrita a je a n Beaufret en noviem bre de
1945, H eidegger explicaba que Dasein significa «en u n francés sin duda im po­
sible: étre-le-lá (serle ahí)» y precisaba que le-lá es la apertura, la no-ocultación
(Cf. Heidegger, M ., Carta sobre el Humanismo, op. cit, pág. 69). E n este sentido
se utilizará a partir de aquí el térm ino Dasein. Para una interpretación general de
Ser y Tiempo, véase F. Dastur, Heidegger et la question du temps, París, PU F, 1999.
28. N o recogem os aquí la traducción canónica de In-der-Welt-sein por
«ser-en-el-m undo» (étre-au-monde), de la que afirma V ezin que «sobrepasa el
original» y que «el giro estar-en (étre-au p o r In-Sein) es más adecuado feno­
m enològicam ente que estar-dentro» (Etre et Temps, op. cit., notas, pág. 540),
p o r la sim ple razón de que H eid e g g er h abría p o d id o preferir ta m b ié n la
expresión Auf-der- Welt-sein, cuya traduccción literal es «estar en el mundo»
(iétre-au-monde). E n efecto, es perfectam ente posible pensar el ser en u n sen­
tido que no sea el de una inclusión espacial y darle el sentido que H eidegger
reconoce al In-Sein, esto es, según el significado inicial de la preposición in:
habitar, estar familiarizado con (Ser y Tiempo, op. cit., § 12, pág. 80) (N . de la
T.: sobre la traducción al castellano de In-der-Welt-sein, véase Ser y Tiempo,
op. cit, pág. 464.)

131
III. Fenomenología del ser-mortal

es para Heidegger el conjunto de los entes, sino el horizonte a partir


del cual los entes pueden ser com prendidos com o lo que son, es
un m om ento constitutivo del propio Dasein y no un m edio en el
i |ue éste se insertaría, y esto es lo que explica que el estar-«ahí» del
Dasein constituya una unidad con el estar-«ahí» del m undo.29
E n la m edida en que es esa apertura — que im pide que se le
confunda con lo que la filosofía m oderna llama «sujeto» y que en­
tiende com o una interioridad por oposición a la exterioridad de los
objetos— , el Dasein, puesto que no es indiferente a su propio ser,
puede designarse a sí mismo con el pronom bre personal «yo»/0 N o
hay que confundir, com o se tiene tendencia natural a hacerlo, la
subjetividad con la capacidad de decir «yo». C on la palabra «yo», el
Dasein se designa a sí mismo, es decir, se expresa como estar-en-el-
m undo, lo que no quiere decir de ningún m odo que se reconozca
com o «sujeto», ya que éste es por el contrario, debido precisamen­
te a su nom bre — subjectum, «lo que se echa debajo»— , entendido,
a partir del m odelo del concepto de sustancia, com o res cogitans,
«cosa pensante».31 Hay pues un ser sí-mismo o una mismidad que no
se confunde de ningún m odo con un ser-sujeto, debido al hecho
mismo de que nunca está realizado ya, sino que por el contrario
siempre está «para ser» y este «para ser» tiene la forma de un p ro ­
yecto de sí-en-el-m undo que no presupone ningún ser sustancial
com o su fundam ento.32
Al decir «yo», el Dasein expresa su propio ser y a éste reserva
H eidegger el térm ino de existencia que no designa po r tanto ya
, 3 3

el m odo de ser de las cosas, para el que Heidegger forja el térm ino
Vorhandenheit que, por oposición al ser «como arrojado» del Dasein,

29. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 28, pág. 156.


30. Ibid., § 9, pág. 68.
31. Ibid., § 64, pág. 338.
32. Ibid., § 64, pág. 340.
33. Ibid., § 9, pág. 67.

t 1 \
La muerte

rem ite a la idea de una presencia dada y por tanto ya realizada.34


La existencia, en el sentido preciso que le da H eidegger, es pues
la capacidad de relacionarse con sí mismo y de com prenderse a sí
mismo, y no rem ite por tanto a la perm anencia de ningún ser sus­
tancial. D e ello deriva, y es una consecuencia de alcance considera­
ble, que la existencia no puede entenderse com o un género com ún
a una m ultiplicidad de seres. D ebido a que el ser del Dasein es en
realidad un tener-que-ser que no puede comprenderse a sí mismo
com o el ejem plar específico de un género, ni siquiera el género
hum ano, ya que éste, com o decía ya Husserl, no se puede comparar
de ningún m odo a una especie zoológica y nunca será «realizado».35
El Dasein es así «cada vez mío», lo que implica que no hay «modelo»
al que adecuarse ni esencia que realizar, sino que cada vez se da la
contingencia del estar-arrojado en el m undo para hacerse cargo — lo
que Heidegger llama Faktizität der Überantwortung, «facticidad de la
entrega del Dasein a sí mismo»,36 donde el térm ino Überantwortung
tiene el sentido de una transferencia de responsabilidad ( Verantwor-

34. R especto a la traducción del térm ino Vorhandenheit, no recogem os


ni être-sous-la-main (M artineau), ya que la referencia a la m ano no es n ece­
sariam ente «audible» en el térm ino vorhanden, usual en alemán, que designa
sim plem ente la presencia efectiva y el carácter disponible de algo, ni être-là-
devant (Vezin), ya que el vor de vorhanden más bien significa «antes» que «de­
lante». N os decantarem os, aunque no de m anera sistemática, p o r recuperar la
traducción «subsistance», propuesta p o r los prim eros traductores de Sein und
Zeit, A. de W aehlens y R . B oehm (L ’Etre et le Temps, Paris, Gallimard, 1964),
que refleja bien u n aspecto de la Vorhandenheit que puede entenderse efecti­
vam ente com o una presencia p erm anente (N . de la T.: sobre el significado en
castellano del térm ino Vorhandenheit, véase Ser y Tiempo, op. cit., pág. 462).
35. Husserl, E., La crisis de las ciencias europeas y lafenomenología trascedental:
una introducción a lafilosofía fenomenológica, op. cit., pág. 330, donde Husserl, tras
haber manifestado que no puede entenderse según el esquem a de desarrollo
biológico la historia de los pueblos, que no acceden nu n ca a la «madurez»,
concluye: «La hum anidad anímica no ha consum ado nunca u n proceso, ni lo
consum ará, ni puede repetirse».
36. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 29, pág. 159.

L3 4
III. Fenomenología del ser-mortal

tung) de sí a sí— . Es lo que hace que ninguna determ inación tenga


para él la exterioridad de un hecho de naturaleza y que, com o lo
dice tam bién M erleau-Ponty, «la existencia no puede tener atributo
exterior o contingente» y «no puede ser nada sin el ser entero, sin
retom ar y asumir sus “atributos”y convertirlos en dimensiones de
su ser». 37
Esta asunción de su propia facticidad constituye la singularidad
y la unicidad de la existencia y es bastante evidente que este aspecto
propiam ente ético del «solipsismo existencial» heideggeriano apenas
ha sido percibido, excepto en la primera interpretación «existencia-
lista» que se hizo, especialmente en Francia, de Ser y Tiempo. Y sin
embargo eso no significa nada más que un: «Yo soy el único responsa­
ble de abrirme a lo que me corresponde», que es como un eco lejano
de la lección de ética que Platón nos daba ya en el m ito de la elección
por parte del alma de su propio destino, con el que acaba la R e ­
pública. Exim ir de culpa a D ios,38 no hacer responsable de lo que
somos ni a la naturaleza ni a los otros, es lo que condiciona justa­
m ente la posibilidad de una ética que tiene necesariamente com o
presupuesto la libertad de una mismidad, es decir, de una estructura
de receptividad sin la que no son posibles ninguna «respuesta» ni nin­
guna responsabilidad. Este hacerse cargo del ser-arrojado que exige
el carácter de cada vez m ío, la yoidad de la existencia, tiene com o
correlato una asunción necesaria y asimétrica del ser-para-la-muerte.
C om o destaca Heidegger: «El m orir debe asumirlo cada Dasein por
sí mismo. La m uerte, en la medida en que ella “es” , es por esencia
rada vez la mía».39 N o hay, pues, esencia «general» de la m uerte
com o no hay esencia general de la existencia o del Dasein, sino que
hay, cada vez, una experiencia intransferible del existir y del m orir.

37. M erleau-P onty, M ., Phénoménologie de la perception, París, Gallimard,


1945, pág. 469 [Fenomenología de la percepción, trad. p o r j. Cabanes, Barcelona,
Península, 52000].
38. Platón, República, X , 617 e.
39. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 47, pág. 261.

M I
La muerte

Sin embargo, ¿no cabe afirmar, como hace Lévinas en contra de


H eidegger, que la m uerte prim era no es la m uerte propia, sino l.i
del otro?40 ¿Cóm o podría alcanzarnos esa nada que es la m uerte, si
no es a través de la m uerte del otro? ¿Y no hay que reconocer que
el Dasein puede así acceder a una «experiencia» de la m uerte,41 y eso
debido a que es por esencia un coestar con los otros? El coestar con
los otros es para H eidegger una estructura de la existencia misma
y no un estado de hecho que supondría la presencia efectiva de los
otros, lo que haría im posible cualquier relación con los ausentes
y con los m uertos. D e ahí que la soledad, es decir, la falta de la
presencia real de otro, no es lo contrario del coestar con los otros,
sino la experiencia privativa de esta presencia. Y es precisamente esta
privación de la presencia del otro la que se experimenta en el duelo,
que es un coestar con el otro insigne, puesto que, debido precisa­
m ente a que lo hemos perdido irrem ediablem ente, el m uerto está
m ucho más presente para nosotros de lo que lo estuvo jamás el vi­
vo. La «yoidad» del existir no es en absoluto incom patible con el
coestar con los otros, sino que es por el contrario su fundam ento,
puesto que lo que yo com parto con el otro es precisam ente ese
carácter intransferible de la existencia que m e separa de él de forma
abismal. Heidegger ya lo había manifestado claramente al final de la
conferencia pronunciada en julio de 1924 ante los teólogos de M ar-
burgo sobre «El concepto de tiempo». E n este texto, que puede
considerarse el esbozo, a grandes líneas, de Ser y Tiempo, Heidegger
planteaba la cuestión de saber en qué m edida el tiem po podía ser
considerado el principio de individuación, es decir, aquello «a partir
de lo cual el Dasein está en lo respectivamente suyo».42 Explicaba a

40. Lévinas, E ., «La m o rt et le temps» (curso 1975-1976), en Dieu, la


morí, le temps, París, Le livre de poche, 1993, pág. 53 [Dios, la muerte y el
tiempo, trad. po r M . L. R o d ríg u ez Tapia, Barcelona, Altaya, 1999].
41. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 47, pág. 259.
42. H eid e g g er, M ., D er Begriff der Z eit, O b ra s co m p letas, v o l. 64,
Frankfurt, K losterm ann, 2004, pág. 124 [El concepto del tiempo, trad. p o r R .

13 6
III. Fenomenología del ser-mortal

modo de respuesta que la anticipación de la muerte es lo que permi te


,tl Dasein devenir él mismo, pero, añadía inmediatamente, «esta in­
dividuación tiene la peculiaridad de que no perm ite alcanzar una
individuación com o form ación fantástica de existencias excepcio­
nales», al contrario, «derriba todo dárselas de algo» e «individualiza
de tal m anera que nivela a todos», ya que lo que cada uno tiene en
c om ún con todos los otros es precisamente «la única vez en su des­
uno único en la posibilidad de un pasado peculiarm ente suyo».43
Pero si bien la experiencia del duelo es la de un auténtico co­
nstar con el otro, eso no significa sin embargo que sea una expe-
tiencia auténtica de «la» m uerte. La m uerte de un ser querido es
sin duda el anuncio de «mi» m uerte, puesto que m e condena a una
soledad que puede ser vivida com o la desaparición de todo Dasein,
de toda capacidad de estar-ahí, com o la melancólica revelación de
la insignificancia de nuestro propio ser, en la m edida en que basta
i]Lie «nos falte un solo ser» para que de repente nos parezca, com o
dice el poeta, que «todo está despoblado». La experiencia de ese
«despoblamiento», esto es, del hundim iento de este horizonte de
sentido que es el m undo, no puede pretender constituir una verda­
dera asunción de «la» m uerte. C om o subraya Heidegger, si bien la
m uerte del ser querido se vive com o una pérdida irreparable, no es
la pérdida sufrida por el otro la que se vuelve así accesible. Por lejos
que se pueda llegar en el acompañamiento del otro en su m uerte,44

Gabás Pallás y j . A. Escudero, M adrid, T rotta, 1999]. E n la versión francesa


de M . H aar y M .B . de L aunay («Le co n c ep t de temps», Martin Heidegger,
cuaderno dirigido p o r M . Haar, París, L’H erne, 1983, pág. 36) se modifica la
expresión Jeweiligkeit, que se traduce po r «vient à chaque fois au séjour» y no
p o r «perpétuité». Véase a este respecto F. D astur, «Le tem ps et l’autre (Hus­
serl, H eidegger, Lévinas)», en La phénoménologie en questions. Langage, altérité,
temporalité, finitude, Paris, V rin, 2004, págs. 101-116.
43. Ibid.
44. Véase el adm irable relato de R . de Cecatty, L ’accompagnement, Paris,
Gallimard, 1994.

i »?
La muerte

ésta se nos escapa irrem ediablem ente. Es p o r esto que cada uno,
por m uy acompañado que pueda estar en su agonía, está condenado
inexorablem ente a m orir solo, y tam bién por esto cuando lloramos
a los m uertos, en realidad siempre estamos llorando por nosotros
mismos.
Pues la experiencia del duelo, ya sea la de una (relativa) m uerte
para sí m ism o en la experiencia del recuerdo o de la m uerte del
otro, en la experiencia del estar con el difunto, ya es en sí misma
una «superación» de la m uerte y una «estrategia» destinada a llenar la
laguna, la cesura, la absoluta discontinuidad de la temporalidad que
supone la m uerte. En la experiencia del recordarse, yo experimento
a la vez m i m uerte com o yo pasado y m i supervivencia com o yo
que recuerda, estoy m uerto y a la vez soy un superviviente a mi
propia m uerte, que se afirma entonces en el recordarse. Lo mismo
ocurre en la experiencia de la m uerte del otro: yo experim ento a
la vez la ausencia efectiva o real del difunto, que ya no responde,
y la de su copresencia conm igo en la «incorporación espiritual»
que efectúa el duelo. Es m uy significativo que Freud hablara a este
respecto del «trabajo» del duelo, subrayando con ello el rasgo pro­
fundamente «dialéctico» de éste, que consiste en m antener con vida
al desaparecido incorporándolo a nuestra interioridad y a la vez ma­
tarlo realmente aceptando sobrevivirle.45 Existe, utilizando los tér­
minos freudianos, una misteriosa «economía» del duelo que empuja
al yo, enfrentado a la cuestión de saber si desea compartir el mismo
destino que el m uerto, a decidir, dando cumplimiento a sus satisfac­

45. La expresión «trabajo del duelo», de la que se hace hoy en día u n uso
desmesurado, es de origen freudiano. Cf. Freud, S., «La aflicción y la m elan­
colía», en Obras completas, trad. p o r L. López-Ballesteros y de T orres, vol. I,
M adrid, B iblioteca N ueva, 1967, pág. 1075 y sigs. D el m ism o m o d o que
la palabra «trabajo», que procede del latín tripalium, térm ino que designa un
instrum ento de tortura, tiene el significado original de «tormento», la palabra
alemana Arbeit rem ite, desde el p u n to de vista etim ológico, a la m ism a idea
de pena y de dolor, y sin duda Freud la entendió en este sentido.
III. Fenomenología del ser-mortal

ciones narcisistas, renunciar al «objeto» de am or desaparecido para


poder m antenerse con vida.46 Cabe pensar ciertam ente, com o lo
hace Lévinas, que «lo que se llama amor, utilizando un térm ino algo
adulterado, es por excelencia el hecho de que la m uerte del otro me
afecta más que la mía»,47 lo que explica que se pueda decidir m orir
«por» el otro. Esto no significa, sin embargo, m orir «en su lugar»,
puesto que si bien se logra retrasar el m om ento de su m uerte, es en
cambio rigurosamente imposible liberar al otro de su propia condi­
ción de mortal. D e m odo que lo único que se puede hacer es darle
al otro un lapso de tiem po más o menos largo, pero no la inm orta­
lidad, com o subraya claramente Derrida com entando a Heidegger:

Y o p u e d o dárselo to d o al o tro salvo la in m ortalidad , salvo morir por él


hasta el p u n to de m o rir en su lugar y liberarlo así de su p ropia m u erte.
Y o p u e d o m o rir p o r él en u n a situ ació n en q u e m i m u e rte le da u n
p o c o más de tie m p o para vivir, p u e d o salvar a alg u ien arro ján d o m e
al agua o al fu eg o p ara arra n c a rlo p ro v is io n a lm e n te d e la m u e rte ,
p u e d o darle m i co ra zó n en sentido literal o en sen tid o figurado para
asegurarle cierta longevidad. P ero n o p u e d o m o rir en su lugar, darle
m i vida a cam bio de su m u e rte .48

A unque incluso en el caso del sacrificio realizado p o r am or, en


realidad no se trata de la m uerte del otro, tal com o «es» para él,
sino más bien de la pérdida irreparable que sería la llegada inespe­
rada de ésta para nosotros, que preferim os así no ocupar el lugar
del superviviente. Precisam ente porque en esta form a insigne de
coestar con el otro que es el am or m e incluyo a m í mismo en la

46. Freud, S., «La aflicción y la melancolía», en Obras completas, op. cit.,
pág. 1075 y sigs.
47. Lévinas, E ., Dieu, la morí, le temps, op. cit., pág. 121.
48. Cf. Derrida, J., «D onner la mort», en L ’éthique du don, París, Métailié,
1992, pág. 47 [Dar la muerte, trad. p o r C. de P eretti y P. Vidarte, Barcelona,
Paidós, 2006].
La muerte

m uerte del otro, jamás podría experim entar su propia m ortalidad.


Es lo que el propio Lévinas debe reconocer, puesto que declara
que «el am or al otro es la em oción de la m uerte del otro».49 Esta
em oción perm anece mía y no afecta tanto al propio difunto y a la
pérdida, inimaginable para mí, que representaría para él su m uerte
com o a m i propia existencia en la m edida en que estaría privada
del difunto. Y el hecho m ism o de que yo, com o superviviente
potencial, pueda sentirla es ya una m anera que tengo de empezar
a rom per con este com partir el m undo con el otro de esa form a
global aunque m om entánea que es el amor. Ya que, com o subraya
D errida, sabemos «a priori, de form a absolutam ente irrefutable»
que nunca llegamos juntos a la cita de la m uerte, de manera que «la
m uerte es en el fondo el nom bre de la simultaneidad imposible, y
de una imposibilidad que conocem os sim ultáneam ente, pero que
esperamos juntos, al mismo tiem po, hama com o se dice en griego:
al mismo tiem po, simultáneamente esperamos esta anacronía y este
contratiem po».50
Q ue la m uerte del otro no pueda coincidir jamás con la mía y
que, po r consiguiente, contrariam ente a lo que se quiere creer, el
am or no sea más fuerte que la m uerte es lo que hace de cada m uer­
te un escándalo, una primera m uerte, com o dice el propio Lévinas
recordando lo que afirma E ugen Fink, a saber, que no existe un
género de la m uerte bajo el que puedan agruparse com o especies la
m uerte del otro y la m ía propia.51 N adie ha cuestionado más que
Fink la capacidad de la filosofía para pensar en la m uerte, precisa­
m ente porque la filosofía tropieza con una paradoja, la de un saber
de la m uerte que sin embargo no podem os pensare’2 Ya que pensar

49. Lévinas, E., Dieu, la morí, le temps, op. cit., pág. 121.
50. D errida, J., Apories, París, Galilée, 1996, págs. 117-118 [Aportas:
morir-esperarse (en) los límites de la verdad, trad. p o r C . de P eretti, Barcelona,
Paidós, 1998].
51. Lévinas, E., Dieu, la mort, le temps, op. cit., pág. 105.
52. Fink, E., Metaphysik und Tod, op. cit., pág. 187.

140
III. Fenomenología del ser-mortal

significa para la filosofía subsumir bajo un concepto, y este tipo de


operación se refleja necesariamente sobre el que la realiza, de ma­
nera que «casi obligatoriamente» se interpreta a sí mismo a partir de
esta com prensión de las cosas y de los seres que ha convertido en
el tem a de su pensam iento.53 N o se trata sin embargo de un error
o de una negligencia del pensam iento, sino por el contrario de la
dirección «natural» de éste, en cuanto pretende apresar en la red de
sus conceptos la totalidad de lo que es, con la excepción de esa nada
que es la m uerte, para la que Fink dem ostró que no hay lugar en
la concepción que la filosofía se hace de la nada, que «sigue siendo
con m ucha frecuencia cautiva de la perspectiva del ser finito de
las cosas intram undanas fragmentarias, incluso allí donde — com o
en H egel— la nada se concibe com o aniquilam iento, com o “ne-
gatividad”».54 Esa concepción de la nada com o «lo absolutamente
otro en relación con lo ente», según expresión de Heidegger en el
epílogo a «¿Qué es metafísica?»,55 no puede ser identificada con la
idea hegeliana de negatividad, aun cuando, com o reconoce Fink,
ésta representa la expresión conceptual más elevada del paso del ser
al no-ser, el aniquilam iento, la Ver-nichtung .56 Es lo que induce a
Fink a declarar:

La m u e rte n o es u n a cosa y la nada q u e se realiza a través d e ella no


es u n a c c id e n te , u n a ausencia q u e h ay q u e llen ar, u n ag u je ro q u e
se abriría en el m u n d o . Esa nada q u e es la m u e rte n o tie n e lu g ar en
la to p o lo g ía del ser, n o tie n e sitio e n el u n iv e rso d el ap arecer. Si el
h o m b re se define a p artir de la posibilidad de la m u e rte, si se caracte­
riza p o r la m arca infam ante de la aniquilación, n o p u ed e ser u n a cosa,
u n a sustancia finita, u n a criatura natu ral o u n ser v iv o , y ta m p o co u n

53. Ibid., pág. 195.


54. Fink, E., Spiels ais Weltsymbol, Stuttgart, Kohlham mer, 1960, pág. 235.
55. H eidegger, M ., en Hitos, op. cit., pág. 253.
56. Fink, E., Alies und Nichts, La Haya, N ijhoff, 1959, págs. 30-31
La muerte

anim al q u e p o se y era el le n g u aje , la raz ó n y la lib e rtad , o u n ser de


cultura q u e edificara de fo rm a creativa su m u n d o h u m a n o .57

El hecho de que se com prenda así, incluyéndose él m ism o en el


o rden del ente, proviene de su irreductible estar-en-el-m undo,
que no le perm ite tom ar ninguna distancia respecto a éste, ninguna
independencia parecida a la que el idealismo siempre ha querido
instaurar entre el hom bre y el m undo, convirtiendo al hom bre en
una conciencia o un yo absoluto, e incluso, com o en Husserl, en
un «espectador desinteresado».58 A hora bien, explica Fink:

nosotros n o som os n u n c a u n sujeto q u e te n d ría p o r o b je to el m u n d o


en su to talid ad , n o p o d e m o s de n in g ú n m o d o h a c e r ab stracció n de
él, co lo ca rlo a u n lad o y situ arn o s e n fre n te , c o m o si fu éram o s un
espectador ex tram u n d an o del m u n d o . E l «teatro del m undo» n o tiene
más p ú b lico q u e los actores, aquí todos p articip an en el espectáculo,
a u n q u e son más b ie n los q u e sufren q u e los q u e actúan. E n el m u n d o
«venim os al m un d o » y en el m u n d o «dejam os el m u ndo». S ólo en la
reg ió n en g lo b an te del m u n d o los objetos v ie n e n a n u estro en c u en tro
y nosotros nos m an ten em o s co m o sujetos frente a los objetos. Es en el
m u n d o d o n d e estam os siem pre incluidos en lo in tra m u n d an o . Somos
los «prisioneros» e n sentido cósm ico, n o so lam en te los prisio n ero s de
los p reju icio s, de las ideas p rec o n ceb id as, d e los espejism os y d e las
ilusiones, o los prisioneros de la fu n ció n social. D e los espejism os y de
las ilusiones, d e la fu n c ió n social es posible evadirse, si se tie n e valor
suficiente para desear la v erdad [...]. D el encarcelam iento cósm ico no
hay posibilidad de liberarse.59

57. Fink, E ., Metaphysik und Tod, op. cit., pág. 197.


58. H usserl, E ., Meditaciones cartesianas, trad. p o r J. Gaos y M . García-
Baró, M éxico, F ondo de C ultura Económ ica, 1985, § 15, pág.82.
59. Fink, E., Metaphysik und Tod, op. cit, pág. 201.

142
III. Fenomenología del ser-mortal

Lo que no puede convertirse en un tem a para el pensam iento es


precisam ente esta ausencia del m undo y esta ausencia del pensa­
m iento que es la m uerte. Aquí es donde el ser hum ano se enfrenta
al enigm a que representa para sí m ism o, esto es, un ser que con
su pensam iento puede englobar el m undo, pero que no puede
pensar el fin de su pensam iento englobante del m u n d o .60 En la
m uerte, entendida com o «lo más hum ano que hay en el h o m ­
bre»,61 la finitud halla «su expresión más acusada, su gusto más
amargo», precisam ente porque el ser hum ano no puede acceder a
un conocim iento total de sí m ism o. Y precisam ente porque nos
falta ese «conocim iento fundamental» de nuestra finitud,62 existe
para nosotros lo intem atizable. Pues el conocim iento de nuestra
propia situación en el ser está constantem ente en m ovim iento,
oscila entre el pensam iento de la inclusión del hom bre com o ente
en el m undo, y el pensam iento del hom bre com o exterior al ente
en tanto que pensador del todo del m undo, de m anera que se sus­
trae a su propia consideración a través de su propia operación, y la
ilusión «trascendental» de la filosofía sigue siendo sin duda la que
cree posible llegar a subsumir en una ontología del m ovim iento el
m ovim iento mism o de la ontología.63
Sin em bargo Fink, a semejanza de Lévinas, considera que la
Jemeinigkeit, el «cada vez mío» de la existencia, implica la determ i­
nación del ser hom bre com o «subjetividad monádica» y «mismi-
dad egoica».64 En contra de la unilateralidad de la interpretación
heideggeriana del m orir que, dado que otorga primacía a la m uerte
propia, sigue siendo la heredera de la metafísica de la subjetivi-

60. Ibid., pág. 199.


61. Ibid., pág. 208.
62. Cf. H eidegger, M ., Kant y el problema de la metafísica, trad. p o r G red
Ibscher R o th , M éxico, F ondo de C ultura Económ ica, 1973, pág. 185.
63. Cf. Fink, E., Metaphysik und Tod, op. dt., pág. 203.
64. Fink, E., Grundphánomene des menschlichen Daseins, Friburgo/M únich,
Alber, 1979, pág. 99.

•4 »
La muerte

dad, Fink quiere p o n er de relieve el doble aspecto, individual y


social, de la m u erte.65 P or eso se propone evidenciar lo que une
íntim am ente el am or con la m uerte. Sin llegar a reprochar a H ei­
degger, com o lo hace Binswanger en el extenso libro que publica
en 1942, titulado Grundformen und Erkenntnis menschlichen Daseins
(Formas fundamentales y conocimiento de la existencia humana), el ha­
ber centrado unilateralm ente su análisis de la existencia en Ser y
Tiempo en la noción de cuidado, y no haber dejado sitio al amor,
hay que reconocer que H eidegger dice poca cosa a propósito del
am or en su obra propiam ente filosófica.66 Al principio de la Carta
sobre el Humanismo, define el am or com o el adueñarse de una cosa
o de una persona, com o la capacidad de dar el ser y de dejar que
algo se presente m ostrando su origen.67 D e m odo que el am or se
entiende básicamente com o solicitud liberadora, com o un dejar ser
al otro en su m ayor singularidad y com o «poder» no directivo de
otorgar al otro el espacio donde desplegar su ser. Heidegger recu­
pera así la definición agustiniana del am or de la que ya trató en la
correspondencia amorosa m antenida con H annah A rendt.68 Ésta,
que fue alumna de H eidegger en M arburgo durante los años 1920,
había dedicado su tesis al concepto de am or en san Agustín. Com o
recuerda tam bién H eidegger en su correspondencia con Élisabeth

65. Ibid., págs. 154-155. Véase a este respecto F. D astur, «M ondanéité


et m ortalité (Fink et H eidegger)», en La phénoménologie en questions, op. dt.,
págs. 229-242.
66. Véase a este respecto F. D astur, «A m our et séduction: un e appro-
che phénom énologique», en Interdisziplinäre Phänomenologie, Interdisciplinary
phenomenology, U niversidad de K yoto, vol. 3, 2006, págs. 95-106. Así com o
F. Dastur, «Amore noità e cura. Osservazioni sulle G rundform en di Binswan­
ger» (trad, p o r F. Leoni), en Ludwig Binswanger, Esperienza della soggettività e
trascendenza dell’altro. I margini di un’esplorazione fenomenologico-psichiatria, ed.
p o r S. Besoli, M acerata, Q uodlibet, 2007, págs. 519-534.
67. H eidegger, M ., Carta sobre el Humanismo, op. cit., pág. 16.
68. A rendt, H ., H eidegger, M ., Correspondencia 1925-1975 y otros docu­
mentos de los legados; Hannah Arendt, Martin Heidegger, op. cit., pág. 31.

'44
III. Fenomenología del ser-mortal

Blochmann — una amiga de su m ujer a la que le une una gran amis­


tad, tal vez incluso una amistad amorosa— , san Agustín define en
una ocasión el amor con la frase «volo ut sis», «quiero que seas», en el
sentido de «quiero que seas lo que eres».69 Se trata, com o vemos,
de una «voluntad» que no im pone nada, sino que por el contrario
supone la retirada del sí para hacer sitio al otro, de una voluntad de
alteridad, que desea la libertad para el otro y no la libertad para sí.
Tam bién encontram os en H eidegger, en su correspondencia con
Hannah Arendt, la idea de una «comunidad amorosa» que se expresa
mediante la fórmula, tan del gusto de Binswanger, de la «nostredad»:
«podríamos decir que el m undo ya no es m ío ni tuyo — sino nues­
tro— que aquello que hacemos y producim os no pertenece ni a ti
ni a mí, sino a nosotros»,70 le escribe en mayo de 1925.
H eidegger reconoce p o r tanto que «el am or es tan rico que
supera las otras posibilidades humanas», precisamente «porque nos
convertimos en aquello que amamos y, no obstante, seguimos sien­
do nosotros mismos»,71 aunque no relaciona de form a explícita,
al contrario que Fink, el am or y la m uerte. Según Fink, lo que
une íntim am ente am or y m uerte es su referencia com ún al «fon­
do original e inform e de toda vida y de todo ser».72 A diferencia
de H eidegger, que desde principios de los años 1920 renunció a
definir al hom bre a partir del concepto de vida, encontram os en
Fink una adhesión a una «filosofía de la vida» que no pacta con
nin g ú n biologism o, pero que no p o r ello deja de considerar la
vida hum ana com o algo eterno e indestructible. Esta «infinidad
de la vida hum ana a través de la generación y el nacim iento»73

69. H eidegger, M ., Élisabeth Blochm ann, Briefwechsel, 1918-1969, M ar-


bach am N eckar, 1990, pág. 23.
70. A rendt, H ., H eidegger, M ., Correspondencia 1925-1975 y otros docu­
mentos de los legados; Hannah Arendt, Martin Heidegger, op. cit., pág. 30.
71. Ibid., pág. 14.
72. Fink, E., Grundphanomene des menschlichen Daseins, op. cit., págs. 333-334.
73. Ibid., pág. 194.

145
La muerte

es la que ve celebrada en los «misterios» de la Grecia antigua. El


am or, que es para Fink el fundam ento m ism o de la sociabilidad,
no rem ite solamente al altruismo que prescribe el cristianismo, sino
que constituye una actitud extática p o r la que alcanzamos la vida
supraindividual que constituye la cadena de las generaciones y la
serie infinita de las formas siempre nuevas de la vida humana. Por
esta razón, amar no significa tan sólo unirse a otro, sino sentirse
uno con la vida original infinita de donde surgen todas las formas
finitas de la vida y a la que acaban todas por regresar. Esa mirada
arrojada por unos instantes sobre la continuidad de la especie, «for­
m a terrestre de la inmortalidad de los mortales», es la que constituye
esta experiencia propiam ente «pánica» que es el amor, experiencia
de la que carece el animal, ya que si bien éste participa tam bién en
la continuidad de la especie, no la «existe» no obstante com o tal ni
experim enta el sentim iento infinito de pertenencia a ella.74 N o se
trata, en estos instantes, de «abolir» (aufheben) la mortalidad, sino de
concebirla por el contrario com o constituyente de la presuposición
misma de la eternidad, ya que «sólo un ser m ortal puede poseer el
conocim iento, a través de todos los m uertos, del retorno y de la
regeneración eterna de la existencia, de la repetición en el niño».75
N o hay, pues, experiencia del am or que no sea al m ism o tiem po
una experiencia de la m uerte, y en el entrelazam iento de esas dos
experiencias se puede hallar la única verdadera eternidad e inm orta­
lidad, no la que estaría más allá del tiem po y más allá de la m uerte,
sino la que se produce en el tiempo y por medio de la propia mortali­
dad.76
A unque no se trata de buscar en un más allá la «superación» de
la m uerte, no obstante, para el nietzscheano Fink, se puede ver la
m uerte no sólo desde la perspectiva preferida por Heidegger, que

74. Ibid., pág. 347.


75. Ibid., págs. 347-348.
76. Ibid., págs. 349-351.

146
III. Fenomenología del ser-mortal

es la individual del m oribundo, sino tam bién desde la que nos es


revelada por el amor, que es la perspectiva social del supervivien­
te .77 Lo que perm ite precisam ente el am or es la participación en
la perpetuidad de una vida que se renueva sin cesar a través de la
m uerte y en ese principio cósmico que Nietzsche llamó «el eterno
retorno de lo idéntico». Cabe preguntarse si Fink, m uy a su pe­
sar, no está restituyendo sus derechos a lo que él mism o llama el
«motivo sistemático y arquitectónico del “equilibrio del m undo” »,
que lleva a la tradición metafísica, desde Aristóteles, a unir génesis
y corrupción en el proceso absoluto de un devenir que une en sí
el ser y la nada, y consigue de este m odo «subsumir, generalizar,
desarmar la m uerte humana».78

2. L a m u e r t e y el m o r ir

Si nadie puede librar a nadie de su m uerte ni puede en sentido es­


tricto m orir por el otro, eso implica que el m orir no es solamente
una determ inación extrínseca de la existencia, u n «accidente» de la
sustancia «hombre», sino un atributo esencial de ésta. La relación
que el ser hum ano mantiene con el m orir es constitutiva, por tanto,
de su ser mismo y prim era respecto a todas sus otras determ inacio­
nes. D ebido a esto, H eidegger, en un curso en el que aborda por
prim era vez el análisis del fenóm eno de la m uerte, afirma que la
certeza del tener-que-m orir es el fundam ento de la certeza que el
Dasein tiene de sí mismo, de m odo que no es el cogito sum, el «pien­
so, soy», la verdadera definición del ser del Dasein, sino que es el
sum moribundus, «soy m oribundo», el «destinado a morir» el único
que da sentido al «soy»:

77. Ibid., pág. 156.


78. Fink, E ., Metaphysik und Tod, op. dt., pág. 208.

147
La muerte

Si esas ex presiones tajantes alguna v ez significan algo, el en u n c ia d o


ad ecu ad o relativo al Dasein e n su ser d eb e ría ser: sum moribundus, lo
que n o significa moribundus en el sentido de enferm o term inal o herido
de gravedad, sino q u e en la m ed id a en q u e soy, soy moribundus — el
moribundus da ante todo al soy su sentido.79

Ése es, por tanto, el verdadero sentido del Sein zu m Tode, de un ser
tan inseparable de la m uerte que no puede ser, en sentido propio, más
que en el m odo del morir:

E l Dasein sigue siendo ta m b ié n en el m o rir u n e s ta r-e n -e l-m u n d o y


u n coestar co n los otros en el sentido esencial, p ero ju stam e n te en to n ­
ces el ser se transfiere p ro p iam en te sólo en «yo soy». U n ica m e n te en el
m o rir p u e d o en cierto m o d o d ecir en sentido absoluto «yo soy».80

La m uerte ya no puede aparecer como la interrupción de la existen­


cia, como lo que determinaría su final de manera extema, sino como
lo que constituye básicamente esta relación del Dasein con su propio
ser que Heidegger llama existencia. Considerar que esta relación sólo
puede venirle a través de la m uerte de otro, y no a través de la an­
gustia por su propia m uerte, es darse ya por adelantado lo que se tra­
ta de establecer. Sólo es posible conmoverse por la m uerte de otro
si uno es ya un sí m ism o, si esta estructura de receptividad que es
la mismidad, el sí mismo, existe ya, y no puede existir más que co­
m o relación con un tener-que-m orir propio. Es preciso pues com ­
prender bien en qué consiste la Jemeinigkeit, esta estructura distri­
butiva de la existencia, que es el fundam ento de toda posibilidad
de estar juntos y que, por consiguiente, no puede derivarse de ella.
N o se puede considerar, com o lo hace Derrida, que la Jemeinigkeit,

79. H eidegger, M ., Prolegomena zur Geschichte des Zeitbegriffs, Obras com ­


pletas (Curso del semestre de verano de 1925), vol. 20, Frankfurt, K loster-
m ann, 1979, págs. 437-438.
80. Ibid., pág. 440.

148
III. Fenomenología del ser-mortal

esto es, el «cada vez mío» puede ser indistintam ente «el del Dasein
o el del yo (en el sentido vulgar, en el sentido psicoanalítico o en el
sentido de Lévinas)»; en este caso «los nombres de Freud, Lévinas y
Heidegger», en la m edida en que constituyen «los tres ángulos más
determinantes» del debate fundamental a propósito de la m uerte y
del duelo que es tratado en Apones,81 no pueden situarse de ningún
m odo en el mism o plano. Sólo el yo, en sentido freudiano o en
sentido levinasiano, puede ser «constituido» a partir de un «duelo
originario» que «supone al otro dentro de sí mismo com o diferente
de sí».82 En efecto, es necesario que se haya formado un «dentro»,
es decir, una relación con sí mismo para que pueda establecerse la
diferencia entre el sí y el otro. Esta relación con sí mismo, por ser
precisamente la suerte com ún a todos los existentes, es la que H ei­
degger llama Jemeinigkeit, y en ella ve una estructura fundam ental
de la existencia, anterior a la constitución de un «yo». N o se puede
afirmar, pues, com o hace Derrida, que «incluso cuando se habla de
Jemeinigkeit» se hace desde el plano del ego y hasta simplemente des­
de el del «yo consciente»,83 salvo que se desconozca lo que distingue
radicalmente la problem ática del sujeto, tal com o ha sido definido
en la m odernidad y hasta en Freud, de la problem ática del Dasein.
La hipótesis, por interesante que sea, de un «duelo originario» que
haría derivar la relación con sí mismo del hecho de la m uerte del otro
estaría condenada a ver en el sí el simple resultado de la operación de
otro, al que habría que considerar entonces, com o lo hace Lévinas
con suma coherencia, com o ese «Absolutamente Otro» que, en su
infinitud, es «anterior» a la finitud y a la pasividad de una m ism i-
dad «rehén».84 Pero, al m ism o tiem po, ésta no podría entenderse
más que com o una figura de la sujeción, es decir, com o un «sujeto»

81. D errida, J., Apones, op. cit., pág. 111.


82. Ibid.
83. Ibid.
84. Lévinas, E., De otro modo que ser, o más allá de la esencia, trad. por A
P intor R am os, Salamanca, Síguem e, 1987, pág. 183.
La muerte

y una «egoidad», y no com o aquello que los hace posibles y que


Heidegger llama acertadamente Selbstheid, «mismidad»,85 que sólo se
constituye en la asunción de ese Absolutamente O tro que es también
la m uerte. Pero contrariam ente a lo que ocurre con Dios, ese Ab­
solutamente O tro infinito del que el sujeto sólo es «rehén» porque
está separado de él, con ese Absolutamente O tro que es el ente, con
esa Nada que es la M uerte, el Daseín, que no es un «sujeto»,86 sino
un ser esencialmente abierto a él mismo y al otro, tiene relación y
esta relación es la única que puede ser asumida.
Por esta razón, no hay que identificar, com o se cuida m ucho de
hacer Heidegger, la m uerte y el m orir. En efecto, la m uerte es, en
el sentido amplio del térm ino, un fenóm eno que forma parte de la
vida. El Dasein puede ser tam bién considerado com o un simple ser
vivo, por ejemplo com o objeto de las ciencias biológicas, y existe
por consiguiente toda una investigación sobre la m uerte que puede
desarrollarse desde esta perspectiva. Pero sólo puede desarrollarse,
no obstante, porque el investigador sabe ya, en tanto que Dasein, lo
que es la m uerte, que únicam ente puede aparecer com o un «dato»
biológico y adoptar la forma de un acontecinúento objetivo que tie­
ne lugar en el m undo a partir del saberse m ortal del Dasein. Si éste
no tuviera ya por sí mismo una relación con la m uerte, ningún h e­
cho del m undo podría jamás ponerlo en contacto con ella. Lo que
caracteriza fundam entalm ente al Dasein es la relación con su propia
m uerte, que nunca puede devenir un «hecho del mundo», ya que
justam ente supone el fin de éste. Hay que distinguir, pues, de forma
radical, el nivel del vivir del nivel del existir. H eidegger explica en
el § 10 de Ser y Tiempo que «no es un capricho term inológico» el
que le lleva a evitar tanto los términos de sujeto, conciencia, alma,

85. Cf. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 64, pág. 335.
86. Ibid., pág. 338: «El concepto ontológico de sujeto no caracteriza la
mismidad [Selbstheit] del yo en tanto que sí-mismo, sino la identidad [Selbigkeit] y
permanencia de algo que ya está siempre ahí. D eterm inar ontológicam ente el yo
com o sujeto significa plantearlo com o u n ente que ya está siempre ahí».

150
III. Fenomenología del ser-mortal

espíritu y persona, com o los de vida y hom bre, «para designar al


ente que somos nosotros mismos».87 El m otivo del rechazo de estos
térm inos, H eidegger lo indica claramente un poco más adelante,
es el hecho de que el ser del hom bre no puede obtenerse por la
adición de las formas de ser del cuerpo vivo (Lcib ), del alma y del
espíritu, de m anera que también hay que evitar el uso del térm ino
«hombre», que tradicionalm ente se da a ese compuesto. Aunque lo
que hay que evitar sobre todo, com o m uestra claram ente el final
de este párrafo, es el uso del térm ino «vida» para designar el ser del
Dasein.88
H eidegger pretende así establecer claram ente la distancia que
separa la analítica existencia! de toda filosofía de la vida, esta Lebens-
philosophie cuya influencia experim entó en su juventud, sobre todo
a través de la obra de D ilthey, y con la que rom pió a com ienzos
de los años 1920, en el m o m en to en que em pezó a elaborar la
problemática de Ser y Tiempo.89 Pues esta filosofía de la vida, como
dirá más tarde de toda la metafísica, piensa al hom bre a partir de la
animalitas y no lo piensa en función de su humanitas.90 Ciertam ente
«la vida es un m odo peculiar de ser, pero esencialm ente sólo ac­
cesible al Dasein», sin que éste pueda ser entendido nunca com o
siendo vida más alguna otra cosa, igual que ocurre cuando se define
al hom bre, de m anera tradicional, com o un animal rationale. N o se
trata de hacer abstracción del elem ento «racional» o «espiritual» para
extraer en toda su positividad de dato elemental la base corporal que
el Dasein compartiría así con todos los vivos, sino de partir por el
contrario de la existencialidad misma para delimitar negativamente al
ser de lo únicamente vivo:

87. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 10, pág. 71.


88. Ibid., pág. 73.
89. Véase a este respecto F. D astur, «Le to u rn an t h erm én eu tiq u e et la
question du statut de la Science», en Heidegger. La question du logos, París, Vrin,
2007, págs. 49-84.
90. H eidegger, M ., Carta sobre el Humanismo, op. cit., pág. 27
I .il muerte

La o n to lo g ia de la vida se lleva a cabo p o r la via de u n a interpretación


privativa; ella d e te rm in a lo q u e d eb e ser para q u e p u ed a h ab e r algo
• ■ 91
asi co m o u n «m ero vivir».

Es lo que repite H eidegger en el § 41 cuando trata de determinar


el carácter existencial y aprioristico del cuidado con relación a las
pulsiones (voluntad, deseo, impulso e inclinación), que no proceden
en absoluto de la parte de animalidad del hom bre, sino que están
necesariam ente enraizadas en el cuidado en tanto que constituye
el ser entero, «en su indestructible totalidad esencial»,92 del Daseiti.
Ahora bien, éste no tiene acceso directo a las pulsiones propiamente
«vitales» porque «la estructura ontològica fundamental del “vivir” es
ya, por sí misma, un problema, y éste sólo puede ser tratado, por la
vía de una privación reductiva, a partir de la ontologia del Dasein».
E n la parte del curso que dedica en 1929-1930 al análisis del m o­
do de ser del animal, H eidegger, cuando realiza un análisis com ­
parativo de la «pobreza de mundo» del animal en relación con la
«configuración del m undo» que es propia del hom bre, reconoce
la dificultad de esta comparación y reafirma «la tesis según la cual la
esencia de la vida sólo es accesible en el sentido de una consideración reduc-
tora», a la vez que precisa que esto «no significa que la vida tenga
menos valor que la existencia humana», sino que más bien «la vida es
un ámbito que tiene una riqueza del estar abierto, tal como, quizá,
el m undo hum ano no la conoce en absoluto».94
Ahora bien, precisamente la cuestión de la m uerte es la «piedra
de toque», com o reconoce Heidegger, del carácter apropiado y de

91. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. dt., § 10, pág. 75.


92. Ibid., § 41, pág. 215.
93. Ibid., § 4 1 , págs. 215-216.
94. H eidegger, M ., Los Conceptos fundamentales de la metafísica: mundo,
finitud, soledad, op. cit., § 60, pág. 309. Véase a este respecto F. D astur, «Pour
un e zoologie “privative” ou com m en t ne pas parler de l’animal», en Alter,
Revue de phénoménologie 3, octubre de 1995, págs. 281-318.

152
III. Fenomenología del ser-mortal

la originalidad de cualquier cuestión que afecte a la vida, puesto que


«así com o toda pérdida por sí sola hace reconocer y recordar como
tal lo que antes se poseía, así tam bién es precisam ente la m uerte
la que hace aparecer la esencia de la vida».95 Cabe preguntarse sin
duda, com o lo hace Derrida, si es posible negarse a caracterizar el
Dasein com o un ser vivo cuando se lo está definiendo com o un ser
para la m u erte.96 La respuesta de H eidegger consiste, tanto aquí
com o en Ser y Tiempo, en negar la m ortalidad en sentido estricto
al anim al «que no puede m orir (sterben), sino solam ente perecer
(■verenden)» y a quien por tanto se le prescriben «posibilidades total­
m ente determ inadas de la m uerte, del encontrar la m uerte».97 Esta
distinción entre diferentes posibilidades de m uerte no carece de sen­
tido en alemán, lengua que utiliza palabras de raíces diferentes para
designar la m uerte ( Tod) y el m orir (Sterben).98 Si, según Heidegger,
el simple ser vivo no puede m orir (sterben) en sentido estricto, sino
solam ente perecer, en el sentido de «llegar a su fin» (verenden), es
precisamente porque este fin no determ ina intrínsecamente su ser, al
que por otra parte sólo tenem os u n acceso negativo, puesto que
al ser la vida para nosotros siempre vida humana, es decir, una vida
capaz de interpretarse, de comprenderse a sí misma y de asumirse a
sí misma, únicam ente podem os representamos la vida del «simple»
ser vivo m ediante un esfuerzo de abstracción. C uando la m uerte

95. Ibid., § 61, pág. 387.


96. D errida, J., D e l ’esprit. Heidegger et la question, París, Galilée, 1987,
pág. 89 (nota) [Del espíritu, Heidegger y la pregunta, trad. p o r M . Arranz, Va­
lencia, P re-T extos, 1989].
97. H eidegger, M ., Los Conceptos fundamentales de la metafísica: mundo,
finitud, soledad, op. cit., § 61, pág. 322.
98. El adjetivo tot (m uerto), que significa desaparición, tiene la misma
raíz que el sustantivo Tier (animal) y rem ite a la raíz indoeuropea *dheu (véase
el inglés death, m uerte), que significa exhalar, soplar (véase el sánscrito dham,
que quiere decir soplar, avivar [el fuego] m ediante el soplo), m ientras que el
m o rir (sterben), que procede de la raíz indoeuropea *ster (véase starr, rígido),
significa originariam ente endurecerse.

153
La muerte

del Dasein aparece bajo la form a de un hecho del m undo, com o


m uerte del otro, se hablará de «fenecer» en el sentido de dejar de
vivir (ableben), pero no se podrá decir del Dasein lo que se dice del
animal, esto es, que llega a su fin, ya que esto sería considerar que
su m uerte depende de una facticidad puram ente extema, de carácter
únicam ente fisiológico, cuando en realidad el Dasein sólo puede
fenecer, es decir, dejar de vivir, en la m edida en que tiene relación
con su propia m uerte y, por tanto, es susceptible de m o rir."
Por consiguiente, lo que hace H eidegger no es tanto reservar
exclusivam ente al hom bre el privilegio y la dignidad del m orir y
consagrar así de nuevo la superioridad que la tradición filosófica
ha reconocido siem pre al hom bre sobre el animal, com o p o n er
en evidencia el origen existencial del concepto de m uerte. Lo que
caracteriza la existencia es, como ya hemos destacado, que ninguna
de sus determinaciones puede serle externa, lo que implica que al
Dasein le resulta estrictam ente imposible adoptar un punto de vista
externo sobre él m ism o a partir del cual su existencia le aparezca
com o un hecho que se sitúa en el m undo. N o obstante, se objeta­
rá, es lo que hace constantem ente cuando se considera a sí mismo
com o «objeto» de las ciencias de la naturaleza, de la biología por
ejemplo, de la psicología, de la sociología o de la antropología. H ei­
degger no pretende en absoluto negar la posibilidad y la validez de
una biología, de una psicología, de una sociología y de una antro­
pología de la m uerte, sino simplemente mostrar que se basan en un
presupuesto que pasa desapercibido, esto es, en la comprensión que
el Dasein tiene de sí mismo com o mortal. Sólo a través de su propia
mortalidad, el Dasein puede tener acceso a la m uerte «en general»,
lo que no es tanto el signo de una «superioridad» del hom bre como
de su natural im potencia, ya que le resulta imposible tener acceso
directo a una m uerte que no sea la suya propia.

99. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 49, pág. 267.

154
III. Fenomenología del ser-mortal

Por otra parte, es de esta natural im potencia de la que intenta


escapar cuando pretende ver en la m uerte un «accidente» que ocurre
sin duda «todos los días», pero sólo a los otros, y cuando identifi­
ca falsamente el m orir con el simple fenecer. H eidegger hace un
análisis m uy convincente de la m anera que tiene el Dasein de com ­
prenderse a sí m ism o en la cotidianidad com o «Uno». En efecto,
hay que destacar vivam ente de nuevo que su punto de partida no
es, en Ser y Tiempo, el «sujeto» aislado, que ya es el resultado de una
abstracción, sino ese «modo de ser en el que el Dasein se mantiene
inm ediata y regularmente» que es la «cotidianidad».100 Heidegger,
consciente de que esto puede resultar «oscuro», intenta explicarse
en uno de los últimos párrafos de Ser y Tiempo:

P rim ariam en te el té rm in o co tid ian id ad m ie n ta u n d eterm in a d o cómo


de la existencia: el q u e d o m in a al Dasein d u ran te to d a su vida. E n los
análisis precedentes hem os usado a m e n u d o la expresión «inm ediata y
regularm ente». «Inm ediatam ente» significa la form a co m o el Dasein se
m anifiesta en el co n v iv ir de la publicidad, au n cu an d o «en el fondo»
haya «superado» existentivam ente la cotidianidad. «R egularm ente» sig­
nifica la form a co m o el Dasein se m uestra «por regla general», au n q u e
n o siem pre, a cu a lq u ie ra .101

Lo que caracteriza al Dasein cotidiano es la relación que m antiene


con su Umwelt, su m undo circundante, que integra ya, cada vez en
él, el m undo circundante público,102 lo que implica la utilización
de un conjunto de artefactos o de útiles que com parte de form a
indiferenciada con otros seres parecidos a él. Ese Miteinandersein, ese
estar en com ún con los otros constituye la base a partir de la cual
el Dasein se comprende, en prim er lugar, a sí mismo en cuanto está

100. Ibid., § 26, pág. 142.


101. Ibid., § 71, pág. 385.
102. Ibid., § 2 7 , pág. 151.

155
La muerte

bajo el dom inio de un conjunto indeterm inado de «otros» del que


además form a parte, ya que «“los otros” no quiere decir todos los
demás fuera de mi y en contraste con el yo; los otros son, más bien,
aquellos de quienes uno mismo generalmente no se distingue, entre
los cuales tam bién se está».103 Lo que rige el m odo de existencia
cotidiana es la neutralidad de un «Uno» que representa la instancia
directriz de la interpretación pública de la existencia, una interpre­
tación que tiende a im poner todo lo que está de acuerdo con la
medianía y a descartar por tanto cualquier preeminencia y a efectuar
la nivelación de todas las posibilidades de ser.104 A este nivel, que
es el de la Öffentlichkeit, de la «esfera» pública, la m uerte sólo puede
aparecer com o un hecho que se produce constantem ente en el
m undo y que com o tal no atrae la atención. Precisam ente sólo al
U no, es decir, a fin de cuentas a nadie, le afecta la m uerte así enten­
dida, de m anera que «el “m orir” es nivelado a la condición de un
incidente que ciertam ente hiere al Dasein, pero que no pertenece
propiam ente a nadie».105
Al convertir así la m uerte en un hecho que se produciría desde
el exterior y que le llegaría a partir del m undo, el Dasein se otorga
un seguro contra ella, puesto que como la m uerte no está ahí, puede
creerse inm ortal. D e esta inm ortalidad provisional vivimos inme­
diata y regularmente, lo que implica que la vida hum ana únicam ente
puede desplegarse en la m edida en que esquiva la m uerte, en que es
capaz de transformar en acontecim iento venidero aquello que es el
fundam ento mismo del existir. El Dasein posee un saber inmediato
de sí mismo, no en forma de «percepción inm anente de sí mismo»,
parecida al cogito cartesiano, sino en la m edida en que «pertenece al
ser del Ahí, que es esencialmente com prender».106 Esta estructura

103. Ibid., § 26, pág. 143.


104. Ibid., § 27, pág. 151.
105. Ibid., §51, pág. 273.
106. Ibid., § 31, pág. 168.

15 6
III. Fenomenología del ser-mortal

fundam ental de la existencia que es el com prender es el origen de


un posible m alentendim iento de sí mismo:

Y sólo p o rq u e el Dasein, co m p ren d ien d o , es su A hí, p u ed e extraviarse


y m a len ten d e rse .107

En la medida en que se ve sometido de inmediato a la explicitación


pública del m undo y de la existencia, a lo que H eidegger llega a
llamar la «dictadura» del U n o ,108 manifiesta una especie de huida
ante sí mism o com o poder-ser sí mism o propio, aunque «en esta
huida el Dasein justam ente no se pone ante sí mismo».109 Nos ha­
llamos ante un fenóm eno que Pascal ya describió con el nom bre
de «diversión» (divertissement) y que encontraremos en Sartre con la
denom inación de «mala fe». H eidegger utiliza el térm ino Abkehr,
desvío, para explicar ese m ovim iento de huida ante sí mismo, que
es a la vez una atestación negativa de sí mismo, ya que en esta «caída
de nivel», desde el punto de vista existencial, «el m odo propio de
ser-sí-m ism o está existentivam ente cerrado y repelido; pero este
estar cerrado ( Verschlossenheit) es sólo la privación de una aperturidad
(.Erschlossenheit) que se manifiesta fenom énicam ente en el hecho de
que la huida del Dasein es una huida ante sí mismo».110 El térm ino
«privación» ha de ser entendido con toda la p lenitud de sentido
que le reconoce ese gran lector de Aristóteles que es Heidegger, es
decir, según la definición que dará m ucho más tarde, en 1958, en
su com entario a Física B 1:

La steresis co m o ausentarse (Abwesung) n o es sim p lem en te estado de


ausencia (Abwesenheit) , sino u n presentarse (Anwesung), en co n c reto ese

107. Ibid.
108. Ibid., § 27, pág. 151.
109. Ibid., § 40, pág. 207.
110. Ibid.

'57
La muerte

tal e n el q u e p rec isam en te se p rese n ta (anwest) el ausentarse (y n o lo


q u e está ausente [das Abwesende])

Ese fenóm eno, el de una presencia de la ausencia misma, que es la


privación, no rem ite de ningún m odo a la negación tal com o se
entiende en la tradición lógica, incluyendo al propio Hegel. Por
esta razón, añade Heidegger:

H o y día tendem os co n dem asiada frecuencia a resolver to d o lo q u e es


del tip o de este presentarse que se ausenta en u n fácil ju e g o dialéctico
de co n c ep to s, en lugar de fijam os en lo q u e nos causa aso m b ro (;ihr
Erstaunliches) .112

Ese asombro, en el caso que nos ocupa, es el del Dasein que huye
ante sí mismo, precisam ente tras (hinter) de sí.113 D e m odo que el
fenóm eno com plejo del desvío-diversión hay que com prenderlo
como la unidad de un único movimiento por el que en cierto modo
se pone al descubierto aquello de lo que se desvía. En efecto, sólo
u n ser que está esencialmente abierto a sí mismo y, por tanto, puesto
ante sí mismo puede huir ante sí mismo, lo que no quiere decir que
aquello delante de lo que huye sea realmente captado, com o tam­
poco es realmente experimentado cuando le hace frente. A aquello
de lo que uno se desvía desde el punto de vista existencial se le puede
hacer frente por consiguiente desde el punto de vista fenomenológi-
co y captarlo com o tal en su sentido existencial.ll4 Es lo que permite

111. H eidegger, M ., «Sobre la esencia y el concepto de la physis. Aris­


tóteles, Física B 1», en Hitos, op. cit., pág. 245. Véase la definición de steresis
en Metafísica, D elta 22.
112. Ibid.
113. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 40, pág. 207.
114. El nivel existencial es el de la com prensión real que u n Dasein sin­
gular tiene de sí mismo. E n cam bio, lo que H eidegger llama análisis existencial
no se sitúa al nivel sim plem ente óntico del com portam iento individual concre­

158
III. Fenomenología del ser-mortal

com prender en qué consiste el m ovim iento de esquivar, m ediante


el cual el U no le concede al Dasein el derecho a convertir el m orir
en el acontecim iento de «la» m uerte y «acrecienta la tentación de
encubrir el más propio estar vuelto hacia la m uerte».115
Heidegger rem ite aquí a la célebre novela de Tolstói La muerte
de Ivan Ilich, en la que ve representado «el fenóm eno de la conm o­
ción y derrum be de este “uno se m uere” ».116 En efecto, nadie ha
descrito m ejor la angustia que produce la tom a de conciencia de
la «mentira», palabra que se repite m uchas veces en el relato, que
es propia de la m anera social de enfrentarse a la m uerte. Mientras
que el héroe, ante el avance inexorable de su enferm edad, sigue
acercándose «cada vez más al abismo»,117 a ese abismo sin fondo
que es la m uerte, los que le rodean no cesan de manifestar un falso
optim ism o con su conducta y sus palabras. Al igual que el médico,
que, en cuanto entra en la habitación del enfermo, adopta un aire
jovial del que «se ha revestido de una vez p o r todas y no puede
desprenderse de él, com o hom bre que se ha puesto el frac po r la
mañana para hacer visitas»,118 la esposa de Ivan Ilich «también había
adoptado su propio m odo de proceder [...] y tam poco podía des­
prenderse de esa actitud».119 El dolor físico, agudo y recurrente, no
es sin embargo lo que más atorm enta al enfermo, ya que «el mayor
to rm ento era la m entira, la m entira que por algún m otivo todos
aceptaban, según la cual él no estaba m uriéndose, sino que sólo
estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se

to, sino en el de la explicitación temática de su estm ctura ontològica, que co n ­


siste en distinguir y analizar las modalidades de seres fundam entales o existen-
ciales propios de todo Dasein.
115. Ibid., § 51, pág. 273.
116. Ibid., § 51, pág. 274, n. 1.
117. Tolstói, L., La muerte de Ivan Ilich, trad. p o r J. López-M orillas, M a­
drid, Alianza, 2008, pág. 60.
118. Ibid., pág. 76.
119. Ibid., pág. 77.

i
I ,ii linierte

atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo».120 Pues


no son tan sólo los otros, sino que también el propio Ivan Ilich está
atrapado en la m entira que consiste en no querer m irar de frente a
la m uerte, en convertirla en un simple «incidente casual, en parte
indecoroso».121 El silogismo típico que había aprendido leyendo la
lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser hum ano, los seres humanos
son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», «le había parecido
legítimo únicam ente con relación a Cayo, pero de ninguna m ane­
ra con relación a sí m ism o».122 Vem os aquí que el «uno muere»,
empieza a tambalearse, precisam ente porque se revela el carácter
intransferible de la existencia:

C ayo era efectiv am en te m o rta l y era ju sto q u e m u riera, p e ro en mi


caso — se decía— , en el caso de V anya, de Ivan Ilich, co n todas mis
ideas y em ociones, la cosa es b ie n distin ta.123.

Sin embargo, cuando el «uno muere» se derrum ba completamente,


se le revela que «todo había sido una enorm e y horrible superchería
que le había ocultado la vida y la m uerte».124 Entonces se enfrenta
cara a cara con la m uerte, que se le aparece com o «la única ver
dad»:

fue a su despacho, se acostó y u n a vez m ás se q u e d ó solo c o n aquello:


de cara a cara c o n aquello. Y n o había nada q u e h acer, salvo m irarlo
y te m b la r.125

120. Ibid., pág. 70.


121. Ibid., pág- 71.
122. Ibid., pág- 62.
123. Ibid., Pág- 63.
124. Ibid., Pág- 92.
125. Ibid., pág- 66.

i 6o
III. Fenomenología del ser-mortal

Y cuando finalm ente se acerca el m om ento de la m uerte y a su


alrededor se m urm ura «éste es el fin», com prende, en el m om ento
m ism o de expirar, que la m uerte, a la que se ha negado a m irar
de frente durante tanto tiem po, le ha acom pañado durante toda
la vida: «Este es el fin de la m uerte — se dijo— . ¡La m uerte ya no
existe!».126
N o obstante, no deberíam os ver en la descripción que hace
H eidegger del ser cotidiano para la m u erte127 una condena unila­
teral de la «inautenticidad» y de la «alienación», del devenir extraño
a sí m ism o que im plica para el Dasein. H eidegger insiste m ucho
en que el U n o es un existencial y que pertenece, como fenóm eno
originario, a la estructura positiva del Dasein.128 Hay que reconocer
que «inmediatamente yo no “soy” “yo” en el sentido del propio sí-
m ism o, sino que soy los otros a la m anera del Uno», puesto que
«desde éste y com o éste m e estoy inm ediatam ente “ dado” a mí
“m ism o”».129 Este ser dado a sí-mismo com o U n o lleva al Dasein
a com prenderse a sí mismo en el m odo del ente subsistente y, por
consiguiente, a ignorarse com o estar-en-el-m undo, sin embargo,
no po r ello deja de ser siempre él mismo en el m odo de estar-en-
el-m undo, aunque «en su modo de ser cotidiano, inmediatamente yerra
respecto de sí y se encubre a sí mismo ».13° El Dasein deberá po r tanto
salir de este encubrim iento para convertirse propiam ente en él mis­
mo. Salir significa para el Dasein, com o insiste Heidegger en varias
ocasiones poniendo el acento en un tem a que ya fue central en el
zoroastrismo y en el platonismo, «escogerse» a sí m ism o.131 Aparece

126. Ibid., pág. 97.


127. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 51.
128. Ibid., § 27, pág.153.
129. Ibid.
130. Ibid., § 27, pág. 154.
131. Ibid., § 9, pág. 68: «Y porque el Dasein es cada vez esencialmente su
posibilidad, este ente puede en su ser “escogerse” , ganarse a sí m ism o, puede

1 61
La muerte

aquí claramente que la «autenticidad» sólo puede ser una conquista


y de ningún m odo un fundam ento:

el m o d o p ro p io de ser sí-m ism o n o consiste en u n estado excepcio*


nal de u n sujeto, despren d id o del u n o , sino q u e es u n a m odificación
existentiva del u n o e n te n d id o co m o u n existencial esencial.132

M ejor aún:

La existencia propia n o es nada q u e flote p o r en cim a de la cotidianidad


cadente, sino q u e existencialm ente sólo es u n a m an era m odificada de
asum ir esta co tid ia n id ad .133

La diferencia que establece Heidegger entre «autenticidad» o «pro­


piedad» e «inautenticidad» o «impropiedad» (Eigentlichkeit y Uneigent-
lichkeit), términos que para el filósofo carecen de connotación moral
y de juicio de valor,134 es análoga a la que estableció el platonismo
entre la doxa, la opinión o la creencia, que siempre es relativa a una
explicitación «pública» del ser del m undo, y la episteme, el conoci­
m iento, que rem ite, com o su nom bre indica, a la capacidad y a la
habilidad de un ser que ha experim entado directam ente aquello de
lo que habla.135 Gracias a que el Dasein está en el m odo del poder
ser, de la posibilidad, y no en el del ser ya realizado, de la realidad,

perderse, es decir, n o ganarse jam ás o sólo ganarse “aparentem ente”». Véase


tam bién ibid., § 38, pág. 201 y § 58, pág. 299.
132. Ibid., § 27, pág. 154.
133. Ibid., § 38, pág. 201.
134. Ibid., § 9, pág. 68: «la im propiedad del Dasein no significa, p o r así
decirlo, u n ser “m e n o s” o u n grado de ser “in ferio r” . P o r el co n trarío , la
im propiedad puede determ inar al Dasein en lo que tiene de más concreto, en
sus actividades, m otivaciones, intereses y goces».
135. R ecordem os, en efecto, que el sentido habitual de epistamai es ser
capaz de, apto o hábil para, y que en sentido literal significa estar cerca de algo.

162
III. Fenomenología del ser-mortal

puede perderse en el U n o y com prenderse a partir de lo que le


preocupa o, por el contrario, encontrarse a sí mismo y com pren­
derse a partir de su propio poder ser. Esta posibilidad, que es de
entrada la suya, de dejarse absorber p o r las tareas m undanas es la
que H eidegger llama Verfallen (caída), térm ino que designa, más
que «la caída desde un estado original más puro y más alto», el he­
cho de que el Dasein «ha desertado siempre de sí mismo en cuanto
poder-ser-sí-m ism o propio, y ha caído en el “m u n d o ”».136 Igual
que Uneigentlichkeit, el térm ino Verfallen «no debe ser entendido en
m odo alguno a la manera de una simple negación» y se interpretaría
mal «si se le quisiera atribuir el sentido de una mala y deplorable
propiedad óntica que, en una etapa más desarrollada de la cultura
humana, pudiera quizá ser eliminada».137
El hecho de que el Dasein se desconozca a sí mismo y se oculte
su propia m ortalidad no sólo es en sí m ism o una afirm ación de
ésta, sino que esta «huida» ante la m uerte es además necesaria para
su m antenim iento en la existencia. Sólo hay vida hum ana duradera
en la m edida en que logra m antener la m uerte a distancia, cosa que
exige su «banalización», y esto es sin duda lo que distingue natu­
ralm ente al hom bre del animal, que no necesita dom ar a la m uerte
ni pactar con ella, justam ente porque vive una vida absolutamente
viva de la que el ser hum ano puede sentir nostalgia, pero en la
que no sabría participar. El llamado «primitivo» que ve en el ani­
mal un ser divino y le concede la inm ortalidad percibe, m ejor de
lo que lo hace el punto de vista m oderno de una «biología general»
que engloba a todos los seres vivos, el enigm a que para nosotros
constituye el ser del animal. A este enigma parece acercarse R ilke

136. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 38, pág. 198. Las comillas en
la palabra mundo significan que en la preocupación cotidiana se entiende p o r
m u n d o el conjunto de los entes y no u n existencial, es decir, una estructura
propia del Dasein.
137. Ibid.

163
I m muerte

cuando, en la octava Elegía a Duino, dice que el animal está «libre


de la muerte»:

Sólo nosotros la vem os; el anim al libre


tie n e su ocaso siem pre detrás de sí
y delante, a D ios, y cu an d o avanza, avanza
en la etern id ad , c o m o el co rrer de las fuentes.
[■■•]
P o rq u e en la p ro x im id a d de la m u e rte ya n o se v e más la m u e rte,
y los ojos q u ed an fijos en la lejanía, acaso co n esa gran m irada
[del anim al.
[...]
Y allí d o n d e n osotros vem os fu tu ro v e él totalidad,
y se ve en ella, y está a salvo para sie m p re.13S

En la interpretación de esta octava elegía que propone H eidegger


en su curso del sem estre de invierno de 1942-1943, considera
p o r el contrario que, en la m edida en que tien e com o tem a la
diferencia entre el hom bre y el animal, no es más que una «figura­
ción poética de la metafísica biológica popular de finales del siglo
X IX » . 139 Es cierto que R ilke, cuando afirma que el anim al «Con
todos sus ojos ve la criatura lo abierto», m ientras que «nuestros
ojos están com o invertidos», de m anera que «lo que está fuera lo
percibim os tan sólo p o r el rostro del animal», le atribuye antro­
pom òrficam ente esta capacidad de contem plar el infinito que ha
sido reservada desde el com ienzo de la tradición occidental a ese
«animal racional» que es el hom bre. H eidegger deduce que R ilke
se ha lim itado, com o N ietzsche, del que está próxim o, a invertir
la jerarquía entre el hom bre y el animal. Esto explica el privilegio

138. R ilke, R .M ., «Las elegías de D uino», en Antología poética, trad. por


J. Ferreiro A lem parte, M adrid, Austral, 1968, págs. 131-132.
139. H eidegger, M ., Parménides, O bras com pletas, voi. 54, Frankfurt,
K losterm ann, 1982, pág. 235.

164
III. Fenomenología del ser-mortal

atribuido en la octava elegía al «libre» animal sobre el hom bre pri­


sionero del m undo, pues:

P ero nosotros n o ten em o s n u n ca delante, ni u n solo día,


el espacio p u ro , en d o n d e las flores
se ab ren infin itam en te. Es siem pre m u n d o ,
y n u n ca ese n in g ú n sitio q u e nada lim ita: lo p u ro ,
lo irreten ib le, aquello q u e se respira y
se sabe infin ito y n o se ansia.
[...]
Y nosotros: espectadores, siem pre, p o r d o n d e quiera,
v u eltos hacia to d o , p e ro jam ás a la lejanía.
Las cosas nos desbordan. Las ordenam os. Se disgregan.
Las o rdenam os n u e v a m e n te y n osotros nos disgregam os.140

En el hermoso texto que le dedica unos años más tarde, con ocasión
del vigésimo aniversario de su m uerte, H eidegger cita una carta
de R ilke en la que éste explica que, en esta elegía, quiso proponer
una idea de lo Abierto «de tal modo que el grado de conciencia del
animal se instale en el m undo sin que (como nosotros) se coloque
frente a todo m om ento; el animal está en el m undo; nosotros es­
tamos ante el mundo gracias al peculiar rum bo y elevación tomados
p o r nuestra conciencia».141 R ilke concibe lo A bierto, donde está
insertado de forma inconsciente el animal, com o «lo inobj ético de
la naturaleza plena»,142 mientras que el m undo del hom bre es por el
contrario el resultado de una objetivación que disimula las cosas en
lo que tienen de propio. Desde esta perspectiva puede declarar que
«la m uerte es el lado de la vida que no vemos, que no se nos mues­

140. R ilke, R .M ., «Las elegías de D uino», en Antología poética, op. cit.,


págs. 131-133.
141. H eidegger, M ., «¿Para qué ser poeta?» (1946), en Sendas perdidas,
op. cit., pág. 236.
142. Ibid., pág. 240.

165
La muerte

tra»,143 ya que la objetivación del m undo en la técnica m oderna


es precisam ente esta «constante negación de la muerte» por la que
ésta es considerada algo negativo. C uando, en u n poem a tardío,
R ilke conmina al hom bre, ese «ser desamparado», a «volverse hacia
lo Abierto», es para que renuncie a «leer negativam ente lo que es»
y logre «leer sin negación la palabra “m uerte” ».144 D e este m odo,
para R ilke, poeta de ese «tiempo del desamparo», de esta época del
cum plim iento de la metafísica m oderna, la m uerte puede aparecer
com o aquello que pone a los mortales en relación con el conjunto
del ente. D e ahí que H eidegger pueda decir que R ilke entiende
la m uerte com o lo que perm ite ver, según las propias palabras del
poeta, en el «ser desamparado» precisam ente «lo que salva», esto
es, lo que perm ite el cam bio de lo negativo a «positivo». Y en
este sentido, com o afirmación absoluta, la m uerte puede aparecer
com o el positum, das G e-setz, esto es, el conjunto de lo que está
puesto {gesetzt) p o r el h o m b re.145 Así que para el hom bre, y para
el hom bre en tanto que «animal racional», aunque para ello deba
recurrir a esta «lógica del corazón» que lo pone en relación con ese
«invisible» que es lo inobjético,146 la m uerte puede ser la «ley» del
ser. N o obstante, com o verem os a continuación, hay un «abismo»
— el que separa lo Abierto, en el sentido en que lo entiende Rilke,
y lo abierto en el sentido de a-letheia, del deso cuitam iento del que
habla Heidegger— 147 entre el pensam iento de la m uerte com o ley
y el de la m uerte com o «albergue del ser» del últim o H eidegger.
Lo que el filósofo alemán, al contrario de «la metafísica y del con­

143. Ibid., pág. 250.


144. Ibid.
145. Ibid., pág. 251.
146. Ibid., pág. 254.
147. H eidegger, M ., Parmétiides, op. cit., pág. 231: «R ilke n o sabe ni
presiente nada de la aletheia; n o sabe ni presiente nada de ella, com o tam poco
Nietzsche».

16 6
III. Fenomenología del ser-mortal

ju n to de las ciencias», acepta tom ar en consideración de entrada,


teniendo en cuenta que la relación con la m uerte sólo es propia del
ser hum ano, es el «secreto del ser vivo»,148 que nos resulta siempre
inaccesible.
H eidegger llega así a definir el m orir com o el térm ino que
designa la manera de ser en la que el Dasein está vuelto hacia su m uer­
te .149 E n este sentido el m orir es una definición de lo que es la
vida hum ana, esto es, un «existir la muerte» o una mortalidad. En
sentido estricto, sólo los humanos son «mortales», ya que sólo ellos
son «capaces» de relacionarse con su propia m uerte y así hacer «ser»
la m uerte. Por otra parte, es lo que ya había percibido claramente
el idealismo alemán, con Novalis y Hegel, cuando veía en el sui­
cidio, en la capacidad de darse la m uerte a sí mismo, el origen de
la hum anidad. Desde la perspectiva heideggeriana, com o subraya
justam ente Derrida, en un texto titulado precisamente «Donner la
mort» (Dar la m uerte), «uno no puede dársela más que aceptándo­
la en sí mismo», debido a que «el mism o del sí-mismo es dado pa­
ra la m uerte».150 C o n esta interrupción, con este corte radical que
es la m uerte, este term inar de existir, el ser pensante no se relaciona
com o con un lím ite externo, sino al contrario, com o con este fin
interno a partir del cual su propio estar-en-el-m undo o su propio
estar-con-vida se hace posible:

E l term in ar a q u e se refiere la m u e rte n o significa u n h ab er-lleg ad o -a-


fin del Dasein [Zu-Ende-sein], sino u n estar vuelto hacia elfin de parte de
este e n te [Sein zu m Ende]. La m u e rte es u n a m a n era de ser de la q u e

148. Ihid., pág. 238.


149. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 49, pág. 267.
150. D errida, J., «D onner la mort», en L ’éthique du don, Jacques Derrida
et lapensée du don, París, M étailié, 1992, pág. 49. Véase tam bién N . D epraz y
J.-M . M ouillie, «“Se do n n er” la mort», en Alter, mitre et mourir, 1, pág. 107
Y sigs-

167
La muerte

el Dasein se hace cargo ta n p ro n to c o m o él es. «Apenas u n h o m b n


v ien e a la vida ya es bastante viejo para m orir.»

E n efecto, acabar puede significar «cesar», «terminarse», «desapa­


recer» o incluso «finalizar», pero todos esos m odos «negativos» del
acabar sólo afectan al ente subsistente, y no a ese ser extático que es
el Dasein, que se relaciona por adelantado con su propio fin y que
de este m odo lo existe transitivamente durante toda su vida.

3. L a m u e r t e y l o p o s ib l e

A partir de ahí se entiende que la m uerte esté determ inada para


H eidegger en Ser y Tiempo com o una posibilidad del Dasein y que
le aparezca, por tanto, cada vez más decisivamente, com o una «ca­
pacidad» de los hom bres m ortales.152 Se ha subrayado a m enudo el
carácter paradójico de la definición que Heidegger da de la m uerte
com o posibilidad de la imposibilidad de la existencia en general y
no com o «pura y simple» imposibilidad de ésta,153 y es necesario,
para acceder a la com prensión de esta paradoja, m ostrar la im por-

151. Heidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 266. La cita procede
de Der Ackermann aus Bohmen [El campesino de Bohemia, trad. p o r F.M . M ari-
ño, F.J. M u ñ o z y P. C onde, M adrid, G redos, 1999], ed. p o r A. B ern t y K.
B urdach, Berlín, W eidm annsche B uchhandlung, 1917. Se trata de la edición
crítica de la obra del escritor bohem io Jo h a n n v o n T epl, de com ienzos del
siglo xv, E l campesino de Bohemia, en la que la figura del campesino represen­
ta a la hum anidad entera y el autor insiste en la soledad del h o m b re frente
a la m u erte. S obre la im p o rtan cia de esta obra y del «paradigma agrícola»
en el pensam iento de H eidegger, véase el estudio erudito de M . R oessner,
Le laboureur de l’être. Une racine cachee de l’imaginaire philosophique heideggerien,
H ildesheim , Olm s, 2007.
152. Véase H eidegger, M ., Conferencias y artículos, op. cit., pág. 131.
153. Heidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 53, pág. 282. Véase la obser­
vación de Lévinas en Le temps et l’autre (op. cit., pág. 92) en la que subraya que

168
III. Fenomenología del ser-mortal

tancia que reviste la noción de posibilidad en el análisis heideggeria­


no de la existencialidad. E n la filosofía m oderna, lo posible siempre
se ha definido com o inferior a lo real y a lo efectivo. D e ahí que
en la tabla de las categorías kantianas, la posibilidad se opone, en
cuanto categoría «dinámica» de la modalidad — es decir, en cuanto
que afecta, com o las categorías de la relación, a la conexión del
entendim iento con la existencia de los objetos— , a la realidad y a
la necesidad.154 En la m edida en que se trata de una categoría, es
decir, de una estructura del ente subsistente, «la posibilidad significa
lo que todavía no es real y lo que jamás es necesario» y «es el carácter
de lo meramente posible».155 Pero la posibilidad no es solamente una
determ inación categorial del objeto, es tam bién una determ inación
del ser del propio Dasein, un existencia!,156 y com o tal, no es infe­
rior a la realidad, sino más «alta» que ella, ya que constituye «la más
originaria y última determinación ontològica positiva del Dasein».157
El Dasein no es una «realidad» que posea además «posibilidades»
que podría desarrollar posteriorm ente, sino que todo su ser es un
poder-ser y, po r tanto, es fundam entalm ente un ser-posible. Esto
no quiere decir de ningún m odo que sea absolutam ente libre de
elegir, en el sentido de lo que la tradición ha denominado «libertad
de indiferencia», sino que por el contrario siempre está, debido a su
estar-arrojado, com prom etido en posibilidades determinadas de ser
que tiene que asumir, de manera que ante todo está «entregado» a su
propio ser-posible, o, como dice Sartre, «condenado a ser libre».158

«esta distinción [entre imposibilidad de la posibilidad y posibilidad de la im p o ­


sibilidad], aparentem ente bizantina, tiene una im portancia fundamental».
154. K ant, I., Crítica de la razón pura, op. cit., pág. 113.
155. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 31, pág. 167.
156. Ibid.
157. Ibid.
158. Sartre, J.-P ., El existendalismo es un humanismo, trad. p o r M . Larnana,
B uenos Aires, Losada, 1998, pág. 20. Véase tam bién Cahier pour une moral,
París, Gallimard, 1983, pág. 447.

169
La muerte

La m uerte, es decir, la im posibilidad de la existencia, es uní


posibilidad de ser que el Dasein tiene que asumir, puesto que, com< <
hem os visto, ese futuro en cierto m odo absoluto que es el fm cLi
existir es algo con lo que el Dasein está en relación y respecto a lti
cual se com porta. E n este sentido, la m uerte tiene el carácter de
algo que va a suceder y que el Dasein espera en cualquier momen
to. Pero com o la m uerte no es algo que pueda ser experimentada
realm ente, esta inm inencia no es la de un acontecim iento que na
producirá efectivamente; sólo puede ser la del poder-ser más propn *
del Dasein mismo que, com o ser de cuidado, siempre se anticipa a
sí mismo. Esto quiere decir, por consiguiente, que esta posibilidad
que para él es el «no poder-estar-ya-en el m undo»159 rem ite a la
totalidad de su propio ser en cuanto éste no m antiene ya ninguna
relación con los demás. Esta posibilidad que es la m uerte ya no es
pues, una posibilidad entre otras, sino que resulta ser la posibilidad
más propia a la vez que la posibilidad no superable y no relativa
del Dasein.
N o obstante, no se trata de imaginar que esta posibilidad insigne
que lleva al Dasein ante la totalidad de su propio ser se ha cons­
tituido en el transcurso de su existencia y m ediante la adopción
tem poral de una actitud específica. D e ser así, habría que suponci
que algunos seres están privados de aquello que es propiedad ex­
clusiva del Dasein, a saber, la relación con la m uerte, la mortalidad
Ahora bien, ésta no es el objeto de un saber «teórico», sino que se
desvela originariam ente y de forma más apremiante en la angusti.i,
disposición afectiva fundam ental que no hay que confundir con el
simple miedo. El m iedo, que no es otra cosa que ese sentimiento de
vulnerabilidad que penetra en el corazón de todos los seres vivos,
puede paralizar y petrificar al que lo experim enta en la fascinación
morbosa de lo amenazador, pero tam bién puede expresarse a través
de la huida de pánico o incluso a través de todas esas conductas de

159. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 50, pág. 270.

17 0
III. Fenomenología del ser-mortal

evitación que son com unes a los hom bres y a los animales. O tra
cosa m uy distinta es la angustia que sólo conocen los humanos. La
palabra española, igual que la alemana (Angst), procede del latín
angustus, que significa estrecho y que rem ite a esa parte del cuerpo
especialm ente angosta que es la garganta, órgano de la deglución
y de la palabra, propia del hom bre. D e m odo que Heidegger, que
ofrece una descripción convincente de la angustia en ¿Qué es me­
tafísica?, nos dice en prim er lugar que «nos deja sin palabra».160
En efecto, ya no podem os decir nada, ni sobre las cosas que en su
conjunto parecen hundirse en lo indeterm inado, ni sobre nosotros
mismos que flotam os sin sostén en un m undo evanescente. Así
que lo que nos es arrebatado es esta capacidad que poseem os de
nom brar las cosas y, por tanto, de humanizarlas. Pues lo que se nos
escapa es esta «familiaridad» que nos une a las cosas y a los seres de
nuestro entorno, son todos esos vínculos tejidos por el hábito que
convierten nuestro m undo cotidiano en nuestro hábitat.
Lo que experim entam os con la angustia es un desamparo ab­
soluto, que es a la vez un aislamiento radical. Pero no se trata en
este caso del derrum bam iento del estar-en-el-m undo del Dasein,
sino más bien al contrario, de la revelación de éste: «Aquello por
lo que la angustia se angustia es el estar-en-el-m undo mismo», de­
clara H eidegger, de m anera que la angustia aísla al Dasein «en su
más propio estar-en-el-m undo».161 Aísla al Dasein en el sentido de
que lo arranca de la inm ersión en el m undo de la preocupación y
del U no para arrojarlo hacia su estar-en-el-m undo más propio, más
que apartarlo del m undo hace que se sienta entregado a éste para
siempre. Por consiguiente, sólo con la familiaridad que caracteriza
el estar-en-el-m undo cotidiano cae el Dasein en la angustia, sintién­
dose entonces com o solus ipse. Pero el solipsismo del que hablamos
es existencial, lo que implica que lo que experim enta el Dasein sea

160. H eidegger, M ., «¿Qué es Metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 100.


161. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 40, pág. 210.

171
La muerte

la singularidad de su existencia, una singularidad que precisamentc


se le disimula «inmediata y regularm ente» en ese m odo prim ero
de existencia que es la coexistencia con los otros en el m odo del
U no. Lejos pues, a semejanza del cogito cartesiano, de desemboc.u
en un sujeto cosificado y sin m undo, el solipsismo existencial re ­
vela po r el contrario al Dasein su estar-en-el-m undo, ya no en el
sentido que tiene en la cotidianidad, el de un estar com o en casa ei i
su m undo circundante, sino en el sentido de un «no estar en casa»
originario.162 Pues si en la angustia las cosas del m undo circundante
pierden toda su «manejabilidad», eso no significa que la angustia nos
transporte a la nada en el sentido del nihil negativum,16i sino qui­
nos pone frente al «mundo en cuanto mundo», ese nihil originariumi(y1
que nunca es accesible com o tal en la preocupación cotidiana y poi
el que sólo podem os experim entar ese sentim iento que en alemán
recibe el nom bre de Unheimlichkeit, inquietante extrañeza.165
C om o experiencia extrema de la extrañeza del estar-en-el-mun
do, la angustia sitúa al ser hum ano ante el enigm a que es para sí
m ism o, el enigm a de una libertad que lo arranca de la inmersión
en el ente. C om o revelación de esa nada que es para sí mismo, de
la «fluidez» misma de su ser que sem antiene para siem pre en lo
incoativo, laangustia es tam bién lo que abre al serhum ano a su
posibilidad extrema — que es precisamente la de este derrum be de
todos los posibles que es la m uerte que, siempre inm inente, le ame­
naza a cada instante— . La angustia, puesto que es esa em oción que

162. Ibid.,§ 40, pág. 211.


163. Ibid.,§ 40, pág. 209.
164. Cf. Heidegger, M ., Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang
von Leibniz, Obras com pletas, vol. 26, Frankfurt, K losterm ann, 1978 (curso
del semestre de verano de 1928), § 12, pág. 272.
165. Véase a propósito del desarrollo de la tem ática de la Unheimlichkeit
en H eidegger, F. Dastur, «La question de l’être de l’h o m m e en L ’Introduction
à la métaphysique», de próxim a aparición en una obra colectiva dedicada a la
Introduction à la métaphysique, editada p o r Vrin.

172
III. Fenomenología del ser-mortal

prende en la garganta y condena al mutismo al ser cuyo hábitat es el


lenguaje, mantiene abierta esta posibilidad extrema de todo ser sin­
gular de dejar de estar en el m undo, de morir. La angustia no tiene
nada que ver con el m iedo a la m uerte, sino que es esta disposición
fundamental donde se produce «la identidad existencial del abrir y
lo abierto»,166 puesto que no es solamente angustia ante el estar-en-
el-m undo, sino tam bién angustia no por una u otra posibilidad de­
terminada del Dasein, sino angustia por el estar-en-el-m undo como
tal. En efecto, la angustia siempre es angustia ante una libertad a la
que el Dasein está a la vez entregado y, com o angustia de la m uerte,
revela al Dasein que «existe com o un arrojado estar vuelto hacia su
fin».167 D e m odo que es en la angustia, que lleva al Dasein ante sí
mismo, donde se desvela «auténticamente» la mortalidad. Esto no
quiere decir, no obstante, que la mortalidad no constituya desde el
principio la existencia fáctica del Dasein, puesto que si éste puede
ignorarse a sí m ism o en la «inautenticidad» de la cotidianidad es
precisamente porque el Dasein tiene diferentes maneras de relacio­
narse con su propia mortalidad, ya sea afrontándola en la angustia,
o bien huyendo de ella dejándose absorber por las tareas mundanas.
Incluso en la cotidianidad, el Dasein se enfrenta a la m uerte en el
m odo del esquivamiento. Lo que está constantem ente en cuestión
en la existencia, tanto en la autenticidad como en la inautenticidad,
es el ser-mortal, y ésta es la razón por la que es posible decir que «el
Dasein m uere fácticamente mientras existe, pero inmediata y regu­
larm ente en la forma de la caída»,168 y que «estando vuelto hacia su
m uerte, m uere fácticamente, y lo hace en todo m om ento mientras
no haya llegado a dejar de vivir».169
N o obstante, lo que caracteriza la relación inautèntica con la
m uerte es que com o posibilidad insigne que es no aparezca en su

166. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 40, pág. 210.


167. Ibid., § 50, pág. 271.
168. Ibid., pág. 272.
169. Ibid., § 52, pág. 279.

173
La muerte

verdad, aunque nadie pone «seriamente» en duda la certeza de ¡4


m uerte. Lo que desvela la simple consideración «teórica» no es Hin­
que la certeza empírica del dejar de vivir que, com o todas las i n J
tezas empíricas, sólo puede ser probable. D e m odo que no es posit l-
obtener la certeza de la llegada de la m uerte a partir de las muc iir ­
realmente observadas. Y no obstante, esta certeza existe, y el saben®
m ortal form a parte de la cotidianidad. Pero al mism o tiem po s «
saber se m antiene com o «desconectado» del que sabe y que no -.m
siente concernido en su propio ser por ese saber, ya que la muelle
sigue siendo para él un acontecim iento que ocurre «con certeza«
pero «de m om ento todavía no». Lo que queda así recubierto eft
la cotidianidad es la inminencia de la m uerte, el hecho de que s@6
posible en cada instante, y de que la indeterm inación del momenti -
de la m uerte no sea separable de su certeza. Este aplazamiento «in
auténtico» de la m uerte perm ite a fin de cuentas confundirla con el
dejar de vivir, con ese hecho intram undano que sólo les ocurre a
los demás. Ya que ver la propia m uerte com o un dejar de vivir afe
querer determ inar lo indeterm inable, calculando el m om ento tlrI
fenecimiento — no hoy, sino más tarde— , y a la vez tam bién intei
calar en el intervalo calculado las tareas urgentes de la cotidianidad,
a fin de ocultar la ineluctable indeterm inación de su llegada.
Pero si la m uerte se desvela así, a través de la inautenticid.nl
misma, com o la posibilidad más propia del Dasein, ¿se puede asudflm
com o tal esta posibilidad? En otras palabras, ¿existe un ser auténtico
para la m uerte posible? A decir verdad, toda la filosofía, lo hemos
visto ya en Platón, M ontaigne y Hegel, es un intento de abrirse au­
ténticamente a esta posibilidad extrema que es la m uerte mantenién ­
dose cerca de ella en el pensam iento. Pero esta m editación sobre la
m uerte, precisamente porque pretende, com o bien dice Montaigne,
«acercarse a ella», m anifiesta una voluntad de «familiarizarse con
ella» y, po r tanto, de asegurarse un cierto dom inio quitándole su
carácter de pura posibilidad. Lo mismo ocurre con la simple esper.i
de la m uerte, que conserva sin duda el carácter de posibilidad de

174
III. Fenomenología del ser-mortal

l.i m uerte, pero sin abrirse a lo que tiene de insigne. Pues si bien la
espera es efectivamente la actitud por la cual uno se abre a lo posi­
ble, lo es no obstante de cara a su realización y «afanándose» por así
decir, por lograrla, de m anera que, com o dice Heidegger, la espera
es en realidad espera de su realización posible, no de lo posible en
sí.170 El esperar-la-m uerte no preserva en absoluto su carácter de
l>nra posibilidad, sino que la transform a más bien en posibilidad
de la que uno se preocupa, lo que implica su relativización. Desde
la perspectiva de la preocupación, que tiende esencialmente a ha­
cer disponible lo posible y, po r tanto, a destruirlo com o posible,
la m uerte ya no es más que una posibilidad entre otras. P or otra
parte, éstas sólo tendrán realizaciones relativas, puesto que nunca
ocurren por sí mismas, sino en cuanto son tomadas en un conjunto
de relaciones cuya «finalidad» última es el Dasein mismo, mientras
que la m uerte nunca puede constituir u n «objetivo» que éste tie­
ne que realizar, ni siquiera en el suicidio. En efecto, el suicidio — en
sentido óntico y no en el sentido ideal, tal com o se interpreta en el
idealismo alemán— no es en m odo alguno una realización de la
m uerte misma, sino sim plem ente la provocación del deceso, de
m odo que con ello el Dasein se quita a sí mismo su m orir, que sólo
puede asumir existiendo.171
Si hay un ser auténtico para la m uerte posible, éste debe pre­
servar el carácter de pura posibilidad de la m uerte, sin pretender
disponer de esa posibilidad o realizarla y, por tanto, ha de conse­
guir que esta posibilidad insigne aparezca com o posibilidad de la
imposibilidad del existir. La m uerte sólo es una posibilidad insigne
porque no propone al Dasein nada que deba realizar, porque es la

170. Ibid.,% 53, pág. 281.


171. Ibid., § 53, pág. 281. E n el suicidio, el Dasein se tom a a sí m ism o
com o m edio y se rebaja así al nivel de simple «instrumento». Es significativo
a este respecto que en «Duelo y melancolía», Freud subraye que el análisis de
la melancolía nos enseña que el yo sólo puede matarse cuando se trata com o
u n objeto y vuelve así contra sí m ism o la hostilidad que dirigía al objeto.

1 75
La muerte

posibilidad de la ausencia de todo posible, la posibilidad de no-po-


der-ya-ser, esto es, la posibilidad de la imposibilidad pura y simpii
del Dasein. La paradoja en este caso reside en que lo imposible,
esta vía impracticable del no-ser de la que ya hablaba Parménides,
se anuncia en cierto m odo al Dasein precisam ente como imposible
e impracticable. Eso implica, com o demostraba ya Platón frente a
Parm énides, que el n o-ser «es» en cierto m odo, o más bien, uti
lizando la term inología heideggeriana, que existe, puesto que ser
un Dasein significa propiam ente existir (transitivamente) la muerte.
Heidegger lo subraya con fuerza en ¿Qué es metafísica? cuando dice
que el Dasein es el «lugarteniente de la nada», una nada que no esta
en sus manos hacer advenir y en la que se halla retenido.172
La m uerte se revela así en su inm inencia constante pura po
sibilidad, es decir, posibilidad que se m antiene como posibilidad,
que nunca se verá aniquilada p o r su realización y que com o tal
no es dialectizable ni «superable», puesto que para ello habría que
«afanarse» en su realización. Lejos de p o d e r p ro d u cir la m uerte
y hasta de poder producirse ante ella, el Dasein sólo puede ser su
anunciador. Relacionarse con la m uerte preservando su carácter de
pura posibilidad exige, en efecto, su «adelantamiento». Adelantarse
a sí mismo es ya el ser mismo del Dasein en cuanto poder-ser. Por
otra parte, en la m edida en que se adelanta siempre a sí mismo, el
Dasein se com prende a sí mismo «prácticamente» y no en el sentido
en que tomaría conciencia teóricam ente del significado de su pro­
pio ser. Adelantarse a sí mismo en su poder-ser extrem o significa,
por tanto, existir haciendo posible la posibilidad que es la m uerte y
liberándola com o tal. Eso significa, subraya Heidegger, que en ese
adelantam iento la posibilidad insigne de la m uerte «se hace “cada
vez m ayor”, es decir, se revela como una posibilidad que no admite
de ningún m odo una m edida, ni u n “m ás” o “m enos” , sino que
significa la posibilidad de la im posibilidad inconm ensurable de la

172. Cf. H eidegger, M ., Hitos, op. cit., pág. 105.


III. Fenomenología del ser-mortal

existencia».173 Aparece aquí claramente que la única experiencia del


infinito que es posible para el ser hum ano es la que realiza a través
de su propia relación con la m uerte.
La m uerte se presenta así como la posibilidad más propia del Da-
sein y es importante subrayar de nuevo que en cuanto tal «reivindica
a éste en su singularidad»,174 lo que significa que es todo el dominio
de la preocupación y del coestar con los otros tal como se dan en la
cotidianidad y no en la m edida en que desfallecen. Por tanto, no se
trata de separar del ser sí m ism o auténtico las dim ensiones de la
preocupación y del coestar con los otros, que son dimensiones esen­
ciales del estar-en-el-m undo. Simplemente, el adelantarse hasta esta
posibilidad «no relativa» que es la muerte, «fuerza al Dasein a hacerse
cargo de su ser más propio desde sí mismo y por sí mismo»,175 y no
desde el m odo de ser en el que está bajo el dom inio del U n o , su
propio estar-en-el-m undo. Esta posibilidad extrema que es la m uer­
te es insuperable en cuanto da a entender al Dasein la inm inencia
de la renuncia a sí mismo y con ello lo hace libre. Es im portante
subrayar que no se trata propiam ente hablando de sacrificio de sí
mismo (Selbstopferung), sino de renuncia a sí mismo (Selbstaujgabe).
Darse com o posibilidad extrema la renuncia a su propio ser permite
efectivamente, com prendiendo sus propias posibilidades de existen­
cia com o posibilidades finitas, impedir «toda obstinación respecto a
la existencia ya alcanzada» y conjurar así el peligro de desconocer las
posibilidades de existencia de los otros, pues «la m uerte aísla, pero
sólo para hacer, en su condición de insuperable, que el Dasein pueda
com prender, com o coestar, el poder-ser de los otros».176
El ser para la m uerte auténtico tiene pues com o consecuencia,
por una parte, privar al Dasein del apoyo que podría encontrar en la
preocupación y en el otro y, por otra parte,hacerlo atento a las po-

173. Ibid., § 53, pág. 282.


174. Ibid., § 53, pág. 283.
175. Ibid.
176. Ibid.

177
La muerte

sibilidades de existencia y al poder-ser de los otros. Efectivameifl


«apoyo» es la palabra que aparece en la definición final del ser ]<$
la m uerte auténtico que da Heidegger:

el adelantarse le revela al D asein su pérdida en el «uno mismo» y lo contm


ante la posibilidad de ser si mismo sin el apoyo primario de la solicitud i
pada, y de serlo en una libertad apasionada, libre de las ilusiones del
libertad fáctica, cierta de sí misma y acosada por la angustia: la libertad ¡
la muerte.177

A hora bien, hallar apoyo en el otro en el nivel de la ocupacio»


puede rem itir a lo sumo a lo que H eidegger definió com o una
las dos formas positivas de solicitud por oposición a los m odos coi ¡I
dianos de nuestra relación con el otro, que son los de una solicita«
deficiente o indiferente, que no va dirigida realmente al otro c o n »
tal, sino que lo identifica más o menos con el conjunto de los útil* s
de que se com pone el m undo circundante cotidiano. Se trata i l l
la solicitud «sustitutiva», que no está exenta sin embargo de cien t
violencia, puesto que consiste en asistir al otro encargándose *1.
su cuidado y reduciéndolo así a una posición de dependencia. N u
buscar apoyo en el otro y optar por hacerse cargo por sí mismo il>
su propio estar-en-el-m undo puede, por el contrario, hacer posible
la segunda clase de solicitud positiva, que es tam bién la solicitud
«auténtica»; una solicitud que, según Heidegger, «se anticipa» y qi ir
consiste en asistir al otro a fin de perm itirle que tom e a su cargo
su propia existencia: «Esta solicitud, que esencialm ente atañe al
cuidado en sentido propio, es decir, a la existencia del otro, y no .1
una cosa de la que él se ocupe, ayuda al otro a hacerse transparente
en su cuidado y libre para él».178

177. Ibid., § 53, pág. 285.


178. Ibid., § 26, pág. 147.

178
III. Fenomeno,l°gla d e l ser-mortal

Sh manifiesta aquí sin ambigüedad que el «solipsüs m o e >tistencial»


signtlii a una ruptura de los vínculos con el otro,» sin o cju e por el
MMt 1 0 hace posible un coestar con el otro, un a u t é n t i c o Mitsein.
t ihm.Io que sería un contrasentido acusar a H eitfie g g er de haber
luido, e n su análisis existencial, toda posibilidad cde a cu erd o entre
\ - ■ pji .i la muerte y el coestar con los otros. Aisda n u c n to y estar
• nuu'm, lejos de excluirse, son impensables el u n o s in el otro.
I )n que expresaba H eidegger con toda claridad e n su curso del
femn un- de verano de 1928, en el que mostraba qUle esta estructura
É itH bu., va de la existencia a la que llamó Jem eim igkeit im p lica de
..an n u iio la pluralidad del Dasein, una pluralidad q u e é l entiende
b| m ■■ da dispersión [trascendental] del Dasein corrí0 -0 tal, esto eSj e]
p a n e n general».179 «Habría que mostrar cómo^j e x pHcaba H ei-
‘ . i . la facticidad y la individuación se basan en - Ia te iriporalidad,
t o e to m o temporalización se une a sí misma y se^ aísla e n sentido
Mu . .1ideo com o principium individuationis. Este ai-islau ú en to es sin
gutbaigo la presuposición del commercium originsal e n tr e Dasein y
fclsrin.»180
N o se puede seguir vien do en Ser y Tiempo u n a in cita ció n a
. loptai una extraña actitud «heroica» respecto a laa m u e rte o algún
tipo .le llamamiento al «sacrificio de sí m ism o».181' S e trata sin duda
I- qin* el Dasein se enfrente a la muerte y se lib e rte de la influencia
lid U no que «no tolera el coraje para la angustia ajUUe la muerte».182
t o f o n o se trata en m od o alguno de entablar unta c o m b a te con la
Milu ito. de intentar endurecerse frente a ella, o dl-e acabar aceptán-
lo r i i sínicamente com o un mal inevitable. N u e s t r a relación con

1>'*>. Heidegger, M ., Metaphysische Anfangsgründe de&r -Eogife, O bras com ­


p iten. vol. 26, Frankfurt, Klosterm ann, 1978, § 10, pág.S- 1 7 5 .
IHO Ibid., § 12, pág. 270.
IK1. Véase a este respecto el acertado enfoque de j . í - C o h é n en «L’appcl
te t trulegger», en Heidegger. Le danger et lapromesse, ed. -- P o r G. Bensussan y
I ' itlien, París, K im é, 2006, págs. 61-77.
182. Heidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 51, p á ^ g - 274.

179
1.(1 muerte

la m uerte, a pesar de todas estas apelaciones a la fría razón, sigin


estando ineludiblem ente marcada po r el terror. P o r tanto, es inútil
silenciar la angustia, pretender «desdramatizar» la m uerte, querei
suprim ir esta parte de nuestro cuerpo que se estremece ante la idej
de la m uerte. Sería preferible dejar de oponer inútiles resistencia',
a la angustia, intentar «por angustia frente a la angustia» evitarla
H abría que dejarse llevar p o r ella p erm itien d o que nos invada,
y convertirla en «punto de apoyo perm anente», puesto que esta
«disposición para la angustia» es la que perm ite llegar en sí a expe­
rim entar esta «maravilla de las maravillas: que lo ente es».183 Lejos
de apuntar a ese estado de indiferencia que los estoicos llamaban
ataraxia, ausencia de turbación, el «claro valor para la angustia esen­
cial»184 que se requiere aquí es parecido al estado que el Maestro
Eckhart llamaba Gelassenheit, desasimiento, estado del que se separa
de las opiniones y de los tem ores com unes, no para rechazar vio­
lentam ente su propia fmitud, sino al contrario para abrirse a su ver­
dad. Esta calma y esta serenidad ante la m uerte, que las religiones y
las filosofías han intentado enseñar al hom bre, es posible alcanzarla
no situándose más allá de la angustia, sino aceptando perm anecer
en su interior, en esa zona inm óvil que constituye el centro de los
torbellinos. M anteniéndose en ella se logra alcanzar ese m om ento,
que se produce a la vez en nosotros y a pesar de nosotros, en que
la angustia se tornará alegría, pues, com o destaca H eidegger, «la
angustia del tem erario no adm ite contraposición alguna a la ale­
gría o siquiera al agradable placer de un tranquilo ir viviendo. Se
encuentra, más acá de semejantes oposiciones, en secreto vínculo
con la serenidad y tem planza del deseo creativo».185

183. H eidegger, M ., Epílogo a «¿Qué es metafísica?», en Hitos, op. cit.,


pág. 254.
184. Ibid., pág. 254.
185. H eidegger, M ., «¿Qué es Metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 104.

180
III. Fenomenología del ser-mortal

Encontram os en H eidegger la idea de que a través de lo que


él llama «resolución precursora», el Dasein se abre por sí m ism o
.1 su poder-ser finito y, por tanto, a su ser para la m u erte.186 N o

estamos de ningún m odo ante una filosofía heroica, ya que la reso­


lución (Entschlossenheit) de la que se habla no es más que un m odo
insigne de la apertura (Erschlossenheit) del Dasein por el que aquel
se com prende a partir de su poder-ser más propio. Entre la una y
la otra se encuentra el paso del estado de apertura propio de todo
Dasein co m o tal al hacerse cargo efectivo de éste, carga por la que
un Dasein singular se da a sí m ism o una afirmación existcncial de
su propio poder-ser com o existencial. D e este m od o alcanza su
auténtica transparencia,187 lo que no significa que sea ya dueño de
su propia existencia. Pues sólo en con exión con su propio poder-
m orir puede efectivam ente hacerse cargo de la apertura que es.
D e m odo que sólo sobre el fondo de este cierre abismal que es la
muerte puede existir y abrir esta Lichtung, este claro que es él com o
Da-sein, es decir, en la medida en que él mism o es ese «ahí» por el
que hay m u n d o .188
Esto explica que H eidegger pueda definir el ser auténtico para la
muerte com o «libertad para la m uerte»,189 pues hacerse libre para
la muerte implica a la vez liberar a la muerte de todas las estratage­
mas por m edio de las cuales intentamos domesticarla, manipularla
y neutralizarla, para dejarla reinar incondicionalm ente sobre nuestra
existencia. La resolución precursora no es «una escapatoria que haya
sido inventada para “sobreponerse” a la muerte», sino lo que da a la
muerte «la posibilidad de adueñarse de la existencia».190 Ese existir
sub specie mortis, bajo el horizonte de la muerte, H eidegger lo llama
ser para la m uerte «auténtica», pues en él se manifiesta la absoluta

186. Heidegger, M., Ser y Tiempo, op. cit., § 62, pág. 325.
187. Ibid., § 60, pág. 317.
188. Ibid., § 28, pág. 157.
189. Ibid., § 53, pág. 285.
190. Ibid., § 62, pág. 328.

181
I m muerte

grandeza, la ausencia de mesura de la m uerte que H egel presentía


cuando la llamaba «señor absoluto»191 y de la que no podía ignorar
que no hay «superación» posible.

191. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 119.

182
Capítulo IV

Mortalidad y finitud

La fenomenología heideggeriana del ser mortal pretende, por tanto,


dejar a la m uerte lo que tiene de radicalm ente impensable e im ­
practicable, a la vez que muestra cóm o hay un pensam iento y una
práctica posibles de este impensable y de este impracticable. ¿No
es ésta a fin de cuentas la estratagema más sutil por la que seguimos
convirtiendo lo negativo en positivo y dando un sentido a lo que
no lo tiene? Es la sospecha que form ula Sartre, quien, incluyendo
a R ilke, M alraux y H eidegger en la misma «tentativa idealista de
recuperar la muerte», no duda en hablar del «juego de prestidigita-
ción» por m edio del cual Heidegger, con «una evidente mala fe en
el razonamiento», individualiza la m uerte por el Dasein y el Dasein
por la m uerte.1 Lo que Sartre descubre tanto en R ilke, que se es­
fuerza po r m ostrar que el fin de cada hom bre se asemeja a su vida,
com o en Malraux, que cree que la cultura europea ha desarrollado
la idea de que la m uerte tiene un sentido, es que al considerar la
m uerte com o el p u n to final de esta serie que es una vida hum a­
na, «la m uerte com o fin de la vida se interioriza y se humaniza»,
de m anera que «el hom bre ya no puede encontrarse sino con lo

1. Sartre, J .-P., El ser y la nada, trad, por J. Valmar, M adrid, Alianza, 1989,
págs. 555 y 557.

183
La muerte

hum ano».2 M ientras que en una teoría «realista» de la m uerte, ésta


aparece com o «un contacto inm ediato con lo no-hum ano» y de
este m odo escapa al hom bre; la «recuperación» de la m uerte a la
que se dedica el idealismo desemboca en una individualización de la
m uerte, que «se hace mía», de m anera que «me vuelvo responsable
de m i m uerte com o lo soy de mi vida».3 A unque esta «humaniza­
ción de la muerte» po r parte de H eidegger a prim era vista parece
servir a sus propios propósitos, puesto que «ese límite aparente de
nuestra libertad, al interiorizarse, es recuperado por la libertad»,
Sartre se propone no obstante «volver a iniciar desde el comienzo
el exam en de la cuestión».4 Esta «recuperación» se basa de hecho
en un desconocim iento radical de lo que hace del Dasein — que
Sartre traduce, com o H en ri C orbin, el prim er traductor francés
de H eidegger,5 por «realidad humana»— un poder-ser arrojado,
y de su facticidad una asunción de la contingencia. D e m odo que
no es sorprendente ver cóm o Sartre afirma que «la m uerte no es mi
posibilidad de no realizar más la presencia en el m undo, sino una
aniquilación siempre posible de mis posibles, que está fuera de mis posibili-

2. Ibid., pág. 555.


3. Ibid., pág. 556.
4. Ibid.
5. R ecordem os que, con el título de Q u ’est-ce que la métaphysique?, H enri
C o rb in publicó en G allim ard en 1938 no sólo la traducción del curso inau­
gural de 1929 del texto que data del m ism o año, De Vessence du fondement, y
de la conferencia «H ölderlin y la esencia de la poesía» de 1936, sino también
de u n conjunto de extractos de Ser y Tiempo (concretam ente, todo el prim er
capítulo de la segunda sección que trata del ser para la m uerte) y de Kant y el
problema de la metafísica. E n el prólogo del traductor, éste explicaba que había
recurrido al térm in o com puesto «realidad hum ana» para traducir Da-sein, a
fin de evitar la creación de «neologism os desconcertantes o irritantes», a la
vez que llamaba la atención sobre el hecho de que «ese térm ino com puesto
no designa una realidad que prim ero se plantea y luego recibe el predicado
“hum ana”», sino «un todo inicialm ente hom ogéneo».

184
r

IV . Mortalidad y fin itu d

dades»,6 y concluye, en contra de Heidcgger, que «la m uerte, lejos


de ser m i posibilidad, es un hecho contingente que, en tanto que tal,
m e escapa p o r principio y pertenece originariam ente a mi facti-
cidad».7
En realidad, lo que nos interesa no es la lectura deficiente que
Sartre hace de Heidegger en E l ser y la nada, ni tam poco saber si el
error de interpretación de su obra es o no «fructífero»,8 sino más
bien su voluntad de no reconocerle ningún sentido a la m uerte y
de m antenerle su carácter de absurdo total. Para demostrarlo, Sar­
tre se basa en el «error» que encierra en su opinión la concepción
cristiana de la m uerte, a la que considera el último térm ino de toda
una serie de esperas y de esperas de esperas de que se com pone una
vida, últim o térm ino que por principio jamás es dado, y que cabe
considerar com o una especie de equivalente de ese Juicio final por
el que «la curva de nuestra vida quedaría fijada para siempre» y «se
cerraría la cuenta».9 Pero en el caso de la m uerte cristiana, en que
es Dios quien elige su hora, así com o en el caso general, en que sé
m uy bien que no soy yo quien fija el instante de m i m uerte, toda
esa espera que ha sido m i vida adquiere por esto m ism o visos de
absurdo, puesto que esta m uerte que no es mía no puede otorgar
desde fuera un sentido a m i vida, ya que cualquier sentido ha de
venir de la subjetividad misma;

Así la m u e rte n o es n u n ca lo q u e da a la vida su sentido: es, al co n tra­


rio, lo q u e le quita p o r p rin cip io to d a significación. Si h em o s de m o ­
rir, nu estra v ida carece de sentido, p o rq u e sus problem as n o recib en

6. Sartre, J.-P ., E l ser y la nada, op. cit., pág. 560.


7. Ibid., pág. 568.
8. Véase a este respecto F. D astur, «The question o f transcendence in
H eidegger and Sartre», Phainomena, X V , Liubliana, noviem bre de 2006, págs.
23-41.
9 . Sartre, J.-P., E l ser y la nada, op. cit., pág. 561 .

i Hi
La muerte

n in g u n a so lu c ió n y p o rq u e la significació n m ism a d e los p ro b lem as


sigue siendo in d e te rm in a d a .10
h
a
Lo que resulta así invalidada es la idea misma de una espera de la
e
m uerte:
o'
r
¿ Q u é p o d ría significar, e n to n c e s, u n a esp era d e la m u e rte , sin o la
c
espera de u n ac o n te cim ien to q u e red u ciría al absurdo to d a espera, in ­
(
cluida la de la m uerte? La espera de la m u e rte se destruiría a sí m ism a,
pues sería n eg a ció n de to d a esp era.11

Forzosamente en este caso hay que darle la razón a Sartre, en la m e­


dida en que todo su discurso trata sobre «la» m uerte, que debemos
reconocer que nos resulta absolutamente impensable. N o obstante,
com o ya hemos visto, Heidegger tiene buen cuidado en distinguir
entre la m uerte com o acontecim iento que sucede en el m undo y
el m o rir com o estructura fundam ental de la existencia. A partir
del m om ento en que la m uerte únicam ente tiene el sentido de un
hecho «objetivo» y externo al sujeto, sólo puede aparecer com o la
negación misma de este últim o. Y esto explica que Sartre pueda
afirmar que no sólo es la aniquilación posible de todos mis posi­
bles, sino tam bién «el triunfo del punto de vista del prójim o sobre
el p u n to de vista que soy sobre m í mismo», en la m edida en que,
com o dice M alraux, «transforma la vida en destino», puesto que
siendo la m uerte aniquilación de la aniquilación que yo soy en tanto
que para-sí, es posición de m i propio ser com o en-sí.12 Esta idea
de que «la característica de una vida m uerta es una vida de la que
se hace Custodio el O tro»13 es la que Sartre pondrá en escena con
éxito en A puerta cerrada, m ostrando que «la m uerte representa una

10. Ibid., págs. 562-563.


11. Ibid., pág. 563.
12. Ibid.
13. Ibid., pág. 564 .

186
IV . Mortalidad y finitud

total desposesión» y que «la sola existencia de la m uerte nos aliena


p o r entero, en nuestra propia vida, en favor del otro».14 Así que
nada en la m uerte m e pertenece, pues la m uerte rem ite tan sólo al
hecho fundamental y a la vez contingente de la existencia del otro.
Es lo que induce a Sartre a concluir, «contra H eidegger, que la
m uerte, lejos de ser m i posibilidad, es un hecho contingente que, en
tanto que tal, m e escapa por principio y pertenece originariamente
a mi facticidad».15
Esta postura no obliga sin em bargo a Sartre a renunciar a la
libertad, de la que no dudará en afirmar que, en su condición de
mía, sigue siendo «total e infinita»,16 ya que, en su opinión, hay
que separar radicalm ente la m uerte de la finitud, m ientras que la
teoría heideggeriana del ser-para-la-m uerte parece por el contrario
construida enteram ente sobre la identificación rigurosa de ambas
ideas. D ado que la m uerte es para Sartre u n hecho contingente,
no afecta para nada a la estructura del que existe en cuanto es para-
sí, m ientras que la finitud es po r el contrario una estructura que
determ ina intrínsecam ente al ser del para-sí. N o es la m uerte, en
efecto, la que constituye nuestra finitud, sino únicam ente la opción
por la que el para-sí se proyecta hacia un posible con exclusión de
todos los otros. Según Sartre, hay «creación» de la finitud po r el
acto mismo de libertad:

E n o tro s té rm in o s, la realidad h u m a n a seguiría sien d o fin ita au n q u e


fuera in m o rtal, p o rq u e se hace finita al elegirse h u m an a. Ser finito, en
efecto, es elegirse, es decir, hacerse anunciar lo que se es p ro y ectán d o ­
se hacia u n posible c o n exclusión de otros. E l acto m ism o d e libertad
es, pues, asun ció n y creació n de la fin itu d .17

14. Ibid., pág. 566.


15. Ibid., pág. 568.
16. Ibid., pág. 570.
17. Ibid., pág. 569.

|H ■
La muerte

La irreversibilidad de la tem poralidad im pediría, incluso a un ser


inmortal, «proseguir su jugada» y le daría además un carácter único
a una existencia tem poralm ente indefinida: «Desde este punto de
vista, tanto el inm ortal com o el m ortal nace varios y se hace uno
solo».18 La finitud se identifica aquí con la singularidad y a la vez
se separa de la m uerte, que conserva para Sartre la generalidad del
puro hecho:

La m u e rte es u n p u ro h e c h o , co m o el n ac im ien to ; nos v ie n e desde


afuera y nos tran sfo rm a en afuera. E n el fo n d o , n o se d istin g u e en
m o d o alguno del n ac im ien to , y a esta id e n tid a d del n ac im ien to y la
m u e rte la llam am os facticidad.19

La subjetividad singular no se afirma contra ella, sino independien­


tem ente de ella, y no cabe distinguir entre una actitud auténtica y
una actitud inauténtica respecto a ésta porque «justamente, siempre
m orim os por añadidura».20
La finitud es, por consiguiente, obra de la libertad que, para ser
efectiva, ha de ponerse límites a sí misma, aunque esos límites no
tienen nada que ver con el límite externo que es la m uerte, ya que
ésta jamás es encontrada por el para-sí y, si bien «infesta» todos sus
proyectos, no obstante no le merma:

A l escapar la m u e rte a m is p ro y ec to s p o r ser irrealizable, escapo yo


m ism o de la m u e rte e n m i p ro p io p ro y e c to .21

Sartre, al convertir la m uerte en un límite simplemente externo, con­


cede al para-sí una libertad infinita, cosa que parece tan «idealista»
com o la «hum anización de la m uerte» que atribuye falsamente a

18. Ibid.
19. Ibid., pág. 568.
20. Ibid., pág. 570.
21. Ibid.

188
IV . Mortalidad y fin itu d

Heidegger, puesto que, según él mismo afirma, logra así «escapar»


de la m uerte convirtiéndola, com o ya hizo Epicuro, en un sim ­
ple «límite de hecho» que no nos «afecta». Cabe preguntarse, no
obstante, si Sartre, al ver en la m uerte un «fin» con el que el ser
hum ano no se relaciona, no sigue interpretando la existencia, a su
pesar, a partir de un m odelo inadecuado: el de la facticidad bruta
de la naturaleza. T odo el problem a reside aquí en la manera como
Sartre entiende la «facticidad», térm ino que tom a de H eidegger,
pero al que casi siempre da un sentido diferente: el sentido de con­
tingencia. La m uerte es, pues, para él «esa perpetua aparición del
azar en el seno de mis proyectos» que no «puede ser captada como
mi posibilidad»,22 lo que implica que no sea «nada más que cierto
aspecto de la facticidad y del ser para otro, es decir, nada más que
algo dado».25 Para H eidegger, en cam bio, la facticidad es, com o
hem os visto, «facticidad de la entrega del Dasein a sí mismo»,24 lo
que significa, com o explica con toda claridad M erleau-Ponty, que
«la existencia es la operación p o r la que lo que no tenía sentido
adquiere un sentido», de m anera que «no tiene atributos fortuitos,
ni contenido que no contribuya a darle forma», y que «no admite
en sí puro hecho porque ella misma es el m ovim iento por el que
los hechos son asumidos».25 Ese «cambio de la contingencia en ne­
cesidad a través del acto de recuperación»26 es el que Sartre rechaza
en relación con la m uerte, que conserva para él el rostro ciego y
anónim o del destino.

22. Ibid., pâg. 560.


23. Ibid., pâg. 569.
24. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 29, pâg. 159.
25- M erleau-Ponty, M ., Phénoménologie de la perception, op. cit., pâgs. 197-
198.
26. Ibid., pâg. 199.

189
L.a muerte

1 . F lN IT U D Y TO T A LID A D

¿Es legítimo considerar la existencia hum ana com o la serie de acon­


tecim ientos que se producen entre el nacim iento y la m uerte? Y si
se compara, como hace Sartre,27 la existencia con una melodía, ¿no
habría que preguntarse ante todo si no se trata de una simple sucesión
de notas? C on lo serial y lo sucesivo no se llegará nunca a hacer una
existencia, sino a lo sumo a dar cuenta del m odo de ser de la cosa.
P or esto, la representación de la m uerte com o simple «término fi­
nal» de una serie de ningún m odo puede dar cuenta de la finitud de
una existencia. Si Sartre separa las dos ideas tradicionalmente unidas
de finitud y m uerte es porque, en el caso de la m uerte, aplica al
Dasein, que no es una «realidad», sino más bien una existencia, un
concepto de fin que no le corresponde.
E n efecto, ¿se puede suponer que la existencia hum ana se com ­
pone de partes sucesivas que se añaden exteriorm ente las unas a las
otras desde un m om ento inicial hasta un térm ino final, o es m ejor
reconocer que el «sí» del «para-sí» m antiene de form a continuada
una relación con su comienzo y su fin, y constituye así un «todo» en
el que nunca se pueden distinguir «partes»? Si el para-sí es capaz de
entrar en juego «totalmente» y de proyectarse «enteramente» en cada
uno de sus proyectos singulares, es precisamente porque su m odo de
ser es naturalm ente diferente al de la res, la cosa, ya sea simplemente
una cosa de la naturaleza, o por el contrario un artefacto, un objeto
cultural. N o cabe hablar, en efecto, de relación de las «partes» con el
todo más que en el caso de una totalidad obtenida por composición
y suma, mientras que es imposible considerar el desarrollo de una
totalidad viviente sobre el mismo m odelo, puesto que su devenir
es el de un sí que contiene en sí m ism o todos los «momentos» de
su extensión en el tiem po. Cuando Heidegger subraya que existe a
este respecto al m enos una identidad formal entre el ser del Dasein

27 . Sartre, J.-P., E l ser y la nada, op. cit., pág. 555 .

19 0
IV . Mortalidad y fin itu d

y el ser vivo, no solamente recuerda que la diferencia entre los dos


modos de la totalidad ya la conocían los griegos, que distinguían en­
tre holon, el todo en el sentido de entero, y pan el todo en el sentido
de suma, sino que rem ite además a la elaboración conceptual que
hallamos en la tercera de las Investigaciones lógicas de Husserl.28
Efectivam ente, en el m arco de una lógica fenom enológica es
donde puede descubrirse la distinción, que por otra parte no igno­
raba Hegel, entre parte independiente y m om ento independiente,
pues esa lógica, en vez de contentarse con «simples palabras» — en
este caso, las palabras «fin» y «todo»— se plantea la tarea de regresar
a las «cosas mismas» y a los datos intuitivos que son la base de las sig­
nificaciones.29 Es lo que hace H egel en cierto m odo cuando, en el
prim er capítulo de la Lógica del ser,30 pretende mostrar que el devenir
es la prim era categoría lógica, anterior al ser y a la nada, que no son
más que sus «momentos». La noción de «momento», que designa
el térm ino no autónom o de una relación, de m odo que no tiene
sentido com o térm ino aislado ni puede utilizarse más que en su di­
ferencia con otros «momentos», aparece inseparable de la noción de
proceso, en el sentido de que cada m om ento sólo existe «suprimién­
dose» y pasando a otro, de m odo que su desaparición coincide con
su conservación. En la famosa nota que sigue inmediatamente y que
trata del térm ino polisémico Aufhebung (que rem ite com o se sabe a
la tríada suprimir-conservar-elevar),31 Hegel subraya el origen latino
de ese térm ino, que procede efectivamente de la contracción de la
palabra movimentum, que significa movimiento. D e m odo que, sólo a
partir de la categoría de devenir es posible pensar lo que es. Hegel,

28. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 264, n. 1.


29. Cf. H usserl, E ., Investigaciones lógicas, trad. p o r M . G. M o re n te y
J. Gaos, M adrid, R evista de O ccidente, 1967, vol. 2, Investigación III, § 1,
pág. 23 y sigs.
30. Cf. H egel, G .W .F ., Ciencia de la lógica, trad. por A. y R . M ondolfo,
B uenos Aires, Solar, 1993, pág. 96.
31. Ibid., págs. 97-98.

191
I .el m u e rte

com o pensador de la «totalidad», la concibe de m anera dinámica y


en u n sentido em inentem ente «holístico». Evidentem ente, no es la
misma perspectiva «dialéctica» la que utiliza Husserl en la tercera de
sus Investigaciones lógicas, donde la cuestión que plantea es la explii i
tación fenom enológica de la idea de objeto. En el marco de lo que
más tarde llamará «ontología formal», desarrolla esta «teoría del todi >
y de las partes», que constituye el tema de esta Investigación III. No
obstante, al igual que Hegel, distingue entre el fragmento (Stück) o
parte independiente de un todo, del que puede ser efectivamente
separada, y el m om ento (M oment) o parte dependiente de un todo,
del que sólo es separable de un m odo abstracto.32 C om o explica
Husserl, se puede dar el nom bre de parte en sentido amplio a «todo
lo que es discemible en el objeto»,33 pero eso no significa que toda
parte sea una parte real, sólo lo son las que resultan de una división
del objeto, com o por ejem plo las partes del cuerpo. En cambio,
hay partes que no pueden ser representadas por separado, com o el
color de la m ano. Son las que Husserl llama tam bién «momentos».
Lo que caracteriza el m om ento es, por consiguiente, su relación de
pertenencia a los otros m om entos y al todo él mismo.
D e este análisis de la estructura formal del concepto de totalidad
( G anzheit) parte H eidegger en el § 48, a la vez que subraya su in­
suficiencia en lo que respecta a las variaciones que puede sufrir ese
concepto según la ontología regional en la que se inscribe. Por esa
razón sólo se tratará de la posible aplicabilidad de los conceptos de
fin y de integridad a esta «región» específica del ser que es el Dasein.
A hora bien, lo que se ha sacado a la luz hasta ahora a propósito de
la m uerte es ante todo que al Dasein, mientras está siendo, le perte­
nece un constante «resto pendiente» (.Ausstand ).34 La cuestión que se
plantea entonces es saber en qué sentido hay que entender esta no

32. Husserl, E., Investigaciones lógicas, op. cit., vol. II, 2, Investigación III,
§ 17, pág. 63 y sigs.
33. Ibid., § 1, pág. 207.
34. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 263.

192
IV . Mortalidad y fin itu d

integridad inherente al Dasein. ¿Hay que pensar que le «falta» algo


al Dasein, en el sentido de que habría que añadirle una «parte» de
él mismo? Parece claro que el concepto de totalidad que se invoca
aquí es el concepto estático de un conjunto o de una suma de partes
que caracteriza el m odo de ser del ente maleable. Sin embargo, el
Dasein no deviene un conjunto sólo a partir del m om ento en que
se le añade lo que le falta, ya que ese m om ento únicam ente podría
coincidir para él con su desaparición, sino que existe siem pre ya
de tal manera que su «no-todavía» forma parte de él. El concepto de
falta, en el sentido de incom pletud, sólo se relaciona con un todo
com puesto de partes y no puede ser aplicado de ningún m odo a
esta totalidad en devenir que es un ser vivo. Ya que éste no podría
devenir jamás lo que no es todavía si en cierto m odo no lo fuera ya
siempre. H eidegger recurre aquí al ejemplo del fruto que no puede
madurar más que yendo por sí mismo a la madurez, lo que implica
que la m adurez no se añade simplemente a la inmadurez com o una
cosa a la otra, sino que pertenece ya constitutivamente al fruto en
su inm adurez. «Respectivam ente, tam bién el Dasein ya es siempre,
mientras está siendo, su no-todavía,»35
«Conviértete en lo que eres»: ésa es en efecto la ley del ser vivo,
que ya enunciaba Píndaro,36 de quien Nietzsche tom a esta frase. Es
imposible para un vivo convertirse en otro completamente diferente
al que es, si no es a través del paso al no-ser que es la m uerte. Por
esta razón Aristóteles entendió el resultado del devenir, la energeia,
a partir de un p o d er-d ev en ir otro, la dynamis, en la que no hay
que ver una posibilidad abstracta que habría que hacer pasar a la
realización concreta, sino un cierto «estar-dispuesto a» o «ser-ade­

35. Ibid., pág. 264.


36. «Q ue llegues a ser com o eres hab ien d o aprendido (mathon)», dice
exactam ente Píndaro (Pítica II, estrofa 4, v. 72), y es cierto que eso se aplica
de form a más precisa al ser h u m an o , pero en la m edida en que la mathesis,
el crecim iento espiritual p o r m edio del aprendizaje, es su m o d o p ro p io de
devenir.

193
La muerte

cuado a», que ya está orientado hacia ese resultado. D e m anera que
la «negatividad» de la dynamis, en relación con la perfección de lo
que Aristóteles no sólo llama energeia — es decir, lo que se posee
en su ergon, en su obra, y así se realiza— , sino tam bién entelekheia
— lo que contiene en sí mismo su telos, su fin— , nunca es más que
una negatividad determ inada, una inconclusión ( Unvollendung ) que,
aunque estructuralmente distinta de la simple incom pletud ( Unvoll-
stándigkeit) no puede, com o tam poco aquélla, servir para definir
,3 7

la finitud de la existencia humana. Pues, com o destaca Heidegger, a


diferencia del fruto, que se consuma al llegar a la madurez, «también
el Dasein “inacabado” [en el sentido de incumpbdo] termina», y a la
inversa, puede haber sobrepasado su acabamiento m ucho antes de
su fin, de m odo que para el Dasein terminar nunca puede significar
pura y simplemente «acabarse».38
El m odelo biológico del acabamiento sigue siendo, no obstante,
un m odo de com prensión que el ser hum ano tiene de sí m ism o.
M anteniéndose en este esquema de pensam iento, Nietzsche pudo

37. E l p ro p io térm in o energeia, que atestigua qu e la p ro cedencia de la


distinción entre el acto y la potencia hay que buscarla de entrada en el m odelo
de la producción artesanal, m uestra la persistencia en Aristóteles de esquemas
tom ados de la fabricación en la explicación de los fenóm enos naturales. La
persistencia de ese esquem a artificialista en toda la concepción occidental de
la naturaleza es lo que H eidegger subrayaba una vez más en su obra de 1958
sobre la physis aristotélica a propósito del térm ino organon, cuyo prim er sentido
es «herramienta»: «Seguramente requerirá todavía m ucho tiem po para que nos
demos cuenta de que la idea de “ organism o” y de “orgánico” es u n concepto
puram ente m oderno y de tipo técnico-m ecánico, de acuerdo co n el cual el
ser que crece espontáneam ente es interpretado com o un p ro d u cto fabricado
que se hace a sí m ism o. E n reabdad, la palabra y el concepto de “planta” ya
entienden estos seres crecidos espontáneam ente com o “ esquejes” , com o algo
puesto y cultivado» (H eidegger, M ., Hitos, op. cit., pág. 212).
38. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 265.

194
IV . Mortalidad y fm itu d

definir al hom bre com o «el animal no fijado»,39 es decir, el animal


que todavía no ha sido capaz de determinar lo que podría constituir
la plenitud de su ser propio, su realización específica. Esto explica
que el ser hum ano tienda a juzgar que su existencia, por larga que
sea, siempre es demasiado breve y que su m uerte siempre le parezca
prem atura. Séneca se hace eco de esta lam entación universal, a la
vez que la critica, al principio de su célebre tratado D e la brevedad
de la vida, cuando recuerda que tanto el hom bre vulgar com o el
sabio coinciden en pensar que la vida les abandona en el preciso
m om ento en que se disponen a vivir, y que el m ism o Aristóteles
considera que la naturaleza se ha m ostrado m enos benévola con
el h om bre que con los animales al asignarle a él, que ha nacido
para grandes empresas, un térm ino m ucho más cercano.40 Parece
evidente que si el animal puede perecer habiendo realizado todo
aquello de que era capaz, si puede haber alcanzado ese acabamien­
to que los griegos llamaban arete, el m érito o la cualidad específica
por la que sobresale,41 de m odo que no tendría ya ningún sentido
prolongar su vida, no ocurre lo mismo con el hom bre, que siempre
m uere antes de haber agotado todas las posibibdades de su ser, de
m anera que su m uerte parece una violencia que le impide realizar
una cosa que todavía no ha hecho. C om o destacaba acertadamente
Sartre, negándose a convertir la m uerte en el acorde final de una
m elodía, «lo propio de la m uerte es que puede siem pre sorpren­
der antes del plazo a aquellos que la esperan para tal o cual fecha»,

39. Véase el com entario de H eidegger a esta frase en ¿Qué significa pen­
sar?, trad. p o r R . Gabás, T rotta, M adrid, 2005, pág. 45 y sigs.
40. Séneca, «De la brevedad de la vida», en Tratados morales, trad. p o r P.
Fernández N avarrete, M adrid, Atlas, 1943, vol. II, págs. 55-56.
41. Esta palabra, traducida en latín p o r virtus, que designa en principio
el carácter distintivo del hom bre (vir), en realidad tiene u n sentido com pleta­
m ente diferente y se relaciona con la raíz indoeuropea *ar (juntar, ordenar),
de la que p rovienen tam bién el avéstico arta y el sánscrito rita, nom bres del
b u en o rden cósmico.

195
la muerte

puesto que, «tenemos, en efecto, todas las probabilidades de morit


antes de haber cumplido nuestra tarea o, al contrario, de sobrevivir a
ella».42
Por otra parte, el hecho de que la m uerte hum ana siempre sea
sentida com o un acontecim iento «no natural» es lo que hace po­
sibles la historia y la cultura, pues lo que el m uerto no ha tenido
tiem po de acabar, otro podrá retom arlo y realizarlo. C om o señala
Kojéve, lo que caracteriza propiam ente la existencia histórica, y la
distingue en esencia de la simple evolución que se observa en la na­
turaleza, es que las posibilidades hum anas que un hom bre no ha
podido agotar del todo antes de su m uerte «pueden realizarse hu
m anam ente, es decir, en y por otro ser hum ano, que retom ará su
obra y prolongará su acción».43 D e m odo que la «trascendencia» del
hom bre en relación con la m uerte se manifiesta por y en la historia
de m anera no sólo subjetiva, por su deseo de supervivencia, sino
tam bién objetiva, po r la prolongación de su acción, «que es su ser
mismo».44 Aristóteles, que incluye al hom bre entre los seres vivos,
considera por el contrario que el hom bre sólo se sobrevive a sí
mismo en su descendencia, pues «ésta es, en efecto, la más natural
de todas las funciones entre los seres vivos, supuesto, claro está, que
éstos sean perfectos, no estén mutilados y no tengan una generación
espontánea; es decir, que en la reproducción de una especie, un
animal produzca un animal, una planta una planta, a fin de que pue­
dan participar en lo inm ortal y divino de la única m anera que ellos
pueden».45 D e m odo que al hom bre se le ofrecen dos posibilidades
de «trascender» la m uerte, una «espiritual» y la otra exclusivamente
biológica. Sin embargo, es preciso establecer una diferencia entre
la progenie del animal, que sólo reproduce su propia existencia,

42. Sartre, J.-P ., El ser y la nada, op. cit., págs. 559-560.


43. Cf. K ojéve, A., Introduction á la lecture de Hegel, op. cit., pág. 525.
44. Ibid.
45. A ristóteles, «D el alma», en Obras, trad. p o r F. de P. Sam aranch,
M adrid, Aguilar, 1973, 415 a 26, pág. 845.

196
IV . Mortalidad y fin itu d

puesto que ésta ya ha alcanzado p o r sí misma su perfección, y la


del hom bre, que tiene la posibilidad de llegar más lejos que su
progenitor, realizando lo que éste ha dejado inacabado. En este
sentido puede decirse que en el hom bre la paternidad siempre es al
mismo tiem po una paternidad «espiritual», puesto que no supone
únicam ente la transmisión de un «capital» genético, sino tam bién el
legado de un conjunto de posibilidades que pueden ser asumidas o,
por el contrario, rechazadas. Prácticam ente sólo se puede intentar
«vencer a la muerte» a través de la paternidad, com o pretende Lé­
vinas, aceptando reconocer la dim ensión «espiritual» de la relación
de «exterioridad» que une al hijo con su padre y «ontologizando» a
la vez esta categoría «biológica».46
Si bien el esquema biológico del acabam iento sigue estructu­
rando la conciencia que el hom bre tiene de sí mismo como ser cul­
tural, no obstante no puede proporcionar un concepto de «acabar»
que caracterice adecuadam ente el m odo de ser del Dasein. C om o
ya hemos visto, el Dasein no puede sufrir pasivamente ningún tipo
de «fin», ya sea el acabamiento de una m aduración o la simple ce­
sación de su existencia, sin haberse relacionado previam ente con
ella yendo, po r así decir, po r delante de ella. D e m odo que él es
siempre ya su fin, que sólo puede llegarle de «fuera» porque desde
el origen está abierto a él. Y esta «apertura» a la nada es la que ca­
racteriza propiam ente al Dasein y lo convierte en algo distinto a un
«sujeto». Según Sartre, por el contrario, «la m uerte no es en m odo
alguno una estructura ontològica de m i ser, por lo m enos en tan­
to que éste es para-sí» y «no hay ningún lugar para la m uerte en
el ser-para-sí», ya que no es más que «un hecho contingente que
pertenece a la facticidad» y en este sentido constituye «un lím ite

46. C uando Lévinas, com o ya hem os destacado, considera la paternidad


com o u n «existir pluralista» (Le temps et l’autre, op. cit., pág. 87), se ve obliga­
do, com o reconoce él mismo, a apreciar «en su justo valor ontològico» la «fe­
cundidad del yo», pues «el hecho de que sea una categoría biológica n o neu ­
traliza en m odo alguno la paradoja de su significado, incluso psicológico».

197
La muerte

externo y de hecho de m i subjetividad», «una exterioridad qun


sigue siendo exterioridad hasta en y por la tentativa del para-sí <Ir
realizarla».47 D e m odo que la oposición tajante que Sartre estable
ce entre la interioridad y la exterioridad le perm ite afirmar que l.i
m uerte «nos libera enteram ente de su supuesta constricción»48 y 1 1 <>
constituye en m odo alguno un obstáculo para una subjetividad «qn<
no se afirma contra la m uerte, sino independientem ente de ella». *
Se entiende así por qué M erleau-Ponty decía de E l ser y la nada qu<
era un «libro exclusivamente antitético»50 que en su opinión pedia
una continuación, y que esperaba de su autor «una teoría de la pn
sividad»,51 pues sólo una teoría así, que habría que llamar más bien
teoría de la receptividad, podría dar cuenta de una finitud verdade
ram ente interna. Considerar la m uerte com o u n accidente que no
nos concierne o, por el contrario, lamentarse de que siempre llega
demasiado pronto, acaba siendo finalmente lo mismo, es decir, vei
en la m uerte tan sólo un simple hecho. Por eso, en vez de protestai
contra la brevedad de la vida, com o hacía ya Protágoras que, como
hem os visto, veía en ello un m otivo de ateísmo y una incitación
a consagrarse exclusivam ente a la esfera hum ana, sería preferible
pensar, com o sugiere H eidegger, que el ser hum ano siem pre es
suficientem ente viejo para m orir, puesto que el nacim iento es eu
sí mismo ya una apertura a la m uerte y que el hecho de nacer nos
otorga por sí mismo el poder de m orir.
D e m odo que la finitud de la existencia sólo puede entenderse I
realm ente a partir de ese ser para el fin , aunque esto no significa, j
com o pretendería Sartre, que la finitud pueda ser elegida po r una

47. Sartre, J.-P ., E l ser y la nada, op. cit., págs. 569-570.


48. Ibid., pág. 568.
49. Ibid., pág. 570.
50. M erleu-Ponty, M ., «La querelle de l’existencialisme», en Sens et non-
sens, París, N agel, 1966, pág. 123.
51. Ibid., pág. 133.

198
IV . Mortalidad y fm itu d

libertad que habría que concebir entonces com o infinita.52 Pues en


sentido estricto sólo lo infinito puede hacerse finito, m ientras que
existir quiere decir justam ente ser nacido, es decir no ser el origen
de su propio ser. N i pasivamente sufrida, ni librem ente creada, la
finitud de la existencia sólo puede ser asumida. El ser hum ano no
sólo tiene un fin en el m om ento en que deja de ser, sino que existe
de manera finita, lo que significa que estando «arrojado en la m uer­
te»53 tiene menos capacidad de dársela librem ente a sí mismo que
de aceptarla. H ay que ser inm ortal para poder darse a sí mism o la
m uerte, y H egel otorga a esta verdad del cristianismo un estatus
filosófico al concebir la «muerte» del absoluto, que, al perder su
trascendencia, únicam ente desciende a la historia para resucitar en
ella com o espíritu. Ese devenir finito de lo infinito no puede ser
asimilado en m odo alguno a la radical fin itu d de un ser que jamás
se pone en presencia de la m uerte por su libre decisión y que, por
tanto, jamás puede ser libre respecto a la m uerte, sino solamente
libre «para»54 ella. Por esta razón Heidegger, al abordar de frente el
tema de la finitud en «¿Qué es metafísica?», declara:

T a n finitos som os, que precisam ente n o som os capaces de trasladarnos


o rig in ariam en te d elante de la nada m e d ian te u n a decisión y v o lu n ta d
propias. T a n abism alm en te a h o n d a y socava la fin itu d en el Dasein,
q u e a nuestra libertad se le niega la fin itu d más p ro p ia y p ro fu n d a .55

52. ¿Acaso no afirma Sartre en su obra sobre «La liberté cartésienne» (Si­
tuations I, París, Gallimard, 1947, pág. 407) que hay que devolver al hom bre
«esa libertad creadora que Descartes puso en Dios»?
53. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 65, pág. 347.
54. El térm ino finitud aparece ciertam ente en muchas ocasiones en Ser y
Tiempo, pero sólo en las obras inm ediatam ente posteriores pasa a prim er plano
esta temática, en relación con el diálogo con K ant, el pensador p o r excelencia
de la finitud, que dom ina todo el período.
55. H eidegger, M ., «¿Qué es Metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 105.

199
La muerte

Precisamente en contra del discurso hegeliano sobre la finitud


H eidegger desarrolla en su obra sobre Kant de 1929, el mismo año
de «¿Qué es metafísica?», la idea de una «finitud trascendental»,
cuya explicitación «debe ser siempre fundam entalm ente finita y no
puede convertirse nunca en absoluta», de m anera que «no puede
lograrse una nueva reflexión sobre la finitud m ediante un continuo
intercam bio y com pensación de puntos de vista, para ganar final
m ente el conocim iento absoluto y “verdadero en sí” de la finitud,
tácitamente incoado».56

2 . F in it u d y n a t a l id a d

Este ser m ortal que es el Dasein no es en m odo alguno libre de


hacerse finito, ya que estando arrojado en m edio del ente y no sien­
do él mismo el origen de su propio ser, siempre es ya finito. Pues el
Dasein no es sólo un ser para este fin o esta extrem idad que es la
m uerte, sino que es tam bién un ser para esta otra «extremidad» que
es el nacim iento.57 En efecto, desde el p un to de vista existencial,
el nacim iento no es algo pasado com o tam poco la m uerte es el
hecho futuro del deceso, sino que el Dasein existe «nativamente», y
«nativamente m uere también».58 ¿Qué significa que el Dasein «vive
nativamente»? Heidegger, en el m om ento en que llega a la interpre­
tación más originaria del ser del Dasein com o temporalidad, plantea
de nuevo la cuestión de lo que constituye la «totalidad» del Dasein,
y él m ism o reconoce que el análisis existencial se ha m antenido
orientado unilateralmente hacia el ser para la m uerte y no ha tenido
en cuenta el fenóm eno del nacim iento y lo que podría llamarse «el
ser para el comienzo» (das Sein zu m Anfang). N o obstante, ¿hay que

56. H eidegger, M ., Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 196.


57. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 72, págs. 389-390.
58. Ibid., § 72, pág. 391.

200
IV . Mortalidad y fin itu d

pensar que el tema de lo que H annah Arendt llama, en La condición


humana, «natalidad» ( Gebürtigkeit), que constituye el elem ento de
acción inherente a todas las actividades hum anas,59 no solamente
no aparece en Ser y tiempo, sino que incluso debería oponerse al de
la m ortalidad tal com o la entiende Heidegger?60
Es cierto que la propia H annah A rendt presenta ese «comienzo
inherente al nacimiento» com o opuesto a «la ley de la mortalidad»:

E l lapso de v id a d el h o m b re e n su ca rre ra h ac ia la m u e rte llevaría


in ev itablem ente a to d o lo h u m a n o a la m in a y destm cción, si n o fuera
p o r la facultad de in te rru m p irlo y co m en z ar algo n u ev o , facultad qu e
es in h e re n te a la ac ció n a m an era de re c o rd a to rio siem p re p rese n te
de q u e los h o m b res, au n q u e h a n de m o rir, n o h a n nacid o para eso,
sino para c o m en z ar.61

D el m ism o m odo que el «m ovim iento rectilíneo» de la vida del


hom bre, com o ser capaz de promesa, «introduce una peculiar des­
viación de la com ún y natural norm a del m ovim iento cíclico», la
natalidad es el «milagro que salva al m undo, a la esfera de los asuntos
humanos, de su m ina normal y “natural”» y «esta fe y esperanza en el
m undo encontró tal vez su expresión más gloriosa y sucinta en las
pocas palabras que en los Evangelios anuncian la gran alegría: Os
ha nacido hoy un Salvador».62 Vemos que H annah A rendt otorga
una virtud propiam ente redentora al nacim iento, aunque se tra­

59. A rendt, H ., La Condición humana, trad. por R . Gil Novales, Barce­


lona, Paidós, 2005, págs. 22-23.
60. Es lo que sugiere P. Ricoeur, en La mémoire, l’histoire, l’oubli {op. cit.,
págs. 465-466) cuando opone la «alegría del impulso vital» a la «obsesión de la
metafísica p o r el problem a de la muerte», obsesión que com partiría H eidegger
a diferencia de Spinoza, cuya conm inación a m editar sobre la vida y no sobre
la m uerte habría que entender.
61. A rendt, H ., La Condición humana, op. cit., págs. 265-266.
62. Ibid.

201
I m muerte

ta de un optim ism o más «político» que sim plem ente «crístico», ya


que para ella el nacim iento es la raíz ontológica de la acción. Para
com prender lo que dice A rendt, hay que precisar que distingue
el nacim iento de la simple procreación, que concierne al trabajo,
proceso natural por el que la especie se m antiene con vida, y no a
la acción, que supone la pertenencia de los individuos a un m undo
com ún. Esa «esfera de los asuntos humanos», que no es otra que
aquella a la que se reducía Protágoras, es un m undo duradero, en
el que no solamente nos encontram os con bienes inmediatamente
consumibles, sino con objetos de uso, y sólo en ese m arco, el de
la obra, puede aparecer la individualidad, y con ella la trayectoria
lineal de una vida, desde el nacim iento a la m uerte. Sin embargo,
sólo con la acción que es «como un segundo nacim iento, en el que
confirm am os y asum im os el hecho desnudo de nuestra original
aparición física», se revela lo que hace de cada hom bre una indivi­
dualidad única, pues actuar significa com enzar «algo nuevo que no
puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes».63
N o cabe duda, por tanto, que encontram os en H annah Arendt
u n análisis convincente de este «ser para el comienzo», que H e i­
degger reconoce no haber tenido en cuenta. Cabe preguntarse,
no obstante, si la acción, y en especial la acción política, no exige
ser considerada tam bién desde la perspectiva de la m ortalidad. Es
lo que Patocka, lector atento de Vita activa (el verdadero título de
La condición humana),64 pudo demostrar a propósito de Mazaryk, el
fundador del estado checoslovaco, al considerar su acto de funda­

63. Ibid., pág. 201.


64. R ecordem os que esta obra de H annah A rendt apareció p o r primera
vez en 1958 en inglés co n el título de The H uman Condition (U niversity o f
Chicago Press), después en Alem ania en 1960 con el título de Vita activa. Esta
últim a versión es la que cita Patocka en Essais hérétiques. Véase a este respecto
F. D astur, «Réflexions sur la “p h énom énologie de l’h isto ire” de Patocka»,
en Studia Phaenomenologica, Jan Patocka and the European Heritage, Bucarest,
H um anitas, vol. VII, 2007, págs. 219-240.

202
IV . Mortalidad y fin itu d

ción com o la realización misma de la «resolución» heideggeriana.65


E n efecto, M azaryk fundó un Estado com o pensador, y aunque la
política no sea el pensam iento, ambos están estrechamente ligados
entre sí, ambos son, tanto para Patocka com o para Arendt, «la ma­
nifestación de la vida responsable, elevada por encima de la simple
vida por la vida».66 En el acto de Mazaryk, Patocka ve, coincidiendo
plenamente con los análisis de Hannah Arendt, «un intento de reno­
var lo que los antiguos llamaban el bios polikos», esto es, «la vida de
la acción responsable en la m edida en que es distinta de la vida en
otros ámbitos, donde se trabaja, se produce, investiga, discute, pero
no se actúa».67 Esta idea de la acción responsable perm itió a Maza­
ryk descubrir, en una situación que parecía sin salida, posibilidades
que otros no veían. Pero la acción responsable en realidad sólo es
u n com ienzo si se m antiene unida, com o explica Patocka, «a una
mirada sobre la totalidad de las posibilidades de la vida y, por tanto,
sobre la posibilidad extrema que es la muerte», pues «sostener esta
confrontación, sostener esa mirada glacial de la eternidad — la posi­
bilidad de no ser, a la que no podem os sustraernos— es superar la
pequeñez, el miedo y todo lo que nos encadena al más poderoso de
los instintos y de los impulsos».68 Lo que semejante acto inaugura
no es tan sólo imprevisible y absolutamente nuevo, como pretende
H annah Arendt, sino tam bién «irrevocable»69 y hecho «de una vez
p o r todas», lo que implica la irreversibilidad de una tem poralidad
finita. N o obstante, es precisamente en Heidegger donde Patocka
halla la expresión de esa idea de la acción realizada a la vez sub specie
aeterni y sub specie mortis.

65. Patocka, J., La crise du sens, trad. p o r E. A bram s, Bruselas, O usia,


1986, vol. 2, pág. 29.
66. Ibid., pág. 44.
67. Ibid., pág. 16.
68. Ibid., pág. 17.
69. Ibid., pág. 27.

Z03
La muerte

Precisam ente porque no es posible disociar el ser-para-el-co


m ienzo del ser-para-la-m uerte encontram os en Ser y Tiempo un
análisis del ser arrojado que aporta cierta luz a lo que significa el
ser-nacido para el Dasein. Ya que decir que el Dasein está arrojado
en el m undo equivale a decir, com o ya hem os visto, que tom a a
su cargo su propia facticidad, lo que implica que en cierto m odo
está «en deuda» o «en falta» consigo m ism o.70 Si H eidegger ve en
la «conciencia» y en el «estar en falta» existenciales del Dasein, no
es tanto porque repite a nivel ontològico un tem a cristiano como
p orque lo que ha sido «tematizado» p o r el cristianism o tiene en
su fundam ento un fenóm eno existencial. En efecto, no se puede
afirmar, com o hace D errida, que «el pensam iento heideggeriano
consiste a m enudo, sobre todo en ciertos m otivos determ inantes
de Sein und Zeit, en repetir a nivel ontològico temas y textos cris­
tianos descristianizados»71 sin tener en cuenta que estos temas, cuyo
contenido ontològico Heidegger intentaría así sustraer al cristianis­
m o, pertenecen exclusivamente a éste. Lo que H eidegger pretende
hacer no es tanto «desviar», repitiéndolos desde un punto de vista

70. La palabra Schuld, que en alemán significa a la vez «falta» y «deuda», es


el sustantivo correspondiente al verbo sollen, «deber», lo que perm ite traducirlo
po r dette (deuda), com o hace E. M artineau, puesto que esta palabra corres­
p o nde en francés al sustantivo del verbo devoir (deber) (véase Etre et Temps,
París, A uthentica, 1985, pág. 203, nota del traductor). N o obstante, tam bién
puede traducirse p o rfaute (falta), tal com o hace V ezin, invocando la prim era
acepción de este térm ino que hallamos en las expresiones faute de (a falta de)
o faire faute (fallar), donde significa manque (falta) (véase Etre et Temps, París,
G allim ard, 1986, notas, pág. 570). V em os aquí claram ente hasta qué p u n to
el vocabulario de la m oralidad, con las nociones de «derecho» y de «deber»,
tien e sus raíces en u n a co m prensión del ser que ve u n ilateralm en te a éste
desde la perspectiva de la m anejabilidad, lo que da fe de la perm anencia del
esquema artificialista com o esquema director de la com prensión del ser (N. de
la T. : sobre la traducción al castellano del térm ino Schuld, véase Ser y Tiempo,
op. cit., pág. 490).
71. Cf. D errida, J., « D o n n erla mort», L ’éthique du don, op. cit., pág. 29.

204
IV . Mortalidad y fin itu d

ontológico, ciertos «motivos determinantes» del cristianismo, como


m ostrar de qué m odo han llegado a ser determ inantes y se han
integrado com o dogmas en lo que después se ha convertido en
una doctrina. A decir verdad, sería hacerse una idea m uy pobre no
sólo del cristianismo, sino del conjunto de creencias establecidas,
considerar que son simples superestructuras ideológicas nacidas de
los azares de la historia y que no tienen en su fundam ento ninguna
interpretación determ inada del ser del hom bre. En cuanto a H ei­
degger, su preocupación por distinguir radicalmente la dimensión
religiosa de la fe de la dim ensión del pensam iento, que le lleva a
afirmar desde el inicio de los años 1920 que «la filosofía en sí misma
es com o tal atea, cuando se entiende de m anera radical»,72 no le
impide dedicar en aquella misma época un curso a la «Introducción
a la fenom enología de la vida religiosa», en el que, com o ya hemos
visto, pretende m ostrar que lo que constituye la especificidad de
«la experiencia originariam ente cristiana de la vida» es una nueva
concepción de la escatología.73 El blanco de sus críticas, ya desde
esta época, es el cristianismo com o doctrina y, por tanto, lo que
denunciará más tarde es la influencia de la teología cristiana sobre la
filosofía, origen de la «larga cristianización de Dios»,74 que consti­
tuye la armazón misma de nuestra tradición. Heidegger se sitúa así
en la estela de Nietzsche — que de hecho le precedió en sus ataques
virulentos contra el cristianismo, y que tam bién distingue, aunque

72. H eidegger, M ., Phänomenologische Interpretation z u Aristoteles, Obras


completas, vol. 61 (semestre de invierno 1921-1922), Frankfurt, Klostermann,
1985, pág. 199.
73. Cf. H eidegger, M ., Phänomenologie des religiösen Lehens (curso del
semestre de invierno de 1920-1921), op. dt., § 28, pág. l l l y sigs. R especto
al co n junto de las relaciones del pensam iento heideggeriano co n la teología,
véase F. Dastur, «Heidegger et la théologie», en Revue philosophique de Louvain,
t. 92, 2 -3, m ayo-agosto de 1994, págs. 226-245.
74. Cf. H eidegger, M ., Beiträge zu r Philosophie, O bras com pletas, vol.
65 (m anuscrito que data de los años 1936-1938), Frankfurt, K losterm ann,
1989, pág. 24.

2.05
La muerte

en un sentido diferente, cristiandad de cristianismo— ,75 cosa qui­


no perm ite vincular demasiado el cuestionam iento del cristianismo
que hallamos en los textos heideggerianos de los años 1930 exclu
sivamente al espíritu de la época.76
Por consiguiente, es importante mostrar lo que implica, desde el
punto de vista existencial, esta estructura inherente a todo existente
que H eidegger llamó Geworfenheit, ser-arrojado.77 D ebido a que el

75. Véase a este respecto P. Valadier, Nietzsche et la critique du christianis-


me, París, Le Cerf, 1974, pág. 389 y sigs., que m uestra que N ietzsche tiene
tendencia a utilizar esos térm inos de m anera am bigua, puesto que ve en san
Pablo al inventor de la cristiandad (Christlichkeit) (Aurora, op. cit., § 68) y en
Jesús al inventor del cristianismo (Christentum) (Aurora, op. cit., § 114), m ien­
tras que define la cristiandad, p o r oposición al cristianismo histórico, com o
la puesta en práctica de las enseñanzas de Jesús diferenciado de los dogmas
y afirma en El Anticristo que «la palabra “ cristianism o” (El Anticristo, op. cit.,
§ 39) es u n m alentendido» y que «en el fo n d o n o ha h ab id o más qu e un
cristiano, y ése m urió en la cruz». H eidegger, p o r el contrario, hace de san
Pablo el representante de la cristiandad, entendida en el sentido de experiencia
«auténtica» de la vida tem poral, po r oposición al cristianismo histórico y a la
teología dogmática.
76. Es lo que hace sin em bargo D errida (op. cit., pág. 29) cuando declara
que «hay que relacionar sin duda, po r com pleja que resulte esa relación, [el
gesto de H eidegger para despegarse del cristianismo] con el desencadenamien­
to inusitado de violencia anticristiana que, aunque h o y en día lo olvidamos
a m enudo, fue la ideología oficial y declarada del nazismo». Esta observación
sugiere que existen vínculos, incluso «complejos» entre la crítica heideggeriana
del cristianism o y el neopaganism o y el antihum anism o vehiculados p o r la
ideología del nacionalsocialismo, que de nuevo es una m anera de desviar lo
filosófico hacia lo ideológico.
77. La traducción de este térm ino por déréliction (derelicción) en la pri­
m era traducción de Sein und Zeit de A. de W aehlens y R . B oehm (L ’Etre et le
Temps, París, Gallimard, 1964, pág. 135 y nota págs. 301-302) m uestra hasta
qué p u n to se ha intentado ver en el anáfisis existencial una versión laicizada
de la co ncepción cristiana de la existencia hum ana. M ientras que H eid eg ­
ger insiste, m ediante los térm inos Geworfenheit y Entwurf, en el carácter no
sustancial y el ser constantem ente «yecto» ( W urf del hom bre, se ha querido

20 6
IV . Mortalidad y fin itu d

Dasein no se ha situado a sí mismo en la existencia y no es el ori­


gen de su propio ser tiene que hacerse responsable de lo que ya es,
lo que implica que tiene que asumir su propio ser de hecho. De
m odo que originariamente está «en deuda» o «en falta», porque sólo
existe a partir de esta deuda que no ha contraído él m ism o o de
esta «falta» que no ha com etido. La idea judeo-cristiana de «pecado
original» sólo pudo formarse porque el ser hum ano, al nacer, ve
extenderse tras él un pasado absoluto del que jamás podrá apropiarse
completam ente y del que, no obstante, es originalmente «responsa­
ble». Este retraso original, que todo existente por su condición de
ser-nacido llevará siempre sobre sí, puede conducir a la idea de una
falta o de un mal que sería inherente a la existencia. U na experien­
cia análoga, la de una existencia dom inada por las «fuerzas titánicas
de la naturaleza» y una «moira despiadada», es la base del sentimien­
to trágico de la vida en Grecia y es la que impulsa al sabio Sileno,
interrogado por el rey Midas que quiere saber cuál es la m ejor cosa
del m undo, a decir: «Lo m ejor de todo es totalm ente inalcanzable
para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo m ejor en segundo
lugar es para ti — m orir pronto— ».78
Hay, po r consiguiente, en la existencia hum ana algo negativo
que no puede ser reducido sin embargo al «deber» en sentido m o­
ral, ya que éste lo presupone, y que sólo im propiam ente puede ser
entendido com o «falta», puesto que se trata de un concepto que
no puede aplicarse a ese ser tem poral que es el Dasein. Pues éste,
aunque no haya puesto el fundam ento de su propio ser ni pueda
jamás llegar a ser dueño de su propia existencia, no obstante debe
asumir existiendo el ser fundam ento de ese n o -dom inado.79 Esta
«negatividad» (Nichtigkeit) propia de la existencia, que no significa de
ningún m odo la no-subsistencia de alguna cosa, sino «un no que es

en tender el estar arrojado en la existencia com o la derelictio, el abandono de


una «criatura» desatendida p o r su creador.
78. N ietzsche, F., E l nacimiento de la tragedia, op. cit., § 3, pág. 52.
79. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 58, pág. 303.

207
La muerte

constitutivo de este ser del Dasein, de su condición de arrojado»,80 le


impide ser absolutamente contem poránea de ella misma, y esta im­
posibilidad de ser dueña de su ser más propio, en la medida en que
proviene, com o bien vio Sartre, de la irreversibilidad de la tem po­
ralidad, constituye su finitud radical. Pues ser su propio fundamento
existiendo, es decir, com prendiéndose desde sus posibilidades, im ­
plica para el Dasein estar en una u otra posibilidad, de m anera que
hay siempre otras en las que no está. T odo pro-yecto está marcado
por esta negatividad que caracteriza al ser libre del Dasein para sus
posibilidades existenciales, ya que la libertad sólo es «en la elección
de una de esas posibilidades, y esto quiere decir, asumiendo el no
haber elegido y no poder elegir tam bién las otras».81
D e m odo que el Dasein se constituye com o mismidad sobre la
base de una «negatividad» y de un retraso fundam ental en relación
con él m ism o. P or eso se halla necesariam ente en la posición de
un heredero, que al entrar en el m undo encuentra posibilidades pre­
viam ente trazadas que puede asumir o no com o suyas, pero que él
no ha proyectado.82 N o obstante, puesto que es capaz de abrirse a
esas posibilidades, puede convertirse realmente en el heredero que
es y asumir así su propia facticidad. La asunción de su asignación
a lo ya-dado, que rem ite al fenóm eno existencial del nacim iento,
exige la libertad de un poder-ser auténtico, que supone la asunción
de la mortalidad. Sólo a partir de ese futuro que nunca llegará a ser
presente, de ese futuro absoluto que es la m uerte, puede el Dasein
asumir el pasado absoluto de su nacim iento y ser así una existencia.
Esta es en cierto m odo la respuesta anticipada de Heidegger a la crí­
tica sartriana: la elección de las posibilidades de existencia sólo pue­
de producirse a la luz de la m uerte y sólo una libertad finita puede
así hacer frente a la irreversibilidad de la temporalidad.

80. Ibid.
81. Ibid., pág. 304.
82. Ibid., § 74, pág. 399.

20 8
IV . Mortalidad y fin itu d

Si bien la m uerte resulta ser la condición del nacer, sin embargo


en la tradición filosófica la finitud se ha entendido fundamentalmen­
te a partir de lo que podríam os llamar, tom ando com o referencia
la m ortalidad del ser hum ano, su «natalidad». En efecto, no sobre
todo porque está destinado a m orir, sino porque es un ser crea­
do, un ens creatum, el hom bre no es el origen de sí mism o y sólo
posee un intuitus derivativus, una «intuición derivada», es decir, una
mirada que únicam ente puede abarcar lo dado, lo ya-ahí, mientras
que el intuitus originarius del creador es esa mirada que constituye
el origen m ism o del ser del ente. Lo que la tradición entiende
p or intuitus derivativus es la necesidad, para la intuición de este ens
creatum que es el hom bre, de ser obtenida a partir de un ente que
le preexiste. A unque no po r ello hay que sospechar de inm ediato
la existencia de un m otivo tom ado externam ente de la teología
cristiana. Pues tam bién la doctrina cristiana de la creación halla un
fundam ento en las «cosas en sí mismas», ya que puede ser conside­
rada com o una interpretación determinada del ser-arrojado y de ese
«retraso» originario que impide la existencia del ser contem poráneo
de su propio advenim iento.
Kant, que retom a de la metafísica escolástica la distinción entre
intuitus derivativus e intuitus originarius desarrolla a partir de ahí una
,8 3

concepción de la finitud que la hace depender del carácter necesa­


riam ente sensible de la intuición humana. Pues la gran novedad del
kantismo en relación con el conjunto de la tradición cartesiana, que
no ve en lo sensible más que lo inteligible confuso, consiste en re­
conocer en la sensibilidad una facultad de conocim iento completa.
Kant afirma así que existen dos fuentes distintas del conocim iento:
la sensibilidad por la que se nos dan los objetos, y el entendim iento
por el que los pensamos.84 A partir de ahí, todo el problem a reside

83. K ant, I., Crítica de la razón pura, op. cit., «Estética trascendental», final
del § 8, pág. 90.
84. Ibid., final de la Introducción, pág. 61.

2 09
La muerte

en la definición del conocimiento humano: ¿se trata de un pensa­


miento intuitivo o de una intuición pensante? ¿Existe reciprocidad
total entre una intuición que necesita el concepto para no ser ciega
y un concepto que sin intuición permanece vacío?85 ¿Dónde está
el centro de gravedad del conocimiento humano? Heidegger, en la
interpretación de la Crítica de la razón pura que expone en Kant y el
problema de la metafísica, intenta responder a estas preguntas y para
ello pone de relieve la primera fiase de la Estética trascendental, que
define el pensamiento com o el medio de la intuición, y ve en ello
una definición del conocim iento humano finito por oposición al
conocimiento divino infinito. Este es sin duda intuición absoluta,
pero se trata de una intuición que está en la base de lo que se ve,
que por consiguiente le resulta transparente en su totalidad, mien­
tras que el ver humano, precisamente porque está ordenado a la
presencia dada del ente y es segundo con relación a éste, tiene nece­
sidad del pensamiento para saber lo que ve. Se observa claramente
que «el pensam iento com o tal lleva ya el sello de la finitud»,86
porque Kant no duda en afirmar a propósito de Dios que «todo su
conocimiento ha de ser intuición y no pensamiento, que es siempre
limitado».87 Sin embargo, la diferencia esencial entre conocimiento
humano y conocim iento divino no consiste en que uno es pura
intuición mientras que el otro es intuición pensante, una intuición
que exige por consiguiente el pensamiento, sino que reside en la
diferencia del modo de intuición.
¿Qué es lo que caracteriza la intuición finita? N o es creadora,
sino por el contrario ordenada al objeto, segunda con relación a él:
derivada, en el sentido de lo que tiene su origen fuera de sí mismo.
Una intuición así ha de permitir que su objeto le sea proporcio­
nado, puesto que no es capaz de dárselo a sí misma. Lo que la

85. Ibid., «Lógica trascendental», Introducción, I, pág. 93.


86. Heidegger, M., Kant y el problema de la metafísica, op. dt., pág. 29.
87. Kant, I., Crítica de la razón pura, op. cit., pág. 89.

210
IV . Mortalidad y finitud

caracteriza es la receptividad. Pero para recibir hace falta que lo que


será recibido nos afecte, como indica Kant en la segunda frase de la
«Estética trascendental» al precisar que esta intuición sólo es posible
«si [el objeto] afecta de alguna manera a nuestro psiquismo».88 La
recepción de un don presupone por tanto una afección, y éste pre­
supone a su vez la presencia de órganos capaces de ser afectados, es
decir, de órganos de los sentidos, puesto que, en la tercera frase de
la «Estética trascendental», Kant define la receptividad como sensi­
bilidad. Heidegger subraya que estas tres frases por sí solas inducen
a una inversión del punto de vista habitual: la intuición humana no
es sensible porque la afección pasa por los sentidos, cosa que sería
simplemente un límite, sino porque es finita, receptiva, esto es,
ordenada a la preexistencia del ente, ha de ofrecer al ente la posibi­
lidad de anunciarse por los sentidos. Esto implica que los órganos de
los sentidos —-y por tanto la corporeidad como tai— , que están al
servicio de la afección no son la «causa» de nuestra finitud, sino que
son más bien la consecuencia, de manera que la sensibilidad, lejos
de explicar nuestra finitud, halla por el contrario su razón de ser en
ella. Heidegger deduce de esto que «Kant obtuvo así, por prime­
ra vez, el concepto ontológico no-sensualista de la sensibilidad».89
En el curso del semestre de invierno de 1927-1928 dedicado a la
Phänomenologische Interpretation von Kants «Kritik der reinen Vernunft»
(Interpretación fenomenológica de la «Crítica de la razón pura» de
Kant) desarrolla este aspecto fundamental:

La intuición no es finita porque repose en el funcionamiento de los


órganos sensoriales; al contrario, los órganos de los sentidos pueden
funcionar precisamente porque la intuición es finita. N o es el equi­
pamiento fisiológico factual del hombre en órganos de los sentidos
los que determinan la sensibilidad com o sensibilidad, com o modo

88. Ibid., «Estética trascendental», pág. 65.


89. Heidegger, M., Kant y ei probletna de la metaßsica, op. cit., § 5, pág. 30.

211
La muerte

en la definición del conocim iento hum ano: ¿se trata de un pensa


m iento intuitivo o de una intuición pensante? ¿Existe reciprocidad
total entre una intuición que necesita el concepto para no ser ciega
y un concepto que sin intuición perm anece vacío?85 ¿Dónde está
el centro de gravedad del conocim iento humano? Heidegger, en la
interpretación de la Crítica de la razón pura que expone en K ant y el
problema de la metafísica, intenta responder a estas preguntas y para
ello pone de relieve la prim era frase de la Estética trascendental, que
define el pensam iento com o el medio de la intuición, y ve en ello
una definición del conocim iento hum ano finito po r oposición al
conocim iento divino infinito. Este es sin duda intuición absoluta,
pero se trata de una intuición que está en la base de lo que se ve,
que por consiguiente le resulta transparente en su totalidad, m ien­
tras que el ver hum ano, precisam ente porque está ordenado a la
presencia dada del ente y es segundo con relación a éste, tiene nece­
sidad del pensam iento para saber lo que ve. Se observa claramente
que «el pensam iento com o tal lleva ya el sello de la finitud»,86
porque Kant no duda en afirmar a propósito de Dios que «todo su
conocim iento ha de ser intuición y no pensamiento, que es siempre
limitado».87 Sin embargo, la diferencia esencial entre conocim iento
hum ano y conocim iento divino no consiste en que uno es pura
intuición mientras que el otro es intuición pensante, una intuición
que exige por consiguiente el pensam iento, sino que reside en la
diferencia del m odo de intuición.
¿Q ué es lo que caracteriza la intuición finita? N o es creadora,
sino por el contrario ordenada al objeto, segunda con relación a él:
derivada, en el sentido de lo que tiene su origen fuera de sí mismo.
U na intuición así ha de perm itir que su objeto le sea proporcio­
nado, puesto que no es capaz de dárselo a sí m ism a. Lo que la

85. Ibid., «Lógica trascendental», Introducción, I, pág. 93.


86. H eidegger, M ., Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 29.
87. K ant, I., Crítica de la razón pura, op. cit., pág. 89.

210
IV . Mortalidad y fin itu d

caracteriza es la receptividad. Pero para recibir hace falta que lo que


será recibido nos afecte, com o indica Kant en la segunda frase de la
«Estética trascendental» al precisar que esta intuición sólo es posible
«si [el objeto] afecta de alguna m anera a nuestro psiquismo».88 La
recepción de un don presupone por tanto una afección, y éste pre­
supone a su vez la presencia de órganos capaces de ser afectados, es
decir, de órganos de los sentidos, puesto que, en la tercera frase de
la «Estética trascendental», Kant define la receptividad como sensi­
bilidad. Heidegger subraya que estas tres frases por sí solas inducen
a una inversión del punto de vista habitual: la intuición hum ana 1 1 0
es sensible porque la afección pasa po r los sentidos, cosa que sería
sim plem ente un lím ite, sino porque es finita, receptiva, esto es,
ordenada a la preexistencia del ente, ha de ofrecer al ente la posibi-
Udad de anunciarse por los sentidos. Esto implica que los órganos de
los sentidos —y por tanto la corporeidad com o tal— , que están al
servicio de la afección no son la «causa» de nuestra finitud, sino que
son más bien la consecuencia, de m anera que la sensibilidad, lejos
de explicar nuestra finitud, halla por el contrario su razón de ser en
ella. H eidegger deduce de esto que «Kant obtuvo así, po r prim e­
ra vez, el concepto ontològico no-sensualista de la sensibilidad».89
E n el curso del semestre de invierno de 1927-1928 dedicado a la
Phänomenologische Interpretation von Kants «Kritik der reinen Vernunft»
(Interpretación fenom enològica de la «Crítica de la razón pura» de
Kant) desarrolla este aspecto fundamental:

La in tu ic ió n n o es finita p o rq u e repose en el fu n c io n a m ie n to d e los


órganos sensoriales; al c o n tra rio , los órganos de los sentidos p u e d e n
fu n c io n a r p recisam en te p o rq u e la in tu ic ió n es finita. N o es el eq u i­
p a m ie n to fisiológico factual del h o m b re en ó rg an o s d e los sentidos
los q u e d e te rm in a n la sensib ilid ad c o m o sensib ilid ad , c o m o m o d o

88. Ibid., «Estética trascendental», pág. 65.


89. H eidegger, M ., Kant y el problema de la metafisica, op. cit., § 5, pág. 30.

211
La muerte

de in tu ir en el espacio y en el tie m p o , sino q u e d e en trad a la sensi­


bilidad es dada c o n la fin itu d co m o tal, y es p o r esto p o r lo q u e ésta,
factualm ente, ta m b ié n p u ed e p o se er u n a org an izació n en órganos de
los sentidos.90

D e m odo que lo que caracteriza la finitud del intuir es el hecho


de que esté determ inada factualm ente por la afección. Pero para
ser afectado por el objeto, para que éste ejerza una acción sobre el
sujeto,91 hace falta que este último tenga la posibilidad de recibirlo.
Es lo que permite a Kant desarrollar la teoría, sorprendente desde el
punto de vista empírico, de la sensibilidad pura. La sensibilidad es ya
una facultad total, es la capacidad de recibir las impresiones produ­
cidas por los objetos y com o tal ha de desarrollar por consiguiente
las condiciones de esta receptividad. T am poco se confunde con la
intuición empírica, sino que por el contrario la hace posible.
Así que el conocim iento hum ano es prim eram ente intuición,
es decir, representación inmediata del objeto. Pero para ser un co­
nocim iento com pleto, es preciso que esta representación sea ac­
cesible siem pre y para todos. Lo que se intuye es necesariamente
particular: el objeto de la intuición sensible sólo puede devenir si
está determ inado como idéntico por cada uno de los que lo in tu ­
yen. Esta determ inación consiste en la representación (concepto)
de una representación (intuición), que hace que aparezca bajo el
aspecto de la generalidad el objeto individual al que se dirige, a fin
de que lo representado en la intuición esté así m ejor representado,
es decir, se haga presente para más de uno. La intuición finita, en
la m edida en que tiene necesidad de determinación, se halla bajo la
dependencia del entendim iento. Éste no sólo participa de la finitud
de la intuición a cuyo servicio perm anece, sino que es más finito

90. H eidegger, M ., Interprétation phénoménologique de la «Critique de la rai-


son puré» de Kant, trad. po r E. M artineau, París, Gallimard, 1977, § 5, pág. 98.
91. Es lo que significa literalm ente la palabra alemana affizieren que p ro ­
cede del latín affectare, que se relaciona con facere, hacer.

212
IV . Mortalidad y fin itu d

aún que ella, puesto que carece de la inmediatez que la caracteriza.


H eidegger concluye que la discursividad del entendim iento «es el
índice m áximo de su finitud».92
La concepción kantiana de la finitud entiende, por tanto, esta
última com o la asignación del conocim iento hum ano a una predo-
nación del ente que nunca puede ser para él más que un ob-yec-
to, un ente preexistente al que se ve enfrentado, m ientras que el
conocim iento infinito se hace manifiesto al ente haciéndolo surgir
originariam ente. Pues, com o dice el propio K ant en él segundo
prefacio a la Crítica de la razón pura, la crítica «no se ha equivoca­
do al enseñarnos a tom ar el objeto en dos sentidos, a saber, com o
fenóm eno y com o cosa en sí»,93 de m anera que es el mismo ente
el que referido al conocim iento finito es fenóm eno y, referido al
conocim iento infinito, es cosa en sí.94 La finitud del conocim iento
consiste, por consiguiente, en que lo intuido es dado a la intuición
en vez de ser producido po r ella, y no procede del hecho de que el
hom bre tenga un conocim iento incom pleto respecto al que tendría
Dios. H eidegger puede a partir de ahí explicar que la finitud reside
en el ser-arrojado en el ente y directam ente en el ente.95 Pero el
hecho de entender la finitud unilateralmente a partir del ser-creado
y, por tanto, de la natalidad, hace que Kant, como toda la tradición,
sitúe en otro ser, en Dios, el poder de intuición creadora suscepti­
ble de hacer aparecer el ente. D e m odo que Kant no desarrolla la
finitud del sujeto a partir de la subjetividad en sí misma, respecto
a la que habría habido que dem ostrar que lo que hace posible la
predonación del ob-yecto es la capacidad de un sujeto extático de
desplegar el horizonte a partir del cual se puede encontrar alguna
cosa. Para ello habría sido preciso mostrar que la facultad de síntesis

92. Heidegger, M ., Kant y el problema de la metafísica, op. cit., § 5, pág. 32.


93. Kant, I., Crítica de la razón pura, op. cit., pág. 26.
94. H eidegger, M ., Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 35.
95. H eidegger, M ., Interprétation phénoménologique de la «Critique de la
raison puré» de Kant, op. cit., § 5, pág. 85.

213
La muerte

del sujeto, esto es, la apercepción trascendental, es requerida poi


el hecho mismo de la predonación del objeto. La finitud se ve de­
term inada en él todavía de forma exterior, puesto que está apoyada
en una infinitud divina que es la única que puede darle todo su
sentido.96 La cuestión que se plantea es saber si, haciendo que el
m orir sea la condición del nacer y la m uerte la de la vida, es posible
acceder a la idea de una finitud más radical porque ya no supondría
un más allá del tiem po com o su reverso, a la idea de una finitud
originaria que ya no se alzaría sobre el fondo del infinito.

3. L a f in it u d o r ig in a r ia

C iertam ente cabría argum entar de m anera formal y decir que todo
discurso sobre lo finito y la finitud supone ya en su fundamento una
idea de la infinidad. Si la finitud sólo puede aparecer bajo la forma
de falta, de im perfección y de incum plido, eso supondría la pri­
macía de una relación con lo infinito, lo cumplido y lo perfecto.97
La com prensión de sí que tiene el ser finito le vendría pues de su
relación con O tro infinito. Es lo que se produce precisam ente en
la tercera Meditación de Descartes, cuando el filósofo, al descubrir
en él la idea de infinito, concibe la finitud del cogito a partir de la
existencia divina y no a partir de la m ortalidad del sujeto. N o se
trata, explica Descartes, de imaginar que la idea de infinito no sea
una verdadera idea y que resulte sim plem ente de la negación de lo
que es finito, «así com o concibo el reposo y la oscuridad por medio
de la negación del m ovim iento y de la luz»; pues dado que «veo
m anifiestam ente que hay más realidad en la sustancia infinita que

96. Ibid., § 26, pág. 355.


97. Sobre la génesis del concepto de finitud en el pensam iento platónico
y su historia com o concepto fundam ental de la metafísica de Gregorio de Nisa
en H eidegger, véase el excelente estudio de A. Gravil, Philosophie etfinitude,
París, Le Cerf, 2007.

214
IV . Mortalidad y fin itu d

en la finita», hay que deducir que «en cierto m odo, tengo antes en
mí la noción de lo infinito que la de lo finito».98 Sólo a través de
la com paración con un ser más perfecto que yo puedo saber «que
dudo y que deseo, es decir, que algo m e falta».99 Observam os en
este texto un notable vuelco: el térm ino in-finito que procede efec­
tivamente de una negación de lo finito, se ve elevado a la altura de
una «verdadera idea», la de una sustancia infinita que, precisa Des­
cartes, no ha podido ser introducida en mí, ser finito, más que «por
una sustancia que sea verdaderam ente infinita», de m odo que só­
lo por comparación con ella m e siento a mí mismo com o marcado
por la negación y la falta.
D e m odo que no debe extrañarnos que Lévinas, el pensador
que afirma la primacía de la idea de infinito sobre la de totalidad,
conceda una gran im portancia a ese texto. En el prólogo a la edi­
ción alemana de Totalidad e infinito, Lévinas declara en efecto que su
discurso en ese libro no ha olvidado el «hecho memorable» de que
en esta M editación III «Descartes encontrara un pensam iento, una
noesis, que no se correspondía con su noema, su cogitatum», pensa­
m iento que le había producido un gran asombro, porque cuestiona­
ba profundam ente «el paralelismo noético-noem ático» que le había
enseñado «su maestro Husserl, que se proclamaba discípulo de Des­
cartes».100 E n el mismo libro, Lévinas expbca que de este m odo «el
sujeto cartesiano se da un punto de vista exterior a sí mismo a partir
del cual puede aprehenderse», mientras que Husserl, que «ve en el
cogito una objetividad sin ningún apoyo fuera de sí», «constituye la
idea de lo infinito» y se da así com o objeto lo que no puede ser un
objeto, puesto que yo no puedo contener en m í lo que se da como
independiente de m í.101 Lo que me revela el argumento ontològico

98. Descartes, R ., Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, trad.


p o r Vidal Peña, M adrid, Alfaguara, 1997, pág. 39.
99. Ibid.
100. Lévinas, E., Totalidad e infinito, op. cit., pág. iv.
101. Ibid., pág. 224.

215
La muerte

cartesiano es que «Dios, es el otro».102 Descartes descubre así «una


relación con una alteridad total, irreductible a la interioridad y que,
sin em bargo, no violenta la interioridad».103 P or esta razón, para
Lévinas esta relación con un infinito que no puede ser situado ni
en la intuición ni en la razón es propiam ente la relación ética.104
A unque Lévinas sostiene que su libro «pretende ser y se siente de
inspiración fenomenológica», cabe preguntarse no obstante si este
reconocim iento de la exterioridad del infinito en relación con el
pensamiento que sostiene Descartes no marca en él una ruptura con
la fenom enología husserliana.
Es cierto que Husserl nunca afirmó la existencia de un paralelis­
m o total entre la noesis y del noema, de lo pensado y del pensante,
cosa que Lévinas fue el prim ero en reconocer cuando, en una obra
escrita en 1959 y dedicada a Husserl, subraya que lo que define la
intencionalidad no es tanto la correlación sujeto-objeto com o el
«dinamismo» que la anima en cuanto contiene esencialmente en sí
un sentido im plícito.105 Para ello se basa en un pasaje de la M edi­
tación II, en la que Husserl explica que lo que otorga originalidad
al análisis intencional es que «pone en claro lo “ encerrado” en el
sentido del cogitatum y m eram ente coasum ido de una m anera no
intuitiva (como es el “reverso”), haciendo actuales las percepciones
potenciales que hacen visible lo que no lo era», lo que significa que
todo análisis intencional sobrepasa por principio lo que se trata de
analizar.106 La intencionalidad husserliana no se lim ita a u nir un
sujeto a un objeto dado de una vez por todas, sino que posee en sí
misma una potencialidad, en el sentido de que siempre es posible
desvelar en una experiencia posterior aspectos del objeto que no

102. Ibid., pág. 225.


103. Ibid.
104. Ibid., pág. 224.
105. Lévinas, E., «La ruine de la représentation», en En découvrant l’exis-
tence avec Husserl et Heidegger, París, V rin, 1967, págs. 129-130.
106. Husserl, E., Meditaciones cartesianas, op. cit., § 20, pág. 97.

216
IV . Mortalidad y fm itu d

son dados inmediatamente en la experiencia real. D e m odo que, en


el marco del análisis intencional, todo lo que se presenta siempre
puede ser analizado más en profundidad a partir de su estructura de
h orizonte.107 Cabría pensar, por consiguiente, que Husserl llega a
reconocer que en toda experiencia hay algo de inobjetivo y hasta
de impresentable. Por otra parte, es lo que explica que destaque el
paralelismo existente entre la percepción del objeto y la del otro, en
el sentido de que, en ambos casos, hay aspectos que no son efectiva­
m ente percibidos, que son «apresentados», es decir, cuya existencia
está implicada en lo que es percibido realmente, por ejem plo, las
caras ocultas del cubo o las vivencias del otro, a las que nunca se
puede acceder directamente. Podem os preguntarnos, no obstante,
si el ideal de una realización total ha perdido verdaderamente toda
validez, desde la perspectiva husserliana, cuando leem os en la M e­
ditaciones cartesianas que el m undo «es una idea correlativa a la idea
de una evidencia empírica perfecta, una síntesis acabada de expe­
riencias posibles».108 Se trata sin duda de una idea infinita, de un
telos que se m antiene de hecho irrealizable, pero que no obstante
está constituido por el conjunto de todos los objetos posibles para
una conciencia. El m undo, que es trascendente en relación con la
conciencia, para Husserl, desde el punto de vista de su sentido y de
su realidad, sigue constituido por la conciencia. Ahora bien, la feno­
m enología husserliana se transforma en un idealismo trascendental
por esa determinación de la relación de la conciencia con el mundo
determinado com o constitución. Pero si, en lugar de ser la teoría
de la simple correlación de la noesis y del noem a, del cogito y de
su cogitatum, la fenom enología intencional plantea por el contrario
la necesaria superación del objeto intencional, del intentum en la
intentio, eso implica que el cogitatum no se presenta jamás com o de­
finitivamente «dado» a la conciencia. En eso se basa Lévinas, quien

107. Ibid., § 20, pág. 96.


108. Ibid., § 28, pág. 114.

zi 7
La muerte

considera que Husserl, cuando afirma que «ese asumir por encima
de sí misma» que hay en toda conciencia «tiene que considerarse
como una nota esencial de ella»,109 abre la vía a una «nueva ontolo-
gía», en la que el ser no sería solamente el correlato del pensamien­
to, sino aquello que fundam enta el pensam iento que sin embargo
lo constituye.110 Lo que significa que hay que reconocer, en contra
de las declaraciones del propio H usserl,111 que la fenom enología
husserliana nos arrastra «más allá del idealismo y del realismo», ya
que el ser no está ni en el pensam iento ni fuera del pensam iento, y
el propio pensam iento está «fuera de sí mismo».112
R econocer que en toda experiencia intencional hay un exceso
del ser sobre el pensam iento no conduce necesariamente a la afir­
m ación de una exterioridad del ser en relación con el pensam iento.
M ientras que para Descartes el destino de ese ser finito que es el
hom bre es estar a distancia del ser que, com o dice en Los principios
de la filosofía, «no nos afecta»,113 Husserl sostiene por el contrario
com o «principio de todos los principios»114 la presencia originaria

109. Ibid., pág. 95.


110. Lévinas, E ., «La ru in e de la rep résen tatio n » , en E n découvrant
l’existence avec Husserl et Heidegger, op. cit., pág. 130.
111. Véase lo que afirma Husserl en el párrafo de las Meditaciones cartesia­
nas, op. cit., pág. 144: «Sólo cuando se entiende torcidam ente el sentido p ro ­
fundo del m étodo intencional, o el de la reducción trascendental, o el de ambas
cosas, puede pretenderse separar la fenomenología y el idealismo trascendental».
112. L évinas, E ., «La ru in e de la rep rése n tatio n » , en E n découvrant
l’existence avec Husserl et Heidegger, op. cit., pág. 135.
113. Descartes, R ., Principia philosophiae, 1.a parte, LU, Œ uvres de D es­
cartes, p o r C. A dam y P. T annery, Paris, Vrin, 1964, vol. V III, pág. 25 [Los
principios de la filosofa, trad. p o r J. Izquierdo y M oya, M adrid, R eus, 1925].
C o m o destaca G. G ranel (Le sens du temps et de la perception chez E. Husserl,
Paris, Gallimard, 1968, pág. 73), la expresión nos non afficit no aparece en la
traducción del abad Picot.
114. H usserl, E., Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía
fenomenológica, op. cit., § 24, pág. 58.

2.18
IV . Mortalidad y fm itu d

de la cosa en la conciencia, lo que le lleva a excluir el concepto de


un Dios que escaparía a las leyes de la intencionalidad. Cluando en
las Ideas relativas distingue la percepción de una cosa trascendente
que se da necesariamente por «esquemas» de la percepción de una
vivencia que se da po r el contrario de m anera inmediata, subraya
enérgicam ente que esto es verdadero para toda conciencia hum a­
na o no. Por consiguiente, es «un error de principio» creer que la
percepción no alcanza a la cosa misma, lo que implica que la idea
de un Dios que poseyera la percepción de la cosa en sí, que nos
sería negada a nosotros, seres finitos, es más que «absurda».115 La
percepción de la cosa implica, en efecto, po r principio, una cierta
inadecuación y «no hay D ios que pueda hacer cam biar esto en
un punto, o no más que el que 1 + 2 sea igual a 3, o que exista
cualquier otra verdad esencial».116 El no cartesianismo de Husserl
aparece aquí claram ente: en vez de decretarlas, Dios m ism o está
atado p o r las verdades eidéticas. P or consiguiente, la idea que la
filosofía clásica se hacía de D ios se ha vuelto im posible desde el
punto de vista fenom enològico. Lo mism o vale para Husserl que
para Kant. En este últim o, después de la destitución del dios m e­
tafisico que asume las funciones de garante ontològico supremo en
la filosofía clásica, reaparece una nueva figura de Dios que, com o
postulado de la razón práctica, sólo adquiere sentido a partir de la
presencia de la ley m oral en la conciencia de un ser finito, para el
que esa ley tiene necesariamente el sentido de un imperativo cate­
górico. Igualm ente, para Husserl es la conciencia trascendental la
que descubre a Dios en ella misma, com o su propia profundidad
interna. Husserl incluso acabará afirm ando en sus últim os textos
que la idea de D ios es idéntica a la de una hum anidad perfecta,
una hum anidad totalm ente racional, pues com o ese logos absoluto

115. Ibid., § 43, pág. 97.


116. Ibid., § 44, pág. 100.

i
La muerte

hacia el que todo ser finito está necesariamente orientado, Dios es


tan sólo el «hombre infinitam ente alejado».117
E n su interpretación de la fenom enología husserliana, Lévinas
oscila entre dos interpretaciones de la intencionalidad.118 P or una
parte, reconoce que afirmar la intencionalidad es reconocer que «la
actividad de la representación totalizante y totalitaria está superada
ya en su propia intención», de m anera que la Sinngebung, la dona­
ción de sentido, ya no es «la obra de un yo soberano» que absorbería
al otro en su representación, y que se abre po r el contrario la posi­
bilidad de «una Sinngebung ética, es decir, esencialmente respetuosa
con el otro».119 Pero por otra parte declara que «la intencionalidad,
en la que el pensam iento sigue siendo adecuación al objeto, no defi­
ne la conciencia en su nivel fundamental» y que «supone ya la idea
de lo infinito, la inadecuación por excelencia», de m anera que la
fenomenología «no constituye el acontecim iento último del ser».120
Parece claro que Lévinas, en contra de esta filosofía de la conciencia
que es hasta sus últim os desarrollos la fenom enología husserliana,
no concibe la inadecuación entre el pensam iento y el ser com o la
diferencia de lo potencial y de lo real, lo que significa pensar lo in­
finito de m anera distinta a com o lo hace Husserl, esto es, no com o
infinito potencial, sino com o infinito real. Esto explica que tom e en
consideración, «sin adherirse a la argumentación cartesiana que prue­
ba la existencia separada de lo Infinito por la finitud del ser que tiene

117. H usserl, E ., La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología tras­


cendental: una introducción a la filosofía fenomenológica, op. cit., pág. 69. Véase a
este respecto F. D astur, «Le D ieu extrém e de la phénom énologie (Husserl et
H eidegger)», en La phénoménologie en questions, op. cit., págs. 243-252.
118. Véase a este respecto F. D astur, «Intentionnalité et métaphysique»,
en Emmanuel Lévinas, positivité et trascendance, ed. po r J.-L. M arión, París, PU F,
2000, págs. 125-142.
119. Lévinas, E., «La ruine de la représentation», en En découvrant l’exis-
tence avec Elusserl et Eleidegger, op. cit., pág. 130.
120. Lévinas, E., Totalidad e infinito, op. cit., págs. 52-54.

220
IV . Mortalidad y fm itu d

una idea de lo infinito»121 «la noción cartesiana» de un Infinito que


designa «una relación con un ser que conserva su exterioridad total
con respecto a aquel que lo piensa».122 Lo que encontram os aquí
son algunos de los atributos clásicos del Dios de la tradición: no
sólo la trascendencia, que mide la infinitud misma de lo infinito con
respecto al yo que está separado de ella,123 en la medida en que «re­
chaza precisamente la totalidad» y «no se presta a una visión que la
englobaría desde fuera», sino también la creación, que permite «sus­
tituir la idea de totalidad por la idea de una separación que resiste
a la síntesis»,124 ya que «afirmar el origen a partir de la nada por
creación es poner en duda la com unidad previa del todo en el seno
de la eternidad»,125 y asimismo la perfección, «que deja atrás la con­
cepción, desborda el concepto», ya que «la idealización que la hace
posible es un pasar a lo otro, absolutamente otro», de m anera que
«la exterioridad» ha de ser entendida com o «superioridad»126 y «la
prioridad cartesiana de la idea de lo perfecto con relación a la idea
de lo imperfecto conserva así todo su valor».127
Encontram os aquí lo que caracteriza la tradición m onoteísta,
que concibe al Dios único com o infinito, trascendente y perfecto,
de m odo que lo limitado y lo finito se considera por consiguiente
una forma de imperfección. Se crea así un abismo entre Dios y sus
criaturas. Pues «entender el ser com o exterioridad», explica Lévi-
nas, alzándose así contra toda la tradición platónica y neoplatónica,
«permite com prender el sentido de lo fin ito , sin que su limitación,

121. Ibid., pág. 73.


122. Ibid., pág. 74. O bservem os aquí la in tro d u c ció n paradójica de la
categoría de «totalidad», que resulta indispensable para pensar una «separación»
que sólo puede ser imaginada com o escisión entre dos «todos».
123. Ibid., pág. 73.
124. Ibid., pág. 297.
125. Ibid.
126. Ibid., págs. 65 y 295
127. Ibid., pág. 65.

2.2, I
La muerte

en el seno de lo infinito, exija una incom prehensible caída de lo


infinito» y «sin que la finitud consista en una nostalgia de lo infi­
nito, en un mal de retorno».128 Sin embargo lo finito conserva su
negatividad, puesto que la com prensión de sí m ism o que tiene el
ser finito le viene exclusivamente de su relación con O tro infinito.
Para pensar la finitud en su verdad, ¿no sería preferible abandonar
com o punto de partida la idea de este infinito absolutamente posi­
tivo que es el Dios trascendente de la Revelación? ¿Se ha destacado
suficientemente a este respecto que in-finito es una palabra negativa,
que implica la superación de los límites que primero hay que trazar?
Así que, partir de lo infinito y otorgarle la prim acía, ¿no supone
tom ar las cosas en sentido contrario? Es lo que aparece cuando se
vuelve la vista hacia los griegos de la Antigüedad que desarrollaron,
fuera de la tradición m onoteísta, una concepción m uy distinta de
lo finito, identificado con lo perfecto, y del lím ite, no entendido
de manera exterior, com o aquello a partir de lo cual una cosa cesa,
sino al contrario, com o aquello en lo que una cosa tiene su origen
y halla su estabilidad. En cambio, cuando se da a lo infinito, com o
hace Lévinas, el rostro absolutamente positivo de ese Bien del que
Platón dice que está «más allá del ser»,129 es esta «propia desmesura
del infinito»130 la que explica que sólo pueda irrum pir en el yo de
m anera «traumática», palabra que aparece en varias ocasiones en De
otro modo que ser y que no designa más que la esencia misma de la
subjetividad, el yo que está «como ordenado desde fuera, traum áti­
camente dirigido, sin interiorizar por m edio de la representación y
el concepto, la autoridad que [lo] dirige».131 Sin duda, cuando apela

128. Ibid., pág. 296.


129. Ibid., pág. 325.
130. Lévinas, E ., D e otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca,
Síguem e, 1987, pág. 158.
131. Ibid., págs. 148-149. Véase a este respecto M . Haar, «L’obsession de
l’autre. L’éthique com m e traumatisme», en Emmanuel Lévinas, cuaderno diri­
gido p o r C . C h a lie ry M . A bensour, París, L’H erne, 1991, págs. 444-453.

222
IV . Mortalidad y fin itu d

a ese concepto de «traumatismo» es cuando Lévinas m ejor da cuen­


ta de esta «fragmentación de la estructura formal del pensam iento
— noema de una noesis— », en la que pretende ver la significación
concreta del análisis intencional, el de un «desbordamiento del pen­
sam iento objetivante» más allá de la «fenom enología husserliana,
tomada al pie de la letra».132 N o cabe sino suscribir esta voluntad de
cuestionar lo que, en la fenomenología husserliana, corresponde aún
a la reducción del ser al objeto, por la que resulta enmascarada la
auténtica experiencia de esta independencia del pensamiento con re­
lación al pensante, que hace de todo acto verdadero del pensamiento
un acontecim iento conm ovedor, puesto que el paralelismo entre el
cogito y su cogitatum, entre el pensamiento y su «objeto», se ve cons­
tantem ente afirmado y negado a la vez. T odo el problem a reside
sin embargo en la interpretación que se haga de esta experiencia:
tanto se puede separar el origen de lo finito de éste, y entonces la
exterioridad del infinito es la «razón» de lo finito, com o relacionar el
origen de lo finito con éste, y entonces la interioridad de lo finito
es la «razón» del infinito. E n ambos casos, finitud e infinidad están
intrínsecam ente unidas y la una llama necesariamente a la otra.
D e m odo que no hay finitud que no sea al m ism o tiem po la
experiencia de la infinidad, esto es lo que sustancialmente H eideg-
ger oponía a Cassirer en el coloquio que los reunió en Davos en
1929. Cassirer defendía que se produce en Kant con la moral una
«apertura» fuera del m undo de los fenóm enos, «un paso al mundus
intelligibilis», donde «se alcanza un punto que ya no es relativo a la
finitud del conocim iento» y «donde se pone un absoluto».133 H ei-
degger, al subrayar el hecho de que esta salida hacia lo noum énico
sigue siendo relativa al ser finito, precisamente porque el concepto

132. Lévinas, E., Totalidad e infinito, op. cit., pág. 54.


133. Cassirer, E., H eidegger, M ., Débat sur le kantisme et la philosophie,
trad. p o r P. A ubenque, J.-M . Fataud y P. Q uillet, París, Beauchesne, 1972,
pág. 31.

223
La muerte

de im perativo com o tal sólo es válido para un ser así,134 pretende


mostrar que la verdadera cuestión concierne a la estructura interna
del Dasein, acerca de la que hay que preguntarse si es finita o infi
n ita.135 N o basta argum entar de m anera exclusivam ente formal y
decir que, para determ inar lo finito, habría que tener ya una idea
de la infinidad, pues el «problema central» es el hecho de que «la
infinidad aparezca en el contenido de lo que se presenta com o
el lugar constitutivo de la finitud».136 Lo único que contem pla la
fenom enología, y a lo que se atiene, es a ese vínculo entre finitud
e infinidad que le prohíbe ponerlas una fuera de la otra, cosa que
hace en cam bio la teología p o r m edio del concepto de un dios
trascendente. E n el m arco de una interpretación fenomenológica de
la Crítica de la razón pura, Heidegger se propone demostrar que ese
vínculo fue perfectam ente percibido po r Kant, aunque el m arco
tradicional en que se despliega su pensam iento sigue aún marcado
decisivamente por la teología.

134. Ibid., pág. 34. Es lo que K ant dice explícitam ente, tanto en la Crí­
tica de la razón práctica [trad. p o r D . M . G ranja, M éx ico , F o ndo de C u ltu ra
E conóm ica, 2005, pág. 37]: «Ese principio de la m oralidad [...] no se lim ita
sólo a los hom bres, sino que se extiende a todos los seres finitos que tengan
razón y voluntad, com prendiendo incluso al ser infinito com o inteligencia
suprem a. Pero en el hom bre la ley tiene la form a de u n im perativo, pues si
bien se puede presuponer en él, com o ser racional, voluntad pura [...] no se
p u ede suponer una voluntad santa, es decir, una voluntad incapaz de m áxi­
mas contrarias a la ley moral», com o en Fundamentación de la metafísica de las
costumbres [trad. p o r L. M artínez de Velasco, M adrid, Espasa Calpe, 1994, pág.
82]: «Una voluntad perfectam ente buena [...] no podría representarse com o
coaccionada para realizar acciones sim plem ente conform e al deber, puesto
que se trata de una voluntad que, según su constitución objetiva, sólo acepta
ser determ inada p o r la representación del bien. D e aquí que para la voluntad
divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos».
135. Ibid.
136. Ibid., pág. 35.

224
IV . Mortalidad y fin itu d

Lo que implica la finitud, esto es, la receptividad de la intuición,


es la orientación hacia lo que ha de ser recibido a fin de hacer po­
sible el encuentro. En efecto, para que una cosa pueda presentarse
como en un cara a cara, un ob-yecto, es preciso que se despliegue de
m anera sensible un horizonte de aparición ob-yectiva. El ser finito,
precisamente porque no crea lo que intuye, ha de poder desplegar las
condiciones que le permiten acogerlo, es decir, ha de poder «formar»
espontáneamente la visión de lo que se presenta. Y ahí interviene la
imaginación com o suministradora de las formas o de los esquemas
sensibles a partir de los cuales los objetos de la intuición pueden ser
pensados. Kant, al designar la im aginación esquem atizante com o
exhibitio originaria, como imaginación «productora», es decir, capaz de
presentar originariamente el objeto, se ve inducido a reconocer una
originariedad en el propio ser finito, es decir, un fibre poder creador.
Hay que reconocer que «el hom bre posee una cierta infinidad en el
orden ontològico», pues, aunque no sea «nunca infinito y absoluto
en la creación del ente mismo», es sin embargo «infinito en el sentido
de la comprensión del ser».137 Esta creación del hom bre no es la del
ente mismo, que le preexiste, sino la del horizonte a partir del cual
podrá presentarse como ob-yecto. Esta libre donación de un horizonte
ontològico está enteram ente relacionada con la recepción óntica, esto es,
con la simple percepción de los entes que se presentan a nosotros.
P o r esta razón, H eidegger ve en «esta infinidad que estalla en la
imaginación» «el argumento más fuerte en favor de la finitud».138 En
efecto, no hay más proyección de un horizonte ontològico que el
determinado por la dependencia respecto a la preexistencia del ente.
Solam ente porque la existencia es en sí finitud, y no porque esta
últim a se vea «superada», es posible la ontologia: pues sólo un ser
finito, y no Dios, tiene necesidad de ontologia.139 D e m anera que,

137. Ibid.
138. Ibid.
139. Ibid.

2Z5
1m muerte

paradójicamente, es la finitud misma la que puede dar cuenta de lo


que hay de creador y de «in-finito» en el hom bre. La «superación»
de lo simple dado que se realiza en todo acto de pensamiento no es de
ningún m odo la irrupción de la luz de una infinidad que vendría del
exterior, sino la manifestación de la necesidad de comprensión de un
ente que es forzado a residir en el m undo y que es obligado a en­
cender él mismo la luz que iluminará las paredes de su prisión. Esta
necesidad trascendental es la fuente misma del Da-sein, es decir, de
esta irrupción creadora de apertura que hace posible toda presencia
y que está en el origen del ser mismo del hom bre: «Más originaria
que el hom bre es la finitud del ser-ahí en él».140
Semejante concepción de la finitud, que ya no está apoyada en
la infinidad real de un ser fuera de la m uerte y fuera del tiem po de
lo divino, no es ya en sí misma meta-física ni tras-cendental, sino
que es por el contrario la raíz puesta al día del trascendentalismo y el
fundam ento finalmente exhibido de la metafísica. La trascendencia
no se produce a pesar de la finitud y la mortalidad, sino que hay una
finitud de la trascendencia que procede precisamente de que el Da-
sein, como ser para la muerte, se lanza de antemano a la posibilidad del
cierre absoluto al ser y de la oscuridad abismal de donde ha surgido.
En efecto, sólo puede estar abierto a sí mismo, a los otros y al m undo
en la m edida en que le amenaza constantem ente la posibilidad del
cierre a todo lo que es. D e m odo que se m antiene constantem ente
en la nada que le revela la angustia, esta disposición fundamental por
la que el Dasein relacionándose con su propio fin experimenta, en
lo que Hegel denominaba «la fluidificación absoluta de toda subsis­
tencia»,141 «aquel continuo tem blor, si bien generalm ente secreto,
que es com ún a todo lo existente».142

140. Heidegger, M ., Kant y elproblema de la metafisica, op. dt., § 41, pàg. 190.
141. H egel, G .W .F ., Fenomenologia del espiritu, op. cit., pàg. 119.
142. Heidegger, M ., Kant y el problema de la metafisica, op. dt., § 43, pàg. 198.

2. 2.6
IV . Mortalidad y fin itu d

Si la relación con la m ortalidad es una relación del ser hum a­


no con su propio fin, éste ya no puede aparecer com o pura inte­
rrupción accidental, incom pletud e imperfección, sino al contrario,
com o el «fundamento» inaparente y la fuente «nocturna» de todo
aparecer. Esta concepción de la finitud reconduce así al ser hum a­
no a su facticidad constitutiva, esto es, a su carácter propiam ente
terrestre, tem poral y corporal. Esta com prensión de la m ortalidad
com o finitud constitutiva de la apertura al m undo, com o lo que
M erleau-Ponty denomina con tanto acierto, y aproximándose m u­
cho a H eidegger, una finitud operante,143 es al mismo tiem po una
com prensión del nacim iento com o capacidad finita de tener un
m undo. Pues, com o dice en el m om ento de m orir la D iotim a del
Hiperión de Hólderlin:

N o s separam os para estar más ín tim am en te unido s, más d iv in am en te


e n arm o n ía c o n todas las cosas y co n nosotros m ism os. M o rim o s para

143. M erleau-Ponty, M ., Le visible et l’invisible, op. cit., pág. 305. E n esta


nota de trabajo de mayo de I960, M erleau-Ponty, al declarar que está «contra
la finitud en el sentido em pírico, existencia de hecho que tiene límites», explica
que el ser no ha de ser concebido com o u n infinito que estaría más allá de lo
visible, sino com o esta infinidad que es la apertura del m undo al interior del
que lo invisible es el reverso de lo visible. Véase a este respecto F. D astur,
«L’in-visible et le n égatif chez le dernier M erleau-Ponty», en Merleau-Ponty
aux frontières de l’invisible, ed. p o r M . C ariou, R . Barbaras y E. B im benet, Les
Cahiers de C hiasm i International, 1, M ilán, 2003, págs. 209-220.
144. H ölderlin, Œuvres, op. cit., pág. 262.

227
Conclusión

La muerte, la palabra y la risa

D e n n w ir sind n u r die Schale u n d das B latt.


D e r grosse T o d , d e n je d e r in sich hat,
das ist die F ru c h t, u m die sich alies d reh t.

R . M . R ilk e 1

D e m odo que estamos abiertos al m undo porque estamos relacio­


nados con esa nada que es la m uerte. Y además nuestra existencia
está fundam entada tan sólo sobre el abismo de una ocultación y
de un olvido sin lím ites,2 del que únicam ente em ergem os para
atestiguarlo. E n efecto, existiendo damos testim onio de la m uerte,
incluso y sobre todo cuando nos alzamos contra ella y «trabajamos»
para vencerla, desplegando para superarla todo el arsenal de nues­
tras técnicas. La prim era y más poderosa de ellas, el lenguaje, es

1. R ilke, R .M ., Das Buch von der Arm ut und vom Tode (El libro de la p o ­
breza y de la m uerte) [1903]: «Pues sólo somos la hoja y la corteza. / La gran
m uerte que cada cual lleva en sí / es el fruto que está en el centro de todo».
2. O cultación y olvido que en griego se traducen p o r un a sola palabra,
lethe, ya que ese nom bre, que es tam bién el de la llanura o del río del O lvido
en los Infiernos, procede del verbo lanthano que significa, com o el latín lateo
que deriva de la m ism a raíz, «estar oculto», «perm anecer disimulado».

2.2.9
Lit muerte

tam bién la que manifiesta de forma más radical nuestra finitud.3 De


esa relación esencial entre el lenguaje y la m uerte, poco precisada
aún, de cuyo fulgor ilum inante nos habla H eidegger de m anera
elíptica,4 algunos poetas y pensadores han tenido la prem onición.
A este respecto es significativo que lo que nos enseña el prim er
pensador de la tradición occidental, Parménides, es que «el orden
de todas las cosas verosímiles», esta diakosmesis que es el orden de
las cosas en un m u ndo,5 no se produce solamente por el hom bre,
sino en una dimensión que parece dom inar al hom bre y el m undo
y al mismo tiem po reunidos: la dimensión del lenguaje.6 Es lo que
dice el comienzo del fragmento IX:

Y u n a vez q u e to d o s los seres h an recib id o la d en o m in ac ió n de luz y


n o c h e y a cada cosa se le ha asignado su co rresp o n d ien te p o d er, to d o
está a la vez lleno de luz y de n o c h e oscura, am bas p o r igual.7

La doxa, el m undo de las apariencias, es concebida por Parménides


a partir del horizonte del lenguaje y su esencia es la asignación de
nombres. El hom bre está en la doxa cuando nom bra las cosas, cuan­
do tiene a su disposición nombres para ellas. Pero el hom bre griego
no es com o Adán, el ordenador de las cosas, el que se dirige a los

3. Véase a este respecto F. Dastur, Dire le temps. Esquisse d’une chrono-logie


phénoménologique, La Versanne, E nere M arine, 2002, especialm ente «Le logos
des mortels», págs. 151-180.
4. H eidegger, M ., D e camino al habla, trad. p o r I. Z im m erm ann, Barce­
lona, Ediciones del Serbal, 2002, pág. 197.
5. P arm énides, E l Poema, fragm ento V III, v. 60, en G.S. K irk y J.E .
R av en , Los filósofos presocráticos, op. cit., pág. 390.
6. D e nuevo se trata de la interpretación que da E ugen Fink del Poema
de Parm énides en Z ur ontologischen Frühgeschichte von Raum-Zeit-Bewegung, op.
cit., especialm ente págs. 64-90.
7. Beaufret, J., Le Poéme de Parménide, op. cit., pág. 394.

Z30
Conclusión

seres creados p o r Dios llamándolos po r su nom bre.8 Pues lo que


tiene un nom bre está ya individualizado, separado del todo, y apa­
rece entonces en su lim itación propia. T ener un nom bre equivale
a ser un individuo. El todo, lo uno íntegro e intacto, es lo que no
tiene nom bre, lo indecible, y si se intenta nom brar, sólo puede
hacerse m ediante nom bres figurados, analógicos, que no son más
que signos, semata. En cambio, todo lo que posee un nom bre está
delimitado, determ inado, finito.
Podríamos decir, por consiguiente, que lo que asegura la salva­
guarda de la cosa acabada es el nom bre: gracias a él adquiere forma,
contenido, aspectos, existencia separada. Lo que dom ina en el len­
guaje es este poder de distinción que aísla a cada ente particular y
al mismo tiem po lo hace nombrable. La asignación de nombres no
es una simple convención hum ana, com o pensarán más tarde los
sofistas, pues en la asignación de nom bres com o en la distinción de
las cosas dom ina el poder de la diferencia: el día de diakosmesis. En
efecto, la diferencia es el poder que ordena el m undo, y la primera
diferencia es la del día y la noche, la sombra y la luz. N o obstante,
esta diferencia fundamental surge según Parménides de una asigna­
ción de nom bres por parte de los mortales, y traslada ese m om ento
al pasado. Así lo dice en el fragmento VIII (v. 54-59): «los mortales
han decidido dar nom bre a dos formas», por un lado «el fuego eté­
reo de la llama» y por el otro «la noche oscura, densa de aspecto y
pesada». D e esta oposición entre el día y la noche, lo abierto y lo
retirado, y de su m ezcla en las cosas singulares nace el orden del
m undo. H acer nacer este m undo de la doxa de una sentencia de los
mortales no significa que el hom bre sea su autor, sino que lo que

8. Cf. Génesis, II, 19-20 (La Biblia, «Antiguo Testamento», op. cit., pág.
10): «Entonces Y ahveh-D ios form ó del suelo todos los animales del campo
y todas las aves de los cielos y los condujo al hom bre para v er qué nom bre
les daba; y to d o ser viviente llevaría el nom bre que le im pusiera el hom bre.
El hom bre im puso nom bres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos
los animales del campo».

*3 i
La muerte

hace po r el contrario es participar únicam ente en este decreto. I I


hom bre responde m ediante el lenguaje a la necesidad de la diferen
dación «mundial». P or eso Parménides concibe el nacimiento de l.n
dokounta, las «apariencias», tanto a partir del hom bre com o a patín
de la disposición de la diosa. En efecto, en el fragmento VIII es la
diosa la que habla y la que explica que son los mortales los que han
reaHzado la asignación de nom bres, pero inm ediatam ente después
(v. 60-61) añade que es ella la que revela este orden de las cosas en
el m undo y que la broton gnome, la opinión de los mortales, nunca
puede aventajar.9
Así que el hom bre realm ente no puede juzgar la relación que
m antienen entre sí las dos esferas del ser y de la doxa. Está inmerso
en la doxa, ésta es la situación propiam ente hum ana. La finalidad
de la segunda parte del poem a es hacer visible esta situación funda­
m ental e inabenable del hom bre y desvelarla com o la presuposición
oculta de la explicación del ser. Ese m ortal que es el hom bre no
sale de la doxa mientras vive, pero con la ayuda divina llega a pensar
el ser, al que sin embargo no tiene ningún acceso directo. Por eso
deviene el que es en busca del ser, el philo-sopho. U nicam ente en
esta segunda parte del poem a resulta claro que se pueden saber po­
cas cosas del ser que sólo es percibido a través de los signos, de los
semata que pertenecen al m undo aparente. La diosa no nos arranca
de nuestro hábitat, simplemente nos indica vías de búsqueda. Sólo el
que la escucha, el pensador, sabe que el lenguaje alude a lo indeci­
ble, el ser, pues sólo él tiene el sentimiento del peso de las palabras,
sabe que no se trata de enunciar algo a propósito del ser, sino de
expresar realmente, con nombres vanos, lo que escapa radicalmente
al lenguaje. T o d o lenguaje resulta ser por tanto inexorablem ente
lenguaje de la finitud.
D e forma análoga, esta potencia de m uerte que posee el lenguaje
la reconoce el joven H egel que, basándose en el texto del Génesis,

9. Beaufret, J., Le Poème de Parménide, op. cit., pág. 390.

232
Conclusión

declara en uno de sus manuscritos reunidos bajo el título de «Siste­


ma de 1803-1804» que «el prim er acto, por el que Adán dom inó
.1 los animales, fue el acto de imponerles un nom bre, es decir, que
los aniquiló en su existencia (como existentes)». Blanchot, que cita
ese texto, lo com enta así:

E l se n tid o de la palabra ex ig e pues, c o m o u n p refacio a la palabra,


u n a especie de inm ensa h ec ato m b e, u n diluvio p rev io , q u e sum erge
co m p letam e n te en el m ar a toda la creación. D ios había cread o a los
seres, p e ro el h o m b re tu v o q u e an iq u ilarlo s. E n to n c e s fue c u a n d o
co b ra ro n sentido para él, y él los creó a su vez a p artir de esta m u e rte
en la que habían desaparecido; sólo que en lugar de los seres y, co m o
se dice, de los ex isten tes n o h u b o m ás q u e el ser, y el h o m b re fue
co n d e n ad o a n o p o d e r alcanzar nada a n o ser m ed ian te el sentido que
ten ía q u e h acer n a c e r.10

A lo que alude Blanchot aquí es a esta fuerza de abstracción propia


de la naturaleza del pensam iento hum ano, en la m edida en que es
discursivo y no puede captar la totalidad de lo real si no es m e­
diante un acto parecido a un asesinato, que consiste en separar los
elem entos constitutivos. Ésta es, dice H egel en el prefacio de La
fenomenología del espíritu, la labor de la «más grande y maravillosa
de las potencias o, m ejor dicho, de la potencia absoluta», la del
entendim iento que, en su actividad de división, perm ite dar «un
ser allí propio y una libertad particularizada» a «lo separado de su
ámbito», a «lo vinculado, y que sólo tiene realidad en su conexión
con lo otro».11 Ahora bien, esta potencia absoluta es la de la m uer­
te misma, que es perfectamente «capaz de liberar el sentido del ser,

10. Cf. Blanchot, M ., «La littérature et le droit à la mort», en La part du


feu, Paris, Gallimard, 1949, pág. 326.
11. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., págs. 23-24.
La muerte

separar la esencia de la existencia y encarnar el sentido-esencia en


el discurso».12
Blanchot tiene razón, pues, al afirmar que «cuando yo hablo: la
m uerte habla en mí» y que ella es, entre el yo que habla y el ser al
que interpelo, «la distancia que nos separa» a la vez que la «que nos
impide estar separados, pues es la condición de todo entendim ien­
to».13 La condición de la emergencia del sentido y lo que requiere
previamente la enunciación de la palabra es, por tanto, «una especie
de inmensa hecatombe» por la que se da m uerte a la singularidad in­
accesible del «esto» inefable, a fin de que sea posible su resurrección
bajo la forma de la generalidad ideal del ente. Así lo com prendió
Mallarmé, el poeta que m ejor supo descubrir «el m ayor privilegio
del lenguaje, que no es expresar un sentido, sino crearlo»:14

D ig o : ¡una flor! y, salvado el olvido al q u e m i v o z relega algún c o n ­


to r n o , e n c u a n to q u e algo distinto d e los cálices co n o c id o s, se alza
m usical, idea m ism a y suave, la ausente de tod o s los ram illetes.15

La palabra es pues, en la m usicalidad de su entonación, lo que


arranca del olvido abismal y de la ocultación sin límite el ser mismo
de las cosas, que no es ni su simple singularidad sensible ni su puro
concepto abstracto, sino la alteridad de su ausencia que se presenta
«suavemente», es decir, sensiblemente, a nosotros, en la sonoridad
de las palabras que las nom bran. El ser no es, pues, nada más que
el don que nos hace la m uerte en su om nipotencia, que no está
m erm ada p o r nuestro «trabajo» de apropiación de la naturaleza,

12. Cf. K ojève, A., «L’idée de la m ort dans la philosophie de Hegel», en


Introduction à la lecture de Hegel, op. cit., pág. 546.
13. Blanchot, M ., La part du feu, op. cit., pág. 326.
14. Ibid., «Le m ythe de Mallarmé», pág. 47.
15. M allarm é, S., «Crise de vers», en Œuvres complètes, Paris, Gallimard,
«Pléiade», 1974, pág. 368. La cursiva es nuestra.

234
Conclusión

que sin embargo tiende hoy, gracias a los progresos de la biología,


nada menos que a la prolongación indefinida de la vida hum ana.16

★★★

Es tam bién lo que afirma enigm áticam ente H eidegger en su con­


ferencia sobre «la cosa» de 1950:

La m u e rte es el cofre de la nada, es decir, de aquello q u e desde n in ­


g ú n p u n to de vista es algo q u e sim p lem en te es, p ero q u e, a pesar de
to d o , esencia, in clu so c o m o el m isterio del ser m ism o . La m u e rte ,
c o m o cofre de la nada, alberga en sí lo esenciante del ser (das Wesen-
de des Seins). La m u e rte , c o m o co fre de la nada, es el alb erg u e del
ser.17

Para intentar com prender lo que aquí se dice, hay que insistir pri­
m ero en la identidad que H eidegger establece entre el ser y la nada
desde su curso inaugural de 1929, donde la nada experimentada en
la angustia no «es el concepto contrario a lo ente», sino que «perte­
nece originariam ente al propio ser».18 En el epílogo de 1943, dice
de m anera más tajante aún que la nada «no se agota en una vacía
negación de todo ente» y que sólo se alcanza cuando la dimensión
del ente es abandonada y se desvela entonces com o «aquello que
se diferencia de todo ente», pues en la nada se experim enta «la am­
plitud de aquello que le ofrece a cada ente la garantía de ser», esto

16. Véase lo que dice a este respecto H . Joñas, en E l principio de respon­


sabilidad, trad. p o r J. F ernández R e ten ag a, B arcelona, H erd er, 1995, pág.
49 y sigs. Véase tam bién F. D astur, Comment affronter la mort?, op. cit., págs.
25-36.
17. H eidegger, M ., «La cosa», en Conferencias y artículos, op. cit., pág.
131.
18. H eidegger, M ., «¿Qué es Metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 102.
La muerte

es, «el propio ser».19 Es lo que repetirá en 1946 en su respuesta a |


Jean Beaufret:

Lo q u e desiste en el ser es la esencia de aquello q u e y o llam o la n.uh


Es p rec isam en te p o r eso, p o rq u e piensa el ser, p o r lo q u e el pensar I
piensa la nada.20

Posteriorm ente, en el seminario que impartió en Le T h o r en 196‘>


y que trata sobre el sentido que hay que dar a la cuestión del ser tal
com o fue planteada en Ser y Tiempo, H eidegger explica que si sólo
el ente es, no puede decirse en sentido estricto que el ser es la nada,
sino sim plem ente escribir: «Ser: Nada».21 Lo que se deriva de la
afirmación de esta identidad no dialéctica del ser y la nada es, como
decía lacónicam ente H eidegger en la lección inaugural de 1929, la
«tesis» de la finitud del ser mismo:

Ser y nada se p erte n ec en m u tu am en te, pero n o p o rq u e desde el p u n to


de vista del c o n c e p to h e g e lia n o del p en sar c o in c id a n los dos en su
in d e te rm in a c ió n e inm ediatez, sino p o rq u e el p ro p io ser es fin ito en
su esencia y sólo se m anifiesta en la trascenden cia de ese D asein que
se m a n tie n e fuera, q u e se arroja a la nada.22

Pero en 1929, esta finitud del ser es pensada aún en relación con
la trascendencia del Dasein cuyo ser es el horizonte finito, esto es,
com o afirmaba Heidegger en Davos, en relación con la infinidad de
una proyección del ser del que el Dasein es el único portador. Esto
no quiere decir, po r supuesto, que el ser sea un simple «producto»

19. H eidegger, M ., Epílogo a «¿Qué es metafísica?», en ibid., pág. 253.


20. H eidegger, M ., Carta sobre el Humanismo, op. rít., pág. 85.
21. H eidegger, M ., Questions IV , París, Gallimard, 1968, pág. 281. Cf.
tam bién pág. 296 [Véase Seminario de Le Thor (1969), trad. p o r D . T atián,
A rgentina, A lción E ditora, 1995].
22. H eidegger, M ., «¿Qué es Metafísica?», en Hitos, op. rít., pág. 106.

236
Conclusión

del hom bre, puesto que, sólo com o ser-arrojado, el Dasein puede
pro-yectar el ser com o tal, de m anera que ese proyecto n o ha sur­
gido de la espontaneidad de un sujeto trascendental, sino que se
realiza por el contrario sobre la base de la facticidad de u n existente
que, lejos de ser el origen de su propia trascendencia, está siempre
ya arrojado en ella. Sin embargo, como repite Heidegger en su libro
sobre Kant, «Sólo hay algo semejante al ser, y tiene q u e haberlo,
allí donde la fm itud se ha hecho existente».23 Ahora bien, para que
la m uerte pueda aparecer a la vez com o «cofre de la nada» y «alber­
gue del ser», es preciso que esta fm itud sea pensada co m o interna
al ser mismo, com o esta ocultación que le pertenece e n p ro p ie ­
dad.
E n efecto, H eidegger cada vez fue concediendo m ás im p o r­
tancia a la lethe, a la ocultación, al interior del pensam iento de la
aletheia, de la no ocultación. En De la esencia de la verdad — una con­
ferencia pronunciada en 1930, que no será publicada hasta 1943— ,
afirma que com o «auténtica no-verdad», el encubrim iento del ente
en su totalidad es «más antiguo que todo carácter abierto de este o
aquel ente» y lo llama el «misterio», Geheimnis, palabra que hay que
entender en su sentido literal de «lugar privado» (Heim ) y, por tanto,
im penetrable y oculto.24 Y cuando en su obra, tam bién de 1943,
titulada Aletheia se refiere al famoso fragm ento 123 de H eráclito,
physis kryptesthai philei, que habla del am or de la naturaleza por lo
secreto, no define kryptesthai com o un simple «cerrarse», sino como
«un ponerse al abrigo (ein Bergen) en el que se m antiene a salvo la
posibilidad esencial de la emergencia [la physis] y donde la emergen­
cia com o tal tiene su lugar».25 Pero es en la conferencia que dedica
a G eorg Trakl donde dice explícitam ente que «en la m uerte» «se

23. H eidegger, M ., Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 190.


24. H eidegger, M ., «De la esencia de la verdad», en Hitos, op. cit., pág.
164.
25. H eidegger, M ., Conferencias y artículos, op. cit., pág. 131.

237
I m muerte

reúne la más alta ocultación del ser».26 Pues la m uerte es la forma


bajo la que la nada va al encuentro del hom bre.
En Ser y Tiempo, la autenticidad se definía, de form a aún bas­
tante hegeliana, com o la capacidad del Dasein de presentarse ante la
m uerte27 y hacerle frente. Más tarde, cuando «mortales» — vocablo
que H eidegger tom a de H ölderlin— 28 se convierte en el nom bre
propio de los hom bres, la relación con la m uerte es «pensada en
sentido inverso, com o relación de la m uerte con el hombre»:29

La m u e rte , c o m o co fre de la n ad a, es el a lb e rg u e (Gebirg) d el ser.


A los m o rtales los llam am os a h o ra los m o rtales, n o p o rq u e su vida
te rren a te rm in e sino p o rq u e son capaces de la m u e rte co m o m u erte.
Los m o rta les so n los q u e so n c o m o los m o rta les, e sen c ian d o e n el
albergue del ser.30

Los hom bres, en su condición de m ortales, no se enfrentan a la


m uerte de forma que puedan, en la resolución, adelantarla y de este
m odo hacerse libres para ella en la m edida en que ella es su posi­
bilidad más propia, sino que se trata más bien de insertarse en ella
a fin de desplegar allí su ser. Es lo que afirma Heidegger, de nuevo
lacónicamente, al final de la obra que dedica en 1954 a Parménides
con el título de «Moira»:

26. H eidegger, M ., «El habla», en De camino al habla, op. cit., pág. 17.
27. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 74, pág. 399.
28. Cf. H eidegger, M ., «Para qué ser poeta», en Sendas perdidas, op. cit.,
pág. 223, donde se citan esos versos de «Mnemosyne» en los que los «celestia­
les» se op o n en a los «que llegan prim ero al abismo», esto es, «los mortales».
29. Es la tesis de fondo de W . M arx en u n artículo titulado precisam ente
«Les m ortels», trad. p o r F. D astur, Le Cahier du Collège International, París,
Osiris, 8, octubre 1989, págs. 79-104.
30. H eidegger, M ., «La cosa», en Conferencias y artículos, op. cit., pág.
131.

238
Conclusión

La esencia de los m ortales está llam ada a la aten ció n vigilante, al ex ­


h o rto q u e los m a n d a e n tra r en la m u e rte . E lla, c o m o e x tre m a p o ­
sibilidad del estar m o rta l, n o es el fin de lo p o sib le sino el su p rem o
m acizo -alb erg u e (el albergar coligante) del m isterio de la llam ada del
deso cu ltam ien to ? 1

Así que la llamada a obedecer a la Moira, palabra que H eidegger


traduce p o r Geschick, que significa destino en el sentido de dis­
pensación, es la que perm ite a los hombres, más que adelantar a la
m uerte, entrar en ella a fin de que, volviéndose capaces, participen
en este «acontecimiento» que es el desocultamiento, la apertura del
claro. Pero, ¿qué significa «ser capaz de la m uerte com o muerte»?
Heidegger lo explica en la conferencia de 1951 titulada «Construir,
habitar, pensar»:

Los m o rta les so n los h o m b re s. Se lla m a n m o rta les p o r q u e p u e d e n


m o rir. M o r ir significa ser capaz d e la m u e rte como m u e rte . S ólo el
h o m b r e m u e re , y adem ás d e u n m o d o p e rm a n e n te , m ie n tra s está
en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos. C u a n d o n o m b ram o s a los
m ortales, estam os pen san d o en los o tro s T res p e ro n o estam os consi­
derando la sim plicidad de los C u a tro . Esta u n id ad de ellos la llam am os
la Cuaternidad. Los m ortales están e n la C u a te rn id a d al h ab itar.32

La existencia hum ana, com o participación en ese reino del m un­


do que es la Cuaternidad, no es pues una «vida», sino una m uerte
continua. Ahora bien, ¿qué significa m orir continuam ente, existir
como mortal en el sentido en que Heidegger lo entendía ya en Ser y
Tiempo ?33 Significa dejar que tenga poder sobre nosotros la m uerte,
que en su desmesura misma es la única que puede dar al hom bre

31. H eidegger, M ., Conferencias y artículos, op. cit., pág. 189.


32. Ibid., pág. 111.
33. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 266: «La m uerte es
una m anera de ser de la que el Dasein se hace cargo tan p ro n to com o él es».
1.a muerte

esta m edida que H ölderlin sólo encontraba ya en el vacío del cie­


lo,34 puesto que, más que al claro mismo es al corazón de éste, a la
lethe de la aletheia, al que realmente pertenece el hom bre. En efecto,
sólo a partir de una oscuridad sin fondo puede desplegarse el claro
del m undo, del m ism o m odo que, com o sugiere H eráclito, sólo
de la «cripta»35 donde le place ocultarse puede em erger la physis.
Pues «el desocultarse no sólo no aparta nunca el ocultar sino que
lo necesita (y lo usa) para, de este m odo, esenciar com o él esencia,
com o salir-de-lo-oculto».36
La m uerte se concibe entonces com o la potencia que otorga a
la nada su despliegue y al ser su no-ocultación. Por eso Heidegger
puede hablar de ella com o si se tratara de una potencia «en sí», lo
que le perm ite afirmar por ejemplo, en El principio de razón, que los
hom bres son mortales únicam ente porque «habitan en la cercanía
de la m uerte»37 o incluso, en su obra sobre Trakl, que «la m uerte
ha adelantado ya a todo morir».38 Lo que otorga esta om nipotencia
de la m uerte, que es «la donación aún impensada de lo inconm en­
surable»,39 no se revela en el «trabajo» que pretende la organización
de una estancia hum ana, sino en la participación en la gratuidad del
juego del m undo al que sólo tienen acceso quienes, dejando tras
de sí cualquier pretensión a lo incondicionado y a lo absoluto, se
han convertido en mortales40 y habitan ya, sabiéndolo, en las proxi­
midades de la m uerte. La m uerte, com o albergue del ser y fuen-

34. Cf. H ölderlin, F., «En bleu adorable», en Œuvres, op. cit., pág. 939.
35. Cf. H eidegger, M ., «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en
Tiempo y ser, op. cit., pág. 91: «La lethe p ertenece a la aletheia, n o com o u n
m ero añadido, com o las sombras a la luz, sino com o corazón de la aletheia».
36. Heidegger, M ., «Aletheia», en Conferencias y artículos, op. cit., pág. 201.
37. Heidegger, M ., «El principio de razón», en La proposición delfundamen­
to, trad. p o r F. D uque y j. Pérez de Tudela, Barcelona, Serbal, 2003, pág. 155.
38. H eidegger, M ., De camino al habla, op. cit., pág. 17.
39. H eidegger, M ., «El principio de razón», en La proposición del funda­
mento, op. cit., pág. 155.
40. H eidegger, M ., Conferencias y artículos, op. cit., pág. 133.

240
Conclusion

te nocturna de toda luz, se reconoce así com o lo que concede al


m undo reinar y al hom bre existir, y ese don que es la m uerte sigue
siendo lo impensado de todas las inútiles estratagemas imaginadas
para superarla.

★★★

Si este claro que es el m undo sólo puede desplegarse en y por la


palabra, eso implica que en ésta es efectivamente la m uerte misma
la que habla, y por tanto, más que reconocerle al lenguaje el poder
de producir po r sí m ism o la m uerte, hay que ver en él la afirma­
ción fenom enal de la influencia que tiene sobre nosotros. Ya que
en cierto m odo no somos más que su boca y prácticam ente en
sus labios, com o dice Hölderlin, «palabras, com o flores, nacen»,41
palabras cuya eclosión sonora hace aparecer, más que rom perlo, el
inm enso silencio del que ha nacido. Y sin embargo esta boca, en
vez de hacer muecas y de exhalar horror, es risueña, igual que la
angustia es alegre y el duelo incluso feliz.
Pues precisamente porque la angustia es la revelación del carác­
ter extático del Dasein, de su extrañeidad natural y de su no perte­
nencia a la familiaridad de un estar-en-casa,42 y en ella se desvela
originariamente su estar arrojado en la m uerte,43 está secretamente
aliada no sólo con la alegría y la felicidad, com o reconoce el pro­
pio H eidegger,44 sino tam bién con la risa, en la que Bataille veía
acertadam ente «la violenta suspensión que la naturaleza hace de sí
misma»45 y «el punto de ruptura, de abandono total, la anticipación

41. C£ Hölderlin, F., «Pan y vino», 5.a estrofa, en Œuvres, op. cit., pág. 811.
42. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., pág. 210.
43. Ibid., pág. 271.
44. H eidegger, M .,«¿Qué es metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 104.
45. Bataille, G ., «Le coupable», en Œuvres complètes, vol. V, Paris, Galli­
m ard, 1973, pág. 349 [El Culpable, seguido de El aleluya y fragmentos inéditos,
trad. p o r F. Savater, M adrid, Taurus, 1974].

24 1
La muerte

de la m uerte».46 En efecto, la risa sólo estalla cuando, com o ocurre


en la angustia, nos falta el suelo, cuando no queda nada fijo y en esta
suspensión nos vemos repentinamente liberados de las cargas y de las
ataduras de la cotidianidad y entregados a esta ligereza sobrehumana
por la que la existencia se ve convertida de fardo en gracia.
En la risa experim entam os que vivimos «para nada», que vivi­
mos sin razón, y que no hay que buscar razones ni expiar el hecho
de existir. Entonces experim entam os lo que Nietzsche llamó con
razón «la inocencia del devenir». Com prendem os que la m uerte no
es el castigo de una falta que nos correspondería por el simple hecho
de haber nacido, sino lo que nos perm ite simplemente estar ahí. De
m odo que paradójicamente en la risa m antenem os la relación más
auténtica con nuestra propia mortalidad.
La existencia hum ana, com o la rosa de la que hablaba Angelus
Silesius, «es sin porqué»47 y la clara conciencia de esta radical au­
sencia de razón es la que provoca la risa, esta em oción propia del
hom bre, que es un ser libre. P or eso la risa es pariente cercana de
la angustia, que es la experiencia de nuestra fundam ental n o -p er­
tenencia al m undo de la preocupación cotidiana en el que estamos
hundidos la m ayor parte del tiem po. El que no sabe reír — y ante
todo de sí mismo, de su miserable existencia personal— no puede
ser auténticam ente hum ano.
Incontrolada e incontrolable, la risa estalla, nos sacude, nos des­
garra más íntim am ente y nos abre más infinitam ente de lo que lo
hacen la aflicción y las lágrimas, que más bien nos concentran en
nosotros mismos; nos conduce locam ente hasta el borde del preci­
picio que llevamos dentro, hacia la profundidad sin fondo de una
existencia que, en la m ortalidad que le es propia, lejos de poder
recuperar alguna vez su apuesta, más bien es llevada al irresistible

46. Ibid., pág. 355.


47. H eidegger, M ., «El principio de razón», en La proposición del funda­
mento, op. rít., pág. 65.

242
Conclusion

m ovim iento de un gasto injustificado y de un devenir inocente,


cuya figura emblemática sigue siendo la del «rey de la finitud»,48 el
niño que juega, del que habla el fragm ento 52 de Heráclito:

E l tie m p o es u n n iñ o q u e ju eg a, buscando dificultar los m o v im ien to s


del o tro : rein ad o de u n n iñ o .49

Esta ausencia de fundam ento y esta amoralidad del juego cósmico,


del que no hay liberación deseable ni posible, y esta realeza de la
finitud son totalm ente desconocidas en lugares com o las sociedades
de la era industrial y posindustrial, es decir, en una extensión cada
vez m ayor del planeta, donde la m uerte ha caído en el olvido.

48. Es la expresión que utiliza H ölderlin en su «H im no a la libertad» de


1793. Cf. H ölderlin, Œuvres, op. cit., pág. 81.
49. Cf. Heráclito, fragmento 52, en Losfilósofos presocràticos, op. cit., pág. 386.

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