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METAHISTORIA Y LENGUAJE DE LA VIDA1

Eduardo Dayen

El instrumento esencial del que disponemos los psicoanalistas es “la


palabra”, un instrumento acerca del cual se plantean dos notorios interro-
gantes: ¿hasta dónde alcanza su influencia? y ¿cuál es el modo más efi-
caz de aprovecharlo? Preguntas de la mayor importancia porque si la
equivocación en cuanto a los límites de los efectos de la palabra restringe
el alcance terapéutico del psicoanálisis, el mal uso de la palabra la hace
ineficaz, incrementa el riesgo de producir daños y, además, desprestigia
la profesión.

Con respecto a los límites de la influencia de nuestro decir, en 1890


Freud (1890a*, pág. 115) dio los primeros pasos para disolver el malen-
tendido de pensar que “psicoterapia” quiere decir “tratamiento de los tras-
tornos del alma”. La psicoterapia, decía Freud, es el tratamiento desde el
alma de cualquier padecimiento, sea psíquico o somático, con medios
que actúan directamente en el alma. Y el instrumento esencial de esos
medios agregaba es la palabra. Claro que no se le escapaba que la
idea de que hablando se pudiera influir en la evolución de cualquier afec-
ción era algo que el consenso, como él mismo decía, no le atribuía a la
ciencia sino al curanderismo2.

1
El presente trabajo surgió a partir del texto que, con el mismo título, preparé como
introducción para la reunión plenaria del ciclo “El significado específico de los distintos
trastornos orgánicos”, realizada en el Hotel Sheraton de Buenos Aires el día sábado 13
de junio de 1998. Fue presentado en el simposio de la Fundación Luis Chiozza en enero
de 1999.
2
La mayor parte de las personas, cuando piensan acerca de este problema, parten
de una suposición que se omite y no se cuestiona. La enfermedad, para este supuesto,
Los desarrollos de Chiozza constituyen un aporte original a la elabora-
ción de estos problemas porque no sólo se refieren al alcance de la pala-
bra en el tratamiento de las enfermedades orgánicas, sino que, además,
se ocupan de las cualidades que debe tener esa palabra para ser, efecti-
vamente, un instrumento de transformación.
Hace veinticinco años, postuló el concepto de “la doble organización
del conocimiento en la conciencia” 3 (Chiozza, 1974a [1972], pág. 194).
Mostró, además, que en la obra de Freud se pueden encontrar dos es-
tructuras conceptuales, ligadas a esa doble organización del conocimien-
to. Una caracterizada por una tópica, una dinámica y una economía, to-
dos conceptos que provienen de la organización que constituye la Física,
y otra constituida por nociones que no se circunscriben al marco metapsi-
cológico y conforman descripciones que Freud utilizó pero nunca llegó a
sistematizar (Chiozza, 1986b).

no es más que el efecto de una causa, de modo que en el tratamiento sólo hay lugar
para un médico que use los instrumentos de la medicina tradicional, los instrumentos
que eliminan las causas o entorpecen los mecanismos de la afección.
La opinión más consensual, por lo menos a la hora de discutir sobre estos temas, es
que la palabra puede mejorar algunas cosas del alma pero que es incapaz de producir
modificaciones en el cuerpo. A su vez, esta idea se fundamenta en la convicción de que
cuerpo y alma tienen una existencia ontológica, es decir que son lo que son más allá de
la conciencia: relacionados, sí, pero de una manera enigmática. Esa convicción es la
que, finalmente, lleva a pensar que la pretensión de influir con la palabra en los trastor-
nos orgánicos es superstición. Por eso muchas veces, a la psicoterapia se la confina al
tratamiento de las neurosis o a tranquilizar a los pacientes antes o después de someter-
los a un tratamiento médico traumático.
3
Un concepto que sostiene que la conciencia dispone de dos accesos y que, a partir
de ese doble ingreso, en ella se conforman dos núcleos: uno ligado a la percepción y
otro a la vivencia. Uno que constituye la Física y da lugar a las Ciencias Naturales, y el
otro que conforma la Historia y del que nace la Psicología.
En 1993 Chiozza (1995r [1993]) publicó las ideas en las que ampliaba este concepto
al de “la triple organización conceptual de la conciencia”. «En el vértice superior de un
triángulo –decía esquemáticamente– podemos ubicar al cuerpo que ocupa un lugar en el
espacio, a la física y a la materia. En el vértice izquierdo, al alma, a la historia y al drama.
En el vértice derecho al espíritu, a la matemática y a la idea.»
La primera es la metapsicología y la segunda es la que Chiozza deno-
minó “metahistoria” (1976h, pág. 17). Los conceptos de la metahistoria se
construyen de acuerdo a un prototipo "histórico-lingüístico", con un mode-
lo que representa la realidad en términos de relaciones entre personas,
en lugar de representarla, como la metapsicología, con una metáfora
geométrica4.
Los símbolos metahistóricos, por otra parte, no se expresan en el len-
guaje que reconocemos como científico. Los símbolos metahistóricos se
pronuncian en el lenguaje de la vida5. Y este es un punto de la teoría que
revela y destaca una de las cualidades que debe tener la palabra para ser
una instrumento terapéutico eficaz.

Cada organización del conocimiento se expresa, entonces, con un de-


terminado tipo de lenguaje. La metapsicología precisa el lenguaje científi-
co y la metahistoria usa el lenguaje de la vida, y cada lenguaje tiene sus
virtudes y sus desventajas.
El lenguaje científico, el que utiliza la metapsicología, lo mismo que la
matemática y las ciencias naturales, usa términos precisos, breves y las
permutaciones simbólicas de sus conceptos son rápidas. Pero el peligro
que presenta es el que Freud describía en el último apartado de “Lo in-
conciente”: «Cuando pensamos en abstracto nos exponemos al peligro de

4
Así, por ejemplo, dice Chiozza, los conceptos psicoanalíticos de catexis, pulsión, re-
presión, y transferencia, propios de la metapsicología, corresponden, aproximadamente,
en el modelo metahistórico, a los términos "investidura", "deseo", "censura" y "reedición".
De más está decir que el lenguaje de la metahistoria, se halla más cerca de la vida tal
como la experimentamos, “desde adentro”, cuando pensamos en la propia. «Es decir
que se halla más cerca del referente “último” al cual alude toda teoría psicoanalítica»
(Chiozza, 1986b).
5
El lenguaje usual y corriente, el modo de hablar con el que nos expresamos habi-
tualmente.
descuidar los vínculos de las palabras con las representaciones–cosa
inconcientes» (1915e*, pág. 200).
Es innegable que los conceptos científicos tienden a hacernos perder
la conexión de sus términos con los referentes emocionales a los que
aluden.
El lenguaje de la vida, en cambio, tiene “carne”, es el lenguaje de la li-
teratura. Se trata de un lenguaje que permite guardar conciencia de lo
que transporta la palabra, pero las permutaciones simbólicas son mucho
más lentas que las del lenguaje científico y eso puede dejar en quien lo
escucha la sensación de que no se está hablando sobre teorías serias
sino sobre asuntos opinables. Puede dejar la impresión de que se con-
versa sobre esas cosas de la vida de las que cada uno puede tener un
criterio tan válido como el de cualquier otro.
Y en medio de la sesión psicoanalítica puede presentarse una contra-
riedad mayor todavía. El lenguaje de la vida, como dice Chiozza, es el
lenguaje que debe utilizar la interpretación psicoanalítica (1986b). De ma-
nera que el analista habla con palabras de uso corriente, pero, además, al
pronunciar la interpretación muchas veces se sirve de los mismos perso-
najes que el paciente menciona en su relato (Chiozza, 1995k [1988]). El
paciente puede llegar a pensar, entonces, que no se está analizando sino
que está charlando con el analista de las cosas de su vida, que conversa
como cuando está con un amigo.
De todos modos, y a pesar de los inconvenientes, la interpretación psi-
coanalítica debe usar el lenguaje de la vida porque es el lenguaje del
cambio.
La meta del procedimiento psicoanalítico es producir una experiencia
emocional y consolidarla como una transformación irreversible6. Chiozza
(1997a [1986], pág. 56) subraya que el punto de apoyo privilegiado en el
procedimiento que se dirige a obtener esa experiencia mutativa es la
transferencia, y que el instrumento que utiliza ese apoyo es un lenguaje
que, cuando es efectivo, es “el lenguaje del cambio”. Todo lo que se des-
criba con el lenguaje de la vida, rico en significancia, con la carne de la
vivencia, irá a constituir los elementos privilegiados de ese “lenguaje del
cambio”.
El lenguaje de la vida mantiene conciencia del vínculo entre el símbolo
y su referente, es decir que tiene presente la significancia de los afectos
implicados en lo que se está diciendo. El lenguaje científico, en cambio,
facilita la disociación entre símbolo y referente, entre lo que nombramos y
aquello a lo que, en última instancia, se refiere lo que estamos nombran-
do7.

6
Los antiguos, recuerda Chiozza (1995g [1983]), distinguían tres formas del saber, lo
que se sabe por lo que “se dice”, lo que se sabe porque se lo ha saboreado alguna vez y
lo que se sabe porque se lo probó muchas veces. El camino que conduce al cambio es
un proceso, accidentado y difícil, que transcurre entre lo que sabemos por lo que oímos
decir y la experiencia que constituye una nueva creencia. La palabra experiencia, como
relaciona Ortega y Gasset, igual que el latín perícolo, peligro, y la palabra perito compar-
ten un mismo radical, el radical per, y esto es así porque son tramos de una misma histo-
ria que cuenta que “lo que no mata, engorda”, o para decirlo mejor, que atravesando los
peligros se consigue la ex–per–iencia que convierte a un ingenuo en per–ito.
7
Podemos hablar del método matemático de la división sin que sepamos siquiera
que se trata de una resta abreviada, o podemos hablar de las coordenadas cartesianas,
y hasta usarlas con cierta habitualidad, sin tener presente que estamos utilizando el me-
dio ideado para graficar el movimiento. Por eso, el lenguaje científico es un tipo de len-
guaje que se presta muy bien para la resistencia. Mientras cumplimos con hablar, pode-
mos mantenernos disociados del afecto que compromete lo que decimos y lo que escu-
chamos. Podemos simular un diálogo que mantenga la impresión de que las ideas no
afectan y que cada cual puede tener las suyas. Podemos reunirnos evitando toda expe-
riencia emocional y mantener oculta la complicidad de entrar y salir inmutables de un
intercambio.
Por eso Chiozza llama a recapacitar que «la “defensa” más habitual del
psicoanalista frente a su paciente es la intelectualización y, como conse-
cuencia, suele pasar desapercibida la intelectualización del paciente. De
modo que, dentro de un pacto inconciente, el paciente juicioso y el psi-
coanalista “considerado”, hablan de un psicoanálisis que se aleja cada
vez más del lenguaje de la vida y que, naturalmente, no justifica, con
sus beneficios, su costo en tiempo y dinero» (Chiozza, 1995s [1994], pág.
346).

Tendemos naturalmente a atribuir a los demás nuestra misma constitu-


ción y, como dice Freud, esa identificación es la premisa de toda com-
prensión. La identificación se produce siempre que la semejanza con la
propia persona sea grande, pero se hace más dudosa en la medida en
que lo otro se distancia del yo (Freud, 1915e*, pág 165).
Claro que, siguiendo la misma línea de pensamiento, se pueden en-
contrar semejanzas en la medida en que se pueda reconocer la propia
constitución. Un paranoico recién se convierte en semejante cuando se
llega a admitir la propia irresponsabilidad habitual. Pero a esto se opone
otra tendencia natural que se agrega a la que describe Freud. Tendemos
a atribuir a los demás lo que no podemos reconocer de nuestra
misma constitución: la historia de “la paja en el ojo ajeno...”. Y si por un
lado existe esa inclinación a ver en los demás las maneras de proceder
que no se reconocen en uno, por otro lado, descubrir conductas que due-
le enlazar con la idea que se tiene de sí mismo, no resulta una tendencia
natural. En ese sentido, mientras el lenguaje científico facilita la disocia-
ción que mantiene ese desconocimiento, hablar claro en el lenguaje de la
vida induce a reconocer la propia constitución, un reconocimiento que
ayuda a encontrar semejantes y a comprender.
En el discurso de cierre del simposio pasado, Chiozza decía que el
verdadero psicoanálisis aspira a ser una ciencia histórica nueva que ten-
ga la claridad de la física y la riqueza afectiva de la literatura. El principal
escollo para esa aspiración es la intelectualización que, en ese sentido,
constituye una de las desviaciones más serias que sufre el ejercicio del
psicoanálisis, el error de usar con los pacientes la jerga del intercambio
entre colegas.
Además de pensar, por ejemplo, que un paciente es un masoquista por
una vuelta del sadismo sobre su propia persona que se añade al natural
estado en el que la pulsión de muerte, unida y ligada por la libido, se aba-
te sobre el propio sujeto, puedo pensar en él, también, como en alguien
que insiste compulsivamente en lo que le hace doler, porque no termina
nunca de satisfacer la natural necesidad de sufrir y, enviciado con el do-
lor, ya no sufre para vivir sino que vive para sufrir.
En el cruce de enfoques, el drama de su padecimiento se acerca al de
nuestras inclinaciones de un modo en el que podemos ayudarlo a mejo-
rarse en la medida que somos capaces de identificarnos a través de
nuestra permanente tendencia a sufrir.
También, frente a un paciente con várices, por ejemplo, además de co-
nocer la anatomía patológica, la fisiopatología y la terapéutica que propo-
ne la medicina tradicional, puedo pensar que se trata de alguien que ne-
cesita ignorar que está demorando una pena y postergando un duelo, dis-
trayéndose de los recuerdos que le despiertan una nostalgia y una con-
dena insoportables.
Se configura, entonces, una amalgama de versiones que lo convierte
en un semejante con el que comparto un punto de urgencia, el de la habi-
tual inclinación a desatender los resentimientos por lo que fue y ya no es-
tá y por la reiteración de ese dolor inevitable que no me abandona.
BIBLIOGRAFÍA

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