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La educación consiste en aprender a sentir bien

El pasado sábado participé en Santander en el Segundo Encuentro de Psicología


Educativa, Neurociencias y Emoción. El Congreso abordaba cómo conexar el conocimiento
científico del funcionamiento del cerebro y las emociones con la educación. Mi ponencia se
titulaba Una ética del sentir bien. En ella me interrogaba sobre qué sentimientos son
medulares para una sentimentalidad que fortalezca nuestra humanización. La humanización es
esa tarea sorprendente e inacabable en la que el ser humano se ha embarcado para llegar a
ser el ser humano que considera sería bueno ser. Quería establecer cuatro puntos cardinales
en el mapa de los afectos sin cuya presencia esta empresa deviene irrealizable. Los
sentimientos se interfluyen, así que indicar prototípicamente uno aislado de todos los demás
es segmentar fraudulentamente no solo la sentimentalidad sino todo el entramado afectivo. Es
una elección que traiciona la complejidad nodal de los propios sentimientos, y también su
interpenetración con las emociones primarias, los valores éticos, los valores personales, los
deseos, el repertorio de creencias, el capital empírico, las expectativas, el punto narrativo en el
que se encuentre nuestra biografía y la interacción que mantenga con otras biografías cuya
narratividad también está en un punto concreto y no en otro y que contamina
inexorablemente la nuestra. Pero en el Congreso, y en un corto espacio de tiempo que
demandaba taxatividad, quería citar los cuatro sentimientos que esbozo como neurálgicos
para incorporarlos a la conducta a través del hábito (no hay otra manera posible) y que a su
vez sirvan de ejes para la reproducción de modelos (que es lo que propone el programa
educativo TEI de Andrés González Bellido cuya exposición yo prologaba). La brevedad y la
transmisión pedagógica me obligaban a presentar fragmentariamente lo que opera
redárquicamente.

La educación es el procedimiento que hemos encontrado los animales humanos para


enfrascarnos en el cometido de aproximarnos al ser que sería bueno ser. De hecho, somos los
únicos animales que dedicamos porcentajes altísimos de tiempo de vida a educarnos
formalmente. Kant definió la educación con su habitual brillantez al considerarla «el desarrollo
en el hombre de toda la perfección de que su naturaleza es capaz». Uno de los sentimientos
fundamentales para este propósito es el sentimiento de respeto. Cuando hablo del
sentimiento de respeto me refiero al respeto a la dignidad que todo ser humano posee por el
hecho de ser un ser humano. En este Espacio Suma NO Cero he escrito muchos artículos sobre
esta maravillosa imaginación ética que nos exhorta a tratar al otro con el mismo valor y estima
que toda persona solicita para sí misma, así que a pesar del esquematismo no me extenderé
más. Más abajo comparto otros textos que amplían esta idea. El segundo gran sentimiento de
la arquitectura afectiva es la compasión. Es difícil que surja la compasión allí donde el respeto
como sentimiento adolezca de falta de protagonismo. La compasión latina o la sympatheia
griega es el sentimiento que obra la portentosa peripecia de que el dolor que contemplamos
en un congénere nos duela como si fuéramos nosotros los verdaderos sufrientes. En La razón
también tiene sentimientos concluí que «no hay mayor nexo con el otro que hacer nuestro el
dolor que es suyo». Ese dolor que sitia al otro lo podemos hacer nuestro a través de la
imaginación, y lo podemos imaginar hasta el punto de que nos acabe punzando en nuestras
entrañas porque somos semejantes. La compasión delata nuestra afiliación a la humanidad.
Aquí no tengo espacio para argumentarlo, pero la compasión es la génesis de la justicia, la
equidad y la posibilidad de la supervivencia. La compasión al internalizarse en la conducta se
transforma en virtud.

El tercer gran sentimiento es el sentimiento de alegría. Yo cada vez le concedo mayor


relevancia porque su presencia edulcora las experiencias y es muy fácil de detectar. La alegría
es la manera en que le decimos sí a la celebración de la vida. Sus respuestas fisiológicas son
inequívocas en su afán de predisponernos a festejar el encuentro gozoso en acciones
compartidas con los demás. La alegría es una forma de instalarnos en el mundo y cuando
logramos su regularidad asoman otras predisposiciones fundamentales en la arborescencia del
entramado afectivo. Me satisfizo escuchar a Rafael Bisquerra en su intervención en el
Congreso afirmar que la felicidad es la alegría provocada por acciones que destilan
amor. Bisquerra definió el amor como predisposición a procurar bienestar a un ser querido, lo
que confiere al amor no solo estatuto sentimental sino también comportamental. Conviene
recordar aquí que en su sentido prístino el amor era cuidar al otro. «El amor es responsabilidad
de un Yo para un Tú», postulación de Martin Buber a la que me adhiero, y a su certeza de que
los sentimientos se albergan, pero el amor ocurre. La gran noticia es que cuidar o procurar el
bienestar al otro nos produce alegría o algunas de sus variantes (entusiasmo, satisfacción,
júbilo, gozo, paroxismo), y que la alegría siempre que comparece en nuestra vida nos toma la
mano y nos lleva al encuentro del otro porque hemos comprobado que al compartir la alegría
la multiplicamos. El neurocientífico Francisco Mora, que impartió la conferencia inaugural,
defendió desde la tarima que la emoción es la energía que mueve el mundo. Es algo que repite
en sus aplaudidos ensayos. Podemos utilizar su argumento para entrelazarlo con la bondad y la
alegría. Sabemos que ayudar al otro nos hace sentirnos bien, y esta gratificación debemos
utilizarla en beneficio de todos. El mal llamado egoísmo altruista refrenda esta idea, aunque
como crítica. Amonesta al altruismo porque ejecutarlo nos hace sentirnos bien, de tal modo
que ayudamos desinteresadamente a los demás porque veladamente nos interesa la
gratificación sentimental que extraemos de esa ayuda. Lo que es una crítica acerba yo lo elevo
a halago. No creo que existan muchos elogios para el ser humano que superen al que indica
que ayudar al otro nos procura alegría.

El cuarto y último gran sentimiento que cité en mi intervención es el de la admiración. Resulta


imposible no traer a colación a Aurelio Arteta y su gigantesco ensayo La admiración, una virtud
en la mirada. Es el sentimiento que se activa cuando contemplamos la conducta excelente,
que es aquella en la que se trata con respeto al otro, y tratamos de reproducirla en nuestro
comportamiento a sabiendas de que nos convertirá en mejores. Se diferencia de la envidia,
que emana de la emoción básica de la tristeza. Cuando envidiamos nos entristece contemplar
la prosperidad del otro que desearíamos para nosotros. Sin embargo, cuando admiramos
sentimos alegría, nos entusiasma lo contemplado y precisamente por eso anhelamos replicarlo
en nuestro comportamiento. La admiración nos impele a mimetizar la conducta del admirado y
gesta la energía suficiente a través de la fuerza ejecutiva de la alegría para mantenerla en una
prolongada línea de acción. Para admirar hay que estratificar lo que miramos, que es una
forma de elegir modelos, arquetipos, ejemplos, y para mirar bien tenemos que jerarquizar y
segregar lo excelente de lo execrable, lo respetuoso de lo miserable, lo admirable de lo
abyecto, lo que nos amplifica (o lo que David Bueno definió en su conferencia como crecer en
dignidad, que es el principio rector de las páginas de su obra Neurociencia para educadores) de
lo que nos empequeñece. Esta jerarquización sólo es posible con un proyecto ético que nos
indique los mínimos comunes de justicia necesarios para la vida compartida y para que cada
uno de nosotros pueda iniciar los máximos divisores en los que descansa su singularidad y las
decisiones de su autonomía cuyo desarrollo denominamos felicidad. Para ello requerimos
buenos ejemplos que ejemplificar, un acceso a la sentimentalidad no solo desde la cognición
sino también desde la acción (esta es la base metodológica del programa educativo TEI). Todo
lo que acabo de compendiar aquí con excesivo laconismo tiene como finalidad activar un bucle
que a cada rotación nos mejora. Necesitamos pensar bien para sentir bien, sentir bien para
desear bien, desear bien para elegir bien, elegir bien para singularizarnos bien, singularizarnos
bien para vivir bien, vivir bien para convivir bien, convivir bien para entre todos embarcarnos
en la tarea de aproximarnos al ser que sería bueno ser. No hay una meta más difícil. No hay
una meta más elevada.

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