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La escuela hizo posible el aprendizaje del Himno Nacional.

Junto a mis compañeros, todos


formados en filas, siguiendo la voz de algún profesor o profesora que contaba hasta cuatro para
tomar distancia, ordenarnos y cantar la misma canción de todos los lunes a las 8:15 de la mañana,
aprendimos el Himno de nuestro país. La mejor parte de la formación era el énfasis en la frase o la
tumba será de los libres, o el asilo contra la opresión. En ese momento, no tenía sentido. Pero,
claro, para nosotros, unos niños de 7 u 8 años no tenía por qué revestir un significado aquella
línea. Nos reíamos, simplemente al oírnos gritar el ¡[…] de los libres!, para luego bajar la voz y
murmurar el resto de la estrofa. Hoy, aún los niños y las niñas corean esa parte de igual manera.
¿Y qué ha cambiado, si han pasado décadas y la frase se mantiene con su entonación original?
Pues, todo. Ahora, la línea adquiere una significación insospechada. Una frase cuya potencia
simbólica ha trascendido la voz para instalarse en la conciencia de la sociedad chilena. Porque lo
que estamos presenciando es la praxis del Himno. ¡Eureka! Por fin el sentido de esta canción
repetitiva se vuelve una realidad. Y esta idea de identidad mancillada que nunca comprendí muy
bien, pero que todos deseaban que memorizáramos, guardaba secretos insospechados: la
importancia del recuerdo, del testimonio, de la memoria se encuentra contenida en esa frase.

La tumba será de los libres o no será, no hay otra opción. En las calles, en las esquinas,
sepulcro de hombres y mujeres luchando por décadas de opresión servicial revestida de
contractualismo capitalista, la línea se alza por entre los oídos de los silenciados para continuar
con su despliegue histórico. Porque ahora ¿cuál es la categoría que los estudiosos y académicos
buscarán crear del sujeto que ha emergido en estos días y que se ha manifestado
espontáneamente? ¿Qué ocurrirá con el estudio de los discursos sin mesías, sin revolucionario,
vocero del pueblo, que demarque el camino por donde continuar la lucha? ¿Es posible, siquiera
pensar en una categorización de lo acontecido en esta última semana? Será un trabajo difícil para
las ciencias sociales o para toda disciplina que desee ahondar en este fenómeno. No obstante,
algo es seguro y no depende de los estudios, la teoría ha quedado fuera en esta partida: la
sociedad chilena ha puesto en jaque la representatividad y se ha alzado revolucionaria. Todo un
cuerpo degastado por un sistema neoliberal que ha instalado, durante más de 30 años el discurso
de la desigualdad, de la burla, de la falsa analogía entre vocación y trabajo, de la miseria que
implica la idea de esperar a que todo mejore con el tiempo. Pues, el tiempo llegó. Este es el
tiempo de la rebelión de las masas cuya existencia, en sí misma, tanto negaba Ortega y Gasset.

La sociedad ha puesto en jaque la autoridad, por lo mismo, el pueblo finalmente, se ha


hecho del poder que siempre estuvo en sus manos. Esta bella masa social, ha esperado muchos
años para volver a rebelarse y lo ha hecho partiendo de hitos específicos: el alza del transporte.
Pero, sabemos que esto es la punta del iceberg. No solo es esto, es la estructura socioeconómica y
política que ha sostenido el país y que no ha sido capaz de revertir. Es una Constitución
desactualizada, añeja, anquilosada en una hegemonía castrense, es un sistema previsional
desigual y usurero (pilar fundamental de la economía nacional y de mercado), es la Salud pública
que debe valerse de su ingenio para atender las demandas de los pacientes, es el salario mínimo
que no alcanza para cubrir la canasta familiar (aunque algunos, como Joaquín Lavín, ya en el 2013,
pensara que sí con solo $2000 diarios), es la Educación, aspecto que más me conmueve, que no
logra desplegar todas las potencialidades de los estudiantes y de los docentes, de sus directivos,
por carecer de todo, desde materiales hasta motivación, pero que, aun así, sigue en pié, en las
trincheras, en la guerra de los lápices. Finalmente, es la estructura social es su inequidad,
desigualdad y oportunismo político el que ha desgastado las fibras de este cuerpo que necesita
respirar y que no reconocerá más autoridad que la provista por sus bases.

Corolario de lo anterior es el lenguaje, puesto que crea realidades y lo han hecho del peor
modo posible: a través de la broma y la indiferencia ante la coyuntura nacional. Las redes sociales,
han hecho lo propio y han difundido rápidamente, de modo simultáneo, y hacia todas direcciones,
las frases suculentas y acéfalas de nuestra clase ya no dirigente. Así, el hacer bingos para financiar
destrucciones en liceos y escuelas del país, dirigirse al consultorio para reunirme con otras
personas, hacer vida social y pasarlo muy bien esperando por un tratamiento ambulatorio o
fármacos que no podemos costear, rezar para solucionar los problemas comerciales, levantarnos
antes de las 7 de la mañana para lograr una rebaja en la tarifa del trasporte y, la del oro olímpico:
Hasta Chile podría verse impedido de jugar una Copa América, porque va a exceder las horas que
se están plateando. Porque no se específica (Nicolás Monckeberg); han generado la molestia y el
descontento social.

No es la forma, gritan algunas consignas, pero el problema no es la forma, es el contenido.


El modus operandi del país ha sido ordenado. Se han efectuado marchas multitudinarias para
protestar contra abusos emanados desde el gobierno, se han creado espacios de reflexión y de
carnaval. ¿Y qué cambió? Nada. Ahora ¿ha existido en la historia de Chile algún cambio estructural
que beneficie a la sociedad y que se haya alcanzado con el dialogo abierto, en primera instancia?
No. El momento del carnaval occidental ha pasado. En el instante de la seriedad. Del cacerolazo,
de las marchas, de la paralización de actividades, de las huelgas. Pero, también debe ser el tiempo
de la unidad, de la comunidad, del respeto, del diálogo y del petitorio que logre hacernos volver a
nuestro temple habitual. Porque querámoslo o no, somos constitucionalistas.

El conflicto por el uso o no uso de la violencia es un debate muy antiguo, aunque


consustancial a nuestra naturaleza social. ¿Acaso estoy justificando la violencia? Por supuesto. La
violencia siempre es justificable, como bien analizaba Hanna Arendt, el problema es la legitimidad
de su ejercicio. Es aquí donde deben detenerse las miradas y las reflexiones. Porque no debemos
legitimarla. Al hacerlo nos enfrentamos a una fuerza centrípeta que nos absorberá de la manera
más cruel: no nos dejará vislumbrar soluciones democráticas. Asumiendo que es la forma de
gobierno que deseamos mantener.

En suma, las instituciones sociales nos han transmitido simbolismos que están siendo
reconstruidos. Hemos aprendido un Himno Nacional que no solo implicó una pertenencia obligada
a la identidad chilena, sino que vuelve a mi mente para mostrar un lado oculto que abre a la
reflexión de, según mi perspectiva, la frase más contundente de toda la canción y que se muestra
en cada manifestación, en cada lucha. La violencia estructural ha estado desde siempre instalada
en nuestro acontecer histórico solo que, natural y espontáneamente, ha provocado el giro
pragmático que su dialéctica, en la praxis, permite: la rebelión de las masas.

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