Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Dastur, Françoise - La Muerte. Ensayo Sobre La Finitud PDF
Dastur, Françoise - La Muerte. Ensayo Sobre La Finitud PDF
LA MUERTE
ENSAYO SOBRE LA FIN ITU D
Herder
Título original: La mort. Essai sur la finitude
Traducción: María Pons Irazazábal
Diseño de la cubierta: Ferran Fernández
ISBN: 978-84-254-2572-1
La reproducción total o parcial d e esta obra sin el c o n sen tim iento expreso
de los titulares del Copyright está p ro h ib id a al am paro de la legislación vigente.
Imprenta: Reinbook
Depósito legal: B-43.785-2008
Printed in Spain —Impreso en España
Herder
w w w .herdereditorial.com
Indice
1
P re fa c io ............................................................................................ 9
Introducción
La grandeza de la m u e r t e ......................................................... 13
C a p ítu lo I
La cu ltu ra y la m u e r t e .............................................................. 27
C a p í t u l o II
La m etafísica de la m u e r t e ....................................................... 63
1. La inmortalidad p la tó n ic a ....................................................... 75
2. La «superación» hegeliana de la m uerte................................ 91
3. La metafísica del d e v e n ir......................................................... 112
C a p ít u l oIII
F e n o m e n o lo g ía del se r-m o rtal 123
1. M uerte propia y m uerte del o t r o .......................................... 127
2. La m uerte y el m o rir................................................................. 147
3. La m uerte y lo posible.............................................................. 168
IV
C a p ít u l o
M o rta lid a d y f in itu d ................................................................... 183
Conclusión
La m u e rte , la palabra y la r is a .................................................. 229
Prefacio
9
La muerte
11
Introducción
La grandeza de la muerte
D e r T o d ist groß
W ir sind die S einen
L ac h en d e n M unds.
W e n n w ir uns m itte n im L eb en m e in e n
w ag t er zu w e in e n
M itte n in uns.
R .M . R ilk e 1
«El hom bre libre en nada piensa menos que en la m uerte, y su sabi
duría no es una m editación de la m uerte, sino de la vida.»2 Parece
que con esta afirmación, que despoja a la filosofía de cualquier in
clinación a pensar én la m uerte, Spinoza no hace más que expresar
la tendencia de fondo de la metafísica, cuya tarea esencial desde los
tiempos de Platón es recordarnos nuestra participación én lo eterno
I e invitam os a superar así la contingencia y la finitud de la vida in
1. R ilke, R .M ., Das Buch der Bilder (El libro de las imágenes), Schlußstück,
Final (1901): «La m uerte es grande. / Somos los suyos / de riente boca. / Cuando
nos creemos en el centro de la vida / se atreve ella a llorar / en nuestro centro».
2. Spinoza, B., Etica, trad. p o r V idal Peña, M adrid, E ditora N acional,
1980, cuarta parte, proposición LXVII, pág. 331.
13
La muerte
14 I
Introducción
>I >. 11 ácter ilusorio de las fronteras que separan la vida de la m uerte,
rl aquí y el más allá, el que tiene la sensación de que «morimos tan
sólo en cierto m odo»,5 ya que en definitiva la m uerte no es para
■I más que una «metamorfosis»,6 p o r la que abandonamos nuestro
§cí finito y, en una especie de «transfiguración», alcanzamos la vida
perfecta de un espíritu.7 Sin em bargo, no son exclusivam ente los
místicos y los rom ánticos quienes llegan a ver en la m uerte una
• ipecie de liberación, sino que lo hace tam bién el racionalista Spi-
iio/a. ¿Acaso no declara que «el alma hum ana no puede destruirse
¡disolutamente con el cuerpo, sino que de ella queda algo que es
■tri no»8 y que, aunque no puede deducirse de la subsistencia eterna
dr la esencia pensante del espíritu ninguna inm ortahdad del alma
cóm o entidad personal, «no p o r ello dejamos de sentir y experi
m entar que somos eternos»?9 Pero lo que se siente así «eterno» en
nosotros nunca es lo que se ha considerado, desde el com ienzo de
la tradición occidental, el elem ento im perecedero en el hom bre,
lo que lo distingue específicamente del animal, esto es, lo que los
griegos llamaban logos y los rom anos ratio. D e m odo que la m ejor
m anera de anestesiar el terro r que nos inspira el pensam iento de
nuestra propia mortalidad es apelar a lo que hay en nosotros de im
personal e insensible, a la razón universal y «eterna».
Se trata de una actitud propia del estoicismo, una justificación
dr todo lo que hay de negativo en la vida, que deriva de la creencia
metafísica en la arm onía universal, y que tam bién se expresa en la
tesis de Leibniz del «mejor de los m undos posibles». Es Nietzsche
quien denuncia con mayor claridad el fallo de semejante optimismo
moral y teológico cuando declara:
15
La muerte
16
/
Introducción
'7
La muerte
la exigencia que anim a todo este fin de siglo en Alem ania y que
se vuelve obsesiva en el prim er rom anticism o: la renovación del
cristianismo o su sustitución por una nueva religión, com o queda
atestiguado en el famoso «Systemprogramm» elaborado en com ún
por los tres discípulos del Stift en 1795,17 y tam bién en Granos de
polen de Novalis, aparecido en el prim er cuaderno de Athenaeum en
1798, y en el Discurso sobre la religión de Schleiermacher, de 1799.
Pero tam bién es olvidar que el enem igo principal de H ölderlin,
Schelling y H egel es la teología ortodoxa enseñada en el Stift, y
cuyos representantes son los defensores de la religión revelada con
tra la nueva teología «ilustrada».18 N o se trata, sin embargo, en su
caso de unirse a la crítica racionalista de la religión, que asimismo
ha de ser superada instaurando una religión que hable al corazón
y no solam ente al entendim iento. P o r esta razón hay que prestar
atención a la extraordinaria transfiguración que sufre la idea de Dios
a la vez que el propio fenóm eno religioso — tal vez el único m edio
de salvar lo divino en esta época de la «noche de los dioses»— en el
pensamiento de los tres condiscípulos, y m uy especialmente en el de
Hölderlin, com o atestigua su ensayo titulado «Sobre la religión».19
seguida cuando digo que la filosofía está corrom pida p o r sangre de teólogos.
El párroco protestante es el abuelo de la filosofía alemana, el protestantism o
m ism o, su peccatum originale [pecado original]. D efinición del protestantism o:
la hem iplejíá del cristianism o - y de la ra z ó n - Basta p ro n u n cia r la palabra
“Sem inario de T ubinga” ( Tübinger Stift) para com prender qué es en el fondo
la filosofía alemana: una teología artera. ..». {
17. Cf. «Le plus an cien pro g ram m e systém atique de l ’idéalism e alle
mand», trad. po r D . Naville, en H ölderlin, Œuvres, Paris, Gallimard, «Biblio
thèque de la Pléiade», 1967, págs. 1157-1158.
18. Véase a este respecto C h. Jam m e, Ein ungelehrtes Buch. Die philoso
phische Gemeinschaft zwischen Hölderlin und Hegel in Frankfurt 1797-1800, B onn,
Bouvier, 1983, pág. 33 y sigs.
19. Cf. H ölderlin, «De la religion», trad. p o r D . N aville, en H ölderlin,
Œuvres, op. cit., págs. 647-650. Véase F. Dastur, «Hölderlin: “D e la religion”»,
Introducción
19
La muerte
20
Introducción
il
La muerte
★★★
22
Introducción
23
La muerte
24
Introducción
25
La muerte
La cultura y la muerte
i hombre sabe que tiene que m orir y, por lo general, todo el m un-
Ío coincide en ver en este «conocimiento» una de las características
«r ricial es de la hum anidad, ju n to con el lenguaje, el pensamiento
f la risa. N o obstante, no está tan claro que el animal no presienta
Mi ■icrto m odo su m uerte y que todo ser viviente no tenga, en
Urtos térm inos que desconocem os, una relación esencial pon su
impío fin. En todo caso lo que sí es seguro es que la m uerte propia
•mío fin se presenta, desde el m om ento en que existe pensam ien-
o, rs decir, representación, com o un tem a privilegiado por éste,
¡ c.ia el p unto que cabe sostener que la hum anidad no accede a
i i onciencia de sí misma hasta que se ve enfrentada a la m uerte,
k to es concretam ente lo que atestiguan los mitos que constituyen
i base de la tradición occidental, los de la antigua M esopotam ia,
! ir le el ser hum ano es definido com o aquel al que los dioses, que
$ reservan para sí la vida, han fijado la m uerte com o destino. El
und.m iento del orden en el m undo se ve garantizado así por esta
t mi unidad, basada en una desigualdad de condición, de los dioses y
le los hombres. Pues, si bien los individuos m ueren, la especie hu
mana perdura gracias a la renovación incesante de las generaciones,
. le manera que puede participar de forma duradera en el equilibrio
del todo. La m uerte aparece así como un hecho inevitable al que el
27
La muerte
hom bre no tiene más rem edio que resignarse, precisamente porque
no le corresponde cambiar el orden natural de las cosas.
Sin em bargo, en u n o de los testim onios más antiguos que
conservam os de nuestra propia historia, la epopeya sum eria de
Gilgamesh, obra con la que en cierto m odo arranca la literatura
occidental y que se rem onta al com ienzo del n m ilenio antes de
nuestra era, el personaje principal encarna el rechazo a la m u erte.1
El descubrim iento de esta obra suscitó debates apasionados, ya que
contiene un relato del diluvio en el que está claramente inspirado
el del Génesis.2 E n el Gilgamesh, son los dioses los causantes del
cataclismo que pretende la desaparición de toda la especie humana,
debido a qu,e algunos hom bres quisieron elevarse por encima de su
condición y penetrar así en los secretos de los dioses. Esta desmesu
ra, que los trágicos griegos condenaron tam bién con el nom bre de
hybris, es la causa de la ira de Enlil, el dios de la tierra. N o obstante,
algunos dioses saben que necesitan a los hom bres y que la hum ani
dad no puede ser destruida por entero. Por eso ordenan a uno de los
mortales, Utnapishtim , antepasado del N o é bíblico, que construya
un barco e introduzca en él a toda su familia y al conjunto de las
especies vivas, a fin de que la hum anidad sea preservada. Ya que
los propios dioses se asustan ante la m agnitud del desastre y repro
chan a Enlil que haya querido aniquilar a toda la especie hum ana,
en vez de castigar solamente al que ha pecado de desmesura. Enlil,
para reconciliarse con los otros dioses, acepta conceder al que ha
salvado a la hum anidad, es decir, a U tnapishtim y a su m ujer, la
inm ortalidad que los hace semejantes a los dioses. C om o explica
Jan Patocka en Essais hérétiques sur la philosophie de l’histoire, donde
propone una interpretación global de la historia de Gilgamesh, «el
diluvio representa ya un peligro que amenaza de m uerte no sólo a
/
1. Cf. B ottéro, J., L ’épopée de Gilgames. Legrand homme qui ne voulait pas
mourir, París, Gallimard, 1992 [La Epopeya de Gilgamesh: el gran hombre que no
quería morir, trad. p o r P. López Barja, M adrid, Akal, 2004].
2. Cf. Génesis, V I-IX .
I. La cultura y la muerte
i ¡»il.i individuo sino a toda la especie hum ana [...] El mal amenaza
■I,i humanidad por un decreto de los dioses que, al mismo tiempo,
quieren que ese mal sea afrontado y combatido en la m edida de las
hit rzns humanas».3
I se relato del diluvio, que está intercalado al final de la epopeya,
it l.u.i decisivamente las aventuras del héroe y de su amigo Enkidu.
• tjlg.iinesh, rey legendario de U ru k , «hecho de carne hum ana y
divina» y solamente «dos tercios» divino, ha construido la ciudad de
i4 que es el pastor pero donde desencadena también la violencia. En
1 1 -.puesta a las quejas de sus habitantes, los dioses crean una réplica
di- <ulgamesh, E nkidu — hom bre nacido en la estepa, donde ha
r ido en compañía de bestias salvajes y que conserva todavía rasgos
■1* animalidad— , -con el que deberá medirse y que, al final del com
ióle que los enfrenta, se convierte en su amigo y compañero. En su
•tmpañía decide luchar contra H um baba el feroz, encarnación del
indi, pero protegido de Enlil, el dios de la tierra. Gilgamesh, con la
syuda de Shamash, el dios del sol, derrota finalmente a Hum baba,
(it n . It >s dioses castigan y condenan a m uerte a Enkidu,. que es quien
jt li-i .mimado a combatir. Gilgamesh, que llora a su amigo desapa-
i • • ido, siente la angustia de la m uerte y tem e tener que sufrir tam -
ht< u el la misma suerte. Decide ir en busca de la inmortalidad, y en
el i ,imino se reúne con Siduri, que tiene una taberna situada en el
límite de la ciudad y del punto de partida de los viajeros al extran-
Jffij, Siduri se convierte en la epopeya en el portavoz de la concep-
t tt «ii dom inante de la condición hum ana, al declarar a Gilgamesh:
2.9
La muerte
30
I. La cultura y la muerte
I. E l D U E L O , O R IG E N D E L A C U L T U R A
ella i mi la risa, accediendo así a o tr a com prensión del eterno reto rn o com o
repetii tim abierta hacia el futuro d el instante de la decisión (III, «De la visión
y del enigma»).
I’atoika, J,, Essais hérétiques, op. cit., pág. 36.
31
La muerte
32
I. La cultura y la muerte
ili.i ele los funerales, marcan por sí mismas la aparición del reino de la
' ultura, ya que son testimonio del rechazo a someterse pasivamente
.il orden de la naturaleza, a ese ciclo de la vida y de la m uerte que
i ige a todos los seres vivos.
Es cierto que la manipulación del cuerpo del m uerto se ha con
siderado a m enudo una práctica impura y que los que se dedican a
<’ll.i a veces han sido marginados de la sociedad de los vivos. La rela
ción con el cadáver, que ocupa una inquietante posición intermedia
rn tre la cosa y la persona, puede suscitar sentimientos de horror y
de angustia difícilmente soportables. Precisamente el objetivo del
<onjunto de ritos funerarios es perm itir a los allegados del difunto,
iií com o al conjunto de la com unidad a la que pertenece, instaurar
<on el m uerto una nueva relación que ya no pasa por la m ediación
del cuerpo. El rito funerario es en p rim er lugar una m anera de
constatar la desaparición del difunto, que ha llegado al térm ino de
mi existencia.9 Pero se trata al mismo tiempo de acceder a un nuevo
tipo de relación con el que ha fallecido, con el que ha pasado al
más allá y sigue existiendo en un lugar indeterm inado. El duelo,
manifestación del dolor — la palabra procede del latín dolor— , ha de
exteriorizarse en un conjunto de conductas, cuya form a más visible
son las «plañideras» antiguas y modernas, a fin de reanudar de una
lorma nueva, interior y «espiritual», la relación con el desaparecido
brutalm ente interrum pida po r la m uerte. D e m odo que la misión
de los ritos funerarios es garantizar que el ser que acaba de m orir no
Ira desaparecido del todo y que algo de él perdura en la m em oria
de los vivos, y esta presencia invisible del desaparecido es la que dio
lugar al nacim iento de la noción de «espíritu», palabra que procede
del latín spiritus, que, com o el griego psykhe, significa «aliento»,
ilic des savoirs et des croyances, dirigida p o r F. L enoir y J.-P . de T onnac, París,
liayard, 2004, págs. 357-368.
9. La palabra «difunto» procede del latín defungor, que significa «cumplir»,
«realizar u n deber» o «satisfacer una deuda». Defunctus quiere decir «estar libre
de», «haber acabado con» y, p o r extensión, «muerto».
33
La muerte
pero que en las lenguas germánicas rem ite con más precisión a la
presencia-ausencia del fantasma (ghost o Geist), de quien continúa
apareciéndose a los vivos.10
H oy en día sabemos, gracias a los trabajos de los antropólogos,
que los hom bres de las sociedades arcaicas se negaban a conside
rar la m uerte com o una desaparición total y m antenían relaciones
constantes con el m undo invisible de los m uertos. N o se puede
considerar por tanto, como tiende a hacer la modernidad «ilustrada»,
que la invención del más allá sea obra exclusiva de las religiones ins
tituidas. La noción, básica en el cristianismo, de un verdadero «más
allá» de la viida terrenal se vio profundam ente cuestionada a partir de
la época de ia Ilustración y de la lucha contra el oscurantismo que la
caracterizó, y algunos filósofos del siglo xix se convirtieron en con
secuencia en portavoces de un ateísmo radical. Fue especialmente el
caso de M arx, quien vio en esta creencia la form a más im portante
de alienación del hom bre y la denunció com o «el opio del pue
blo»,11 y de N ietzsche, para quien la invención de ese «trasmun-
do», que es el m undo del más allá, es la fuente oculta del nihilismo
m o derno.12 Sin embargo, el sentim iento de que no todo se acaba
con la m uerte sigue todavía vivo, incluso entre los no creyentes, y
es preciso com prender lo que constituye su m otivación profunda.
El objetivo de todos los ritos funerarios consiste, com o ya h e
mos subrayado, en tratar de establecer u n vínculo exclusivamente
espiritual con el difunto. Lo que se celebra, consciente o incons
cientem ente, es lo que en el individuo traspasa la parte hmitada de
10. La palabra alem ana Geist procede de la raíz gheis a la que pertenece
tam bién el inglés ghost, y cuyo sentido es: estar irritado, enojado, estremecerse
de horror. D e ahí su significado de espíritu en el sentido de fantasma.
11. Cf. M arx, K., «Introducción para la crítica de la Filosofía del derecho de
Hegel», en Hegel, G .W .F., Filosofía del derecho, trad. p o r A. M endoza, Buenos
Aires, Editorial Claridad, 1968, pág. 7.
12. Cf. N ietzsche, F., «Los alucinados de la historia», en A si habló Zara-
tustra, op. cit., págs. 256-257. '
34
I. La cultura y la muerte
13. Cf. Husserl, E ., Idees directrices pour une phénoménologie, Livre second,
recherclics phénoménologiques pour la consütution, trad. p o r E. Escoubas, París,
Gallimard, 1982, pág. 154 y sigs. [Ideas relativas a una fenomenología pura y una
filosofía fcnomcnológica, trad. p o r j . Gaos, M éxico, F ondo de C u ltu ra E co n ó
mica, 1949.)
35
La muerte
14. H eráclito, «Fragmento 119», en Los filósofos presocráticos, op. cit., vol. I,
pág. 393.
15. Esta creencia popular está atestiguada p o r los poetas (Píndaro, T e o -
gnis) y la encontram os tam bién en Jenofonte (Memorables, I, 1, 2-4) y Platón
(Eutifrán, 3 h, Alabiados, 103 a, 105 d) que evo can el daimon de Sócrates, esta
voz interior que le revela los actos de los que hay que abstenerse. H abría que
relacionar este sentido especial de daimon con la fravarti, entidad divina in m o r
tal, que en la religión de la Persia antigua desem peña el papel de guía espiritual
de u n alma concreta y es la base de la n o ció n cristiana de ángel custodio.- {
36
I. La cultura y la muerte
del espíritu: estudios sobre la génesis del pensamiento europeo en los griegos, trad. p o r
J. Fontcuberta, Barcelona, El A cantilado, 2007].
38
I. La cultura y la muerte
39
h a muerte
2. L a in v e n c ió n e s c a t o l ó g ic a
21. H om ero, Odisea, Canto XI, pasaje citado por Platón en República, 516 d.
4°
I. La cultura y la muerte
22. Cf. R enan, E., Vie de Jésus, París, Gallimard, «Folio», 1974, pág. 118
[ Vida de Jesús: estudios de historia religiosa, trad. de F. M orente, Buenos Aires,
El A teneo, 1958],
23. Sobre el m azdeísm o, véase la obra fundam ental de Paul du Breuil,
Zarathoustra et la transfiguration du monde, París, Payot, 1978.
24. El nuevo acento que adopta la literatura profètica bíblica en la época
marcada p o r el final del exilio de B abilonia y el edicto del em perador persa
) 4i
La muerte
Testam ento es «paraíso» (el térm ino persa pairi-daeza, que significa
«cercado», «jardín», dio el hebreo pardes y el griego paradeisos), que
designa la m orada prom etida a los justos. Pero esta morada, en el
m azdeísmo, no puede identificarse realm ente con el reino divino
que la venida del Salvador hace posible hasta el final de los tiempos,
en el m om ento de la transfiguración del m undo que se produce
con la resurrección general, y que el N uevo Testam ento denom ina
tam bién apokatastasis panton, la restauración de todas las cosas.25
Es im portante com prender que esta transfiguración del m undo
pasa por una rehabilitación de la condición corporal del hom bre
que de ningún m odo es ignorada por el cristianismo primitivo. San
Pablo no es, como se tiende ^ creer, un enemigo de la carne, y hasta
puede decirse que para él la relación del hom bre con Dios pasa esen
cialmente por su cuerpo. ¿Acaso no declara que «el cuerpo no es para
la lujuria, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo»?26 Al dis
tinguir entre los hom bres a los que viven según la carne y a los
que viven según el espíritu, en realidad lo único que pretende san
Pablo es diferenciar las dos maneras que tiene el hom bre de vivir
su cuerpo.27 El cuerpo puede estar sometido a la carne o al espíritu,
puede vivir para sí o vivir para Dios, ser regido por el bien o por el
mal. Esto abre la posibilidad de un cambio de condición del cuerpo,
la posibilidad de lo que san Pablo llama «cuerpo glorioso». Pero el
cristianismo seguirá desarrollándose en el marco del Imperio rom a
no, que se caracteriza a la vez por el relajamiento de las costumbres
y p p r la difusión de teorías ascéticas de origen griego, estoico y
gnóstico. Será en el siglo iv cuando la Iglesia adopte realmente una
Ciro ordenando la restauración del tem plo de Jerusalén (538 antes de C.) que
da perfectam ente recogido en la palabra griega apokalypsis («revelación»), que
designa ese género literario en que la predicción dom ina sobre la predicación
y las visiones sobre la narración.
25- H echos de los Apóstoles, III, 21.
26. Prim era carta a los C orintios, I, 6 , 13.
27. Carta a los R om anos, 8 , 5-7.
42
I. La cultura y la muerte
28. Esta es, p o r ejem plo, la postura d e j a n Patocka que, en Essais hé-
rítiques sur la philosophie de l’histoire, considera qu e to d o lo que p reced e al
nacim iento de la filosofía en G recia atañe a la prehistoria. Véase F. D astur,
"K éflexions sur la “p h én o m én o lo g ie de l’h isto ire” de Patocka», en Studia
l'hoenomenologica, Jan Patocka and the European Heritape, Bucarest, H um anitas,
vol. VII, 2007.
43
La muerte
44
I. La cultura y la muerte
31. Cf. E zequiel, X X X V II, 12: «M irad, v o y a ab rir vuestras tum bas,
os sacaré de vuestras tum bas, pueblo m ío, y os llevaré a la tierra de Israel»;
Daniel, X II, 1-4: «Muchos de los que duerm en en el polvo de la tierra des
pertarán: éstos, para la vida eterna, aquéllos, para el o probio, para el h o rro r
eterno» [La Biblia, H erder, 1976, pág. 918; todas las citas de la Biblia están
tomadas de esta edición de H erder].
32. M ateo, X X II, 30 y sigs.
45
V
La muerte
33. Prim era carta a los C orintios, X V , 50, 44, 47, 49.
34. Es lo que afirm a tam bién M . H eid eg g er en su curso del sem estre
de 1920-1921, Phänomenologie des religiösen Lehens, Obras com pletas, vol. 60,
Frankfurt, K losterm ann, 1995, pág. I l l y sigs.
35. N ietzsch e ve en la idea de u n D io s qu e se ofrece a sí m ism o en
sacrificio para redim ir a los hom bres «el golpe de genio del cristianismo» (La
genealogía de la moral, tratado segundo, § 2 1 , pág. 105.)
46
I. La cultura y la muerte
36. Prim era carta a los Corintios, X I, 26. Véase el interesante análisis que
fiare K oger M ehl del cristianismo en Le vieillissement et la morí, París, P U F ,
1') i 6 , pág. 72 y sigs.
37. Cf. M ateo, X X V I, 36-46; M arcos, X IV , 32-40.
38. M ateo, X X II, 32 y VIII, 22.
39. N ietzsche, F., Aurora, trad. por G. C ano, M adrid, Biblioteca N ueva,
2 0 0 0 , pág. 102 .
40. Cf. H eidegger, M ., Phänomenologie des religiösen Lebens, op. cit., pág.
106 y sigs.
47
La muerte
Tener una relación auténtica con la pamsta, con esta segunda venida
de Cristo que señala el final de los tiempos,42 en el sentido escato-
lógico concreto que adopta en san Pablo, es decir, con la presencia
inminente del Día del Señor, es estar despierto, y ese estar despierto
no está basado en la búsqueda de la seguridad sino, por el contrario,
en un conocim iento de la incertidumbre absoluta acerca del m o
mento de su venida. Com o subraya Heidegger, el significado de la
escatologia, de espera de un acontecimiento futuro, se transforma en
la escatologia paulina en una relación de realización con Dios (ein
Vollzugszusammenhang mit Goíí),43 ya que la inminencia de la pa-
rusía remite a la modalidad esencial de la vida en la fkcticidad, la in
certidumbre. La pregunta «¿cuándo?», tan importante en la religión
que inventó la idea escatològica, la idea de un fin del m undo, a
la vez que una concepción lineal de la temporalidad, es decir, la
religión de la Persia antigua, la que enseñaba Zaratustra, que luego
retomó la religión judía en su período profètico, se transformó
en la pregunta del «¿cómo vivir?» — esto es, en estado de vigilia-.
48
I. La cultura y la muerte
49
La muerte
5°
I. La cultura y la muerte
3. T r a g e d ia y m o r t a l id a d
5i
La muerte
52.
I. La cultura y la muerte
53
La muerte
52. H eráclito, «Fragmento 53», en Los filósofos presocráticos, op. dt., vol. I.,
pág. 387.
54
I. La cultura y la muerte
55
I j l muerte
56
I. La cultura y la muerte
56. Ibid.
57. Ibid., pág. 97.
58. Véase a ese respecto F. Dastur, «Tragèdie et m odem ité», en Hölderlin.
Í£ retournement natal, La Versanne, E nere M arine, 1997, págs. 23-96.
59. Novalis, Fragments, op. cit., pág. 45.
57
La muerte
58
I. La cultura y la muerte
59
La muerte
6o
I. La cultura y la muerte
6i
I aí muerte
62
Capítulo II
La metafísica de la muerte
2. Zaratustra, que se presenta com o «el pro tecto r del Buey», prohíbe los
sacrificios de animales y elim ina la práctica que consistía en b eb er el haoma
(equivalente del soma indio), u n brebaje que pro p o rcio n a una em briaguez
artificial que perm ite identificarse con la divinidad.
3. Lévinas, E., Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, trad. p o r D .E.
G uillot, Salamanca, Síguem e, 62002, pág. 100.
4. Ibid.
5. Ibid., pág. 57.
64
II. La metafísica de la muerte
10. H egel, G .W .F., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 403.
11. A diferencia de N ovalis que, viendo en la luz, de m anera no natu
ralista, «un sím bolo de la lucidez verdadera» y «el vehículo de la co m u n ió n
universal», descubría en la «inmemorial religión de los parsis» la religión u ni
versal. Cf. Novalis, Fragments/Fragmente, op. cit., pág. 109.
12. N ietzsche, F., Ecce Homo, op. cit., pág. 125-
13. Ibid.
14. Esa relación la han establecido varios intérpretes, especialm ente en
cuanto se refiere al m undo de las ideas y las entidades divinas (Amesha Spenta)
que Zaratustra, el reform ador del politeísmo, considera los auxiliares del Dios
único y que representan los diferentes aspectos de A hura M azda, sus «poten
cias» o sus expresiones. Esos santos (spenta) inm ortales (amesha) que son siete
(la sabiduría, el buen pensam iento, el orden justo, la potencia, la devoción, la
salud y la inm ortalidad) constituyen ideales de la acción hum ana y sirvieron
ÍM e m odelo a los arcángeles bíblicos.
66
II. La metafísica de la muerte
19. E n la palabra griega, que significa más bien adm irar, n o aparece la
idea de conm oción violenta, de choque em ocional que contiene el térm ino
francés étonnement, procedente del latín attonare, perturbar con u n ruido com o
el del trueno.
20. Cf. H eráclito, «Fragm ento 35», en Los filósofos presocráticos, op. cit.,
vol. I, pág. 395.
21. Cf. H eráclito, «Fragmento 30», en ibid., pág. 384.
22. Cf. Parm énides, «El Poema», «Fragmento VIII», en G.S. K irk y J .E .
R aven, Los filósofos presocráticos, trad. p o r]. García Fernández, M adrid, Gredos,
1969, pág. 382.'
23. Cf. H eidegger, M ., ¿Qué es la filosofa?, op. cit., pág. 59.
68
II. La metafísica de la muerte
69
La muerte
70
II. La metafísica de la muerte
¡ ' ! > H la esfera propiam ente hum ana cuya m edida constituye
ib ámente.
! n que la filosofía pretende buscar y salvaguardar, en contra
i ¡ lufística, es esa relación de asombro por todo que caracteri-
i ¡I pensam iento presocrático. A unque el hom bre de la época
■ni i.itica ya ha abandonado el m undo del m ito, todavía tiene
■>lid,id de los dioses para conseguir abrirse un cam ino hacia la
lUd, com o explica Parm énides en el proem io a su poem a. La
1 1 .pie recibe al pensador «fuera del trillado sendero de los hom -
tio hace más que dar indicaciones a u n pensamiento que sigue
I di» lu imano, puesto que tiene que desplegarse a través de una
)i de mediaciones. N o hay pues acceso inm ediato a la verdad,
ñ velación, la divinidad se contenta con prodigar consejos: da a
n prender sin dar a conocer. Es la misma concepción de la divini-
i |tte encontram os tam bién en Heráclito, quien en el fragmento
ilii nía:
.12. Cf. H eráclito, «Fragm ento 93», en Los filósofos presocráticos, op. cit.,
i I. pág. 391.
71
La muerte
72
II. La metafísica de la muerte
i l ,cr: son tan sólo analogías, maneras de hablar. A nte ese m ortal
ijUf* es el hom bre el ser aparece ingénito, im perecedero, etcétera,
sin que nada perm ita afirmar que el ser es en sí de tal m anera.35
Situación extrañam ente parecida a la de la teología negativa, que
sólo puede afirmar lo que Dios no es y no lo que es. Basta leer este
(tagm ento, el más largo que conservamos, para sentirnos im pre
sionados po r el carácter abstracto de ese discurso, que no nom bra
. a ninguna realidad concreta, sino el ser puro, del que Parménides
tío [utede decir otra cosa que esti gar einai, «el ser es en efecto»,3
v esta simple frase es precisam ente causa de asombro infinito. Sin
• mbargo, no hem os llegado aún a la separación, al khorismos, que
i'latón situará entre lo sensible y lo inteligible, pues el ser del que
habla Parm énides no rem ite a otro m undo más allá del universo
de lo visible, sino que constituye sim plem ente la verdad de este
mundo de aquí, que no puede desvelarse com o tal a ese m ortal que
es el hom bre, pero que no obstante puede pensar. E n contra de
i Jietzsche, que considera a Parménides el inventor por excelencia
•le la teoría del trasm undo, Beaufret, en la interpretación que hace
del Poema, opone justam ente la trascendencia «fundativa» parm e-
túdea, que entiende el cam ino filosófico com o u n cam ino que
nos perm ite acceder al corazón m ism o de este m undo de aquí, a
la trascendencia «evasiva» platónica, que nos arrastra hacia el otro
m undo y nos lleva a rechazar éste.37
La idea del khorismos es la que caracteriza propiam ente el pen
samiento filosófico, que se distingue de esas otras formas de pensa
m iento que son el m ito y la poesía, com o destacó H egel, debi
73
La muerte
74
II. La metafísica de la muerte
1= La i n m o r t a l i d a d p l a t ó n i c a
76
II. La metafísica de la muerte
innafora», pues los sentidos sólo dan las imágenes de las cosas, en
t -nftbio los logoi su verdad. Esa inversión es significativa de todo
el 'platonismo»: priva a los sentidos de la capacidad de alcanzar
slgitna vez la verdad, puesto que sólo en los logoi puede examinar
46 n a tes la verdad (aletheia) de los seres, y solamente en ellos se des
da su ontos on, su ser verdadero y no en la visión que de él da el
«uerpo.
liste recurso a los logoi lo describe Sócrates com o si se tratara
«ir- colocar algo p o r debajo (100 a: hypothemenos), com o pueden
• '»locarse unos cimientos debajo de una estructura frágil. Más ade
lante (en 101 d), aparece el térm ino hypothesis. Lo que está situado
debajo, que rem ite las cosas sensibles a otro m odo de realidad,
precisam ente porque no tienen rigor en sí mismas, es el ser v er
dadero del eidos (m encionado en 102 b) en la m edida en que está
puesto por el logos y en él. El rodeo socrático consiste pues en la
apertura de la diferencia entre las cosas sensibles e inm ediatam en
te presentes y esas eide que serían sus cim ientos — eide que serían
el rostro p u ro de las cosas, la presencia originaria de éstas— . El
iodeo es el intento de reapropiarse de la presencia originaria de
las cosas que sólo se dan de m anera fragmentaria en la inm ediatez
sensible. E n este sentido no es irrelevante que Sócrates hable de
• lanzarse» hacia la hipótesis de la idea. Se trata, en efecto, de un
salto en el ser que hace que la cosa abandone la cotidianidad para
alcanzar su verdad, para fundam entarla, no para evadirse de ella.
Para el griego de esta época, el hom bre que es un ser finito sólo
puede tener con el ser verdadero una relación anamnésica, una
relación de reminiscencia, es decir, a fin de cuentas parcial porque
está m arcada p o r la irreversibilidad de la tem poralidad. D e m o
do que lo que se constituye es el campo de la metafísica en el sen
tido que Kant, siguiendo a los medievales y a los prim eros m oder
nos, asignará a esa palabra, esto es, la apertura de la diferencia entre
el m undo sensible y el m undo inteligible, diferencia que supone,
no sólo la trascendencia de lo que fundam enta su unidad, en el
La muerte
78
II. La metafísica de la muerte
79
La muerte
8o
II. La metafísica de la muerte
47. Diógenes Laercio, Vie, doctrines et sentences des philosophes iIlustres, trad.
p o r R . Genaille, París, G arnier-Flam m arion, 1965, vol. I, pág. 106.
48. Cf. Platón, Fedro, 229 c, op. cit., donde Sócrates se rem ite a la tradi
ción en cuanto al valor del m ito.
La muerte
8z
II. La metafísica de la muerte
8 ;
/ a m uerte
Al lado del sophos, del que sabe, nom bre dado a los pensadores
anteriores a Platón, y del sophistes, el que tiene habilidad — primer
sentido de sophia— , que sobresale en un arte, aparece el philosophos,
el que busca el saber. Para prom over una nueva figura del hombre
en su relación con el saber (sophia) y con la verdad (aletheia), Platón
comienza rompiendo con la comprensión del m undo mítico-trágico
y decide excluir al poeta del reino de las Ideas, ordenando que se le
conduzca perfumado y coronado con cintillas hasta las puertas de su
ciudad ideal,55 ya que debido a su capacidad de imitación es agente
de la m entira. Ahora bien, no es indiferente que la filosofía, como
m odo de pensam iento determ inado, esté vinculada íntim am ente y
en su nacim iento a una m uerte singular, la de Sócrates, que Platón
nos cuenta en el Fedón. D e m odo que la invención de la filosofía
coincide con la de u n discurso sobre la m uerte distinto del que
propone la mitología, lo que implica que se establezca de entrada
una hom ología entre m uerte y filosofía, ya que ambas tienen como
efecto separar el alma del cuerpo. E ncontram os, en efecto, en el
Fedón la idea de que pensar y filosofar son una m uerte metafórica,
puesto que ambas acciones suponen la separación de la naturaleza
corruptible del cuerpo y la salida fuera del tiem po hacia la intem -
poralidad de la idea. Estar m uerto: ésta es justam ente la tarea del
filósofo y, com o dice explícitamente Platón:
84
II. La metafísica de la muerte
57. Ibid„ 80 e - 81 a.
58. Ibid., 64 a.
La muerte
86
II. La metafísica de la muerte
64. El poem a de la «locura», escrito entre 1806 y 1810, «En amable azul»,
donde se halla la a firm a c ió n : «Tal vez el rey E dipo tiene u n ojo de más», ter
m ina con otra alusión al h ijo de Layo, seguido de esta frase, a la que es fácil
dar u n sentido p la tó n ic o : «La vida es la m u erte y la m u erte es tam bién una
vida». E n Gorgias (4 9 2 c), Sócrates cita dos versos de u n dram a p erd id o de
Eurípides que rezan así: « ¿Q u ié n sabe si vivir es m o rir y m o rir es vivir?».
65. Cf. Platón, R epública, VII, 520 c-d.
II. La metafísica de la muerte
y tam poco le está perm itido, com o a los otros hom bres, m irar fi
jam en te el sol. D e m odo que sólo es posible el discurso sobre el
ser real de las cosas, la ontología, desde una situación de cautividad
en el aparecer.66 Gracias a la tom a de conciencia de los límites de
su condición, el pensador se abre a lo ilim itado y es capaz de ver
la som bra como sombra sin confundirla ya con lo que es realmente
ente. A lo sum o, com o dice H ölderlin en un poem a justam ente
titulado «Grecia», puede «echar una mirada al exterior, hacia la in
mortalidad y los héroes».67 Pero esa mirada que lo eleva por encima
de lo finito y de la condición m ortal no puede ser definida tan sólo
a partir de lo que perm ite percibir, sino que debe serlo tam bién a
partir del lugar de donde nace, de esta oscuridad que a la vez le per
m ite y le im pide y que, en tanto que condición de su posibilidad,
lo es tam bién de su imposibilidad.
Ese double bind, esta doble coacción del pensam iento hum ano
que es, al mismo tiempo, superación de la finitud y cautividad en
ella, aparece, bajo distintas formas, a lo largo de toda la historia de
la filosofía y otorga su estilo propio al enunciado filosófico que, al
no depender ni del positivism o científico ni de la visión poética,
expresa solamente la tensión que opone y separa a la vez lo finito
y lo infinito, lo m ortal y lo inm ortal, y se m antiene com o tal inse
parable de la afirmación existencial de quien lo formula. Es tal vez
lo que explica que no hallem os en el Fedón verdaderas pruebas de
la inm ortalidad del alma. N i el argum ento de la reminiscencia, que
no basta para concluir la existencia del alma antes del nacim iento y
su subsistencia después de la m uerte (77 a), ni la supuesta analogía
entre la naturaleza del alma y lo que es susceptible de aprehender,
«9
La muerte
esto es, las ideas eternas (79 b —84 a), son en sí mismas pruebas
demostrativas. El filósofo opta por un cálculo de posibilidades y gana
siempre al apostar por la inmortalidad del alma, ya.que, si está en lo
cierto, se alegrará de ello, y si no lo está, tam bién se congratulará a
pesar de todo, puesto que no se prodigará en lamentaciones en esta
vida (91 b). La creencia en la inmortalidad del alma es un riesgo que
vale la pena correr y el m ito escatológico que cierra el diálogo y
cuenta el destino de las almas después de la m u erte desem peña
la función de un encantam iento (114 d) destinado a exorcizar el
m iedo a la m uerte. A unque el Fedón no afirma categóricamente la
inmortalidad del alma, sin embargo apuesta por ella, y toda la estra
tegia filosófica consiste en convertir el m iedo «común» a la m uerte
en m iedo a la vida, ya que el filósofo no teme realmente morir, sino
vivir demasiado apegado al cuerpo y a lo sensible. Para él, el verda
dero peligro consiste en concederle a la m uerte un poder demasiado
grande, y si filosofar consiste en ser un m u erto viviente, la vida
filosófica tiene en consecuencia el sentido explícito de una victoria
sobre la m uerte, que se ve despojada así de su negatividad radical.
¿Hay que pensar, no obstante, que el filósofo, el que ama el
saber pero no lo posee,68 ha conseguido realmente evadirse de ese
m undo de la opinión común? A decir verdad, el filósofo es el único
que considera la vida sensible y su propio cuerpo com o una prisión,
y el pensam iento no lo libera realmente de esa cautividad, sino que
más bien tiene com o efecto hacerle consciente de ella. Sólo a través
de la conciencia de su propia finitud, el pensador logra abrirse a la
infinidad del espíritu. E n efecto, Platón no puede afirmar que el
alma es inmortal porque eso sería sobrepasar lo que un mortal puede
saber. Lo que hace es inaugurar el que será el rasgo fundam ental
del pensam iento occidental, hasta el punto de que en esa otra ci
ma del pensam iento filosófico que es el idealismo alemán se llegará
a identificar filosofía e idealismo. A unque tam bién cabe ver en el
9o
II. La metafísica de la muerte
La «s u p e r a c i ó n » h e g e l i a n a d e l a m u e r t e
69. Pascal, B., Pensées (612-219), Œuvres complètes, París, Le Seuil, 1963,
pág. 586.
70. Es la palabra que utiliza M ontaigne, (Ensayos completos, op. cit., 1. II,
cap. V I, pág. 386).
71. F ichte, J.G ., Essais philosophiques choisis (1794-1795), trad. p o r L.
Ferry y A. R en au t, Paris, V rin, 1984, pág. 36.
La muerte
real— »,72 M ientras que Platón, com o Pascal, no puede hacer otra
cosa que apostar p o r la inm ortalidad del alma, H egel se propone
por el contrario hallar la eternidad en el tiem po, com o atestigua la
consigna que Hölderlin y el propio H egel se dieron en 1793, en el
m om ento en que al salir del seminario de Tubinga sus caminos se
separaron: «Reich Gottes», Reino de Dios .73 Sin duda hay que ver en
ello la influencia del pietismo suabo, para el que esta idea de origen
persa y retom ada po r el judaism o,74 lejos de ser com o en Kant una
simple construcción de la razón, había adoptado la forma de la rea
lidad histórica concreta de una sociedad democrática perfecta donde
reinaría la igualdad entre todos los ciudadanos y la com unidad de
bienes. El «reino de Dios» no es ni lo que se nos ha prom etido en
el más allá, ni lo que adquiere una reahdad parcial en los ritos de la
Iglesia, sino que es más bien algo interior, com o afirma el evangelio
de Lucas.75 H egel, igual que H ölderlin, ya había encontrado en
los años pasados en Tubinga la idea maestra de esta nueva religión
72. H egel, G .W .F., Fenomenología del espíritu, op. cit., prólogo, pág. 9.
73. Véase a este respecto Ch. Jam m e, «Ein ungelehrtes Buch», Die philoso
phische Gemeinschaft zwischen Hölderlin und Hegel in Frankfurt 1797-1800, op.
cit., pág. 66 y sigs.
74. Bajo el nom bre de Khshatra, «poder», que es el origen de la palabra
sátrapa, gobernador (kshatrapàvan), y que corresponde al sánscrito kshatra, que
dio su nom bre a la segunda casta de guerreros (kshatriya), representa en efecto
la cuarta de las divinidades inmortales (Amesha Spenta) o «potencias» de A hura
M azda en el zoroastrismo. El zoroastrismo dio a una palabra que en principio
tenía u n significado de función guerrera el sentido espiritual de soberanía y
de poder. Este mismo sentido es el que encontram os en la literatura profètica
del A ntiguo T estam ento, especialm ente en el libro de D aniel (II, 44), donde
se anuncia la llegada de u n rein o , suscitado p o r el D ios de los cielos, que
«nunca será destruido».
75. Lucas, X V II, 20-21, «El reino de Dios no ha de venir aparatosamen
te; ni se dirá: “Míralo a q u f’o “allí” . P orque mirad: el reino de D ios ya está en
m edio de vosotros». Véase tam bién X X I, 31: «Igualm ente vosotros tam bién,
cuando veáis que suceden estas cosas, daos cuenta de que el reino de Dios está
cerca», pasaje al que H egel dedicará u n serm ón en 1793.
9 2.
II. La metafísica de la muerte
94
II. La metafísica de la muerte
vida, das Lebendige frei vom Vergehende, «lo vivo libre de perecer»,78
cs decir, la vida infinita en sí misma y no ya su forma reflexionada,
vida infinita a la que flama «Dios», en tanto que es un «objeto» no
iHlexionado, un vivo libre de la m uerte, y el nom bre de la identi
dad absoluta del objeto y del sujeto.
N om brar a D ios significa p o r consiguiente la elevación del
1Mimbre desde su vida finita a su vida infinita, y no de lo finito a
lu infinito, ya que com o productos de la reflexión su separación
es absoluta, lo que implica que en ellos la unidad de la vida no es
pensada y son tan sólo dos productos m uertos. Lo que llamamos
religión es, por tanto, ese religare que ve la unidad en la separación,
l odo esto recuerda lo que H ölderlin expone en los ensayos que
datan de esa m ism a época, la de Frankfurt: la breve obra que se
ha titulado «Sobre la religión», de 1797, y el ensayo titulado «El
devenir en el perecer», probablem ente redactado en 1799. La vida
infinita es llamada «Dios» o «espíritu» y no solamente «vida», pues
ésta rem ite a la m ultiplicidad, m ientras que el espíritu rem ite a la
unidad viva de la vida finita y de la vida infinita. El espíritu no es
L unidad abstracta, es decir, algo establecido y fijo, una ley, ein Ge
setz sim plem ente pensado, sino, com o subraya H ölderlin, una ley
viva, la ley a la que apela precisamente Antígona, inseparable de la
multiplicidad, que sigue siendo imposible de concebir simplemente
por medio del pensamiento,79 pero que puede ser establecida en ese
religare que es la religión y que adopta entonces la forma de la ora-
i ion. Esa relación que es el religare expresa a la vez una inmanencia
del espíritu en lo diverso sensible, que es esencialmente vivo, y una
i ascendencia del espíritu en relación con ese diverso del que no es
l.i simple suma. En el comentario que hace del Systemfragment, R o
bert Legros habla de una onto-teología de la vida en Hegel, puesto
que la vida está establecida a la vez com o m odo de ser universal, el
95
La muerte
96
II. La metaßsica de la muerte
82. Hegel, G .W .F., Werke, vol. 1, op. cit., pag. 422 («die Verbindung und
ih r Nich (verbindung»), trad. pag. 60.
83. Hölderlin, F., Œuvres, op. dt., pag. 203.
84. Ibid., pag. 619.
97
La muerte
85. K ant, I., Crítica de la razón pura, trad. p o r P. Ribas, M adrid, T aum s,
2005, pág. 27.
98
II. La metafísica de la muerte
86. Para un com entario más desarrollado del contexto global del System-
fragment, véase F. D astur, Philosophie et différence, op. cit., págs. 58-73.
87. H ölderlin, F .,Œuvres, op. cit., pág. 203. Se trata de M anes, «el que
permanece», y que, enviado p o r D ios, cuestiona el derecho de Em pédocles
a conciliar las oposiciones. Véase a este respecto F. D astur, «Tragédie et m o
dernité», en Hölderlin. Le retournement natal, op. cit., págs. 25-96.
La muerte
ío o
II. La metafísica de la muerte
91. H egel, G .W .F ., L ’esprit du christianisme et son destín, op. cit., pág. 90.
92. Ibid., págs. 76 y 88.
101
La muerte
ío z
II. La metafísica de la muerte
den ciertam ente relacionarse las unas con las otras, pero no pueden
formar un único todo. Dios salió de sí mismo al crear el m undo, se
t rascendió a sí mismo revelándose al hom bre, y el hom bre debe a
su vez trascenderse a sí mismo para corresponder al am or de Dios y
obtener así su redención. La creación, la revelación y la redención
constituyen las tres dimensiones del tiem po, el pasado, el presente
y el futuro, que sólo pueden ser com prendidas desde la perspec
tiva religiosa. Para R osenzw eig, existe una estrecha proxim idad
entre el judaism o y el cristianismo que no se debe exclusivam en
te al hecho de com partir la misma herencia, sino tam bién a que
tienen la misma idea de verdad, la misma concepción del tiem po
y de la redención. Para ambas religiones, la verdad depende de la
revelación, del hecho de que Dios vino al hom bre. En contra de
Hegel, para quien ser hum ano quiere decir amar y unirse con el
otro y con la naturaleza a fin de form ar con ellos una identidad,
R osenzw eig afirma que el m om ento de la diferencia es lo que hace
del hom bre lo que es, o sea, un m ortal, ya que la m uerte es lo que
destruye desde el interior la idea misma de totalidad. Ser hum ano
no significa, por tanto, ser capaz de unirse al todo, com o pretende
la filosofía occidental, sino ser un m ortal por oposición a un dios
inm ortal. D e m odo que para R osenzw eig la m ortalidad es la raíz
misma del sí, com o lo es tam bién para Heidegger. N o es extraño,
por tanto, que en el último artículo escrito justo antes de su m uerte
en 1929, en el que aludía a la famosa conferencia de Davos a la
que habían asistido Cassirer y H eidegger, tomara partido por este
últim o contra Cassirer en la discusión que les enfrentó a propósito
del significado del kantism o, en el que H eidegger veía una filoso
fía de la finitud. E n efecto, R osenzw eig no duda en afirmar que
H eidegger «se erigió, frente a Cassirer, en defensor de una actitud
filosófica que es justam ente la de nuestro pensam iento, del nuevo
pensamiento», en cuanto que asigna a la filosofía la tarea «de poner
de manifiesto al hom bre, ese “ser específicamente finito” , su propia
“ nada a pesar de toda su libertad”y “ arrancarlo de la indolencia
La muerte
98. H egel, G .W .F ., Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 455: «Esta
m u erte [la de la abstracción de la esencia divina] es el sentim iento doloroso
de la conciencia desventurada de que D ios m ism o ha muerto».
99. Ibid.
10 6
II. La metafísica de la muerte
107
La muerte
108
II. La metafísica de la muerte
107. Schelling, F.W.J., Cartas sobre dogmatismo y criticismo, op. cit., págs.
96-97.
109
La muerte
110
II. La metafísica de la muerte
el la différence, París, Seuil, 1967, pág. 376 y sigs. (La Escritura y la diferencia,
ii.id. p o r P. Peñalver, Barcelona, A nthropos, 1989.)
109. P rólogo de Fenomenología del espíritu, op. cit., pág. 24.
110. Ibid.
i i i
La muerte
3. L a m e t a f ís ic a d e l d e v e n ir
111. A ristóteles, Metafísica, op. cit., libro X II, 7, 1072 b 17-30, págs.
487-488.
II. La metafísica de la muerte
Miñemos sólo con las cosas humanas y renunciem os a las cosas in
mortales, sino que al contrario, en la medida de lo posible, debemos
inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir
de acuerdo con lo más excelen te que hay en nosotros», pues «lo
que es propio de cada uno por naturaleza [...] para el hom bre lo
será, por tanto, la vida conform e a la m ente».112 D e m odo que este
iillianatizein, esta capacidad de escapar a la muerte, no es más que
la posibilidad que tienen los thnetoi, los mortales, de hacerse por un
instante semejantes a los dioses y de ser, durante breves m om entos,
lo que ellos son siempre. A sim ism o, para Aristóteles, filosofar es
elevarse al punto de vista divino pero sin poder establecerse m ucho
tiempo en este nivel.
Sin embargo, habitualmente se considera que Aristóteles es el
que se op one al idealism o platónico y a la separación que Platón
establece entre lo sensible y lo inteligible, y el que intenta explicar
el cambio elaborando una física, mientras que en el platonismo ese
mundo resulta rigurosamente incognoscible. N adie pone en duda
que la Física de Aristóteles no es, com o proclama H eidegger,113 el
libro de fondo de la filosofía occidental, ya que, aunque precede a lo
que se llamará más tarde metafísica, no contiene sin embargo una ex
plicación propiamente ontológica de la movilidad y del devenir, pues
el ser no está precisamente para Aristóteles «más allá» de lo sensible.
Es cierto que Aristóteles critica la doctrina platónica de las formas
separadas, pero sin renunciar por ello a la noción misma de forma,
aunque ésta no sea ya la única que defina al ser sensible, que contie
ne también predicados accidentales. Esto explica que sea necesario
proceder a un análisis del devenir en el m om ento mism o en que se
aborda de frente el problema del ser y de la sustancia (ousia), com o
117
La muerte
1 19
La muerte
120
II. La metafìsica de la muerte
i z i
.
Capítulo III
123
La muerte
1. Cf. H usserl, E., Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía
fenomenológica, op. cit., § 30 y sigs.
124
III. Fenomenología del ser-mortal
US
La muerte
I. M u e r t e p r o p ia y m u e r t e d e l o t r o
lista fenom enología de la condición m ortal del ser hum ano exige,
por tanto, la reducción de toda tesis sobre la m uerte, sea cual sea
su origen, para situarnos frente al «puro fenóm eno» de la m o r-
i alidad. A hora bien, ese «puro fenóm eno» de la m ortalidad tiene
intrínsecam ente el sentido de una relación del que piensa con su
propia m uerte. Es la relación que H eidegger llama Sein zu m Tode,
que se traduce habitualm ente po r «ser-para-la-muerte», pero que
significa sim plem ente un ser en relación con la m uerte, ya que la
preposición alemana zu tiene aquí el sentido de «en relación con»,
«respecto a».10 Debemos reflexionar un m om ento sobre el problema
de traducción que plantea esta expresión heideggeriana, que casi
siempre se ha interpretado mal. El propio Heidegger, en una carta
dirigida a H annah A rendt y fechada el 21 de abril de 1954, llama la
atención sobre el «gran error» que «se ha difundido — ya de manera
12.7
La muerte
128
III. Fenomenología del ser-mortal
v > cu uno de sus prim eros libros.14 Lo que busca es ya «la victo
ria sobre la m uerte»,15 y la encuentra en la capacidad que tiene el
y.' ile devenir otro, esto es, en el Eros y en el existir pluralista de
! í paternidad,16 reafirm ando así esta voluntad de sobrevivirse a sí
mismo en sus descendientes, que en el ser hum ano es el m edio más
inm ediato de darse un futuro más allá de los límites de su propia
*. ttistencia personal.17 Lévinas explica en efecto que «ni la noción
•le musa, ni la noción de propiedad perm iten com prender el hecho
dr l.i fecundidad», de manera que «la paternidad no es simplemente
“una renovación del padre en el hijo y su confusión con él” , sino
también “la exterioridad del padre en relación con el hijo”»: tiene,
por tanto, la forma «dialéctica» de la identidad no eléatica del mismo
V del otro, lo que permite com prender que «el tiempo ya no consti-
ttiye la forma venida a menos del ser, sino su propio acontecim ien
to».18 Esta rehabilitación del tiem po es en realidad la rehabilitación
biológica de una vida que continúa a pesar de la m uerte. La m uerte
siempre se le ha aparecido a Lévinas bajo la form a de asesinato y
■0 1 no violencia, com o «quien está contra mí», esto es, com o quien
tiene el poder de reducir mi voluntad a nada.19 Si el filósofo puede
decir que «en la m uerte, estoy expuesto a la violencia absoluta, al
asesinato en la noche», es porque se le aparece como algo que ame
naza desde el exterior al sujeto, com o lo hace «el O tro, inseparable
del acontecim iento mismo de la trascendencia», que «se sitúa en la
14. Lévinas, E., Le temps et l’autre, París, PU F , 1983, pág. 66 [El Tiempo y
el otro, trad. p o r J. L. Pardo T orio, Barcelona, Paidós: I.C .E. de la U niversidad
A utónom a de Barcelona, 1993].
15. Ibid., pág. 84.
16. Ibid., pág. 87.
17. Véase a este respecto F. D astur, «R eproduction et transmission», en
Comment affronter la morí?, op. cit., págs. 39-52.
18. Ibid., págs. 86-88.
19. Lévinas, E., Totalidad e infinito, op. cit., pág. 247.
La muerte
20. Ibid., H ay que destacar que los pasajes citados de Totalidad e infinito
proceden de u n apartado titulado precisam ente «La voluntad y la muerte».
21. Ibid., pág. 247.
22. Spinoza, B., Etica, op. cit., tercera parte, proposición VII, pág. 193.
23. Cf. H eidegger, M ., Nietzsche II, trad. p o r J. L. V erm al, Barcelona,
D estino, 2000, vol. II, pág. 376, donde, en «Esbozos para la historia del ser
com o metafísica» (1941), H eidegger afirma que, puesto que el ser se entien
de en la metafísica m o d ern a com o instancia representativa, es decir, com o
subjetividad, «el nom bre más simple para esta determ inación de la entidad del
ente que aquí se abre cam ino es el de la voluntad, la voluntad como querer-se (la
voluntad como voluntad de sí)» [trad. m odificada po r la autora].
24. H eidegger, M ., Carta sobre el Humanismo, op. cit., pág. 26.
130
III. Fenomenologia del ser-mortal
I3 !
La muerte
131
III. Fenomenología del ser-mortal
el m odo de ser de las cosas, para el que Heidegger forja el térm ino
Vorhandenheit que, por oposición al ser «como arrojado» del Dasein,
t 1 \
La muerte
L3 4
III. Fenomenología del ser-mortal
M I
La muerte
13 6
III. Fenomenología del ser-mortal
i »?
La muerte
ésta se nos escapa irrem ediablem ente. Es p o r esto que cada uno,
por m uy acompañado que pueda estar en su agonía, está condenado
inexorablem ente a m orir solo, y tam bién por esto cuando lloramos
a los m uertos, en realidad siempre estamos llorando por nosotros
mismos.
Pues la experiencia del duelo, ya sea la de una (relativa) m uerte
para sí m ism o en la experiencia del recuerdo o de la m uerte del
otro, en la experiencia del estar con el difunto, ya es en sí misma
una «superación» de la m uerte y una «estrategia» destinada a llenar la
laguna, la cesura, la absoluta discontinuidad de la temporalidad que
supone la m uerte. En la experiencia del recordarse, yo experimento
a la vez m i m uerte com o yo pasado y m i supervivencia com o yo
que recuerda, estoy m uerto y a la vez soy un superviviente a mi
propia m uerte, que se afirma entonces en el recordarse. Lo mismo
ocurre en la experiencia de la m uerte del otro: yo experim ento a
la vez la ausencia efectiva o real del difunto, que ya no responde,
y la de su copresencia conm igo en la «incorporación espiritual»
que efectúa el duelo. Es m uy significativo que Freud hablara a este
respecto del «trabajo» del duelo, subrayando con ello el rasgo pro
fundamente «dialéctico» de éste, que consiste en m antener con vida
al desaparecido incorporándolo a nuestra interioridad y a la vez ma
tarlo realmente aceptando sobrevivirle.45 Existe, utilizando los tér
minos freudianos, una misteriosa «economía» del duelo que empuja
al yo, enfrentado a la cuestión de saber si desea compartir el mismo
destino que el m uerto, a decidir, dando cumplimiento a sus satisfac
45. La expresión «trabajo del duelo», de la que se hace hoy en día u n uso
desmesurado, es de origen freudiano. Cf. Freud, S., «La aflicción y la m elan
colía», en Obras completas, trad. p o r L. López-Ballesteros y de T orres, vol. I,
M adrid, B iblioteca N ueva, 1967, pág. 1075 y sigs. D el m ism o m o d o que
la palabra «trabajo», que procede del latín tripalium, térm ino que designa un
instrum ento de tortura, tiene el significado original de «tormento», la palabra
alemana Arbeit rem ite, desde el p u n to de vista etim ológico, a la m ism a idea
de pena y de dolor, y sin duda Freud la entendió en este sentido.
III. Fenomenología del ser-mortal
46. Freud, S., «La aflicción y la melancolía», en Obras completas, op. cit.,
pág. 1075 y sigs.
47. Lévinas, E ., Dieu, la morí, le temps, op. cit., pág. 121.
48. Cf. Derrida, J., «D onner la mort», en L ’éthique du don, París, Métailié,
1992, pág. 47 [Dar la muerte, trad. p o r C. de P eretti y P. Vidarte, Barcelona,
Paidós, 2006].
La muerte
49. Lévinas, E., Dieu, la morí, le temps, op. cit., pág. 121.
50. D errida, J., Apories, París, Galilée, 1996, págs. 117-118 [Aportas:
morir-esperarse (en) los límites de la verdad, trad. p o r C . de P eretti, Barcelona,
Paidós, 1998].
51. Lévinas, E., Dieu, la mort, le temps, op. cit., pág. 105.
52. Fink, E., Metaphysik und Tod, op. cit., pág. 187.
140
III. Fenomenología del ser-mortal
142
III. Fenomenología del ser-mortal
•4 »
La muerte
'44
III. Fenomenología del ser-mortal
145
La muerte
146
III. Fenomenología del ser-mortal
2. L a m u e r t e y el m o r ir
147
La muerte
Ése es, por tanto, el verdadero sentido del Sein zu m Tode, de un ser
tan inseparable de la m uerte que no puede ser, en sentido propio, más
que en el m odo del morir:
148
III. Fenomenología del ser-mortal
esto es, el «cada vez mío» puede ser indistintam ente «el del Dasein
o el del yo (en el sentido vulgar, en el sentido psicoanalítico o en el
sentido de Lévinas)»; en este caso «los nombres de Freud, Lévinas y
Heidegger», en la m edida en que constituyen «los tres ángulos más
determinantes» del debate fundamental a propósito de la m uerte y
del duelo que es tratado en Apones,81 no pueden situarse de ningún
m odo en el mism o plano. Sólo el yo, en sentido freudiano o en
sentido levinasiano, puede ser «constituido» a partir de un «duelo
originario» que «supone al otro dentro de sí mismo com o diferente
de sí».82 En efecto, es necesario que se haya formado un «dentro»,
es decir, una relación con sí mismo para que pueda establecerse la
diferencia entre el sí y el otro. Esta relación con sí mismo, por ser
precisamente la suerte com ún a todos los existentes, es la que H ei
degger llama Jemeinigkeit, y en ella ve una estructura fundam ental
de la existencia, anterior a la constitución de un «yo». N o se puede
afirmar, pues, com o hace Derrida, que «incluso cuando se habla de
Jemeinigkeit» se hace desde el plano del ego y hasta simplemente des
de el del «yo consciente»,83 salvo que se desconozca lo que distingue
radicalmente la problem ática del sujeto, tal com o ha sido definido
en la m odernidad y hasta en Freud, de la problem ática del Dasein.
La hipótesis, por interesante que sea, de un «duelo originario» que
haría derivar la relación con sí mismo del hecho de la m uerte del otro
estaría condenada a ver en el sí el simple resultado de la operación de
otro, al que habría que considerar entonces, com o lo hace Lévinas
con suma coherencia, com o ese «Absolutamente Otro» que, en su
infinitud, es «anterior» a la finitud y a la pasividad de una m ism i-
dad «rehén».84 Pero, al m ism o tiem po, ésta no podría entenderse
más que com o una figura de la sujeción, es decir, com o un «sujeto»
85. Cf. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 64, pág. 335.
86. Ibid., pág. 338: «El concepto ontológico de sujeto no caracteriza la
mismidad [Selbstheit] del yo en tanto que sí-mismo, sino la identidad [Selbigkeit] y
permanencia de algo que ya está siempre ahí. D eterm inar ontológicam ente el yo
com o sujeto significa plantearlo com o u n ente que ya está siempre ahí».
150
III. Fenomenología del ser-mortal
152
III. Fenomenología del ser-mortal
153
La muerte
154
III. Fenomenología del ser-mortal
155
La muerte
15 6
III. Fenomenología del ser-mortal
107. Ibid.
108. Ibid., § 27, pág. 151.
109. Ibid., § 40, pág. 207.
110. Ibid.
'57
La muerte
Ese asombro, en el caso que nos ocupa, es el del Dasein que huye
ante sí mismo, precisam ente tras (hinter) de sí.113 D e m odo que el
fenóm eno com plejo del desvío-diversión hay que com prenderlo
como la unidad de un único movimiento por el que en cierto modo
se pone al descubierto aquello de lo que se desvía. En efecto, sólo
u n ser que está esencialmente abierto a sí mismo y, por tanto, puesto
ante sí mismo puede huir ante sí mismo, lo que no quiere decir que
aquello delante de lo que huye sea realmente captado, com o tam
poco es realmente experimentado cuando le hace frente. A aquello
de lo que uno se desvía desde el punto de vista existencial se le puede
hacer frente por consiguiente desde el punto de vista fenomenológi-
co y captarlo com o tal en su sentido existencial.ll4 Es lo que permite
158
III. Fenomenología del ser-mortal
i
I ,ii linierte
i 6o
III. Fenomenología del ser-mortal
1 61
La muerte
M ejor aún:
162
III. Fenomenología del ser-mortal
136. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 38, pág. 198. Las comillas en
la palabra mundo significan que en la preocupación cotidiana se entiende p o r
m u n d o el conjunto de los entes y no u n existencial, es decir, una estructura
propia del Dasein.
137. Ibid.
163
I m muerte
164
III. Fenomenología del ser-mortal
En el hermoso texto que le dedica unos años más tarde, con ocasión
del vigésimo aniversario de su m uerte, H eidegger cita una carta
de R ilke en la que éste explica que, en esta elegía, quiso proponer
una idea de lo Abierto «de tal modo que el grado de conciencia del
animal se instale en el m undo sin que (como nosotros) se coloque
frente a todo m om ento; el animal está en el m undo; nosotros es
tamos ante el mundo gracias al peculiar rum bo y elevación tomados
p o r nuestra conciencia».141 R ilke concibe lo A bierto, donde está
insertado de forma inconsciente el animal, com o «lo inobj ético de
la naturaleza plena»,142 mientras que el m undo del hom bre es por el
contrario el resultado de una objetivación que disimula las cosas en
lo que tienen de propio. Desde esta perspectiva puede declarar que
«la m uerte es el lado de la vida que no vemos, que no se nos mues
165
La muerte
16 6
III. Fenomenología del ser-mortal
167
La muerte
3. L a m u e r t e y l o p o s ib l e
151. Heidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 266. La cita procede
de Der Ackermann aus Bohmen [El campesino de Bohemia, trad. p o r F.M . M ari-
ño, F.J. M u ñ o z y P. C onde, M adrid, G redos, 1999], ed. p o r A. B ern t y K.
B urdach, Berlín, W eidm annsche B uchhandlung, 1917. Se trata de la edición
crítica de la obra del escritor bohem io Jo h a n n v o n T epl, de com ienzos del
siglo xv, E l campesino de Bohemia, en la que la figura del campesino represen
ta a la hum anidad entera y el autor insiste en la soledad del h o m b re frente
a la m u erte. S obre la im p o rtan cia de esta obra y del «paradigma agrícola»
en el pensam iento de H eidegger, véase el estudio erudito de M . R oessner,
Le laboureur de l’être. Une racine cachee de l’imaginaire philosophique heideggerien,
H ildesheim , Olm s, 2007.
152. Véase H eidegger, M ., Conferencias y artículos, op. cit., pág. 131.
153. Heidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 53, pág. 282. Véase la obser
vación de Lévinas en Le temps et l’autre (op. cit., pág. 92) en la que subraya que
168
III. Fenomenología del ser-mortal
169
La muerte
17 0
III. Fenomenología del ser-mortal
evitación que son com unes a los hom bres y a los animales. O tra
cosa m uy distinta es la angustia que sólo conocen los humanos. La
palabra española, igual que la alemana (Angst), procede del latín
angustus, que significa estrecho y que rem ite a esa parte del cuerpo
especialm ente angosta que es la garganta, órgano de la deglución
y de la palabra, propia del hom bre. D e m odo que Heidegger, que
ofrece una descripción convincente de la angustia en ¿Qué es me
tafísica?, nos dice en prim er lugar que «nos deja sin palabra».160
En efecto, ya no podem os decir nada, ni sobre las cosas que en su
conjunto parecen hundirse en lo indeterm inado, ni sobre nosotros
mismos que flotam os sin sostén en un m undo evanescente. Así
que lo que nos es arrebatado es esta capacidad que poseem os de
nom brar las cosas y, por tanto, de humanizarlas. Pues lo que se nos
escapa es esta «familiaridad» que nos une a las cosas y a los seres de
nuestro entorno, son todos esos vínculos tejidos por el hábito que
convierten nuestro m undo cotidiano en nuestro hábitat.
Lo que experim entam os con la angustia es un desamparo ab
soluto, que es a la vez un aislamiento radical. Pero no se trata en
este caso del derrum bam iento del estar-en-el-m undo del Dasein,
sino más bien al contrario, de la revelación de éste: «Aquello por
lo que la angustia se angustia es el estar-en-el-m undo mismo», de
clara H eidegger, de m anera que la angustia aísla al Dasein «en su
más propio estar-en-el-m undo».161 Aísla al Dasein en el sentido de
que lo arranca de la inm ersión en el m undo de la preocupación y
del U no para arrojarlo hacia su estar-en-el-m undo más propio, más
que apartarlo del m undo hace que se sienta entregado a éste para
siempre. Por consiguiente, sólo con la familiaridad que caracteriza
el estar-en-el-m undo cotidiano cae el Dasein en la angustia, sintién
dose entonces com o solus ipse. Pero el solipsismo del que hablamos
es existencial, lo que implica que lo que experim enta el Dasein sea
171
La muerte
172
III. Fenomenología del ser-mortal
173
La muerte
174
III. Fenomenología del ser-mortal
l.i m uerte, pero sin abrirse a lo que tiene de insigne. Pues si bien la
espera es efectivamente la actitud por la cual uno se abre a lo posi
ble, lo es no obstante de cara a su realización y «afanándose» por así
decir, por lograrla, de m anera que, com o dice Heidegger, la espera
es en realidad espera de su realización posible, no de lo posible en
sí.170 El esperar-la-m uerte no preserva en absoluto su carácter de
l>nra posibilidad, sino que la transform a más bien en posibilidad
de la que uno se preocupa, lo que implica su relativización. Desde
la perspectiva de la preocupación, que tiende esencialmente a ha
cer disponible lo posible y, po r tanto, a destruirlo com o posible,
la m uerte ya no es más que una posibilidad entre otras. P or otra
parte, éstas sólo tendrán realizaciones relativas, puesto que nunca
ocurren por sí mismas, sino en cuanto son tomadas en un conjunto
de relaciones cuya «finalidad» última es el Dasein mismo, mientras
que la m uerte nunca puede constituir u n «objetivo» que éste tie
ne que realizar, ni siquiera en el suicidio. En efecto, el suicidio — en
sentido óntico y no en el sentido ideal, tal com o se interpreta en el
idealismo alemán— no es en m odo alguno una realización de la
m uerte misma, sino sim plem ente la provocación del deceso, de
m odo que con ello el Dasein se quita a sí mismo su m orir, que sólo
puede asumir existiendo.171
Si hay un ser auténtico para la m uerte posible, éste debe pre
servar el carácter de pura posibilidad de la m uerte, sin pretender
disponer de esa posibilidad o realizarla y, por tanto, ha de conse
guir que esta posibilidad insigne aparezca com o posibilidad de la
imposibilidad del existir. La m uerte sólo es una posibilidad insigne
porque no propone al Dasein nada que deba realizar, porque es la
1 75
La muerte
177
La muerte
178
III. Fenomeno,l°gla d e l ser-mortal
179
1.(1 muerte
180
III. Fenomenología del ser-mortal
186. Heidegger, M., Ser y Tiempo, op. cit., § 62, pág. 325.
187. Ibid., § 60, pág. 317.
188. Ibid., § 28, pág. 157.
189. Ibid., § 53, pág. 285.
190. Ibid., § 62, pág. 328.
181
I m muerte
182
Capítulo IV
Mortalidad y finitud
1. Sartre, J .-P., El ser y la nada, trad, por J. Valmar, M adrid, Alianza, 1989,
págs. 555 y 557.
183
La muerte
184
r
i Hi
La muerte
186
IV . Mortalidad y finitud
|H ■
La muerte
18. Ibid.
19. Ibid., pág. 568.
20. Ibid., pág. 570.
21. Ibid.
188
IV . Mortalidad y fin itu d
189
L.a muerte
1 . F lN IT U D Y TO T A LID A D
19 0
IV . Mortalidad y fin itu d
191
I .el m u e rte
32. Husserl, E., Investigaciones lógicas, op. cit., vol. II, 2, Investigación III,
§ 17, pág. 63 y sigs.
33. Ibid., § 1, pág. 207.
34. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 48, pág. 263.
192
IV . Mortalidad y fin itu d
193
La muerte
cuado a», que ya está orientado hacia ese resultado. D e m anera que
la «negatividad» de la dynamis, en relación con la perfección de lo
que Aristóteles no sólo llama energeia — es decir, lo que se posee
en su ergon, en su obra, y así se realiza— , sino tam bién entelekheia
— lo que contiene en sí mismo su telos, su fin— , nunca es más que
una negatividad determ inada, una inconclusión ( Unvollendung ) que,
aunque estructuralmente distinta de la simple incom pletud ( Unvoll-
stándigkeit) no puede, com o tam poco aquélla, servir para definir
,3 7
194
IV . Mortalidad y fm itu d
39. Véase el com entario de H eidegger a esta frase en ¿Qué significa pen
sar?, trad. p o r R . Gabás, T rotta, M adrid, 2005, pág. 45 y sigs.
40. Séneca, «De la brevedad de la vida», en Tratados morales, trad. p o r P.
Fernández N avarrete, M adrid, Atlas, 1943, vol. II, págs. 55-56.
41. Esta palabra, traducida en latín p o r virtus, que designa en principio
el carácter distintivo del hom bre (vir), en realidad tiene u n sentido com pleta
m ente diferente y se relaciona con la raíz indoeuropea *ar (juntar, ordenar),
de la que p rovienen tam bién el avéstico arta y el sánscrito rita, nom bres del
b u en o rden cósmico.
195
la muerte
196
IV . Mortalidad y fin itu d
197
La muerte
198
IV . Mortalidad y fm itu d
52. ¿Acaso no afirma Sartre en su obra sobre «La liberté cartésienne» (Si
tuations I, París, Gallimard, 1947, pág. 407) que hay que devolver al hom bre
«esa libertad creadora que Descartes puso en Dios»?
53. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 65, pág. 347.
54. El térm ino finitud aparece ciertam ente en muchas ocasiones en Ser y
Tiempo, pero sólo en las obras inm ediatam ente posteriores pasa a prim er plano
esta temática, en relación con el diálogo con K ant, el pensador p o r excelencia
de la finitud, que dom ina todo el período.
55. H eidegger, M ., «¿Qué es Metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 105.
199
La muerte
2 . F in it u d y n a t a l id a d
200
IV . Mortalidad y fin itu d
201
I m muerte
202
IV . Mortalidad y fin itu d
Z03
La muerte
204
IV . Mortalidad y fin itu d
2.05
La muerte
20 6
IV . Mortalidad y fin itu d
207
La muerte
80. Ibid.
81. Ibid., pág. 304.
82. Ibid., § 74, pág. 399.
20 8
IV . Mortalidad y fin itu d
83. K ant, I., Crítica de la razón pura, op. cit., «Estética trascendental», final
del § 8, pág. 90.
84. Ibid., final de la Introducción, pág. 61.
2 09
La muerte
210
IV . Mortalidad y finitud
211
La muerte
210
IV . Mortalidad y fin itu d
211
La muerte
212
IV . Mortalidad y fin itu d
213
La muerte
3. L a f in it u d o r ig in a r ia
C iertam ente cabría argum entar de m anera formal y decir que todo
discurso sobre lo finito y la finitud supone ya en su fundamento una
idea de la infinidad. Si la finitud sólo puede aparecer bajo la forma
de falta, de im perfección y de incum plido, eso supondría la pri
macía de una relación con lo infinito, lo cumplido y lo perfecto.97
La com prensión de sí que tiene el ser finito le vendría pues de su
relación con O tro infinito. Es lo que se produce precisam ente en
la tercera Meditación de Descartes, cuando el filósofo, al descubrir
en él la idea de infinito, concibe la finitud del cogito a partir de la
existencia divina y no a partir de la m ortalidad del sujeto. N o se
trata, explica Descartes, de imaginar que la idea de infinito no sea
una verdadera idea y que resulte sim plem ente de la negación de lo
que es finito, «así com o concibo el reposo y la oscuridad por medio
de la negación del m ovim iento y de la luz»; pues dado que «veo
m anifiestam ente que hay más realidad en la sustancia infinita que
214
IV . Mortalidad y fin itu d
en la finita», hay que deducir que «en cierto m odo, tengo antes en
mí la noción de lo infinito que la de lo finito».98 Sólo a través de
la com paración con un ser más perfecto que yo puedo saber «que
dudo y que deseo, es decir, que algo m e falta».99 Observam os en
este texto un notable vuelco: el térm ino in-finito que procede efec
tivamente de una negación de lo finito, se ve elevado a la altura de
una «verdadera idea», la de una sustancia infinita que, precisa Des
cartes, no ha podido ser introducida en mí, ser finito, más que «por
una sustancia que sea verdaderam ente infinita», de m odo que só
lo por comparación con ella m e siento a mí mismo com o marcado
por la negación y la falta.
D e m odo que no debe extrañarnos que Lévinas, el pensador
que afirma la primacía de la idea de infinito sobre la de totalidad,
conceda una gran im portancia a ese texto. En el prólogo a la edi
ción alemana de Totalidad e infinito, Lévinas declara en efecto que su
discurso en ese libro no ha olvidado el «hecho memorable» de que
en esta M editación III «Descartes encontrara un pensam iento, una
noesis, que no se correspondía con su noema, su cogitatum», pensa
m iento que le había producido un gran asombro, porque cuestiona
ba profundam ente «el paralelismo noético-noem ático» que le había
enseñado «su maestro Husserl, que se proclamaba discípulo de Des
cartes».100 E n el mismo libro, Lévinas expbca que de este m odo «el
sujeto cartesiano se da un punto de vista exterior a sí mismo a partir
del cual puede aprehenderse», mientras que Husserl, que «ve en el
cogito una objetividad sin ningún apoyo fuera de sí», «constituye la
idea de lo infinito» y se da así com o objeto lo que no puede ser un
objeto, puesto que yo no puedo contener en m í lo que se da como
independiente de m í.101 Lo que me revela el argumento ontològico
215
La muerte
216
IV . Mortalidad y fm itu d
zi 7
La muerte
considera que Husserl, cuando afirma que «ese asumir por encima
de sí misma» que hay en toda conciencia «tiene que considerarse
como una nota esencial de ella»,109 abre la vía a una «nueva ontolo-
gía», en la que el ser no sería solamente el correlato del pensamien
to, sino aquello que fundam enta el pensam iento que sin embargo
lo constituye.110 Lo que significa que hay que reconocer, en contra
de las declaraciones del propio H usserl,111 que la fenom enología
husserliana nos arrastra «más allá del idealismo y del realismo», ya
que el ser no está ni en el pensam iento ni fuera del pensam iento, y
el propio pensam iento está «fuera de sí mismo».112
R econocer que en toda experiencia intencional hay un exceso
del ser sobre el pensam iento no conduce necesariamente a la afir
m ación de una exterioridad del ser en relación con el pensam iento.
M ientras que para Descartes el destino de ese ser finito que es el
hom bre es estar a distancia del ser que, com o dice en Los principios
de la filosofía, «no nos afecta»,113 Husserl sostiene por el contrario
com o «principio de todos los principios»114 la presencia originaria
2.18
IV . Mortalidad y fm itu d
i
La muerte
220
IV . Mortalidad y fm itu d
2.2, I
La muerte
222
IV . Mortalidad y fin itu d
223
La muerte
134. Ibid., pág. 34. Es lo que K ant dice explícitam ente, tanto en la Crí
tica de la razón práctica [trad. p o r D . M . G ranja, M éx ico , F o ndo de C u ltu ra
E conóm ica, 2005, pág. 37]: «Ese principio de la m oralidad [...] no se lim ita
sólo a los hom bres, sino que se extiende a todos los seres finitos que tengan
razón y voluntad, com prendiendo incluso al ser infinito com o inteligencia
suprem a. Pero en el hom bre la ley tiene la form a de u n im perativo, pues si
bien se puede presuponer en él, com o ser racional, voluntad pura [...] no se
p u ede suponer una voluntad santa, es decir, una voluntad incapaz de m áxi
mas contrarias a la ley moral», com o en Fundamentación de la metafísica de las
costumbres [trad. p o r L. M artínez de Velasco, M adrid, Espasa Calpe, 1994, pág.
82]: «Una voluntad perfectam ente buena [...] no podría representarse com o
coaccionada para realizar acciones sim plem ente conform e al deber, puesto
que se trata de una voluntad que, según su constitución objetiva, sólo acepta
ser determ inada p o r la representación del bien. D e aquí que para la voluntad
divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos».
135. Ibid.
136. Ibid., pág. 35.
224
IV . Mortalidad y fin itu d
137. Ibid.
138. Ibid.
139. Ibid.
2Z5
1m muerte
140. Heidegger, M ., Kant y elproblema de la metafisica, op. dt., § 41, pàg. 190.
141. H egel, G .W .F ., Fenomenologia del espiritu, op. cit., pàg. 119.
142. Heidegger, M ., Kant y el problema de la metafisica, op. dt., § 43, pàg. 198.
2. 2.6
IV . Mortalidad y fin itu d
227
Conclusión
R . M . R ilk e 1
1. R ilke, R .M ., Das Buch von der Arm ut und vom Tode (El libro de la p o
breza y de la m uerte) [1903]: «Pues sólo somos la hoja y la corteza. / La gran
m uerte que cada cual lleva en sí / es el fruto que está en el centro de todo».
2. O cultación y olvido que en griego se traducen p o r un a sola palabra,
lethe, ya que ese nom bre, que es tam bién el de la llanura o del río del O lvido
en los Infiernos, procede del verbo lanthano que significa, com o el latín lateo
que deriva de la m ism a raíz, «estar oculto», «perm anecer disimulado».
2.2.9
Lit muerte
Z30
Conclusión
8. Cf. Génesis, II, 19-20 (La Biblia, «Antiguo Testamento», op. cit., pág.
10): «Entonces Y ahveh-D ios form ó del suelo todos los animales del campo
y todas las aves de los cielos y los condujo al hom bre para v er qué nom bre
les daba; y to d o ser viviente llevaría el nom bre que le im pusiera el hom bre.
El hom bre im puso nom bres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos
los animales del campo».
*3 i
La muerte
232
Conclusión
234
Conclusión
★★★
Para intentar com prender lo que aquí se dice, hay que insistir pri
m ero en la identidad que H eidegger establece entre el ser y la nada
desde su curso inaugural de 1929, donde la nada experimentada en
la angustia no «es el concepto contrario a lo ente», sino que «perte
nece originariam ente al propio ser».18 En el epílogo de 1943, dice
de m anera más tajante aún que la nada «no se agota en una vacía
negación de todo ente» y que sólo se alcanza cuando la dimensión
del ente es abandonada y se desvela entonces com o «aquello que
se diferencia de todo ente», pues en la nada se experim enta «la am
plitud de aquello que le ofrece a cada ente la garantía de ser», esto
Pero en 1929, esta finitud del ser es pensada aún en relación con
la trascendencia del Dasein cuyo ser es el horizonte finito, esto es,
com o afirmaba Heidegger en Davos, en relación con la infinidad de
una proyección del ser del que el Dasein es el único portador. Esto
no quiere decir, po r supuesto, que el ser sea un simple «producto»
236
Conclusión
del hom bre, puesto que, sólo com o ser-arrojado, el Dasein puede
pro-yectar el ser com o tal, de m anera que ese proyecto n o ha sur
gido de la espontaneidad de un sujeto trascendental, sino que se
realiza por el contrario sobre la base de la facticidad de u n existente
que, lejos de ser el origen de su propia trascendencia, está siempre
ya arrojado en ella. Sin embargo, como repite Heidegger en su libro
sobre Kant, «Sólo hay algo semejante al ser, y tiene q u e haberlo,
allí donde la fm itud se ha hecho existente».23 Ahora bien, para que
la m uerte pueda aparecer a la vez com o «cofre de la nada» y «alber
gue del ser», es preciso que esta fm itud sea pensada co m o interna
al ser mismo, com o esta ocultación que le pertenece e n p ro p ie
dad.
E n efecto, H eidegger cada vez fue concediendo m ás im p o r
tancia a la lethe, a la ocultación, al interior del pensam iento de la
aletheia, de la no ocultación. En De la esencia de la verdad — una con
ferencia pronunciada en 1930, que no será publicada hasta 1943— ,
afirma que com o «auténtica no-verdad», el encubrim iento del ente
en su totalidad es «más antiguo que todo carácter abierto de este o
aquel ente» y lo llama el «misterio», Geheimnis, palabra que hay que
entender en su sentido literal de «lugar privado» (Heim ) y, por tanto,
im penetrable y oculto.24 Y cuando en su obra, tam bién de 1943,
titulada Aletheia se refiere al famoso fragm ento 123 de H eráclito,
physis kryptesthai philei, que habla del am or de la naturaleza por lo
secreto, no define kryptesthai com o un simple «cerrarse», sino como
«un ponerse al abrigo (ein Bergen) en el que se m antiene a salvo la
posibilidad esencial de la emergencia [la physis] y donde la emergen
cia com o tal tiene su lugar».25 Pero es en la conferencia que dedica
a G eorg Trakl donde dice explícitam ente que «en la m uerte» «se
237
I m muerte
26. H eidegger, M ., «El habla», en De camino al habla, op. cit., pág. 17.
27. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., § 74, pág. 399.
28. Cf. H eidegger, M ., «Para qué ser poeta», en Sendas perdidas, op. cit.,
pág. 223, donde se citan esos versos de «Mnemosyne» en los que los «celestia
les» se op o n en a los «que llegan prim ero al abismo», esto es, «los mortales».
29. Es la tesis de fondo de W . M arx en u n artículo titulado precisam ente
«Les m ortels», trad. p o r F. D astur, Le Cahier du Collège International, París,
Osiris, 8, octubre 1989, págs. 79-104.
30. H eidegger, M ., «La cosa», en Conferencias y artículos, op. cit., pág.
131.
238
Conclusión
34. Cf. H ölderlin, F., «En bleu adorable», en Œuvres, op. cit., pág. 939.
35. Cf. H eidegger, M ., «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en
Tiempo y ser, op. cit., pág. 91: «La lethe p ertenece a la aletheia, n o com o u n
m ero añadido, com o las sombras a la luz, sino com o corazón de la aletheia».
36. Heidegger, M ., «Aletheia», en Conferencias y artículos, op. cit., pág. 201.
37. Heidegger, M ., «El principio de razón», en La proposición delfundamen
to, trad. p o r F. D uque y j. Pérez de Tudela, Barcelona, Serbal, 2003, pág. 155.
38. H eidegger, M ., De camino al habla, op. cit., pág. 17.
39. H eidegger, M ., «El principio de razón», en La proposición del funda
mento, op. cit., pág. 155.
40. H eidegger, M ., Conferencias y artículos, op. cit., pág. 133.
240
Conclusion
★★★
41. C£ Hölderlin, F., «Pan y vino», 5.a estrofa, en Œuvres, op. cit., pág. 811.
42. H eidegger, M ., Ser y Tiempo, op. cit., pág. 210.
43. Ibid., pág. 271.
44. H eidegger, M .,«¿Qué es metafísica?», en Hitos, op. cit., pág. 104.
45. Bataille, G ., «Le coupable», en Œuvres complètes, vol. V, Paris, Galli
m ard, 1973, pág. 349 [El Culpable, seguido de El aleluya y fragmentos inéditos,
trad. p o r F. Savater, M adrid, Taurus, 1974].
24 1
La muerte
242
Conclusion
M 3