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ESTUDIO INTRODUCTORIO
Gonzalo Moncloa Allison
Universitat Pompeu Fabra
Spain
gmma23j@gmail.com
T odavía recordamos aquella frase impotente con la que George Steiner daba inicio a
sus Gramáticas de la creación: “No nos quedan más comienzos” (Steiner 2011, 17). Y esto, aun-
que sea de manera indirecta, da cuenta en muchos aspectos de la misma impotencia en la que
puede caer aquel que se aproxima al fenómeno posmoderno. Desde ya siempre in media res, la
palabra que nos concita parece arrojarnos a la resignación del lugar común, de modo que de-
bemos comenzar con un artificio, diciendo: ayer y hoy, la posmodernidad se resiste a una de-
finición. Esta resistencia, sin embargo, todavía puede decirnos algo; aunque penetrar en ella
implique transitar por algunas estancias en la arquitectura de nuestro tiempo. Como todo
fenómeno sistémico, la falta de consenso en torno a su delimitación conceptual se manifiesta
en múltiples niveles de realización, entre referencias cruzadas y constantes reelaboraciones
conceptuales, lo cual hace difícil su ilustración. Por ello intentaremos centrarnos en algunos
de los vectores presentes en toda articulación sistémica, así como en el tono que adquieren a
la luz del fenómeno posmoderno. En primer lugar, será importante esbozar su carácter on-
tológico y epistemológico, en la medida en que todo modo de posicionarse en el mundo remite
tanto a una idea de lo que es el fundamento de las cosas como, consecuentemente, a una cierta
manera de articular el conocimiento que tenemos de los fenómenos. Ello permitirá, en se-
gundo lugar, darle una base teórica a las manifestaciones del ethos posmoderno, sobre todo a
su expresión moral y política, aunque también nos apoyemos en la importancia que reclama
para sí la dimensión estética. Sin presumir necesariamente de un criterio de realización jerár-
quico, este esquema buscará aproximarnos a las piedras de toque de la posmodernidad, dar
cuenta de su articulación dinámica y, con ello, intentar apuntar a los restos que quedan en la
base del presente.
Con todo, es imprescindible que nos detengamos ante una aclaración metodológica. Di-
fícilmente podremos definir la posmodernidad; por no abundar en lo rápido que el término
se abrió a connotar un mero compartimento estanco. De eso se dio cuenta Umberto Eco,
quien en sus Apostillas a El nombre de la rosa (1984) apuntaba que, desde un momento dado, la
Por lo pronto, y viéndonos aún huérfanos de definición, el marco esbozado nos permite se-
guir el esquema que trazamos inicialmente, y con ello atenernos a las características en torno
a las cuales se mantiene relativo consenso. En este sentido, desde un enfoque estrictamente
ontológico, podemos decir que la posmodernidad terminó por afianzar la depotenciación del
ser de la metafísica tradicional, abandonando finalmente su condición trascendente y avan-
zando hacia su inmanentización total en el mero devenir de las cosas3: así, al iniciar su avatar
Deus sive natura. No obstante, se podrían reconocer otros casos previos en los que se encuentran similares movimientos del
pensar, como el de Séneca o Justo Lipsio, que sintetizaron gran parte de la física del estoicismo tardío; o bien en una expre-
sión de Plinio el Viejo en su Historia natural, en donde dice que “se confirma indudablemente el poder de la naturaleza y que
eso es lo que llamamos Dios”. La diferencia en el proceso de inmanentización posmoderno radicaría, sin embargo, en que
este ocurre a la sombra de un particular concepto de historia no elaborado en los casos mencionados previamente, y que es
capital de cara a lo que desarrollaremos a continuación. Para un repaso global del naturalismo en el estoicismo y el spinozis-
mo, véase: (Hoyos 2012).
4 Véase, especialmente, el capítulo VII “Mal y salvación: Agustín de Hipona” (pp. 515-605), donde se analiza la revolu-
ción cultural y religiosa que supuso el pensamiento de Agustín en orden a codificar las características de la individualidad
occidental, orientada a una salvación cuyo campo de batalla será la líbido y el espacio de la propia subjetividad personal.
5 Este poder, sin embargo, es matizado por el que fuera secretario de Bacon, además de una de las fuentes del pensamiento
político moderno. En efecto, en el Leviathan,Thomas Hobbes afirma: “The sciences, are small power” (Hobbes 1998, 59).
De aquí que se haya empezado a hablar de posthistoria. Esta expresión, elaborada por
Arnold Gehlen, remite a un cambio radical en el modo de experimentar tanto la historia
como el tiempo, en la medida en que “la historia de las ideas está conclusa” (Habermas
2008, 13). Ya no sólo se reconoce el carácter construído de la historia en la modernidad, sino
también su impronta ideológica, determinada por un concepto de progreso orientado al
perfeccionamiento técnico, así como a la realización de las utopías políticas más dispares7.
6 Un buen ejemplo de la enumeración anterior lo constituyen, además de la obra de Derrida, la dialéctica negativa de
Adorno y, sin duda, un referente de la sociología como Zygmunt Bauman. Si tuviéramos que destacar una constante en estos
casos –así como en otros, como el del propio Lyotard– sería la común referencia al pensamiento de Hegel como represen-
tante superlativo de aquello frente a lo cual se posiciona el pensamiento contemporáneo, el cual podríamos caracterizar, a la luz
de nuestra decisión heurística, como pensamiento posmoderno. En este juego de contrastes, en suma, la constitución de los
discursos se da en gran medida a la sombra de Hegel. Véase, al respecto: (Lyotard, 2012, 29); (Derrida 1967, 349); (Adorno
1984, 12 y sgts); y (Bauman 1997, 83).
7 Aquí habría que señalar una diferencia fundamental entre el pensamiento utópico en la modernidad y lo que Jameson
reconoce como la tendencia utópica en la posmodernidad. En el primer caso se buscan distintos modos de implementar el
ideal utópico, identificando los aspectos que deben cambiar, así como el potencial contenido de la alternativa que se pro-
yecta. Prueba de ello podrían ser las Tesis sobre Feuerbach de Marx, tal como lo analiza Ernst Bloch en El principio esperanza
(Bloch 2007, 295-338), donde la imagen se orienta hacia el hombre socializado, aliado con la naturaleza en mediación con él,
[dando lugar a] la reconstrucción del mundo en patria (2007, 338). En contraste, podríamos caracterizar el ideal utópico en el
contexto posmoderno como impotente: como recoge Jameson, su lema consiste en la famosa frase otro mundo es posible ( Ja-
meson 2012, 80). La pregunta evidente sería, ¿cuál?
8 Concretamente, el autor citado por Montaigne es el Séneca de las Cartas a Lucilio: “Calamitosus est animus futuri
anxius”.
9 Los versos en latín dicen: “Carpe diem, quam minimun credula postero”; mientras que la traducción propuesta por la
edición citada es: “échale mano al día, sin fiarte para nada del mañana”.
Sería necesario decir que una sentimentalidad de este tipo sólo ha podido desplegarse so-
bre unos presupuestos materiales y culturales sin los cuales habría sido inimaginable. Hasta
ahora habíamos destacado la importancia de la particular experiencia temporal como ele-
mento fundamental del ethos posmoderno; sin embargo, es probablemente el denominado
10 Esta expresión apunta a un horizonte común, aunque alguna palabra, así como su componente conceptual específico
haya variado en su recorrido. Inicialmente, la expresión respondía a lo que Walter Benjamin llamó la estetización de la po-
lítica, haciendo referencia con ello a la autoalienación de la humanidad, sometiendo su propia destrucción –determinada
por su subordinación al culto al caudillo fascista– a un goce estético (Benjamin 1989, 56-57). La causa de la subordinación
sería luego extendida a toda forma de totalitarismo por Horkheimer; aunque lo importante de la expresión se mantendrá
–tal como recuerda J.L. Pardo– en que aquello que se estetiza se reduce a sus componentes afectivos: “lo que puede lograrse
por medios racionales podría (...) conseguirse por medios pulsionales o inconscientes, intuitivos y no conceptuales” (Pardo
2016, 244-253). Dada esta tendencia, la estetización se vuelve totalmente transversal a la sociedad. Esto es la estetización del
mundo, tal como la han definido Lipovetsky y Serroy: impulsada por el capitalismo artístico, la estetización del mundo repre-
senta la estetización de la economía, creando un arte de las masas, haciendo de la vía estética y de los placeres un ideal para
todos; en suma, lo que nos acontece trata de una sociedad, una cultura y un individuo estético (Lipovetsky; Serroy 2013, 31;
36; 435).
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Llegados a este punto, la pregunta global sería: ¿aún nos reconocemos en esta imagen?
Ciertamente, detenernos –aunque sea a la manera de un esbozo– en algunos de los aspectos
más problemáticos de la posmodernidad ha sido importante en la medida en que esta palabra
cifra una serie de connotaciones que todavía nos interpela. Pero, ¿aún nos describe? ¿estamos
todavía en el horizonte que ella despliega? ¿ha acabado? Y, si así fuera: ¿qué queda de la posmo-
dernidad?
Si seguimos el esquema que nos ha guiado hasta ahora, quizás podamos iluminar estas
preguntas. El problema de la definición ha sido constante desde que Lyotard elevara la pa-
labra a denominación sistémica. A ello podríamos agregar que, efectivamente, cualquier
definición que pretenda englobar la totalidad de un periodo histórico será inevitablemente
limitada y, por tanto, superficial, dado que cada momento genera consigo una serie de aproxi-
maciones contra-culturales que disienten del tono general de la época. Se trata del conflicto
centro-periferia tematizado por los propios intelectuales posmodernos. Esto nos permite
decir que todo lo que hemos destacado hasta ahora se enfoca precisamente en los patrones
centrales del periodo histórico en cuestión. Ahora bien, el sólo hecho de que nos podamos
plantear las preguntas anteriores da cuenta de al menos dos aspectos: en primer lugar, de
11 El verso en alemán dice: “Freilich ist seltsam, die Erde nicht mehr zu bewohnen”.
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Por lo pronto, y volviendo a nuestro esquema inicial, sólo podemos certificar la persisten-
cia tanto de la ontología como de la epistemología posmoderna. El constructivismo se hace
patente en el uso generalizado de palabras como relato en múltiples ámbitos, como la publi-
cidad, los discursos políticos o las dinámicas empresariales. En este contexto, la capacidad
específicamente narrativa del ser humano ha quedado ya plenamente legitimada, como se
desprende –entre otros casos– de un ejemplo paradigmático en los últimos años, como es la
obra del bestseller mundial Y. N. Harari, en la que se destaca la influencia determinante de esta
capacidad en los grandes procesos de evolución de la especie (Harari 2016, 181-207). Sin
embargo, en aras de establecer distinciones, ello no ha impedido que se elaboren propuestas
importantes para desarticular la especificidad del constructivismo posmoderno. En el ám-
bito de la filosofía, en concreto, hay pensadores que pugnan por una vuelta al realismo filo-
sófico a ámbos lados del Atlántico (Rodriguez 2018). En la Europa continental, el reciente
movimiento autodenominado Nuevo Realismo, fundado por Maurizio Ferraris e impulsado
en los últimos años por Markus Gabriel, ha dinamizado el debate contra los presupuestos del
constructivismo. Pero no sólo eso: en palabras de Gabriel, el Nuevo Realismo pretende ser el
nombre de la era posterior a la posmodernidad (Gabriel 2015, 2). En este sentido, empezan-
do por una crítica de la epistemología kantiana y de la tradición que de ella deriva, en la que se
intenta deconstruir el peso transferido del objeto al sujeto que conoce (Ferraris 2010, 137),
el Nuevo Realismo argumenta que el individuo conoce el mundo tal y como es, en la medida
en que existen tanto los pensamientos que tenemos sobre las cosas como las cosas mismas; y
ello a diferencia del constructivismo, que se centra en la tendencia autoconstitutiva del sujeto
ya descrita, o bien del “viejo realismo”, en el que sólo se reconocía un mundo sin espectadores
(Gabriel 2015, 5-7)12.
12 Además de las referencias citadas, podría consultarse la antología de textos dedicada al nuevo realismo, con artículos de
autores de ambos lados del Atlántico: (De Caro; Ferraris 2012).
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Este debate en torno al sujeto y su relación con los hechos constitutivos del mundo no ha
merecido aún el estudio detallado de sus implicaciones sociales dentro del Nuevo Realismo,
aunque sí podamos reconocer su coherencia epocal a la luz de los conflictos presentes en las
democracias occidentales durante las últimas décadas. Pensemos sino en uno de sus ejemplos
más extremos, el de la consejera presidencial de Donald Trump, Kellyanne Conway, quien,
intentando defender al secretario de prensa de la Casa Blanca –Sean Spicer– sugirió que este
solamente estaba dando hechos alternativos (Alternative facts) al decir que la asistencia a la
inauguración de la presidencia de Trump había sido la mayor de la historia. Spicer argumen-
taba que unas imágenes previamente difundidas -las cuales mostraban que la inauguración
de Obama en el año 2009 había concitado a muchas más personas- no daban cuenta de la
cantidad real, dado el efecto visual que habría generado el suelo que cubría el National Mall,
recientemente pintado de blanco. La verificación de las imágenes demostraba que esa afir-
mación era claramente insostenible; sin embargo, ya teníamos una expresión para los análes:
Alternative facts. En este sentido, el periodista Matthew D’Ancona, en un libro reciente de-
dicado al mediático concepto de pos-verdad (post-truth) y a las condiciones que lo han hecho
posible, lleva a cabo una genealogía del mismo y sitúa a la posmodernidad y al relativismo
derivado de su posición constructivista en la base de anécdotas como la antes mencionada
(D’Ancona 2017, 89-109). El caso es que, en última instancia, el carácter anecdótico de este
tipo de historias son los signos visibles de una estrategia orientada a la legitimación de vi-
rajes reaccionarios en múltiples regímenes políticos, amparándose en la normalización del
relativismo en todas las esferas de la sociedad. Bajo estas nuevas condiciones, gran parte de
los actuales grupos de extrema derecha responden a lo que Enzo Traverso ha calificado como
posfascismo: sin pasar por alto su matriz histórica, estos nuevos movimientos –como el Front
National en Francia, Alternative für Deutschland en Alemania o el caso de Trump en EE.UU–
se diferencian del fascismo tradicional en el hecho de que pertenecen a un régimen histórico
específico (el de comienzos del siglo XXI), cuyo contenido ideológico es fluctuante y, por
momentos, contradictorio (Traverso 2018, 19); por tanto, con una mayor capacidad de adap-
tación a las oscilaciones del debate público; aunque su fijación se mantenga habitualmente
en la diferencia étnica y cultural –específicamente la de origen islámico– como fuente de los
problemas económicos y sociales (Bernabé 2018, 197-198).
El éxito de posiciones como la anterior responde, en última instancia, a unas condiciones sis-
témicas concretas que nos alcanzan hasta el presente. En efecto, tras el final de la Segunda Gue-
rra Mundial, la democracia liberal y el modelo capitalista en la europa occidental se aseguró un
crecimiento económico que asentó la forma de sociedad que conocemos hasta hoy ( Judt 2005,
324-359); de manera que cuando el espectro de la revolución volvió a acontecer en la década de
1960, lo hizo bajo nuevos presupuestos (2005, 390-421). En este sentido, 1968 ha constituido
sin duda un precedente fundamental para el imaginario de lucha social en las democracias ac-
tuales. Dado el éxito de los mecanismos orientados al consenso, los imperativos revolucionarios
del pasado se transformaron: aquí se encuentra el paso “del predominio de las luchas materiales
a las luchas simbólicas” (Fernández Gonzalo 2018, 20-21). No es extraño que en este contexto
haya sido recuperado un pensador como Antonio Gramsci, quien precisamente llevó a cabo
una transformación epistémica del marxismo tradicional a través de conceptos fundamentales
como el de hegemonía, cuya forma original apunta a una reforma de la conciencia orientada a la
reconfiguración de aquello que se entiende por sentido común, con el objetivo de transformar
los límites de lo legítimo en el marco cultural (Gramsci 2018, 201-203). Con ello, podemos
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c. Políticas de la afectividad
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