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¿QUÉ QUEDA DE LA POSMODERNIDAD?

ESTUDIO INTRODUCTORIO
Gonzalo Moncloa Allison
Universitat Pompeu Fabra
Spain
gmma23j@gmail.com

T odavía recordamos aquella frase impotente con la que George Steiner daba inicio a
sus Gramáticas de la creación: “No nos quedan más comienzos” (Steiner 2011, 17). Y esto, aun-
que sea de manera indirecta, da cuenta en muchos aspectos de la misma impotencia en la que
puede caer aquel que se aproxima al fenómeno posmoderno. Desde ya siempre in media res, la
palabra que nos concita parece arrojarnos a la resignación del lugar común, de modo que de-
bemos comenzar con un artificio, diciendo: ayer y hoy, la posmodernidad se resiste a una de-
finición. Esta resistencia, sin embargo, todavía puede decirnos algo; aunque penetrar en ella
implique transitar por algunas estancias en la arquitectura de nuestro tiempo. Como todo
fenómeno sistémico, la falta de consenso en torno a su delimitación conceptual se manifiesta
en múltiples niveles de realización, entre referencias cruzadas y constantes reelaboraciones
conceptuales, lo cual hace difícil su ilustración. Por ello intentaremos centrarnos en algunos
de los vectores presentes en toda articulación sistémica, así como en el tono que adquieren a
la luz del fenómeno posmoderno. En primer lugar, será importante esbozar su carácter on-
tológico y epistemológico, en la medida en que todo modo de posicionarse en el mundo remite
tanto a una idea de lo que es el fundamento de las cosas como, consecuentemente, a una cierta
manera de articular el conocimiento que tenemos de los fenómenos. Ello permitirá, en se-
gundo lugar, darle una base teórica a las manifestaciones del ethos posmoderno, sobre todo a
su expresión moral y política, aunque también nos apoyemos en la importancia que reclama
para sí la dimensión estética. Sin presumir necesariamente de un criterio de realización jerár-
quico, este esquema buscará aproximarnos a las piedras de toque de la posmodernidad, dar
cuenta de su articulación dinámica y, con ello, intentar apuntar a los restos que quedan en la
base del presente.

I. ¿Qué fue la (pos)modernidad?

Con todo, es imprescindible que nos detengamos ante una aclaración metodológica. Di-
fícilmente podremos definir la posmodernidad; por no abundar en lo rápido que el término
se abrió a connotar un mero compartimento estanco. De eso se dio cuenta Umberto Eco,
quien en sus Apostillas a El nombre de la rosa (1984) apuntaba que, desde un momento dado, la

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palabra empezó a servir para cualquier cosa (Eco 1984, 27)1. A pesar de ello, este no dudó en
calificar la posmodernidad como una actitud, lo cual redundaría en la relativización de la pro-
pia palabra convirtiéndola en un potencial denominador de otros momentos históricos. Este
punto es de vital importancia a la hora de identificar los fundamentos de toda deriva metodo-
lógica orientada a tematizar el fenómeno. En efecto, la calificación de actitud puede llegar a
disentir de una aproximación de carácter, digamos, cronológica; y aquí reside, en gran medida,
el conflicto en la base del sonado debate entre J.F. Lyotard y Jürgen Habermas, abriendo la
duda en torno a la existencia de la propia posmodernidad2. Y es que una metodología que
parta de una modalidad psicológica tal como la actitud y otra que se afirme en lo propio de
una cierta filosofía de la historia difícilmente podrán hallar un acuerdo en sus fundamentos.
Siendo estas dos influyentes aproximaciones al fenómeno, no hará falta abrirse a muchas
otras interpretaciones para llegar a lo que sería una primera conclusión: parece que no esta-
mos en condiciones de afirmar rotundamente la existencia de la posmodernidad.
De aquí que sea imprescindible recurrir a una decisión heurística: hacer como si esta hu-
biera existido. Sin duda, este fenómeno tiene un carácter entitativo: más allá de que se crea
o no en los valores que promueve, o en su realidad empírica, la cantidad ingente de debates
(en gran medida registrados bibliográficamente) dan cuenta de que algo ha ocurrido bajo
el nombre de posmodernidad. Luego, habiendo aceptado esta condición básica, es necesario
distinguir entre posmodernismo y posmodernidad, tal como ha hecho Frederic Jameson en uno
de sus últimos retornos al problema ( Jameson 2012, 29-30). De esta manera podremos decir,
en primer lugar, que el posmodernismo remite a una serie de procedimientos estéticos y que, en
cuanto movimiento o tendencia, se encuentra fundamentalmente agotado. En segundo lu-
gar, diremos que la posmodernidad supone una denominación sistémica, por tanto, de carácter
transversal, lo cual implica tanto los mecanismos culturales como su interacción con la esfera
política, ética, económica o estética, entre otras. Será oportuno agregar que el posmodernis-
mo y la posmodernidad coincidieron en un momento dado, aunque el segundo momento
terminó por exceder la especificidad del primero. Con esto queda esbozado un marco rela-
tivamente inteligible. Pero, ¿podemos decir que nos encontramos aún en el horizonte de la
posmodernidad? Jameson parece apuntar a ello (2012, 20-21); aunque haya elementos para
no dar esto por sentado.

a. Los fundamentos de la negatividad posmoderna

Por lo pronto, y viéndonos aún huérfanos de definición, el marco esbozado nos permite se-
guir el esquema que trazamos inicialmente, y con ello atenernos a las características en torno
a las cuales se mantiene relativo consenso. En este sentido, desde un enfoque estrictamente
ontológico, podemos decir que la posmodernidad terminó por afianzar la depotenciación del
ser de la metafísica tradicional, abandonando finalmente su condición trascendente y avan-
zando hacia su inmanentización total en el mero devenir de las cosas3: así, al iniciar su avatar

1  También Lyotard da cuenta de esta deriva: (Lyotard 2012, 41).


2  Para una visión general del debate, puede consultarse: (Rorty 1984). Por otro lado, el conflicto en torno a la historia y la
posmodernidad, desde la perspectiva de Lyotard, está reformulado en: (Lyotard 2012, 35-47); mientras que las considera-
ciones de Habermas se encuentran en su primer ensayo sobre el tema: (Habermas 1985); así como ampliamente desarrolla-
do en su reconocida obra, El discurso filosófico de la modernidad: (Habermas 2008).
3  Si decimos que la posmodernidad terminó este proceso es porque debemos hacer énfasis en el hecho de que la inmanen-
tización del ser es un fenómeno que ha tenido precedentes históricos determinantes. Probablemente el caso más influyente
sea el de Spinoza, con la asimilación que establece entre Dios y Naturaleza, tal como ha quedado cristalizada en la expresión

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histórico, el ser –es decir, lo que tradicionalmente se entendía como la realidad esencial de las
cosas– pasaba a estar disponible para cualquier tipo de manipulación (Heidegger 2013, 33).
De modo que la verdad, aquella instancia consustancial al ser a la que nos orientábamos como
meta para dar cuenta de este, pasó a reconocerse como el resultado de una mera construcción,
constituyendo el núcleo constructivista en el que se funda la negatividad de la epistemología
posmoderna. Es aquí, en su carácter negativo, donde aparece precisamente la imposibilidad
de un cierre conceptual. Ello se observa al momento de contrastar las tendencias latentes en
la posmodernidad y en su precedente sistémico: el prefijo pos- siempre remite a un posicio-
namiento crítico frente a eso que tradicionalmente se toma por modernidad; y esta no sólo
tiende a ser visiblemente propositiva, sino también a fundar sus planteamientos en la solidez
de los mismos.
Un ejemplo lo encontraríamos en Descartes abriendo el periodo con la propuesta de un
método. La importancia de este giro radica en que inicia un proceso de alienación del mundo
que encuentra en la conciencia la única garantía de aproximación a lo real (Arendt 2005, 319):
la radicalización moderna de la subjetividad, abierta por el cristianismo (Villacañas 2016)4,
articuló la individualidad bajo la idea de sujeto, agente que opera desde un pensar repre-
sentativo que se figura la objetividad de las cosas a través de un proceso metódico específico
(Heidegger 2000, 378-379). Esta agencia implica, como puede intuirse, un carácter creativo:
el sujeto puede conocer aquello que elabora a través de su imaginación, como bien supo sin-
tetizar Kant (1956, B152); pero también reclama para sí el monopolio de lo real en la propia
autofundamentación del saber. El sujeto moderno conquista la realidad. De ahí la conocida
frase atribuida a Francis Bacon: el conocimiento es poder (Scientia potentia est)5.
No está de más notar que la autofundamentación positiva del saber en la modernidad
supone un claro avance del constructivismo posmoderno. Ahora bien, la actitud hipercrítica
derivada de la duda ante cualquier construcción sienta la base de la negatividad a la que alu-
díamos previamente. Esto, además de la problematización de la realidad del sujeto y su capa-
cidad de agencia, imposibilitaría cualquier definición que se pretenda sólida: ya sea median-
te un procedimiento analítico, basado en la contraposición de ámbitos y el establecimiento
de límites; la dialéctica, orientada a una síntesis luego de un proceso de comunión entre tesis
y antítesis; o bien la lógica deductiva, amparada en una definición genética; en cualquier
caso, todos estos métodos serán improcedentes ante una mirada que dude de cualquier po-
sibilidad fáctica de fundamentación. En este sentido, no habría que desestimar la influencia
que ha tenido la obra de Martin Heidegger en la posmodernidad. Especialmente en las eta-
pas posteriores a Ser y tiempo (1927), su pensamiento se dedicó a una crítica sistemática de
aquello que J. Derrida calificó como metafísica de la presencia (Derrida 1967, 15-41), inten-
tado llevar a cabo la depotenciación del sujeto y sus tendencias racionales. Estas se basaban,

Deus sive natura. No obstante, se podrían reconocer otros casos previos en los que se encuentran similares movimientos del
pensar, como el de Séneca o Justo Lipsio, que sintetizaron gran parte de la física del estoicismo tardío; o bien en una expre-
sión de Plinio el Viejo en su Historia natural, en donde dice que “se confirma indudablemente el poder de la naturaleza y que
eso es lo que llamamos Dios”. La diferencia en el proceso de inmanentización posmoderno radicaría, sin embargo, en que
este ocurre a la sombra de un particular concepto de historia no elaborado en los casos mencionados previamente, y que es
capital de cara a lo que desarrollaremos a continuación. Para un repaso global del naturalismo en el estoicismo y el spinozis-
mo, véase: (Hoyos 2012).
4  Véase, especialmente, el capítulo VII “Mal y salvación: Agustín de Hipona” (pp. 515-605), donde se analiza la revolu-
ción cultural y religiosa que supuso el pensamiento de Agustín en orden a codificar las características de la individualidad
occidental, orientada a una salvación cuyo campo de batalla será la líbido y el espacio de la propia subjetividad personal.
5  Este poder, sin embargo, es matizado por el que fuera secretario de Bacon, además de una de las fuentes del pensamiento
político moderno. En efecto, en el Leviathan,Thomas Hobbes afirma: “The sciences, are small power” (Hobbes 1998, 59).

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a juicio del pensador alemán, en el dominio de lo real mediante un pensar re-presentativo
que determinaba al objeto en lugar de abrirse a la experiencia que este pudiera ofrecer (Hei-
degger 2013, 46; 2000, 232-233). Ello fundamentaría el antropocentrísmo dominante, ha-
ciendo necesaria la desarticulación del concepto de sujeto con el objetivo de des-centrarlo
de su panóptico imaginario. En síntesis, esta tesis abriría un horizonte que permitió hablar,
ya en plena posmodernidad, de la era de la muerte del sujeto ( Jameson 1985, 114). Los nom-
bres a mencionar en este contexto serían innumerables: desde Lévi-Strauss hasta Foucault,
pasando por Vattimo o Lacan, entre otros, la tendencia consistió precisamente en reconocer
la fragilidad del sujeto, así como los fantasmas de su creación y, por último, la necesidad de
aplacar sus instintos de dominación.
Luego, en la medida en que se problematiza el fundamento de cualquier estructura, sólo
nos quedaría dar pasos a cuesta de métodos que tiendan a la diferenciación. De aquí el éxito
de ontologías o estéticas “negativas”, de la différance derridiana o, entre otros aspectos, de
la metáfora líquida en la sociología contemporánea6. Ello no implica, por otro lado, que la
posmodernidad no sea propositiva; sin embargo el tono remite habitualmente a una cierta
oscilación dinámica en medio de los llamados juegos del lenguaje, con miras a la realización
pragmática del discurso: se trata de una cierta liquidez en la que potencialmente se impone
el gesto y la búsqueda de su efecto, orientado a la consecución de experiencias. Es desde este
horizonte que debería entenderse la posición de Lyotard frente a Habermas: la relevancia de
la noción de performance en el pensador francés remite precisamente a lo que hemos descri-
to (Lyotard 1979, 98-101), amparándose en una retórica funcionalmente equivalente a las
prácticas artísticas posmodernistas. En esta línea, toda propuesta cristaliza bajo una figura
que sin duda podría fijarse en el repertorio de aquello que ha quedado de la posmodernidad:
palabras como relato -o metarrelato: término restringido para momentos solemnes- subli-
man literariamente la esencia constructivista de la posmodernidad. La realidad adquiere el
estatuto de una ficción: “no hay nada fuera del texto”, diría Derrida (1967, 227). Y esto opera
tanto para la elaboración de propuestas como para el análisis de los procesos históricos pre-
existentes: la historiografía pasa a ser analizada como un género literario que pone en juego
un conjunto de recursos retóricos para su expresión (Vattimo 1987, 16).

b. El tiempo y el espacio del ethos posmoderno

De aquí que se haya empezado a hablar de posthistoria. Esta expresión, elaborada por
Arnold Gehlen, remite a un cambio radical en el modo de experimentar tanto la historia
como el tiempo, en la medida en que “la historia de las ideas está conclusa” (Habermas
2008, 13). Ya no sólo se reconoce el carácter construído de la historia en la modernidad, sino
también su impronta ideológica, determinada por un concepto de progreso orientado al
perfeccionamiento técnico, así como a la realización de las utopías políticas más dispares7.

6  Un buen ejemplo de la enumeración anterior lo constituyen, además de la obra de Derrida, la dialéctica negativa de
Adorno y, sin duda, un referente de la sociología como Zygmunt Bauman. Si tuviéramos que destacar una constante en estos
casos –así como en otros, como el del propio Lyotard– sería la común referencia al pensamiento de Hegel como represen-
tante superlativo de aquello frente a lo cual se posiciona el pensamiento contemporáneo, el cual podríamos caracterizar, a la luz
de nuestra decisión heurística, como pensamiento posmoderno. En este juego de contrastes, en suma, la constitución de los
discursos se da en gran medida a la sombra de Hegel. Véase, al respecto: (Lyotard, 2012, 29); (Derrida 1967, 349); (Adorno
1984, 12 y sgts); y (Bauman 1997, 83).
7  Aquí habría que señalar una diferencia fundamental entre el pensamiento utópico en la modernidad y lo que Jameson
reconoce como la tendencia utópica en la posmodernidad. En el primer caso se buscan distintos modos de implementar el
ideal utópico, identificando los aspectos que deben cambiar, así como el potencial contenido de la alternativa que se pro-

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La aproximación posmoderna ve en ello una proliferación de narraciones que se tejen y se
destejen a través del tiempo, en una experiencia que se aproxima más –como apuntó Vatti-
mo– a la imagen del eterno retorno nietzcheana que a la linealidad del progreso (Vattimo
1987, 14-18; 97-98). Por ello Borges –cuyo influjo en el imaginario y el pensamiento pos-
moderno es aún difícil de calibrar– habría actuado como un profeta cuando dijo en su pró-
logo a La invención de Morel (1940), de Bioy Casares, que se creía “libre de toda superstición
de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de
mañana” (Borges 2017, 86). Esta intuición será determinante en la medida en que la frase
cifra la experiencia posmoderna del tiempo en cuanto a la relativización del carácter crono-
lógico de la historia, difuminándolo en una gran sincronía temporal en la que se hibridan
unos relatos con otros, en un proceso de descontextualización y recontextualización cons-
tante.

b.1 El presente eterno

En cierto sentido, ya no hay historia, ni arqueología en la que arraigar. Y aquí el esquema


puede resultar perverso: el escepticismo posmoderno frente a todo proyecto futuro, más aún,
frente a toda teleología, desplazó la mirada hacia el origen: ejemplo de ello son las obsesiones
por las búsquedas genéticas, las metodologías genealógicas o bien, en el ámbito de las ciencias
naturales, por la historia de la materia hasta llegar al Big Bang. Hasta aquí el temperamento
de la época no se alejaba –en parte– del espíritu de la modernidad, que persistía en conocer
sus comienzos –ya sean individuales, sociales o cósmicos-, a pesar de reconocer la imposibi-
lidad de tematizar efectivamente su origen. Pensemos en el género novela, consustancial a la
modernidad en la medida en que responde a un modo similar de entender la temporalidad:
aquí orientarse al pasado no implica una garantía de salvación, sino una condición de certi-
dumbre para el presente. Esto fue argumentado por Hans Blumenberg, quien reconoció pre-
cisamente en A la Recherche du temps perdu (1913-1927) de Proust un caso eminente en la so-
fisticación de buscar un comienzo constituyente: el comienzo de esa obra es que no podemos tener
comienzo y sin embargo no estamos en situación de renunciar a él (Blumenberg 2004, 15-22). No
obstante, el enfoque constructivista de la episteme posmoderna destacaba el carácter narrati-
vo y artificial de todo origen a la sombra de la negatividad, eclipsando la mirada hasta el punto
de no dejar más que el ahora. En efecto, ya no se trata aquí de aquel remanente estoico que
avoca a centrarse en el presente y que todavía podemos encontrar en la jovialidad de un autor
moderno como Michael de Montaigne (Montaigne 2007, 20)8; ni en la famosa expresión
de Horacio, que significativamente ha hecho tanta fortuna en nuestro tiempo: carpe diem
(Horacio 2007, 271)9. El aquí y ahora no es una opción en la sentimentalidad posmoderna, es
su destino; y así se codifica la angustia del que vive en un constante in media res, sin pasado y
sin futuro legitimable, atrapado en la eternidad del ahora, como los personajes de Beckett en

yecta. Prueba de ello podrían ser las Tesis sobre Feuerbach de Marx, tal como lo analiza Ernst Bloch en El principio esperanza
(Bloch 2007, 295-338), donde la imagen se orienta hacia el hombre socializado, aliado con la naturaleza en mediación con él,
[dando lugar a] la reconstrucción del mundo en patria (2007, 338). En contraste, podríamos caracterizar el ideal utópico en el
contexto posmoderno como impotente: como recoge Jameson, su lema consiste en la famosa frase otro mundo es posible ( Ja-
meson 2012, 80). La pregunta evidente sería, ¿cuál?
8  Concretamente, el autor citado por Montaigne es el Séneca de las Cartas a Lucilio: “Calamitosus est animus futuri
anxius”.
9  Los versos en latín dicen: “Carpe diem, quam minimun credula postero”; mientras que la traducción propuesta por la
edición citada es: “échale mano al día, sin fiarte para nada del mañana”.

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Esperando a Godot. La obsesión por el origen casaba bien con un imaginario carente de futuro,
pero la mirada que ve artifício en cada aproximación al pasado termina por sentar los funda-
mentos de la distopía del presente, impidiendo tejer las costuras abiertas del tiempo.
Convendría agregar aquí que el ethos posmoderno, acosado por el nihilismo y la particular
angustia arriba descrita, avanza en su aproximación a lo real a la manera de un ejercicio esté-
tico. Esto se haría patente en términos sistémicos a través de la absorción de los mecanismos
del arte posmodernista en la sociedad, fundamentalmente a fuerza de penetración en los
hogares a través de la publicidad y la televisión, así como del conjunto de nuevas prácticas lle-
vadas a cabo por el mercado, en lo que supuso –a su vez– una nueva mutación en la lógica del
capital. Aquí resulta tentador recurrir a aquella famosa frase marxiana que abría El dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte. Intentando completar a Hegel, apuntaba Marx que en la histo-
ria las cosas parecen repetirse dos veces, “la primera como tragedia y la segunda como farsa”
(Marx 1968, 13): así, la emancipación a través del arte defendida por el romanticismo fue
recuperada por la intelectualidad posmoderna volviéndose en su contra, anestesiando artís-
ticamente a la sociedad. Esto es la estetización del mundo10: el uso de las técnicas del collage, el
kitsch o el pastiche dieron el salto a la publicidad o la moda; mientras que los procedimientos
de carácter metanarrativo en la literatura o el cine pasaron a impregnar las series de televisión
mainstream. Inicialmente, los gestos irónicos que estos procedimientos suponían para el arte
de posguerra remitían a una postura de rebelión juvenil con miras a una liberación mental,
de acuerdo con el distanciamiento crítico que descansa en los mecanismos retóricos de la
ironía: así lo analizó David Foster Wallace en un lúcido ensayo que ciertamente hizo época.
Su análisis, sin embargo, no terminaba allí. También apuntó que la negatividad de la ironía
tiene una función destructiva que sirve, de algún modo, para limpiar un terreno anquilosado;
pero que la persistencia en ella puede derivar en un sentimiento de fatiga, vacío y opresión.
La ética determinada por el modelo irónico, la sentimentalidad fría de la mirada distante y la
media sonrisa desconfiada, ha supuesto la cárcel desde la que cualquier atisbo de valor, emo-
ción o vulnerabilidad es visto como el crimen de la ingenuidad (Foster Wallace 2012, 81-85).
Persistir en la actitud irónica deriva en razón cínica; y esto está en la base de la erosión de los
vínculos humanos, siempre necesitados de un mínimo margen para el desplegamiento de la
fragilidad que se implica en toda comunicación de la propia intimidad.

b.2 El giro espacial

Sería necesario decir que una sentimentalidad de este tipo sólo ha podido desplegarse so-
bre unos presupuestos materiales y culturales sin los cuales habría sido inimaginable. Hasta
ahora habíamos destacado la importancia de la particular experiencia temporal como ele-
mento fundamental del ethos posmoderno; sin embargo, es probablemente el denominado

10  Esta expresión apunta a un horizonte común, aunque alguna palabra, así como su componente conceptual específico
haya variado en su recorrido. Inicialmente, la expresión respondía a lo que Walter Benjamin llamó la estetización de la po-
lítica, haciendo referencia con ello a la autoalienación de la humanidad, sometiendo su propia destrucción –determinada
por su subordinación al culto al caudillo fascista– a un goce estético (Benjamin 1989, 56-57). La causa de la subordinación
sería luego extendida a toda forma de totalitarismo por Horkheimer; aunque lo importante de la expresión se mantendrá
–tal como recuerda J.L. Pardo– en que aquello que se estetiza se reduce a sus componentes afectivos: “lo que puede lograrse
por medios racionales podría (...) conseguirse por medios pulsionales o inconscientes, intuitivos y no conceptuales” (Pardo
2016, 244-253). Dada esta tendencia, la estetización se vuelve totalmente transversal a la sociedad. Esto es la estetización del
mundo, tal como la han definido Lipovetsky y Serroy: impulsada por el capitalismo artístico, la estetización del mundo repre-
senta la estetización de la economía, creando un arte de las masas, haciendo de la vía estética y de los placeres un ideal para
todos; en suma, lo que nos acontece trata de una sociedad, una cultura y un individuo estético (Lipovetsky; Serroy 2013, 31;
36; 435).

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giro espacial lo que mejor caracterice a la posmodernidad a la hora de identificar la dinámica
entre el individuo y su participación tanto en las nuevas modalidades políticas como en su re-
novada aproximación intelectual al mundo. De manera preliminar, es posible aceptar aquello
que apunta Sloterdijk cuando dice que, desde la tardo-modernidad, las personas iniciaron un
proceso por el cual dejaron de reconocerse bajo el paradigma de la patria y el suelo para co-
menzar a relacionarse a través de la imagen del ferrocarril, las terminales y, en general, nuevas
posibilidades de enlace: “el mundo es para ellos una hiperesfera conectada en red” (Sloterdijk
1994, 68). En este punto no habría que desestimar el hecho de que Lyotard haya elevado la
noción de posmodernidad a fórmula de carácter sistémico amparado en gran medida en un
nuevo estilo originado precisamente en la arquitectura (Lyotard 2012, 89 y sgts). La metá-
fora espacial que transita bajo esta decisión adquiere pronto plena legitimidad si tomamos
en cuenta dos aspectos generales: los cambios en las condiciones materiales y culturales de la
socio-política posmoderna y el particular horizonte de pensamiento que deriva de ello.
En primer lugar, por tanto, es importante reconocer la conexión entre la posibilidad de
existencia de la posmodernidad como tal, la globalización, las tecnologías de la comunica-
ción y el capitalismo financiero ( Jameson 2012, 32). El modo de utilizar la informática redu-
ce la distancia espacial a una simultaneidad temporal que favorece la circulación de capitales
en un mercado progresivamente interconectado. Especialmente a partir de 1989, tras la caída
del muro de Berlín y con la subsiguiente disolución de la política de bloques después del final
de la Unión Soviética (1991), el naciente multilateralismo político y económico condicio-
nará las legislaciones nacionales favoreciendo precisamente los tratados de libre comercio,
lo cual trazará el perfil de la nueva globalización. En efecto, dadas estas circunstancias, pocos
se han atrevido a certificar la muerte del Leviathan, aunque sí su agonía: el modelo del Esta-
do-Nación teorizado por T. Hobbes al principio de la modernidad se fundaba en la sinergia
entre pueblo, territorio y soberanía, estableciendo su orden sobre un eje que distinguía entre el
afuera y el adentro; y esto último es fundamental a la hora de identificar la novedad del nuevo
orden globalizado: dado que la experiencia histórica da cuenta tanto de la interdependencia
entre estados así como de la creación del mercado moderno a partir de la toma de contacto
con América, la originalidad de la actual globalización consiste en la pérdida de soberanía
del Estado-Nación tradicional, territorialmente cerrado (Marramao 2006, 47-48). Y esto se
acentuará en términos culturales ante la realización efectiva de uno de los signos formales de
la cultura posmoderna: la hibridación. Esta, sin embargo, no es una opción, sino una necesi-
dad derivada de lo que G. Marramao ha llamado la paradoja de la globalización: la combina-
ción de comunicación mediática y migraciones de masas en un mundo-globo transnacional
crea comunidades en diáspora obligadas a llevar a cabo la producción global de la localidad; lo
cual significa que, ante la falta de arraigo (y de sentido) en un lugar “propio”, nos encontramos
ya inmersos en comunidades imaginadas en constante mutación, donde se hibridan diversos
signos culturales con el objetivo de tejer nuevas identidades (2006, 42-43).
Consecuentemente, estas circunstancias han abierto –en segundo lugar– un nuevo ho-
rizonte de pensamiento de marcado acento topológico. Tanto a nivel existencial (ontológico)
como ético, político o estético, la perspectiva espacial ha supuesto una renovada oportunidad
para pensar nuestra condición. Y ello es así porque la propia evolución de la sociedad in-
dustrial, sus mecanismos técnicos y la naciente globalización fueron produciendo un senti-
miento de desarraigo que, directa o indirectamente, sembró la semilla de una reflexión sobre
el (propio) espacio. Pensemos sino en un ejemplo en los albores del siglo XX, donde Reiner
Maria Rilke decía –en la primera de las Elegías de Duino (1922)– que “en verdad es extraño

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no habitar ya la tierra” (Rilke 1999, 19)11; y ello sin remitir a la imagen violenta de la tierra
devastada de T.S. Eliot o a las preguntas por el lugar del hombre en el cosmos, a tenor del título
homónimo de la influyente obra de Max Scheler (1928). Desde este punto de vista no es ex-
traño que Martin Heidegger haya llegado a caracterizar la última etapa de su pensamiento
bajo la expresión de Topologías del ser, tal como se desprende de uno de los Seminarios de Le
Thor (1968) (Berciano 1991, 12); o bien que Gaston Bachelard se haya entregado a lo que él
llamó una topofilia en su influyente Poética del espacio (1957), donde buscaba aproximarse a
aquellos espacios íntimos y felices distinguidos por su valor de protección, tales como la casa
(Bachelard, 2000, 22). En esta línea, aunque desde una perspectiva socio-política, se encuen-
tra la obra de Henri Lefebvre, quien desarrolló una amplia línea de pensamiento en torno a la
articulación del espacio urbano y que cristalizaría en su obra magna, La producción del espacio
(1974). Su análisis comprometido con la necesidad de un urbanismo que reconozca las di-
ferencias como elemento fundamental del tejido comunitario ha tenido una gran influencia,
especialmente en el ámbito anglosajón, en pensadores tales como David Harvey o Edward
Soja, entre otros; y ha contribuído a tematizar aspectos tan importantes como el derecho a la
ciudad de cada individuo o el acento ideológico presente en la distribución material de los
centros urbanos (Lefebvre 2013). En su conjunto, aquello que podríamos destacar de estos
tres ejemplos paradigmáticos sería una sensibilidad particular que intenta pensar las posibi-
lidades del habitar en un contexto dominado por la razón instrumental y la rapidez frenética
que moviliza la sociedad industrializada. Bajo esta condición, sólo nos queda afirmar que el
pensamiento asediado por la progresiva pérdida de territorio en la posmodernidad parece su-
blimar –a la manera de aspiración– aquella frase mística que se cantaba en el Parsifal de Wag-
ner: en el primer acto, Gurnemanz le dice al héroe errante que al Grial no conduce ningún
camino, sino que su experiencia es de otro carácter, y sentencia: hijo, aquí el tiempo se convierte
en espacio.

II. Los restos de la posmodernidad

Llegados a este punto, la pregunta global sería: ¿aún nos reconocemos en esta imagen?
Ciertamente, detenernos –aunque sea a la manera de un esbozo– en algunos de los aspectos
más problemáticos de la posmodernidad ha sido importante en la medida en que esta palabra
cifra una serie de connotaciones que todavía nos interpela. Pero, ¿aún nos describe? ¿estamos
todavía en el horizonte que ella despliega? ¿ha acabado? Y, si así fuera: ¿qué queda de la posmo-
dernidad?
Si seguimos el esquema que nos ha guiado hasta ahora, quizás podamos iluminar estas
preguntas. El problema de la definición ha sido constante desde que Lyotard elevara la pa-
labra a denominación sistémica. A ello podríamos agregar que, efectivamente, cualquier
definición que pretenda englobar la totalidad de un periodo histórico será inevitablemente
limitada y, por tanto, superficial, dado que cada momento genera consigo una serie de aproxi-
maciones contra-culturales que disienten del tono general de la época. Se trata del conflicto
centro-periferia tematizado por los propios intelectuales posmodernos. Esto nos permite
decir que todo lo que hemos destacado hasta ahora se enfoca precisamente en los patrones
centrales del periodo histórico en cuestión. Ahora bien, el sólo hecho de que nos podamos
plantear las preguntas anteriores da cuenta de al menos dos aspectos: en primer lugar, de

11  El verso en alemán dice: “Freilich ist seltsam, die Erde nicht mehr zu bewohnen”.

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que se reconoce la legitimidad de la posmodernidad en cuanto forma sistémica diferenciada;
y, en segundo lugar, que nos encontramos ante un desplazamiento significativo respecto a
su epicentro conceptual. Es posible que aquí, en virtud de la epistemología posmoderna, se
argumente que la decisión heurística tomada en un inicio determina tanto el camino traza-
do como las conclusiones, lo que denota el carácter artificial de todo este texto, así como su
dimensión meramente narrativa. A lo que se podría responder que la toma de postura frente
a cualquier fenómeno no sólo depende de la experiencia que se haga del mismo, sino que
también reclama una distancia intelectual que lo objective a través de un proceso racional en
orden a iniciar un nuevo nivel de relación con la materia a tratar, más allá de que luego deba
ser matizado o reciba una articulación susceptible de ser caracterizada como un relato.
El hecho de que planteemos esto supone en sí mismo un ejemplo de distanciamiento
respecto a los postulados de la episteme posmoderna dominante; lo cual produce consigo
un desplazamiento que nos permite hablar de restos, dando legitimidad a la pregunta: ¿qué
queda de la posmodernidad? Con todo, la cuestión que quedará pendiente y que excede tanto
las posibilidades de este monográfico como –acaso– del tiempo que nos envuelve será si este
desplazamiento, así como la tematización de los restos, se encuentra dentro del horizonte
de la posmodernidad, es decir, si responde solamente a una mutación dentro de sus propias
lógicas; o bien si nos encontramos en la aurora de un nuevo fenómeno sistémico, abierto a su
realización.

a. Variaciones del constructivismo

Por lo pronto, y volviendo a nuestro esquema inicial, sólo podemos certificar la persisten-
cia tanto de la ontología como de la epistemología posmoderna. El constructivismo se hace
patente en el uso generalizado de palabras como relato en múltiples ámbitos, como la publi-
cidad, los discursos políticos o las dinámicas empresariales. En este contexto, la capacidad
específicamente narrativa del ser humano ha quedado ya plenamente legitimada, como se
desprende –entre otros casos– de un ejemplo paradigmático en los últimos años, como es la
obra del bestseller mundial Y. N. Harari, en la que se destaca la influencia determinante de esta
capacidad en los grandes procesos de evolución de la especie (Harari 2016, 181-207). Sin
embargo, en aras de establecer distinciones, ello no ha impedido que se elaboren propuestas
importantes para desarticular la especificidad del constructivismo posmoderno. En el ám-
bito de la filosofía, en concreto, hay pensadores que pugnan por una vuelta al realismo filo-
sófico a ámbos lados del Atlántico (Rodriguez 2018). En la Europa continental, el reciente
movimiento autodenominado Nuevo Realismo, fundado por Maurizio Ferraris e impulsado
en los últimos años por Markus Gabriel, ha dinamizado el debate contra los presupuestos del
constructivismo. Pero no sólo eso: en palabras de Gabriel, el Nuevo Realismo pretende ser el
nombre de la era posterior a la posmodernidad (Gabriel 2015, 2). En este sentido, empezan-
do por una crítica de la epistemología kantiana y de la tradición que de ella deriva, en la que se
intenta deconstruir el peso transferido del objeto al sujeto que conoce (Ferraris 2010, 137),
el Nuevo Realismo argumenta que el individuo conoce el mundo tal y como es, en la medida
en que existen tanto los pensamientos que tenemos sobre las cosas como las cosas mismas; y
ello a diferencia del constructivismo, que se centra en la tendencia autoconstitutiva del sujeto
ya descrita, o bien del “viejo realismo”, en el que sólo se reconocía un mundo sin espectadores
(Gabriel 2015, 5-7)12.
12  Además de las referencias citadas, podría consultarse la antología de textos dedicada al nuevo realismo, con artículos de
autores de ambos lados del Atlántico: (De Caro; Ferraris 2012).

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b. Las guerras culturales

Este debate en torno al sujeto y su relación con los hechos constitutivos del mundo no ha
merecido aún el estudio detallado de sus implicaciones sociales dentro del Nuevo Realismo,
aunque sí podamos reconocer su coherencia epocal a la luz de los conflictos presentes en las
democracias occidentales durante las últimas décadas. Pensemos sino en uno de sus ejemplos
más extremos, el de la consejera presidencial de Donald Trump, Kellyanne Conway, quien,
intentando defender al secretario de prensa de la Casa Blanca –Sean Spicer– sugirió que este
solamente estaba dando hechos alternativos (Alternative facts) al decir que la asistencia a la
inauguración de la presidencia de Trump había sido la mayor de la historia. Spicer argumen-
taba que unas imágenes previamente difundidas -las cuales mostraban que la inauguración
de Obama en el año 2009 había concitado a muchas más personas- no daban cuenta de la
cantidad real, dado el efecto visual que habría generado el suelo que cubría el National Mall,
recientemente pintado de blanco. La verificación de las imágenes demostraba que esa afir-
mación era claramente insostenible; sin embargo, ya teníamos una expresión para los análes:
Alternative facts. En este sentido, el periodista Matthew D’Ancona, en un libro reciente de-
dicado al mediático concepto de pos-verdad (post-truth) y a las condiciones que lo han hecho
posible, lleva a cabo una genealogía del mismo y sitúa a la posmodernidad y al relativismo
derivado de su posición constructivista en la base de anécdotas como la antes mencionada
(D’Ancona 2017, 89-109). El caso es que, en última instancia, el carácter anecdótico de este
tipo de historias son los signos visibles de una estrategia orientada a la legitimación de vi-
rajes reaccionarios en múltiples regímenes políticos, amparándose en la normalización del
relativismo en todas las esferas de la sociedad. Bajo estas nuevas condiciones, gran parte de
los actuales grupos de extrema derecha responden a lo que Enzo Traverso ha calificado como
posfascismo: sin pasar por alto su matriz histórica, estos nuevos movimientos –como el Front
National en Francia, Alternative für Deutschland en Alemania o el caso de Trump en EE.UU–
se diferencian del fascismo tradicional en el hecho de que pertenecen a un régimen histórico
específico (el de comienzos del siglo XXI), cuyo contenido ideológico es fluctuante y, por
momentos, contradictorio (Traverso 2018, 19); por tanto, con una mayor capacidad de adap-
tación a las oscilaciones del debate público; aunque su fijación se mantenga habitualmente
en la diferencia étnica y cultural –específicamente la de origen islámico– como fuente de los
problemas económicos y sociales (Bernabé 2018, 197-198).
El éxito de posiciones como la anterior responde, en última instancia, a unas condiciones sis-
témicas concretas que nos alcanzan hasta el presente. En efecto, tras el final de la Segunda Gue-
rra Mundial, la democracia liberal y el modelo capitalista en la europa occidental se aseguró un
crecimiento económico que asentó la forma de sociedad que conocemos hasta hoy ( Judt 2005,
324-359); de manera que cuando el espectro de la revolución volvió a acontecer en la década de
1960, lo hizo bajo nuevos presupuestos (2005, 390-421). En este sentido, 1968 ha constituido
sin duda un precedente fundamental para el imaginario de lucha social en las democracias ac-
tuales. Dado el éxito de los mecanismos orientados al consenso, los imperativos revolucionarios
del pasado se transformaron: aquí se encuentra el paso “del predominio de las luchas materiales
a las luchas simbólicas” (Fernández Gonzalo 2018, 20-21). No es extraño que en este contexto
haya sido recuperado un pensador como Antonio Gramsci, quien precisamente llevó a cabo
una transformación epistémica del marxismo tradicional a través de conceptos fundamentales
como el de hegemonía, cuya forma original apunta a una reforma de la conciencia orientada a la
reconfiguración de aquello que se entiende por sentido común, con el objetivo de transformar
los límites de lo legítimo en el marco cultural (Gramsci 2018, 201-203). Con ello, podemos

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decir que las llamadas guerras culturales –tradicionalmente identificadas con los mecanismos
de propaganda empleados con miras a aplacar el grado de influencia geopolítica de las grandes
potencias mundiales en el marco de la Guerra Fría ( Judt 2005, 197-225)– también se llevaron a
cabo a nivel local: las reinvindicaciones identitarias pasaron a pensarse en términos de posicio-
namiento hegemónico en el marco social, buscando su reconocimiento.
Dicho esto, no está de más decir que la tendencia culturalista ha abierto una ventana
de oportunidad plenamente operativa en cuanto a la ampliación de derechos y libertades ci-
viles, pero también ha cerrado otras que ahora pugnan por volver al centro del debate. Por un
lado, podemos afirmar que –a pesar de todas las taras impugnables en cuanto a su realización
total– es innegable que en las últimas décadas hemos asistido a un avance emancipatorio de
múltiples sectores de la sociedad que antaño eran relegados a la periferia. De este modo, di-
versos reclamos de reconocimiento –cristalizados teóricamente en la variedad de los pensa-
mientos feministas, poscoloniales o ecologistas, entre otros– han hallado su traducción social
a través de un movimiento no vertical en el que, primero, se han dado garantías jurídicas; en
segundo lugar, ha habido un esfuerzo de parte de los medios de comunicación y la industria
audiovisual intentando favorecer la creación de entornos de tolerancia, dando paso a nuevos
modelos de relación; y, tercero, gracias a los nuevos compromisos generados y asimilados por
gran parte de la sociedad civil.
Sin embargo, operar solamente bajo criterios de diferenciación identitaria ha promovido
la fragmentación de los actores sociales en grupos ideológicamente atomizados, haciendo
difícil la formulación de una agenda común que pueda plantar cara a un modelo económico
tecnológicamente globalizado, este sí plenamente sólido en su constitución. En esta línea,
pensadores como S. Zizek argumentan que una política centrada en las identidades emerge
como la ideología de las élites corporativas: mientras se mantenga el mutuo conflicto entre
identidades, dichas élites estarán salvaguardadas (Zizek 2018, 128). Este sería el escenario
de la trampa de la diversidad, como ha sintetizado en nuestro ámbito Daniel Bernabé: no se
trata de negar la pluralidad y la diversidad en nuestras sociedades, sino de reconocer la trans-
formación que ha sufrido el concepto de identidad y sus aspiraciones de reconocimiento en
el marco de la competitividad del mercado (Bernabé 2018, 231). De aquí que, a juicio de Zi-
zek, el único gesto emancipatorio se encuentre en la búsqueda de universalidad (Zizek 2018,
134); y que la estrategia de los populismos de izquierda, buscando aglutinar las diferentes vo-
caciones identitarias, no sea operativa al momento de enfrentarse a su contraparte ideológica
(2018, 126).

c. Políticas de la afectividad

En este punto, lo interesante de la estrategia populista –a derecha e izquierda– es que, tal


como hemos sugerido más arriba, explotan de manera distinta la misma impronta relativista
heredada de la posmodernidad. Pero hay algo más. En ambos casos se da una tendencia a la
obsesión constructivista, pero con el objetivo de generar uno de los aspectos fundamentales
de la razón populista: el vínculo afectivo. Esto queda patente en la obra de uno de los padres
de la teoría política populista, Ernesto Laclau, donde el influjo posmoderno se hace visible
ante la importancia asignada al potencial retórico en la creación de narrativas colectivas y la
necesidad de generar, a través de ellas, el vínculo afectivo que promueva la unión del “pueblo”
en torno a significantes vacíos (ideas sin un contenido conceptual definido tales como Libertad
o Democracia, entre otras), capaces de constituir una nueva hegemonía política (Laclau 2005,
101-117), en la línea de las tesis gramscianas.

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En cierta medida, podríamos decir que el momento populista, para emplear la expresión de
Chantal Mouffe (2016), da cuenta de una mutación visible en la lógica del ethos posmoderno.
Está claro que la mirada distante de la ética irónica ha declinado en favor de un particular fer-
vor emocional: queremos sentir algo, lo que sea; lo cual hace premonitorio el ensayo de Foster
Wallace que mencionamos previamente. En cualquier caso, es evidente que nos encontra-
mos ante un periodo de ambigüedad moral y política, tal como apuntaba recientemente Simon
Critchley (2014, 64; 74). Se abren, por tanto, nuevas modalidades de relación con los otros y
con el entorno. La cantidad exponencial de estudios relativos a los afectos, la sentimentalidad
y las emociones son solamente el reflejo de una transformación sustancial en el temple de la
época (Arias Maldonado 2016); aunque también se manifiesta, por otro lado, en diversas
expresiones artísticas, como en la amplia tendencia a la ficción autobiográfica en la literatura
de los últimos años o en el cine y las series de televisión, tal como podremos sugerir inmedia-
tamente a propósito del primer artículo de este monográfico.

III. Este monográfico

Hemos creído oportuno dilatar el desarrollo de nuestra introducción en la medida en que,


aún habiéndonos dejado en el tintero múltiples aspectos, se ha intentado dar cuenta de los
signos básicos del fenómeno que nos concita, de modo que podamos contribuir a rastrear
aquello en lo que efectivamente arraiga nuestra experiencia del presente. Hablar de los restos
de la posmodernidad, sin embargo, es todavía un debate a la espera de ser plenamente temati-
zado, como se desprende de los conflictos sistémicos recientes, y cuyo signo acaso esté repre-
sentado en el presente texto por la cercanía cronológica de parte de la bibliografía citada. Con
todo, la publicación que aquí presentamos supone un esfuerzo preliminar por dilucidar estas
líneas de orientación. Y es que, por los motivos que vamos a sugerir de inmediato, creemos
que cada uno de los siete documentos que presentamos a continuación -entre ellos, una en-
trevista, cuatro artículos y dos reseñas- operan en el límite del marco de pensamiento abierto
por la posmodernidad.
Prueba de ello ha sido sin duda nuestra entrevista a Marina Garcés, realizada por Isabel
Carrero y por el que aquí escribe. En ella se confrontan gran parte de los aspectos que hemos
tratado en esta introducción, tales como la dificultad de alcanzar una definición y los aspectos
problemáticos de una u otra opción metodológica. Asimismo, también se explora la posibili-
dad de recuperar una serie de valores, superando el momento negativo de la posmodernidad,
pero sin caer en la ingenuidad o los dogmatismos del pasado. Un punto particularmente
interesante de la entrevista es la propuesta de Garcés de desplazar la mirada desde la preemi-
nencia de la historia hacia una visión de carácter geográfico, proponiendo así una alternativa
que se encuentra a tono con la irrupción de la espacialidad como aspecto fundamental en el
pensamiento de las últimas décadas. Además de recomendar la entrevista, nos gustaría pro-
poner la lectura previa de la reseña de Teresa Gras, en la que se aborda precisamente una de
las últimas publicaciones de Garcés, Nueva Ilustración Radical (2017), cuya lectura ha sido
fundamental a la hora de desarrollar las preguntas realizadas a la autora.
A continuación, el primer artículo que presentamos, a cargo de Luis Freites, indaga en
la historia, las características y las propuestas del Metamodernísmo. Este movimiento busca
situarse como una aproximación teórica sólida de cara a indagar la estructura de sentimiento
que se ha venido articulando en el escenario post-posmoderno. De modo que aquí podemos
ver un ejemplo en el que se asumen frontalmente aquellos restos de los que hemos hablado,

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intentando describir positivamente nuestra situación actual. Para ello se ha recurrido -fun-
damentalmente- a diversas manifestaciones artísticas y culturales, en las que este nuevo tem-
ple se haría manifiesto; así como a la descripción de un nuevo ethos, en el que la “ingenuidad
informada” o el “idealismo pragmático” del sujeto contemporáneo le permitiría reconocer
que hay un horizonte político, moral o ecológico que exige su compromiso. Creemos que este
artículo, por otro lado, puede complementarse armoniosamente con el segundo que presen-
tamos, realizado por Alba Giménez. El objetivo que se plantea es analizar la recuperación
de motivos de la estética modernista en el cine de Alexander Kluge, dando cuenta -bajo un
lenguaje distinto- de la vuelta al acervo que nos ofrece la tradición: concretamente el de las
vanguardias históricas. En su texto, Giménez subraya precisamente cómo el cine de Kluge
constituye la recuperación de la impronta revolucionaria -en clave utópica- de las vanguar-
dias, y cómo su lectura de las mismas abre la posibilidad de nuevas formas de insurgencia
adaptándose al contexto de su propio tiempo. Con ello, el texto recuerda –junto con Terry
Eagleton– que el modernismo revolucionario es, sobre todo, una permanente posibilidad
ontológica. Siguiendo el temple propositivo de los artículos anteriores, el texto de Irene Por-
tela lleva a cabo una crítica de la posmodernidad como aquella en la que se desarrolla un
individualismo exacerbado, haciendo difícil tejer un colectivo ético. Se apunta, por tanto, a la
necesidad de recuperar una posición ética sólida siguiendo la base de la declaración universal
de los Derechos Humanos, consistente en la promoción de la unión de los países, los valores
de la dignidad humana, la libertad y la igualdad. La autora apela, en este sentido, a la emer-
gencia de la pos-humanidad, un escenario que debe forjarse a través de una profunda reforma
intelectual y moral.
El artículo de María Soledad Gómez, por otro lado, constituye un buen ejemplo del po-
tencial híbrido abierto por la posmodernidad, y que sin duda sigue presente entre las prác-
ticas artísticas de nuestro tiempo. En este caso concreto, el texto de Gómez aborda parte del
panorama teórico relativo a los mecanismos que se pueden llevar a cabo a la hora de adaptar
textos narrativos a la escritura dramática, con miras a su representación teatral. Y para ello se
centra en las fases del proceso que proponen dramaturgos actuales como Sanchís Sinisterra,
o Juan Antonio Hormigón, entre otros. En esta línea, además de la reseña de Teresa Gras
antes mencionada, el libro que aborda Rodrigo Montenegro, Buenos Aires transmedial: los
barrios de Cucurto, Casas e Icardona, de la autora Carolina Rolle, también da cuenta de este
carácter híbrido, en el que se interrelacionan tanto la literatura como las artes visuales y el cine
en orden a cartografiar la vida de la ciudad, en lo que se supone otro modo de catalizar la expe-
riencia del espacio y, en concreto, la asimilación de la propia ciudad en el imaginario artístico.
En conjunto, los textos aquí presentados responden a diversas cuestiones abiertas por la
posmodernidad y que todavía nos interpelan. La importancia de la empresa aquí emprendi-
da consistirá en no dar simplemente por superada una época, sino en intentar indagar en sus
aspectos fundamentales para poder enterrar los pies allí donde emerge nuestra experiencia
del presente. De cara a esta labor, y antes de cerrar esta introducción, no podemos dejar de
resaltar la función de Forma. Revista d’Estudis Comparatius en cuanto plataforma para el de-
sarrollo de actividades que promueven el intercambio intelectual en torno a temas capitales.
Por ello es necesario recordar que –de manera paralela a este monográfico– los coordinadores
de la revista nos volcamos en la organización de una serie de seminarios bajo el título Revi-
sitando la posmodernidad, que contó con la participación -en el siguiente orden- de los profe-
sores Domingo Ródenas, Pol Capdevila, Amador Vega y Fernando Pérez-Borbujo, quienes
dieron pie a una discusión sobre el fenómeno posmoderno y su relación con la literatura, el
arte, la estética y la teología y la filosofía, respectivamente. En cada caso, su intervención fue

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el origen de una discusión que nos concitó tanto a nosotros -los integrantes de la revista- co-
mo a una serie de compañeros, promoviendo un debate fecundo que desde aquí volvemos a
agradecer. Las lecturas realizadas para esta introducción no hubieran adquirido consistencia
sin el intercambio que tuvimos en aquellas sesiones mensuales, de febrero a mayo del presen-
te año. En última instancia, este tipo de contacto devuelve a la academia una capacidad que
parece pasar desapercibida para muchos en los últimos tiempos: la de ser un espacio para el
pensamiento vivo.

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